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Trabajo y marginalidad en los siglos de la ilustraci�n:

una visi�n reflexiva

Enviado por skylan_mont
  1. Vida activa y vida contemplativa:
    el cambio de jerarqu�a
  2. Utilidad, uniformidad
    y regla
  3. Desarraigados sociales:
    condici�n
    humana y la existencia del otro
  4. Conclusi�n
  5. Bibliograf�a

I Vida activa y vida contemplativa: el cambio de jerarqu�a.

Desde muy temprano en la concepci�n filos�fica occidental se estableci� una jerarqu�a de pensamiento en relaci�n a los dos �mbitos generales en donde el ser humano puede desarrollarse. La oposici�n entre vida activa, la vida del trabajo, de la acci�n, del hacer en el mundo, y vida contemplativa, la de la meditaci�n y la filosof�a, tuvo ciertas variaciones entre el mundo griego y el medieval; sin embargo, en ambos casos el trabajo, el realizar una acci�n �til para subsistir, no era una condici�n de un ser humano superior.

Arist�teles consideraba que la vida activa era algo relacionado con la vida pol�tica, y era una condici�n del hombre libre, opuesta a la vida del esclavo, que es la del trabajo. "Ni la labor ni el trabajo se consideraba que poseyera suficiente dignidad para construir un bios (pol�tikos), una aut�noma y aut�nticamente humana forma de vida; puesto que serv�an y produc�an lo necesario y �til, no pod�an ser libres, independientes de la necesidades y exigencias humanas."

La vida pol�tica era entonces, la vida libre, y se desarrollaba a trav�s de la participaci�n activa en la polis y la filosof�a. Artesanos, mercaderes y esclavos se encontraban dentro de la misma clasificaci�n de hombres de servicio, que no estaban a la altura ni la dignidad de los ciudadanos activos. El trabajo, entonces, no dignificaba al hombre, m�s bien era un mal necesario, destinado a la clase inferior de la sociedad.

En el medioevo el concepto cambia en ciertos aspectos, con San Agust�n, quien le da a la vida activa la connotaci�n m�s general de ser todo lo que el ser humano realiza en el mundo. Toda acci�n realizada por el hombre iba a pertenecer a la esfera de lo terrenal, por ende inferior a las actividades puramente espirituales, que permitir�an elevarse a un estado superior de dignidad y de humanidad. El trabajo, entonces, as� como la pol�tica, estuvieron en similar posici�n. Sin embargo, es claro que sigui� la concepci�n del trabajo como un castigo, como lo que los hombres del bajo pueblo deben hacer a causa de un destino de condena, sacado de la idea b�blica de que al negarnos el Para�so por nuestra falta, Dios nos conden� a trabajar para extraer los frutos de la tierra.

Por lo tanto, el trabajo continu� siendo un mal necesario y una actividad poco digna. "La superioridad de la contemplaci�n sobre la actividad reside en la convicci�n de que ning�n trabajo del hombre puede igualar la belleza y la verdad al cosmos f�sico, que gira inmutable y eternamente sin ninguna interferencia del exterior, del hombre o dios. Esta eternidad s�lo se revela a los ojos humanos cuando todos los movimientos y actividades del hombre se hallan en perfecto descanso."

En la �poca renacentista y humanista, vemos que la percepci�n acerca de la significaci�n del trabajo va modific�ndose a la par con los cambios en las concepciones de la vida y la muerte, la religi�n, la sociedad, la producci�n, el ser humano y la moral. La jerarqu�a cambia. Vida contemplativa ya no es superior a la vida activa.

Cierto es que para los humanistas el ser educado, letrado y ser un hombre de reflexi�n es esencial para desarrollarse plenamente como ser humano, sin embargo la idea burguesa del trabajo como fuente de dignidad va poco a poco aflorando a los albores de esta nueva �poca que luego se designar� como �poca Moderna. Ya en plenos siglos XVII y XVIII el trabajo es considerado una actividad dignificante, y el ocio, bajo cualquier forma, se convierte en peligroso. Este cambio de mentalidad pueden analizarse desde varias perspectivas que influyen y convergen al origen de la modificaci�n, no obstante es enorme la cantidad de registros historiogr�ficos que nos dan cuenta de un estado de cosas diferente a los siglos del medioevo, donde la econom�a y las nuevas concepciones religiosas forman parte esencial del entramado social y val�rico de la �poca. El cambio de producci�n, la ampliaci�n de los horizontes productivos, las disputas religiosas y las mentalidades provenientes de esta nueva �tica de la religi�n, proclamada por protestantes, y cat�licos resueltos a mantenerse firmes en sus doctrina y pensamientos, dieron como resultado que finalmente las sociedades se volvieron contra los ociosos, considerando el contemplar o el no hacer como una falta grave a la sociedad y a la moral estrictamente observada por las autoridades.

Las condiciones sociales y de producci�n desde el siglo XVI van cambiando. El mundo occidental se expande, aumenta la poblaci�n, surge con fuerza el capitalismo mercantil, se modifican las tecnolog�as y surge la racionalizaci�n y la uniformidad de las sociedades bajo el nombre del Estado, del rey, de la patria. Comienza la ordenaci�n del tiempo en unidades m�nimas y el ser humano se vuelve cada vez m�s en parte de la gran maquinaria social. El trabajo en sociedad exige como uno de sus requisitos el obedecer a la moral.

El surgimiento de una sociedad occidental letrada, precient�fica y laica en el siglo XVI, a pesar de la fuerte influencia religiosa arraigada en lo m�s profundo de las costumbres, tanto en Am�rica como en Europa, nos dan la antesala de la b�squeda racional de las sociedades del los siglos siguientes, marcados sin duda por la obsesiva b�squeda de la "racionalizaci�n" m�s que de la "verdad" surgida del an�lisis y el estudio de las realidades humanas. Digo racionalizaci�n, pues al parecer la �poca Moderna se caracteriza por intentar dar a cada quien su parte o raci�n en el esquema social, y cada uno debe servir dentro de su particular �mbito a desarrollar la comunidad social sin sobresalir ni corromper los principios de la organizaci�n.

El af�n de uniformar al individuo y hacerlo pertenecer a un lugar determinado es la constante, que vemos reflejada en los textos le�dos para el presente informe. Michel Foucault y Alejandra Araya, nos dan muestras fehacientes que tanto en Chile como en Europa (Francia, Inglaterra y Alemania), durante los siglos XVII y XVIII se castig� duramente a los distintos y se crearon instituciones para corregir, educar, constre�ir y disciplinar a las personas m�s "d�biles", como son los j�venes y ni�os (escuelas, regimientos, conventos), y las personas que est�n en edad de trabajar y no cumplen con sus obligaciones sociales y morales, como son los vagos, los locos, y los pobres en suma (prisiones, casas correccionales, hospitales, f�bricas).

La individualidad, en este sentido, la vemos como un factor de uniformidad. Mientras m�s se particulariza con cada persona, se intenta hacerla m�s parecida al grupo al que pertenece por naturaleza y por elementos sociales. Desde los inicios de la Edad Moderna, vemos surgir un cambio en el imaginario respecto a la persona en s�. "Y si desde el fondo de la Edad Media hasta hoy la �aventura� es realmente relato de la individualidad, el paso de lo �pico a lo novelesco, del hecho haza�oso a la secreta singularidad, de los largos exilios a la b�squeda interior de la infancia, de los torneos a los fantasmas. Se inscribe tambi�n en la formaci�n de una sociedad disciplinaria."

Unida a esta b�squeda de la disciplina individualizante, est� la idea de la uniformidad religiosa. Una de los ejemplos m�s representativos es el de la confesi�n, momento en que el fiel como individuo se encuentra ante Dios intermediado por el juez terrenal que es el sacerdote, para rendir cuentas y purgar la culpa por faltar al orden y pecar. Dios es concebido como el ordenador por excelencia. A todo el que no cree o que no sigue la doctrina y la moral religiosa, que es as� mismo la moral social -pues no es tan cierto el mito de que el Renacimiento trajo consigo un alejamiento de Dios, pues la �poca Moderna se caracteriza por una adhesi�n total a lo religioso, ciertamente desde otra perspectiva, pues ocurre una desacralizaci�n de lo religioso, una desmistificaci�n de las manifestaciones divinas en la tierra, la raz�n por sobre todo- . Sin embargo, "la creencia es un elemento del orden; con ese t�tulo, hay que velar sobre ella. Para el ateo, o el imp�o, en quienes se teme la debilidad del sentimiento, el desorden de la vida antes que la fuerza de la incredulidad, el internamiento desempe�a la funci�n de reforma moral para una adhesi�n m�s fiel a la verdad." Mediante el juicio, el encarcelamiento, el internamiento, se intenta poner orden y ocultar todos los elementos de desequilibrio existentes. Esta �poca es una transici�n y a la vez una �poca de consolidaci�n de ciertos modos productivos relacionados con el capitalismo. "El proceso de transici�n al capitalismo, (…) puede rastrearse por medio de estas limpiezas sociales ordenadoras que implican l�gicas racionales utilitaristas…".

Lo religioso y lo econ�mico se unen bajo una moral unificadora y uniformadora. En Am�rica una de las instituciones ordenadoras y castigadoras por excelencia fue el Tribunal de la Inquisici�n. "El Santo Oficio no constituye un sector aislado de la m�quina social; si bien ejerce un poder espec�fico en el campo de la fe, mantiene con las dem�s instancias y las esferas del conocimiento unas relaciones estrechas: inquisidores, calificadores, consultores, m�dicos resultan ser especialistas que hablan finalmente el mismo lenguaje, (…). La intervenci�n m�dica permite bajar a las profundidades en donde se articula lo social con lo individual, lo institucional con lo biol�gico, no siendo la manifestaci�n patol�gica m�s que la floraci�n perversa que nace de este proceso. No cabe duda de que el reo solo padece en la c�rcel de los males que llevaba en germen cuando ingres� en ella; as� y todo, estos males tienen un origen social, individual e institucional en cada una de estas manifestaciones y la manera como se van articulando. (…) El Tribunal del Santo Oficio, m�s que un tribunal estrictamente represivo, represent� la ortodoxia religiosa en la sociedad colonial de Nueva Espa�a, difundiendo e imponiendo cierta coloraci�n a la vida social…"

As� finalmente vemos como, tanto en Am�rica como en Europa, la vigilancia, la uniformidad individualizante y la disciplina utilitarista se manifiestan en diversas esferas sociales, dentro de un marco de devoci�n y econom�a.

II Utilidad, uniformidad y regla.

La relaci�n del ser humano con el trabajo ha sido siempre tema de an�lisis. Hanna Arendt nos remite a una definici�n de trabajo, dici�ndonos que es "la actividad que corresponde a lo no natural de la exigencia del hombre, que no est� inmerso en el constantemente repetido ciclo vital de la especie, (…). El trabajo proporciona un �artificial� mundo de cosas, claramente distintas de todas las circunstancias naturales. Dentro de sus l�mites se alberga cada una de las vidas individuales, mientras que este mundo sobrevive y trasciende a todas ellas. La condici�n humana del trabajo es la mundanidad."

Para los hombres del siglo XVII y XVIII, el trabajo era la actividad natural y normal de todo ser humano. A trav�s del trabajo se pod�a tener acceso no s�lo a bienes para sobrevivir, sino que se era un ser humano digno por ser parte del engranaje de la gran m�quina social. La moral estaba comprometida en el trabajo. Ser un ser humano digno y decente implicaba trabajar. Si se era una persona de escasos recursos, necesariamente trabajar bajo el yugo de un patr�n, o seguir bajo el alero de los padres, asisti�ndolos en sus negocios o quehaceres. Si se era de clase m�s alta, de todas formas trabajar dignificaba.

Producir, hacer avanzar la industria, aumentar la ganancia, no eran ideas dif�ciles de percibir en la mentalidad Ilustrada. Los tiempos de relajo y ocio estaban definidos de antemano. Hab�a espacios de descanso estructurados por unidades m�nimas de tiempo, la hora, el minuto, el segundo, y as� mismo hab�a d�as de trabajo. No cumplir con tales normas, era caer r�pidamente en el descr�dito. Tanto en Foucault como con Alejandra Araya, comprobamos que descubrir a alguien no cumpliendo con los tiempos y los quehaceres particulares a su condici�n, f�cilmente implicaba el ser detenido, reprendido o castigado. Las f�bricas son un ejemplo explicativo al respecto. �stas ten�an sus horarios bien definidos, y tambi�n las funciones de cada individuo y los espacios donde cada uno deb�a desempe�ar su labor, de modo que pudieran ser constantemente vigilados. Junto con esto, es evidente que encontremos una contradicci�n en los planteamientos de la �poca. Todos los hombres estaban destinados a trabajar. Era la condici�n humana en s�, y quebrantar esa regla implicaba un da�o a la moral de la persona, y de la sociedad y un da�o a su imagen (Araya nos recalca este aspecto en su texto, ya que el juzgar a partir de un rumor, de lo que se dice de alguien, era muy usual en el siglo XVIII; lo que se dice de alguien es una casi verdad). Sin embargo, contradictorio es, cuando es precisamente en sociedades en transici�n donde de afianza esta idea, sociedades que est�n siendo azotadas por la cesant�a, producto del cambio de las modalidades y objetos de producci�n (Chile, cambio de una econom�a ganadera a una econom�a agr�cola), movimientos de poblaciones producto de la colonizaci�n y las guerras religiosas en Europa. Estos elementos pudieron ser factores de incremento de poblaciones hacia las ciudades, en donde las personas se encontraban luego sin un trabajo estable.

En el caso chileno, podemos observar que el cambio de producci�n afect� a los sistemas de empleo, puesto que el trabajo en las plantaciones era estacional, dejando periodos libres a los trabajadores, los que pod�an ser identificados como vagabundos y ociosos, y en este sentido, peligrosos, por no estar desarrollando ning�n trabajo y por lo tanto ser un posible ladr�n.

En Europa la gente que estaba desocupada o que representaba un cualquier tipo de atentado contra el orden y la moral (locos, mendigos, blasfemos, sodomitas), era puesta bajo la tutela de instituciones especializadas en el arte de la correcci�n. No se les instalaba, normalmente en estas casas por piedad o por un deseo de sanar a los enfermos (si los hab�a), sino con intenciones de extraer del campo de lo visible a aquellos corruptos elementos, disciplinarlos y eventualmente volverlos a reinsertar con la esperanza de que hubieran aprendido la lecci�n.

As� vemos el trabajo en la Edad Moderna como la premisa social, como la finalidad del ser humano, como si la utilidad dentro de las concepciones racionales fuera forzosamente la raz�n de nuestra existencia.

Organizar y disciplinar fue la premisa de los siglos XVII y XVIII, premisa que se sigue manteniendo, en muchos aspectos, hasta nuestros d�as, aunque ciertamente los avances cient�ficos y una apertura hacia otros "mundos" (conocimiento intercultural, conocimiento de la naturaleza, conocimiento de los ni�os, conocimiento del espacio, conocimiento de la f�sica, etc) han ayudado que, en t�rminos generales, el mundo occidental se haya tornado hacia la tolerancia (aunque sigue siendo una idea sino ut�pica, un poco dif�cil de alcanzar en todo �mbito).

La individualidad llevada al extremo, es lo que caracteriza al mundo moderno (nacido con las primeras explosiones at�micas), diferenciado de la �poca Moderna, como lo hace Hanna Arendt, en donde surge esta mentalidad individualista, mas no como forma de expresi�n del individuo, sino como forma de hacer resaltar cada particularidad en funci�n de una generalidad social. Ser seres sociales por excelencia nos condiciona ha realizar nuestra potencialidad humana dentro de ciertos �mbitos, que deben ir en relaci�n con los lazos sociales y las estructuras mentales y morales que esta sociedad proyecta en nosotros. Salirnos de aquella regla significar�, sino una condena social, una condena moral por parte de nuestras propias conciencias.

En los siglo XVII y XVIII, ciertamente, la condena era social, ya que lo moral era la medida de lo social, y uniformemente y como una sola estructura, individualizada en cada parte, la sociedad dictaba la norma y la condena al no cumplir la norma. En infinitud de casos, los procesados por delitos o los prisioneros o internos de alguna instituci�n correccional, no eran reales criminales, y no atentaban en contra de la integridad de personas en particular: eran entes que entraban en conflicto con la pulcritud y el pudor de la sociedad burguesa emergente y su moral ilustrada, eran elementos de sospecha, potenciales peligros. El individualizar a cada persona lograba el efecto de control. Saber cada paso que cada uno de los pertenecientes a una agrupaci�n, f�brica, escuela, hacienda, cuartel, convento, daba, era el principio fundamental del control social y la finalidad de las organizaciones o cargos creados para tales tareas de vigilancia: los capataces, la polic�a, los jueces, etc.

Dentro de estas sociedades de la observaci�n y la disciplina, vemos que as� mismo funciona el examen y el castigo, dos elementos claramente identificables dentro de esta sociedad del encierro.

Encerrar la sociedad, hac�a m�s f�cil la tarea de individualizar (para as� incrementar la utilidad). Tanto escuelas como f�bricas, correccionales como conventos, utilizaban el examen y la sanci�n como dos aspectos del disciplinamiento. Por un lado, el examen significaba la observaci�n detenida y guiada hacia ciertos aspectos destinados a evaluarse, para efectos de progreso en el disciplinamiento. "En �l vienen a unirse la ceremonia del poder y la forma de la experiencia, el despliegue de la fuerza y el establecimiento de la verdad. En el coraz�n de los procedimientos de disciplina, manifiesta el sometimientos de aquellos que persiguen como objetos y la objetivaci�n de aquellos que est�n sometidos." Por otra parte, la sanci�n (o el castigo) forma parte y a la vez complementa el examen. La sanci�n se comporta como el mecanismo que se tiene para dar una lecci�n palpable contra el error moral de un ser racional de voluntad dentro del sistema. La sanci�n ense�a, la sanci�n ejemplifica, adem�s, a los otros miembros de la comunidad. La sanci�n humilla y golpea la conciencia, haciendo al hombre cambiar su acci�n a partir de la coerci�n. El examen y el castigo limitan al ser humano, ya que el libre albedr�o se suprime en pos de un bien social. La moral y la voluntad personal deben ir en absoluta concordancia con la mentalidad del mundo en que est� inscrito el individuo.

En este sentido, las libertades personales son m�nimas, sino nulas, y la individualidad tiende a ser un elemento da�ino a la luz de la vigilancia y la norma que constri�e y ordena.

III Desarraigados sociales: condici�n humana y la existencia del otro.

Seg�n Hanna Arendt la condici�n humana se da en tanto somos seres socialmente adaptados a un medio en particular, el cual modificamos y sometemos. Nuestra condici�n nace de lo que somos en concordancia con lo que somos capaces de acercar a nuestra existencia y cambiar con nuestra tremenda capacidad de conocer. Nuestra condici�n es a la vez innata, por lo que somos, seres humanos biol�gicos, y a la vez es producida, construida, por lo que nos condiciona y a la vez nuestra propia especie condiciona: el hecho de existir como seres de voluntad nos hace capaces de crear y de ser seres imaginativos a la hora de organizarnos, relacionarnos y producir nuestro sustento.

Dado esto, la especie humana, dotada de estas capacidades, ha ido creando mundos diversos, que se han ido trasformando. Algunos irreconocibles hoy, otros nuestros m�s cercanos antecedentes. Estos mundos, condicionados y condicionantes del los humanos, han ido emergiendo producto de las necesidades biol�gicas, espirituales y mentales de los seres que ha habitados en ellos. El hombre ha sabido inventar innumerables maneras de creer, de pensar, de hablar, de relacionarse: hemos logrado construir sociedades, civilizaciones.

Esta condici�n variada, posee, sin embargo, elementos de continuidad, que se sujetan, ciertamente, en quienes somos, m�s que en lo que somos, ya que nuestra esencia nos resulta a�n desconocida. Qu� somos puede responderse al decir "seres humanos", los cuales se manifiestan como tales por un c�mulo de elementos comunes. Decir quienes somos, resulta imposible de determinar, pues intenta establecer lazos con nuestros or�genes y nuestra finalidad en este mundo terrestre.

Nuestra calidad de seres humanos se manifiesta a trav�s de nuestras acciones, las cuales derivan en organizaciones y normas, las cuales a la vez condicionan nuestro actuar. Como seres humanos, entonces, somos un complejo de acci�n libre y obediencia, pues �hasta qu� punto somos libres cuando pertenecemos a un sistema biol�gico preestablecido y as� mismo a un sistema social que nos coerciona, de mayor o menor manera? La acci�n humana y de este modo las manifestaciones humanas estar�n entonces en relaci�n con el sistema en el que cada individuo est� inscrito. As�, hemos visto, que trabajar, como la acci�n humana m�s com�n y necesaria, se consider� de una manera particular en las sociedades ilustradas, tanto a nivel de teor�a como a nivel de realidad.

A pesar de esta tendencia a la permanencia y unificaci�n de cada sociedad, a partir de lo que se establece como verdad universal, existen elementos de distensi�n que van haciendo de este entorno algo din�mico y verdaderamente humano. Si estamos dotados de inteligencia, de voluntad, y de una inherente individualidad que se manifiesta en nuestra relaci�n con los otros como seres particulares, entonces tenemos necesariamente que darnos cuanta que pese a la conciencia colectiva, cada hombre tiene la potencialidad de ser distinto.

Han existido siempre seres humanos que van m�s all� de la norma social, de la creencia, de la moral. Se les ha llamado visionarios, fil�sofos, locos, marginados, rebeldes. Cada sociedad los ha adaptado de diferentes modos, y los ha acogido dentro de su seno, o los ha expulsado de plano, dependiendo, por supuesto, del tipo de "otro" que haya sido. El siglo XVII descubri� o invent�, mejor dicho, una particular manera de aglutinar estos elementos dispersos y conflictivos, en pos de lograr la sociedad ideal, donde la moral cristiana regir�a cada �mbito de la vida social.

Curiosamente, la individualidad de las personas atent� contra la libertad de las mismas, ya que se desat� una particular forma de individualidad com�n. El distinto, el otro, el asocial, no era ya acogido de buena gana ni bienvenido en el estatus de hombre moderno, hombre ilustrado, hombre de bien, hombre digno. O cambiar o morir, o corregirse o sufrir, y rebajarse hasta las �ltimas consecuencias, la animalidad (vista como la negaci�n de la raz�n).

El enajenamiento de la realidad era el no cumplimiento de la norma, y era visto como un acto hecho a voluntad. El ser humano estaba capacitado para elegir, y deb�a elegir bien. Cuando la elecci�n entroncaba con lo prohibido por la autoridad moral personificada en el rey y las autoridades religiosas, deb�a castig�rseles y hacerlos volver a la cordura. Locos y vagabundos, los dos temas principales de los textos de Foucault y Araya, respectivamente, son dos elementos discordantes dentro de la estructura social moderna. Tanto a locos (enfermos) como a vagabundos (cesantes) se los tildaba de rebeldes e inmorales, sin un argumento m�s firme que el de perturbar el orden, decir lo que no corresponde, y no trabajar, que es un deber de todo hombre digno.

Sin embargo, lo que no tomaban en cuenta estas autoridades es que existen condiciones que el ser humano adquiere por razones que van m�s all� de su voluntad; y es que el loco no pierde la raz�n por voluntad propia, sino por un defecto cerebral o psicol�gico, que le hace perder incluso su voluntad, o que le produce una manera distinta de razonar. Por otra parte, el vagabundo, descrito en el texto ya mencionado, no es otra cosa, generalmente, que hombres de trabajo, sospechosos por estar cesantes. En este caso, la cesant�a se present� con alta frecuencia en la �poca, por factores econ�micos ajenos a la voluntad de los campesinos, los cuales vieron como cambiaba la producci�n en los campos a la vez que la oferta de trabajo no aumentaba hacia las ciudades.

Tanto la locura como la vagamunder�a, son fen�menos que han sido estructurados y condicionados bajo ciertos discursos durante la �poca Moderna, los cuales no contribuyeron a darle el papel que en verdad se merec�an. Puesto que no se trat� estos problemas como lo que son en verdad, no se los vio desde su ra�z, sino que tan solo se los trat� en tanto se los eliminaba del �mbito social. Se los reprimi� e intent� callar. Sin embargo, como problemas que forman parte de la condici�n humana, no se los pudo eliminar, mientras no fueran comprendidos desde sus or�genes. Y solucionar ambos problemas, hasta hoy, implicar�a modificar nuestra condici�n y nuestro ser esencial, cosa que indudablemente no podemos hacer. �C�mo podemos modificar algo que en verdad desconocemos?

Conclusi�n

La lectura de los textos dados me abri� la mente hacia otras visiones del pasado que se hab�an introducido hacia m� desde otras fuentes. Debo decir que el presenciar la realidad social tan cruda y directa no me ha dejado indiferente. �Cuanto m�s debo hurgar en el pasado escrito en los textos y puestos en im�genes para conocer la verdad del ser humano?

Dos verdades: el trabajo, es una condici�n normal (natural) del ser humano, desde que este se inscribe dentro del mundo social, o sea, desde siempre. La exclusi�n de los elementos extra�os a una sociedad siempre ha existido, ser�a tambi�n valido decir que es parte de nuestra naturaleza. Si, en este sentido, unimos trabajo y diferencia social, bajo las concepciones racionales de una moral cristiana burguesa (donde lo digno es el trabajo, el pudor, la ganancia y la observancia), tenemos el resultado de una sociedad que tiene como pilar fundamental la acci�n y que intenta absorber toda manifestaci�n humana bajo la premisa de la utilidad.

No es extra�o decirlo de esta manera, y ya lo han dicho en sus an�lisis, de una u otra forma, los autores estudiados. Lo complicado resulta abstraer esa idea, comprenderla no tan s�lo te�ricamente, sino completamente e intentar traerla al presente. �Qu� ignorancia, qu� estrechez de mente! Que absurdo y terrible; que espantosamente contradictorio parec�an los discursos dieciochescos. Mezclar la raz�n con la religi�n, e intentar una amalgama de humanidad basada en elementos como el trabajo digno, la caridad, la moral, pero que ciertamente se ve�an constantemente tergiversados. La obligaci�n era ante todo el impedimento de la verdad y la libertad. Los prejuicios y el rumor eran las armas m�s terribles para con los dem�s.

La falta de trabajo, cuando el trabajo era lo esencial, era la condena silenciosa de muchos, y la correcci�n de las conciencias cuando hay quienes tienen una mente enferma y sin conciencia, era le absurdo mismo. Encerrar para ordenar; vigilar para castigar, juzgar a los sospechosos de algo que ni siquiera se sabe si han hecho, la real locura, expandir una fe moralista, una fe de la culpa, para no descuidar la norma y las buenas costumbres, un atentado, si lo pensamos bien, la mism�sima palabra de Jes�s. �En qu� estaban pensando? Y no es que en nuestro mundo estemos mucho mejor, pero ciertamente podemos ver m�s claro lo que existe. No quiere decir, bajo ning�n punto de vista, que estemos al tanto de una comprensi�n total de lo que somos y de quienes somos, ni tampoco que no cometeremos m�s errores como especie, como seres de sociedad, como humanos.

Mas, volviendo los ojos hacia ese pasado cercano, que no he vivido pero que he recobrado, vuelvo la mente a la imagen del incomprendido, a la imagen del mal juzgado, a la imagen del otro condenado y encerrado, del que le fue cercenada su vida por ser el otro diferente. E imagino una salida, un descanso. Todo lo que se me ense�� de la historia, como si esta fuera una constante en evoluci�n positiva, por un lado (Edad Media peor que Edad Moderna, por ejemplo), o la idea apocal�ptica tan presente en mi crianza, de que "todo tiempo pasado fue mejor", de que la moral, las costumbres, en otra �poca eran m�s respetables, no tienen asidero ni coherencia, ante las verdades reveladas en el presente para m�. Y entonces s�lo queda la reflexi�n: �es posible juzgar lo que hacemos, o cada cosa que hagamos o no hagamos va a ser siempre perfectamente normal, pues la historia nos ense�a que somos capaces de realizar las acciones m�s hermosas y buenas y los actos m�s atroces e "irracionales", todo dentro del marco de lo humano?�Es posible establecer un l�mite entre el bien y el mal, lo normal y lo anormal?

Bibliograf�a

– Alejandra Araya, Ociosos, Vagabundos y Malentretenidos en Chile colonial, Direcci�n de Bibliotecas, Archivos y Museos, Chile, 1999.

– Hanna Arendt, La condici�n Humana, Editorial Paid�s.

– Michel Foucault, Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisi�n, Siglo Veintiuno Editores, 1993.

– Michel Foucault, Historia de la Locura en la �poca cl�sica tomo I, FCE, Colombia, 1998, versi�n digital Psikolibro.

– Margarita Iglesias Salda�a, Pobres, pecadoras y conversas: Mujeres ind�genas del siglo XVII a Trav�s de sus testamentos, en Revista de historia ind�gena, n� 5, Departamento de ciencias hist�ricas, Universidad de Chile.

 

Montserrat Arre

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