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Tristezas de Zapotitlán – Violencia e inseguridad en el mundo de la subalternidad (página 2)




Enviado por Carlos M. Vilas



Partes: 1, 2

La legitimidad es un ingrediente tan sustantivo del
Estado como la
ocupación o control
físico del territorio por determinadas instituciones.
El poder
institucional del Estado se convierte en autoridad
cuando es reconocido como legítimo; tal reconocimiento
implica un juicio de valor a partir
de premisas derivadas de la
vida cotidiana, mucho más que de las grandes narrativas de
la legalidad
formal.

En todo caso, la legalidad formal es puesta a prueba por
la configuración efectiva de la existencia diaria. La
legitimidad formal del ejército, la policía, la
agencia recaudadora de impuestos, los
tribunales, puede y suele desvirtuarse por los abusos de
autoridad, la connivencia con el delito, la
negligencia, el recurso a marcos axiológicos conflictivos,
etcétera, predominantes en los escenarios locales. Es
sugestivo, en este sentido, que los hechos que motivan los
linchamientos se refieran todos a cuestiones cotidianas en las
que se hace patente la ausencia de penetración estatal
–es decir, la ineficacia de las instituciones
públicas—o su falta de legitimidad desde la
perspectiva de determinados grupos de
población. En el fondo, estos conflictos
llaman la atención sobre la complejidad de los
procesos de
formación estatal efectiva y legítima en sociedades
multiculturales, así como la impunidad que
caracteriza, en determinados escenarios sociales, al desempeño local de buena parte de los
poderes públicos.

El linchamiento se presenta enmarcado por escenarios de
cambios macrosociales y macropolíticos profundos que
impactan severamente en los microcosmos locales alterando los
modos de inserción de la gente en sus relaciones
recíprocas, así como con la naturaleza y
el poder. La amplia reestructuración socioeconómica
e institucional de México en
las décadas de 1980 y 1990 introdujo modificaciones de
grandes proyecciones en la vida cotidiana de la gente,
cuestionó certidumbres y alteró rutinas. El avance
del mercado
deterioró buena parte de las estructuras y
relaciones de tipo comunitario; el narcotráfico impulsó cambios en el
uso del suelo y
acarreó mayor presencia local del ejército; los
compromisos financieros asumidos por el estado
federal afectaron los alcances y la calidad de la
cobertura de un amplio arco de servicios
sociales y de subsidios.

Situaciones similares se registraron en otros momentos
equivalentes de la historia de México,
aunque el signo o la orientación de esos cambios hayan
sido diferentes –por ejemplo, en el marco de la reforma
agraria y el impulso a la "educación socialista"
en la década de 1930, y posteriormente con el trasfondo de
las grandes movilizaciones estudiantiles en 1968. Lo persistente
es el tremendo cimbronazo provocado por las políticas
del estado y las transformaciones a nivel macro social o
macroeconómico en la vida cotidiana de grandes grupos de
población, sobre todo de población que ya era
vulnerable antes de esas transformaciones. En sentido similar
puede mencionarse el gran número de linchamientos que se
registra en Guatemala con
posterioridad al reciente conflicto
revolucionario, la aparición del fenómeno en
Argentina en una década de acelerada reconversión
social y económica en clave neoliberal, o la
generalización de linchamientos raciales en Estados Unidos
después de la guerra
civil.

El clima de inseguridad
generalizada y la convicción respecto de la inoperancia o
la complicidad de las instituciones públicas, definen el
trasfondo social de los linchamientos. Este es un sentimiento
particularmente arraigado en algunos territorios con mayor
gravitación demográfica de pueblos
indígenas, sometidos con frecuencia a múltiples
formas de discriminación y violencia
institucional –situación que posiblemente refuerza la
asociación del recurso a la justicia por
mano propia con la vigencia de redes de identidades y
solidaridades comunitarias.

En estos casos el linchamiento explicita el conflicto de
diferentes órdenes normativos y axiológicos y su
diferenciada recensión legal. Incluso cuando no existe
evidencia de venalidad o complicidad de las instituciones
estatales en la generación del sentimiento de injusticia o
inseguridad, el conflicto deriva de ese choque de sistemas
normativos y de la jerarquía de valores
implícita en ellos. Independientemente de las
manipulaciones a las que puede ser sometido, el despliegue formal
de garantías procesales, típico del derecho penal
moderno, puede ser vivido como un sistema injusto
cuando permite la libertad
(condicional, bajo fianza o bajo prueba) de quien ha causado un
daño, o
cuando similar tratamiento es negado a los miembros del propio
grupo. En las
ciudades el linchamiento da testimonio del hartazgo de la gente
con las condiciones de inseguridad, violencia, impunidad,
venalidad y corrupción
policial y gubernativa típicas de muchas grandes urbes
latinoamericanas.

Los actos de linchamiento despliegan una brutalidad
similar a la que se denuncia en las autoridades o en la conducta de la
víctima del linchamiento. Son pocos los casos en los que
se emplean armas de fuego, y
en ellos, éstas fueron complementadas por golpizas
brutales o por lapidaciones. El empleo del
propio cuerpo para ejecutar el linchamiento (golpes), o el
recurso a instrumentos elementales que pueden ser considerados
proyección del cuerpo en cuanto su eficacia
sancionadora depende de la destreza personal o la
fuerza
física de
quien los emplea (palos, machetes, piedras…) contribuye a
la imagen de
ensañamiento y brutalidad característica del
linchamiento. Se prestan asimismo para aumentar el carácter ejemplarizador que los linchadores
adjudican a su acción,
y para abonar la convicción, en quienes lo ejecutan, que
nadie en particular es responsable de la muerte: la
responsabilidad es "del pueblo", "de la gente" o
algún otro sujeto colectivo.

Aunque los linchamientos son respuestas a actos
delictivos real o presuntamente cometidos por las
víctimas, el detonante inmediato suele estar mezclado con
ingredientes provenientes de otros antagonismos: conflictos entre
familias, grupos étnicos o comunidades, e incluso
conflictos políticos. Normalmente es difícil
separar el linchamiento detonado por un hecho dado de tipo
delictivo, de la historia de tensiones, recelos y desconfianzas
que son frecuentes en la vida cotidiana en estos ambientes de
vulnerabilidad, privaciones, miedos. En este sentido los
linchamientos tienen mucho de explosión de ira, lo cual
contribuye al carácter brutal e incluso desproporcionado
de la violencia que ejercen contra sus
víctimas.

Los escenarios predominantes de los linchamientos son de
pobreza,
opresión, subalternidad: el mundo de los de abajo
–según el título de la recordada novela de Mariano
Azuela. El linchamiento se presenta, fundamentalmente, como
violencia de pobres contra pobres, unos y otros compartiendo la
misma falta de justicia institucional. Ilustra, por lo tanto,
respecto de los sesgos étnico-culturales y de clase que
discriminan en el acceso a las instituciones públicas,
incluso en cuestiones básicas como la vida, la libertad,
la dignidad o el
patrimonio de
las personas –los valores a partir de cuya defensa se
legitima la institución del estado desde la perspectiva de
la teoría
política
liberal.

2. Los linchamientos de
Zapotitlán

EL ESCENARIO

El Municipio Zapotitlán Tablas se ubica en la
región de La Montaña, posiblemente la más
empobrecida del estado de Guerrero, y una de las de mayor
población indígena de ese estado. En una geografía quebrada,
con caminos de tierra que
unen con dificultad un rosario de pequeñas comunidades,
campesinos pobres de las etnias mixteca, tlapaneca y
náhuatl crían cabras, siembran en ínfimas
parcelas maíz para
la subsistencia y, más recientemente, amapola; algunos
también se dedican al comercio en
escala
minúscula. La mayoría de los pobladores son
monolingües, o hablan y entienden el castellano con
mucha dificultad. El analfabetismo
es muy alto, el acceso a servicios de salud y a escuelas
extremadamente precario.

La Montaña es región de mucha violencia e
inseguridad para sus pobladores. Desde hace años
narcotraficantes, posiblemente con la tolerancia de
algunas autoridades, han estado obligando a los campesinos a
cultivar amapola. Aunque la cotización de ésta en
el mercado ilegal de la droga es mucho
más alta que la del maíz y otros productos de
consumo, la
diferencia de precio no
beneficia a los cultivadores, mientras que el desplazamiento de
los cultivos tradicionales deteriora su muy precario nivel de
vida. La violencia enseñorea, en efecto, en La
Montaña: enfrentamientos de campesinos entre sí por
cuestiones de tierras; ejecuciones a cargo de grupos armados
vistiendo uniformes policiales o del ejército; emboscadas
a comerciantes y agricultores, o a patrullas policiales.
Además de la presencia del narcotráfico, la
existencia de bandas de asaltantes de caminos agrega inseguridad:
robos, violación de mujeres, asesinatos. En el mes
anterior a los hechos de Zapotitlán Tablas las autoridades
locales registraron no menos de 30 asaltos. La presencia
esporádica de patrullas policiales aumenta la inseguridad
y genera más temor, ya que con frecuencia incurren en el
mismo comportamiento
que los delincuentes.

En días previos a los hechos habían
recrudecido las quejas al gobierno del
estado por la inseguridad reinante en la zona, y por el
incumplimiento de las promesas de las autoridades de llegar al
lugar a escuchar a los pobladores. La gente también se
queja de la impunidad de que aparentemente gozan los
delincuentes: cuando la policía los atrapa, quedan libres
rápidamente pagando fianzas irrisorias. Es fuerte la
creencia de que existe una complicidad básica entre
autoridades, abogados y malhechores. El sentimiento de
inseguridad cohabita con el de la rabia; la gente se siente
burlada por las autoridades. Pocos días después de
los hechos de Zapotitlán el alcalde de Acatepec –una
de cuyas familiares fue violada por miembros del grupo al que
habrían pertenecido los primeros tres linchados–
reconoció que "la gente anda armada para defenderse". En
todo caso, las quejas no eran solo verbales, y es posible
advertir en los últimos años una frecuencia
creciente de emboscadas y otras acciones
armadas contra presuntos delincuentes, e incluso contra patrullas
policiales, que las autoridades prefieren adjudicar a grupos de
narcotraficantes.

LOS HECHOS

La mañana del 18 de diciembre de 1993 el
pequeño comerciante Cornelio Jerónimo Dircio, del
poblado de Ayotoxtla, fue asaltado por tres hombres a quienes
posteriormente identificó como los hermanos Martín
y Eliseo Aguilar Avilés y su primo Angel Aguilar
Vázquez. El asalto tuvo lugar en El Columpio, un paraje
por el cual los lugareños pasan sólo por necesidad:
atravesado por un camino en estado calamitoso –poco
más que una senda de montaña– en una selva
relativamente espesa, es uno de los lugares favoritos de los
asaltantes. Cornelio viajaba de regreso a Ayotoxtla en una
camioneta que transportaba bebidas gaseosas para ser vendidas en
la aldea. Fue despojado del dinero de unas
ventas que
había efectuado en la cabecera municipal, así como
de documentos y de
las bocinas de un aparato de sonido que
acababa de comprar. Los tres asaltantes eran originarios de
comunidades de Zapotitlán. Versiones de los pobladores
indican que los tres formaban parte de una gavilla de unos 40
hombres que desde tiempo
atrás cometía asaltos y violaciones en la zona.
Según las mismas versiones los tres delincuentes
habían asaltado previamente un autobús de
pasajeros, del que obligaron a descender a cuatro mujeres, a
quienes violaron.

Al llegar a Ayotoxtla Cornelio reunió a una
veintena de personas con palos y piedras –entre quienes se
encontraban sus hijos Paulino y Germán, el cacique local
Eugenio Rosendo Bolaños y los comisarios de Ayotoxtla y
Escalerillas Lagunas (un poblado vecino). Paulino y Germán
habían sido asaltados y golpeados días antes,
culpando de este hecho a los hermanos Martín y Eliseo
Aguilar Valdés y a su primo Angel Aguilar Vázquez.
Sin mucha dificultad localizaron a los presuntos atracadores;
éstos trataron de resistir apelando a sus armas, pero al
verse superados en número se entregaron a los
perseguidores. De acuerdo a algunas versiones, Cornelio y sus
hijos tomaron las armas que Martín y Angel habían
tirado al suelo, y dispararon contra ellos dándoles
muerte. En
otras versiones no queda claro quién o quiénes
efectuaron los disparos.

El tercer asaltante, Eliseo Aguilar Avilés, de 17
años, fue golpeado contra el piso por los pobladores
mientras le exigían que revelara el escondite del
botín. Aturdido por los golpes y muy asustado, Eliseo fue
incapaz de ubicar el lugar. La gente comenzó a gritar que
lo iban a colgar. El síndico municipal de
Zapotitlán, y el secretario del ayuntamiento, que para
entonces ya habían llegado al lugar, trataron
infructuosamente de impedirlo. Eliseo fue colgado de un eucalipto
en el mismo paraje donde el atraco que detonó estos hechos
había tenido lugar. Izado y bajado varias veces para que
confesara, finalmente murió ahorcado. Según un
testigo, no todos los pobladores estuvieron de acuerdo con esta
muerte, posiblemente por la juventud del
muchacho. Según otros no hubo intención de matarlo,
sino de asustarlo para que revelara el escondite del
botín.

En contra de la voluntad de la población el
síndico de Zapotitlán ordenó la entrega de
los cuerpos a los familiares de las víctimas, y
destacó a algunos policías locales para que
cuidaran los restos hasta que los parientes se hicieran cargo
–según otras versiones, el síndico
ordenó que los cuerpos fueran trasladados a la cabecera
municipal a los efectos de realizar las necropsias, orden que, si
efectivamente existió, no fue cumplida. A las 18:30 del
mismo sábado Melesio Aguilar Guzmán (padre de
Martín y Eliseo y tío de Angel), su hijo Juvenal, y
su sobrino Romualdo Aguilar Vázquez., hermano de Angel,
llegaron al paraje a hacerse cargo de los cuerpos y preparar su
traslado a su comunidad. Poco
después gente proveniente del poblado de Acatepec,
encabezada por el caudillo Eugenio Rosendo Bolaños de
Ayotoxtla, arribó en dos autobuses, con intenciones de
verter combustible sobre los cuerpos y prenderles fuego.
Según un declarante Bolaños habría ordenado
atacar a los familiares –aunque otros testigos dan a
entender que la decisión no salió de nadie en
particular. Para entonces la multitud sumaba entre 300 y 500
personas de las tres aldeas, muchas de ellas armadas de palos y
piedras, y posiblemente también de algún arma de
fuego. Los tres parientes fueron aprisionados, desnudados y
golpeados. Finalmente los tres fueron colgados a eso de las diez
de la noche, ante la mirada de la muchedumbre, en la misma
arboleda donde habían ahorcado a Eliseo Aguilar.
Según un testigo la muerte de los tres se decidió
"por el hecho de ser sus familiares"; según otro, porque
"era su deber eliminarlos", por ser familia de los
asaltantes.

Alrededor de las seis de la mañana del domingo 19
algunos de los que participaron o presenciaron los linchamientos
del sábado fueron a la casa de Esteban Nemesio Rosendo,
quien había estado el día anterior en El Columpio
durante las ejecuciones de los tres familiares. Lo sacaron de la
casa y lo golpearon, acusándolo de pertenecer a la
pandilla de asaltantes. Esteban lo negó; alegó ser
policía municipal y que había estado cuidando los
tres cuerpos por orden superior. De todos modos también se
lo llevaron a El Columpio, donde fue ahorcado junto a los otros
colgados.

DESPUÉS DE LOS HECHOS

Cornelio Jerónimo Dircio y los comisarios
titulares y suplentes de las aldeas de Ayotoxtla y Escalerilla
Laguna fueron detenidos "por haber incitado y participado
directamente en el delito de homicidio" en
agravio de los siete ejecutados. Posteriormente el director de la
Policía Judicial del Estado comunicó la
detención del comandante de la policía suburbana,
quien fue señalado como instigador del linchamiento de los
presuntos asaltantes y sus familiares. Todos los detenidos
pertenecen a la etnia
tlapaneca. El cacique Eugenio Bolaños se mantenía
prófugo.

El lunes 21, cuando se efectuaban preparativos para el
entierro de las siete víctimas, un funcionario de un
organismo no gubernamental de defensa de los derechos humanos
manifestó que "existe temor de que los familiares de los
muertos pudieran tomar represalias contra los participantes" en
los linchamientos, pero la cosa no pasó a
mayores.

A pesar de que ninguno de los seis detenidos habla
fluidamente el castellano ni tiene buena comprensión del
mismo, en el interrogatorio no fueron asistidos por
intérprete. Los comisarios alegaron que no habían
visto cómo empezaron los hechos ya que se encontraban en
sus oficinas. Todos se declararon inocentes: "Nosotros no hicimos
nada, los culpables son los pueblos". Según Cornelio "los
pueblos… hicieron bien de atacar (sic) a los asaltantes,
pero nosotros ahora estamos aquí encerrados". Según
un campesino que
declaró como testigo, la responsabilidad es de "la gente
que se juntó".

Días más tarde 200 personas de Ayotoxtla y
de Escalerilla Laguna mantenían un plantón frente a
las oficinas judiciales del municipio de Zapotitlán
Tablas, exigiendo la libertad de los detenidos; el plantón
se mantuvo durante casi seis meses. Otros pobladores llevaron a
cabo cortes de caminos para presionar por la libertad de los
detenidos en marzo y abril 1994, incluyendo el bloqueo de
carreteras por gente de diez comunidades y cinco organizaciones
sociales (la principal de ellas, la Unión Obrera y
Campesina Emiliano Zapata,
UOCEZ). A principios del
mes de mayo de 1994 cinco de los detenidos obtuvieron la
libertad, tras una negociación a cambio del
levantamiento del plantón y el fin de la huelga de
hambre que dos aldeanos venían manteniendo desde quince
días antes en la ciudad Chilpancingo, capital del
estado (uno de ellos: Germán Jerónimo Silva, hijo
de Cornelio Jerónimo). Finalmente el 4 de junio de 1994
también Cornelio fue liberado.

Según la subprocuradora de Justicia del estado,
el segundo hecho –es decir, la matanza de los familiares de
los tres asaltantes de El Columpio– podría haberse
perpetrado "por cuestiones de narcotráfico o
políticas", y "fue sólo el pretexto para dirimir
viejas diferencias de tipo personal" que enfrentaban a ambos
grupos. En cambio un integrante de la Comisión Regional de
Derechos Humanos
de la Montaña declaró que todos los detenidos
debían quedar libres: "no fueron ellos los que mataron a
los supuestos asaltantes, sino el pueblo enardecido por los
constantes robos y violaciones de sus mujeres".

La afiliación de varias de las víctimas
del segundo hecho a Antorcha Campesina –una organización ligada al entonces gobernante
Partido Revolucionario Institucional (PRI) que con frecuencia
actúa como grupo de choque contra movilizaciones o
demandas de grupos de oposición o independientes–, y el
involucramiento de la Unión Obrera y Campesina Emiliano
Zapata en las acciones por la libertad de los detenidos,
contribuyó a cierta politización de los
linchamientos y sus secuelas. Según Antorcha Campesina,
todo lo ocurrido fue instigado por el cacique Bolaños en
ejecución de una venganza o en cumplimiento de amenazas
previas. Fue imposible comprobar estas denuncias.

PROYECCIONES Y SECUELAS

Los hechos de Zapotitlán destacaron ante la
opinión pública nacional la situación de
violencia persistente en la Montaña y, en general, en el
estado de Guerrero. El gobierno del estado aumentó la
presencia policial y del ejército en la Montaña.
Patrullas militares comenzaron a recorrer la zona, al tiempo que
creció el número de denuncias de violación
de derechos humanos. El 20 de diciembre de 1994 en
Xicotlán, municipio de Chilapa, tuvo lugar un
enfrentamiento entre campesinos y judiciales del estado. Un
campesino resultó muerto y otro herido, dos
policías desaparecieron y el cadáver de uno de
ellos apareció cuatro días después. El
gobernador Rubén Figueroa adjudicó el hecho a un
enfrentamiento de policías y narcotraficantes, pero el 21
de diciembre los comisarios de dos poblados de la zona,
acompañados de unos 200 indígenas, se presentaron
en la agencia del ministerio público en Chilapa para
denunciar las arbitrariedades que desde hacía un mes
estaban cometiendo los policías. Muchos de los
denunciantes acusaron golpizas, robo de animales, de
dinero y de otras pertenencias. El jefe policial declaró
que los pobladores de Alcozacán, una comunidad de unos 500
habitantes indígenas en su mayoría, escucharon un
llamado en náhuatl para que todos los vecinos que tuvieran
armas de fuego se presentaran a un lugar determinado para atacar
a los agentes de la policía judicial. El 26 de diciembre
fue emboscada otra patrulla policial.

La historia posterior es conocida. La frecuencia de
hechos de violencia se incrementó, o bien los medios de
cobertura nacional y las organizaciones de derechos humanos se
hicieron eco creciente de las demandas de los pobladores locales.
La guerrilla del Ejército Zapatista de Liberación
Nacional (EZLN) en Chiapas
reinstaló, en enero 1994, el debate sobre
la lucha armada para el logro de demandas políticas y
sociales contra el gobierno. Las organizaciones campesinas y
sociales independientes o de oposición al gobierno
incrementaron su actividad en Guerrero. Aumentaron las acciones
armadas contra patrullas policiales y militares; la presencia
zapatista en el sur del país permitió al gobierno
de Guerrero cambiar de argumento: los enfrentamientos ya no eran
con narcotraficantes sino contra guerrilleros. En este clima de
confrontación creciente, el 28 de junio de 1995, en el
vado de Aguas Blancas, unos 200 policías del estado
emboscaron a un grupo de campesinos pertenecientes a la
Organización Campesina de la Sierra Sur (OCSS) que se
dirigían a participar de un acto, mataron a 17 e hirieron
a 24. Un año después, en medio del acto
recordatorio del primer aniversario de la matanza de Aguas
Blancas, hizo su aparición un nuevo grupo guerrillero: el
Ejército Popular Revolucionario (EPR), ante la aparente
sorpresa de los circunstantes y de la dirigencia del Partido de
la Revolución Democrática (PRD) que
presidía el acto. La comprobación de la
responsabilidad de las autoridades políticas de Guerrero
en la masacre de Aguas Blancas forzó la salida del
gobernador Figueroa y de sus principales
colaboradores.

3. Análisis

Lo mismo que en otros casos similares, los linchamientos
de Zapotitlán conjugan una pluralidad de elementos locales
y externos. El microcosmos local procesa, acumula y condensa
tensiones y contradicciones derivadas de procesos más
amplios que se entrelazan con los conflictos emergentes de la
propia dinámica local. El hecho detonante (el
asalto) puso en movimiento en
torno a él
un arco amplio de conflictos que, de manera abierta o soterrada,
capturaban desde tiempo atrás a la comunidad de
Ayotoxtla.

En primer lugar, conflictos entre redes de parentesco.
Todas las víctimas del linchamiento son miembros de una
misma familia (Aguilar), mientras que son miembros de otra
familia (Dircio) quienes encabezan el linchamiento. La presencia
de uno de éstos entre las víctimas del asalto que
da pie al linchamiento parece haber activado viejas y permanentes
rencillas que, hasta el momento, habían asumido
expresiones menores –chismes, cuestionamiento verbal de la
hombría de algún miembro de la otra red familiar, comentarios
desdorosos acerca de la supuesta reacción de las mujeres
violadas, y similares. A estos conflictos se agregan elementos
provenientes de la presencia local de procesos de mayor alcance.
Los Aguilar eran integrantes de Antorcha Campesina, una
organización auspiciada por el PRI, con un registro largo de
agresiones a campesinos y organizaciones opositoras al entonces
partido gobernante; canaliza las demandas de su membresía
(acceso a tierra y otros recursos
productivos, subsidios, condiciones de comercialización…) y al mismo tiempo ha
sido acusada de actuar como grupo de choque contra organizaciones
opositoras al gobierno. En estas tropelías, Antorcha
Campesina cuenta usualmente con la abierta tolerancia de las
autoridades gubernamentales. Al contrario, los Dircio son
miembros de la Unión de Obreros y Campesinos Emiliano
Zapata (UOCEZ), próxima al opositor PRD e incluso de
denominaciones de izquierda más radical. En el estado de
Guerrero ambas organizaciones convocan a los mismos sectores
sociales: agricultores pobres. La identidad
sociológica es fracturada por la diferenciación de
las identidades políticas y, posiblemente, también
étnicas. En el caso que nos ocupa todos los participantes
en los linchamientos pertenecen a la etnia tlapaneca, no
así sus víctimas.

El éxito
de los Dircio en convocar a varios centenares de pobladores,
así como la intervención del caudillo
político del lugar, sugieren la marginalidad
local de los Aguilar, a la cual concurren su
diferenciación política tanto como su alegado
involucramiento en los ataques a pobladores de la misma comarca.
Por su vinculación con las redes de poder local (como lo
demuestran, por ejemplo, su capacidad para movilizar en su apoyo
a los comisarios del lugar, además del ya citado caudillo)
y su aparente diferenciación económica (la
mercadería que le robaron a Cornelio Dircio denota que
además de agricultor es un pequeño comerciante con
cierta dotación de capital de inversión) sugieren que la familia
Dircio gozaba de una posición comparativamente mejor a la
de muchos en Ayotoxtla y, consiguientemente, de cierto prestigio.
La participación del caudillo Bolaños (reclutamiento
y transporte de
gente de otros poblados) refuerza la hipótesis de que los linchamientos
iniciales crearon una oportunidad para el procesamiento
similarmente violento de otro tipo de conflictos, más
directamente articulados a la dinámica política
guerrerense o incluso nacional.

Este conjunto de factores económicos, sociales y
políticos ilustran sobre la penetración de procesos
de diferenciación en comunidades que, desde afuera, pueden
ser percibidas como fundamentalmente homogéneas. Estos
procesos siempre son tremendamente conflictivos en la medida en
que alteran los tiempos y los ritmos de la vida local, y la
matriz de
relaciones sociales. Surgen nuevas desigualdades frente a las
cuales los mecanismos compensatorios tradicionales pierden
eficacia. La reacción inmediata en estos escenarios
socioculturales, tiende a ser la personalización de las
culpas, vale decir la imputación de responsabilidad de los
efectos de esos cambios a alguien en particular. Los procesos
macrosociales y políticos de alcance nacional de los que
las transformaciones que se experimentan en la comunidad local
constituyen algo así como el último capilar, se
viven localmente corporizados en sujetos particulares. Una
determinada negociación financiera internacional puede
significar que el precio que el acopiador local paga a los
campesinos sea más bajo, afectando las condiciones de
existencia de los productores y, entre muchas otras cosas, su
capacidad para contribuir a las erogaciones demandadas por las
fiestas patronales y otras expresiones de la vida comunal.
Consiguientemente, su identificación con el grupo tiende a
relajarse y su prestigio local se deteriora. O bien algún
miembro de la comunidad logra extraer ventaja del impacto de esos
mismos cambios y emprende un proceso de
diferenciación. El enriquecimiento sin causa
legítima, aunque sea comparativamente pequeño,
suele tener el mismo efecto que el empobrecimiento sin causa. Los
ejemplos podrían multiplicarse.

En ambientes signados por el empobrecimiento
generalizado y la inseguridad, pequeñas nuevas
desigualdades, cuando carecen de explicación, suelen
provocar efectos desproporcionados. A falta de argumentaciones
políticas, religiosas o de otra índole que vinculen
razonablemente los cambios locales con procesos mayores, la
culpabilización personalizada ofrece una
explicación plausible del perjuicio que unos sufren y,
sobre todo, de los beneficios reales o presuntos que otros gozan.
Las explicaciones mágicas, las imputaciones de
brujería, o el razonamiento por analogía,
constituyen sustitutos admisibles para la falta de explicaciones
de otro tipo. La causalidad simbólica ocupa el
vacío dejado por la ausencia de una causalidad
empírica.

4. Conclusión: La violencia como modo de
relación social

Los linchamientos de Zapotitlán muestran un caso
concreto en el
que la violencia funciona como modo de relación social o,
por lo menos, de mediación de las relaciones sociales.
Ello no significa que los aldeanos de la Montaña sean
más violentos que otros campesinos o comuneros
indígenas o que los mexicanos de las grandes ciudades. La
violencia radica ante todo en las condiciones estructurales en
las que se desenvuelve la vida cotidiana de estos hombres y
mujeres. Una vida dura, precaria, injusta, en la que la
brutalidad y los resentimientos son tanto más fuertes
cuanto menos hay para repartir, para compartir y para defender.
Son estas las circunstancias en las que las agresiones al
patrimonio, a la libertad o al honor tienen un efecto más
devastador. En tales escenarios la solidaridad se
circunscribe a un nosotros delimitado por el parentesco, la
etnicidad y la comunidad como síntesis
de aquél y ésta. Con facilidad viene a la mente la
descripción hobbesiana del hombre enemigo
del hombre, de la guerra de todos contra todos: una
situación donde el miedo y el peligro de muerte violenta
son permanentes, y la vida "solitaria, pobre, mezquina, brutal y
breve".

Pero el mismo proceso de cambio macrosocial contribuye a
la identificación de salidas de este microuniverso. Cuando
la explicitación de la articulación de lo local a
lo externo se hace evidente por la penetración de actores
externos que avalan o refuerzan las injusticias y sufrimientos,
las reacciones locales suelen empezar a superar la
dimensión personal y la búsqueda de remedios puede
llegar a tener proyecciones mayores. Las quejas ante las
autoridades estatales consiguen que la policía se haga
presente en el lugar; el narcotráfico atrae al
ejército; las organizaciones estaduales o nacionales que
son referente de las organizaciones locales toman
intervención en los hechos; etcétera.

En todos los casos la presencia física de
instituciones públicas ayuda a ampliar los horizontes de
la comunidad local, al mismo tiempo que contribuye a su mayor
diferenciación interna. En el caso particular de la
Montaña, la presencia policial y militar aportó a
los pobladores una dosis adicional de inseguridad y de
sufrimientos; el Estado hizo efectiva su penetración en la
zona, pero de manera ilegítima. La búsqueda de
soluciones se
encaminó, por lo tanto, por otros senderos –entre
ellos, la convocatoria de organizaciones
político-militares opositoras. Sobre todo, el
involucramiento de instituciones públicas en las mismas
tropelías que hasta entonces eran cometidas por individuos
concretos, creó condiciones para redireccionar la
culpabilización por esos hechos hacia las instituciones
respectivas y, por lo tanto, a su progresiva
despersonalización.

Los linchamientos de Zapotitlán no fueron la
causa de esta dinámica, pero sí los detonantes de
la presencia de instituciones estatales en el área; el
modo de desempeño de éstas explicitó ante
los pobladores su ilegitimidad y abrió las puertas para
una politización progresiva de los conflictos locales. Sin
embargo la violencia persiste como modo de relación
social, por más que con signo político y
manifestaciones diferentes.

El desarrollo
ulterior del proceso político nacional permitió, en
las elecciones de 1997 y en las más recientes de 2000,
modificar las relaciones de poder en el estado de Guerrero.
Medios de comunicación de alcance nacional dieron
cobertura a los atropellos cometidos contra la gente de la zona.
Sin embargo, es prematuro formular proposiciones sólidas
respecto de la eficacia de los procedimientos
electorales para desmontar las raíces estructurales de la
violencia. Sobre todo, queda por ver la capacidad de las
instituciones y los procedimientos de la democracia
para vencer las resistencias
de los arreglos locales de poder, escalar la Montaña y
llegar efectivamente hasta sus parajes más
recónditos.

 

Carlos M. Vilas

Instituto Argentino para el Desarrollo
Económico y Universidad de
Buenos Aires.
Agradezco a Rodolfo Stavenhagen, Francisco Zapata, Arturo
Alvarado, Juan José Ramírez,
Alejandra Araya, Fabián Sislian, así como a dos
lectores anónimos, sus comentarios y observaciones a una
versión anterior de este documento. Las limitaciones
subsistentes son, por supuesto, de mi exclusiva
responsabilidad.

Partes: 1, 2
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