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El mundo maravilloso de Adam Smith (página 2)




Enviado por Edgar Isa�c



Partes: 1, 2

 

Este mundo debió de parecer extraño, cruel
y hasta fortuito a los ojos del siglo XVIII no menos que a los
nuestros.

Por todo ello resulta aún más
extraordinario el encontrarnos con que podía responder a
un esquema de filosofía moral que la
mente del doctor Smith había entrevisto; que este hombre docto
afirmase haber encontrado, en lo más hondo del mundo, los
perfiles clarísimos de grandes leyes encaminadas
a una finalidad, y que, según esas leyes, la lucha,
aparentemente ciega, por la vida podía encajar dentro de
un conjunto que lo abarcaba todo y tenía
sentido.

¿Qué clase de
hombre era este filósofo tan cortés?

«En lo único que soy un hombre distinguido
es en mis libros»,
fueron las palabras con que Adam Smith se
definió a sí mismo, mostrándole orgulloso a
un amigo su tan querida biblioteca. No
era, ni mucho menos, un hombre físicamente hermoso. Un
retrato de medallón nos lo muestra de
perfil, con el labio inferior abultado hacia arriba, cual si
saliera al encuentro de su gruesa nariz aguileña y sus
grandes ojos saltones asomándose entre unos
párpados prominentes. Smith se vio afligido durante toda
su vida de una dolencia nerviosa: le temblaba la cabeza y hablaba
de una manera extraña, como a trompicones.

Agréguese a esto lo notoriamente distraído
que era. En el decenio de 1780, cuando Adam Smith pisaba los
sesenta, los habitantes de Edimburgo disfrutaban con toda
regularidad del divertido espectáculo que les
ofrecía el más ilustre de sus conciudadanos
-ataviado con una levita color claro,
calzones hasta la rodilla, medias de seda blancas, zapatos bajos
con hebilla, sombrero de fieltro de casco bajo y anchas alas, y
un bastón- paseando por las calles empedradas, con la
mirada perdida en la lejanía y moviendo los labios como si
discurriese en silencio. Cada dos o tres pasos vacilaba cual si
fuera a cambiar de dirección o a volverse atrás; un
amigo suyo describió su manera de caminar
calificándola de «vermicular».

Eran corrientes las anécdotas que se contaban de
sus distracciones. En cierta ocasión bajó a su
jardín sin más ropa que una bata, cayó en el
ensimismamiento, y en esa forma recorrió, paseando, una
distancia de quince millas antes de recobrar la conciencia.

Otra vez, paseando en Edimburgo con un amigo ilustre, un
soldado de la guardia lo saludó adoptando la
actitud de
presentar armas con su
alabarda. Smith, al que habían hecho semejante honor
incontables veces, quedó ahora como hipnotizado por el
saludo del soldado. Y entonces le contestó adoptando
idéntica actitud con su bastón; pero el asombro del
acompañante fue aún mayor cuando vio a Smith seguir
tras el soldado, marcando su mismo paso y repitiendo con el
bastón los movimientos que aquél hacía con
la alabarda. En el momento de romperse el embrujo, Smith se
hallaba en lo alto de un largo tramo de escalera, con el
bastón en posición de firme. Sin la menor idea de
que hubiese hecho nada que no fuese normal, Adam Smith
empuñó de nuevo su bastón y reanudó
el diálogo
con su amigo en el mismo punto en que lo había
interrumpido.

Este ensimismado profesor
nació en año 1723 en el pueblo de Kirkcaldy,
condado de Fife, en Escocia. Kirkcaldy se enorgullecía de
contar con una población de 1.500 habitantes. En la
época del nacimiento de Smith aún había
vecinos en el pueblo que empleaban clavos como moneda. Cuando
Smith tenía sólo cuatro años le
ocurrió un curioso incidente: fue secuestrado por una
cuadrilla de gitanos que pasaba por allí. Gracias a los
esfuerzos de un tío suyo (el padre había muerto
antes del nacimiento de Adam) se logró seguirles la pista
y perseguirlos; entonces los gitanos abandonaron al niño a
la vera del camino. A este respecto dice uno de sus
biógrafos que
Adam Smith hubiese hecho, probablemente, un pobre papel como
gitano.

Smith fue, desde sus primeros tiempos, alumno de gran
capacidad, aunque ya de niño solía caer en el
ensimismamiento. Su vocación era, sin duda alguna la
enseñanza; a los diecisiete años
marchó a Oxford con una beca, haciendo el viaje a caballo,
y allí permaneció seis años. Pero no era
entonces Oxford una ciudad del saber, como lo ha sido luego con
el transcurso del tiempo.
Hacía ya mucho que la mayoría de los profesores
públicos habían renunciado incluso a mantener la
ficción de que enseñaban.

Un extranjero que viajó por Inglaterra en esa
época nos relata un debate
público que se celebró en Oxford el año 1788
y que lo dejó atónito. Los cuatro estudiantes que
debían tomar parte en tal debate se pasaron el tiempo en
el más absoluto silencio, absorto cada cual en la lectura de
una novela que por
aquel entonces era muy popular. Como allí el
enseñar era la excepción y no la regla, Adam Smith
pasó los años de su estancia en Oxford sin maestro
y sin lecciones, entregado a las lecturas que mejor le
parecían. Más aún: estuvo a punto de ser
expulsado de la Universidad por
habérsele encontrado en sus habitaciones un ejemplar del
libro de David
Hume titulado A Treatise Human Nature…, pues las obras
de Hume no eran lectura
apropiada ni siquiera para un aspirante a
filósofo.

En 1751 -Smith tenía entonces veintiocho
años- le fue ofrecida la cátedra de Lógica
en la Universidad de Glasgow, y poco después la de
filosofía moral. Glasgow -y en esto se diferenciaba de
Oxford- era un centro de estudios serio y se enorgullecía
de toda una galaxia de hombres de talento. Sin embargo, distaba
mucho del concepto moderno
de Universidad.

El grupo de
estirados profesores no llegó a apreciar del todo cierta
despreocupación y entusiasmo que había en la manera
de ser de Adam Smith. Fue acusado de que, a veces, durante los
servicios
religiosos -sin duda en alguno de sus ensimismamientos- se
sonreía, de que era gran amigo del afrentoso Hume, de que
no daba clases dominicales sobre las doctrinas cristianas, de
haber pedido al Senatus Academicus permiso para prescindir
de rezos en la apertura de la clase y de que las plegarias que
pronunciaba en tales coacciones tenían cierto saborcillo
de «religión
natural». Para situar todos estos detalles en su
perspectiva verdadera no estará de más recordar que
Adam Smith había sido discípulo de Hutcheson y que
éste abrió nuevos caminos en Glasgow
negándose a dar a sus alumnos las lecciones en
latín.

Pero a pesar de las inevitables rivalidades
académicas, Adam Smith fue feliz en Glasgow. Por las
tardes jugaba al whist (juego de
naipes típico de los ingleses), aunque sus
ensimismamientos hacían de él un compañero
poco de fiar; acudía a las reuniones de las sociedades
doctas y vivía sosegadamente y sin agobios. Sus alumnos le
querían, sus lecciones gozaban de mucha fama -hasta el
propio Boswell acudía a escucharlo- y sus extrañas
maneras de caminar y de hablar llegaron a recibir el homenaje de
ser imitadas. Incluso en los escaparates de las librerías
llegaron a aparecer pequeños bustos suyos.

Su prestigio no provenía únicamente de lo
excéntrico de su personalidad.
En el año 1759 publicó un libro que causó
sensación inmediata. Se titulaba The Theory of Moral
Sentiments,
que, como una catapulta, lanzó el nombre
de Adam Smith a la primera fila de los filósofos ingleses. The Theory era
un estudio acerca del origen de la aprobación y la censura
moral. ¿Cómo es que el hombre, un
ser que se guía por el propio interés,
llega a formar juicios morales en los que su egoísmo se
mantiene al margen, o es transmutado a una esfera superior? Smith
sostenía que la respuesta está en que el hombre
puede colocarse en la posición de una tercera persona, de un
observador imparcial y, de este modo, juzgar con simpatía
las razones morales del caso (prescindiendo de las
egoístas).

El libro y los problemas que
en el mismo planteaba despertaron un interés inmediato.
Das Adam Smith Problem llegó a ser en Alemania el
tema favorito de discusión, y lo que fue más
importante aún, desde nuestro punto de vista, es que la
obra resultó del agrado de Charles Townshend, hombre
destacado e intrigante.

Es Townshend una de esas personalidades maravillosas en
que, al parecer, fue pródigo el siglo XVIII. Hombre de
ingenio y hasta docto, Townshend, según palabras de Horace
Walpole, era «un hombre dotado de los mayores talentos, y
habría sido la figura más grande de su época
de haber poseído una sinceridad corriente, una firmeza
corriente y un sentido común corriente». La veleidad
de Townshend era notoria, y solía decirse, en broma, que a
Townshend le dolía un costado, pero que se negaba a decir
cuál era. Una prueba de la falta de sentido común
de Townshend la tenemos en que siendo ministro de Hacienda
contribuyó a precipitar la Revolución
norteamericana, negando primero a los habitantes de las colonias
el derecho a elegir sus propios jueces e imponiendo
después fuertes derechos al té que se
importaba en América.

Sin embargo, Townshend, a pesar de su miopía
política,
era un sincero estudioso de la filosofía y de la
política, y, como tal, un admirador de Adam Smith. Lo
más importante de todo es que ocupaba una posición
que le permitió hacerle a Smith un ofrecimiento
excepcional. Townshend había realizado en el año
1754 una boda brillante y lucrativa casándose con la
condesa de Dalkeith, viuda del duque de Buccleuch, y un buen
día tuvo necesidad de buscar preceptor para el hijo de
esta. La
educación de los jóvenes de las clases
más elevadas consistía, ante todo, en una gran
gira; es decir, una estancia en Europa para
adquirir de ese modo el refinamiento y el brillo tan vivamente
elogiados por lord Chesterfield. Pensó Townshend que el
doctor Adam Smith sería un acompañante ideal para
el joven duque, y le ofreció trescientas libras anuales de
sueldo, más los gastos y una
pensión vitalicia de trescientas libras anuales. El
ofrecimiento constituía algo demasiado tentador para ser
rechazado. Adam Smith reunía, cuanto más, ciento
setenta libras por sus honorarios de profesor, que en aquel
entonces se cobraban directamente a los estudiantes. Es digno de
notar con satisfacción que, al suspender sus lecciones,
Smith quiso reembolsar a sus alumnos una parte de las cuotas que
le habían pagado, pero estos se negaron a aceptar esta
devolución, diciendo que se consideraban ya
suficientemente recompensados.

El preceptor y su alteza, el joven duque, salieron rumbo
a Francia el
año 1764. Permanecieron dieciocho meses en Tolosa, ciudad
en la que, a causa del execrable francés que Smith hablaba
y de las gentes cargantes con quienes alternaban, hubo de
recordar con nostalgia la vida tranquila de Glasgow, la cual casi
se le antojó ya una vida de disipación comparada
con la que ahora llevaba. Siguieron luego por el sur de Francia
-donde Adam Smith conoció y reverenció a Voltaire y
rechazó las atenciones de una marquesa enamoradiza-, y
desde allí pasaron a Ginebra y, por último, a
París.

Para hacer más llevadero el aburrimiento de las
provincias empezó Adam Smith a trabajar en un tratado de
economía
política, tema sobre el cual había dado
lecciones en Glasgow y entablado debate en el curso de muchas
veladas en la Select Society, de Edimburgo, además de
haberlo discutido en forma larga y tendida con su amigo David
Hume. El libro en cuestión habría de titularse
La riqueza de las naciones; pero fue preciso que
transcurrieran todavía doce años antes que
estuviese terminado.

En París ya le fue mejor. Aunque seguía
hablando pésimamente el francés, pudo ya mantener
largas conversaciones con el más destacado de los
filósofos economistas que había entonces en
Francia: monsieur Quesnay, médico de la corte de Luis XV y
médico personal de
madame Pompadour. Quesnay había propugnado una escuela de
economía,
la de los fisiócratas, y era autor de un mapa de la
economía llamado tableau économique. Ese
tableau o cuadro era una auténtica interpretación de la materia vista
por un médico ¡ y en contraposición a las
ideas corrientes en aquel entonces, según las cuales la
riqueza consistía en los metales
sólidos, oro y plata,
Quesnay mantenía que la riqueza nacía de la
producción y que fluía a
través de toda la nación,
pasando de mano en mano, llenando sucesivamente el cuerpo social,
lo mismo que la circulación de la sangre. El
tableas' produjo una gran impresión, hasta el punto
de que Mirabeau, el viejo, afirmó que se trataba de un
invento que merecía ser equiparado al de la escritura y al
de la moneda. Lo malo de la fisiocracia era que para ella
sólo las clases campesinas eran productoras de riqueza
auténtica, en tanto que las clases manufacturera y
mercantil no hacían otra cosa que manipular con ella de
una manera estéril. Por esta razón el sistema de
Quesnay apenas tuvo utilidad en una
política práctica. Es cierto que él
defendió la política del laissez faire, que
constituyó en aquellos tiempos una novedad radical. Pero
al denigrar de las actividades industriales de la vida, iba
contra el sentido de la Historia, porque todo el
desarrollo del
capitalismo
apuntaba de una manera inconfundible en el sentido de que las
clases industriales ascendían a una posición de
superioridad con relación a las clases de productores
campesinos.

A Adam Smith no le fue simpática esta
filosofía. Aceptó gozoso y reconoció la idea
de la circulación de la riqueza, pero en cuanto al
concepto de que la industria era
una actividad estéril y yerma, a aquél le
pareció una forma muy extraña de construir el
mundo. ¿No había nacido él, a fin de
cuentas, y se
había criado en Kirkcaldy y en Glasgow, donde era posible
ver por todas partes cómo se creaba riqueza en las
fábricas y en los talleres de los artesanos? Adam Smith
sintió, sin embargo, una gran admiración por
Quesnay, a pesar de rechazar la orientación
agrícola, que en los fisiócratas constituía
un culto (los seguidores de Quesnay eran, por encima de todo,
unos aduladores). De no haber fallecido Quesnay antes de la
aparición de La riqueza de las naciones, Adam Smith
le habría dedicado la obra.

El año 1766 se dio súbitamente por
terminado el viaje cuando el hermano menor del duque, que se
había reunido con ellos, fue asesinado en las calles de
París. Aquél regresó a sus propiedades de
Dalkeith, y Smith marchó primero a Londres y luego a
Kirkcaldy. En este lugar permaneció casi diez años,
a pesar de los ruegos de Hume, mientras iba tomando forma su gran
libro. La mayor parte de éste lo fue dictando en pie,
junto a su chimenea, y frotando la cabeza contra la pared en un
movimiento
nervioso, hasta que la grasa de sus cabellos acabó
imprimiendo una mancha oscura en el revestimiento de madera. De
cuando en cuando iba a visitar a su antiguo alumno en sus
posesiones de Dalkeith, y muy de tarde en tarde visitaba Londres
para cambiar impresiones con los literatos del día. Uno de
ellos era el doctor Samuel Johnson, a cuyo selecto club
pertenecía Smith, aunque las circunstancias en que
éste y el venerable lexicógrafo se conocieron no
fueron nada amables. Nos refiere sir Walter Scott que en la
primera ocasión que Johnson trató a Smith, lo
atacó por una afirmación cualquiera que
había hecho. Smith defendió la verdad de su
afirmación. «¿Y qué dijo
Johnson?», le preguntaron a Smith todos los que le
oían relatar la anécdota. «Dijo
-contestó Smith con expresión del más
profundo resentimiento-: ¡Miente usted!»
«¿Y usted qué le contestó?»
«Yo le contesté: Usted es un hijo de… »
Así es, cuenta Scott, como se conocieron estos dos grandes
moralistas, y ese fue, tal cual, el diálogo clásico
de los dos grandes maestros de filosofía.

También trató Smith a un norteamericano
simpático e inteligente, un cierto Benjamín
Franklin, que le proporcionó un verdadero tesoro de
datos acerca
de las colonias norteamericanas y del que obtuvo la
comprensión profunda del papel que algún día
éstas podrían representar. Se debe, sin duda, a la
influencia del trato con Franklin, el que Adam Smith escribiese
más adelante, refiriéndose a las colonias, que
éstas constituían una nación
«que es muy probable llegue a ser una de las mayores y de
las más formidables del mundo».

La riqueza de las naciones se publicó en
el año 1766. Adam Smith fue nombrado dos años
más tarde comisario de Aduanas en
Edimburgo, sinecura que le valía seiscientas libras
anuales. Adam Smith vivió en paz y tranquilidad su vida de
solterón, en compañía de su madre, que
alcanzó a vivir hasta los noventa años; fue,
distraído hasta el fin, un hombre sereno,
satisfecho.

¿Y el libro?

Se ha dicho de éste que es «el producto no
sólo de una gran inteligencia,
sino también de toda una época». Sin embargo,
no constituye, en el sentido estricto de la palabra, un libro
«original». Anteriores a Smith hubo una larga lista
de observadores que estudiaron la interpretación del mundo
según aquel: Locke, Stewart, Law, Mandeville, Petty,
Cantillon, sin mencionar nuevamente a Quesnay y a Hume. Smith
tomó algo de todos ellos; en su obra cita por su nombre a
más de un centenar de autores. Pero, mientras los
demás pescaban aquí y allá, Smith
lanzó su red en todo su alcance;
donde otros habían enfocado este o el otro problema, Smith
iluminó todo el panorama. Quizá La riqueza de
las naciones
no sea un libro original, pero es indudablemente
una obra maestra.

Es, ante todo, un inmenso panorama. Se inicia con un
pasaje célebre en el que se describe la
especialización minuciosa que existe en una fábrica
de alfileres, y abarca, antes de su final, temas tan diversos
como «los recientes disturbios en las colonias
norteamericanas» (es evidente que Smith creyó que la
guerra
revolucionaria habría ya acabado cuando su libro viese la
luz
pública), «como malbaratan su vida en Oxford los
estudiantes» y «las estadísticas de la pesca de
arenques desde el año 1771».

Basta echar una ojeada al índice compilado para
una edición
posterior para darse ya cuenta de la magnitud que alcanzan las
referencias y los pensamientos de Smith. He aquí algunas
referencias de la letra A del original inglés:

Abasíes, la opulencia del imperio
sarraceno bajo ..

Abisinia, la sal como dinero

Abraham, pesaba dos siclos… (moneda
hebrea que se empleaba también como unidad de
peso).

Actores, públicos pagados por el
desprecio que acompaña a su profesión.

África, donde un rey poderoso vive peor
que un campesino
europeo.

Alehouses (cervecerías), el
número de ellas no es la causa determinante del alcoholismo.

Ambassadors (embajadores), la razón
primaria de su nombramiento.

América (Estados
Unidos). (A
continuación de este nombre viene
una página entera de referencias.)

Aprendizaje, explica la naturaleza…
de esta atadura de servidumbre.

Árabes, su forma de sostener la
guerra.

Army (ejército), no le ofrece
seguridades a un soberano contra un clero
descontento.

El índice, impreso en letra menuda, abarca
setenta y tres páginas, y antes del final ha tocado ya
todos los temas: «Riqueza, el principal disfrute de la
misma consiste en exhibirla; Pobreza, a veces
impulsa a la nación a costumbres inhumanas;
Estómago, el deseo de alimentarse está limitado por
escasa capacidad del-; Carnicero, oficio brutal y odioso.»
Una vez que hemos leído las novecientas páginas del
libro, tenemos un cuadro vivo de la Inglaterra del año
1770, de sus aprendices, jornaleros y nacientes capitalistas, de
los terratenientes, clérigos y reyes, de las
fábricas, granjas y comercio
exterior.

El libro es pesado en su marcha. Se mueve con toda la
ponderación de una inteligencia enciclopédica, pero
no con la precisión de una inteligencia ordenada. Aquella
era una época en que los autores no se detenían a
esclarecer sus ideas con demasiados distingos y peros, y eran
también unos tiempos en que un hombre de la estatura
intelectual de Smith era capaz de abarcar virtualmente el gran
conjunto del saber contemporáneo. Por eso el libro no
esquiva nada, no empequeñece nada, no teme a nada .
¡Qué libro exasperante! Una y otra vez se niega a
plasmar en una frase concisa la conclusión a que ha
llegado laboriosamente en cincuenta páginas.

El razonamiento está tan lleno de detalles y de
observaciones, que uno se ve de continuo obligado a desconchar lo
decorativo para llegar hasta el armazón de acero que hay
debajo de aquél y que mantiene todo unido. Cuando trata de
la plata, Adam Smith da un rodeo de setenta y cinco
páginas para escribir una «disgresión»
del tema; cuando trata de la religión, divaga todo un
capítulo sobre la sociología de la moral.
Pero, a pesar de toda su pesadez, el texto
está salpicado de vivas percepciones, de observaciones, de
frases bien talladas, que infunden vida a esta extraordinaria
conferencia.

Fue Adam Smith quien llamó por vez primera a
Inglaterra «nación de tenderos»;fue Smith
quien escribió: «El filósofo no es por
naturaleza tan diferente en talento y disposiciones de un mozo de
cuerda, como lo es un mastín de un galgo.» Y
hablando de la Compañía de las Indias Orientales,
que por aquel entonces estaba saqueando el Oriente,
escribió «Gobierno por
demás extraño es éste, en el que todos los
miembros de la Administración
pública están ansiando salir del país…
lo más pronto que pueden, y a los que les es totalmente
indiferente que se lo trague un terremoto en cuanto ellos se
marchen, llevándose toda su fortuna.»

La riqueza de las naciones no es, en modo alguno,
un libro de texto. Adam Smith escribe para su época, no
para los alumnos de su clase; expone una doctrina que ha de tener
importancia para quienes rigen un imperio, no un tratado
abstracto para que sea utilizado en la enseñanza. Los
dragones que en él mata (tales como el sistema
mercantilista, que requiere más de doscientas
páginas para morir) estaban en su época vivos y
palpitantes, aunque un poco fatigados.

Por último, La riqueza de las naciones es
un libro revolucionario. Adam Smith, desde luego, habría
estado muy
lejos de favorecer un levantamiento que desorganizase las clases
nobles y elevase a la cúspide al pueblo pobre. A pesar de
lo cual, el alcance de La riqueza de las naciones es
revolucionario. No es Smith, según generalmente se cree,
un apologista de la burguesía emprendedora y prometedora;
tendremos ocasión de ver cómo admiraba la obra de
ésta, pero recelaba sus móviles, y también
cómo se preocupaba de las necesidades de la gran masa de
trabajadores. Pero la finalidad que él persigue no es
abogar por los intereses de una u otra clase. Lo que le preocupa
es fomentar la riqueza de toda la nación. Y para Adam
Smith, riqueza son los bienes que
todos los elementos de la sociedad
consumen; subrayemos el todos, porque se trata de una
filosofía de la riqueza que es democrática, y, por
consiguiente, radical. Se acabaron las ideas del oro, de los
tesoros, de los caudales del rey; se acabaron las prerrogativas
de los mercaderes, de los granjeros o de los gremios de
trabajadores. Nos encontramos en un mundo moderno, dentro del
cual la corriente de los bienes y de los servicios consumidos por
todos constituye el objetivo
supremo de la vida económica.

¿Y qué decir de las lecciones del
libro?

Dos grandes problemas absorben la atención de Adam Smith. Le interesa, en
primer lugar, poner al descubierto el mecanismo que da
consistencia a la sociedad. ¿ Cómo es posible que
una comunidad en la
que cada cual persigue activamente su propio interés no se
desconjunte por el simple efecto de la fuerza
centrifuga? ¿Qué es lo que guía a cada una
de las empresas
individuales, de manera que todas ellas se acomoden a las
necesidades del grupo? No existiendo una autoridad
central que planee, ni la influencia estabilizadora de la
tradición de otras épocas, ¿cómo se
las arregla la sociedad para conseguir que se realicen las tareas
necesarias a su supervivencia?

Estas preguntas condujeron a Adam Smith a formular las
leyes del mercado. Lo que
él buscaba era «la mano invisible», pues
así la llamaba, «que conduce a los intereses
privados y a las pasiones de los hombres» hacia «lo
que es más conveniente a los intereses de toda la
sociedad».

Pero las investigaciones
de Adam Smith no se reducirán a las leyes del mercado. Hay
otra cuestión que le interesa: ¿hacia dónde
va la sociedad? Las leyes del mercado se parecen a las leyes que
explican por qué razón se mantiene en
posición recta una peonza que gira; mas queda por
contestar otra pregunta: la de si la peonza se moverá a lo
largo de la mesa, por efecto de su propio girar sobre sí
misma.

Smith y los grandes economistas que le siguieron no
conciben la sociedad como una realización estática
de la humanidad, que de generación en generación
seguirá reproduciéndose por sí misma,
idéntica y sin posibilidad de cambio. Ven,
por el contrario, a la sociedad como un organismo cuya vida tiene
una historia. Descubrir la forma de las cosas que han de venir,
aislar las fuerzas que impelen a la sociedad a lo largo de su
camino…. he ahí la gran finalidad de la ciencia
económica.

Pero, hasta después que hayamos seguido a Adam
Smith en su tarea de descubrir las leyes del mercado, no podremos
pasar a este problema de mayor amplitud y más fascinador.
Porque las mismas leyes del mercado serán una parte
integrante de esas otras leyes más amplias que hacen que
la sociedad prospere o decaiga. El mecanismo mediante el cual el
individuo
despreocupado se mantiene en línea con todos los
demás, ejerce influencias sobre el mecanismo mediante el
cual la propia sociedad cambia a lo largo de los
años.

Empezaremos, pues, por echar una ojeada al mecanismo del
mercado. No es una materia que excite la imaginación ni
acelere el pulso. Sin embargo, a pesar de su sequedad, nos toca
tan de cerca, que merece por ello que la examinemos con mirada
respetuosa. Las leyes del mercado son esenciales para comprender
el mundo de Adam Smith; estas mismas leyes las encontraremos en
la base de ese otro mundo tan distinto, el de Carlos Marx, y en
la del mundo en que vivimos, aunque diferente de ambos. Puesto
que todos -a sabiendas o sin saberlo- nos encontramos sometidos a
su dominio,
conviene que entremos a examinarlas con sumo cuidado.

Las leyes del mercado que fija Adam Smith son
fundamentalmente sencillas. Ellas nos enseñan que las
consecuencias de determinada conducta en un
determinado marco social serán ciertos resultados
perfectamente definidos y previsibles. Concretamente, nos hacen
ver cómo la fuerza del interés individual, dentro
de un marco de sujetos que también actúan por su
interés individual, traerá como resultado la
competencia; y
nos hacen ver, además, de qué manera la competencia
traerá como resultado el que la sociedad se vea provista
de los bienes que ésta necesita, en las cantidades que
necesita y a los precios que la
misma está dispuesta a pagar. Veamos cómo se
produce todo esto.

Se produce, en primer lugar, porque el interés
propio actúa como fuerza impulsora que lleva a los hombres
hacia cualquiera clase de trabajo por el
que la sociedad está dispuesta a pagar. «No
esperamos obtener nuestra comida de la benevolencia del
carnicero, del cervecero o del panadero -dice Adam Smith-, sino
del cuidado que ellos tienen de su propio interés No
recurrimos a su humanidad, sino a su egoísmo, y
jamás les hablamos de nuestras necesidades, sino de las
ventajas que ellos sacarán.

Pero el egoísmo no ocupa sino la mitad del
cuadro. Aquél empuja a los hombres a la acción.
Algo hay, sin embargo, que evita que los individuos, hambrientos
de ganancias, exijan a la sociedad un rescate exorbitante; una
comunidad movida exclusivamente por el egoísmo
sería una comunidad de implacables logreros. El mecanismo
regulador que lo evita es la competencia, benéfica
consecuencia social de los intereses en pugna de todos los
miembros de la sociedad. Todo individuo, lanzado a buscar lo que
más le conviene a él, sin preocuparse de lo que
ello cueste a la sociedad, se ve enfrentado con un rebaño
de individuos que actúan con móviles semejantes al
suyo, y que se encuentran, como él, navegando en la misma
nave. Todos ellos no desean otra cosa que aprovecharse de la
avaricia de su vecino, si ésta lo empuja a sobrepasar un
común denominador de conducta que sea aceptable. El hombre
que por su egoísmo se deja llevar a un exceso, se
encontrará con que sus competidores han irrumpido en su
dominio para arrebatarle el negocio; si carga un precio
excesivo por sus mercancías, o si se niega a pagar lo que
otros pagan a sus obreros, se encontrará sin compradores,
por una parte, y sin trabajadores, por la otra. De modo que -muy
por el estilo que ocurre en The Theory of Moral
Sentiments-
los móviles egoístas de los
hombres, transformados por la acción mutua entre ellos
mismos, producen el resultado más inesperado: la
armonía social.

Veamos, por ejemplo, el problema de los precios altos.
Supongamos que tenemos un centenar de fabricantes de guantes. El
interés propio hará que cada cual trate de elevar
el precio de sus productos por
encima de lo que exige su coste de producción, para
obtener de ese modo un beneficio extra. Pero no podrá
lograrlo, porque si eleva el precio sus competidores harán
acto de presencia y lo desalojarán del mercado, vendiendo
por debajo de sus precios.

Para poder imponer
un precio indebidamente alto, tendrían que confabularse
todos los que fabrican guantes y presentar un frente unido y
firme. Pero para romper esa confabulación bastaría
que surgiese otro fabricante independiente emprendedor,
procedente de otro campo, por ejemplo, de la fabricación
de calzado, dispuesto a trasladar su capital a la
fábrica de guantes, donde podría hacerse con el
mercado rebajando el precio de los guantes con relación al
exigido por aquéllos.

Mas las leyes del mercado no se limitan a imponer a las
mercancías un precio de competencia. Hacen también
que los productores tengan en cuenta las cantidades que la
sociedad pide de los productos que esta precisa. Supongamos que
los consumidores necesitan más guantes de los que se
producen, y, en cambio, menos zapatos. Entonces el público
se lanzará a la rebatiña en los comercios de
guantes y no acudirá a los de calzado.

La consecuencia de ello será que los precios de
los guantes tenderán a subir, en vista de que los
consumidores compran más de los que hay disponibles, y los
precios del calzado tenderán a bajar, porque el
público no acude a las zapaterías. Pero, a medida
que suben los precios de los guantes, subirán
también los beneficios en esa industria; y, a medida que
el precio del calzado baja, disminuirán también los
beneficios de las fábricas de ese artículo.
También en ese caso hará acto de presencia el
interés de cada cual y restablecerá el equilibrio. A
medida que las fábricas de calzado reducen su
producción irá quedando sin trabajo un cierto
número de obreros, y éstos se pasarán a la
industria guantera, en la que el negocio es floreciente. El
resultado es bien claro: aumentará la producción de
guantes y disminuirá la de calzado.

Eso es precisamente lo que la sociedad se
proponía en primer lugar. Los precios de los guantes
irán cayendo de nuevo hasta colocarse en línea,
conforme vayan llegando al mercado mayores remesas con las que
hacer frente a la demanda. Y,
como la cantidad de calzado que se produce es menor, no
tardará en desaparecer el excedente que antes
había, y los precios subirán hasta alcanzar la
normalidad. La sociedad, valiéndose del mecanismo de
mercado, habrá cambiado la distribución de sus elementos de
producción para que puedan satisfacer sus deseos. Sin
embargo, nadie ha dictado un decreto, y no ha habido una
autoridad planeadora que fijase las cifras de producción.
El interés individual y la competencia, actuando
mutuamente, han llevado a cabo la transición.

Y todavía queda una realización
más. De la misma manera que el mercado regula tanto los
precios como las cantidades de las mercancías, de
acuerdo con el árbitro inapelable, que es la demanda del
público, regula también los ingresos de
quienes cooperan en la producción de las mercancías
y servicios. Si en un ramo de los negocios se
consiguen beneficios desproporcionadamente grandes, harán
irrupción en el mismo otros hombres de negocios, hasta que
la competencia haya rebajado tales excesos. Si en un ramo de la
industria se pagan salarios
superiores a lo normal, habrá una irrupción de
trabajadores hacia ese trabajo más ventajoso, y
acabará produciéndose una situación en la
que esa industria no pagará sino salarios equivalentes a
los que pagan otras por la mano de obra de una destreza y
adiestramiento
parecidos. E, inversamente, si en un campo de la industria son
demasiado bajos los beneficios y los salarios, se
producirá un éxodo de capital y de mano de obra,
hasta que se establezca un reajuste entre la oferta y la
demanda.

Todo esto parecerá, quizá, un poco
elemental; pero meditemos lo que Adam Smith ha conseguido, con su
fuerza impulsora, del interés individual, y con la
competencia como mecanismo regulador. En primer lugar, nos ha
explicado de qué manera se evita que los precios de una
mercancía sobrepasen de una manera arbitraria a los costes
auténticos de producción. En segundo lugar, nos ha
hecho ver de qué manera la sociedad induce a los
productores de mercancías a que le suministren cuanto ella
quiere. En tercer lugar, nos ha mostrado cómo los precios
altos son una enfermedad que se cura por sí misma, por que
son causa de que aumente la producción del ramo comercial
que los tiene. Y, por último, nos ha dado una
explicación de la similaridad básica de ingresos que
existen en cada nivel de los grandes estratos productores de la
nación. En una palabra, ha encontrado en el sistema del
mercado un sistema autorregulador que cuida de que la sociedad se
vea provista de una manera ordenada.

Fijémonos en lo relativo al
«autorregulador». La magnífica consecuencia
que se saca de ello es que el mercado es su propio
guardián. Si la producción, los precios o
determinadas clases de remuneración, se apartan de los
niveles que socialmente les corresponden, entonces entran en
juego fuerzas que los vuelven al redil. Síguese de ello
una curiosa paradoja: el mercado, que constituye el punto
culminante de la libertad
económica individual, es el más riguroso
distribuidor de tareas que existe. Se puede apelar contra las
órdenes de una junta planeadora o conseguir que un
ministro nos dispense de una orden suya; pero no hay
apelación ni dispensa para hurtarse a las presiones
anónimas del mecanismo del mercado. Por eso la libertad
económica es más ilusoria de lo que a primera vista
parece. Cada cual puede hacer lo que mejor le plazca en el
mercado; pero, en el caso de que un sujeto sienta el deseo de ir
contra las decisiones de aquél, el precio de su aventura
individual será la ruina económica.

¿Funciona efectivamente el mundo económico
de esa manera? En tiempos de Adam Smith funcionaba,
aproximadamente, así. Desde luego, incluso entonces
actuaban ya ciertos factores a modo de frenos del libre
funcionamiento del sistema de mercado. Existían
combinaciones de fabricantes que elevaban los precios
artificiosamente, y asociaciones de jornaleros que se
oponían a las presiones de la competencia, cuando
éstas actuaban en el sentido de una baja en los salarios.
Y se manifestaban ya otros síntomas más
inquietantes. La fábrica de los hermanos Lombe no era
sólo una simple maravilla de ingeniería y un motivo de asombro para el
visitante: era anuncio de la llegada de la industria en gran
escala y la
aparición de patronos que serían factores
únicos e inmensamente poderosos en el mercado. Los
niños
que trabajaban en las fábricas algodoneras no
podían, desde luego, ser considerados como factores del
mercado que reuniesen una potencia igual a
la de los patronos que les daban cama y comida, y que los
explotaban. Sin embargo, a pesar de todos esos presagios
ominosos, la Inglaterra del siglo XVIII se acercaba mucho -aunque
no se conformase totalmente- al modelo que
Adam Smith tenía en la mente. Existía la
competencia en los negocios; las fábricas eran, por
término medio, pequeñas; los precios subían
y bajaban al compás de la marea de la demanda, y
traían consigo cambios, tanto en la producción como
en la mano de obra. El mundo de Adam Smith ha sido calificado de
mundo de competencia atomizada; era un mundo en el que ninguna de
las piezas del mecanismo productor, trabajador o capitalista,
alcanzaba un volumen
suficiente para alterar las presiones de la competencia. Un mundo
en el que cada agente de la producción tenía que
afanarse buscando su propio interés dentro de una inmensa
lucha general.

¿Y en la actualidad? ¿Funciona
todavía ese mecanismo del mercado ?

No es ésta una pregunta a la que pueda darse
respuesta sencilla. Desde el siglo XVIII la naturaleza del
mercado ha venido sufriendo cambios enormes. No vivimos ya en un
mundo de competencia atomizada y en el que alguien pueda
permitirse el nadar contra la corriente. El actual mecanismo del
mercado se caracteriza por el volumen enorme de los que
participan en el mismo: las gigantescas sociedades
anónimas y los sindicatos
obreros, igualmente gigantescos, es evidente que no se manejan
como si se tratara de establecimientos de propietarios y obreros
individuales. Su mismo volumen les permite hacer frente a las
presiones de la competencia, despreocuparse de los postes
indicadores en
materia de precio, y concentrarse en lo que conviene a su propio
interés, a la larga, más bien que en los afanes
cotidianos de comprar y vender.

Agréguese a esto que la intervención, cada
vez mayor, del gobierno ha venido a alterar el alcance del
mecanismo del mercado. El gobierno, actuando como un señor
medieval, no reconoce a nadie por amo suyo en el mercado. La
mayoría de las veces es él quien establece el
mercado y no quien se somete a él. Es evidente que todos
estos factores han destruido la función
primaria, la de guía, que desempeñaba el mercado;
más adelante nos ocuparemos de lo que los economistas
contemporáneos tienen que decir sobre ese problema. Con
todo y eso, a pesar de las nuevas condiciones en que se mueve la
industria del siglo XX, los grandes principios del
propio interés y de la competencia -aunque muy diluidos y
con muchas barreras siguen proporcionando normas
básicas de conducta que ninguna organización económica puede dejar
por completo de cumplir. No vivimos ya en el claro mundo de Adam
Smith; pero si buscamos debajo de la superficie, todavía
podremos hallar en nuestro mundo las leyes del
mercado.

No obstante, las leyes del mercado son tan sólo
una descripción de la manera de conducirse que
da cohesión a la sociedad. Así, pues, tiene que
haber algo más que la haga moverse. A los noventa
años de publicada la obra La riqueza de las
naciones,
Carlos Marx
vendría a lanzar el ominoso anuncio de que había
descubierto ciertas «leyes motrices» que explicaban
cómo el capitalismo caminaba lenta, involuntaria, pero
inevitablemente, hacia su propia destrucción. Pero La
riqueza de las naciones
ya tenía sus propias leyes
motrices. Sin embargo, contrariamente al pronóstico
marxista, el mundo de Adam Smith tenía que marchar de
manera lenta, muy voluntaria, y más o menos
inevitablemente, hacia el Walhalla, según estas
leyes.

La mayoría de los observadores habrían
predicho, en efecto, que era el Walhalla el destino final de
aquel mundo. Sir John Byng, durante una gira que hizo el
año 1792 por la región inglesa del North Country,
después de mirar por la ventanilla de su carruaje,
escribió: «Aquí tenemos ahora una gran
fábrica llameante…; todo el valle está
trastornado… Es posible que sir Richard Arkwright haya
proporcionado a su familia y al
país mucha riqueza; pero yo, en mi condición de
turista, odio sus empresas, porque se han metido en todos los
valles pastoriles y han destruido el curso y la hermosura de la
Naturaleza ~ «¡Oh, y qué cueva perruna es
Manchester!», exclamó sir John al llegar a esta
ciudad.

En verdad, gran parte de Inglaterra era una cueva
perruna Se hubiera dicho que los tres siglos de disturbios que
habían dado el ser, a viva fuerza, a los tres factores,
tierra,
trabajo y capital, habían sido solamente una
preparación para transformaciones todavía mayores.
Los agentes de la producción recientemente liberados
empezaron a combinarse de una forma nueva y fea: la
fábrica. Y la fábrica trajo problemas nuevos.
Veinte años antes de realizar sir John su gira, Richard
Arkwright, que había reunido un pequeño capital
comprando y vendiendo cabello de mujer para
fabricar pelucas, inventó (o robó) la
máquina de hilar continua y múltiple. Pero, una vez
construida la máquina, no le resultó empresa
fácil encontrar personal que la hiciese funcionar. Los
obreros de la localidad no podían seguir la
«velocidad
regular» del procedimiento…;
el trabajo a
jornal seguía siendo mal mirado, y no fueron pocos los
capitalistas que vieron destruidas por el fuego sus
fábricas recién levantadas, únicamente por
ciega malevolencia. Arkwright se vio obligado a recurrir a
niños, «porque tienen gran agilidad en sus
deditos». Además, como los niños no estaban
acostumbrados todavía a la vida independiente del campo o
de los oficios, se adaptaban mejor a la disciplina de
la fábrica. Esa iniciativa fue recibida elogiosamente,
cual si se tratara de un gesto filantrópico. ¿Acaso
el trabajo de los niños no redundaría en alivio de
la situación de los «pobres que no rendían
provecho»?

Si había algún problema que absorbiera la
atención del público, además del de la
fábrica, que inspiraba admiración y horror, era
éste de los pobres improductivos, presente en todas
partes. El año 1720 tenía Inglaterra millón
y medio de esa clase de pobres, cifra asombrosa para una
nación que contaba entonces con doce o trece millones de
habitantes. Por esa razón surgían por doquier
proyectos para
disminuir su número. Se trataba de proyectos en su
mayoría temerarios. Todos se quejaban de la invencible
pereza del hombre, y esa queja estaba mezclada de
consternación al ver cómo las clases inferiores
pretendían copiar a las clases ricas… ¡Los obreros
tomaban nada menos que té! ¡ Los plebeyos
preferían, por lo visto, el pan de trigo a su tradicional
hogaza de centeno o cebada! ¿Adónde vamos a parar
así?, se preguntaban los pensadores de aquel entonces.
¿No eran, acaso, las necesidades del pobre -«las
cuales sería prudente aliviar, pero insensato
curar», según frase de un folleto
contemporáneo- esenciales para el bienestar del Estado?
¿Qué le ocurriría a la sociedad si se
permitía que se borrasen las gradaciones indispensables en
ella?

Pero, si con la palabra consternación se describe
la actitud de aquellos tiempos ante la gran masa amorfa de la
Inglaterra trabajadora, aquélla no sirve en modo alguno
para describir la filosofía de Adam Smith. «Ninguna
sociedad puede vivir floreciente y feliz si la parte que es con
mucho la más numerosa de sus miembros vive pobre y
miserable», había dicho él. Y no sólo
tuvo la temeridad de hacer esta afirmación tan radical,
sino que además pasó luego a demostrar que, de
hecho, la sociedad progresa constantemente; que se veía
empujada, quisiera o no, hacia una finalidad definida. No se
movía porque éste 0 aquél lo quisieran, o
porque el Parlamento votase leyes, o porque Inglaterra ganase una
batalla. Se movía porque bajo la superficie de las cosas
existía una dinámica oculta que movía el
conjunto social a modo de una enorme máquina.

Un hecho destacado llamó la atención de
Adam Smith al contemplar la escena británica. Ese hecho
era el enorme aumento de productividad que
resultaba de la división minuciosa y de la
especialización del trabajo. He aquí lo que vio
Smith, al entrar en una fábrica de alfileres:

«Un hombre desenrolla el alambre, otro lo
endereza, un tercero lo corta, un cuarto le saca punta, un quinto
lo afina en la parte superior para recibir la cabeza; la
preparación de ésta requiere, por su parte, dos o
tres operaciones
distintas; el colocarla viene a ser una tarea especial, como lo
es también el blanqueo de los alfileres; incluso el
prenderlos en el papel constituye por sí solo un oficio…
Yo he visitado una pequeña fábrica de esta clase
que sólo empleaba diez hombres y en la que, por tanto,
algunos llevaban a cabo dos y tres operaciones diferentes. Con
todo eso, y aunque eran gente muy pobre y que, por esa causa,
estaba malamente provista de la maquinaria precisa, lograban,
cuando ponían empeño, fabricar, entre todos,
alrededor de doce libras de alfileres por día. En cada
libra entran más de 4.000 alfileres de tamaño
intermedio. Por consiguiente, aquellas diez personas eran capaces
de fabricar más de 48.000 diariamente… Pues bien: si
todos ellos hubiesen laborado separadamente y con independencia…, a buen seguro que no
habría fabricado cada uno veinte alfileres por día,
y quizá m siquiera uno solo…»

No hará falta alguna destacar que los métodos de
producción actuales son infinitamente más complejos
que los del siglo XVIII. Le bastó a Smith ver una
minúscula fábrica de diez obreros para
impresionarse y escribir un comentario sobre ella.
¿Qué comentarios no le habría inspirado una
fábrica de diez mil obreros? Pero la gran cualidad de la
división del trabajo no es su complejidad, sino más
bien el que simplifica la mayor parte de aquél. Sus
ventajas radican en la capacidad para aumentar lo que Smith llama
«la opulencia universal, que se extiende hasta las filas
más humildes del pueblo ». Mirada desde nuestro
moderno y ventajoso punto de vista, esa opulencia universal del
siglo XVIII se nos antoja una existencia miserable. Pero si
contemplamos el problema dándole suficiente perspectiva
histórica, si comparamos la vida del trabajador en la
Inglaterra del siglo XVII con la que le precedió en uno o
dos siglos, resulta evidente que esa vida, por muy mísera
que fuese, constituía un progreso enorme. Adam Smith lo
aclara con gran viveza:

Fijémonos en el bienestar del artesano más
vulgar o del peón manual en un
país civilizado y próspero, y nos daremos cuenta de
que sobrepasa a todo cálculo el
número de personas que consagraron una parte de su
actividad, aunque sea pequeña, para
proporcionárselo. La chaqueta de lana, por ejemplo, con
que se abriga el peón manual es producto, por muy tosca y
burda que parezca, del trabajo conjunto de una gran multitud de
obreros. El pastor, el clasificador de lana, el peinador o
cardador de la misma, el tintorero, el almohazador, el hilandero,
el tejedor, el batanero, el adobador y muchos otros más,
necesitan aportar sus distintos oficios para completar la
confección de un artículo tan sencillo como
éste. ¿Y cuántos comerciantes y
transportistas fue preciso, además, emplear…. y
qué cantidad de gentes, del comercio y de
la navegación especialmente; cuántos constructores
de barcos, marineros, fabricantes de velas, fabricantes de
cuerdas…?

Si fuéramos a examinar de la misma manera las
prendas todas de su vestimenta o de su mobiliario, la tosca
camisa de lienzo que llevaba pegada a su piel, los
zapatos con que enfunda sus pies, la cama en que descansa…, el
hornillo en que cocina sus alimentos, los
carbones de que se sirve para ello, arrancados de las
entrañas de la tierra y
¿transportados hasta su casa salvando, tal vez, largas
distancias por tierra y por mar, y todos los demás
útiles de su cocina, toda la vajilla de su mesa, los
cuchillos y tenedores, los platos de barro 0 de peltre en los que
se sirven y cortan las cosas de comer, los distintos operarios
que han intervenido en la fabricación de su pan y de su
cerveza, y la
ventana encristalada que deja pasar al interior el calor y la luz
e impide el paso al viento y a la lluvia, con todos los
conocimientos y habilidad manual que han hecho falta para llevar
a cabo ese bello y feliz dispositivo…; si examinamos, digo,
todas estas cosas…, comprenderemos que ni siquiera la
más insignificante persona de un país civilizado
podría, sin la ayuda y cooperación de muchos
millares de personas, disponer de lo que necesita, incluso dentro
del nivel de comodidades corrientes, nivel que a nosotros, muy
equivocadamente, se nos antoja fácil y sencillo. Desde
luego, si las comparamos con el lujo más extravagante de
los grandes, las comodidades de que esa clase de hombre disfruta
tienen que parecernos, por fuerza, extremadamente sencillas y
fáciles; sin embargo, bien pudiera resultar cierta la
afirmación de que las comodidades de que está
rodeado un príncipe en Europa no siempre sobrepasan a las
de un campesino laborioso y frugal, en la misma proporción
que las de este último sobrepasan a las de muchos reyes
africanos que son dueños absolutos de las vidas y de la
libertad de 10.000 salvajes desnudos.

¿Qué es lo que empuja a la sociedad hacia
esa multiplicación maravillosa de riquezas y de bienes? En
parte es el mecanismo del mercado mismo, porque el mercado
apareja las facultades creadoras del hombre, situándolas
dentro de un medio que lo estimula, lo obliga, incluso, a
inventar, a innovar, a expansionarse, a correr riesgos. Pero
detrás de la actividad inquieta del mercado existen otras
presiones más fundamentales. En realidad, Smith ve leyes
de evolución muy profundas que impulsan al
sistema de una espiral ascendente de productividad.

La primera de estas leyes es la ley de
acumulación.

Recordemos que Adam Smith vivió en una
época en que el nuevo capitalista industrial podía
realizar, y realizaba, una fortuna con sus inversiones.
Richard Arkwright, aprendiz de barbero cuando muchacho,
murió el año 1792, dejando bienes por valor de medio
millón de libras. Samuel Walker, que puso en marcha una
herrería en una vieja tienda de clavos en Rotherham,
dejó en aquel mismo lugar unas fundiciones de acero
valuadas en 200.000 libras. Josiah Wedgwood, que iba y
venía por su fábrica de porcelana con su pata de
palo, gritando, siempre que observaba alguna negligencia en el
trabajo: «Jos. Wedgwood no pasa por esto»,
dejó una fortuna de 240.000 libras y muchas propiedades
agrícolas. La revolución
industrial, en sus primeras etapas, proporcionaba una
verdadera arrebatiña de riquezas a quien era lo bastante
rápido, lo bastante agudo y lo bastante diestro para
navegar a favor de su corriente.

El objetivo de la gran mayoría de los nacientes
capitalistas era, ante todo, sobre todo y siempre, acumular
ganancias. En los comienzos del siglo XIX se recaudaron en la
ciudad de Manchester 2.500 libras para fundar escuelas
dominicales. La suma total con que contribuyeron a tan noble
propósito las hilanderías de algodón
-que eran las que mayor número de obreros tenían en
el distrito- no pasó de 90 libras. La joven aristocracia
industrial tenía otras cosas más útiles en
que invertir su dinero que el
contribuir a obras de caridad improductivas: tenía que
acumular riqueza, y Adam Smith suscribía calurosamente ese
empeño. ¡Ay del que no acumulaba! Y por lo que
respecta a quien merma su capital…, «como aquel que
invierte las rentas de alguna fundación piadosa
dedicándolas a usos profanos, paga los salarios de la
holganza con fondos que la frugalidad de sus antepasados
había, como si dijéramos, consagrado al
sostenimiento de la industria». Mas Adam Smith no
defendía la acumulación por el simple hecho de
acumular. El era, a fin de cuentas, un filósofo, y
experimentaba el desdén del filósofo hacia la
vanidad de las riquezas. Pero Smith veía en la
acumulación de capital un beneficio inmenso para la
sociedad. El Capital -si era empleado en maquinaria-
proporcionaba aquella maravillosa división del trabajo que
multiplicaba la energía productiva del hombre. Por eso, la
acumulación se convierte en otra de las espadas de doble
filo de Adam Smith: es una vez más el afán de lucro
personal, que redunda en la prosperidad de la comunidad. A Smith
no le preocupa el problema con que tendrán que enfrentarse
los economistas del siglo XX, o sea: ¿sabrán las
acumulaciones privadas hallar el camino de vuelta y proporcionar
más empleo? Para
Adam Smith el mundo es capaz de un progreso indefinido, y los
únicos límites
del mercado son los de su alcance geográfico. Acumulad, y
el mundo se beneficiará, dice Smith. Desde luego, en la
atmósfera
vigorosa de su tiempo no se advertía ningún
síntoma de falta de inclinación para acumular, por
parte de aquellos que se hallaban en situación de
hacerlo.

Pero -y aquí está la dificultad- la
acumulación habría llevado muy pronto a una
situación en la que sería imposible seguir
acumulando. Porque acumular equivalía a una mayor cantidad
de maquinaria, y una mayor cantidad de maquinaria
equivalía a una demanda mayor de trabajadores. Y esta
última conduciría, más pronto o más
tarde, a salarios cada vez mayores, con lo que llegaría un
momento en que desaparecerían los beneficios, fuente de
toda acumulación. ¿Hay alguna manera de saltar esta
valla?

Puede salvarse mediante la segunda gran ley del sistema:
la ley de la población.

Para Adam Smith era cosa posible el
«producir» trabajadores, de acuerdo con la demanda de
mano de obra, lo mismo que cualquier otro artículo. Siendo
altos los salarios, el número de trabajadores se
multiplicaría; si los salarios bajaban, el número
de miembros; de la clase obrera disminuiría.

No se trata de una idea tan ingenua como a primera vista
parece. En la época de Adam Smith la mortalidad infantil,
entre las clases más bajas de la sociedad, era tan grande
que hoy produce estupor. El propio Adam Smith dice: «No es
infrecuente, en las tierras altas de Escocia, el que a una madre
que ha tenido veinte hijos sólo le queden dos con
vida.» En muchos lugares de Inglaterra la mitad de los
niños fallecían antes de cumplir los cuatro
años, y casi en todas partes la mitad de los niños
no sobrevivían a los nueve o diez años. La
insuficiente alimentación, las
malas condiciones de vida, el frío y las enfermedades se cobraban un
tributo horrendo entre las clases más pobres. Por esa
razón, aunque los salarios más elevados hubiesen
afectado muy poco a la cifra de nacimientos, cabía esperar
que ejerciesen una gran influencia en el número de
niños que llegarían con vida a la edad de
trabajar.

De modo, pues, que el primer efecto de la
acumulación sería elevar los salarios de las clases
trabajadoras, trayendo de ese modo un aumento en el número
de trabajadores. Y entonces entra en juego el mecanismo del
mercado otra vez. De la misma manera que los precios altos
traerán como consecuencia una producción mayor de
guantes, y ésta, a su vez, abaratará sus precios,
también los salarios altos proporcionarán un
número mayor de obreros, y el aumento en el número
de éstos ejercerá un notable descenso en el nivel
de sus salarios. La población, lo mismo que la
producción de guantes, es una enfermedad que se cura a
sí misma por lo que a los salarios se refiere.

Esto equivalía a decir que la acumulación
podía seguir adelante sin tropiezo. El alza de salarios
que aquélla trae como consecuencia y que amenaza con hacer
improductivas las nuevas acumulaciones, se ve corregida por el
aumento de la población. La acumulación conduce a
su propio aniquilamiento, pero el remedio llega en el instante
preciso. El obstáculo de los salarios más elevados
desaparece, gracias al crecimiento de la población que
esos mismos salarios altos han hecho posible. Hay algo de
fascinador en este inmenso proceso
automático de agravación y cura, de estímulo
y de reacción, en el que cada uno de los factores parece
que va a conducir al sistema a su ruina, siendo así que
él mismo va trabajando astutamente, a fin de crear las
condiciones necesarias para su recuperación.

Fijémonos ahora en que Adam Smith ha construido
para la sociedad una inmensa cadena sin fin. La sociedad se ve
lanzada en una marcha ascendente, con la misma regularidad e
inevitabilidad que una serie de proposiciones matemáticas enlazadas entre sí.
Desde cualquier punto de arranque el mecanismo del mercado
procede por tanteos, primero a igualar los beneficios del trabajo
y del capital en todos sus distintos empleos; cuida, luego, de
que las mercancías que tienen demanda sean producidas en
cantidades convenientes, y asegura, por último, de que los
precios de esos artículos bajen constantemente, en virtud
de la competencia, hacia sus costes de producción. Pero,
aparte de esto, la sociedad es dinámica. Desde su mismo
punto de arranque tendrá lugar una acumulación de
riqueza, y esa acumulación traerá mayores
facilidades para la producción y una mayor división
del trabajo. Hasta ahí todo va bien. Pero la
acumulación traerá también, como
consecuencia, el aumento de los salarios, a medida que los
capitalistas busquen obreros para hacer funcionar las nuevas
fábricas. Y conforme suben los salarios, las nuevas
acumulaciones se hacen improductivas. El sistema parece que va a
iniciar un descenso. Pero los trabajadores habrán empleado
ya sus salarios más elevados en criar a sus hijos al ser
la mortalidad menor. La consecuencia será una abundancia
mayor de mano de obra. Al crecer la población, la
competencia que se establecerá entre los obreros
volverá a presionar hacia abajo los salarios. Se
reanudará entonces la acumulación y empezará
una nueva espiral en el ascenso de la sociedad.

No es un ciclo económico lo que Adam Smith nos
describe. Es un proceso a largo plazo, una evolución
secular. Y ese proceso es de una certeza asombrosa. Todo
está inexorablemente determinado por el eslabón
anterior, a condición de que nadie trate de perturbar el
mecanismo del mercado. Se ha montado una maquinaria inmensa de
efectos recíprocos, y dentro de ella está la
sociedad toda. Únicamente los gustos del público
-que son la guía de los productores- y los verdaderos
recursos
físicos de la nación quedan fuera de la cadena de
causa y efecto.

Téngase presente, además, que lo que se
prevé es un estado de cosas en constante mejoramiento. Sin
duda alguna la elevación en la cifra de población
trabajadora forzará siempre los salarios hacia abajo, en
dirección al nivel de pura subsistencia. Pero decir en
dirección a no es lo mismo que decir hasta;
mientras prosiga el proceso acumulativo -y Smith no ve
razón alguna para que se detenga-, la sociedad
tendrá una oportunidad virtualmente ilimitada de mejorar
sus condiciones de vida. Smith no quiso dar a entender con ello
que este mundo nuestro es el mejor de todos los mundos posibles.
Había leído el Candide, de Voltaire, y
él no era un doctor Pangloss. Pero no existía
razón para que el mundo no se moviese hacia el
mejoramiento y el progreso. Más aún: era inevitable
el progreso, a condición de que dejara al mecanismo del
mercado funcionar por sí mismo, junto con las grandes
leyes de la sociedad.

A la larga, mucho más allá del horizonte,
podía vislumbrarse exactamente el destino final de la
sociedad. Para cuando se llegase a él ya habría
subido considerablemente el nivel «natural» de los
salarios…, porque Smith daba por supuesto que los salarios
básicos de subsistencia constituían un
fenómeno sociológico y no una feroz realidad
animal. También el terrateniente habría salido
beneficiado, porque la población sería numerosa y
presionaría sobre lo que, después de todo,
constituye un fondo de tierra fijo y otorgado por Dios.
Sólo al capitalista le esperaba un porvenir
difícil; como las riquezas se habrían multiplicado
hasta casi más allá de todo cálculo, el
capitalista recibiría el salario de la
gerencia por
él ejercida, pero toda ganancia se reduciría a eso;
vendría a ser una persona que tendría que trabajar
de firme, muy bien remunerada por su trabajo, pero no
sería, desde luego, espléndidamente rico.
Sería el suyo un extraño paraíso de mucho
trabajo, mucha riqueza auténtica y pocos ocios.

Pero el camino hacia ese punto final de descanso de la
sociedad era largo, y mucho lo que aún quedaba por hacer
entre el mundo de Adam Smith y aquel último campamento de
llegada, y no valía la pena perder tiempo en detallarlo.
La riqueza de las naciones es un programa de
acción y no un plano para la utopía.

Aunque resulte bastante extraño, lo cierto es que
el libro no encontró aceptación de inmediato.
Charles James Fox, que era el hombre más poderoso del
Parlamento, lo ridiculizó, y transcurrieron ocho
años antes que alguien citase el libro en los Comunes.
Cuando llegó la hora de reconocer sus méritos, ese
reconocimiento advino de donde menos se esperaba. Los incipientes
capitalistas -y no perdamos de vista que esta clase ruda y
advenediza de trepadores no se sentía embarazada por las
ideas del siglo XX sobre la igualdad y
justicia
económica descubrieron en el libro de Smith la
justificación teórica perfecta de su
oposición a la legislación sobre fábricas.
El hecho de que Smith había escrito sobre «la
rapacidad ruin, el espíritu monopolista de los mercaderes
y de los fabricantes», y que había dicho
también que «ni unos ni otros son, ni deben ser, los
que gobiernen al género
humano», se dio por ignorado enteramente, para propiciar la
gran tesis que
Smith había sacado de sus investigaciones: dejad solo
al mercado.

Lo que Smith había querido decir con ello era una
cosa, y lo que sus proponentes le hacían decir era otra.
Cual ya hemos explicado, Smith no era el abogado de ninguna clase
social, sino un esclavo de su sistema. Todo su sistema
económico brotaba de su fe indudable en la capacidad del
mercado para conducir al sistema hasta el punto de su mayor
rendimiento. El mercado -esa maravillosa máquina social-
cuidaría de las necesidades de la sociedad, a
condición de que se le dejase solo,
en paz, para que
las leyes de la evolución pudieran conducir a la sociedad
hacia su recompensa prometida. Smith no estaba ni en contra del
trabajo ni en contra del capital; si alguna preferencia
tenía, era en favor del consumidor.
«El consumo
constituye la finalidad y el designio únicos de toda la
producción», escribió, y luego pasó a
censurar los sistemas que
colocaban el interés del productor por encima del
interés del público consumidor.

Pero los flamantes industriales descubrieron, en el
panegírico del mercado libre y sin trabas hecho por Smith,
la justificación teórica que ellos necesitaban para
cerrar el paso a las primeras tentativas que proponía el
gobierno para remediar las escandalosas condiciones de los
tiempos. Porque la teoría
de Smith lleva, indudablemente, a una doctrina de laissez
faire.
Para Adam Smith cuanto menos intervenga el gobierno
tanto mejor: los gobiernos son derrochadores, irresponsables e
improductivos. Sin embargo, Adam Smith no es necesariamente
opuesto -como sus admiradores póstumos se empeñaron
en que fuese- a toda acción del gobierno que tenga
como finalidad promover el bienestar general. Previene, por
ejemplo, contra los efectos embrutecedores de la
producción en masa, que arrebata a los hombres sus
facultades creadoras naturales, así como profetiza una
decadencia en las fuertes virtudes del trabajador, «a menos
que el gobierno tome algunas medidas para impedirlo». De
igual manera se manifiesta partidario de la instrucción
pública para elevar a los ciudadanos por encima del nivel
de simples dientes de engrane de una inmensa
máquina.

Lo que Smith combate es el entremetimiento del gobierno
en el mecanismo del mercado. Se opone a las restricciones a la
importación y a las primas a la exportación; a las leyes del gobierno
destinadas a proteger a la industria contra la competencia, y a
que el gobierno realice gastos improductivos. Obsérvese
que estas actividades del gobierno tienen siempre muy en cuenta
el interés de la clase mercantil. Smith no se
encaró nunca con el problema -que tantas angustias
intelectuales
había de ocasionar a las generaciones futuras- de si el
gobierno fortalece o debilita el mecanismo del mercado, cuando
dicta leyes de bienestar social. En los tiempos de Smith apenas
si había legislación de esa clase, excepto el
socorro a los pobres… ¡ el gobierno era impúdico
aliado de las clases gobernantes, y el gran forcejeo dentro del
mismo gobierno estribaba en si habrían de ser los
terratenientes o los industriales los que obtuviesen mayores
beneficios. La cuestión de si la clase trabajadora
debería tener voz en la dirección de los asuntos
económicos no cabía en la cabeza de ninguna persona
respetable.

El gran enemigo del sistema de Adam Smith no era tanto
el gobierno en sí como el monopolio, en
cualquier forma que éste adoptase. Dice Adam Smith:
«Raras veces se reúnen personas que pertenecen a la
misma rama industrial, sin que sus conversaciones desemboquen en
una confabulación contra el público, o en alguna
medida para elevar los precios.» La perturbación que
tales manejos acarrean no radica en que sean moralmente
censurables en sí mismos -en realidad, son
únicamente la consecuencia inevitable del egoísmo
humano-, sino en que dificultan el funcionamiento fluido del
mercado. Indudablemente, Smith está en lo cierto. Si se
confía en que el funcionamiento del mercado ha de producir
la mayor cantidad posible de mercancías a los precios
más bajos, todo aquello que se entremeta en el
funcionamiento del mercado redundará forzosamente en una
baja del bienestar social. Si, cual ocurría en tiempos de
Smith, ningún maestro sombrerero de Inglaterra
podía tener a su servicio
más de dos aprendices, o ningún maestro cuchillero
de Sheffield podía tener más de uno, resultaba
imposible que el sistema de mercado produjese su plena capacidad
de beneficios. Si, conforme sucedía en tiempos de Smith,
los pobres se vieran obligados a residir en sus propios
ayuntamientos o parroquias, y se les impidiese buscar trabajo en
los lugares donde éste podía encontrarse, el
mercado se vería imposibilitado de atraer la mano de obra
hacia el lugar en que ésta era necesaria. Si, como
ocurría en tiempos de Smith, se otorgasen a grandes
compañías los monopolios del comercio exterior,
sería imposible que llegasen al público los
beneficios totales de los artículos extranjeros más
baratos.

Por esa razón, afirmaba Smith, deben desaparecer
todos esos impedimentos; es preciso dejar al mercado en libertad
de encontrar sus propios niveles naturales de precios, salarios,
beneficios y producción; todo cuanto interfiera esa marcha
del mercado lo hará únicamente a expensas de la
riqueza auténtica de la nación. Ahora bien: como
todos los actos del gobierno -incluso leyes como la que obligaba
al enjalbegado de las fábricas o la que impedía que
los niños fuesen atados a las máquinas-
podían ser interpretados como estorbos a la libre
actividad del mercado, La riqueza de las naciones fue
ampliamente citada para oponerse a la primera legislación
humanitaria. Así resultó que, por una
extraña injusticia, vino a ser considerado como el santo
protector económico de los ávidos industrialistas
del siglo XVIII, el hombre que puso en guardia a sus lectores
afirmando que aquéllos «tienen por regla general
interés en engañar, e, incluso, en oprimir al
público». Igualmente hoy -con una alegre
despreocupación por la auténtica filosofía
de Smith- se considera a éste como un economista
conservador, cuando en realidad era más
declaradamente hostil a los móviles de los hombres
de negocios que la mayoría de los economistas del New
Deal.

Todo el mundo maravilloso de Adam Smith es, en cierto
sentido, un testimonio de la creencia del siglo XVIII en el
triunfo inevitable de la razón y del orden sobre la
arbitrariedad y el caos. No os esforcéis por hacer el
bien, viene a decir Smith. Dejad que ese bien surja como
consecuencia o producto del egoísmo. ¡ Cuán
propio de nuestro filósofo era poner toda esa fe en una
inmensa maquinaria social y racionalizar los instintos
egoístas, convirtiéndolos en virtudes sociales!
Smith no se queda nunca a mitad de camino en su confianza en las
repercusiones de sus creencias filosóficas. Insiste en que
los jueces deberían ser pagados por los litigantes,
más bien que por el Estado,
porque de esa manera su propio interés los llevaría
a despachar expeditivamente los pleitos que se les sometan. Adam
Smith ve muy escaso porvenir para las organizaciones de
negocios que entonces empezaban a surgir con el nombre de
corporaciones o sociedades anónimas, porque le parece muy
poco probable que unos organismos impersonales sean capaces de
aportar el interés propio necesario en las empresas
complicadas y difíciles. Adam Smith defiende las
más grandes causas humanitarias, tales como la
abolición de la esclavitud, sin
salirse de su propio terreno, y viene a decirnos que es
preferible abolir la esclavitud, ya que, en fin de cuentas, esta
medida resultará más barata.

La totalidad del complejo mundo irracional queda
reducida a una especie de esquema racional en el que las
partículas humanas se encuentran finamente magnetizadas
dentro de una polaridad simple hacia el beneficio y alejadas de
toda pérdida. El gran sistema no funciona por el hecho de
que el hombre lo dirija, sino porque el interés propio y
la competencia lo disponen todo de manera conveniente; lo
más que el hombre puede hacer es ayudar a que este
magnetismo
social natural funcione; es decir, apartar a un lado todos los
obstáculos que surgen entre el libre funcionamiento de
esta física
social y las equivocadas tentativas suyas de escapar a la
servidumbre del mecanismo del mercado.

A pesar de su saborcillo a siglo XVIII, de su fe en la
razón, en el derecho
natural y en la cadena mecánica de las acciones y
reacciones humanas, el mundo de Adam Smith no está
desprovisto de sus más cordiales valores. No se
olvide que el gran benefactor del sistema era el consumidor, no
el productor. Por primera vez en la filosofía de la vida
cotidiana, el consumidor es quien manda.

¿Qué es lo que ha sobrevivido de todo
esto?

No ha sido, desde luego, el gran esquema de la
evolución. Éste habremos de verlo profundamente
alterado por los grandes economistas que vendrán
más tarde. Pero no consideremos el mundo de Adam Smith
como un simple intento primitivo de llegar a fórmulas que
se encontraban más allá de su alcance. Adam Smith
fue el economista del capitalismo preindustrial; aquél no
alcanzó a conocer una época en que el sistema del
mercado se vería amenazado por empresas enormes, 0 sus
leyes de la acumulación y de la población
trastornadas por acontecimientos de índole
sociológica. Esto vendría a ocurrir cincuenta
años más tarde. Tampoco cuando Smith vivía,
y cuando escribió, había tomado forma identificable
un fenómeno que podría llamarse «ciclo de los
negocios». El mundo sobre el que Adam Smith escribió
era un mundo cuya realidad estaba presente, y la
sistematización que Adam Smith llevó a cabo, aunque
fuese mecánica, nos suministra una
explicación del mismo, tan buena como otra
cualquiera.

Sin embargo, algo debió de faltar en la
concepción de Smith. Aunque él previó una
evolución de la sociedad, no barruntó una
revolución: la revolución industrial. Smith no
acertó a ver en el feo sistema de la fábrica, en la
reciente organización comercial de sociedades
anónimas o en las débiles tentativas de los
asalariados para formar organizaciones protectoras, la primera
aparición de unas fuerzas sociales nuevas y poderosamente
disociadoras. El sistema de Adam Smith da por supuesto, en cierto
sentido, que la Inglaterra del siglo XVIII permanecería
inmutable para siempre; que únicamente crecería en
cantidad, es decir, que habría mayor número de
personas, de bienes, de riqueza; pero que, por lo que respecta a
calidad,
seguiría inmutable. Los principios dinámicos de
Adam Smith corresponden a una sociedad estática que crece,
pero que nunca llega a la madurez.

No obstante, aunque el sistema de evolución ha
sido descartado, subsiste siempre, como una gran
realización, el inmenso panorama del mercado. Claro
está que Adam Smith no fue el «descubridor»
del mercado, pues ya otros habían señalado con
anterioridad a él que la mutua acción del propio
interés y de la competencia proveían a las
necesidades de la sociedad. Pero Smith fue el primero en
comprender, en toda su plenitud, la filosofía del
funcionamiento exigido por semejante concepto; fue el primero en
formular el esquema completo de una manera amplia y
sistemática. Adam Smith fue el hombre que hizo que
Inglaterra primero, y después todo el mundo occidental,
comprendiesen de qué manera el mercado mantenía
ensamblada a la sociedad; como también fue el primero en
levantar un edificio de orden social sobre la base de esa
concepción suya. Vendrán más tarde otros
economistas que bordarán la descripción del mercado
hecha por Smith y que investigarán ansiosamente los
defectos que con posterioridad irán apareciendo. Sin
embargo, nadie logrará dotar a este aspecto del mundo de
una vida y de una riqueza mayores que las que le dio
Smith.

Sólo admiración podemos sentir ante lo
enciclopédico del empeño y de los conocimientos de
Smith. Un libro tan voluminoso, tan completo, tan seguro, tan
cáustico y profundo, sólo pudo ser escrito en el
siglo XVIII. Smith se adelantó en ciento cincuenta
años a Veblen cuando escribió: «El
máximo disfrute de las riquezas consiste para la
mayoría de los ricos en exhibirlas, y esta
exhibición no es nunca tan completa a sus ojos como cuando
resultan poseer ciertos objetos inconfundibles de opulencia, que
nadie sino ellos poseen. » Adam Smith demostró ser
un estadista que se adelantaba muchísimo a su época
al escribir: <<Si es imposible lograr que una provincia
cualquiera del Imperio británico contribuya al
sostenimiento de la totalidad del Imperio, habrá llegado
la hora de que la Gran Bretaña se libere de los gastos que
le acarrea el defender a dicha provincia en tiempo de guerra, y
de sostener en tiempo de paz a una parte cualquiera de sus
organismos civiles o militares; deberá tratar, en tal
caso, de adaptar sus futuros propósitos y proyectos a la
auténtica mediocridad de su propia
situación.»

Quizá no existió jamás un
economista que abarcase su época tan ampliamente como Adam
Smith la suya. Desde luego, no hubo jamás ninguno tan
sereno, tan desprovisto de terquedad, tan penetrantemente
crítico, sin rencor, y tan optimista sin caer en la
utopía. Como es natural, participó de las creencias
de su tiempo; mejor dicho, contribuyó a forjarlas. Fue la
suya una época de humanismo y de
razón, y si bien es verdad que ambas cualidades
podían tergiversarse para las finalidades más
crueles y violentas, lo cierto es que Adam Smith no fue nunca
patriotero, apologista ni hombre de componendas. En su obra
The Theory of Moral Sentiments dejó escrito:
«¿Qué finalidad tiene todo el trabajo y el
ajetreo de este mundo? ¿Qué finalidad tienen la
avaricia, la ambición, la persecución de la riqueza
del poder y de la preeminencia?» La riqueza de las
naciones
nos da la respuesta a eso, diciéndonos que la
justificación final de la ruda pugna y forcejeo en busca
de la riqueza y de la gloria está en el bienestar del
hombre corriente.

Hacia el final de su existencia, Adam Smith se vio
colmado de toda clase de honores y de respetos. Burke
viajó hasta Edimburgo para conocerlo personalmente; su
antigua Universidad de Glasgow lo nombró su rector; vio
traducida La riqueza de las naciones al danés,
francés, alemán, italiano y español.
Únicamente Oxford no se dio por enterado de nada, y
jamás se dignó otorgarle ningún
título honorífico. En cierta ocasión, Pitt,
el joven, entonces primer ministro de la Corona, celebró
una reunión junto con Addington, Wilberforce y Grenville,
a la que había sido invitado Adam Smith. Cuando el anciano
filósofo entró en la sala, todos se levantaron, y
él les dijo: «Caballeros, siéntense
ustedes», a lo que Pitt replicó: «No;
permaneceremos en pie hasta que usted se haya sentado, porque
todos nosotros somos discípulos suyos.»

Adam Smith falleció en 1790, a la edad de sesenta
y siete años. Resulta curioso que su muerte pasara
casi inadvertida, quizá porque la gente se hallaba
entonces demasiado preocupada con la Revolución
francesa y con las repercusiones que ésta pudiera
tener en el país británico. Fue sepultado en el
cementerio de Canongate, bajo una sencilla losa funeraria que
anuncia que allí yace Adam Smith, autor de La riqueza
de las naciones.
Difícil habría resultado
imaginar un monumento más duradero.

APÉNDICE

I.
RESUMEN

Adam Smith escribió La riqueza de las
naciones
en los años inmediatamente anteriores a la
Revolución norteamericana. Fue, en parte, un ataque a la
filosofía mercantilista en la que se apoyaba la
política británica en las colonias; y, en parte, la
articulación del mecanismo, aún mal comprendido, de
una nueva sociedad.

Smith, que era escocés, ocupaba la cátedra
de Filosofía Moral en la Universidad de Glasgow y, estando
en ejercicio de la misma, publicó La teoría de
los sentimientos morales.
Esta obra, que apareció en
1759, consideraba cómo el hombre puede elevarse por encima
de su propio interés al formular juicios morales y
cómo su egoísmo puede ser transmutado a una esfera
superior. Ésta fue una idea que desarrolló
más tarde en La riqueza de las naciones. El libro
dio a Smith ocasión de viajar por el continente, donde
mantuvo contacto con Quesnay, el pensador económico
más destacado de Francia. En oposición a la
teoría ortodoxa de su época, Quesnay
mantenía la idea de que la riqueza de una nación
procedía de su capacidad para producir, y no de la
cantidad de oro y plata que poseyera. Smith desarrolló
esta idea en el ataque que dirige en La riqueza de las
naciones
a la política restrictiva y proteccionista
del mercantilismo.

«La riqueza no consiste en dinero ni en oro, sino
en lo que se adquiere con el dinero, el
cual solamente es valioso para comprar», escribía
Smith argumentando en favor del libre cambio. Smith
disentía de los fisiócratas en la importancia que
éstos atribuían a las clases agricultoras como
fuente de toda la riqueza real, pero compartía con ellos
su actitud crítica
hacia las sociedades que concedían una importancia
primordial al privilegio y no a la productividad.

Adam Smith se sentía preocupado por dos grandes
problemas: cómo se mantiene ensamblada una sociedad y
hacia dónde va la sociedad.
La respuesta al primer
interrogante está en las leyes del mercado y en la
interacción del interés individual y
la competencia.
He aquí cómo funciona el
mercado: Supongamos que tenemos cierto número de
fabricantes de guantes. Cada fabricante tratará de cargar
por sus guantes un precio tan elevado como pueda, pero si alguno
de ellos eleva sus precios por encima de lo que exige su coste de
producción, entrarán en el negocio de guantes otros
fabricantes, quienes tratarán de abrirse paso en el mismo
vendiendo a un precio más bajo, lo que forzará a
los demás a bajar sus precios o a quedarse sin vender sus
guantes.

De esta manera se realizan a la vez dos cosas: primera,
el fabricante se ve obligado, por las fuerzas de la
competencia, a vender sus mercancías a un precio
próximo al coste de producción (si
carga un
precio excesivo por sus mercancías, habrá otros que
irrumpan gustosos en el negocio); segunda, se ve obligado a
ser lo más eficiente posible, para mantener sus costes
bajos y permanecer en condiciones competitivas.
En este
sentido, el mercado es un distribuidor de tareas tan severo como
cualquier conjunto de leyes o reglamentos que la sociedad pueda
imponer, a condición de que -y esto es importante- el
mercado sea competitivo.

La «mano invisible del mercado también
dirige a las personas en su elección de ocupación
y
hace que se tengan en cuenta las necesidades de la
sociedad. El carnicero, el cervecero y el panadero entran en su
profesión porque esperan ganar en ella. No hay nada en
esto que sea inmoral o antisocial, porque ellos no hacen
más que responder a las señales
de los precios que emite el mercado; a medida que una sociedad
necesita más carniceros, se eleva el precio que
está dispuesta a pagar por los carniceros (es decir, su
salario), y más personas se sienten tentadas de entrar en
esa profesión. Como consecuencia de ello, los salarios de
los carniceros vuelven a bajar o, al menos, quedan
nivelados.

De la misma manera, el mercado regula cuáles
son las mercancías que han de producirse. Si
los
consumidores quieren más zapatos de los que se producen a
un precio dado, tenderán a pagar más, al tener que
competir por el calzado escaso. En consecuencia, los productores
se verán impulsados a producir más zapatos. La
esencia de la economía de mercado es que en ella todo se
convierte en mercancía con un precio y que la oferta de
estas mercancías es sensible a los cambios de
precio.

Hay que tener una idea clara de la importancia
revolucionaria de esta doctrina. El mercado es impersonal y no
conoce favoritos; se acabaron las prerrogativas especiales de la
nobleza. Esta idea debe ser contrastada con los medios
anteriores de organizar la sociedad, en los que cada uno tenla
asignado su lugar y en él permanecía. El mercado no
solamente da por supuestos el interés individual y la
competencia, sino que requiere la existencia de movilidad, en
virtud de la cual una persona puede perseguir su egoísmo.
Así, la doctrina de Smith es a la vez democrática y
dinámica.

Smith describió tanto lo que sucedía en su
sociedad como lo que debería suceder. Sin embargo,
como descripción de la realidad, su teoría se
ajustaba con mucha más exactitud a la sociedad de finales
del siglo XVIII que a la de la segunda mitad del siglo XX. Una
condición previa para el funcionamiento eficaz del mercado
era que ninguna de las piezas del mecanismo productivo, ya sea
del lado de los trabajadores o del de los capitalistas, sea tan
grande que interfiera las fuerzas de la competencia.
Los
enemigos del sistema eran los monopolios. Pero hay que recordar
que Smith escribió antes de la revolución
industrial y del advenimiento de la producción en gran
escala. Hoy día la economía está dominada
por gigantes económicos que tienen a su servicio millares
de personas, tienen invertidos miles de millones de
dólares y tienen un volumen de ventas y de
producción de ámbito mundial. En 1965 habla en
Estados Unidos sesenta empresas cuyas ventas sobrepasaron los mil
millones de dólares, y más de quinientas empresas
con ventas superiores a los 100 millones de dólares.
Partes del mercado de trabajo están también
controladas por poderosos sindicatos obreros.

¿Son éstos monopolios? Si o no. Esta
cuestión volveremos a plantearla en el capitulo X. Pero
estas vastas aglomeraciones de poder constituyen manifiestamente
una desviación de la «competencia atomizada»
considerada por Adam Smith.

A Smith también le interesaba hacia dónde
va la sociedad. Al responder a esta pregunta, Smith subraya
los efectos beneficiosos de la acumulación de los
beneficios por los empresarios. Estos beneficios, suponía
Smith, serian reinvertidos y utilizados para comprar maquinaria
nueva, la cual permitiría mayores posibilidades de
división del trabajo y de aumento de la productividad y,
por tanto, condeciría a una mayor riqueza.
En su
famosa descripción de una fábrica de alfileres,
observaba Smith que al concentrarse cada hombre en una tarea,
podía producir más que si hubiera tenido que
manejar por si solo cada una de las fases del trabajo.
También observaba que los hombres que le rodeaban y que
estaban haciendo grandes fortunas no las derrochaban en una vida
de lujos, sino que las ahorraban, las acumulaban y las
reinvertian. Se establecía así una tendencia hacia
la introducción de máquinas nuevas y
hacia una mayor productividad. Smith veía en esta
acumulación el motor que pone en
movimiento el mejoramiento de la sociedad.

 

Edgar Isaác

Partes: 1, 2
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