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Tristezas de Zapotitlán – Violencia e inseguridad en el mundo de la subalternidad




Enviado por Carlos M. Vilas



Partes: 1, 2

    1. Linchamientos en el
      México de la modernidad
    2. Los
      linchamientos de Zapotitlán
    3. Análisis
    4. Conclusión:
      La violencia como modo de relación
      social

    No vale nada la vida,

    la vida no vale nada.

    Comienza siempre
    llorando

    y así llorando se
    acaba.

    Por eso es que en este
    mundo

    la vida no vale nada.

    Introducción

    Entre fines de la década de 1980 y fines de la
    siguiente, más de un centenar de linchamientos se
    registraron en varios estados de México,
    así como en la ciudad capital.
    Detonados por acciones
    delictivas imputadas a las víctimas (robos, violaciones,
    asesinatos, atentados contra aspectos de la vida comunitaria) y
    enmarcados por escenarios de empobrecimiento, inseguridad,
    abusos e impunidad
    policíaca o militar, la gran mayoría de los
    linchamientos muestran a pobres haciéndose justicia, o
    venganza, contra otros tan pobres como ellos mismos.

    Este artículo enfoca uno de esos casos de
    linchamiento: el que tuvo lugar en el municipio de
    Zapotitlán Tablas, estado de
    Guerrero, el 18 y 19 de diciembre de 1993. En sí mismos,
    los linchamientos de Zapotitlán no presentan rasgos de
    excepcionalidad. Sus motivaciones, sus modalidades de
    ejecución, quienes se desempeñaron como
    víctimas y como victimarios, el escenario en que se
    ejecutaron, son parecidos a los de muchos otros linchamientos en
    comunidades rurales. Su notoriedad se debió, posiblemente,
    a que tuvieron lugar en un momento particular de la vida del
    país, cuando México, aún presidido por
    Carlos Salinas de Gortari, se aprestaba a ingresar al Tratado de Libre
    Comercio de América
    del Norte.

    En ese tiempo Salinas
    y su gobierno eran
    celebrados en el ámbito financiero y por muchos
    académicos serios como ejemplos de
    modernización y civilidad. Bajo su mandato, se afirmaba,
    México abandonaba el atraso, ingresaba a la OCDE y se
    instalaba en el primer mundo. La foto de los linchados, en
    la primera plana de los diarios de circulación nacional,
    provocó reacciones de espanto. Los más inspirados
    recordaron a Calderón de la Barca y citaron Fuenteovejuna.
    Otros se horrorizaron ante lo que aparecía como la
    emergencia brutal de las fuerzas, que se creían eliminadas
    para siempre, del México bárbaro. Y, sin embargo,
    los linchamientos de Zapotitlán ni fueron los primeros, ni
    habrían de ser los últimos. En los siete
    años anteriores se habían registrado por lo menos
    una veintena de casos similares –detalle más,
    detalle menos— en diferentes estados del país; en
    los cinco años siguientes se registrarían
    más de ochenta. Unos y otros además de decenas de
    casos anuales de ejecuciones por cuerpos armados al servicio de
    terratenientes o de caciques locales, extralimitaciones
    policiales y militares, enfrentamientos entre familias, choques
    entre comunidades indígenas, conflictos
    religiosos, confrontaciones políticas.

    El fenómeno del linchamiento no es privativo del
    México contemporáneo; hecho semejantes ocurrieron
    en esta misma época en Guatemala y
    Brasil, y con
    menor frecuencia en Haití, Honduras y Ecuador.
    Tampoco es privativo de sociedades
    multiétnicas, o de escenarios rurales o de fuertes
    vínculos comunitarios; en la última década
    se registraron más de una docena de linchamientos en
    ciudades de Argentina. Sin embargo, cada escenario imprime al
    hecho un perfil particular y un significado específico.
    Sobre el telón de fondo del recurso a la violencia y al
    castigo por mano propia surge un amplio arco de elementos
    detonantes, motivaciones coadyuvantes, hechos circunstanciales,
    ingredientes de oportunidad, que convierten al linchamiento en la
    síntesis de una matriz
    compleja de tensiones y conflictos de mayores
    proyecciones.

    1. Linchamientos en el México de la
    modernidad

    En sociedades como la mexicana, donde las fronteras
    entre el Estado y la sociedad,
    entre lo público y lo privado, entre secularización
    y sacralización, son aún porosas, y donde las
    solidaridades del parentesco, el barrio, la comarca o la etnia compiten
    con las comunidades imaginadas del Estado, la clase y la
    nación,
    casi cada dimensión de la vida civil plantea como
    posibilidad real el procesamiento violento de las controversias.
    Los conflictos interindividuales adquieren rápidamente el
    carácter de enfrentamientos entre familias
    o entre comunidades.

    En escenarios de precariedad e inestabilidad
    económica la violencia es una forma normal de
    mediación de las relaciones sociales cotidianas. La
    sobrevivencia física y el prestigio
    social pueden depender de la capacidad de los individuos para
    desplegar una amenaza verosímil de violencia. La debilidad
    del monopolio
    estatal de la coacción física, la tolerancia del
    estado frente a despliegues de violencia privada, la
    extralimitación de las agencias estatales de
    prevención y coacción, la inseguridad del mundo de
    la pobreza,
    refuerzan la cultura
    tradicional de tenencia y uso de armas, y de
    resolución violenta de conflictos familiares, vecinales o
    de otra índole.

    Los linchamientos expresan con dramatismo la conflictiva
    coexistencia de diferentes órdenes axiológicos y
    normativos dentro de una misma sociedad; la existencia de
    profundas fracturas en su orbe cultural; la muy parcial eficacia de las
    instituciones
    públicas y su reducida legitimidad. En particular, llaman
    la atención sobre la presencia de una
    pluralidad de concepciones sociales respecto de la legalidad, del
    delito y de la
    asignación de responsabilidades –por lo tanto, de la
    causalidad social. Ilustran asimismo sobre el carácter
    desigual y contradictorio de los procesos
    convencionalmente denominados de modernización, que
    avanzan mucho más rápido en la implantación
    formal de las grandes instituciones y en procesos macrosociales
    que en la gestación de nuevos comportamientos y
    prácticas microsociales. Dan cuenta, por lo tanto, del
    carácter inacabado del proceso de
    construcción estatal, tanto en su
    dimensión cultural o ideológica, como en lo que
    toca a la eficacia y a la legitimidad de su penetración en
    la sociedad.

    Dada la solidez institucional del Estado mexicano en
    comparación con otros de América
    Latina en contextos multiétnicos y en
    geografías similarmente extensas y variadas, y el
    despliegue de las instituciones estatales en todo el territorio
    del país, la afirmación anterior puede parecer un
    sinsentido. Sin embargo la presencia física del Estado, en
    particular de sus instituciones de coacción y control de la
    población, cuando carece de legitimidad
    –vale decir, cuando entra en conflicto con
    las expectativas y las valoraciones de grupos
    determinados de población– genera efectos tan
    conflictivos como la ausencia de tales instituciones cuando la
    población siente que la necesita.

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