DESARROLLO
Quien en el año 1760 hubiese viajado por Inglaterra
habría oído
hablar, con toda probabilidad, de
cierto doctor Smith, de la Universidad de
Glasgow. Si no famoso, el doctor Smith era, desde luego, hombre muy
conocido. Voltaire
había oído hablar de él; David Hume era
íntimo amigo suyo; ciertos estudiosos habían venido
desde la propia Rusia para
escuchar sus lecciones, dificultosas, pero
entusiastas.
Del doctor Smith se sabía que, además de
sus dotes de profesor,
poseía una personalidad
nada corriente. De todos eran conocidas sus distracciones y
ensimismamientos; en cierta ocasión, paseando con un
amigo, iba tan absorto en la discusión que
sostenían, que cayó en un pozo de una
tenería; cuéntase también que otra vez se
preparó por sí mismo una espléndida bebida
de pan y mantequilla, asegurando luego que jamás
había bebido una taza de té tan malo. Pero sus
rarezas, que eran muchas, no perjudicaron en nada a su capacidad
intelectual. El doctor Smith puede figurar entre los más
grandes filósofos de su época.
En Glasgow, el doctor Smith dio lecciones sobre problemas de
filosofía moral,
asignatura que entonces abarcaba un campo mucho más
extenso que hoy. En la filosofía moral estaban incluidas
la teología natural, la ética, la
jurisprudencia
y la economía
política. Comprendía, pues, desde los
más sublimes impulsos del hombre hacia el orden y la
armonía, hasta sus actividades, algo menos ordenadas y
armoniosas, en la más áspera tarea de ganarse la
subsistencia.
La teología natural – es decir, la
búsqueda de un designio en la confusión del cosmos-
ha sido objeto, desde los tiempos más remotos, del impulso
racionalizador del hombre; nuestro hipotético viajero se
habría sentido muy a sus anchas oyendo explicar al doctor
Smith las leyes naturales
que se ocultan debajo del aparente caos del universo. Pero
quizá le habría parecido al viajero que el doctor
Smith estiraba, en verdad, la filosofía más
allá de sus límites
convenientes cuando llegaba a la otra extremidad del espectro; es
decir, a la búsqueda de un gran sistema
arquitectónico por debajo de la barahúnda de la
vida cotidiana.
Porque si el escenario social de la Inglaterra de la
última parte del siglo XVIII sugería alguna idea,
esta no era, ni muchísimo menos, la de un orden racional
ni la de un designio moral. En cuanto se apartaba la vista de las
vidas elegantes de las clases acomodadas, la sociedad se
presentaba a sí misma como una lucha brutal por la
existencia en su forma más ruin. Lo único que se
veía fuera de los salones de Londres o de las agradables y
ricas fincas de los condados era rapacidad, crueldad y
degradación, mezcladas con las más irracionales y
desconcertantes costumbres y tradiciones de épocas muy
remotas y de tiempos ya anacrónicos. Más bien que a
una máquina cuidadosamente construida y en la que cada
pieza contribuyera armoniosamente al conjunto, el cuerpo social
se parecía a una de las extrañas máquinas
de vapor de James Watts: negras, ruidosas, ineficaces,
peligrosas. ¡Cuán extraño, pues, resultaba
que el doctor Smith afirmase que veía orden, designio y
finalidad en todo aquello!
Supongamos, por ejemplo, que nuestro visitante hubiese
ido a ver las minas de Cornwall. Habría observado entonces
cómo los mineros bajaban por los negros pozos y, una vez
en el fondo, sacaban de sus cinturones una vela, y luego se
tumbaban a dormir hasta que la vela goteaba. Atacaban
después por espacio de dos o tres horas los filones de
carbón hasta que llegaba el tradicional descanso, el cual
duraba el tiempo que
empleaban en fumar una pipa. Invertíase medio día
completo en los descansos y otro medio en arrancar el mineral de
los filones.
Pero si nuestro visitante hubiese ido hacia el Norte y
se hubiese animado a bajar a los pozos de Durham o de
Northumberland, habría visto un espectáculo
completamente distinto. Allí trabajaban juntos hombres y
mujeres, desnudos hasta la cintura y reducidos, a veces, de pura
fatiga, a un estado de
bestias jadeantes. Las costumbres más selváticas y
brutales eran allí cosa corriente; cuando la apetencia
sexual se despertaba, era satisfecha en alguna galería
abandonada, se hacía trabajar hasta el abuso a niños
de siete a diez años, que no veían la luz del
día durante los meses invernales, y se les pagaba un
mísero jornal para que ayudasen a arrastrar las tinas de
carbón; mujeres grávidas tiraban, como caballos, de
los carros de carbón, e incluso daban a luz en las negras
y sucias cavernas.
Pero no era solamente en las minas donde la vida se
presentaba llena de feroz colorido tradicional. El viajero
observador habría visto también en la superficie de
la tierra
espectáculos que no sugerían mucho más que
los anteriores en orden, armonía y en designio. Cuadrillas
de pobres peones agrícolas merodeaban por todo el
país en busca de trabajo;
compañías de «antiguos
británicos» -que eran como se llamaban a sí
mismos- descendían de las tierras altas de Gales a las
tierras bajas en la época de la cosecha; a veces contaban
para toda la compañía con un caballo sin brida ni
silla; otras veces marchaban todos ellos a pie. No era raro que
sólo uno de ellos supiese hablar inglés,
y ese servía de intérprete entre la cuadrilla y los
terratenientes, de quienes solicitaban permiso para ayudar a los
trabajadores de la finca en la recolección. No hemos de
sorprendernos de que los jornales fuesen tan escasos como seis
peniques por día.
Por último, si nuestro visitante se hubiese
detenido en una ciudad manufacturera, habría presenciado
otras escenas no menos llamativas, pero que tampoco indicaban la
existencia de un orden a unos ojos no adiestrados en descubrirlo.
Quizá se hubiese maravillado a la vista de la
fábrica construida el año 1742 por los hermanos
Lombe. Era, para aquellos tiempos, un edificio colosal:
medía quinientos pies de largo y constaba de seis pisos,
en los cuales había máquinas que Daniel Defoe nos
asegura que tenían «26.586 ruedas con 97.746
movimientos, que producían 73.726 yardas de hilo de seda
en cada vuelta hidráulica, que giraba tres veces por
minuto». No eran menos dignos de observarse los
niños que cuidaban de las máquinas de manera
permanente, en jornadas de doce o catorce horas; cocían
sus comidas encima de las negras y sucias calderas y se
alojaban en barracas donde, según frase común, las
camas siempre estaban calientes.
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