- Hay indiscretos
que……vaya - ¡Si
me das, te doy! - Retrospectiva a
una historia de luchas y un concepto - Referencias
1) Hay
indiscretos que……vaya
En la ciudad holandesa de Delft, explosión
aparte, la vida transcurría muy apaciblemente; tal vez
más allá de lo soportable. Es posible que por ello
uno de sus ciudadanos, cansado de vender botones y telas, harto
de la humedad, hastiado de lo
macroscópico-cotidiano-vulgar, o por lo que fuera, le dio
por pulir lentes y ver lo nadie veía ni vio
hasta…..
La tal afición la había adquirido cuando,
todo un mozalbete, auxiliaba en una lencería de
Ámsterdam, pero esa es otra historia. Antonj van
Leeuwenhoek, nuestro héroe, al que, dado lo
onomatopéyico de su patronímico dejaremos en
Anthony, ante la incapacidad de un video, TV, o algo
similar; tal vez por su carácter introvertido, se giró para
aquello, y ya mayorcito, tan aburrido como antes, pero
dueño de una tienda de ropa, entre la atención a su mercancía y los
bostezos, pulió y pulió lentes que colocó en
microscopios de su propia invención.
Con ellos observó de todo, desde agua de lluvia
pura y cristalina, pasando por la ya cuestionable de los canales
hasta espermatozoides. Realmente se aburría
Anthony.
Por los azares del muy jodedor destino el curioso
holandés coincidió en tiempo,
espacio e indiscreciones con el Dr. Rejnerio de Graaf, culto,
relacionado, multilingüe y mortal, muy mortal, aunque no
tanto que la Parca impidiera el diez necesario para conectar al
amigo, mediante el género
epistolar, con la ilustrísima Royal Society de Londres,
meca del conocimiento
–o cocimiento- de tan añejo entonces.
De esta forma, y gracias al excelente inglés
del galeno, nuestro indiscreto tendero, casi analfabeto para el
latinizado mundo científico del XVII -pero audaz como
sólo pueden ser algunos de su tipo- sacudió las
insignes pelucas británicas con cartas en las que
ilustraba sus versiones de algunos representantes del
recontramilenario universo
microscópico en el que nadie antes había aventurado
pupila y que se mostraban sólo gracias a aquellos inventos
semejantes a ratoneras, tan difíciles de manipular que,
por lo general, se requería de uno por preparación.
La primera carta fue toda
una bomba a la hora del té.
– ¿Y qué vio el muy indiscreto en la
memorable ocasión?
Según refieren los que la leyeron, pues las
trazas y el tiempo hicieron lo suyo con la original, se trataba
de un ojo de abeja, un piojo y, lo más interesante,
fragmentos de moho, que todavía no se sabía que
tendrían ese nombre.
A los insignes, estirados e incrédulos miembros
de la Royal Society se les sacudió algo más que el
peluquín. ¿Cómo un tendero holandés
podía ver más que los mejores 20-20 de tan excelsa
institución? Qué va, subuso,
pa´llá-pa´llá. Con las trifulcas
marítimas ya era bastante. La decisión fue
unánime: enviarían a su Guardián.
El impresionante cargo era ocupado esos días por
otro mirón, el Sr. Robert Hoocke quién, con apenas
20 años, luego de terminar cierto contenido, la
emprendió con el corcho, lo rebanó bien fino y
gracias al auxilio de un microscopio
acorde al gusto londinense, hizo sus observaciones –al
parecer, era la moda…
– ¿Sería de Oporto?
No se sabe, pese a la minuciosidad británica. No
obstante, Robert brilló con lo visto en el maltrecho
corcho, y fue tal la que armó que aún se comenta,
aunque pasados los años otros han jurado que sólo
vio lo que ya no estaba: la anticélula, la
excélula, o como queramos llamarle. Como sus
contemporáneos vieron mucho menos, pero no querían
reconocerlo, le dieron el cargo de Guardián, muy luchado
en esos días. Con tales mañas y aficiones era el
candidato idóneo para hacer puré de
quimbombó al holandés quien, no conforme con lo
hecho, seguía bajando el tamaño de sus
observaciones. Recientemente les había endilgado una carta
en la que se regodeaba con lo observado al raspar el único
diente de un beodo delftiano. El puñetero incluía
dibujos en los
que comparaba lo visto, cosas recontrapequeñísimas
–unos 200 años después alguien, que tampoco
sabía lo que eran, les llamó bacterias– con
granos de pimienta disueltos en agua lluvia. Ya la cosa estaba
bastante irritante para adicionar este nuevo
condimento.
Hoocke, corchólogo de respeto,
partió hacia la modesta ciudad. Haría leña
al holandés; la Royal Society no esperaba
menos.
– ¿Qué ocurrió en tan indiscreto
encuentro?
Nadie lo sabe, pero si alguien se convirtió en
leña o puré no fue Anthony. Luego de la visita, la
fama del holandés se extendió más que si
hubiera dispuesto de Internet. Tanta fue la
propaganda que
la propia reina inglesa le hizo una extensa visita. A fin de
cuentas ya se
habían desquitado por mar y tierra en el
dame que te doy y te machaco, un poco de benevolencia e interés
por lo que nadie veía podría contribuir a borrar
ciertos excesos; el Zar de Rusia, Pedro
"El Grande", hizo otro tanto, tal vez por aquello de
comparar.
Los sesudos británicos de escépticos
altivos pasaron a curiosos confidentes. Así, a la altanera
y helada misiva que respondiera por mera cortesía la
indiscreta del 26 de abril de 1673, se unió una copiosa
correspondencia que sólo la Pelona fue capaz de poner fin
cincuenta años después.
Medio siglo de correspondencia sobre cosas tan
pequeñas es algo digno del libro de
Records, garantizada por la extrema curiosidad de nuestro
héroe hacia todo lo no visible, de una parte, y
correspondida por la diversidad casi infinita que conforma esta
parte de nuestro planeta. Lo curioso es cómo en tanto
tiempo a ninguno de los involucrados se le ocurrió
preguntarse el por qué de la existencia de tantos
organismos microscópicos, "animalitos" como les llamaba su
descubridor, muchos con un tremendo movimiento.
Tal vez Ud. se haya hecho la errónea idea, por mi
culpa, de que en la parte inglesa sólo había
pelucas empolvadas y buena ración de petulancia a lo
Holmes. Debo aclarar, en aras de la exactitud, que bajo tan
falsas cabelleras hubo una gran dosis de neuronas. Además
del Guardián, corcho aparte, toda una personalidad
que brilló en diversos campos, se ocuparon del
holandés dos personalidades traqueteadas: Robert Boyle,
químico, físico, astrólogo, autor
intelectual de la Royal Society y Sir Isaac Newton,
este último en calidad de
presidente de la ilustrísima sociedad. Otro
detalle curioso, antes de que me lo pregunte, es el hecho de la
correspondencia en sí pues, tras las primeras cartas, el
gran amigo de Graaf fue reclamado en el más
allá
-¿Quién tradujo sus cartas?
¿Aprendería la lengua de
Shakespeare y
así se justifica lo de Anthony?
Nada de eso. Entre botones, telas, fabricación de
nuevas progenies y observaciones microscópicas, nunca tuvo
oportunidad de aprender este idioma, aunque dispuso de más
tiempo y mayor solvencia gracias unas monedas extras que tumbara
a la municipalidad desde su cargo de alguacil; por algo era una
de las atracciones turísticas de alto nivel y mayor
pegada.
A alguna peluca de bajo costo le
tocaría el encargo. Pero lo de las cartas es sólo
un misterio más, y digo así porque como
microbiólogo, que es lo que soy, nunca me ha quedado claro
cómo con el auxilio de una microlupa, que era lo utilizado
por el curioso de Delft, fue posible medir, detallar forma y
hablar de movimiento cuando de bacterias se trataba. Para darle
una idea sobre mi duda lo invito a, imaginariamente, dividir un
milímetro en mil partes iguales. Ahora midamos: las
mayorcitas ocupan tres de estas divisiones, otras con una les es
suficiente. Lo interesante es que vio y midió muy bien,
como avalan los archivos de la
famosa y vigente institución británica.
Pasarían unos doscientos años para que
otro curioso, un francés llamado Louis Pasteur,
despreciando corchos, dientes y canales, pero muy interesado en
que la calidad de los vinos de su patria mantuvieran la fama
legendaria, descubriera que los tales "animalitos" no estaban por
gusto y tenían tremenda pegada.
Muchas patas se anotaría el galo gracias a esa
sabia valoración. Todo lo llovido desde entonces le da la
razón y es que los microorganismos, primeros pobladores
del planeta, tamaño aparte, son de respeto. Si
algún día un Homo insapiens
desencadena el holocausto
nuclear, mientras la última cucaracha patalee en
despedida, una multitud estelar de bacterias, en latente espera,
aguardará por un nuevo amanecer.
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