Partes: 1, , 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9
Alcide Jolivet, que ya estaba presto para lanzarse, se
detuvo, y Nadia, que no les había visto porque llevaba el
rostro medio velado por sus cabellos, pasó por delante del
Emir sin llamar su atención.
Después de Nadia llegó Marfa Strogoff y,
como no se lanzó al suelo con
suficiente rapidez, los guardias la empujaron
brutalmente.
Marfa Strogoff cayó al suelo.
Su hijo tuvo un movimiento tan
terrible que los soldados que le guardaban apenas pudieron
dominarlo.
Pero la vieja Marfa se levantó y ya iba a
retirarse cuando intervino Ivan Ogareff, diciendo:
-¡Que se quede esta mujer!
En cuanto a Nadia, fue devuelta entre la multitud de
prisioneros sin que la mirada de Ivan Ogareff se posara sobre
ella.
Miguel Strogoff fue entonces empujado delante del Emir y
allí se quedó de pie, sin bajar la
vista.
-¡La frente a tierra! -le
gritó Ivan Ogareff.
-¡No! -respondió Miguel
Strogoff.
Dos guardias quisieron obligarle a inclinarse, pero
fueron ellos los que se vieron lanzados contra el suelo por la
fuerza de
aquel robusto joven.
Ivan Ogareff avanzó hacia Miguel Strogoff,
diciéndole:
-¡Vas a morir!
-¡Yo moriré -respondió fieramente
Miguel Strogoff-, pero tu rostro de traidor, Ivan, llevará
para siempre la infamante marca del
knut!
Ivan Ogareff, al oír esta respuesta,
palideció intensamente.
-¿Quién es este prisionero?
-preguntó el Emir con una voz que por su calma era
todavía más amenazadora.
-Un espía ruso -respondió Iva'n
Ogareff.
Al hacer de Miguel Strogoff un espía ruso,
sabía que la sentencia dictada contra él
sería terrible.
Miguel Strogoff se había lanzado sobre Ivan
Ogareff, pero los soldados lo retuvieron.
El Emir hizo entonces un gesto ante el cual se
inclinó toda la multitud. Despues, a una señal de
su mano, le llevaron el Corán; abrió el libro sagrado
y puso un dedo sobre una de las páginas.
Para el pensamiento de
aquellos orientales, era el destino, o mejor aún, el mismo
Dios, quien iba a decidir la suerte de Miguel Strogoff. Los
pueblos de Asia central dan
el nombre de fal a esta práctica. Después de
haber interpretado el sentido del versículo que
había tocado el dedo del juez, aplicaban la sentencia,
cualquiera que fuese.
El Emir había dejado su dedo apoyado sobre la
página del Corán. El jefe de los ulemas,
aproximándose, leyó en
voz alta un versículo que terminaba con estas
palabras.
«Y no verá más las cosas de la
tierra.»
-Espía ruso -dijo Féofar-Khan-, has venido
para ver lo que pasa en un campamento tártaro ¡Pues
abre bien los ojos! ¡Ábrelos!
5
«¡ABRE BIEN LOS OJOS!
¡ABRELOS!»
Miguel Strogoff, con las manos atadas, era mantenido
frente al trono del Emir, al pie de la terraza.
Su madre, vencida al fin por tantas torturas
físicas y morales, se había desplomado, no osando
mirar ni escuchar nada.
«¡Abre bien los ojos!
¡Ábrelos!», había dicho
Féofar-Khan, tendiendo el amenazador dedo hacia Miguel
Strogoff.
Sin duda, Ivan Ogareff, que estaba al corriente de las
costumbres tártaras, había comprendido el
significado de aquellas palabras, porque sus labios se
habían abierto durante un instante con una cruel sonrisa.
Después, había ido a situarse tras
Féofar-Khan.
Un toque de trompetas se dejó oír
enseguida. Era la señal de que comenzaba el
espectáculo.
– ¡He aquí el ballet! -dijo Alcide Jolivet
a Harry Blount-, pero contrariamente a todas las costumbres,
estos bárbaros lo dan antes del drama.
Miguel Strogoff tenía la orden de mirar y
miro.
Una nube de bailarinas irrumpió entonces en la
plaza y empezaron a sonar los acordes de diversos instrumentos
tártaros. La dutara, especie de mandolina de mango
largo de madera de
moral, con dos
cuerdas de seda retorcida y acordadas por cuartas; el
kobize, violoncelo abierto en su parte anterior,
guarnecido de crines de caballo, que un arco hacía vibrar;
la tschibizga, flauta larga, de caña, y trompetas,
tambores y batintines, unidos a la voz gutural de los cantores,
formando una armonía extraña a la que se agregaron
también los acordes de una orquesta aérea,
compuesta por una docena de cometas que, suspendidas por cuerdas
que partían de su centro, sonaban al impulso de la brisa,
como arpas eólicas.
Enseguida comenzaron las danzas.
Las bailarinas eran todas de origen persa y, como no
estaban sometidas a esclavitud,
ejercían su profesión libremente. Antes figuraban
con carácter oficial en las ceremonias de la
corte de Teherán, pero desde el advenimiento al trono de
la familia
reinante estaban casi desterradas del reino y se veían
obligadas a buscar fortuna en otras partes.
Vestían su traje nacional y, como adorno,
llevaban profusión de joyas. De sus orejas pendían,
balanceándose, pequeños triángulos de oro con largos
colgantes; aros de plata con esmaltes negros rodeaban sus
cuellos; sus brazos y piernas estaban ceñidos por ajorcas,
formadas por una doble hilera de piedras preciosas; y ricas
perlas, turquesas y coralinas pendían de los extremos de
las largas trenzas de sus cabellos. El cinturón que les
oprimía el talle iba sujeto con un brillante broche,
parecido a las placas de las grandes cruces europeas.
Unas veces solas y otras por grupos,
ejecutaron muy graciosamente varias danzas. Llevaban el rostro
descubierto pero, de vez en cuando, lo cubrían con un
ligero velo, de tal manera que hubiera podido decirse que una
nube de gasa pasaba sobre todos aquellos ojos brillantes, como el
vapor por un cielo tachonado de luminosas estrellas.
Algunas de estas persas llevaban, a modo de echarpe, un
tahalí de cuero bordado
en perlas, del que pendía un pequeño saco en forma
triangular, con la punta hacia abajo, que ellas abrían en
determinados momentos para sacar largas y estrechas cintas de
seda de color escarlata y
en las cuales podían leerse, en letras bordadas, algunos
versículos del Corán.
Estas cintas, que las bailarinas se pasaban de unas a
otras, formaban un círculo en el que penetraban otras
bailarinas y, al pasar por delante de cada uno de los
versículos, practicaban el precepto que contenía,
ya postrándose en tierra, ya dando un ligero salto, como
para ir a tomar asiento entre las huríes del cielo de
Mahoma.
Pero lo más notable, que sorprendió a
Alcide Jolivet, fue que aquellas persas se mostraban, en lugar de
fogosas, indolentes. Les faltaba entusiasmo y, tanto por el
género
de las danzas como por su ejecución, recordaban más
a las apacibles y decorosas bayaderas de la India que a
las apasionadas almeas de Egipto.
Terminada esta primera parte de la fiesta, oyóse
una voz que, con grave entonacion, dijo:
-¡Abre bien los ojos!
¡Ábrelos!
El hombre que
repetía las palabras del Emir era un tártaro de
elevada estatura, ejecutor de los altos designios de
Féofar-Khan. Se había situado detrás de
Miguel Strogoff y llevaba en la mano un sable de hoja larga y
curvada, una de esas hojas damasquinadas, que han sido templadas
por los célebres armeros de Karschi o de
Hissar.
Cerca de él, los guardias habían
trasladado un trípode sobre el que se asentaba un
recipiente en donde ardían, sin producir humo, algunos
carbones. La ligera ceniza que los coronaba no era debida
más que a la incineración de alguna sustancia
resinosa y aromática, mezcla de olíbano y
benjuí, que, de vez en cuando, se echaba sobre su
superficie.
Mientras tanto, las persas fueron inmediatamente
sustituidas por otro grupo de
bailarinas, de raza muy diferente, que Miguel Strogoff
reconoció enseguida.
Y hay que creer que los dos periodistas también
las reconocieron, porque Harry Blound dijo a su
colega:
-¡Son las gitanas de Nijni-Novgorod!
-¡Las mismas! -exclamó Alcide Jolivet-.
Imagino que a estas espías deben de reportarles más
beneficios sus ojos que sus piernas.
Al considerarlas agentes al servicio del
Emir, Alcide Jolivet no se equivocaba.
Al frente de las gitanas figuraba Sangarra, soberbia en
su extraño y pintoresco vestido, que realzaba más
aún su belleza.
Sangarra no bailó, pero situóse como una
intérprete de mímica en medio de sus bailarinas,
cuyos fantaslosos pasos tenían el ritmo de todos los
países europeos que su raza recorre: Bohemía,
Egipto, Italia y España. Se
animaban al sonido de los
platillos que repiqueteaban en sus brazos y a los aires de los
panderos, especie de tambores que golpeaban con los
dedos.
Sangarra, sosteniendo uno de esos panderos en su mano,
no cesaba de hacerlo sonar, excitando a su grupo de verdaderas
coribantes.
Entonces avanzó un gitanillo, de unos quince
años, llevando en la mano una cítara, cuyas dos
cuerdas hacía vibrar por un simple movimiento de sus
uñas, y empezó a cantar. Una bailarina que se
había colocado junto a él, permaneció
inmóvil escuchando; pero cuando el gitano entonó el
estribillo de esta extraña canción de ritmo tan
bizarro, reemprendía su interrumpida danza,
haciendo sonar cerca de él su pandero y sus
platillos.
Después del último estribillo, las
bailarinas envolvieron al gitano en los mil repliegues de su
danza.
En ese momento, una lluvia de oro salió de las
manos del Emir y de sus aliados, de las manos de los oficiales de
todo grado y, al ruido de las
monedas que golpeaban los cimbales de las danzarinas, se
mezclaban todavía los últimos sones de las
cítaras y los tamboriles.
-¡Pródigos como ladrones! -dijo Alcide
Jolivet al oído de su
compañero.
Era, en efecto, dinero robado
el que caía a puñados, porque mezclados con los
tomanes y cequies tártaros, llovían también
los ducados y rublos moscovitas.
Después, se hizo el silencio durante un instante
y la voz del ejecutor, poniendo su mano en el hombro de Miguel
Strogoff, repitió las palabras cuyo eco se volvía
cada vez más siniestro:
-¡Abre bien los ojos!
¡Ábrelos!
Pero, esta vez, Alcide Jolivet observó que el
ejecutor no tenía ya su sable en la mano.
Mientras tanto, el sol se
abatía ya tras el horizonte y una penumbra comenzaba a
invadir la campiña. La mancha de pinos y cedros se iba
haciendo más negra por momentos, y las aguas del Tom,
oscurecidas en la lejanía, se confundían con las
primeras brumas. La sombra no podía tardar en
adueñarse del anfiteatro que dominaba la
ciudad.
Pero, en aquel instante, varios centenares de esclavos,
llevando antorchas encendidas, invadieron la plaza. Conducidas
por Sangarra, las gitanas y las persas reaparecieron frente al
trono del Emir y dieron mayor realce, por el contraste, a sus
danzas de tan diversos géneros. Los instrumentos de la
orquesta tártara se desataron en una salvaje
armonía, acompañada por los gritos guturales de los
cantantes. Las cometas, bajadas a tierra, reemprendieron el
vuelo, elevándose en toda una constelación de luces
multicolores, y sus cuerdas, bajo la fresca brisa, vibraron con
mayor intensidad en medio de la aérea iluminación.
Después de esto, un escuadrón de
tártaros vino a mezclarse a las danzarinas, con su
uniforme de guerra, para
comenzar una fantasía pedestre que produjo el más
extraño efecto.
Los soldados, con sus sables desenvainados y
empuñando largas pistolas, ejecutaron una sarta de
ejercicios, atronando el aire al disparar
continuamente sus armas de fuego,
cuyas detonaciones apagaban los sonidos de los tambores, de los
panderos y de las cítaras. Las armas, cargadas con
pólvora coloreada, según la moda china, con
algún ingrediente metálico, lanzaban llamaradas
rojas, verdes y azules, por lo que habría podido decirse
que todo aquel grupo se agitaba en medio de unos fuegos de
artificio.
En cierta manera, aquella diversión recordaba la
cibística de los antiguos, especie de danza militar cuyos
corifeos maniobraban bajo las puntas de las espadas y
puñales, y cuya tradición es posible que haya sido
legada a los pueblos de Asia central; pero la cibística
tártara era más bizarra aún a causa de los
fuegos de colores que
serpenteaban sobre las cabezas de las bailarinas, las lentejuelas
de cuyos vestidos semejaban puntos ígneos. Era como un
caleidoscopio de chispas, cuyas combinaciones variaban hasta el
infinito a cada movimiento de la danza.
Por avezado que estuviera un periodista par¡siense
en los especiales efectos de la decoración de los
escenarios modernos, Alcide Jolivet no pudo reprimir un ligero
movimiento de cabeza que, entre Montmartre y la Madeleine,
hubiera querido decir: «No está mal, no está
mal.»
Después, de pronto, como a una señal,
apagáronse aquellos fuegos de fantasía, cesaron las
danzas y desaparecieron las bailarinas. La ceremonia había
terminado y únicamente las antorchas iluminaban el
anfiteatro que unos instantes antes estaba cuajado de
luces.
A una señal del Emir, Miguel Strogoff fue
empujado al centro de la plaza.
-Blount -dijo Alcide Jolivet a su compañero-.
¿Es que se queda usted a ver el final de todo
esto?
-Por nada del mundo -le respondió Harry
Blount.
-¿Supongo que los lectores del Daily
Telegraph no son aficionados a los detalles de una
ejecucion al estilo tártaro?
-No mas que su prima.
-¡Pobre muchacho! -prosiguió Alcide
Jolivet, mirando a Miguel Strogoff-. ¡Este valiente soldado
merecía morir en el campo de batalla!
-¿Podemos hacer algo para salvarlo? -dijo Harry
Blount.
-No podemos hacer nada.
Los dos periodistas se acordaban de la generosa conducta de
Miguel Strogoff hacia ellos, y ahora sabían por qué
clase de
pruebas
había tenido que atravesar, siendo esclavo de su deber y,
sin embargo, entre aquellos tártaros que no conocen la
piedad, no podían hacer nada por él.
Poco deseosos de asistir al suplicio reservado a ese
desafortunado, volvieron a la ciudad.
Una hora más tarde, galopaban sobre la ruta de
Irkutsk y entre las tropas rusas iban a intentar seguir lo que
Alcide Jolivet denominaba «la campaña de la
revancha».
Mientras tanto, Miguel Strogoff estaba de pie, mirando
altivamente al Emir o despreciativamente a Ivan Ogareff. Esperaba
la muerte y,
sin embargo, se hubiera buscado vanamente en él un
síntoma de debilidad.
Los espectadores, que permanecían aún en
los alrededores de la plaza, así como el estado
mayor de Féofar-Khan, para quienes el suplicio no era
más que una atracción más de la fiesta,
esperaban a que la ejecución se cumpliese. Después,
satisfecha su curiosidad, toda esta horda de salvajes iría
a sumergirse en la embriaguez.
El Emir hizo un gesto y Miguel Strogoff, empujado por
los guardias, se aproximó a la terraza y entonces, en
aquella lengua
tártara que el correo del Zar comprendía,
dijo:
-¡Tú, espía ruso, has venido para
ver! ¡Pero estás viendo por última vez!
¡Dentro de un instante, tus ojos se habrán cerrado
para toda luz!
¡No era, pues, a la muerte, sino a
la ceguera, a lo que había sido condenado Miguel Strogoff!
¡Perder la vista era, si cabe, mucho más terrible
que perder la vida! El desgraciado estaba condenado a quedar
ciego.
Sin embargo, al oír la sentencia pronunciada por
el Emir, Miguel Strogoff no mostró ningún signo de
debilidad. Permaneció impasible, con sus grandes ojos
abiertos, como si hubiera querido concentrar toda su vida en la
última mirada. Suplicar a aquellos feroces hombres era
inútil y, además, indigno de él. Ni siquiera
pasó por su pensamiento. Su imaginación se
concentró en su misión
fracasada irrevocablemente, en su madre, en Nadia, a las que no
volvería a ver. Pero no dejó que la emoción
que sentía se exteriorizase.
Después, el sentimiento de una venganza por
cumplir invadió todo su ser y volviéndose hacia
Ivan Ogareff, le dijo con voz amenazadora:
-¡Ivan! ¡Ivan el traidor, la última
amenaza de mis ojos será para ti!
Ivan Ogareff se encogió de hombros.
Pero Miguel Strogoff se equivocaba; no era mirando a
Ivan Ogareff como iban a cerrarse para siempre sus
ojos.
Marfa Strogoff acababa de aparecer frente a
él.
.¡Madre mía! -gritó-.
¡Sí, sí! ¡Para ti será mi
última mirada, y no para este miserable!
¡Quédate ahí, frente a mí! ¡Que
vea tu rostro bienamado! ¡Que mis ojos se cierren
mirándote … !
La vieja siberiana, sin pronunciar ni una palabra
avanzó …
.¡Apartad a esa mujer! -gritó Ivan
Ogareff.
Dos soldados apartaron a Marfa Strogoff, la cual
retrocedió, pero permaneció de pie, a unos pasos de
su hijo.
Apareció el verdugo. Esta vez llevaba su sable
desnudo en la mano, pero este sable, al rojo vivo, acababa de
retirarlo del rescoldo de carbones perfumados que ardían
en el recipiente.
¡Miguel Strogoff iba a ser cegado, siguiendo la
costumbre tártara, pasándole una lámina
ardiendo por delante de los ojos!
El correo del Zar no intentó resistirse.
¡Para sus ojos no existía nada más que su
madre, a la que devoraba con la mirada! ¡Toda su vida
estaba en esta última visión!
Marfa Strogoff, con los ojos desmesuradamente abiertos,
con los brazos extendidos hacia él, lo
miraba…
La lámina incandescente pasó por delante
de los ojos de Miguel Strogoff.
Oyóse un grito de desesperación y la vieja
Marfa cayó inanimada sobre el suelo.
Miguel Strogoff estaba ciego.
Una vez ejecutada su orden, el Emir se retiró con
todo su cortejo. Pronto sobre la plaza no quedaron más que
Ivan Ogareff y los portadores de las antorchas.
¿Quería, el miserable, insultar
todavía más a su víctima y, después
del ejecutor, darle el tiro de gracia?
Ivan Ogareff se aproximó a Miguel Strogoff, el
cual, al oírlo que iba hacia él, se
enderezó.
El traidor sacó de su bolsillo la carta
imperial, la abrió y, con toda su cruel ironía, la
puso delante de los ojos apagados del correo del Zar,
diciendo:
-¡Lee ahora, Miguel Strogoff, lee, y ve a contar a
Irkutsk todo lo que hayas leído! ¡El verdadero
correo del Zar es, ahora, Ivan Ogareff!
Dicho esto, cerró la carta,
introduciéndola en el bolsillo y después, sin
volverse, abandonó la plaza, seguido por los portadores de
las antorchas.
Miguel Strogoff se quedó solo, a algunos pasos de
su madre inanimada, puede que muerta.
A lo lejos, se podían oír los gritos, los
cantos, todos los ruidos de la orgía que se desarrollaba.
Tomsk brillaba de lluminacion como una ciudad en
fiesta.
Miguel Strogoff aguzó el oído. La plaza
estaba silenciosa y como desierta.
Arrastrándose, tanteando, hacia el lugar en donde
su madre había caído, encontró su mano y se
inclinó hacia ella, y aproximando su cara a la suya,
escuchó los latidos de su corazón.
Después, parecía como si le hablase en voz
baja.
¿Vivía la vieja Marfa todavía y
entendió lo que le dijo su hijo?
En cualquier caso, no hizo ningún
movimiento.
Miguel Strogoff besó su frente y sus cabellos
blancos.
Después se levantó y, tanteando con los
pies, intentaba también guiarse extendiendo sus manos,
caminando, poco a poco, hacia el extremo de la plaza.
De pronto, apareció Nadia.
Fue directamente hacia su compañero y con un
puñal que llevaba consigo, cortó las ligaduras que
sujetaban los brazos de Miguel Strogoff.
Éste, estando ciego, no sabía quién
le liberaba de sus ataduras, porque Nadia no había
pronunciado ninguna palabra.
Pero de pronto dijo:
-¡Hermano!
-¡Nadia, Nadia! -murmuró Miguel
Strogoff.
-¡Ven, hermano! -respondió Nadia-. Mis ojos
serán los tuyos a partir de ahora. ¡Yo te
conduciré a Irkutsk!
6
Media hora después, Miguel Strogoff y Nadia
habían abandonado la ciudad de Tomsk.
Un cierto número de prisioneros pudo escapar
aquella noche de manos de los tártaros, porque oficiales y
soldados, embrutecidos por el alcohol,
habían relajado inconscientemente la severa viligancia
mantenida en el campamento de Zabediero y durante la marcha del
convoy.
Nadia, después de ser conducida con los
demás prisioneros, pudo huir y llegar al anfiteatro en el
momento en que Miguel Strogoff era conducido a presencia del
Emir.
Allí, mezclada entre la multitud, lo había
visto todo, pero no se le escapó un solo grito cuando el
sable, al rojo vivo, pasó ante los ojos de su
compañero. Tuvo la fuerza suficiente para permanecer
inmovil y muda. Una providencial inspiración le dijo que
reservara su libertad para
guiar al hijo de Marfa Strogoff a la meta que
había jurado alcanzar. Su corazon, por un momento,
dejó de latir cuando la vieja siberiana cayó
desmayada, pero un pensamiento le devolvió toda su
energía:
« ¡Yo seré el lazarillo de este
ciego! », se dijo.
Después de la partida de Ivan Ogareff, Nadia
permaneció escondida entre las sombras. Había
esperado a que la multitud desalojara el anfiteatro en el que
Miguel Strogoff, abandonado como un ser miserable del que nada
puede temerse, había quedado solo. Le vio arrastrarse
hasta su madre, inclinarse hacia ella, besarle la frente y
después levantarse y huir tanteando…
Unos instantes después, ella y él, cogidos
de la mano, habían descendido del escarpado talud y,
siguiendo la margen del Tom hasta el límite de la ciudad,
habían franqueado una brecha del recinto.
La ruta de Irkutsk era la única que se
dirigía hacia el este. No podía
equivocarse.
Nadia hacía caminar rápidamente a Miguel
Strogoff porque era posible que al día siguiente,
después de algunas horas de orgía, los exploradores
del Emir se lanzaran de nuevo por la estepa, cortando toda
comunicación. Interesaba, pues, adelantarse
a ellos y llegar a Krasnoiarsk, a quinientas verstas (533
kilómetros) de Tomsk y no abandonar la gran ruta
más que en caso imprescindible. Lanzarse fuera de la ruta
trazada era lanzarse hacia la incertidumbre y lo desconocido; era
la muerte a breve plazo.
¿Cómo pudo Nadia soportar la fatiga de
aquella noche del 16 al 17 de agosto? ¿Cómo
encontró la fortaleza física necesaria para
recorrer tan larga etapa? ¿Cómo sus pies, sangrando
por una marcha forzada, pudieron conducirla? Es casi
incomprensible. Pero no es menos cierto que al día
siguiente, doce horas después de su partida de Tomsk,
Miguel Strogoff y ella se encontraban en el villorrio de
Semilowskoe, habiendo recorrido cincuenta verstas.
Miguel Strogoff no había pronunciado ni una sola
palabra. No era Nadia quien sujetaba su mano, sino que era
él quien retuvo la de su compañera durante toda la
noche; pero gracias a aquella mano que le guiaba
únicamente con sus estremecimientos, había podido
marchar a paso ordinario.
Semilowskoe estaba casi enteramente abandonado. Los
habitantes, temerosos de los tártaros, habían huido
a la provincia de Yeniseisk. Apenas dos o tres casas estaban
todavía habitadas. Todo lo que la cíudad
podía contener de útil o valioso había sido
transportado sobre carretas.
Sin embargo, Nadia tenía necesidad de hacer
allí un alto de algunas horas porque ambos estaban
necesitados de alimento y de reposo.
La joven condujo, pues, a su compañero hacia un
extremo del pueblo, donde había una casa vacía con
la puerta abierta y entraron en ella. Un banco de madera
se hallaba en el centro de la habitación, cerca de ese
fogón que es común en todas las viviendas
siberianas, y se sentaron en él.
Nadia miró entonces detenidamente la cara de su
compañero ciego, como no la había mirado nunca
hasta ese momento. En su mirada habíamucho más que
agradecimiento, mucho más que piedad. Si Miguel Strogoff
hubiera podido verla, habría leído en su hermosa y
desolada mirada la expresión de una devoción y una
ternura infinitas.
Los párpados del ciego, quemados por la hoja
incandescente, tapaban a medias sus ojos, absolutamente secos. La
esclerótica estaba ligeramente plegada y como encogida; la
pupila, singularmente agrandada; el iris parecía tener un
azul más pronunciado que anteriormente; las cejas y las
pestañas habían quedado socarradas en parte; pero,
al menos en apariencia, la mirada tan penetrante del joven no
parecía haber sufrido ningún cambio. Si no
veía, si su ceguera era completa, era porque la
sensibilidad del nervio óptico había sido
radicalmente destruida por el calor del
acero.
En ese momento, Miguel Strogoff extendió las
manos preguntando:
-¿Estás aquí, Nadia?
-Sí -respondió la joven-, estoy a tu lado
y no te dejaré nunca, Miguel.
Al oír su nombre, pronunciado por Nadia por
primera vez, Miguel Strogoff se estremeció.
Comprendió que su compañera lo sabía todo;
lo que él era y los lazos que le unían a la vieja
Marfa.
-Nadia –dijo-, va a ser necesario que nos
separemos…
-¿Separarnos? ¿Y eso por qué,
Miguel?
-No quiero ser un obstáculo en tu viaje. Tu padre
te espera en Irkutsk y es necesario que te reunas con
él.
-¡Mi padre, Miguel, me maldeciría si te
abandonara después de lo que has hecho por
mí!
-¡Nadia, Nadia! -respondió Miguel Strogoff,
apretando la mano que la joven había puesto sobre la
suya-. ¿Quieres, pues, renunciar a ir a
Irkutsk?
-Miguel -replicó la joven-, tú tienes
más necesidad de mí que mi padre. ¿Renuncias
tú a ir a Irkutsk?
-¡Jamás! -gritó Miguel Strogoff con
un tono que denotaba que no había perdido nada de su
energía.
-Pero, sin embargo, no tienes la carta…
-¡La carta que Ivan Ogareff me ha robado…
¡Pues bien! ¡Sabré pasar sin ella! ¿No
me han tratado ellos de espía? ¡Pues me
comportaré como un espía! ¡Diré en
Irkutsk todo lo que he visto, todo lo que he oído y te
juro por Dios vivo que el traidor me encontrará un
día cara a cara! Pero es preciso que llegue antes que
él a Irkutsk.
-¿Y hablas de separarnos, Miguel?
-Nadia, aquellos miserables me han dejado sin
nada.
-¡Me quedan algunos rublos y mis ojos!
¡Puedo ver por ti, Miguel, y te conduciré
allá, porque tú solo nunca
llegarías!
-¿Y cómo iremos?
-A pie.
-¿Cómo viviremos?
-Mendigando.
-Partamos, Nadia.
-Vamos, Miguel.
Los dos jóvenes no se daban ya el nombre de
hermano y hermana. En su miseria común, se sentían
mas estrechamente unidos uno al otro. Juntos dejaron la casa,
después de haber descansado unas horas. Nadia, recorriendo
las calles del poblado, se había procurado algunos pedazos
de tchornekhleb, especie de pan hecho de cebada, y un poco
de esa aguamiel, conocida en Rusia con el
nombre de meod.
Esto no le había costado nada, porque Nadia
había comenzado su tarea de mendigo. El pan y la aguamiel
habían aplacado, bien que mal, el hambre y la sed de
Miguel Strogoff. Nadia le había reservado la mayor parte
de esta insuficiente comida y Miguel comía los pedazos de
pan que su compañera le daba, uno tras otro, bebiendo en
la cantimplora que ella llevaba a sus labios.
-¿Comes tú, Nadia? -preguntó
él varias veces.
-Sí, Miguel -respondía siempre la joven,
que se contentaba con los restos que dejaba su
compañero.
Miguel y Nadia abandonaron Semilowskoe y reemprendieron
el penoso camino hacia Irkutsk. La joven resistía
enérgicamente tanta fatiga, pero si Miguel Strogoff la
hubiera visto, puede que no hubiera tenido coraje para seguir
adelante. Pero como Nadia no se quejaba, ni lanzaba ningún
suspiro, Miguel Strogoff marchaba con una rapidez que no era
capaz de reprimir. ¿Pero, por qué?
¿Podía esperar aún adelantarse a los
tártaros? Iba a pie, sin dinero y estaba ciego, y si
Nadia, su único guía, le faltase, no tendría
más remedio que acostarse sobre uno de los lados de la
ruta y morir miserablemente. Pero si finalmente, a fuerza de
energía llegaban a Krasnolarsk, aún no estaba todo
perdido, puesto que el gobernador, al que se daría a
conocer, no dudaría en proporcionarle los medios
necesarios para llegar a Irkutsk.
Miguel Strogoff caminaba, pues, absorto en sus
pensamientos y hablaba poco. Teniendo cogida la mano de Nadia,
ambos estaban en comunicación incesante. Les
parecía que no había necesidad de palabras para
intercambiar sus pensamientos. De vez en cuando Miguel Strogoff
decía:
-Háblame, Nadia.
-¿Para qué, Miguel? ¿No son los
mismos nuestros pensamientos? -respondía la joven,
procurando que su voz no delatara ninguna fatiga.
Pero algunas veces, como si su corazón dejase de
latir por un instante, sus piernas se debilitaban, su paso se
hacía más lento, su brazo se estiraba y se quedaba
atrás. Miguel Strogoff se paraba entonces, y fijaba sus
ojos sobre la pobre muchacha como si intentase verla a
través de la oscuridad que llevaba consigo. Su pecho se
hinchaba y sosteniendo más fuertemente a su
compañera, continuaba adelante.
Sin embargo, en medio de las miserias que no les daban
tregua, una circunstancia afortunada iba a producirse, evitando a
ambos muchas fatigas.
Hacía alrededor de dos horas que habían
salido de Semilowskoe, cuando Miguel Strogoff se paró
preguntando:
-¿Está desierta la ruta?
-Absolutamente desierta -respondió
Nadia.
-¿No oyes ningún ruido detrás de
nosotros?
-Sí.
-Si son tártaros, es preciso que nos ocultemos
Obsérvalo bien.
-¡Espera, Miguel! -respondió Nadia,
retrocediendo un poco y situándose unos pasos hacia la
derecha.
Miguel Strogoff quedó solo por unos instantes
escuchando atentamente.
Nadia volvio casi enseguida, diciendo:
-Es una carreta que va conducida por un joven
-¿Va solo?
-Solo.
Miguel Strogoff dudó por un momento.
¿Debía esconderse? ¿Debía, por el
contrario, intentar la suerte de encontrar sitio en ese
vehículo, si no por él, por ella? Él se
contentaría con apoyar unicamente una mano en la carreta,
incluso la empujaría en caso de necesidad, porque sus
piernas estaban muy lejos de fallarle, pero presentía que
Nadia, arrastrada a pie desde la travesía del Obi, es
decir, desde hacía ocho días, había llegado
al final de sus fuerzas.
Esperó, pues.
La carreta no tardó en llegar al recodo de la
ruta. Era un vehículo bastante deteriorado, pero
podía transportar tres personas, lo que en el país
recibe el nombre de kibitka.
Normalmente una kzbitka está tirada por
tres caballos, pero aquélla era arrastrada por uno solo,
de largo pelo y larga cola, cuya sangre mongol le
aseguraba vigor y coraje.
La conducía un muchacho que tenía a su
lado un perro.
Nadia reconoció que este joven era ruso.
Tenía una expresión dulce y flemática que
inspiraba confianza y no parecía desde luego, el hombre
más apresurado del mundo. Iba a paso tranquilo, para no
cansar al caballo, y, al verle, no se hubiera podido creer que
marchaba sobre una ruta que los tártaros podían
cortar de un momento a otro.
Nadia, manteniendo a Miguel Strogoff cogido de la mano,
se apartó a un lado del camino.
La kibitka se detuvo y el conductor miró a
la joven sonriendo.
-¿Adónde vais vosotros de esta manera?
-preguntó, poniendo ojos redondos como platos.
El sonido de aquella voz le era familiar a Miguel
Strogoff y fue sin duda suficiente para reconocer al conductor de
la kibitka y tranquilizarse, ya que su frente se
distendió enseguida.
-¡Bueno! ¿Adónde vais?
-repitió el joven, dirigiéndose más de lleno
a Miguel Strogoff.
-Vamos a Irkutsk -respondió
éste.
-¡Oh! ¡No sabes, padrecito, que hay verstas
y verstas todavía hasta Irkutsk!
-Lo sé.
-¿Y vas a pie?
-A pie.
-Tú, bueno, ¿pero la señorita …
?
-Es mi hermana -dijo Miguel Strogoff, que creyó
prudente devolver ese calificativo a Nadia.
-¡Sí, tu hermana, padrecito! ¡Pero
créeme que no podrá llegar jamás a
Irkutsk!
-Amigo -respondió Miguel Strogoff
aproximándose-, los tártaros nos han despojado de
todo cuanto teníamos y no me queda un solo kopek que
ofrecerte; pero si quieres poner a mi hermana a tu lado, yo te
seguiré a pie, correré si es necesario y no te
haré perder ni una hora…
-¡Hermano! -gritó Nadia-. ¡No quiero!
¡No quiero! ¡Señor, mi hermano está
ciego!
-¡Ciego! -respondió el joven,
conmovido.
-¡Los tártaros le han quemado los ojos!
-dijo, tendiendo sus manos como implorando piedad.
-¿Quemado los ojos? ¡Oh! ¡Pobre
padrecito! Yo voy a Krasnoiarsk. ¿Por qué no montas
con tu hermana en la kibitka? Estrechándonos un
poco cabremos los tres. Además, mi perro no pondrá
inconveniente en ir a pie. Pero voy despacio para no cansar a mi
caballo.
-¿Cómo te llamas, amigo? -preguntó
Miguel Strogoff.
-Me llamo Nicolás Pigassof.
-Es un nombre que no olvidaré nunca
-respondió el correo del Zar.
-Bien, pues sube, padrecito ciego. Tu hermana
estará cerca de ti, en la parte de atrás de la
carreta. Yo iré delante para conducir. Hay ahí un
buen montón de corteza de abedul y paja de cebada.
Estaréis como en un nido. ¡Vamos, Serko,
déjanos sitio!
El perro se apeó sin hacerse de rogar. Era un
animal de raza siberiana, de pelo gris y talla pequeña,
con una gruesa y bondadosa cabeza, que parecía estar muy
compenetrado con su dueño.
Miguel Strogoff y Nadia, en un instante, estuvieron
instalados en la kibitka y el correo del Zar
extendió sus manos como buscando las de Nicolás
Pigassof.
-¡Aquí están mis manos, si quieres
estrecharlas! -dijo Nicolás-. ¡Aquí
están, padrecito! ¡Estréchalas todo lo que te
plazca!
La kibitka reanudó la marcha. El caballo,
al que Nicolás no golpeaba nunca, iba a paso de andadura.
Si Miguel Strogoff no iba a ganar en rapidez, al menos le
ahorraba a Nadia nuevas fatigas.
Era tal el estado de
agotamiento de la joven que, al sentirse balanceada por el
monótono movimiento de la kzbitka, cayó en
una completa postración. Miguel Strogoff y Nicolás
la acostaron sobre el follaje de abedul, acomodándola lo
mejor que les fue posible.
El compasivo muchacho estaba profundamente conmovido por
el estado de la joven, y si Miguel Strogoff no derramó
ninguna lágrima fue porque la hoja del sable al rojo vivo
le había quemado los lacrimales.
-Es muy linda –dijo Nicolás.
-Sí -respondió Miguel Strogoff.
-¡Quieren ser fuertes, padrecito, valientes, pero
en el fondo, son tan frágiles estas muchachas!
¿Venís de muy lejos?
-Sí.
-¡Pobres! ¡Debieron de hacerte mucho
daño,
los tártaros, cuando te quemaron los ojos!
-Mucho daño -respondió el correo del Zar,
volviéndose hacia Nicolás como si hubiera querido
verle.
-¿No lloraste?
-Sí.
-¡Yo también hubiera llorado! ¡Pensar
que ya no verás más a los seres queridos!
¡Claro que ellos te ven a ti! ¡Esto siempre puede ser
un consuelo!
-Sí, puede serlo. Díme, amigo. ¿No
me has visto tú en ninguna parte? -preguntó Miguel
Strogoff.
-¿A ti, padrecito? No, jamás.
-Es que tu voz no me es desconocida.
-¡Veamos! -respondió Nicolás,
sonriendo-. ¡Dices que conoces mi voz! ¡Puede que lo
que quieras saber es de dónde vengo! ¡Pues yo te lo
diré! Vengo de Kolyvan.
-¿De Kolyvan? -dijo Miguel Strogoff-. Entonces
fue allí donde nos encontramos. ¿No estabas
tú en la estación telegráfica?
-Puede ser -respondió Nicolás-, yo estaba
allí. Era el encargado de transmitir los
telegramas.
-¿Te quedaste hasta el último
momento?
-¡Claro! ¡Es, sobre todo en esos momentos,
cuando se debe estar!
-¿Estuviste el día en que un inglés
y un francés se pelearon, dinero en mano, para ocupar el
primer puesto de la ventanilla, y que el inglés
transmitió los primeros versículos de la
Biblia?
-Es posible, padrecito, pero no me acuerdo.
-¡Cómo! ¿No te acuerdas?
-Yo no leo nunca los telegramas que transmito. Mi deber
es olvidarlos y, para ello, lo mejor es ignorarlos.
Esta respuesta de Nicolás Pigassof lo
definía.
Mientras tanto, la kibitka continuaba caminando a
su aire lento, que Miguel Strogoff hubiera querido hacer
más rápido, pero Nicolás y su caballo
estaban acostumbrados a un ritmo de marcha que ni uno ni otro
hubieran podido abandonar. El caballo andaba durante tres horas
seguidas y descansaba una. Y así, noche y día.
Durante los altos en el camino, el caballo pastaba y los viajeros
comían en compañía del fiel Serko. El
carruaje estaba aprovisionado por lo menos para veinte personas y
Nicolás, generosamente, había puesto todas las
reservas a disposición de sus dos huéspedes, a
quienes consideraba como hermanos.
Después de una jornada de reposo, Nadia
recobró en parte sus fuerzas. Nicolás velaba para
que estuviera lo más cómoda posible. El viaje se
hacía en unas condiciones soportables, lentamente, sin
duda, pero con regularidad. Ocurría a menudo que, durante
la noche, Nicolás se dormía y roncaba con tal
convicción que ponía de manifiesto la tranquilidad
de su conciencia. En
aquellas ocasiones, si hubiera podido ver, hubiese visto las
manos de Miguel Strogoff tomando las bridas del caballo y hacerle
caminar a paso más rápido, con gran asombro de
Serko que, sin embargo, no decía nada. Después,
cuando Nicolás se despertaba, el trote se convertía
inmediatamente en el paso anterior, pero la kibitka ya
había ganado al menos unas cuantas verstas sobre su
velocidad
reglamentaria.
De este modo atravesaron el río Ichimsk, los
pueblos de Ichimskoe, Berlkylskoe, Kuskoe, el río
Mariinsk, el pueblo del mismo nombre, Bogostowlskoe y,
finalmente, el Tchula, pequeño río que separaba la
Siberia occidental de la oriental. La ruta discurría tan
pronto a través de inmensos paramos, que ofrecían
un vasto horizonte a las miradas, como a través de
interminables y tupidos bosques de abetos, de los que
parecía que no iban a salir jamás.
Todo estaba desierto. Los pueblos habían quedado
casi enteramente abandonados. Los campesinos huyeron más
allá del Yenisei, confiando en que este gran río
pudiera frenar el avance de los tártaros.
El 22 de agosto, la kibitka llegó al
pueblo de Atchinsk, a trescientas ochenta verstas de Tomsk. Les
separaban aún de Krasnoiarsk ciento veinte
verstas.
No se había presentado ningún incidente
durante los seis días que viajaban los tres juntos,
durante los cuales cada uno había conservado su actitud; uno
siempre con su inalterable calma y los otros dos, inquietos,
deseando que llegara el momento en que su compañero se
separase de ellos.
Puede decirse que Miguel Strogoff veía el paisaje
por el que atravesaban, por los ojos de Nicolás y Nadia.
Ambos jóvenes se turnaban para explicarle los sitios por
donde pasaba la kibitka y siempre sabía si estaban
en medio de un bosque o en una planicie, si se veía alguna
cabaña en la estepa, o si algún siberiano
aparecía en el horizonte. Nicolás no callaba ni un
momento. Le gustaba conversar y, cualquiera que fuese su manera
de ver las cosas, era agradable escucharle.
Un día, Miguel Strogoff le preguntó
qué tiempo
hacía.
-Bastante bueno, padrecito -respondió-, pero son
los últimos días de verano. El otoño es
corto en Siberia y muy pronto sufriremos los primeros
fríos del invierno. ¿Es posible que los
tártaros piensen acantonarse durante la estación
fría?
Miguel Strogoff movió la cabeza en señal
de duda.
¿No lo crees, padrecito? -respondió
Nicolás-. ¿Piensas que avanzarán hacia
Irkutsk? –
-Temo que así sea -respondió Miguel
Strogoff.
-Sí… Tienes razón. Tienen con ellos un
sujeto maldito que no les dejará que se enfríen por
el camino. ¿Has oído hablar de Ivan
Ogareff?
-Sí.
-¿Sabes que no está bien eso de traicionar
a su patria?
-No… No está bien… -respondió Miguel
Strogoff, que deseaba permanecer impasible.
-Padrecito -continuó Nicolás-, encuentro
que te indignas bastante cuando hablo ante ti de Ivan Ogareff.
¡Tu corazón de ruso debe de saltar cuando se
pronuncia ese nombre!
-Créeme, amigo, le odio yo más de lo que
tú podrás odiarle nunca -dijo Miguel
Strogoff.
-¡Eso no es posible! -respondió
Nicolás-. ¡No, no es posible! ¡Cuando pienso
en Ivan Ogareff, en el daño que ha hecho a nuestra santa
Rusia, me domina la cólera,
y si lo tuviera delante de mí..
-¿Qué harías … ?
-Yo creo que lo mataría.
-Estoy seguro
-respondió tranquilamente Miguel Strogoff.
7
El 25 de agosto, a la caída de la tarde, la
kibitka llegaba a la vista de Krasnoiarsk. El viaje desde
Tomsk había durado ocho días y si no pudo hacerse
más rápidamente, pese a los esfuerzos de Miguel
Strogoff, era porque Nicolás había dormido poco. De
ahí la imposibilidad de activar la marcha del caballo, el
cual, guiado por otras manos, no hubiera tardado más de
sesenta horas en hacer ese mismo recorrido.
Afortunadamente, todavía no se veía
ningún tártaro. Los exploradores no habían
aparecido sobre la ruta que acababa de recorrer la kibitka,
lo cual era bastante inexplicable. Evidentemente, era preciso
que algo grave hubiera ocurrido para impedir que las tropas del
Emir se lanzaran sin retardo sobre Irkutsk.
Esta circunstancia, efectivamente, se había
producido. Un nuevo cuerpo de ejército ruso, reunido a
toda prisa en el gobierno de
Yeniseisk, había marchado sobre Tomsk con el fin de
intentar recuperar la ciudad, pero eran unas fuerzas demasiado
débiles para enfrentarse contra todas las fuerzas que el
Emir tenía allí concentradas, y se habían
visto obligados a batirse en retirada.
Féofar-Khan tenía bajo su mando, contando
a sus propias tropas y las de los khanatos de Khokhand y de
Kunduze, doscientos cincuenta mil hombres, a los que el gobierno
ruso todavía no estaba en situación de oponer una
resistencia
eficiente. La invasion, pues, no parecía que iba a ser
detenida de inmediato y toda aquella masa de tártaros
podían marchar sobre Irkutsk.
La batalla de Tomsk había tenido lugar el 22 de
agosto, lo cual ignoraba Miguel Strogoff y explicaba por
qué la vanguardia del
Emir no había aparecido todavía por Krasnoiarsk el
día 25.
Pero, por otra parte, aunque Miguel Strogoff no
podía conocer los últimos acontecimientos que se
habían desarrollado después de su partida, al menos
sabía que llevaba varios días de ventaja a los
tártaros, por lo que no debía desesperar de llegar
antes que ellos a Irkutsk, todavía distante unas
ochocientas cincuenta verstas (900 kilómetros).
Además, confiaba que en Krasnolarsk, población que contaba con unos doce mil
habitantes, no le iban a faltar los medios de transporte. Ya
que Nicolás tenía que quedarse en esta ciudad,
sería preciso reemplazarlo por un guía y sustituir
la kibitka por otro vehículo más
rápido.
Miguel Strogoff, después de dirigirse al
gobernador de la ciudad y de haber establecido su identidad
-cosa que no le sería difícil-, no dudaba de que
éste pondría a su disposición los medios
necesarios para llegar a Irkutsk lo más rápidamente
posible. En ese caso, no tendría otro deber que dar las
gracias al valiente Nicolás Pigassof y reanudar la marcha
inmediatamente con Nadia, a la cual no quería dejar antes
de haberla puesto en manos de su padre.
Sin embargo, si Nicolás había resuelto
quedarse en Krasnoiarsk era a condición, como había
dicho, de encontrar un empleo.
Efectivamente, este empleado modelo,
después de haberse quedado en la estación
telegráfica hasta el último momento, intentaba
ponerse de nuevo a disposición de la
Administración, repitiéndose a sí mismo
que no quería tocar un sueldo que no hubiera antes
ganado.
Así que, en caso de que sus servicios no
fueran útiles en Krasnoiarsk, caso de que estuviera
todavía en comunicación telegráfica con
Irkutsk, se proponía desplazarse a la estación de
Udinsk o, en caso preciso, hasta la misma capital de
Siberia. En este caso, pues, continuaría el viaje con los
dos hermanos, los cuales no podrían encontrar un
guía más seguro ni un amigo más
devoto.
La kibitka se encontraba ya solamente a una media
versta de Krasnoiarsk y a derecha e izquierda se veían
numerosas cruces de madera que se levantaban a ambos lados del
camino en las proximidades de la ciudad.
Eran las siete de la tarde y sobre el claro del cielo se
perfilaban las siluetas de las iglesias y de las casas
construidas sobre la alta pendiente de las margenes del Yenisei.
Las aguas del río reflejaban las últimas luces del
crepúsculo.
La kibitka se paro.
-¿Dónde estamos, hermana? -preguntó
Miguel Strogoff.
-A una media versta de las primeras casas
-respondió Nadia.
-¿Es ésta una ciudad dormida?
-continuó Miguel Strogoff—–. No oigo ni un solo
ruido.
-Y yo no veo brillar ni una sola luz en las sombras, ni
una sola columna de humo elevarse en el aire -continuó
Nadia.
-¡Singular ciudad! ¡No se oye ningún
ruido y se acuesta temprano!
Miguel Strogoff tuvo un presentimiento de mal augurio.
No había comunicado a Nadia las esperanzas que
había depositado sobre Krasnolarsk, en donde esperaba
encontrar los medios para proseguir con seguridad el
viaje. ¡Temía tanto recibir, una vez más, una
decepción! Pero Nadia había adivinado su
pensamiento, aunque no comprendía del todo por qué
su compañero tenía tanta prisa por llegar a
Irkutsk, ahora que no tenía en su poder la carta
imperial. Un día, hasta le había preguntado sobre
este particular.
-He jurado ir a Irkutsk -se contentó
responderle.
Pero, para cumplir su misión, aún
tenía que encontrar un medio rápido de transporte
en Krasnolarsk.
-Bien, amigo -dijo a Nicolás-. ¿Por
qué no avanzamos?
-Es que temo despertar a los habitantes de la ciudad,
con el ruido de mi carreta.
Y, con un ligero golpe de látigo, Nicolás
estimuló a su caballo. Serko lanzó algunos ladridos
y la kibitka recorrió al trote corto el camino que
se adentraba en Krasnoiarsk. Diez minutos después entraban
en la calle principal.
¡La ciudad estaba desierta! En aquella
«Atenas del norte», como la ha llamado la
señora Bourboulon, no había ni un solo ateniense;
ni uno solo de sus carruajes, tan brillantemente enjaezados,
recorría las calles espaciosas y limpias; ni un solo
paseante andaba por las aceras, construidas en la base de las
magníficas casas de madera, de aspecto monumental. Ni un
solo siberiano, vestido a la última moda francesa, se
paseaba por su admirable parque, levantado entre un bosque de
abedules, que se extiende hasta la orilla del Yenisei. La gran
campana de la catedral estaba muda; los esquilones de las
demás iglesias guardaban silencio, siendo raro, sin
embargo, que una ciudad rusa no esté llena del sonido de
sus campanas. Esto era el abandono completo. ¡No
había un solo ser viviente en esta ciudad, poco antes tan
animada!
El último mensaje que habíase recibido del
gabinete del Zar antes de la interrupción de las comunicaciones
contenía la orden al gobernador, a la guarnición y
habitantes, cualquiera que fuese su raza y condición, de
abandonar Krasnoiarsk, llevándose consigo cualquier objeto
que tuviera algún valor o que
pudiera servir de alguna utilidad a los
invasores, yendo a refugiarse a Irkutsk. Y la misma orden
había sido transmitida a todos los pueblos de la
provincia.
El gobierno moscovita quería dejar un desierto
frente a los invasores. Estas órdenes, a lo Rostopschin,
nadie soñó en discutirlas ni un solo instante,
siendo ejecutadas inmediatamente, por lo que no había
quedado ni un ser viviente en Krasnolarsk.
Miguel Strogoff, Nadia y Nicolás recorrieron
silenciosamente las calles de la ciudad, experimentando una
involuntaria sensación de estupor. Ellos solos
producían los únicos ruidos que se dejaban
oír en aquella ciudad muerta. Miguel Strogoff no dejaba
traslucir los sentimientos que experimentaba en aquel instante;
pero le fue imposible dominar un movimiento de rabia por la mala
suerte que le perseguía, haciendo que fallasen una vez
más sus esperanzas.
-¡Dios mío! -exclamó
Nicolás-. ¡jamás ganaré mi sueldo en
este desierto!
-Amigo -dijo Nadia-. Tendrás que reemprender la
marcha con nosotros.
-Es preciso, realmente -respondió
Nicolás-. El telégrafo debe de funcionar
todavía entre Udinsk e Irkutsk, y allí…
¿Nos vamos, padrecito?
-Esperemos a mañana -le respondió Miguel
Strogoff.
-Tienes razón -respondió Nicolás-.
Hemos de atravesar el Yenisei y es preciso ver…
-¡Ver! -murmuró Nadia, pensando en su
compañero ciego.
Nicolás, comprendiendo el sentido de la
expresión de Nadia se volvió hacia Miguel Strogoff,
diciéndole:
-Perdón, padrecito. ¡Ay! ¡Es verdad
que para ti, la noche y el día son la misma
cosa!
-No tienes nada que reprocharte, amigo -respondió
Miguel Strogoff, pasando la mano por sus ojos-, porque
teniéndote a ti de guía puedo valerme aún.
Tómate algunas horas de descanso y que las aproveche
también Nadia. ¡Mañana será otro
día!
Miguel Strogoff, Nadia y Nicolás no tuvieron que
buscar mucho tiempo para encontrar un sitio donde alojarse. Todas
las puertas estaban abiertas, pero no encontraron más que
algunos montones de follaje. A falta de otra cosa mejor, el
caballo tuvo que contentarse con este escaso pienso. En cuanto a
las provisiones de la kibitka, todavía no se
habían agotado y cada uno tomó su ración.
Después de haber dicho sus oraciones de rodillas, delante
de un modesto icono de la Panaghia suspendida de la pared e
iluminada por los últimos destellos de una lámpara,
Nicolás y la joven se durmieron, mientras que Miguel
Strogoff velaba porque no podía dormir.
Al día siguiente, 26 de agosto, antes del
alba, la
kibitka había sido atelada de nuevo y atravesaba el
parque de abedules que conducía a la orilla del
Yenisei.
Miguel Strogoff estaba muy
preocupado.¿Cómo se las apañarían
para atravesar el río si, como era lo más probable,
habían sido destruidos todos los transbordadores y todas
las embarcaciones, con el fin de entorpecer la marcha de los
tártaros? Él conocía el Yenisei, porque lo
había franqueado ya varias veces, y sabía que su
anchura es muy considerable y los rápidos son violentos en
ese doble curso que ha abierto entre las islas.
En circunstancias normales, mediante transbordadores
especialmente equipados para el transporte de viajeros, coches y
caballos, el pasaje del Yenisei exige un lapso de tres horas y
únicamente con grandes dificultades, los transbordadores
alcanzan la orilla derecha. Ahora, en ausencia de toda clase de
embarcación, ¿cómo podrá la
kibitka llegar de una orilla a otra?
« ¡Pasaré como sea! », se
repetía Miguel Strogoff.
Comenzaba a clarear el día cuando llegaron a la
orilla izquierda del río, en el mismo sitio donde
terminaba una de las grandes alamedas del parque. En aquel lugar,
las márgenes dominaban el Yenisei a un centenar de pies
por encima de su curso y, por tanto, se le podía observar
en una vasta extensión.
-¿Veis alguna barca? -preguntó Miguel
Strogoff, moviendo visiblemente sus ojos de un lado a otro,
empujado, sin duda, por la mecánica de la costumbre, como si hubiera
podido ver con ellos.
-Apenas es de día, hermano -dijo Nadia-. Sobre el
río todavía hay una bruma espesa y aún no
pueden distinguirse las aguas.
-Pero las oigo rugir -respondió Miguel
Strogoff.
Efectivamente, de las capas inferiores de aquella
niebla, salía un sordo tumulto de corrientes y
contracorrientes que se entrechocaban. Las aguas, muy abundantes
en esa época del año, debían de discurrir
con la violencia de
un torrente. Los tres se pusieron a escuchar, esperando a que
desapareciera aquella cortina de brumas. El sol remontaba con
rapidez el horizonte y sus primeros rayos no tardarían en
disipar aquellos vapores.
-¿Bien? -preguntó Miguel
Strogoff.
-Las brumas comienzan a disiparse, hermano, y la luz del
día ya penetra en ellas.
-¿Todavía no ves el nivel de las aguas,
hermana?
-Todavía no.
-Un poco de paciencia, padrecito –dijo Nicolás-.
¡Todo esto va a desaparecer! ¡Ya el viento empieza a
soplar y comienza a disipar la niebla! Las colinas altas de la
orilla derecha ya dejan ver sus hileras de árboles. ¡Todo se va! ¡Todo
vuela! ¡Los hermosos rayos de sol han condensado este
montón de brumas! ¡Ah, qué hermoso
espectáculo, mi pobre ciego, y qué desgracia que no
puedas contemplarlo!
-¿Ves alguna barca? -preguntó Miguel
Strogoff.
-No veo ninguna -respondió
Nicolás.
-¡Mira bien, amigo, tanto sobre esta orilla como
sobre la opuesta, mira bien todo lo lejos que pueda alcanzar tu
vista, un barco, un transbordador, una cáscara de
nuez!
Nicolás y Nadia se agarraron a los últimos
árboles del acantilado, colgándose casi sobre el
curso del río, pero abarcando, de esta forma,-un inmenso
campo de accion para sus miradas. El Yenisei, en ese lugar, no
mide menos de versta y media de ancho y forma dos brazos casi de
las mismas dimensiones cada uno, por los que circula el agua con
rapidez, y entre los cuales se levantan varias islas pobladas de
sauces, olmos y álamos, semejando otros tantos buques
verdes anclados en el río. Más allá se
dibujaban las altas colinas de la orilla oriental, coronadas de
bosques y cuyas cimas se empurpuraban ahora con las luces del
día. Hacia arriba y hacia abajo, el Yenisei se escapaba
hasta perderse de vista. Aquel admirable panorama
ofrecíase a las miradas en un perimetro de cincuenta
verstas.
Pero no había una sola embarcación, ni
sobre la orilla izquierda ni sobre la derecha, ni en las
márgenes de las islas. Ciertamente, si los tártaros
no traían consigo el material necesario para construir un
puente de barcos, su marcha hacia Irkutsk se vería frenada
durante cierto tiempo, frente a esta barrera del
Yenisei.
-Me acuerdo -le dijo entonces Miguel Strogoff-, que
más arriba, junto a las últimas casas de
Krasnoiarsk, hay un pequeño embarcadero que sirve de
refugio a las barcas. Amigo, remontemos el curso del río y
miráis si se han dejado olvidada alguna embarcación
sobre la orilla.
Nicolás se lanzó hacia la dirección señalada y Nadia, llevando
a Miguel Strogoff de la mano, lo guiaba a paso rápido.
¡Una barca, un bote lo suficientemente grande para
transportar la kibitka, cualquier cosa, ya que si
había llegado hasta aquí, no dudaría en
intentar la travesía del río!
Veinte minutos después, los tres habían
llegado al pequeño muelle del embarcadero, en donde las
últimas casas llegaban casi al nivel de las aguas. Aquello
parecía una especie de aldea situada por debajo de
Krasnoiarsk.
Pero sobre la playa no había una sola
embarcación, ni un bote en la estacada que servía
de embarcadero, ni siquiera había el material necesario
para construir una balsa que bastara para transportar tres
personas.
Miguel Strogoff interrogó a Nicolás, pero
el joven dio la descorazonadora respuesta de que la
travesía del río le parecía absolutamente
impracticable.
-¡Pasaremos! -respondió Miguel
Strogoff.
Y continuaron buscando, registrando las casas
próximas que estaban asentadas sobre la margen del
río, abandonadas como todas las demás. No
tenían otra cosa que hacer mas que empujar la puerta, pero
se trataba de cabañas de gente pobre, que estaban
enteramente vacías. Nicolás registraba una y Nadia
otra, y hasta el mismo Miguel Strogoff intentaba reconocer con el
tacto cualquier objeto que pudiera serles de utilidad.
Nicolás y la joven, cada uno por su lado,
habían registrado vanamente y se disponían a
abandonar su búsqueda, cuando oyeron que les llamaban,
alcanzando ambos la orilla y viendo a Miguel Strogoff que les
esperaba en el umbral de una puerta.
-¡Venid! -les gritó.
Nicolás y Nadia se apresuraron a ir hacia
él yy seguidamente, entraron en la casa.
-¿Qué es esto? -preguntó Miguel
Strogoff, tocando con la mano un montón de objetos que
estaban arrinconados en la cabaña.
-Son odres -respondió Nicolás-, y hay, a
fe mía, media docena.
-¿Están llenos?
-Sí, llenos de kumyss, y nos vienen a
propósito para renovar nuestras provisiones.
El kumyss es una bebida elaborada con leche de yegua
o de camello, revitalizante y hasta embriagadora, y
Nicolás se felicitaba por haberla encontrado.
-Pon uno aparte y vacía todos los demás
-le dijo Miguel Strogoff.
-Al instante, padrecito.
-He aquí lo que nos ayudará a atravesar el
Yenisei.
-¿Y la balsa?
-Será la misma kibitka, que es bastante
ligera para flotar. Además, la sostendremos con los odres,
así como al caballo.
-¡Bien pensado! -dijo Nicolás-, Y con la
ayuda de Dios, llegaremos a buen puerto… ¡Aunque no en
línea recta, porque la corriente es
rápida!
-¡Qué importa! -le respondió Miguel
Strogoff-. Lo primero es pasar. Después ya encontraremos
la ruta de Irkutsk en la otra parte del río.
-Manos a la obra –dijo Nicolás, que
comenzó a vaciar los odres y a transportarlos hasta la
kibitka.
Reservaron un odre lleno de kumyss y los otros,
después de vaciados, llenos de aire de nuevo y cerrados
cuidadosamente, los emplearon como flotadores. Dos de los odres
fueron atados a los flancos del caballo destinados a sostener al
animal en la superficle del agua y otros
dos situados entre las barras y las ruedas, tenían por
misión asegurar la línea de flotación de la
caja, la cual se transformaba, de esta forma, en una
balsa.
La operación quedó pronto
terminada.
-¿No tendrás miedo, Nadia?
-preguntó Miguel Strogoff.
-No, hermano -respondió la joven.
-¿Y tú, amigo?
-¿Yo? -gritó Nicolás-. ¡Por
fin realizo uno de mis sueños: navegar en
carreta!
La orilla del río, en aquel lugar, formaba una
pendiente suave, favorable para el lanzamiento de la
kibitka al agua. El caballo la arrastró hasta la
misma orilla y pronto el aparejo flotaba sobre la superficie del
río. Serko se echó al agua valientemente, siguiendo
a nado a la carreta.
Los tres pasajeros, que se habían descalzado por
precaución, se sostenían de pie sobre la caja, pero
gracias a los odres, el agua no les llegaba siquiera a los
tobillos.
Miguel Strogoff llevaba las riendas del caballo y,
según las indicaciones que le iba suministrando
Nicolás, dirigía oblicuamente al animal, pero sin
exigirle grandes esfuerzos, porque no quería hacerle
luchar contra la corriente.
Mientras la kibitka siguió el curso de las
aguas, todo fue bien y al cabo de varios minutos habían
dejado atrás los barrios de Krasnolarsk, pero cuando
empezaron a desviarse hacia el norte, se puso en evidencia que
llegarían a la otra orilla muy alejados de la ciudad. Pero
esto importaba poco.
La travesía del Yenisei se hubiera realizado,
pues, sin grandes dificultades, hasta con aquel aparejo tan
imperfecto, si la corriente hubiera sido regular. Pero,
desgraciadamente, aquellas tumultuosas aguas estaban cruzadas en
su superficie por muchos torbellinos y pronto la kibitka,
pese al vigor que empleaba Miguel Strogoff para hacer que se
desviara, fue irremisiblemente arrastrada hacia uno de aquellos
vórtices.
El peligro se hizo mucho mayor porque la carreta ya no
oblicuaba hacia la orilla oriental, sino que daba vueltas con
extrema rapidez, inclinándose hacia el centro del
torbellino como un jinete en la pista de un circo. Su velocidad
era excesiva y el caballo apenas podía mantener la cabeza
fuera de la superficie del agua, corriendo el peligro de morir
ahogado. Serko se había visto obligado a subir a la
kibitka para encontrar un punto de apoyo.
Miguel Strogoff comprendió lo que pasaba, al
sentirse empujado siguiendo una línea circular que se
estrechaba poco a poco y del que no podrían salir. No dijo
ni una sola palabra, pero sus ojos hubieran querido ver el
peligro para evitarlo más fácilmente… ¡Pero
no podían ver!
Nadia estaba también callada. Sus manos, asidas
con fuerza al vehículo, la sostenían contra los
movimientos desordenados del aparato, el cual se inclinaba
más y más hacia el centro del
vórtice.
En cuanto a Nicolás, ¿es que no
comprendía la gravedad de la situación? ¿Era
flema, desprecio al peligro, coraje o indiferencia? ¿No
tenía valor la vida para él y, siguiendo la
expresión de los orientales, pensaba que era una
«parada de cinco días» que de grado o por
fuerza, hay que dejar al sexto? En cualquier caso, su
risueño rostro no se nubló ni un
instante.
La kibitka estaba, pues, atrapada por aquel
torbellino y el caballo había llegado al final de sus
fuerzas. De pronto, Miguel Strogoff, deshaciéndose de las
ropas que podían molestarle, se lanzó al agua;
después, empuñando las riendas con brazo vigoroso,
le dio al caballo un impulso tal, que logró empujarlo
fuera del radio de
atracción, recuperando, enseguida, el curso de la
rápida corriente, derivando de nuevo la kibitka con
toda velocidad.
-¡Hurra! -gritó Nicolás.
Dos horas después de haber dejado el embarcadero,
la kibitka había atravesado el primer brazo del
río y alcanzaba la orilla de una isla, unas seis verstas
más abajo de su punto de partida.
Allí, el caballo arrastró la carreta sobre
tierra firme y dejaron que el valiente animal se tomara una hora
de reposo. Después, atravesando la isla en toda su
anchura, a cubierto de los hermosos abedules, la kibitka
se encontró en el borde del otro brazo del río,
algo más pequeño que el anterior.
Esta travesía resultó mucho más
fácil porque ningún torbellino rompía el
curso de las aguas en este segundo lecho, pero la corriente era
tan rápida que no lograron alcanzar la orilla derecha
más que después de un recorrido de cinco verstas.
Se habían desviado, pues, un total de once
verstas.
Estos grandes cursos de agua del territorio siberiano,
sobre los cuales todavía no se ha levantado ningún
puente, son los más serios obstáculos con que se
enfrentan las comunicaciones. Todos ellos habían sido
más o menos funestos para Miguel Strogoff. Sobre el
Irtyche, el transbordador que le conducía con Nadia
había sido atacado por los tártaros. En el Obi,
después de morir su caballo, herido por una bala,
había podido escapar de milagro de los jinetes que le
perseguían. En definitiva, el paso del Yenisei era
todavía el que se había realizado con mayor
fortuna.
-¡Esto no hubiera sido tan divertido
-exclamó Nicolás, cuando ya se encontraban sobre la
orilla derecha del río-, si no hubiese sido tan
difícil!
-Lo que para nosotros no ha sido más que
difícil, puede que sea imposible para los
tártaros.
8
UNA
LIEBRE ATRAVIESA EL CAMINO
Miguel Strogoff podía, al fin, creer que la ruta
hacia Irkutsk estaba libre. Se había adelantado a los
tártaros, retenidos en Tomsk, y cuando los soldados del
Emir llegaran a Krasnoiarsk, sólo encontrarían una
ciudad totalmente abandonada y sin ningun medio de
comunicación inmediato entre las dos orillas del Yenisei,
lo que retardaría unos días más su partida,
hasta que montasen un puente de barcas, lo cual era
difícil, lento y laborioso.
Por primera vez desde su funesto encuentro con Ivan
Ogareff en Ichim, el correo del Zar se sentía menos
inquieto y podía esperar que ya no surgirían nuevos
obstaculos hasta el final del viaje.
La kibtika, después de circular
oblicuamente hacia el sur durante una quincena de verstas,
encontró y volvió a tomar el largo camino abierto
en la estepa.
La ruta era buena y esta parte entre Krasnoiarsk e
Irkutsk, se considera como la mejor de todo su recorrido. En ella
hay menos baches y los viajeros disfrutan de las extensas sombras
que les protegen de los ardientes rayos del sol, gracias a los
bosques de pinos y de cedros que algunas veces cubren su
recorrido por espacio de cien verstas. Ésta no es la
inmensa estepa cuya línea circular se confunde en el
horizonte con el cielo. Tan rico país estaba ahora
vacío, y con todos sus pueblos abandonados. No se
veía ni un solo campesino
siberiano, entre los cuales predomina la raza eslava. Era un
desierto; como se sabe, un desierto por orden
superior.
El tiempo era bueno, y el aire ya era fresco durante las
noches, que se hacía más cálido, pero ya con
muchas dificultades, bajo los rayos del sol. Efectivamente,
llegaban los primeros días de septiembre y en esta
región, de latitud elevada, el arco descrito por el sol se
acorta visiblemente en el horizonte. El otoño es de poca
duración, pese a que esta porción del territorio
siberiano no está situada más que por encima del
paralelo cincuenta y cinco, que es el mismo de Edimburgo y de
Copenhague. Algunos años, el invierno sucedía
inopinadamente al verano y estos duros inviernos de la Rusia
asiática (en los que el termómetro baja hasta la temperatura de
congelación del mercurio) son tan rigurosos, que por
aquellos lugares se considera una temperatura soportable la que
marca alrededor de los veinte grados centígrados bajo
cero.
El tiempo favorecía, pues, a los viajeros. No
había tormentas ni lluvias. El calor era moderado y las
noches frescas. La salud de Nadia y de Miguel
Strogoff era perfecta y, desde que habían dejado Tomsk,
iban recuperándose poco apoco de sus fatigas
pasadas.
En cuanto a Nicolas Pigassof, jamás se
había encontrado mejor. Para él aquello era un
paseo más que un viaje; una excursión agradable en
la que empleaba sus vacaciones de funcionario sin
destino.
«¡Decididamente -se decía- esto es
mucho mejor que permanecer doce horas diarias sentado en una
silla manejando el transmisor! »
Mientras tanto, Miguel Strogoff había conseguido
de Nicolás que imprimiera un paso más rápido
a su caballo. Para hacerle llegar a este resultado, le
había contado que Nadia y él iban a reunirse con su
padre, exiliado en Irkutsk, y que tenían grandes deseos de
llegar. Ciertamente, era preciso no cansar al caballo, porque lo
más probable era que no encontrasen otro con que
cambiarlo; pero dejándole descansar frecuentemente -por
ejemplo, cada quince verstas-, podrían tranquilamente
franquear sesenta verstas cada veinticuatro horas. Además,
el caballo era vigoroso y, por su misma raza, muy apto para
soportar grandes fatigas, y como el rico pasto no le
faltaría a lo largo de toda la ruta, porque la hierba era
abundante y buena, había la posibilidad de pedirle un
mayor rendimiento en su trabajo.
Nicolás se rindió ante estas razones. Se
había sentido emocionado por la situación de
aquellos dos jóvenes, que iban a compartir el exilio de su
padre. Lo encontraba tan patético que, con aquella sonrisa
tan suya, dijo a Nadia:
-¡Bondad divina! ¡Qué alegría
tendrá el señor Korpanoff cuando sus ojos os
contemplen y cuando sus brazos se abran para recibiros! ¡Si
llego hasta Irkutsk, lo cual me parece ya lo más probable,
me prometéis que estaré presente en esta entrevista!
¿No es así?
Después, dándose un golpe en la frente,
continuo:
-¡Pero, ahora que pienso, qué dolor
experimentará también cuando vea que su hijo mayor
está ciego! ¡Ah! ¡Está todo bien
complicado en este mundo!
Como consecuencia de todo esto, el resultado fue que la
kibitka marchaba con mayor velocidad y,
cumpliéndose los cálculos de Miguel Strogoff,
recorrían de diez a doce verstas por hora.
Merced a esto, el 28 de agosto los viajeros pasaban por
el poblado de Balaisk, a ochenta verstas de Krasnoiarsk, y el 29,
por el de Ribinsk, a cuarenta verstas de Balaisk.
Al día siguiente, treinta y cinco verstas mas
allá, llegaban a Kamsk, población ya mucho
más importante, bañada por el río que lleva
su mismo nombre, pequeño afluente del Yenisei que
desciende de los montes Sayansk. Kamsk, sin embargo, no es una
gran ciudad, pero sí un pueblo importante cuyas casas de
madera están pintorescamente agrupadas alrededor de una
plaza, dominada por el alto campanario de su catedral, cuya cruz
dorada resplandece bajo los rayos del sol.
Casas vacías, e iglesia
desierta. Ni una parada, ni un albergue habitado, ni un caballo
en las cuadras, ni un animal doméstico suelto por la
estepa. Las órdenes del gobierno moscovita eran ejecutadas
con absoluto rigor. Todo aquello que no había podido ser
transportado, fue destruido.
A la salida de Kamsk, Miguel Strogoff hizo saber a
Nicolás y Nadia que sólo encontrarían una
pequeña ciudad de cierta importancia, Nijni-Udinsk, antes
de llegar a Irkutsk. Nicolás respondió que ya lo
sabía, tanto más cuanto que esta pequeña
ciudad contaba con una estación telegráfica. Por
eso, s, Nijni-Udinsk estaba abandonada como Kamsk, no
tendría más remedio que buscar trabajo en la
capital de Siberia oriental.
La kibitka pudo vadear, sin demasiada dificultad,
el pequeño río que corta la ruta más
allá de Kamsk y entre el Yenisei y uno de sus grandes
tributarios, el Angara, que riega Irkutsk, ya no había que
temer el obstáculo de ningún gran curso de agua,
más que, tal vez, el Dinka. El viaje, pues, no
podía experimentar retrasos por parte alguna.
Desde Kamsk al poblado más próximo, la
etapa era muy larga, alrededor de ciento treinta
verstas.
No es preciso decir que las paradas reglamentarias se
cumplieron religiosamente, «sin lo cual –decía
Nicolás-, el caballo hubiera reclamado justamente».
Habían convenido que este resistente animal
descansaría cada quince verstas y en todos los contratos, aunque
sea con bestias, deben observarse sus
cláusulas.
espués de haber franqueado el pequeño
río Biriusa, la kibitka llegaba a Biriusinsk, en la
mañana del 4 de septiembre.
Allí, afortunadamente, Nicolás, que
veía disminuir las provisiones, tuvo la suerte de
encontrar un horno abandonado con una docena de pogatchas,
especie de bollos preparados con grasa de carnero, y una gran
cantidad de arroz cocido en agua. Estas provisiones
uniéronse a la reserva de kumyss encontrada en
Krasniarsk y con ellas la kibitka estaba suficientemente
aprovisionada.
Después de un alto conveniente, reemprendieron la
ruta al mediodía del 5 de septiembre. La distancia hasta
Irkutsk ya no era mas que de quinientas verstas y nada
señalaba detrás de ellos la llegada de la
vanguardia tártara. Miguel Strogoff pensó, con
fundamento, que en lo sucesivo ya no encontraría
más obstáculos en su viaje y que, con ocho
días más, estarla en presencia del Gran
Duque.
A la salida de Biriusinsk, una liebre atravesó el
camino, treinta pasos delante de la carreta.
-¡Ah! –dijo Nicolás.
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