Rafael murió y murió un día sin que
nadie siquiera se hubiera imaginado que eso iba a pasar. Su
salud no estaba
resquebrajada, tenía tantos planes para el futuro como
sólo las almas jóvenes suelen tener. Él era
un hombre mayor,
pero no tan mayor como para que alguien hubiera pensado que iba a
morir en la forma como sucedió: su esposa Julia y
él estaban viendo televisión, y ella se quedó dormida;
de pronto, la despertó un ruido como el
de un gran peso cuando cae al suelo.
Se levantó y cuando miró al piso de la
habitación, su esposo yacía allí, sin
más preámbulo que un gran silencio.
Después de aquel gran impacto que para ella
representó la muerte de
su esposo, Julia llamó a todos los que tenía que
llamar; y todos, sin excepción, exclamaron:
¡No puede ser! ¡No lo podemos
creer!
Rafael fue enterrado con los honores que sólo se
le rinde a un hombre como él: cada persona que se
enteró, cada amigo que lo supo, cada familiar cercano y
lejano llegó a rendirle el último adiós a un
ser que parecía que ya había cumplido su misión en
este mundo. Así, partió Rafael a su última
morada aquí en la
tierra.
Todos los que conocieron a Rafael, y a manera de
consuelo, repetían sin cesar:
– Un hombre tan bueno y tan feliz como él, ya no
tiene nada que pagar en este planeta, y a lo mejor, por eso
murió.
Rafael había sido dueño de una de las
agencias de publicidad
más importante de la región, pero después de
un largo tiempo de su
muerte, Julia
tomó la decisión de ir hasta la oficina de
él para cerrarla para siempre. Cuando estaban ella y su
amiga Victoria poniendo en orden los documentos que
Rafael había dejado en su oficina antes de partir,
Victoria notó la presencia de Rafael en la oficina que
había sido de él. Alarmada, por tal acontecimiento,
se dirigió a él, diciendo:
Rafael, ¿qué haces aquí si
tú estás muerto?
A lo cual, Rafael respondió
bostezando:
– Allá arriba, no me dejan descansar porque
todavía tengo algo que hacer aquí.
Victoria se dirigió hasta donde estaba Julia,
diciendo:
– ¡Julia, mira! ¡Mira! Rafael está
aquí.
Julia miró con un gesto de asombro. Rafael, por
su parte, se notaba muy adormecido y no dejaba de
repetir:
– Allá arriba, no me dejan descansar porque
todavía tengo algo que hacer aquí.
Julia y Victoria quisieron agarrarlo por uno de sus
brazos para ayudarlo a sentarse, pero él
desapareció en la misma forma como había
llegado.
Después de esa experiencia, transcurrieron varios
días. Una noche, Victoria estaba durmiendo profundamente;
alguien, que le halaba el dedo gordo del pie derecho, la
despertó. Asustada, Victoria abrió los ojos y pudo
observar desde la oscuridad de su habitación, y en frente
de ella, una luz que dibujaba
la figura de un hombre, éste era Rafael. De un solo salto,
salió de su cama y exclamo:
– ¡Ay Rafael, otra vez tú! ¡Me vas a
venir matando de un susto!
Rafael, con esa sonrisa ingenua que siempre lo
caracterizó, dijo:
-¡Victoria! ¡Mi querida Victoria! Dicho
esto, desapareció nuevamente.
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