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El lugar de Rulfo (página 2)




Enviado por Gustavo Fares



Partes: 1, 2

Me urge salir y ver, ver que hay allí, si es que
hay algo. Lo que primero aparece desde el jardín, es la
iglesia. Es de
los curas seglares, según me informan. Con un gran atrio,
una torre con techo de cerámicas, y cuatro árboles
plantados en el medio del patio. Hay un mendigo, siempre el
único y el mismo, a todas horas, sentado o esperando a la
salida de misa con un traje gris y un sombrero de paja. En cada
cara busco a Preciado, o a Eduviges, o al padre Rentería.
Tomo por la calle Camacho hacia el norte. Allí se ve otra
iglesia, a la que me dirijo. Está a unas seis cuadras del
"centro", es enorme, blanca, con dos torres, y un patio
amurallado inmenso, donde caben árboles, maceteros,
bancos de
plaza, y hasta las ruinas de la antigua iglesia. Es el templo de
los padres Franciscanos. Veo a dos de ellos conversando,
vistiendo el hábito de la orden, casi como figuras de
novela.

La antigua iglesia que ocupa aún parte del predio
se derrumbó por falta de sostén de la estructura. La
ruina se continuó cuando más tarde, la orden fue
echada del pueblo a raíz de una de las tantas guerras y
conflictos
entre la Iglesia y el estado. Al
regresar los frailes, en lugar de restaurar el viejo templo,
construyeron otro. Cuentan con la fidelidad y la preferencia de
los fieles, y se instalaron acá, a orillas del pueblo,
para evitar conflictos con los curas seculares que dominan ahora
el centro del pueblo, pero no el de la fe de la gente.

Desde el atrio se alcanza a ver una cruz en lo alto de
unas de las lomas, que se hacen más tarde colinas, y que
limitan el terreno del pueblo por el norte. Subo. Es una loma de
unos cien metros de altura, seguramente usada para hacer
peregrinaciones en fiestas religiosas. En la cima hay una gran
cruz de latón blanco, y una más chica de piedra con
unos trapos colgando del travesaño. Desde el lugar se
domina el pueblo, el de la laguna salada de Sayula, de donde toma
su nombre, ya casi desaparecida; el de los campos de labranza con
verde de alfalfa. Y a lo lejos, "en la más lejana
lejanía" se ven las colinas que anuncian el Llano Grande.
Abajo de esta colina, justamente en el límite del poblado,
está el cementerio. Lo enmarca una pared amarilla, donde
el cartel "Panteón Municipal" anuncia el interior. Las
callecitas de tierra del
panteón están bordeadas de árboles, de
nichos y de tumbas. Algunas nuevas, las más simplemente
viejas y adornadas con esculturas, cada una de las cuales
tendrá su historia. Tanta, que de los
pueblos vecinos o desde México
D.F., se quieren llevar las tallas de piedra para adornar
construcciones nuevas. El pueblo, hasta ahora con éxito,
se opone. Voy hacia los límites
del cementerio. Entre los pastos altos del final aún hay
tumbas esparcidas y, pasando la pared lateral, unas vacas pastan
ajenas al resto del universo. Salgo y
las calles aledañas están ya vacías, cae
el sol en las
piedras redondas, la hiedra (será "la capitana"?) invade
el terreno, hace calor. Me
parece que de un momento a otro, alguien, una persona que pase,
pronunciará mi nombre, me dirá "Llegaste." Y yo
simplemente, aceptaré.

Apenas salido del cementerio, llegando de nuevo a la
plaza del templo franciscano, me siento a estirar las piernas un
rato, y de la calle empieza a salir una multitud. En la calma de
la tarde del viernes, esa gente estaba yendo a enterrar a un
pariente. De un camioncito bajan unos músicos que pienso
son parte del cortejo pero no, se ponen a soplar en los vientos
una música
alegre y animada. Es la banda del pueblo que está
practicando para las próximas festividades de la Virgen de
Guadalupe. La misma banda, más tarde, se va la plaza
principal y, acompañados por el cohetero, practican el
homenaje por venir. Son seis muchachos, algunos muy
jóvenes, un par de señores mayores; tocan
trompetas, trombones, un tambor y un bombo. Meta mariachi
nomás, sin importar que el entierro les cruce la
música.

La noche llega al pueblo de a poco. Primero el sol
incendia las nubes y, a lo lejos, en verdad parece que el Llano
está en llamas. Después, la media luna, pobre luna
de Rulfo, sale por unas horas. La estrella de la tarde
también. Las lomas se van haciendo planas, como perdiendo
relieve, hasta
ser no más que una silueta que enmarca el lugar, un poco
más azul que el cielo. Un rato más y sólo se
ve la negrura, las estrellas, y unos focos en las calles que
tratan de imponer una cordura en este estar en medio del Llano
Grande, de dar una leve apariencia de algo civilizado. A medida
que se llega a las calles del suburbio, la cordura se
resquebraja, y el lugar se manifiesta como es, con misterio, con
sombras, con el anuncio de una presencia del numen quizás
ya visto por la tarde en la cruz de trapos colgando, presencia
que espanta. Regreso al centro, las luces de ciudad vuelven a
tomar el control de la
situación, las cosas abundan, un cine recuerda
que acá también se puede estar en New York por unas
horas.

San Gabriel, otra de las ciudades importantes en la obra
de Rulfo, ahora se llama Venustiano Carranza. A algún
burócrata se le ocurrió que algún lugar
tenía que llamarse así, y le puso el santo a San
Gabriel, aún cuando Carranza no era del pueblo, ni
siquiera del Estado. Se
encuentra ubicado a una hora y media de Sayula. Desde la ruta se
divisa el poblado, unas casas blancas, unas iglesias y,
alrededor, el verdor de los campos sembrados de alfalfa. Es el
nuevo cultivo que ha sacado a este y otros pueblos del abandono y
de la pobreza a que
se veían casi irremediablemente condenados, la misma que
muestra Rulfo
en sus obras. No es ése el cultivo que crecía
aquí cuando Rulfo vivía; entonces el maíz y el
trigo eran los productos del
pueblo. La alfalfa los ha sustutuído y cambiado en parte
la cara de la región, lo que hace que muchas de las
condiciones que uno espera ver, basado en la lectura de
la obra rulfiana, tales como el abandono de los pueblos y la
población compuesta de viejas y de niños,
no se encuentren presentes aquí.

Baja el autobús hasta la plaza principal. Es la
una de la tarde, el sol cae a plomo, no hay nadie en las calles.
La plaza es pequeñita, con unos monumentos a los mismos
héroes que están en los otros pueblos, unos
árboles, y la iglesia a un lado. Esta es enorme a juzgar
por el tamaño del pueblo. Pintada de rosa y de rojo, y
tiene un doble campanario donde está la campana que sonaba
constantemente el día que Susana San Juan
murió:

Al alba, la
gente fue despertada por el repique de las campanas. Era la
mañana del 8 de diciembre. Una mañana gris. No
fría; pero gris. El repique comenzó con la
campana mayor. La siguieron las demás. Algunos creyeron
que llamaban para la misa grande y empezaron a abrirse las
puertas; las menos, sólo aquellas donde vivía
gente desmañanada, que esperaba despierta a que el toque
del alba les avisara que ya había terminado la noche.
Pero el repique duró más de lo debido. Ya no
sonaban sólo las campanas de la iglesia mayor, sino
también las de la Sangre de
Cristo, las de la Cruz Verde, y tal vez las del Santuario.
Llegó el mediodía y no cesaba el repique.
Llegó la noche. (109-110)

Pienso en cómo sería la fiesta que el
pueblo convocó entonces, en dónde estarían
los músicos, cómo sería la gente de Contla
que comenzaba a llegar atraída por el ruido, el
circo, las serenatas.

Al lado de la plaza está el atrio de la iglesia y
una fila de negocios
chicos a los costados. Entro a comer en uno, desde donde se ve la
plaza, un perro, nadie. Las calles están dilapidadas,
montones de piedras redondas, como aquéllas de Comala, se
juntan en las veredas mientras los pozos arruinan la acera. Casas
bajas se alinean hasta el final del pueblo donde, como en Sayula,
hay un convento. Está en medio de una plaza de tierra,
vacía, cubierta por toldos de plástico
sostenidos por unos cuantos palos clavados en el piso, como si
allí, alguna vez, hubiera habido una celebración de
algo ya olvidado hace tiempo. Desde
acá se ve una colina dominada por cactos y,
coronándola, una capilla donde se va en procesión
en las celebraciones religiosas. No hoy, sin embargo; hoy todo
está desocupado.

Las vacas bloquean una calle y pastan tranquilamente. Me
acerco al río, cruzo el puente, paso por la casa que bien
podría ser la de doña Eduviges, donde Juan
buscó alojamiento al llegar al poblado, veo la barranca
del rió donde quizás se ocultó a pensar el
padre Rentería antes de ir a hacer confesión en
Contla, las casas vacías.

En la otra punta del poblado, es cierto, ya lo ha
afirmado Rulfo en declaraciones a Luis Harss, están las
casuarinas. El viento las mueve y el ruido no hace más que
acentuar la soledad. Unas viejas pasan rezando en voz alta el
rosario, por la calle, rumbo a la iglesia, haciendo un ruido
parecido al aletear de murciélagos de "Luvina." De a poco,
a medida que se acaba la siesta, la gente empieza a parecer.
Así y todo, la soledad y el abandono se sienten a cada
paso. Es el San Gabriel que Rulfo tomó como parte de su
Comala y los indicios están por doquier para quien los
quiera ver.

Desayunamos con el amigo Don Federico Munguía
Cárdenas, que se ofreció, después de una
conversación en su negocio de ferretería, a
llevarme a conocer lo que él sabe de la zona rulfiana, que
es mucho. Había conseguido su dirección en Guadalajara, a través
de un funcionario municipal que alguna vez conoció a
Juan Rulfo, y
que me dijo que Don Federico era la persona indicada para
informarme del itinerario del escritor mexicano en Jalisco. Lo
pasé a ver una noche, a eso de las ocho. Dejó la
atención del negocio a cargo de una
muchacha, me hizo pasar a la trastienda, me habló de Rulfo
y de la familia de
éste, además de la historia de Jalisco, de Sayula,
y de los libros que al
respecto él, Don Federico, había
escrito.

Partimos de mañana temprano a los pueblos
rulfianos. Salimos de Sayula rumbo al Llano Grande. Para ello se
sube desde el pueblo hacia la meseta y en un santiamén se
está en terreno estéril, donde los cactos y el
chaparral son lo único que se ve de aquí al
horizonte. El camino está asfaltado y el cielo azul. Las
montañas de Sayula dejan paso a la Sierra Madre, el
cordón occidental que limita la costa del estado de
Jalisco de la región del llano.

En el horizonte se ve el Cerro Grande donde Pedro Zamora
y su banda se ocultaban en la época de la revolución, luego de saquear los pueblos de
la comarca. En un rincón de las montañas se ve "la
trabazón de los cerros", quizás aquélla a
donde se dirigía Abundio, y a donde invitó a
Preciado antes que éste bajara a Comala, para descansar.
De a poco nos acercamos en el auto de Don Federico a la cuesta de
la cadena montañosa, y me parece entonces estar con
Abundio, mi guía, hombro con hombro, bajando. El camino
empieza a descender, se hace de tierra, unos chicos hacen dedo,
van a la planta envasadora de tomates que esta a unos
kilómetros de la ruta. De allí en adelante, se
acaba el mejorado, y la senda es pura mata y pozos.

Son dieciséis kilómetros a Tuxcacuesco, la
Comala elemental. Si Comala es un lugar mental, su geografía está
tomada de este pueblo, sumergido entre montañas, con
calor, plagas, abandono de la gente sin iglesia por mucho tiempo,
casi sin salvación entonces. Hay un río, y se
siente que uno estuviera en la mera boca del infierno. Se baja,
se va entre montañas, y se siente a flor de piel el calor
que aumenta con los metros. Ahí abajo, después de
una curva, en el pozo que le dejan las montañas,
está Tuxcacuesco. Rodeado de verde, como en la
visión edénica de la madre de Preciado, ya que el
pueblo está en una cuenca muy rica que colecta el agua de las
montañas que lo rodean.

El clima es
definitivamente caluroso. Son las once de la mañana de un
día de invierno, y el sol pega implacable en las calles de
tierra y sobre las casas. Llegados al centro, se ve una gran
iglesia donde se está celebrando la misa. Es verdad, como
se relata en "El día del derrumbe", que en el pueblo no
hubo iglesia por un tiempo, ya que la existente se derrumbo al no
aguantar las paredes el peso del techo. Quedaron ahí
solas, hasta que los curas se decidieron a construir otra,
ésta que se ve ahora. La arquitectura del
edificio no es del lugar, ni siquiera del país:
sólo aparenta un estilo modernista en la torre y en las
cruces que adornan el muro. Le costó al pueblo rifas,
bailes, corridas de toros y otros sacrificios. Es la única
iglesia del lugar.

Las calles son de tierra, con algunas piedras. Las
montañas están por todos lados. También los
moscos y el calor. La zona está clasificada como
insalubre, tanto para las cosechas como para las personas. Las
casas de adobe se encuentran bastante bien cuidadas aunque
algunas han sido abandonadas. Esa es la historia de estos
pueblos. De a poco la gente se va yendo. Primero a Sayula,
después a Guadalajara y finalmente a México. Dejan
sus cosas para cuando vuelvan o para regresar por ellas si les va
bien en donde estén. Y ya no vuelven. Así sucede
también en la obra rulfiana, en donde hay casas
entilchadas como la de doña Eduviges, aún esperando
por los que se fueron; o en pueblos como Luvina a donde los
esposos van una vez al año, le hacen un nuevo hijo a sus
mujeres, y vuelven a partir.

Una cancha de básketbol al aire libre hace
hoy, lunes de fiesta, de salón de recepción. Es el
día de la Virgen de Guadalupe, patrona de México. Y
pronto, al terminar la misa, se llenará de gente la plaza.
Y habrá fiesta y procesión, como debe ser. Las
palmeras presentes en el paisaje recuerdan que el clima
acá es de costa, pero sin mar.

De Tuxcacuesco se vuelve a subir al llano y se
continúa camino a Tonaya. Allá es donde lleva el
padre a su hijo, y donde en el cuento
homónimo, no se oye ladrar los perros. Antes de
Tonaya, sin embargo, está Apulco. Antigua hacienda del
abuelo de Rulfo, ahora es un poblado de cuatrocientos habitantes.
Aún se encuentra intacto el casco de la propiedad de
la familia
Pérez Rulfo, a diferencia de otras de la zona en donde las
casas fueron arrasadas por la revolución. En el muro se
leen con letras rojas lavadas las palabras "Pérez Rulfo."
Pero lo asombroso es que, cruzando la calle, enfrente de las
ventanas con rejas y mármol a las que Rulfo se
asomaría cuando era chico y vivía en la casa,
está la iglesia más extraña de la zona,
mandada a hacer por el abuelo de Rulfo, sin reparar en gastos.

El cura de la diócesis fue encargado del proyecto y, para
llevarlo a cabo, enviado a Europa,
más precisamente a Italia, para
elegir los planos de la construcción. Escogió un modelo
neoclásico que se en Apulco construyó con
mármol, también italiano, traído a costa del
abuelo de Rulfo. La iglesia quedo así instalada en la
mitad del llano grande, con un altar de mármol de tres
plantas, y un
estilo que nada tiene que ver con el colonial que abunda en la
región. Es blanca por fuera, con un pórtico que da
al patio interior también blanco. La casa de la familia
está a dos pasos. Con el mármol que seguramente
quedó luego de terminada la construcción, se
adornaron las ventanas de la residencia del abuelo del escritor,
que se ven hoy ya deterioradas por la intemperie. La gente estaba
yendo ese día a homenajear a la Virgen en todos los
pueblos, y Apulco no era una excepción, es más,
allí se la veneraba con el lujo del mármol y del
estilo neoclásico.

Por el mismo camino que lleva a Apulco se va a Tonaya.
Este es un lugar ya bastante próspero y por lo mismo no
tiene ese encanto de los demás pueblos. Las casas se ven
nuevas, las veredas arregladas, las calles asfaltadas. Una plaza
que da a una iglesia recién pintada se encuentra llena de
gente esa mañana. Al lado, aún se conservan los
restos del antiguo templo, con dos columnas coloniales y
ennegrecidas, y una pared hecha a cal y canto. Un bar abre el
local a la plaza, donde nos sentamos con Don Federico a tomar un
refresco, algo así como festejando el fin del itinerario.
En el lugar, hoy, tampoco se oyen ladrar los perros.

A cuarenta kilómetros, a una hora de
autobús, está Tapalpa. Cuando oí nombrar el
pueblo por primera vez en Guadalajara, pensé "se han
equivocado, es Talpa." Pero no, es Tapalpa. Talpa queda por otro
rumbo. Para Tapalpa se sigue el camino que va a Guadalajara por
seis kilómetros, y después se toma un desvío
que se interna en las montañas. Se sube con el camino que,
antes de meterse entre los cerros, deja ver abajo la laguna de
Sayula y, a lo lejos, el llano. La zona es muy fértil, con
casas por todos lados, campos y animales. El
autobús sube y baja. Pasa dos poblados. Y al doblar una
curva se ve Tapalpa, siguiendo la línea de los cerros,
como trepada a ellos.

La estación de autobuses está a una cuadra
de la plaza. Las calles se parecen mucho a las del Cuzco en que
suben y bajan, empedradas. Son las diez de la mañana
cuando llego y la luz es
clarísima; las casas están pintadas de blanco y
reflejan el sol. Alrededor de la Plaza están los
restaurantes y las tiendas de artesanías; se ve que en el
lugar hay turismo. La plaza es nueva,
y es un sitio como los de tantos pueblos.

A un lado está la iglesia y, también
aquí, se conservan las ruinas de la vieja iglesia. Una
fuente en el medio da la excusa para pasear y ver a un grupo de
chicos de jardín de infantes preparar una procesión
disfrazados de figuras de Cristo, la Virgen, San José, los
Reyes Magos, etc. Es fácil llegar a los confines del
lugar, sólo basta caminar unas cinco o seis cuadras y se
está ya en las fincas. El suelo se ve
poblado de cactos y de plantas ralas, espinosas. En uno de los
cerros que dejan pasar el camino se ve una cruz, otra más,
que señala el lugar de culto de la gente. Un corral de
toros, un burro que come pasto en el camino, unos camiones que
pasan. Desde el bar en donde me siento a tomar una cerveza se ve el
pueblo, casi completo. Sobresalen las torres de la iglesia nueva,
y uno o dos restaurantes de dos plantas. En uno de ellos me
siento a almorzar, frente a la plaza, a la hora en que los
negocios están cerrando y se va la gente a dormir la
siesta hasta las cuatro de la tarde. Algún caballo o un
perro vagan por la calle a esa hora, alguna persona
también.

Zapotlán, la última ciudad de la zona
rulfiana que visito, es el cielo, y Tuxcacuesco el infierno,
según refiere la copla popular. En el medio de los dos
está San Gabriel. Pero Zapotlán es el cielo que se
llama Ciudad Guzmán, cambiado el nombre por el de alguien
que era amigo de otro que ni siquiera había vivido en la
región. Es una ciudad grande para la zona. La
estación de autobuses es casi tan vasta como la de
Guadalajara, y allí nomas, saliendo, está la plaza
de toros, en donde en alguna época se entretenían
las gentes. Hoy ya casi no hay toros, pero sí se juega a
la pelota, pasión del lugar. Una avenida ancha y ruidosa
lleva a la plaza, como me indicó un viejo sentado a la
puerta de un bar, con lentes y sin una pierna. En el camino hay
una iglesia que están restaurando y que domina la
trabazón de dos calles. La plaza es bonita y llena de
árboles, con una tarima para las funciones
populares y miles de puestos de lustrar zapatos. En las calles
que la enmarcan, las casas se ven ocupando sus sitios
detrás de una recova de arcos.

A una cuadra de allí está el mercado, que
comprende una manzana. Es un edificio de dos plantas, que ofrece
un comedor en la segunda. Abajo hay de todo, desde muebles a
frutas. Está bien iluminado por la entrada de luz que se
abre en el centro de la vereda, en donde abundan los puestos que
venden chucherías, revistas, y hasta se ve uno en donde el
propietario maneja una imprenta que,
a mano, con letras de molde, imprime el nombre de uno en la
tarjeta de Navidad que se
elija. El pueblo se extiende bien cuidado hasta la falda de una
colina, de allí en más sigue con casas pobres, de
barro, unos árboles desperdigados, y animales vagando.
Subiendo la colina se comienza a ver el conjunto del poblado, con
sus tres iglesias; pasa una bandada de pájaros volando
frente a mi, señalando la distancia que cubre el
pueblo.

La misma distancia que recorrí con Rulfo en los
ojos, mirando como había mirado la madre de Juan Preciado,
con la voz del recuerdo, esta vez del recuerdo doble, el de
Doloritas y el de Juan, además del itinerario que, desde
una clase de
literatura, me
llevó a conocer, casi personalmente diría, el lugar
de uno de los escritores más importante de los
últimos años.

Bibliografía y
notas utilizadas.

Rulfo, Juan. Obra completa. El llano en llamas.
Pedro Páramo. Otros textos. Prólogo y
cronología de Jorge Ruffinelli. Venezuela:
Biblioteca
Ayacucho, 1977.

 

Gustavo Fares

Gustavo Fares, nativo de Argentina y radicado en
Estados Unidos
desde 1985, posee un Ph. D. en
Literatura
Latinoamericana con énfasis en Estudios Culturales de
la University of Pittsburg, en EE.UU. Además, tiene un
Master en Lenguas Extranjeras y Literatura y un Master en
Pintura y
Litografía, ambos de la West Virginia University, en
EE.UU., así como un título de Abogado de la
Universidad de
Buenos Aires,
en Argentina. Fares ha publicado varios libros y artículos
sobre la obra de escritor Juan Rulfo, sobre escritoras argentinas
actuales, y sobre crítica
cultural. Desde Julio del 2000 se desempeña como Chairman
del Spanish Departament de Lawrence University, en Wisconsin,
EE.UU.

Partes: 1, 2
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