A la muerte del
emperador Teodosio, en 395, el Imperio se dividió
definitivamente: Honorio, su hijo mayor, heredó la mitad
occidental, con capital en Roma, mientras que a su otro hijo
Arcadio le correspondió la oriental, con capital en
Constantinopla. Para la mayoría de los autores, es a
partir de este momento cuando comienza propiamente la historia del Imperio
Bizantino. Mientras que la historia del Imperio Romano de
Occidente concluyó en 476, cuando fue depuesto
Rómulo Augústulo, la historia del Imperio Bizantino
se prolongará durante casi un milenio.
En tanto que el Imperio de Occidente se hundía de
forma definitiva, los sucesores de Teodosio fueron capaces de
conjurar las sucesivas invasiones de pueblos bárbaros que
amenazaron el Imperio de Oriente. Los visigodos fueron desviados
hacia Occidente por el emperador Arcadio (395-408). Su sucesor,
Teodosio II (408-450) reforzó las murallas de
Constantinopla, haciendo de ella una ciudad inexpugnable (de
hecho, no sería conquistada por tropas extranjeras hasta
1204), y logró evitar la invasión de los hunos
mediante el pago tributos hasta
que, tras la muerte de Atila, en 453, se disgregaron y dejaron de
representar un peligro. Por su parte, Zenón (474-491)
evitó la invasión del ostrogodo Teodorico,
dirigiéndolo hacia Italia.
La unidad religiosa fue amenazada por las
herejías que proliferaron en la mitad oriental del
Imperio, y que pusieron de relieve la
división en materia
doctrinal entre las cuatro principales sedes orientales:
Constantinopla, Antioquía, Jerusalén y
Alejandría. Ya en 325, el Concilio de Nicea había
condenado el arrianismo, que negaba la divinidad de Cristo. En
431, el Concilio de Éfeso declaró herético
el nestorianismo. La crisis
más duradera, sin embargo, fue la causada por la
herejía monofisita, que afirmaba que Cristo sólo
tenía una naturaleza, la
divina. Aunque fue también condenada por el concilio de
Calcedonia, en 451, había ganado numerosos adeptos, sobre
todo en Egipto y
Siria, y todos los emperadores fracasaron en sus intentos de
restablecer la unidad religiosa. En este período se inicia
también la estrecha asociación entre la Iglesia y el
Imperio: León I (457-474) fue el primer emperador coronado
por el patriarca de Constantinopla.
A finales del siglo V, durante el reinado del emperador
Anastasio I, el peligro que suponían las invasiones
bárbaras parece definitivamente conjurado. Los pueblos
germánicos, ya asentados en el desaparecido Imperio de
Occidente, están demasiado ocupados consolidando sus
respectivas monarquías como para interesarse por
Bizancio.
Durante el reinado de Justiniano (527-565), el Imperio
llegó al apogeo de su poder. El emperador se propuso
restaurar las fronteras del antiguo Imperio Romano, para lo que
emprendió una serie de guerras de conquista en
Occidente:
- Entre 533 y 534 un ejército al mando del
general Belisario conquistó el reino de los
vándalos, en la antigua provincia romana de
África. El territorio, una vez pacificado, fue gobernado
por un magister militum. - Entre 535 y 536, Belisario arrebató a los
ostrogodos Sicilia y el Sur de Italia, llegando hasta Roma.
Tras una breve recuperación de los ostrogodos (541-551),
un nuevo ejército bizantino, comandado esta vez por
Narsés, anexionó de nuevo Italia al
Imperio. - En 552 los bizantinos intervinieron en disputas
internas de la Hispania visigoda y anexionaron al Imperio
extensos territorios del sur de la Península
Ibérica. La presencia bizantina en Hispania se
prolongó hasta el año 620.
En la frontera
oriental, Belisario detuvo la ansias expansionistas del persa
Cosroes I (531-579), al que derrotó en la batalla de
Daras.
Las campañas de Justiniano en Occidente dejaron
exhausta la hacienda imperial y precipitaron al imperio en una
situación de crisis, que llegaría a su punto
culminante a comienzos del siglo VII.
Con Justiniano se cierra prácticamente el "ciclo
latino" y triunfan las tendencias helenizantes. Por un lado, fiel
a la tradición romana, se lanza a la aventura de
reconquistar para el Imperio el Mediterráneo, empresa que no
tuvo resultados duraderos y después de la cual Bizancio
concentrará sus energías en el Oriente. Por otra
parte, bajo su mandato se realiza una hercúlea labor de
recopilación del Derecho
Romano, el Corpus Iuris Civilis, en latín; sin
embargo, es en su época cuando se comienza a legislar en
griego, de más fácil comprensión puesto que
era la lengua
corriente en el Imperio.
El patriotismo romano, así, cede ante el
patriotismo griego, ya que es el griego, ahora, la "patrios
foné", la lengua patria. El predominio de la lengua
helénica en el oriente bizantino permitirá la
comunicación fluida con el pasado helénico
clásico y con la patrística cristiana que, como se
aprecia en los escritos de San Basilio Magno o de Gregorio
Nacianceno, se había nutrido del pensamiento
filosófico griego. Efectivamente, la lógica
aristotélica fue puesta al servicio del
pensamiento teológico, convirtiéndose en la
más estudiada por los teólogos bizantinos. Este
contacto con el pasado clásico se mantendrá siempre
en el Imperio, y puede decirse que el helenismo bizantino es a la
Edad Media lo
que el helenismo clásico es a la
Antigüedad.
Entre los siglos VII y IX se produce la llamada "Gran
Brecha del Helenismo", abismo que separa dos paisajes
históricos bien definidos. Es el fin de una era que, para
los griegos, se remonta, sin interrupción, hasta la
Antigüedad Clásica. En Grecia, durante dos siglos,
entre 650 y 850, la vida se empobrece y la actividad intelectual
parece detenerse. Unos graffitis de poco valor escritos
en el Parthenón de Atenas constituyen la única
fuente escrita del período. Es una verdadera "edad
oscura", cuyos orígenes están relacionados con las
invasiones ávaro-eslavas y búlgaras, que
convulsionan la vida en los Balcanes. Pero también hay que
buscar la explicación en un fenómeno más
global: la crisis mediterránea, a escala "mundial",
provocada por el ascenso del poderío
musulmán.
Pareciese que, en la misma Grecia, el helenismo ha
declinado hasta la agonía. Bizancio, por su parte, no
presenta un cuadro mucho más alentador: entre los siglos
VII y VIII -aun cuando sabemos que, hacia el 680, Teodoro de
Tarsos llega a Inglaterra
portando manuscritos de varios autores griegos, entre ellos
Homero, Flavio
Josefo y Juan Crisóstomo, fundamento de un futuro
despertar intelectual inglés–
decaen notoriamente la instrucción pública y la
actividad intelectual. El Imperio se enfrenta, en el occidente, a
eslavos, ávaros y búlgaros, quienes se han
adueñado de los Balcanes interrumpiendo de esta manera las
comunicaciones
con el Occidente Latino.
En el oriente, Siria y Palestina, así como el
norte de Africa, han
caído en manos musulmanas. El Imperio queda reducido,
prácticamente, al área tradicionalmente griega del
Mediterráneo Oriental, lo que reforzará su caracter
helénico.
El siglo VII comienza con la crisis provocada por la
espectacular ofensiva del monarca sasánida Cosroes II, que
llegó a amenazar la existencia misma del Imperio. Esta
situación fue aprovechada por otros enemigos de Bizancio,
como los ávaros y eslavos, que pusieron sitio a
Constantinopla en 626. El emperador Heraclio fue capaz, tras una
guerra larga y
agotadora, de conjurar este peligro, repeliendo el asalto de
ávaros y eslavos, y derrotando definitivamente a los
persas en 628.
Sin embargo, apenas unos años después,
entre 633 y 645, la fulgurante expansión del Islam arrebata
para siempre al Imperio, exhausto por la guerra contra Persia,
las provincias de Siria, Palestina y Egipto. A mediados del siglo
VII, las fronteras se estabilizaron. Los árabes
continuaron presionando, llegando incluso a amenazar la capital,
pero la superioridad naval bizantina, reforzada por su
magníficas fortificaciones navales y su monopolio del
fuego griego un producto
químico capaz de arder bajo el agua,
salvó a Bizancio.
En la frontera occidental, el Imperio se ve obligado a
aceptar desde la época de Constantino IV (668-685) la
creación dentro de sus fronteras, en la provincia de
Moesia, del reino independiente de los búlgaros. Durante
toda esta época, además, pueblos eslavos fueron
instalándose en los Balcanes, llegando incluso hasta el
Peloponeso. En Occidente, la invasión de los lombardos
hizo mucho más precario el dominio bizantino sobre
Italia.
Entre los años 726 y 843, el Imperio Bizantino
fue desgarrado por las luchas internas entre los iconoclastas,
partidarios de la prohibición de las imágenes
religiosas, y los iconódulos, contrarios a dicha
prohibición. La iconoclasia se nos presenta como la
arremetida de las tendencias orientalizantes en contra no
sólo del helenismo clásico y su aprecio por la
belleza artística, sino también de una profunda
convicción de los cristianos que ven en las
imágenes (íconos) un medio para acercarse a lo
Trascendente. En efecto, el arte bizantino
no tiene como fin el mero goce estético, sensual, sino que
debe producir una conmoción que eleve el alma hacia
Dios: "per visibilia ad invisibilia", de los visible y
corpóreo, hacia lo invisible e incorpóreo,
decía el Pseudo Dionisio Areopagita. En la defensa de la
veneración de los íconos los bizantinos se jugaban,
pues, la Salvación de sus almas, y es ésto lo que
explica la férrea disposición que manifestaron al
defender sus creencias. El triunfo de los iconodulos, veneradores
de imágenes, en 843 -la Fiesta de la Ortodoxia, verdadera
efeméride nacional bizantina-, marca
también el triunfo del helenismo cristianizado.
La primera época iconoclasta se prolongó
desde 726, año en que León III (717-741)
suprimió el culto a las imágenes, hasta 783, cuando
fue restablecido por el II Concilio de Nicea. La segunda tuvo
lugar entre 813 y 843. En este año fue restablecida
definitivamente la ortodoxia.
Según algunos autores, el conflicto
iconoclasta refleja también la división entre el
poder estatal (los emperadores, la mayoría partidarios de
la iconoclastia), y el eclesiástico (el patriarcado de
Constantinopla, en general iconódulo); también se
ha señalado que mientras que en Asia Menor eran
mayoría los iconoclastas, la parte europea del Imperio era
más bien partidaria del culto a las
imágenes.
A principios del
siglo IX, el Imperio había sufrido varias transformaciones
importantes:
- Uniformización cultural y religiosa: la
pérdida frente al Islam de las provincias de Siria,
Palestina y Egipto trajo como consecuencia una mayor
uniformidad. Los territorios que el Imperio conservaba a
mediados del siglo VII eran de cultura
fundamentalmente griega. El latín fue definitivamente
abandonado en favor del griego. Ya en 629, durante el reinado
de Heraclio, está documentado el uso del término
griego basileus en lugar del latín
augustus. En el aspecto religioso, la
incorporación de estas provincias al Islam dio por
concluida la crisis monofisita, y en 843 el triunfo de los
iconódulos supuso por fin la unidad
religiosa. - Reorganización territorial: en el siglo VII
-probablemente en época de Constante II (641-668) el
Imperio se dotó de una nueva organización
territorial para hacer más eficaz su defensa. El
territorio bizantino se organizó en themata, distritos
militares que eran al mismo tiempo circunscripciones
administrativas, y cuyo gobernador y jefe militar, el
estrategos, gozaba de una amplia
autonomía. - Ruralización: la pérdida de las
provincias del Sur, donde más desarrollo
habían alcanzado la artesanía y el comercio,
implicó que la economía bizantina
pasara a ser esencialmente agraria. La irrupción del
Islam en el Mediterráneo a partir del siglo VIII
dificultó las rutas comerciales. Decreció la
población y la importancia de las
ciudades en el conjunto del Imperio, en tanto que empezaba a
desarrollarse una nueva clase
social, la aristocracia latifundista, especialmente en Asia
Menor.
Entre los años 850 y 1050 se vive en el Imperio
un verdadero florecimiento intelectual -es el llamado "Renacimiento
Macedonio"- en torno a los
estudios clásicos. Un hito importante en este proceso lo
constituye la reorganización de la Universidad de
Constantinopla, obra del César Bardas, a mediados del
siglo IX. En esta época se habla y se escribe en el
Imperio un griego excelente, y en los siglos XI y XII en una
forma muy próxima al clásico.
El final de las luchas iconoclastas supone una
importante recuperación del Imperio, visible desde el
reinado de Miguel III (842-867), último emperador de la
dinastía amoriana, y, sobre todo, durante los casi dos
siglos (867-1056) en que Bizancio fue regido por la
dinastía macedonia. Este período es conocido por
los historiadores como "renacimiento
macedónico".
La política
exterior
Durante estos años, la crisis en que se ve sumido
el califato abasí, principal enemigo del Imperio en
Oriente, debilita considerablemente la amenaza islámica.
Sin embargo, los nuevos estados musulmanes que surgieron como
resultado de la disolución del califato (principalmente
los aglabíes del Norte de África y los
fatimíes de Egipto), lucharon duramente contra los
bizantinos por la supremacía en el Mediterráneo
oriental. A lo largo del siglo IX, los musulmanes arrebataron
definitivamente Sicilia al Imperio. Creta ya había sido
conquistada por los árabes en 824. El siglo X fue una
época de importantes ofensivas contra el Islam, que
permitieron recuperar territorios perdidos muchos siglos antes:
Nicéforo Focas (963-969)
reconquistó el norte de Siria, incluyendo la ciudad de
Antioquía (969), así como las islas de Creta (961)
y Chipre (965).
El gran enemigo occidental del Imperio durante esta
etapa fue el estado
búlgaro. Convertido al cristianismo a mediados del siglo
IX, Bulgaria alcanzó su apogeo en tiempos del zar
Simeón (893-927), educado en Constantinopla. Desde 896 el
Imperio estuvo obligado a pagar un tributo a Bulgaria, y, en 913,
Simeón estuvo a punto de atacar la capital. A la muerte de
este monarca, en 927, su reino comprendía buena parte de
Macedonia y de Tracia, junto con Serbia y Albania. El poder de
Bulgaria fue sin embargo declinando durante el siglo X, y, a
principios del siglo siguiente, Basilio II (976-1025), llamado
Bulgaróctonos ("matador de búlgaros")
invadió Bulgaria y la anexionó al Imperio,
dividiéndola en cuatro temas.
Uno de los hechos más decisivos, y de efectos
más duraderos, de esta época fue la
incorporación de los pueblos eslavos a la órbita
cultural y religiosa de Bizancio. En la segunda mitad del siglo
IX, los monjes de Tesalónica Metodio y Cirilo fueron
enviados a evangelizar Moravia a petición de su monarca,
Ratislao. Para llevar a cabo su tarea crearon, partiendo del
dialecto eslavo hablado en Tesalónica, una lengua
literaria, el antiguo eslavo eclesiástico o
litúrgico, así como un nuevo alfabeto para ponerla
por escrito, el alfabeto glagolítico (luego sustituido por
el alfabeto cirílico). Aunque la misión en
Moravia fracasó, a mediados del siglo X se produjo la
conversión del principado de Kiev, quedando
así bajo la influencia de Bizancio un estado de
extensión mucho mayor que el propio Imperio.
Las relaciones con Occidente fueron tensas desde la
coronación de Carlomagno (800) y las pretensiones de sus
sucesores al título de emperadores romanos y al dominio
sobre Italia. Durante toda esta etapa, a pesar de la
pérdida de Sicilia, el Imperio siguió teniendo una
enorme influencia en el sur de la península
itálica. Las tensiones con Otón I, quien
pretendía expulsar a los bizantinos de Italia, se
resolvieron mediante el matrimonio de la
princesa bizantina Teófano, sobrina del emperador
bizantino Juan Tzimiscés, con Otón II.
Tras la resolución del conflicto iconoclasta, se
restauró la unidad religiosa del Imperio. No obstante,
hubo de hacerse frente a la herejía de los paulicianos,
que en el siglo IX llegó a tener una gran difusión
en Asia Menor, así como a su rebrote en Bulgaria, la
doctrina bogomilita.
Durante esta época fueron evangelizados los
búlgaros. Esta expansión del cristianismo oriental
provocó los recelos de Roma, y a mediados del siglo IX
estalló una grave crisis entre el patriarca de
Constantinopla, Focio y el papa Nicolás I, quienes se
excomulgaron mutuamente, produciéndose una primera
separación de las iglesias oriental y occidental que se
conoce como Cisma de Focio. Además de la rivalidad por la
primacía entre las sedes de Roma y Constantinopla,
existían algunos desacuerdos doctrinales. El Cisma de
Focio fue, sin embargo, breve, y hacia 877 las relaciones entre
Oriente y Occidente volvieron a la normalidad.
La ruptura definitiva con Roma se consumó en
1054, con motivo de una disputa sobre el texto del
Credo, en el que los teólogos latinos habían
incluido la cláusula filioque, significando así, en
contra de la tradición de las iglesias orientales, que el
Espíritu
Santo procedía no sólo del Padre, sino
también del Hijo. Existía también desacuerdo
en otros muchos temas menores, y subyacía, sobre todo, el
enfrentamiento por la primacía entre las dos antiguas
capitales del Imperio.
La
decadencia del Imperio (1056-1261)
Tras el período de esplendor que supuso el renacimiento
macedónico, en la segunda mitad del siglo XI
comenzó un período de crisis, marcado por la
creciente feudalización del Imperio y su debilidad ante la
aparición de dos poderosos nuevos enemigos: los turcos
selyúcidas y los reinos cristianos de Europa
Occidental.
En la frontera oriental, los turcos selyúcidas,
que hasta el momento habían centrado su interés en
derrotar al Egipto fatimí, empezaron a hacer incursiones
en Asia Menor, de donde procedía la mayor parte de los
soldados del Imperio. Con la inesperada derrota en la batalla de
Manzikert (1071) del emperador Romano IV Diógenes a manos
de Alp Arslan, sultán de los turcos selyúcidas,
terminó la hegemonía bizantina en Asia Menor. Los
intentos posteriores de los emperadores Commenos por reconquistar
los territorios perdidos se revelarán siempre
infructuosos. Más aún, un siglo después,
Manuel I Comneno sufriría otra humillante derrota frente a
los selyúcidas en Myriokephalon en 1176.
En Occidente, los normandos expulsaron de Italia a los
bizantinos en unos pocos años (entre 1060 y 1076), y
conquistaron Dyrrachium, en Iliria, desde donde pretendían
abrirse camino hasta Constantinopla. La muerte de Roberto
Guiscardo en 1085 evitó que estos planes se llevasen a
efecto. Sin embargo, pocos años después, la Primera
Cruzada se convertiría en un quebradero de cabeza para el
emperador Alejo I Comneno. Se discute si fue el propio emperador
el que solicitó la ayuda de Occidente para combatir contra
los turcos. Aunque teóricamente se habían
comprometido a poner bajo la autoridad de
Bizancio los territorios sometidos, los cruzados terminaron por
establecer varios estados independientes en Antioquía,
Edesa, Trípoli y Jerusalén.
Los alemanes del Sacro Imperio Romano y los normandos de
Sicilia y el sur de Italia siguieron atacando el Imperio durante
el siglo XII. Las ciudades-estado y republicas italianas como
Venecia y Génova, a las cuales Alejo había
concedido derechos comerciales en
Constantinopla, se convirtieron en los objetivos de
sentimientos antioccidentales debido al resentimiento existente
hacia los francos o latinos. A los venecianos en especial les
importunaron sobremanera dichas manifestaciones del pueblo
bizantino, teniendo en cuenta que su flota de barcos era la base
de la marina bizantina.
Federico Barbarroja (emperador del Sacro Imperio Romano)
intentó conquistar sin éxito
el Imperio durante la Tercera Cruzada, pero fue la cuarta la que
tuvo el efecto más devastador sobre el Imperio Bizantino
en siglos. La intención expresa de la cruzada era
conquistar Egipto y los bizantinos, creyendo que no había
posibilidades de vencer a Saladino (sultán de Egipto y
Siria y principal enemigo de los cruzados instalados en Tierra Santa),
decidieron mantenerse neutrales.
La reticencia bizantina a implicarse en la Cruzada, la
toma del control de la expedición por parte de los
venecianos puesto que sus dirigentes no podían pagar el
transporte de
las tropas y la codicia por parte de los jefes cruzados de los
tesoros de Constantinopla hicieron que los cruzados tomaran por
asalto Constantinopla en 1204, dando origen al efímero
Imperio Latino (1204-1261). Por primera vez desde su
fundación por Constantino, más de 800 años
antes, la ciudad había sido tomada por un ejército
extranjero. El poder bizantino pasó a estar
permanentemente debilitado.
En este tiempo, el reino serbio, bajo la dinastía
Nemanjic,, se fortaleció aprovechando el desmoronamiento
de Bizancio, iniciando un proceso que culminaría cuando en
1346 se constituyera el Imperio Serbio.
Tres estados griegos herederos del Imperio Bizantino
permanecieron fuera de la órbita del recientemente creado
Imperio Latino —el Imperio de Nicea, el Imperio de
Trebisonda, y el Despotado de Epiro. El primero, controlado por
la Dinastía Paleólogo, reconquistó a los
latinos Constantinopla en 1261 y derrotó a Epiro,
revitalizando el Imperio pero prestando demasiada atención a Europa cuando la creciente
penetración del los turcos en Asia Menor constituía
el principal problema.
La historia de Bizancio tras la reconquista de la
capital por Miguel VIII Paleólogo es la de una prologada
decadencia. En el lado oriental el avance turco redujo casi a la
nada los dominios asiáticos del Imperio, convertido en
algunas etapas en vasallo de los otomanos, en los Balcanes
debió competir con los estados griegos y latinos que
habían surgido a raíz de la conquista de
Constantinopla en 1204, y en el Mediterráneo la
superioridad naval veneciana dejaba muy pocas opciones a
Constantinopla. Además, durante el siglo XIV el Imperio,
convertido en uno más de numerosos estados
balcánicos, debió afrontar la terrible revuelta de
los almogávares catalanes y dos devastadoras guerras
civiles.
Durante un tiempo el Imperio sobrevivió
simplemente porque selyúcidas, mongoles y persas
safávidas estaban demasiado divididos para poder atacar,
pero finalmente los turcos otomanos invadieron todo lo que
quedaba de las posesiones bizantinas a excepción de un
número de ciudades portuarias. (Los otomanos
procedían de uno de los sultanatos —núcleo
originario del futuro Imperio otomano— escindidos del
estado selyúcida bajo el mando de un líder
llamado Osman I Gazi— que daría el nombre de la
dinastía otomana u osmanlí).
El Imperio apeló a Occidente en busca de ayuda,
pero los diferentes estados ponían como condición
la reunificación de la iglesia católica y la
ortodoxa. La unidad de las iglesias fue considerada, y
ocasionalmente llevada a cabo por decreto legal, pero los
ciudadanos ortodoxos no aceptarían el catolicismo romano.
Algunos combatientes occidentales llegaron en auxilio de
Bizancio, pero muchos prefirieron dejar al Imperio sucumbir, y no
hicieron nada cuando los otomanos conquistaron los territorios
restantes.
Constantinopla fue en un principio desestimada en pos de
su conquista debido a sus poderosas defensas, pero con el
advenimiento de los cañones, las murallas —que
había sido impenetrables excepto para la Cuarta Cruzada
durante más de 1000 años— ya no
ofrecían la protección adecuada frente a los turcos
Otomanos. La Caída de Constantinopla finalmente se produjo
después de un sitio de dos meses llevado a cabo por Mehmet
II el 29 de mayo de 1453. El último emperador Bizantino,
Constantino XI Paleologo, fue visto por última vez cuando
entraba en combate con las tropas de jenízaros de los
sitiadores otomanos, que superaban de manera aplastante a los
bizantinos. Mehmet II también conquistó Mistra en
1460 y Trebisonda en 1461.
Roth Karl, "Historia del imperio bizantino", Labor,
1928
Maier Franz Georg, "Historia
universal siglo XXI: volumen 13",
Siglo XXI, 1991
Asimov Isaac, "Historia universal Asimov: tomo
7; Constantinopla, el Imperio olvidado", Alianza, 1996
Mariana Alvizúa
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