El
sentido de la indigencia.
Para desenredar primeramente el sentido de indigencia
debemos abandonar el terreno socio-económico, donde es
frecuente el recurso a este concepto, y
alcanzar el antropológico. En este espacio
ideológico, el ser del hombre aparece
implantado en el límite. Confinado como todo ser viviente
dentro de su condición limitada o finita. Pero no
totalmente encerrado en ella. El hombre, en
efecto, mantiene una relación exclusiva con su
límite. Si por una parte, el límite marca el
parentesco y la convergencia entre todos los organismos vivos y
el hombre, por otra, la relación del hombre con su
límite señala la radical diferencia entre los
primeros y el segundo.
La necesidad, característica del mundo
animal cede el paso a la conciencia de la necesidad,
característica de lo antropológico. Así,
sólo a partir de la bifurcación del límite
en necesidad e indigencia, se vuelve posible la discriminación entre el animal y el
hombre.
En el caso del hombre, la necesidad que es la
expresión del límite en el mundo animal se muda en
"conciencia",
"ciencia" o
"razón" de la necesidad que es la nota profundamente
distintiva del hombre.
El hombre, a diferencia del animal es consciente (y no
puede dejar de serlo), es decir, tiene la facultad para
encontrar, relacionarse y conocer sus necesidades. Mientras el
animal es actuado por el límite, el hombre
interactúa con el limite, aprehende el límite como
si se tratara de un objeto.
Sin embargo, la literal autoreferencia del hombre al
límite no solo traza la autentica diferencia entre ambos
mundos, como ya indicamos, sino que, además, es el eje de
la balanza entre el mundo animal y el mundo del hombre.
Efectivamente, el desplazamiento de la necesidad, en que vive el
animal a la conciencia de la necesidad, que es exclusiva
prerrogativa del hombre, nos advierte de la existencia de un
orden superior desconectado del anterior y que la Antropología del límite reconoce
como el orden de la indigencia*
.
La indigencia en cuestión no alude pues a la
falta de medios para
vivir, a una existencia mermada de bienes
materiales,
como es la del pobre o menesteroso, eterno cliente del
asistencialismo estatal o privado. En nuestro caso la indigencia
es una metáfora de una depresión
más profunda, que no es puramente económica, sino
ontológica o antropológica si queremos, pues se
refiere al hecho mismo de estar restringido, carente, escaso, en
la dimensión del ser.
Decir que el hombre a causa de su indigencia es un ser
deprimido no significa referirnos a un trastorno
psiquiátrico, a una alteración del estado de
ánimo, muy frecuente en nuestros días, sino
remitirnos a algo que afecta el ser mismo del hombre. En su
esencia misma, el hombre es indigente de ser.
De lo que el hombre es indigente, de lo que realmente
tiene poco como un auténtico menesteroso, es ser.
La indigencia es penuria de ser, pero, debido a que,
además, por la calidad de su ser
finito, ese poco, el hombre lo advierte, en definitiva, en
continuo desgaste o menoscabo, la indigencia resulta, de primera
instancia, lo más cercano a un puro querer
ser.
El hombre es un indigente cuya existencia lo conduce
hacia la indigencia total. A su modo, pues, todo hombre es
cliente de la vida. Todos sus esfuerzos (la obsesión por
el poder, el
prestigio, la búsqueda de seguridad, de
amor, de
sexo, de
juventud, su
afán por ser alguien, la presunción, el recurso a
la persuasión, la simulación, la necesidad de control, la
dominación, etc.), están encaminados a ser
más.
Lo que pretende el conato que arranca de la indigencia
es conservar el ser y acrecentarlo. Esfuerzos que al final,
irónicamente, dan por resultado la bancarrota, pues ese
querer ser no es siempre ser más, sino constatar que
ser resulta ser siempre algo menos, ya que, al fin y al
cabo, el límite, a través de todas sus expresiones,
se revela fatal para el ser (enfermedades,
envejecimiento, achaques, muerte).
La indigencia cambia el asunto dentro de los organismos
vivos e impone la pauta de lo antropológico como, a su
vez, la mera necesidad, la no-conciencia de la necesidad propia
del animal, conecta con un orden de organismos más
elementales. A este propósito, "el paso que hay de la
ameba a Einstein", en expresión de Karl Popper,
es el paso del orden de la necesidad al orden de la indigencia, y
que, dicho en otras palabras, es, igualmente, el paso de la
ausencia de la conciencia de sí a la conciencia de
sí mismo.
La conciencia de la necesidad o indigencia no deriva
entonces de una abstracción, del pensamiento,
de la reflexión, sino de la percepción
o sensación de las propias necesidades; del hecho de ser
tocado, en la sensibilidad de mi ser finito, no
sólo por muchas necesidades imperiosas de las que no puedo
prescindir, sino por necesidades vitales y trascendentes, como la
de querer actuar, entender, amar, vivir, comprender y ser
aceptado, que quedan para siempre fuera del índice de
necesidades del animal como señal indeleble de su
extrañamiento del mundo del hombre.
La puerta hacia la conciencia de sí, surge, pues,
evolutivamente a partir de la indigencia, que es la conciencia de
la necesidad de la propia condición física, y el origen
de la primitiva capacidad para sentir el límite en
toda su amplitud en carne propia.
La autoconciencia que implica la indigencia, en su
raíz y de alguna forma, es siempre conciencia de la
finitud, de la propia realidad contingente, inacabada e
inacabable, inconclusa e impermanente.
Lo sentido y por consiguiente la
problemática del sentido es del orden de la
indigencia y no de la mera necesidad. Aunque en su comienzo la
indigencia no es todavía el autoconcepto, es, sin embargo,
el primer avance hacia la con-ciencia de la necesidad, y de este
modo, el primer impulso hacia la conciencia de sí mismo,
que, en primerísimo orden, es conciencia de ser
necesitado, avasallado por el límite.
La indigencia se manifiesta en el hombre
paradójicamente. Al mismo tiempo que es
el origen de su conciencia, es el trasfondo de su tragedia,
porque en todo acto y en todo momento la indigencia es
también conciencia de la finitud, conciencia no
sólo de todas las necesidades, sino de la permanente
intranquilidad y desasosiego que se produce en el alma.
La indigencia, a diferencia de la simple y pura
necesidad, que es un sistema cercado
por automatismos y determinismos, permite al hombre distanciarse
y superar los propios condicionamientos. Aun cuando es cierto que
la indigencia parte de lo biológico no se agota en lo
biológico, sino que lo trasciende para manifestar lo
específicamente antropológico. Pero,
¿qué puede ser en el hombre más
específicamente antropológico que secundar ese
impulso de la indigencia hacia un querer ser, hacia una
construcción de su ser? A este
propósito, cabría decir que el hombre es el
único animal que termina su propia creación.
¿De qué manera se hace efectiva esta
construcción?
Definiendo la indigencia como conciencia de la
necesidad quisimos apuntar a la indigencia como una forma
deliberada no sólo de conocer, sino de significar y
también de orientar la necesidad. Es así,
precisamente, significando y orientando, como el hombre construye
la última etapa de la creación: su
humanidad.
Con la indigencia se vislumbra la posibilidad de
significar la necesidad. Un conjunto de impulsos amorfos,
apetitos e instintos quedan redefinidos y encaminados hacia lo
humano, que es lo propio del hombre.
De hecho, el hombre es consciente de que vivir es tener
necesidades y que estas necesidades tienen que ver, además
y especialmente, con el sentido del límite. Pareciera
entonces que, por una parte, el encuentro del hombre con
el límite, descubierto no sólo dentro de sí
mismo, sino en los otros y en el entorno que lo rodea, termina
planteando la cuestión, en términos más
amplios, del sentido del límite, y que, por otra, este
mismo asunto, por ser relevante, desplaza cualquier otro
pendiente para ocupar la parte esencial de toda la
cuestión antropológica.
Al topar con el límite, al descubrirse indigente,
el hombre experimenta profundos sentimientos de
contradicción global respecto de sí mismo, de su
peculiar realidad como ser que tiene fin en el tiempo. De este
modo, se introduce de manera inevitable la duda sobre su propio
valor como
ser. Ser indigente es saberse inestable, precario y
efímero. El hombre no puede ignorar que está
socavado en sus mismos cimientos, que su ser está
oscilante, en falso, en los fundamentos que lo sostienen. El fin
de sus días está inevitablemente abrigado en la
entrañas de su ser y, su existencia, por lo mismo,
está también comprometida, poco firme. La
existencia se tambalea porque en sí es el ser mismo del
hombre lo que está siempre a punto de caerse a causa de su
propia insuficiencia.
En tal caso, descubrirse limitado plantea un
cuestionamiento que afecta no sólo al sentido de la
existencia, al cual se refiere específicamente la
Logoterapia, sino al sentido del ser mismo. Ante la
tremenda fragilidad de su ser, el hombre vacila y se interroga
sobre el sentido – no sólo de su existencia- sino de
su condición limitada, de su propia finitud.
Ahora bien, prosiguiendo el desarrollo de
nuestras reflexiones, ¿de qué manera se puede
significar la necesidad de la cual el hombre es
consciente, de qué manera se puede hallar o averiguar su
sentido? ¿De que manera, en consecuencia, el hombre puede
tomar la decisión de construirse, o sea, de ultimar su
propia creación, de volverse humano?
El hombre queda encallado y pierde el sentido de su ser
cuando ante el hecho de la indigencia se plantea la
perfección como intento de salida o
solución.
Pretender superar la indigencia a través de la
búsqueda de la perfección es sólo dar golpes
a la indigencia, a la fragilidad del hombre y, por tanto,
deteriorar el sentido de la vida. La perfección, en
efecto, es una cosmovisión que no esta de acuerdo con la
naturaleza
inconsistente y quebradiza del hombre.
Probablemente la pretensión de la
perfección puede responder al descubrimiento de una
conciencia que se sabe destinada a morir. Y posiblemente, a causa
de la indigencia, la búsqueda de la perfección sea
una tendencia no sólo cultural, sino inherente a la
frágil condición del hombre. ¿Que sea el
"remedio" de la razón al contemplar horripilada el foso de
la propia indigencia? Concretamente, la perfección es la
forma como la razón interactúa con el
límite.
El límite desafía a la razón, la
pone en una dramática encrucijada. Es como si la
razón, que no ama ponerse límites,
se perciba a sí misma restringida por el límite y
se motive a superarlo o a intentar "arreglarlo"
ontológicamente.
No en vano, el perfeccionista, en sede
psiquiátrica, parece gobernado enteramente por la lógica,
por el análisis y por el juicio. El perfeccionista
se pasa espiando todo el día para no cometer errores.
Debido a que ha desarrollado una baja tolerancia al
límite (error, falla, equivocación, fracaso), el
perfeccionista tiene un deficiente sentido del propio
ser.
El perfeccionismo, como trastorno global de la persona, es la
manera como la razón sacia su necesidad de estructurar y
de simplificar la realidad permanentemente cambiante,
caótica, imprevisible, naturalmente desordenada, y de
ponerla en jaque-mate hasta lograr su control.
Encorralado entonces por su indigencia, el hombre se
anima a escalar la perfección para alejarse lo más
posible de la quebradiza planta baja de su ser. De aquí
que, a causa de la perfección, el hombre viva a disgusto
con su propia falibilidad e incida en el autorechazo.
Precisamente por percibirse limitado, el hombre
está profundamente enamorado de la perfección, de
"ser como Dios", para decirla en términos bíblicos
y sólo las adversidades y los verdaderos desastres de la
vida pueden ocasionarle el beneficio de la desilusión de
su "amada".
Si la hominización se alcanzó con la
conciencia de la necesidad, la humanización se lleva a
efecto en la aceptación de la indigencia. Así se
realiza la construcción antropológica del hombre.
En la actitud y
acción
de indulgencia o compasión ante la propia
indigencia.
La única manera de "justificar la vida",
según una expresión de Simone de Beauvoir, es
aceptándola desde su misma raíz: en la indigencia.
Sólo en la aceptación de la indigencia se cumple el
sentido del ser. Pero, revalorizando el ser tal cual es,
insuficiente, acotado por el límite, se resignifica
también la existencia.
El sentido de humor: el humor como fuente de
sentido.
En lo tocante al humor, se hace también necesario
disipar un malentendido. El humor al que nos referimos no es
propiamente el que resulta a consecuencia de un buen chiste, que
seguramente está cargado de sentido de humor.
También el chiste tiene sus beneficios psicológicos
sobre la salud del
individuo. El
chiste nos ayuda a pasarla bien. Podemos usar la herramienta del
chiste para soltar una carcajada o sonreír. Este puede
ser, por ejemplo, el efecto del siguiente chiste: dos amigos se
encuentran:
- Oye, ¿tú te acostaste con tu mujer antes
de casarte? - Yo no, para nada, ¿y tú?
- ¡Hombre! ¿Yo que iba a saber que te ibas
a casar con ella?
Una vez introducido en el sistema mental, es decir,
"captado" el sentido del chiste, pareciera que todo el organismo
percibe, a través de un disparate, un breve estado de
armonía.
La euforia provocada por el chiste produce una
experiencia intensa de bienestar, un estado de ánimo
momentáneamente satisfactorio, placentero. Incluso, en
este preciso momento, el sistema mental del lector de este
ensayo entra
en disposición a un nuevo chiste, como si
dijéramos, se le abre el apetito.
El chiste es diferente de la ironía. En ambos hay
paradoja, pero en el primero domina el doble sentido o la
alusión a un sentido oculto, casi siempre relacionado con
el sexo, mientras en la ironía lo paradójico es
avasallante. Si digo: "Todo asunto tiene dos puntos de vista: el
equivocado y el mío", supero en fineza al chiste no solo
con el grado de paradoja sino, además, con las dosis de
cinismo, mordacidad, agudeza y picardía que igualmente,
además de hacer reír, puede hacer reflexionar sobre
uno mismo o sobre la vida en general.
Efectivamente, la ironía sobrepasa en paradoja al
chiste. Un par de ejemplos de ironías no vienen mal: "Si
no te equivocas de vez en cuando, es que no lo intentas" (Woody
Allen) y: "Estos son mis principios. Si no
le gustan, tengo otros" (Gruocho Marx).
Pero aun cuando la ironía hace reír
("Pueden elegir el color que deseen,
caballeros, a condición de que sea negro") no provoca, sin
embargo, esa especie de descalabro o quebranto de la seriedad que
es propia del chiste.
La ironía es un reír sin ruido, lo que
equivale a sonreír, el chiste, por el contrario, nos hace
quitarnos las mascaras. La función
del chiste es quitar importancia. Desacralizar. Despojar de lo
barroco a lo
que se presenta como exagerado o desmesurado. Aminorar la
reacción extravagante, excesivamente racional o
lógica, ante ciertas situaciones, hechos o personas cuyo
resultado es un grado de nocividad o daño
para el sujeto mismo.
Pero el chiste va más allá: a
través del chiste se derriban tabúes, pues el
chiste arremete contra lo que no se debe nombrar socialmente,
saca a lucir lo prohibido. De hecho, es inevitable que cuando se
empieza a contar chistes, de
los blancos o "chistes de salón" se transite
irrevocablemente hacia los "chistes verdes" o pelados (muy
verdes).
El chiste vulgar es un acto de sana rebelión
contra la coacción que ejerce el mundo social sobre el
orgasmo, la nutrición (concretamente, la micción
y la defecación) y los órganos sexuales. De
aquí que ante la mojigatería social, la genitalidad
obtenga su carta de inmigración por medio del
chiste.
En el plano social o relacional, los beneficios de la
jocosidad, producto del
chiste, de la ironía y de la broma son la cordialidad, la
unión y una especie de tolerancia y
conformidad.
En el plano psicoterapéutico, el chiste, la
ironía y la broma son técnicas
dereflexivas, según la Logoterapia: favorecen un momento
de distancia, de trascendencia frente a las circunstancias o
hechos disgustosos y hasta una sana inconsciencia de uno mismo,
acompañada de una sensación de entrar en la
realidad de manera más ligera, menos grave. Aunque sea por
poco tiempo, el chiste le quita importancia a los problemas
agobiantes.
No es este el caso del sarcasmo que, con su matiz de
burla o chacota, hace que el blanco o destinatario del sarcasmo
experimente un ataque a su autoestima. El
sarcasmo es malévolo desde la intención misma. El
sarcasmo es cruel, mordaz, fundamentalmente humillante. Por el
hecho de herir o de abrir cicatrices, el sarcasmo es portador de
desprecio y, por lo mismo, fuente de inseguridad y
su efecto en la relación interpersonal es la
alteración destructiva del estado de ánimo: la
venganza.
El humor, en cambio,
rescata lo más sabroso de la vida. Nos ayuda no solo a
disfrutar, incluso, nos rescata a nosotros mismos de vivir
sofocados por un excesivo sentido de seriedad. El humor hace que
se vuelva a confiar en la vida. El humor, podemos decir, es un
energético, como el gingseng. Sin embargo, al concluir
estas aclaraciones acerca del humor debemos dejar asentado algo
fundamental: el chiste, la ironía o la broma no son el
único espacio o el terreno exclusivo del humor. O sea,
para tener humor no es obligatorio recurrir a un chiste. Todo lo
contrario: el chiste, la ironía y la broma son productos del
humor, y no el humor producto del chiste, la ironía y la
broma.
El
humor como forma de conocimiento.
El humor, sin embargo, tiene más hondura en la
existencia que la simple ayuda a pasarla bien, como
mencionábamos anteriormente. No sólo deja entrever
un estilo de vida
menos problemático, sino que facilita el reírnos de
los problemas. El humor hace fácil que aprendamos de
nuestros errores. Y más todavía: que tengamos otra
visión de nuestro ser indigente y que nos ubiquemos ante
esta realidad. El humor es un estado profundo de
comprensión de la indigencia y del problema mismo del
limite.
Pero al hablar del humor nos referimos a algo que va
más allá del resultado por un buen chiste, de la
broma o de la ironía soltada en una determina
ocasión. En todos ellos hay una porción de
humorismo, pero el humor como tal es causa, más que
efecto. A este propósito se suele hablar de sentido
de humor, para indicar, por lo menos dos cosas: que una persona
es capaz de "encontrar" o "percibir" humor en hechos, situaciones
o relaciones aparentemente negativas y que el humor hace posible
que de esos hechos, situaciones o relaciones surja un
sentido.
El sentido de humor alude no solo a un
sentimiento (de goce, de alegría, de disfrute), sino a la
posibilidad misma de discernir y de significar una
situación, un hecho o una acción, pasada o
presente. La función del humor es, pues, la de dar
sentido. Una forma de establecer un nexo entre la circunstancia y
la persona, una manera de explicarse algo a sí mismo o,
mejor aún, de comprender algo de nosotros
mismos.
El sentido de humor infunde significación,
estima, valoración o aprecio a una determinada
situación de la existencia y por el ser mismo. El humor
recupera o saca algo bueno donde todo parece perdido. El humor
descubre, evidencia, y de aquí su función de
significar, de señalar lo que pareciera estar
oculto o pasar desapercibido. Ahora bien, ¿cuál
puede ser ese señalamiento, en qué puede consistir
ese descubrimiento?
En términos generales pudiéramos decir que
el sentido de humor dispone a que se termine aceptando el
riesgo y las
consecuencias de vivir. El humor vuelve amiga la vida. En
opinión de Max Haushofer: "El humorismo es indulgente con
la vida de manera indescriptible". Así de esencial es su
contribución a la existencia.
Con sobrada razón Romano Guardini
sostendrá que sin el humor no marcha nada en absoluto,
pues, "quien mira a los hombres solamente en serio, sólo
en forma moral o
pedagógica, a la larga no lo aguanta. Debe tener ojos para
lo peculiar de la existencia. Pues todo lo humano lleva consigo
algo de cómico" y concluye: "La risa amistosa por la
rareza de lo humano: eso es el humor".
Siendo así, el humor no radica en algo que
está fuera a nosotros y que se desencadena en una
determinada circunstancia, como puede ser la trágica
resbalada de una persona con su grotesca y cómica manera
de caer por el suelo. Bergson se
ocupó de la risa que provoca automáticamente un ser
humano en caída
libre. Un animal cayendo no nos causa risa, sino
lástima, en cambio, una persona que se resbala en la
clásica cáscara de banano puede hacer que nos
destornillemos de la risa.
El humor está dentro de mí o no
está en ninguna parte. Pero, si es así, cabe
preguntarse: ¿"donde", en qué parte localizarlo?
¿Dónde brota y, a su vez, donde declina el
humor?
Según un reciente enfoque de la psicología humanista
existencial, el primer arranque de humor, su nacimiento,
habría que localizarlo en el tipo de perspectiva,
esto es, en el punto de vista desde el cual percibo como percibo.
El sentido del humor (al igual que la compasión) se
arraiga en la misma perspectiva, desde la cual se
configura mi percepción, se origina "ahí" donde
surge mi "manera" de percibir, organizar, estructurar, formar, el
cúmulo de estímulos generados por lo
real.
Pero también "ahí" mismo, en el tipo de
perspectiva, el humor se aborta y decae. En última
instancia, la perspectiva es la responsable de matizar de
gracejo, de salero, de jovialidad, de ingeniosidad y de
ocurrencia irónica o chistosa las actitudes, los
patrones de pensamiento y de sentimientos, y la conducta o de
teñirlos de seriedad, tiesura y gravedad ante las
situaciones, hechos y experiencias de la vida.
El humor cae o se mantiene con la perspectiva. La
perspectiva es la fuente del buen humor y del mal humor, pues es
la manera como mi percepción entra en contacto con lo
real, la manera como mi percepción "mira" lo real. Pero
ahondemos un poco más en el asunto de la
perspectiva.
La perspectiva determina la percepción. Tenemos
una percepción diferente cuando aceptamos, de cuando
rechazamos. El tipo de percepción corresponde a la
perspectiva. La perspectiva es una forma de preconocimiento y,
por lo tanto, una forma de "pre"pararse o disponerse a
percibir.
La Terapia de la imperfección, en el
ámbito de la psicología humanista existencial,
hipotiza que el trastorno del perfeccionismo está
fomentado por la perspectiva de la indefectibilidad,
propia de los procesos
racionales. En este caso, la perspectiva, no la
percepción, es, en último término, la que
dispone hacia el disgusto, el rechazo, ante todo lo que se
presenta defectuoso, fallido, errado.
A este propósito, la Terapia de la
imperfección, sostiene que no basta, pues, para tratar el
perfeccionismo, limitarse a modificar la distorsión
cognitiva, a una limpieza de las categorías irracionales
que contaminan las actitudes del sujeto afectado por este
trastorno.
El cambio debe producirse a un nivel más
profundo, a nivel epistemológico precisamente, o sea, al
nivel de la perspectiva, que es en definitiva donde se forja
incipientemente la distorsión. ¿A qué
distorsión nos referimos? A la demanda o
expectativa de que las personas, cosas y circunstancias de la
vida sean intachables, sin defectos, imperfecciones, o fallas.
Que funcionen como "deberían" funcionar.
El hecho de que los niños
sean verdaderos agentes de la alegría, se rían
espontáneamente y tengan facilidad para ser ocurrentes y
creativos frente a la vida, mientras los adultos son cautelosos,
circunspectos y encuentran dificultades para reírse, es
debido a que los primeros se manejan desde una perspectiva
diversa de la perspectiva cultural desde la cual se manejan los
segundos. Desde este punto de vista, los niños son
expertos de humorismo.
Los niños y las personas sanas se mueven desde la
perspectiva de la defectibilidad, mientras los
neuróticos en general, y el perfeccionista en modo
particular, lo hacen desde la perspectiva de la
indefectibilidad.
Desde este punto de vista, no nos sorprende que el
cambio que pide el Evangelio a los adultos, la
condición para entrar en el Reino de los Cielos, consista
en "volverse como niños" (Mt, 18, 3), "porque el Reino de
los Cielos es de los que se asemejan a los niños" (Mt. 19,
14), "pertenece a los que son como ellos…quien no lo recibe
como un niño, no entrará en él" (Lc. 18,
16).
Independientemente de su contexto religioso, no se puede
negar que el Evangelio es un imparagonable texto de
humanidad. La recomendación de "volverse como
niños" – no niños inconscientes, claro está
– podemos traducirla como la invitación a ver de manera
distinta, a provocar un renacimiento, un
cambio profundo que alcanza el sistema mental, pensamientos y
sentimientos, en el mismo "lugar" donde se origina la
manera como pensamos lo que pensamos y como sentimos lo
que sentimos. Llamamos perspectiva a este "lugar" donde se
"apoya" la percepción.
El niño y la persona psicológicamente
saludable no están interesados en corregir, cambiar o
arreglar a las personas. Las toman como realmente son:
defectuosas. La persona mentalmente sana consideran que "la vida
es el arte de ser bien
engañados" (W. Hazlitt). El neurótico, y el
perfeccionista en el caso específico, piensan en
términos: "El mundo se va acabar si yo no me apuro en
arreglarlo".
El
perfeccionismo malogra el humor.
La perspectiva de la indefectibilidad,
característica del sujeto perfeccionista, no se lleve con
el sentido de humor. Aun más, el sentido como tal
se descubre con el humor y se pierde o caduca con la falta de
humor. El perfeccionismo, en efecto, no es fuente de sentido.
Éste es propio de la perspectiva de la defectibilidad, la
cual favorece un entendimiento, una especie de pacto de
tolerancia, con la irregularidad, el menoscabo de la realidad y
el caso de la vida.
La perspectiva de la indefectibilidad (propia de los
procesos racionales) es un obstáculo en la manera de
colocarse ante la realidad limitada. El perfeccionista vive desde
una "lógica anticipada" de cómo deberían ser
las cosas. El perfeccionismo es una forma ingenua y terca de
percibir la realidad. ¿Cómo deberían ser las
cosas según él? Correctas, sin fallas, impecables,
intachables. Ahora bien, ¿en qué lugar de este
universo se
encuentran las cosas así?
Aunque el perfeccionista hace las cosas con verdadero
esmero, nunca obtiene la sensación de satisfacción.
Nunca llega a sentirse adecuado. A todo lo que hace le encuentra
un "pero".
Debido a que las cosas, las situaciones y las personas
nunca corresponden con como deberían ser, el
perfeccionista vive en pugna consigo mismo, con los demás
y con el entorno.
A nivel cognitivo, lo defectuoso resulta ininteligible
al perfeccionista. A nivel emocional, termina
vivenciándose como inadecuado. Todo lo que hace es
"insuficiente". Sus logros no resultan ser lo "suficientemente
suficiente". De aquí que arremeta contra la realidad.
¿De qué manera? Según el Manual de
Desordenes Mentales de la Asociación de Psiquiatría
Norteamericana , quien sufre este trastorno genera una fuerte
preocupación por el orden y el control mental e
interpersonal.
Para el enfoque de psicología humanista
existencial que estamos manejando, la consecuencia de este
trastorno es una necesidad de estructurar la realidad. De
volverla consistente y segura como un edificio de cemento
armado, en otras palabras, de petrificarla.
El proponerse que las cosas, las personas y las
situaciones sean indefectibles, alimenta la disposición a
enjuiciar, a criticar y, por lo tanto, a descalificar. Es
aquí donde el perfeccionista invierte estérilmente
mucha de su energía y puede disponerse a la
depresión. El estrés de
esta situación hace abortar la posibilidad del
humorismo.
Pero de esta manera el perfeccionista pierde en calidad
de vida. A la larga descuida la posibilidad de gozar y de gustar
los diminutos e incontables matices de la vida. Y perder en
capacidad de humor equivale a perder en humanidad, porque quien
no se deja tomar el pelo por las cosas, vive listo para el
rechazo. Y con el rechazo se vigoriza la inclemencia, la falta de
compasión.
A este punto, habría que resaltar, aunque
sólo sea de paso, que la compasión y el humorismo
son las dos caras de la misma moneda. Sin compasión, no
hay humorismo y viceversa: la falta de humorismo revela el
desierto de la compasión. El comienzo de la
compasión reside en el humorismo, en aceptar la realidad
tal cual es.
El humor, decíamos, genera sentido. El
"sentido de humor" se propone como una forma de visión. El
humorismo deja ver la vida de otra manera y deja ver cosas que de
otra manera no se verían. Quien se maneja desde la
perspectiva de la defectibilidad (propia de los procesos
intuitivo-emocionales) percibe la incongruencia entre su
expectativa y la realidad en términos ocurrentes,
teñido de humor. Reconoce a la realidad limitada el
derecho a ser defectuosa. De aquí que el sentido de humor
sea un anhelo de comprender o acoger. ¿Comprender, acoger,
qué cosa? La vida misma.
Sin sentido de humor estamos a merced del trastorno del
perfeccionismo. Sin embargo, quien puede cambiar su perspectiva,
puede cambiar su percepción, su manera de procesar,
interpretar, leer, la realidad. Cambiar la manera de percibir la
realidad requiere, pues, un desplazamiento del procesador
racional al procesador intuitivo-emocional. En otras palabras,
reducir el recurso (que en nuestra cultura
Occidental es excesivo) al procesador racional y apelar al
procesador intuitivo emocional. Como quien dice: desplazarnos del
hemisferio izquierdo, sede de la lógica y desplazarnos al
hemisferio derecho, raíz de la paradoja, del humor y de la
compasión.
El humor nos afloja de la seriedad y gravedad racionales
que desarrolla el pensamiento perfeccionista. Convendría
entonces, en orden a verificar nuestro tipo de perspectiva,
preguntarnos: ¿con cuanto humor percibo la
vida?
O la misma pregunta, por lo que mencionamos poco antes,
podemos formularla también en términos de
compasión: ¿con cuanta compasión
trato la vida? Como consecuencia, tomarnos siempre en
serio y demasiado en serio obstruye el ejercicio de la
compasión. La falta de compasión nos vuelve
trágicos. En fin de cuentas, como
advierte Brendan Gill: "no existe la menor prueba que apoye la
idea de que la vida es seria". La compasión ante la
desgracia, el error, el fracaso o la falta es una forma elevada,
aguda e ingeniosa, de humorismo.
Quiero decir que no se puede perdonar, acoger y aceptar
la defectuosidad de la vida sin una dosis de auténtico
humorismo. En el fondo, como señala Schopenhauer:
"La causa de la risa no es otra cosa que la súbita
percepción de la incongruencia entre un concepto y
su objeto real".
De aquí que la disposición a la
compasión deje al descubierto nuestra índole
humorista. Así, la práctica del humor nos lleva a
ser benignos con nosotros mismos y con los demás. Quien
vive sin sentido de humor tiene dificultades para ser
compasivo.
Un cambio de perspectiva cuesta trabajo y
genera cierta ansiedad, pero no hacerlo equivaldría a
perder mucho más: a renunciar a la posibilidad de vivir
más alegre y compasivamente. Esto es lo bueno del humor
precisamente: que ayuda a decir si a la condición
indigente del ser y al conjunto de los limites
existenciales.
Concluyendo: la humanidad del hombre se forja
reconociendo y aceptando la propia indigencia. La indigencia es
la riqueza del hombre: la vida no puede volver más pobre a
quien lo único que posee de seguro, no
postizo ni artificial, es su propia indigencia.
Tomando la decisión de aceptarse a pesar de todo,
el hombre se orienta y alcanza el sentido de su ser, lo
revaloriza. Abrazando su indigencia, el hombre no sólo se
orienta, sino que pone las bases para hallar el sentido de su
vida. En la tarea de aceptarnos, el humorismo o su otra
expresión, la compasión, juega un papel fundamental
en la tarea de construirnos como seres humanos.
Ricardo Peter
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