Terminados los estudios en el colegio de Altstatten, su
madre la envió a Sarnen y luego a Friburgo para que
perfeccionara sus conocimientos y aprendiera el francés.
Más tarde recibió el diploma oficial de
Maestra.
Cuando alguien la alababa por los triunfos alcanzados,
ella sólo decía: "No me hubiera atrevido a enviar a
mi madre unas malas calificaciones".
En los últimos años de su carrera
pedagógica, comenzó a sentir la llamada de Dios a
la vida religiosa. Ella admiraba mucho las comunidades que
había conocido pero en ninguna encontraba el ideal de
pobreza que
perseguía.
En su hogar tenía lo que una joven pudiera
desear; sin embargo, quería abandonarlo todo y seguir al
Señor pobre, a imitación de San Francisco de
Asís.
A pesar de que su madre le había repetido muchas
veces lo feliz que seria si Dios la hubiera escogido para la vida
religiosa, cuando Carolina le manifestó su deseo de entrar
a un convento su madre se opuso y se mostró muy triste y
reservada.
Esta situación tan tensa tuvo su desenlace un
día en que muy silenciosas, sentadas a la mesa
comían unas deliciosas morcillas, tan famosas en
Suiza.
De pronto, un movimiento
involuntario de la madre, hizo que la morcilla que tenía
en el plato rodara por el suelo, lo que
aprovecho de inmediato el gatito, dándose un apetitoso e
inesperado almuerzo.
Esto dio motivo para que la señora Zahner soltara
una sonora carcajada a la que se unió la de su
hija.
Este episodio sirvió para romper la
tensión en que se encontraban y así Carolina pudo
hablar de nuevo con su madre sobre sus proyectos de
ingresar al convento y recibir al fin la aceptación para
realizar el sueño de su vida.
La separación que exigía el llamamiento de
Dios a la vida religiosa, implicaba un sacrificio heroico para la
madre ya que, siendo viuda, tenía cifrada en su hija todas
sus esperanzas, y para retenerla le decía con frecuencia:
"¿Qué te hace falta a mi lado?".
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