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El mundo maravilloso de Adam Smith




Enviado por Edgar Isaác



Partes: 1, 2

    1. Desarrollo

    DESARROLLO

    Quien en el año 1760 hubiese viajado por Inglaterra
    habría oído
    hablar, con toda probabilidad, de
    cierto doctor Smith, de la Universidad de
    Glasgow. Si no famoso, el doctor Smith era, desde luego, hombre muy
    conocido. Voltaire
    había oído hablar de él; David Hume era
    íntimo amigo suyo; ciertos estudiosos habían venido
    desde la propia Rusia para
    escuchar sus lecciones, dificultosas, pero
    entusiastas.

    Del doctor Smith se sabía que, además de
    sus dotes de profesor,
    poseía una personalidad
    nada corriente. De todos eran conocidas sus distracciones y
    ensimismamientos; en cierta ocasión, paseando con un
    amigo, iba tan absorto en la discusión que
    sostenían, que cayó en un pozo de una
    tenería; cuéntase también que otra vez se
    preparó por sí mismo una espléndida bebida
    de pan y mantequilla, asegurando luego que jamás
    había bebido una taza de té tan malo. Pero sus
    rarezas, que eran muchas, no perjudicaron en nada a su capacidad
    intelectual. El doctor Smith puede figurar entre los más
    grandes filósofos de su época.

    En Glasgow, el doctor Smith dio lecciones sobre problemas de
    filosofía moral,
    asignatura que entonces abarcaba un campo mucho más
    extenso que hoy. En la filosofía moral estaban incluidas
    la teología natural, la ética, la
    jurisprudencia
    y la economía
    política. Comprendía, pues, desde los
    más sublimes impulsos del hombre hacia el orden y la
    armonía, hasta sus actividades, algo menos ordenadas y
    armoniosas, en la más áspera tarea de ganarse la
    subsistencia.

    La teología natural – es decir, la
    búsqueda de un designio en la confusión del cosmos-
    ha sido objeto, desde los tiempos más remotos, del impulso
    racionalizador del hombre; nuestro hipotético viajero se
    habría sentido muy a sus anchas oyendo explicar al doctor
    Smith las leyes naturales
    que se ocultan debajo del aparente caos del universo. Pero
    quizá le habría parecido al viajero que el doctor
    Smith estiraba, en verdad, la filosofía más
    allá de sus límites
    convenientes cuando llegaba a la otra extremidad del espectro; es
    decir, a la búsqueda de un gran sistema
    arquitectónico por debajo de la barahúnda de la
    vida cotidiana.

    Porque si el escenario social de la Inglaterra de la
    última parte del siglo XVIII sugería alguna idea,
    esta no era, ni muchísimo menos, la de un orden racional
    ni la de un designio moral. En cuanto se apartaba la vista de las
    vidas elegantes de las clases acomodadas, la sociedad se
    presentaba a sí misma como una lucha brutal por la
    existencia en su forma más ruin. Lo único que se
    veía fuera de los salones de Londres o de las agradables y
    ricas fincas de los condados era rapacidad, crueldad y
    degradación, mezcladas con las más irracionales y
    desconcertantes costumbres y tradiciones de épocas muy
    remotas y de tiempos ya anacrónicos. Más bien que a
    una máquina cuidadosamente construida y en la que cada
    pieza contribuyera armoniosamente al conjunto, el cuerpo social
    se parecía a una de las extrañas máquinas
    de vapor de James Watts: negras, ruidosas, ineficaces,
    peligrosas. ¡Cuán extraño, pues, resultaba
    que el doctor Smith afirmase que veía orden, designio y
    finalidad en todo aquello!

    Supongamos, por ejemplo, que nuestro visitante hubiese
    ido a ver las minas de Cornwall. Habría observado entonces
    cómo los mineros bajaban por los negros pozos y, una vez
    en el fondo, sacaban de sus cinturones una vela, y luego se
    tumbaban a dormir hasta que la vela goteaba. Atacaban
    después por espacio de dos o tres horas los filones de
    carbón hasta que llegaba el tradicional descanso, el cual
    duraba el tiempo que
    empleaban en fumar una pipa. Invertíase medio día
    completo en los descansos y otro medio en arrancar el mineral de
    los filones.

    Pero si nuestro visitante hubiese ido hacia el Norte y
    se hubiese animado a bajar a los pozos de Durham o de
    Northumberland, habría visto un espectáculo
    completamente distinto. Allí trabajaban juntos hombres y
    mujeres, desnudos hasta la cintura y reducidos, a veces, de pura
    fatiga, a un estado de
    bestias jadeantes. Las costumbres más selváticas y
    brutales eran allí cosa corriente; cuando la apetencia
    sexual se despertaba, era satisfecha en alguna galería
    abandonada, se hacía trabajar hasta el abuso a niños
    de siete a diez años, que no veían la luz del
    día durante los meses invernales, y se les pagaba un
    mísero jornal para que ayudasen a arrastrar las tinas de
    carbón; mujeres grávidas tiraban, como caballos, de
    los carros de carbón, e incluso daban a luz en las negras
    y sucias cavernas.

    Pero no era solamente en las minas donde la vida se
    presentaba llena de feroz colorido tradicional. El viajero
    observador habría visto también en la superficie de
    la tierra
    espectáculos que no sugerían mucho más que
    los anteriores en orden, armonía y en designio. Cuadrillas
    de pobres peones agrícolas merodeaban por todo el
    país en busca de trabajo;
    compañías de «antiguos
    británicos» -que eran como se llamaban a sí
    mismos- descendían de las tierras altas de Gales a las
    tierras bajas en la época de la cosecha; a veces contaban
    para toda la compañía con un caballo sin brida ni
    silla; otras veces marchaban todos ellos a pie. No era raro que
    sólo uno de ellos supiese hablar inglés,
    y ese servía de intérprete entre la cuadrilla y los
    terratenientes, de quienes solicitaban permiso para ayudar a los
    trabajadores de la finca en la recolección. No hemos de
    sorprendernos de que los jornales fuesen tan escasos como seis
    peniques por día.

    Por último, si nuestro visitante se hubiese
    detenido en una ciudad manufacturera, habría presenciado
    otras escenas no menos llamativas, pero que tampoco indicaban la
    existencia de un orden a unos ojos no adiestrados en descubrirlo.
    Quizá se hubiese maravillado a la vista de la
    fábrica construida el año 1742 por los hermanos
    Lombe. Era, para aquellos tiempos, un edificio colosal:
    medía quinientos pies de largo y constaba de seis pisos,
    en los cuales había máquinas que Daniel Defoe nos
    asegura que tenían «26.586 ruedas con 97.746
    movimientos, que producían 73.726 yardas de hilo de seda
    en cada vuelta hidráulica, que giraba tres veces por
    minuto». No eran menos dignos de observarse los
    niños que cuidaban de las máquinas de manera
    permanente, en jornadas de doce o catorce horas; cocían
    sus comidas encima de las negras y sucias calderas y se
    alojaban en barracas donde, según frase común, las
    camas siempre estaban calientes.

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