- La Gran
Depresión - Desempleo
moderno - Ciclos
especiales - Causas de los
ciclos - Efectos aceleradores y
multiplicadores - Regulación de los
ciclos - Tipos de
inflación - Historia
- Causas
- Efectos
- Medidas de
estabilización - La
pobreza se hace notar - Perspectivas
actuales: masa marginal y empleabilidad - Comentarios
finales - Venezuela
- Bibliografía
Un aspecto político muy relevante se refiere a la
relación entre el desempleo y la inflación. En
teoría,
cuando la demanda de
trabajo se
eleva hasta el punto de que el desempleo es muy bajo y los
empresarios tienen dificultades a la hora de contratar a
trabajadores muy cualificados, los salarios
aumentan, y se elevan los costes de producción y los precios, con
lo que se contribuye al aumento de la inflación; cuando la
demanda se reduce y aumenta el desempleo, se disipan las
presiones inflacionistas sobre los salarios y los costes de
producción. Sin embargo, en contra de esta teoría,
durante los años setenta se produjeron
simultáneamente altas tasas de inflación y
desempleo, una combinación denominada
"estanflación".
El periodo de desempleo masivo más generalizado,
depresivo y serio de los tiempos modernos fue la Gran
Depresión que siguió al crack de Wall Street en
1929. Esta depresión produjo catorce millones de
desempleados en Estados Unidos,
seis en Alemania y
tres en Gran Bretaña. En Australia la crisis fue
especialmente dura, con más de un 35% de la fuerza
laboral
desempleada a principios de la
década de 1930 y muchas de estas personas siguieron sin
trabajo hasta la Segunda Guerra
Mundial. Las distorsiones sociales, la migración
generalizada en busca de empleo y el
extremismo político se hicieron habituales y la muerte por
enfermedades
relacionadas con la malnutrición aumentó
considerablemente en todo el mundo industrializado.
La Gran Depresión provocó importantes
cambios en el comportamiento
que se tenía frente al desempleo; esta nueva actitud se
expresaba en las políticas
del New Deal del presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt,
quien introdujo en su país durante su gobierno la
seguridad
social, el seguro de
desempleo y programas de
trabajo público para utilizar el excedente
laboral.
La recuperación económica producida
gracias a estas medidas demostró que el desempleo, de
hecho, empeoró la depresión al reducir la demanda,
y que el pago del seguro de desempleo era una carga mucho menor
para la economía que la pérdida de poder
adquisitivo que padecían los trabajadores
desempleados.
La depresión también inspiró a John
Maynard Keynes que
escribió su obra maestra, La teoría general del
empleo, el interés y
el dinero
(1936), en la cual establecía que una economía
deprimida continuará a no ser que se revitalice gracias al
gasto
público. De esta manera persuadió a los
gobiernos occidentales para que disminuyeran el desempleo
mediante grandes déficit presupuestarios.
El periodo posterior a la II Guerra Mundial se
caracterizó en Europa por
importantes aumentos del desempleo debidos a la
destrucción, durante la contienda, de muchas industrias, al
regreso de los veteranos de guerra que se
reintegraban a la masa laboral y a una variedad de desajustes
económicos derivados del conflicto. La
ayuda estadounidense del Programa de
Reconstrucción Europea (o Plan Marshall)
contribuyó a los esfuerzos de los países de Europa
occidental para reconstruir sus industrias y proporcionar trabajo
a sus trabajadores.
La mayor parte de los países industrializados no
socialistas tenían bajas tasas de desempleo en los
años cincuenta. En los años sesenta, cuando la tasa
media de desempleo de Estados Unidos era del 5 o del 6%,
sólo Canadá tenía una tasa superior (7%);
Italia
tenía una tasa del 4%, y todas las demás naciones
industriales de Europa occidental, así como Japón,
tenían tasas en torno al 2% o
inferiores.
Los intentos de explicar estas disparidades se centraron
en las diferencias económicas y sociales entre las
naciones, incluyendo las siguientes: las medidas tomadas en los
países europeos para reducir el empleo temporal al
repartir el trabajo a
lo largo del año, la práctica europea de la
colocación de los jóvenes como aprendices o con
acuerdos para aprender trabajos que promovían la
estabilidad laboral, restricciones legales en algunos
países para despedir a los trabajadores, programas de
reciclaje
generalizados para los trabajadores desempleados con el fin de
actualizar sus cualificaciones y la vinculación de los
trabajadores con su trabajo, tanto en Europa como en
Japón. Sin embargo, esta situación se ha revertido,
y en la década de los noventa la tasa de desempleo
estadounidense es mucho menor que la de la mayoría de los
países europeos.
En los países en desarrollo de
Asia,
África y América
Latina existe un problema mucho más serio y
generalizado, que es el del subempleo, es decir, gente empleada a
tiempo parcial
o gente que trabaja en empleos ineficientes o improductivos y que
por tanto reciben bajos ingresos que son
insuficientes para cubrir sus necesidades. Gran parte del
desempleo o del subempleo de los países en desarrollo
suele ir acompañado de migraciones desde los poblamientos
rurales hasta los grandes centros urbanos.
En los países industrializados, con seguros de
desempleo y otros mecanismos que aseguran los ingresos, el
desempleo no provoca tantos problemas como
lo hacía antaño. No obstante, existen signos de que
el desempleo se está convirtiendo en algunos países
desarrollados en un problema mucho más difícil de
solucionar de lo que en un principio se pensaba, especialmente
tras la sustitución del keynesianismo por el monetarismo
como credo económico predominante. Francia,
España
y Gran Bretaña, en concreto, se
enfrentan a la amenaza de lo que parece ser un alto desempleo
estructural irradicable, mientras que en otros países,
como Japón, parece que es posible mantener bajas tasas de
desempleo durante las recesiones mediante prácticas que
muchos países calificarían de suicidas.
El problema de los gobiernos modernos radica en saber
aprovechar los beneficios de la flexibilidad económica y
de la creciente productividad y
al mismo tiempo reducir el número de trabajadores
desempleados, disminuyendo su tiempo de desocupación, manteniendo sus ingresos y
ayudándoles a recuperar un trabajo con cualificaciones
válidas.
La Constitución regula el funcionamiento de
otros órganos constitucionales, pero dotados de
autonomía funcional: 1. La Contraloría General de
la República, que se encarga del control,
vigilancia y fiscalización de los ingresos, gastos y bienes
nacionales. Su actuación se hace a través del
contralor general de la República;
El estudio de la economía puede dividirse en dos
grandes campos. La teoría de los precios, o microeconomía, que explica cómo la
interacción de la oferta y la
demanda en mercados
competitivos determinan los precios de cada bien, el nivel de
salarios, el margen de beneficios y las variaciones de las
rentas.
La microeconomía parte del supuesto de
comportamiento racional. Los ciudadanos gastarán su renta
intentando obtener la máxima satisfacción posible
o, como dicen los analistas económicos, tratarán de
maximizar su utilidad. Por su
parte, los empresarios intentarán obtener el máximo
beneficio posible.
El segundo campo, el de la macroeconomía, comprende los problemas
relativos al nivel de empleo y al índice de ingresos o
renta de un país. El estudio de la macroeconomía
surge con la publicación de La teoría general del
empleo, el interés y el dinero (1935),
del economista británico John Maynard Keynes. Sus
conclusiones sobre las fases de expansión y
depresión económica se centran en la demanda total,
o agregada, de bienes y servicios por
parte de consumidores, inversores y gobiernos. Según
Keynes, una demanda agregada
insuficiente generará desempleo; la solución
estaría en incrementar la inversión de las empresas o del
gasto público, aunque para ello sea necesario tener un
déficit presupuestario.
Se necesitaban nuevas políticas y nuevas
explicaciones, que fue lo que en ese momento proporcionó
Keynes.
En su imperecedera Teoría general sobre el
empleo, el interés y el dinero (1936), aparecía un
axioma central que puede resumirse en dos grandes afirmaciones:
(1) las teorías
existentes sobre el desempleo no tenían ningún
sentido; ni un nivel de precios elevado ni unos salarios altos
podían explicar la persistente depresión
económica y el desempleo generalizado. (2) Por el
contrario, se proponía una explicación alternativa
a estos fenómenos que giraba en torno a lo que se
denominaba demanda agregada, es decir, el gasto total de los
consumidores, los inversores y las instituciones
públicas. Cuando la demanda agregada es insuficiente,
decía Keynes, las ventas
disminuyen y se pierden puestos de trabajo; cuando la demanda
agregada es alta y crece, la economía prospera.
A partir de estas dos afirmaciones genéricas,
surgió una poderosa teoría que permitía
explicar el comportamiento económico. Esta interpretación constituye la base de la
macroeconomía contemporánea.
Puesto que la cantidad de bienes que puede adquirir un
consumidor
está limitada por los ingresos que éste percibe,
los consumidores no pueden ser responsables de los altibajos del
ciclo económico. Por lo tanto, las fuerzas motoras de la
economía son los inversores (los empresarios) y los
gobiernos. Durante una recesión, y también durante
una depresión económica, hay que fomentar la
inversión privada o, en su defecto, aumentar el gasto
público. Si lo que se produce es una ligera
contracción, hay que facilitar la concesión de
créditos y reducir los tipos de
interés (sustrato fundamental de la política
monetaria), para estimular la inversión privada y
restablecer la demanda agregada, aumentándola de forma que
se pueda alcanzar el pleno empleo.
Si la contracción de la economía es
grande, habrá que incurrir en déficit
presupuestarios, invirtiendo en obras públicas o
concediendo subvenciones a fondo perdido a los colectivos
más perjudicados.
Durante el periodo de auge se hace patente el aumento de
la producción. El nivel de empleo, los salarios y los
beneficios crecen a su vez. Los directivos de las empresas
muestran su optimismo mediante la inversión para aumentar
la producción. Sin embargo, a medida que continúa
el auge empiezan a surgir obstáculos que impiden que
éste se prolongue. Por ejemplo, crecen los costes de
producción y la falta de materias primas puede
también limitar la producción; se elevan los tipos
de interés, así como los precios y los consumidores
reaccionan al alza comprando menos.
A medida que el consumo se
queda por debajo del nivel de producción, aumenta el
número de productos
almacenados, lo que provoca una caída de los precios. Las
empresas productoras empiezan a ahorrar y despiden a los
trabajadores. Estos factores conducen a un periodo de
recesión. Los empresarios se vuelven pesimistas
según van cayendo los precios y los beneficios y deciden
ahorrar el dinero en vez de invertirlo, con lo que se suceden los
cortes de producción y el cierre de fábricas, hasta
que el desempleo se generaliza. Estamos en una fase de
depresión.
La recuperación de la depresión puede
estar provocada por varios factores, incluyendo la
reaparición de la demanda de consumo, la
liquidación de los inventarios o una
acción
gubernamental para estimular la actividad económica. A
pesar de que la recuperación suele ser lenta y desigual al
principio, inmediatamente gana fuerza. Los precios suben
más rápido que los costes. El nivel de empleo
crece, proporcionando un mayor poder adquisitivo. La
inversión en las industrias de bienes de consumo aumenta.
El optimismo invade la economía, el deseo de aventurarse
en nuevos negocios
reaparece. Se ha iniciado un nuevo ciclo.
De hecho, el ciclo económico no siempre se
produce de una forma tan clara como en el modelo que
acabamos de exponer, y no hay dos ciclos iguales, sino que
varían considerablemente de uno a otro, tanto en lo que
respecta a la dureza como a su duración. Se pueden
producir ciclos mayores y menores, con duraciones variables.
La depresión económica más dura y
generalizada se produjo en la década de 1930. La Gran
Depresión afectó primero a Estados Unidos, pero se
difundió rápidamente por Europa occidental. De 1933
a 1937 los Estados Unidos empezaron a recuperarse de la
depresión, pero la economía volvió a caer de
1937 a 1938, antes de alcanzar de nuevo sus niveles normales.
Esta recaída se denominó recesión,
término que actualmente se prefiere al de
liquidación. La verdadera recuperación
económica no se hizo patente hasta principios de
1941.
Además del ciclo económico tradicional, a
veces se producen ciclos especiales en algunas industrias. Por
ejemplo, se considera que el sector de la construcción tiene un ciclo que dura entre
16 y 20 años. La prolongada construcción de barrios
marginales agravó dos de las peores depresiones
económicas en Estados Unidos. Por otro lado, el aumento de
la actividad constructora muchas veces ha ayudado a estimular la
recuperación de una depresión.
Algunos economistas creen que existe un ciclo a largo
plazo, que dura aproximadamente cincuenta años.
Los estudios sobre las tendencias económicas
durante el siglo XIX y el principio del siglo XX fueron
realizados por el economista ruso Nikolai Kondratief, quien
analizó el comportamiento de los salarios, las materias
primas, la producción, el consumo, las exportaciones e
importaciones y
otras variables económicas en Francia e Inglaterra. Los
datos que
recogió y analizó parecen establecer la existencia
de ciclos a largo plazo.
Estas "olas" de expansión y contracción se
produjeron durante tres periodos de una media de cincuenta
años cada uno: 1792-1850, 1850-1896 y 1896-1940. Sin
embargo, estos estudios no son definitivos.
Los economistas no intentaron determinar las causas de
los ciclos económicos hasta que la creciente dureza de las
depresiones económicas se convirtió en una de las
principales inquietudes de finales del siglo XIX y principios del
XX. Se sugirió que había dos factores externos que
podían ser los causantes de los ciclos: las manchas
solares y las inclinaciones psicológicas. La teoría
de manchas solares del economista británico William Jevons
llegó a ser aceptada por casi todo el mundo. Según
Jevons, las manchas solares influyen sobre las condiciones
meteorológicas, pues tras periodos de manchas solares las
condiciones climatológicas suelen ser más duras.
Jevons pensaba que las manchas solares determinaban la cantidad y
calidad de las
cosechas, y de esta manera influían sobre la
economía.
Una teoría psicológica de los ciclos
económicos formulada por el economista británico
Arthur Pigou, establecía que el optimismo o pesimismo de
los dirigentes económicos podía influir en las
tendencias de la economía, y algunos políticos han
aceptado decididamente esta teoría. Por ejemplo, durante
los primeros años de la Gran Depresión, el
presidente Herbert Hoover intentó mostrarse optimista
públicamente respecto a la fuerza inherente a la
economía norteamericana, con la esperanza de estimular la
recuperación.
Se han desarrollado diversas teorías
económicas sobre las causas de los ciclos
económicos. Según la teoría del subconsumo,
que se relaciona claramente con el economista británico
John Hobson, la desigualdad en los ingresos provoca el declive
económico. Los mercados se ven inundados con bienes que
los pobres no pueden comprar, al tiempo que los ricos no pueden
consumir todo lo que está a su alcance. Por lo tanto, los
ricos acumulan sus ahorros sin reinvertirlos en la
producción, puesto que existe una demanda insuficiente de
bienes. Esta acumulación del ahorro rompe
el equilibrio
económico y provoca un ciclo de cortes en la
producción.
El economista austriaco-americano Joseph Schumpeter, un
propulsor de la teoría de la innovación, relacionaba el auge de los
ciclos económicos con la aparición de nuevos
inventos que
estimulaban la inversión en las industrias productoras de
bienes de consumo. Puesto que estos nuevos inventos se
desarrollan de manera desigual, las condiciones de la
economía tienen que ser alternativamente expansivas y
recesivas.
Los economistas Friedrich von Hayek y Ludwig von Mises,
nacidos en Austria, se adscriben a la teoría de la
sobreinversión, al sugerir que la inestabilidad es la
consecuencia lógica
del aumento de la producción hasta el punto en el que se
utilizan recursos
ineficientes. Entonces los costes aumentan y, si no pueden
trasladarse a los consumidores, los empresarios reducen la
producción y despiden trabajadores.
Una teoría monetaria de los ciclos
económicos realza la importancia de la oferta de dinero
dentro del sistema
económico. Puesto que muchos negocios tienen que pedir
dinero prestado para funcionar o para aumentar la
producción, la disponibilidad y el coste del dinero
influye en sus decisiones. Sir Ralph George Hawtrey
sugería que los cambios de los tipos de interés
determinaban que los empresarios incrementaran o redujeran sus
inversiones de
capital y de
esta manera afectaban a los ciclos económicos.
Efectos
aceleradores y multiplicadores
Una relación fundamental en todas las
teorías de las fluctuaciones cíclicas
económicas es la que se da entre la inversión y el
consumo. Las nuevas inversiones tienen lo que se denomina un
efecto multiplicador es decir, el dinero invertido en pagar a los
proveedores y
a los asalariados se convierte en el ingreso de éstos, que
a su vez se convierte en el ingreso de terceros a medida que los
asalariados y los proveedores gastan la mayor parte de sus
ingresos. De esta forma se pone en marcha una onda
expansiva.
Análogamente, el creciente nivel de ingresos
gastado por los consumidores tiene un efecto acelerador sobre la
inversión. Una mayor demanda crea mayores incentivos para
aumentar la inversión en la producción, con el fin
de responder a esta demanda. Estos dos factores también
pueden operar negativamente, cuando una menor inversión
disminuye aún más el ingreso total y la menor
demanda de consumo reduce la cantidad de gasto en
inversión.
En casi todos los países desde la Gran
Depresión se han puesto en práctica medidas que
ayudan a evitar las duras recesiones económicas. Por
ejemplo, el seguro de desempleo proporciona a la mayoría
de los trabajadores algunos ingresos cuando se quedan sin
trabajo. La seguridad social
y las pensiones pagadas por muchas organizaciones
proporcionan algunos ingresos a una serie de trabajadores
jubilados. Aunque no son tan poderosos como lo fueran
antaño, los sindicatos
siguen siendo un obstáculo contra la caída
acumulada de los salarios que agravó las anteriores
depresiones económicas. Existen mecanismos para garantizar
los precios de las cosechas (como la política
agrícola común de la Unión
Europea) que protegen a los agricultores de las desastrosas
caídas de sus ingresos.
El gobierno también puede intentar intervenir
directamente para contrarrestar las recesiones. Existen
principalmente tres técnicas
disponibles: la política monetaria, la política
fiscal y la política de rentas. Los economistas
discrepan profundamente respecto a la elección de la
técnica adecuada.
Algunos economistas como el americano Milton Friedman y
otros defensores del monetarismo prefieren la política
monetaria, y ésta es adoptada por los gobiernos
conservadores. La política monetaria consiste en controlar
a través del banco central la
oferta de dinero y los tipos de interés, y éstos
determinan la disponibilidad y el coste de los préstamos
para las empresas. En teoría, la restricción de la
oferta monetaria ayuda a reducir la inflación y el aumento
de la oferta ayuda a recuperarse de una recesión. Cuando
la inflación y la recesión se producen
simultáneamente, —un fenómeno denominado
estanflación— es difícil saber qué
política monetaria aplicar.
El economista americano John Kenneth Galbraith considera
que las medidas más efectivas son las fiscales, como una
mayor imposición a los ricos, y una política de
rentas que busque mantener a bajos niveles tanto los precios como
los salarios, en función
del crecimiento de la productividad. Esta política no ha
tenido mucho éxito
en el periodo posterior a la II Guerra Mundial.
Depresión (economía), periodo
durante el cual un país industrializado presenta una
producción y unas ventas reducidas, y al mismo tiempo
altas tasas de desempleo y de quiebras empresariales. Una
depresión es el punto más bajo de un ciclo
económico. Casi todas las teorías económicas
modernas consideran que las depresiones son el resultado de una
caída de la demanda, junto a una disminución de la
inversión y de los salarios, que reducen el nivel de
consumo. El keynesianismo destaca por su análisis de las condiciones que crean y
prolongan las depresiones. Sin embargo, la economía
marxista siempre ha considerado las depresiones como el
síntoma de la propia naturaleza del
capitalismo.
La depresión más importante se produjo en 1929 y
fue conocida como la Gran Depresión, pero se han producido
otras depresiones (o recesiones) a lo largo de la historia, sobre todo a
partir de la crisis de los precios del petróleo de 1973.
Consumo, en economía, el uso de los bienes
creados mediante la producción. Los economistas suelen
considerar que el consumo es el final del proceso
productivo, el objetivo por
el que se lleva a cabo toda producción. En sentido amplio,
el término incluye tanto el consumo de bienes de capital
—o el uso de bienes como máquinas y
herramientas
para las fábricas que producen otros bienes— y el
consumo no productivo —o utilización de bienes con
propósitos no productivos—. Los economistas
prefieren, en general, restringir el término a su
acepción de consumo no productivo.
El consumo no productivo es el resultado de la
decisión de un individuo o de
una familia de
adquirir determinados bienes y servicios. Análogamente,
puede ser el resultado de la decisión de una ciudad o de
un país o del deseo de establecer determinadas
instalaciones públicas, como carreteras o colegios.
Así, el consumo no productivo incluye tanto el consumo
privado como el consumo público, o consumo social. En una
economía capitalista se subraya la importancia del consumo
privado; en cambio, en las
economías socialistas se resalta la importancia del
consumo social.
Se puede seguir clasificando distintos tipos de consumo
atendiendo a la clase de
bienes que se gastan. Estas clases incluyen los bienes duraderos,
como los coches o los muebles, que tienen una vida media de
más de tres años; el consumo de bienes no duraderos
o perecederos, como los alimentos,
el
petróleo, muchas prendas de vestir, que se desgastan o
usan con relativa rapidez, y por último los servicios,
como puede ser un corte de pelo o los cuidados
médicos.
El estudio del consumo, especialmente el de los
individuos, ha adquirido mayor importancia a lo largo del siglo
XX. En una economía capitalista el nivel y las tasas de
gasto en consumo afectan de forma importante a la
inversión productiva, que a su vez afecta al nivel de
empleo y al grado de prosperidad general. Además, las
pautas de compra de los consumidores determinan las clases y
cantidades de bienes que se producen.
Puesto que si se produce en abundancia es para que se
consuma, y ya que no puede haber consumo sin producción,
los importantes procesos de
producción y consumo están íntimamente
correlacionados. Cuando la producción es insuficiente, el
consumo está limitado, y por tanto se crean problemas
porque hay necesidades humanas que no están cubiertas. Una
subproducción puede provocar subconsumo debido a la
carencia de bienes de consumo, mientras que la
sobreproducción puede provocar una crisis económica
si se reduce el poder adquisitivo de la gente, y por tanto
también puede llevar a una situación de
subconsumo.
Producción, en Economía,
creación y procesamiento de bienes y mercancías,
incluyéndose su concepción, procesamiento en las
diversas etapas y financiación ofrecida por los bancos. Se
considera uno de los principales procesos económicos,
medio por el cual el trabajo humano crea riqueza. Respecto a los
problemas que entraña la producción, tanto los
productores privados como el sector
público deben tener en cuenta diversas leyes
económicas, datos sobre los precios y recursos
disponibles. Los materiales o
recursos utilizados en el proceso de producción se
denominan factores de producción.
Sector público, empresas e instituciones
que dependen de el Estado en
una economía nacional. La actividad económica del
sector público abarca todas aquellas actividades que el
Estado
(administración local y central) y sus
empresas (por ejemplo, las empresas privadas nacionalizadas)
posee o controla. El papel y el volumen del
sector público dependen en gran medida de lo que en cada
momento se considera que constituye el interés
público; ello requiere definir con antelación el
ámbito de ese interés general. Lo normal es que el
sector público constituya un elevado porcentaje de la
economía de un país e influya sobre la actividad
económica global. Por ejemplo, el gobierno puede limitar
el crecimiento de los salarios de los funcionarios para evitar
aumentos de la inflación, realizando así una
política de precios y rentas extraoficial o informal. A
partir de la II Guerra Mundial muchos países
fomentaron el crecimiento del sector público en detrimento
del sector privado, pero a partir de la década de 1980
esta tendencia se revirtió y se favoreció la
privatización, sustituyendo así la
anterior política de nacionalizaciones. Este
fenómeno se ha generalizado en Latinoamérica e incluso en los antiguos
países comunistas de Europa del Este y en países
comunistas como China. Esta
política presupone que el sector privado, debido a la
competencia entre
empresas, es capaz de producir con mayor eficacia y con
menores costes que el sector público, cuya flexibilidad
para reaccionar ante los cambios del mercado
está limitada por la burocracia. Sin
embargo, en algunos casos los gobiernos pueden preferir el
mantenimiento
de empresas públicas, aunque sean menos eficientes, por
temor a las consecuencias políticas que podría
ocasionar una apertura del sistema, como ocurre en China, que
ante el peligro de la inestabilidad social que provocaría
una alta tasa de desempleo, mantiene empresas públicas
ineficientes que incurren en enormes pérdidas año
tras año. En Latinoamérica, las empresas del sector
público tuvieron un papel estabilizador y regulador
durante las décadas de posguerra e inclusive en la
década de 1960. A partir de allí, y debido a varios
factores internos y externos, las empresas públicas
comenzaron a generar enormes pérdidas a lo que se
sumó una galopante hiperinflación relacionada con la
emisión descontrolada de moneda.
Factores de producción, medios
utilizados en los procesos de producción. De forma
habitual, se consideran tres: la tierra
(bienes inmuebles), el trabajo y el capital (por ejemplo, una
inversión en maquinaria); a veces se considera que la
función empresarial es el cuarto factor de
producción. La disponibilidad relativa de estos factores
en un país (su dotación de factores) es uno de los
aspectos más determinantes de la inversión y el
comercio
internacional. Para que una empresa logre
sus objetivos
tiene que conseguir la mejor combinación de los factores
de producción disponibles. Esta combinación
variará a lo largo del tiempo y dependerá de la
necesidad de crecimiento, de la disponibilidad de mano de obra
cualificada y de la experiencia de los gestores, de las nuevas
tecnologías y de los precios de mercado de los
distintos factores de producción.
Inflación y deflación, en
Economía, término utilizado para describir un
aumento o una disminución del valor del
dinero, en relación a la cantidad de bienes y servicios
que se pueden comprar con ese dinero.
La inflación es la continua y persistente subida
del nivel general de precios y se mide mediante un índice
del coste de diversos bienes y servicios. Los aumentos reiterados
de los precios erosionan el poder adquisitivo del dinero y de los
demás activos
financieros que tienen valores fijos,
creando así serias distorsiones económicas e
incertidumbre. La inflación es un fenómeno que se
produce cuando las presiones económicas actuales y la
anticipación de los acontecimientos futuros hacen que la
demanda de bienes y servicios sea superior a la oferta disponible
de dichos bienes y servicios a los precios actuales, o cuando la
oferta disponible está limitada por una escasa
productividad o por restricciones del mercado. Estos aumentos
persistentes de los precios estaban, históricamente,
vinculados a las guerras,
hambrunas, inestabilidades políticas y a otros hechos
concretos.
La deflación implica una caída continuada
del nivel general de precios, como ocurrió durante la Gran
Depresión de la década de 1930; suele venir
acompañada por una prolongada disminución del nivel
de actividad económica y elevadas tasas de desempleo. Sin
embargo, las caídas generalizadas de los precios no son
fenómenos corrientes, siendo la inflación la
principal variable macroeconómica que afecta, actualmente,
tanto a la planificación privada como a la
planificación pública de la
economía.
Cuando la subida de los precios sigue una tendencia
gradual y lenta, con una media anual de unos pocos puntos
porcentuales, no se considera que esta inflación sea una
seria amenaza para el progreso económico y social. Puede
incluso llegar a estimular la actividad económica: la
sensación de que la renta personal
está creciendo por encima de la productividad puede
estimular el consumo; la inversión en la compra de
viviendas puede aumentar, al anticiparse la apreciación
futura de los precios; la inversión de las empresas de
negocios en fábricas y maquinaria puede crecer, puesto que
los precios aumentan por encima de los costes, y los individuos,
las empresas y los gobiernos que piden prestado descubren que
pagarán los préstamos con dinero que tendrá
un menor poder adquisitivo, por lo que tendrán un mayor
incentivo para pedir dinero prestado.
Más preocupante resulta el crecimiento de la
inflación que implica mayores subidas de precios, con
medias anuales entre el 10 y el 30% en algunos países
industrializados, e incluso del cien por cien en algunos
países en vías de desarrollo. La inflación
crónica tiende a perpetuarse, aumentando aún
más a medida que las distorsiones económicas y las
expectativas pesimistas se van acumulando. Para hacer frente a
esta inflación crónica se frenan las actividades
normales de la economía: los consumidores compran bienes y
servicios para evitar los precios futuros; la especulación
sobre la propiedad
aumenta; las empresas se centran en inversiones a corto plazo;
los incentivos para ahorrar, adquirir pólizas de seguros,
planes de pensiones, o bonos a largo
plazo son menores puesto que la inflación erosiona su
rentabilidad
futura; los gobiernos aumentan sus gastos corrientes
anticipándose a menores ingresos en el futuro; los
países que dependen de sus exportaciones pierden ventajas
competitivas en el comercio
internacional, lo que les obliga a emprender medidas
proteccionistas y controles de la unidad monetaria
arbitrarios.
Bajo su forma más extrema, los aumentos
persistentes de los precios pueden convertirse en lo que se
denomina hiperinflación, provocando la crisis de todo el
sistema económico. La hiperinflación que se produjo
en Alemania tras la I Guerra Mundial, por ejemplo,
provocó que la cantidad de dinero en circulación
aumentara más de siete mil millones de veces, y que los
precios se multiplicaran por más de diez mil millones en
16 meses antes de noviembre de 1923. Otros ejemplos de
hiperinflación son los fenómenos que se produjeron
en Estados Unidos y en Francia a finales del siglo XVIII; en la
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas
(URSS) y en Austria tras la I Guerra Mundial; en
Hungría, China y Grecia tras la
II Guerra Mundial; y en algunos países en vías
de desarrollo en los últimos años. Esta
situación fue particularmente intensa en algunos
países de América
Latina, como México,
Argentina o Brasil, a partir
de la década de 1960. Cuando se produce una
hiperinflación, el crecimiento del dinero y de los
créditos aumenta de forma explosiva, destruyendo los
vínculos con los activos reales y obligando a volver a
complejos acuerdos de trueque. A medida que los gobiernos
intentan hacer frente a los pagos de los programas de gasto
incrementados, expandiendo la demanda, la financiación
inflacionista de los déficit presupuestarios distorsiona
la estabilidad económica, social y
política.
Una forma de inflación de importancia
histórica fue la que se produjo en la época del
bimetalismo y del patrón oro que
consistía en la deflación monetaria cuando el
gobernante reducía la cantidad de metal precioso que
llevaban las monedas. Esta actuación permitía
asegurar al Estado beneficios a corto plazo, puesto que
éste podía utilizar la misma cantidad de metales preciosos
para acuñar más monedas, pero, a largo plazo, esto
aumentaba el nivel general de precios debido a la ley de Gresham
según la cual "el dinero malo desplaza al bueno". Estas
deflaciones monetarias solían deberse a los esfuerzos
bélicos de los gobiernos, lo cual explica parcialmente la
correlación de la inflación con la inestabilidad
política. La entrada de plata en Europa proveniente del
Nuevo Mundo en el siglo XVI también se asocia con los
aumentos graduales de los precios que se produjeron en aquella
época, cuando el valor de los metales preciosos
tendía a disminuir, pero esta teoría no es aceptada
de forma general. En la actualidad, los gobiernos hacen lo mismo
cuando emiten más dinero del necesario, o cuando, de
cualquier otra forma, modifican el valor del dinero.
Los ejemplos de inflación y deflación son
numerosos a lo largo de la historia, pero no hay registros fiables
para medir las oscilaciones de los niveles de precios antes de la
edad media.
Los historiadores económicos afirman que los siglos XVI y
XVII fueron periodos con alta inflación a largo plazo en
Europa, aunque las tasas medias anuales del 1 o 2% son tasas
despreciables en relación con las actuales. Los
principales cambios se produjeron durante la Guerra de Independencia
de Estados Unidos, cuando los precios aumentaron a tasas medias
del 8,5% mensual y durante la Revolución
Francesa, cuando los precios aumentaron en Francia a tasas
del 10% mensual. Estos breves periodos inflacionistas eran
seguidos de largos periodos en los que se alternaban las
inflaciones y deflaciones a nivel internacional, siempre
vinculadas a hechos económicos o políticos
concretos.
En relación con los patrones de inflación
que se han dado a lo largo de la historia, el periodo posterior a
la II Guerra Mundial se ha caracterizado por niveles de
inflación relativamente altos en muchos países y,
desde mediada la década de 1960, se ha mantenido, en casi
todos los países industrializados, una tendencia hacia la
inflación crónica. Por ejemplo, desde 1965 hasta
1978, el índice de precios al consumo en Estados Unidos se
ha situado en una tasa media anual del 5,7%, con un máximo
del 12,2% en 1974. En Gran Bretaña, la inflación
también alcanzó un máximo en 1974, a
raíz del alza de los precios del petróleo,
que aumentaron a una tasa superior al 25%. Otros países
industrializados padecieron alzas similares en sus niveles de
precios, pero algunos países como Alemania Occidental
(actualmente parte de la reunificada República Federal de
Alemania) consiguieron impedir que se produjera una
inflación crónica. Debido a la actual integración de las economías de la
mayoría de los países, la disparidad de inflaciones
refleja la relativa eficacia de las distintas políticas
económicas nacionales.
Esta tendencia inflacionista desfavorable
consiguió revertirse en casi todos los países
industrializados a mediados de la década de 1980. Las
políticas fiscales de austeridad y las restrictivas
políticas monetarias emprendidas a principios de la
década, se combinaron con las drásticas
caídas de los precios del petróleo y de los precios
de los bienes para lograr que las tasas medias de
inflación descendieran hasta el 4%. Los países de
América Latina, en su mayoría, experimentaron tasas
de inflación crecientes a partir de la segunda mitad de la
década de 1950. La variación anual del
índice de precios al consumo sufrió violentos
cambios en países como Argentina; desde el año 1975
hasta finales de 1980 pasó de un 43,5% a un 178,3%;
México en el año 1982 llegó a tener una
inflación del 58,9%; Perú, a partir de 1978, tuvo
una inflación creciente alcanzando el 75,4% en 1981;
Brasil llegó al 105,6% el año 1981.
La inflación de demanda es aquel fenómeno
que ocurre cuando la demanda excede a la oferta, forzando el
aumento de los precios y de los salarios, así como el
coste de los materiales, los costes de funcionamiento y los
financieros. La inflación de costes se produce cuando los
precios aumentan para poder hacer frente a los costes totales
manteniendo los márgenes de beneficios. Se puede generar
una espiral inflacionista cuando las instituciones y los grupos de
presión reaccionan ante cada nueva subida de precios.
Se producirá una deflación cuando se consiga
revertir la espiral inflacionista.
Para poder explicar por qué cambian los
determinantes de la oferta y demanda
los economistas han llegado a establecer hasta tres tipos de
teorías: del lado de la demanda, la teoría
cuantitativa del dinero y el nivel agregado de los ingresos; y
las variables de productividad y costes del lado de la oferta.
Los defensores del monetarismo piensan que los cambios en el
nivel de precios reflejan las fluctuaciones de la cantidad de
dinero disponible, cantidad que se suele definir como la cantidad
de dinero en efectivo en circulación más los
depósitos bancarios. Defienden que, para mantener el nivel
de precios estable, la oferta de dinero tiene que aumentar a una
tasa constante y coherente con la capacidad productiva real de la
economía. Los detractores de esta teoría afirman
que las variaciones en la oferta de dinero son una respuesta y no
la causa de las variaciones en el nivel de precios.
La teoría basada en el nivel agregado de ingresos
está fundamentada en la obra del economista
británico John Maynard Keynes, publicada en la
década de 1930. Según la teoría keynesiana,
o keynesianismo, las variaciones de la renta nacional determinan
las tasas de consumo e inversión; así pues, el
gasto público llevado a cabo por el gobierno, así
como sus políticas impositivas, deben estar encaminadas a
mantener en su totalidad los niveles de empleo y el máximo
nivel de producción posible. Por lo tanto, la oferta
monetaria debe ajustarse para financiar el nivel deseado de
crecimiento
económico y para evitar las crisis financieras y los
altos tipos de interés que frenan tanto el consumo como la
inversión. El gasto público y las políticas
impositivas pueden utilizarse, según esta teoría,
para impedir tanto la inflación como la deflación,
al ajustar la oferta a la demanda.
La tercera teoría se centra en las variables del
lado de la oferta relacionadas con la disminución de la
productividad. Estas variables incluyen la tasa de
inversión de capital a largo plazo y el desarrollo
tecnológico; las variaciones en la calidad y edad de los
trabajadores; el cambio de actividades productivas; la
rápida proliferación de regulaciones
gubernamentales; la inversión en actividades no
productivas en lugar de en actividades productivas; la creciente
escasez de
determinadas materias primas; los desarrollos políticos y
sociales que reducen los incentivos para trabajar; y varias
distorsiones económicas relacionadas con problemas
monetarios y de comercio internacional, con aumentos elevados de
los precios del petróleo y con desastres
naturales que reducen las cosechas a escala mundial.
Estos temas relacionados con la oferta son importantes a la hora
de diseñar políticas monetarias y
fiscales.
Los efectos de la inflación y la deflación
son varios y cambian a lo largo del tiempo. Normalmente, la
deflación es debida a una caída en la
producción y a un aumento del desempleo. Los menores
precios debidos a la deflación pueden llegar a aumentar el
consumo, la inversión y el comercio
exterior, pero sólo si se corrigen las causas
fundamentales que provocaron el inicio de la
deflación.
Al principio, la inflación provoca un aumento de
los beneficios, puesto que los salarios y los demás costes
se modifican en función de las variaciones de precios, y
por lo tanto se alteran después de que los precios hayan
variado, lo que provoca aumentos en la inversión de
capital y en los pagos de dividendos e intereses. Puede que el
gasto de los individuos también aumente debido a la
sensación de que más vale comprar ahora porque
después será más caro; la apreciación
potencial de los precios de los bienes duraderos puede atraer a
los inversores. La inflación nacional puede, de forma
temporal, mejorar la situación de la balanza
comercial si se puede vender la misma cantidad de bienes a
mayores precios. Los gastos del gobierno también aumentan
porque suelen estar explícita, o implícitamente,
relacionados con las tasas de inflación para mantener el
valor real de las transferencias y servicios que proporciona el
gobierno. Los funcionarios también pueden prever la
inflación y por lo tanto establecer mayores necesidades
presupuestarias previendo unos menores ingresos impositivos
reales debido a la inflación.
Sin embargo, a pesar de estas ganancias temporales, la
inflación distorsiona la actividad económica
normal; cuanto menos regular sea la tasa de inflación,
mayor serán estas distorsiones. Normalmente, los tipos de
interés reflejan la tasa de inflación esperada;
cuanto mayor sea ésta, más altos serán los
tipos de interés y más aumentarán los costes
de las empresas, además de disminuir los gastos de consumo
y el valor real de los bonos y las acciones. Los
mayores tipos de interés en las hipotecas y el aumento del
precio de los
alquileres disminuye la tasa de construcción de
viviendas.
La inflación disminuye el poder adquisitivo de
los ingresos y de los activos financieros, por lo que reduce el
consumo, sobre todo si los consumidores no pueden, o no quieren,
acudir a sus ahorros o aumentar el volumen de sus deudas. La
inversión de las empresas también disminuye a
medida que la actividad económica se reduce, y los
beneficios son menores porque los trabajadores demandan un
aumento de sus salarios mediante cláusulas que obligan a
los empresarios a defender a los trabajadores de la
inflación crónica mediante subidas salariales
automáticas en función del aumento del coste de la
vida. Los precios de casi todas las materias primas responden
rápidamente ante señales
inflacionistas. Los mayores precios de los bienes que se exportan
pueden disminuir las ventas en el exterior, creando
déficit comerciales y problemas en los tipos de cambio. La
inflación es uno de los principales determinantes de los
ciclos económicos que provocan distorsiones en el nivel de
precios y de empleo, así como una incertidumbre
económica a nivel mundial.
Los efectos de la inflación sobre el bienestar
individual dependen de muchas variables. Aquellas personas que
tienen ingresos relativamente fijos, sobre todo cuando pertenecen
a los grupos de menores
ingresos, están muy afectadas por la creciente
inflación, mientras que aquellas que tienen ingresos
flexibles pueden mantener su nivel de bienestar e incluso
mejorarlo. Aquellas personas cuyos ingresos provienen de activos
con valores nominales fijos, como las cuentas de
ahorro, las pensiones, las pólizas de seguros y los
instrumentos financieros a largo plazo padecen una pérdida
de riqueza real; sin embargo, aquellos activos cuyo valor es
variable, como la propiedad inmobiliaria, las obras de arte, las
materias primas y los bienes duraderos pueden experimentar
subidas de precios iguales o superiores al alza del nivel general
de precios. Los trabajadores del sector privado exigirán
que sus contratos
laborales lleven cláusulas de ajuste que permitan que sus
salarios no padezcan la subida del coste de la vida. Los
prestatarios suelen beneficiarse de los efectos de la
inflación, mientras que los prestamistas pierden dinero,
ya que los préstamos hipotecarios, personales, comerciales
y públicos se pagarán con un dinero que
tendrá menor poder adquisitivo y los tipos de
interés aumentarán después de que los
precios se hayan incrementado. La toma de
decisiones económicas, tanto pública como
privada, puede depender de un factor psicológico
inflacionista.
Cualquier intento serio de atacar la inflación
implicará dificultades y riesgos,
siendo además un proceso largo porque las medidas
restrictivas tienden a reducir la producción y el empleo
antes de que se hagan patentes los beneficios. Por otra parte,
las medidas fiscales y monetarias expansivas tienden a aumentar
el nivel de actividad económica antes de que aumenten los
precios. Estos riesgos económicos y políticos
explican por qué predominan las políticas
expansionistas.
Las medidas de estabilización anulan los efectos
de la inflación y la deflación al restablecer el
nivel normal de actividad económica. Para que sean
efectivas, estas medidas tienen que ser permanentes y no
solamente ajustes temporales que, a menudo, no consiguen
más que agravar las variaciones cíclicas. El
requisito indispensable para luchar contra la inflación
implica que la cantidad de dinero y de créditos crezca a
una tasa estable en función de las necesidades de
crecimiento de la economía real y financiera. Los bancos
centrales pueden determinar, a largo plazo, la disponibilidad de
dinero y créditos controlando las reservas financieras
necesarias, y con otro tipo de medidas. La restricción
monetaria durante las recesiones cíclicas permite la
recuperación financiera. Sin embargo, las autoridades
monetarias no pueden imponer la estabilidad económica si
la inversión y el consumo privados siguen creando
presiones inflacionistas o deflacionistas, o si el resto de la
política
económica entra en contradicción con la
política monetaria anti-inflacionista. El gasto
público y la política impositiva tienen que ser
coherentes con la actuación monetaria con el fin de lograr
estabilidad y evitar excesivas oscilaciones en la política
económica.
Concretamente, los gobiernos tienen que financiar sus
enormes déficit presupuestarios o bien pidiendo prestado o
bien emitiendo dinero. Si se adopta esta última medida,
las presiones inflacionistas aparecen inevitablemente. La
única forma de lograr que las medidas de
estabilización sean efectivas es manteniendo una
política monetaria y fiscal estable
y coordinada.
También es necesario emprender medidas desde el
lado de la oferta para luchar contra la inflación y evitar
los efectos de estancamiento económico debidos a la
deflación. Entre las posibles medidas a tomar desde el
lado de la oferta se encuentran las medidas incentivadoras del
ahorro y la inversión; mayor gasto para el desarrollo y la
aplicación de nuevas tecnologías; la mejora de las
técnicas de gestión
y de la productividad del trabajo a través de la educación y las
prácticas laborales; mayores esfuerzos para mantener
estable el valor de las materias primas y para desarrollar nuevos
recursos; y la reducción de la excesiva regulación
gubernamental.
Algunos analistas recomiendan la aplicación de
políticas de rentas para luchar contra la
inflación. Estas políticas abarcan desde las
imposiciones gubernamentales sobre niveles de precios, salarios,
rentas y tipos de interés hasta los incentivos fiscales, o
simplemente recomendaciones hechas por el gobierno. Algunos
afirman que la intervención del gobierno podría
complementar las principales medidas económicas monetarias
y fiscales, pero los críticos de esta postura
señalan las ineficiencias de los anteriores programas de
control en los países desarrollados. Entra en lo posible
que las futuras medidas de estabilización se
basarán en coordinar las políticas monetarias y
fiscales y en aumentar los esfuerzos desde el lado de la oferta
para mantener la productividad y desarrollar nuevas
tecnologías.
Todos los temas relacionados con la inflación, la
deflación y las políticas asociadas con estas
problemáticas están adquiriendo mayor importancia
debido a la creciente movilidad de la inversión y a la
especulación de los mercados internacionales que cada vez
están más interrelacionados, sobre todo en las
últimas décadas del siglo XX. Dado que las finanzas
internacionales pueden cambiar el valor de una moneda en
cuestión de minutos, o llevar a un país a la crisis
económica, la gestión
empresarial está adquiriendo un papel relevante a la
hora de lograr la estabilidad económica.
Servicios sociales, en un sentido amplio, es la
prestación de servicios sanitarios y educativos, la
protección social del trabajo y la vivienda, los seguros y
subsidios de renta, y la asistencia social individual; la
finalidad de los servicios sociales es satisfacer determinadas
necesidades humanas en una comunidad. En un
sentido restringido, los servicios sociales son actividades
técnicas organizadas por las administraciones
públicas y enmarcadas dentro de las políticas de
bienestar social (véase Política
social), cuyo objetivo es la prevención,
rehabilitación o asistencia de individuos, familias o
grupos
sociales con amplias carencias y demandas, en pro de la
igualdad de
oportunidades, la realización personal, la
integración social y la solidaridad. Los
servicios sociales cubren los siguientes sectores de población: mujer, menores,
juventud,
tercera edad, minusválidos, toxicómanos,
delincuentes y reclusos, minorías étnicas,
emigrantes y personas en situación de pobreza y
marginalidad.
La familia ha sido la principal fuente de asistencia y
provisión de servicios a lo largo de toda la historia de
la humanidad. Sin embargo, siempre existió la
polémica sobre la entidad que debía
responsabilizarse a nivel suprafamiliar: el Estado, la Iglesia o
la
administración local. La caridad y la beneficencia
pública son un producto
fundamental de la sociedad
medieval, en la que existía una red de gobierno local
más organizada y compleja que en el Imperio romano,
más centralizado, aunque el florecimiento de los Estados
(desde pequeños principados a amplias jurisdicciones) ya
dejaba entrever el auge del Estado de bienestar de la era
moderna.
En Europa, durante el Antiguo Régimen, la Iglesia
fue la principal responsable de la asistencia social y de la
provisión de servicios sociales a la comunidad. En el
siglo XIX, el auge de conceptos como clase social y sociedad, la
centralización de la administración del Estado y las nuevas
experiencias de mutualismo patronal y obrero culminarían
en reformas fundamentales (como la de Bismarck en la Alemania de
1881 o, a principios del siglo XX, la de Lloyd George y Attlee en
Gran Bretaña) surgiendo el embrión de la Seguridad
Social y posteriormente el moderno Estado de
bienestar.
Tradicionalmente, la mayor parte de los servicios
sociales no estaban gestionados por el Estado, y un alto
número de asistentes o trabajadores sociales (véase
Trabajo social)
eran familiares y vecinos. El avance de la medicina y
la ciencia
aumentó las esperanzas de vida de la población, y
el papel de las familias y vecinos lo realizaron funcionarios del
Estado, como enfermeras, maestros o policías.
El grado de desarrollo de los servicios sociales, como
la sanidad o la educación, y el nivel
de colaboración entre la administración central (el
Estado) y las administraciones locales (ayuntamientos,
comunidades, etcétera), así como entre las
organizaciones voluntarias, varía de manera considerable
según el país.
En las sociedades
occidentales con derechos sociales amplios,
donde impera el Estado de bienestar, el mantenimiento de los
servicios sociales también provoca fuertes controversias.
El porcentaje habitual de la renta nacional invertido en
servicios sociales por los países económicamente
más avanzados es del 30 por ciento. Sin embargo,
actualmente algunos gobiernos están interesados en reducir
sus gastos sociales para que la comunidad libere al Estado de
gran parte de las cargas de asistencia social y servicios
sociales, pero, hay que tener presente que estas medidas implican
no reconocer estos servicios como derechos inalienables de los
ciudadanos. Por otro lado, expertos en el tema han demostrado que
la inversión en bienestar social va unida al progreso
económico, ya que los países que mantienen altos
gastos sociales tienen asimismo un rápido crecimiento
económico. En consecuencia, el gasto social, más
que constituir la causa de una crisis económica, forma
parte de su solución.
Renta nacional, en teoría
económica, ingresos netos totales obtenidos por la
población de un país al producir el output nacional
de bienes y servicios durante un periodo de tiempo, normalmente
el año natural.
Cálculo de la renta nacional
Las cifras de la renta nacional provienen de la cifra
básica denominada producto nacional bruto (PNB) y son el
resultado de una serie de sumas y restas a partir de esa cifra.
Los economistas suelen calcular las cifras de renta desde dos
perspectivas distintas. En una de ellas las cifras de renta son
la suma total anual pagada a los factores de producción:
la renta de la tierra, los
salarios del trabajo, los intereses del capital y los beneficios
de los empresarios. Una segunda perspectiva para el cálculo de
la renta nacional es el valor monetario total neto de la
producción nacional de bienes y servicios. La igualdad
entre renta nacional y producto nacional se debe a que la renta y
el producto son dos caras de la misma actividad de
producción.
Una preocupación de índole estadística se refiere al cálculo
del valor. La dificultad deriva del hecho de que el valor de un
producto final incluye el de sus partes integrantes. Se tiene por
lo tanto que evitar la doble contabilización de forma que
se incluya únicamente el valor del producto
final.
De la cifra que expresa el valor de la renta nacional se
excluye el valor de las transacciones que no reflejan un pago a
los factores de producción o que no añaden valor al
producto nacional, como pueden ser las herencias, los regalos o
las ganancias de capital provenientes de los activos.
Las estadísticas de la renta nacional pueden
tomarse como un índice de la prosperidad de una nación
si los precios utilizados para calcular la renta y el producto
son un indicador razonable del bienestar económico del
país y de los cambios en los precios y en la calidad de
los bienes. Al comparar los totales de la renta nacional para
varios años hay que prestar atención al poder adquisitivo de los valores
que representan estas cifras o, como se suele denominar, a la
renta nacional real.
Página siguiente |