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Julio Verne – Miguel Strogoff (página 3)



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En aquel lugar se mezclaban las aguas de las dos
corrientes, que tenían distinta tonalidad, y el Kama
prestaba desde la orilla izquierda el mismo servicio que
el Oka desde la derecha cuando atravesaba Nijni-Novgorod,
desinfectándolo con sus limpias aguas.

Allí se ensanchaba ampliamente el Kama, y sus
orillas, llenas de bosques, eran realmente bellas. Algunas velas
blancas animaban sus aguas, impregnadas de rayos solares. Las
costas, pobladas de alisos, de sauces y, a trechos, de grandes
encinas, cerraban el horizonte con una línea armoniosa,
que la resplandeciente luz del
mediodía hacía confundir con el cielo en ciertos
puntos.

Pero las bellezas naturales no parecían distraer,
ni por un instante, los pensamientos de la joven livoniana. No
tenía más que una preocupación: finalizar el
viaje; y el Kama no era más que un camino para llegar a
ese final. Sus ojos brillaban extraordinariamente mirando hacia
el este, como si con su mirada quisiera atravesar ese
impenetrable horizonte.

Nadia había dejado su mano en la de su
compañero, volviéndose de repente hacia él,
para decirle:

-¿A qué distancia nos encontramos de
Moscú?

-A novecientas verstas -le respondió Miguel
Strogoff.

-¡Novecientas sobre siete mil! -murmuró la
joven.

Unos toques de campana anunciaron a los pasajeros la
hora del desayuno. Nadia siguió a Miguel Strogoff al
restaurante, pero no toco siquiera los entremeses que les
sirvieron aparte, consistentes en caviar, arenques cortados a
trocitos y aguardiente de centeno anisado, que servían
para estimular el apetito, siguiendo la costumbre de los
países del norte, tanto en Rusia como en
Suecia y Noruega. Nadia comio poco, como una joven pobre cuyos
recursos son muy
limitados y Miguel Strogoff creyó que debía
contentarse con el mismo menú que iba a comer su
compañera, es decir, un poco de kulbat, especie de
pastel hecho con yemas de huevos, arroz y carne picada; lombarda
rellena con caviar y té por toda bebida.

La comida no fue, pues, ni larga ni cara y antes de
veinte minutos se habían levantado ambos de la mesa,
volviendo juntos a la cubierta del
Cáucaso.

Se sentaron en la popa y Nadia, bajando la voz para no
ser oída más que por él, le dijo sin
más preámbulos:

-Hermano; me llamo Nadia Fedor y soy hija de un exiliado
político. Mi madre murió en Riga hace apenas un mes
y voy a Irkutsk para unirme a mi padre y compartir su
exilio.

-También yo voy a Irkutsk -respondió
Miguel Strogoff- y consideraré como un favor del cielo el
dejar a Nadia Fedor, sana y salva, en manos de su
padre.

-Gracias, hermano -respondió Nadia.

Miguel Strogoff le explicó entonces que él
había obtenido un podaroshna especial para ir a
Siberia y que por parte de las autoridades rusas, nada
dificultaría su marcha.

Nadia no le preguntó nada más. Ella no
veía más que una cosa en aquel encuentro
providencial con el joven bueno y sencillo: el medio de llegar
junto a su padre.

-Yo tenía -le dijo ella- un permiso que me
autorizaba ir a Irkutsk; pero el decreto del gobernador de
Nijni-Novgorod lo anuló y sin ti, hermano, no hubiera
podido dejar la ciudad en la que me encontraste y en la cual, con
toda seguridad,
hubiera muerto.

-¿Y sola, Nadia, sola te aventurabas a atravesar
las estepas siberianas?

-Era mi deber, hermano.

-¿Pero no sabes que el país está
sublevado e invadido y queda convertido casi en
infranqueable?

-Cuando dejé Riga no se tenían aún
noticias de la
invasión tártara -respondió la joven-. Fue
en Moscú donde me puse al corriente de los
acontecimientos.

-¿Y, a pesar de ello, continuaste el
viaje?

-Era mi deber.

Esta frase resumía todo el valeroso carácter de la muchacha. Era su deber y
Nadia no vacilaba en cumplirlo.

Después le habló de su padre. Wassili
Fedor era un médico muy apreciado en Riga donde
ejercía con éxito
su profesión y vivía dichoso con los suyos. Pero al
ser descubierta su asociación a una sociedad
secreta extranjera, recibió orden de partir hacia Irkutsk
y los mismos policías que le comunicaron la orden de
deportación, le condujeron sin demora más
allá de la frontera.

Wassili Fedor no tuvo más que el tiempo
necesario para abrazar a su esposa, ya bastante enferma por
entonces, y a su hija, que iba a quedar sin apoyo, y
partió, llorando por los dos seres que amaba.

Desde hacía dos años, vivía en la
capital de la
Siberia oriental y allí, aunque casi sin provecho,
había continuado ejerciendo su profesión de
médico. No obstante, hubiera sido todo lo dichoso que
puede ser un exiliado, si su esposa y su hija hubieran estado cerca
de él. Pero la señora Fedor, ya muy debilitada, no
pudo abandonar Riga; veinte meses después de la marcha de
su marido, moría en brazos de su hija, a la que dejaba
sola y casi sin recursos. Nadia Fedor solicitó y obtuvo
fácilmente la autorización del gobernador ruso para
reunirse con su padre en Irkustk y escribió al autor de
sus días comunicándole su partida. Apenas
tenía con qué subsistir durante el viaje, pero no
dudó en emprenderlo. Ella haría lo que pudiera… y
Dios haría el resto.

Mientras tanto, el Cáucaso remontaba la
corriente del río. Llegó la noche y el aire se
impregnó de un delicioso frescor. La chimenea del vapor
lanzaba millares de chispas de madera de pino
y el murmullo de las aguas, rotas por la quilla del barco, se
mezclaba con los aullidos de los lobos que infestaban las sombras
de la orilla derecha del Kama

 

9

EN
TARENTA NOCHE Y DÍA

Al día siguiente, 19 de julio, el
Cáucaso llegaba al desembarcadero de Perm,
última estación de su servicio por el
Kama.

Este gobierno, cuya
capital es Perm, es uno de los más vastos del Imperio
ruso, penetrando en Siberia después de atravesar los
Urales. Canteras de mármol, salinas, yacimientos de
platino y de oro, minas de
carbón, se explotan en gran escala en su
territorio. Aunque se espera que Perm, por su situación,
se convierta en una ciudad de primer orden, ahora es poco
atrayente, sucia y fangosa y ofrece pocos recursos. Para aquellos
que van de Rusia a Siberia, esta falta de confort les es
indiferente, porque van provistos con todo lo necesario; pero
aquellos que llegan de los territorios de Asia central,
después de un largo y agotador viaje, agradecerían,
sin duda, que la primera ciudad europea del Imperio estuviese
mejor aprovisionada.

Los viajeros que llegan a Perm venden sus
vehículos, más o menos deteriorados por la larga
travesía a través de las planicies siberianas. Y es
allí también en donde los que van de Europa a Asia
compran su coche si es verano o sus trineos en invierno, antes de
emprender un viaje de varios meses a través de las
estepas.

Miguel Strogoff había planeado ya su programa de viaje
y sólo tenía que ejecutarlo.

Existe un servicio de correos que franquea con bastante
rapidez la cordillera de los Urales, pero dadas las
circunstancias, este servicio estaba desorganizado. De todos
modos, Miguel Strogoff, que quería hacer un viaje
rápido sin depender de nadie, no hubiera tomado el correo
y hubiese comprado un coche, corriendo con él de posta en
posta, activando por medio de na vodku suplementarios el
celo de los postillones que en el país eran llamados
yemschiks.

Desgraciadamente, a causa de las medidas tomadas contra
los extranjeros de origen asiático, un gran número
de viajeros había abandonado ya Perm y, por consiguiente,
los medios de
transporte
eran extremadarnente escasos. Miguel Strogoff no tuvo más
remedio que contentarse con lo que los demás habían
desechado. En cuanto a conseguir caballos, el correo del Zar,
mientras no llegase a Siberia, podía tranquilamente
exhibir su podaroshna y los encargados de las postas le
atenderían con preferencia; pero una vez fuera de la Rusia
europea, no podía contar más que con el poder de los
rublos.

Pero ¿en qué clase de
vehículo iba a enganchar los caballos? ¿A una
telega o a una tarenta?

La telega no es más que un auténtico carro
descubierto, de cuatro ruedas, en cuya confección no
interviene ningún otro material más que la madera.
Ruedas, ejes, tornillos, caja y varas, eran de madera de los
vecinos bosques y para el ajuste de las diversas piezas de que se
compone la telega se emplean gruesas cuerdas. Nada más
primitivo, ni más incómodo, pero también
nada más fácil de reparar si se produce
algún accidente en ruta, ya que los abetos son abundantes
en la frontera rusa y los ejes pueden encontrarse ya cortados
prácticamente en cualquier bosque. Es con telegas como se
hace el correo extraordinario conocido con el nombre de
perekladnoï, para las cuales cualquier camino es
bueno, aunque a veces ocurre que se rompen las ligaduras que unen
las distintas piezas y, mientras el tren trasero queda atascado
en cualquier bache de la carretera, el delantero continúa
adelante sobre las otras dos ruedas. Pero este resultado se
considera poco satisfactorio.

Miguel Strogoff se hubiera visto obligado a viajar con
una telega, si no hubiese tenido la suerte de encontrar una
tarenta.

Este vehículo no es que sea el último
grito del progreso de la industria
carrocera; como a la telega, le faltan las ballestas; la madera,
en sustitución del hierro, no
escasea; pero sus cuatro ruedas, separadas ocho o nueve pies, le
aseguran cierta estabilidad en aquellas carreteras llenas de
baches y a menudo desniveladas. Un guardabarro protege a los
viajeros del lodo del camino y una capota, que puede cerrarse
hermeticamente, convierte el vehículo en un agradable
protector contra el riguroso calor y las
borrascas violentas del verano. La tarenta es, además, tan
sólida y fácil de reparar como la telega y no
está tan expuesta a dejar su tren trasero en el
camino.

A pesar de todo, para descubrir esta tarenta, Miguel
Strogoff tuvo que buscar minuciosamente, y era probable que en
toda la ciudad no hubiera otra, pero no por eso dejó de
regatear el precio, por
pura fórmula, para mantenerse en su papel de
Nicolás Korpanoff, simple comerciante de
Irkutsk.

Nadia había seguido a su compañero en esta
carrera a la búsqueda de un vehículo porque, pese a
que los fines de sus respectivos viajes eran
diferentes, ambos tenían los mismos deseos de llegar y,
por tanto, de partir de Perm. Se hubiera dicho que estaban
animados por una misma voluntad.

-Hermana -dijo Miguel Strogoff-, hubiera querido
encontrar para ti algún vehículo más
confortable.

-¡Y me dices esto a mí, hermano, que
hubiera ido a pie si hubiese sido necesario, para reunirme con mi
padre!

-No dudo de tu coraje, Nadia, pero hay fatigas
físicas que una mujer no puede
soportar.

-Las soportaré sean cuales fueren
-respondió la joven-. Y si oyes escaparse de mis labios
una sola queja, déjame en el camino y sigue solo tu
viaje.

Media hora más tarde, tras la presentación
de su podaroshna, tres caballos de posta estaban
enganchados a la tarenta. Estos animales,
cubiertos de pelo, parecían osos levantados sobre sus
patas. Eran pequeños y nerviosos, de pura raza
siberiana.

El postillón los había enganchado
colocando el más grande entre dos largas varas que
llevaban en su extremo anterior un cerco llamado duga,
cargado de penachos y campanillas, y los otros dos sujetos
simplemente con cuerdas a los estribos de la tarenta, sin
arneses, y por toda rienda unos bramantes.

Ni Miguel Strogoff ni la joven livoniana llevaban
equipajes. Las exigencias de rapidez en uno y los modestos
recursos en la otra les impedían cargarse de bultos. En
estas condiciones esto era una gran ventaja, porque la tarenta no
hubiera podido con los equipajes o con los viajeros, porque no
estaba construida más que para llevar dos personas, sin
contar el yemschik, quien tendría que sostenerse en
su asiento por un milagro de equilibrio.

El yemschik se relevaba en cada parada. El que
les tenía que conducir durante la primera etapa del viaje
era siberiano, como sus caballos, y no menos peludo que ellos,
con cabellos largos cortados a escuadra sobre la frente, sombrero
de alas levantadas, cinturon rojo y capote con galones cruzados
sobre botones en los que tenía grabada la marca
imperial.

Al llegar con sus atalaj es había lanzado una
mirada inquisidora sobre los viajeros de la tarenta. ¡Sin
equipaje! «¿Dónde diablos lo habrían
puesto?», pensó, al ver su apariencia tan poco
acomodada, haciendo un gesto muy significativo.

-¡Cuervos! -dijo, sin preocuparse de ser oído o
no-. ¡Cuervos a seis kopeks la versta!

-¡No! ¡Águilas! -respondió
Miguel Strogoff, que comprendía perfectamente el argot de
los yemschiks- ¡Águilas, comprendes, a nueve
kopeks por versta y la propina!

Les respondió un alegre restallído de
látigo. El «cuervo», en el argot de los
postillones rusos es el viajero tacaño o indigente, que en
las paradas no paga los caballos más que a dos o tres
kopeks por versta; el «águila» es el viajero
que no retrocede ante los precios
elevados y que da generosas propinas. Por eso el cuervo no
podía tener la pretensión de volar tan
rápidamente como el ave imperial.

Nadia y Miguel Strogoff ocuparon inmediatamente sus
sitios en la tarenta, llevando un paquete con provisiones que
ocupaba poco sitio y que les permitiría, en caso de
retraso, aguantar hasta su llegada a la casa de posta, que, bajo
la vigilancia del Estado, eran muy bien atendidas. Bajaron la
capota para preservarse del insoportable calor y, al
mediodía, la tarenta, tirada por sus tres caballos,
abandonaba Perm en medio de una nube de polvo.

La manera de sostener el ritmo de las caballerías
adoptada por el postillón, hubiera llamado la atención de cualquier otro viajero que, sin
ser ruso o siberiano, no estuviera acostumbrado a esta forma de
conducir. Efectivamente, el caballo del centro, regulador de la
marcha, un poco más grande que los otros dos,
sostenía imperturbablemente, cualesquiera que fuesen las
irregularidades del terreno, un trote largo y de una perfecta
regularidad. Los otros dos animales parecían no conocer
otro tipo de marcha que el galope, meneándose con mil
fantasías muy divertidas. El yemschik no los
castigaba, únicamente los estimulaba con los
restallídos de su látigo en el aire. ¡Pero
qué epítetos les prodigaba cuando se comportaban
como bestias dóciles y concienzudas! ¡Cuántos
nombres de santos les aplicaba! El bramante que le servía
de guía no le hubiera sido de mucha utilidad con
animales medio fogosos, pero las palabras na pravo, a la
derecha, y na levo, a la izquierda, dichas con voz
gutural, producían mejores efectos que la brida o el
bridón.

¡Y qué amables interpelaciones
surgían en tales ocasiones!

-¡Caminad palomas mías! ¡Caminad,
gentiles
golondrinas! ¡Volad, mis pequeños pichones!
¡Ánimo, mi primito de la izquierda! ¡Empuja,
mi padrecito de la derecha!

Pero cuando el ritmo de la marcha descendía,
¡qué expresiones insultantes les dirigia y que
parecían ser comprendidas por los susceptibles
animales!

-¡Camina, caracol del diablo! ¡Maldita seas,
babosa! ¡Te despellejaré viva, tortuga, y te
condenarás en el otro mundo!

Sea como fuere, con esta manera de conducir, que exigla
más solidez de garganta que vigor en los brazos del
yemschik, la tarenta volaba sobre la carretera y devoraba
de doce a catorce verstas por hora.

A Miguel Strogoff, habituado a esta clase de
vehículos y a esta forma de conducir, no le molestaban ni
los sobresaltos ni los vaivenes. Sabía que un
vehículo ruso no evita los guijarros, ni los hoyos, ni los
baches, ni los árboles
derribados sobre la carretera, ni las zanjas del camino. Estaba
hecho a todo esto. Pero su compañera corría el
peligro de lastimarse con los golpes de la tarenta, pero no se
quejaba.

Durante los primeros instantes del viaje, Nadia, llevada
así a toda velocidad,
permanecia callada. Después, obsesionada siempre con el
mismo pensamiento,
dijo:

-He calculado que debe de haber una distancia de
trescientas verstas entre Perm y Ekaterinburgo, hermano.
¿Me equivoco?

-Estás en lo cierto, Nadia -respondió
Miguel Strogoff- y cuando hayamos llegado a Ekaterinburgo nos
encontraremos al pie mismo de los Urales en su vertiente
opuesta.

-¿Cuánto durará la travesía
de las montañas?

-Cuarenta y ocho horas, ya que viajaremos noche y
día. Y digo noche y día, Nadia, porque no puedo
pararme ni un solo instante y es preciso que marche a Irkutsk sin
descanso.

-Yo no te retrasaré ni una hora, hermano.
Viajaremos noche y día.

-Bien, Nadia. Entonces, si la invasión
tártara nos deja libre el paso, antes de veinte
días habremos llegado.

-¿Tú has realizado ya antes este viaje?
-preguntó Nadia.

-Varias veces.

-En invierno hubiéramos llegado con más
rapidez y con mayor seguridad. ¿No es
así?

-Sí, sobre todo, con mucha más rapidez.
Pero habrías sufrido mucho con el frío y la
nieve.

-¡Qué importa! El invierno es el amigo de
los rusos.

-Sí, Nadia, pero hace falta un temperamento a
toda prueba para resistir tal y tanta amistad. Yo he
visto muchas veces, en las estepas siberianas, llegar la temperatura a
más de cuarenta grados bajo cero. He sentido, pese a mi
vestido de piel de reno,
que se me helaba el corazón,
mis brazos se retorcían, mis pies se helaban bajo mis
triples calcetines de lana. He visto los caballos de mi trineo
cubiertos por un caparazón de hielo y fijárseles el
vaho de su respiración en las narices.

He visto el aguardiente de mi cantimplora convertido en
una piedra tan dura que mi cuchillo no podía cortar…
Pero mi trineo volaba como un huracán; no había
obstáculos en la llanura nivelada y blanca en todo lo que
podía abarcar la vista. Ningún curso de agua en el que
tuviera que buscar un vado. Ningún lago que hubiera que
atravesar en barca. Por todas partes hielo duro, camino libre y
paso asegurado. ¡Pero a costa de cuántos
sufrimientos, Nadia! ¡Sólo podrían decirlo
aquellos que no han vuelto y cuyos cadáveres están
cubiertos por la nieve!

-Sin embargo, tú has vuelto, hermano –dijo
Nadia.

-Sí, pero yo soy siberiano y desde niño,
cuando acompañaba a mi padre en sus cacerías, me
acostumbré a estas duras pruebas. Pero
tú, Nadia, cuando me has dicho que el invierno no te
habría detenido, que irías sola, dispuesta a luchar
contra las terribles inclemencias del clima siberiano,
me ha parecido verte perdida en la nieve y caída para no
levantarte más.

-¿Cuántas veces has atravesado la estepa
durante el invierno?

-Tres veces, Nadia, cuando iba a Omsk.

-¿Y qué ibas a hacer en Omsk?

-Ver a mi madre, que me esperaba.

-¡Y yo voy a Irkutsk, en donde me espera mi padre!
Voy a llevarle las últimas palabras de mi madre, lo cual
quiere decir, hermano, que nada me hubiera impedido
partir.

-Eres una muchacha muy valiente, Nadia -le
respondió Miguel Strogoff-, y el mismo Dios te hubiera
guiado.

Durante esta jornada la tarenta fue conducida con
rapidez por los yemschiks que se iban relevando en cada
posta. Las águilas de las montañas no hubieran
encontrado su nombre deshonrado por estas
«águilas» de las carreteras. El alto precio
pagado por cada caballo y la largueza de las propinas
recomendaban especialmente a los viajeros. Es probable que los
encargados de las postas encontrasen extraño que,
después de la publicación de los decretos, un joven
y su hermana, evidentemente rusos los dos, pudieran correr
libremente a través de Siberia, cerrada a todos los
demás, pero cuyos papeles estaban en regla y, por tanto,
tenían derecho a pasar. Así pues, los mojones iban
quedando rápidamente tras de la tarenta.

Miguel Strogoff y Nadia no eran los unicos que
seguían la ruta de Perm a Ekaterinburgo, ya que desde las
primeras paradas, el correo del Zar había observado que un
coche les precedía; pero como los caballos no les
faltaban, no se preocupó demasiado.

Durante aquella jornada, las pocas paradas que hizo la
tarenta se realizaron únicamente para que los viajeros
comieran. En las paradas de posta se encuentra alojamiento y
comida, pero, además, cuando faltan las paradas, las casas
de los campesinos rusos ofrecen siempre hospitalidad. En esas
aldeas, casi todas iguales, con su capilla de paredes blancas y
techumbre verde, el viajero puede llamar a cualquier puerta y
todas le serán abiertas. Aparecerá el mujik
sonriente, y tenderá la mano a su huésped; le
ofrecerá el pan y la sal y pondrá el somovar al
fuego; el viajero se encontrará como en su casa. Si es
necesario, el resto de la familia se
mudará de casa para hacerle sitio. Cuando llega un
extranjero, es pariente de todos, porque es «aquel que Dios
envía».

Al llegar la noche, Miguel Strogoff, guiado por un
cierto instinto, preguntó al encargado de la posta
cuántas horas de ventaja les llevaba el vehículo
que les precedía.

-Dos horas, padrecito -respondió el
encargado.

-¿Es una berlina?

-No, una telega.

-¿Cuántos viajeros?

-Dos.

-¿Van a buena marcha?

-¡Como águilas!

-¡Que enganchen enseguida!

Miguel Strogoff y Nadia, decididos a no detenerse ni un
momento, viajaron toda la noche.

El tiempo continuaba apacible, pero se notaba que la
atmósfera
iba volviéndose pesada y cargándose de electricidad.
Ninguna nube interceptaba la luz de las estrellas, pero
parecía que una especie de bochorno empezaba a levantarse
del suelo. Era de
temer que alguna tempestad se desencadenase en las
montañas, y allí son terribles. Miguel Strogoff,
habituado a reconocer los síntomas atmosféricos,
presentía una próxima lucha de los elementos que le
tenía preocupado.

La noche transcurrió sin incidentes y pese a los
saltos que daba la tarenta, Nadia pudo dormir durante algunas
horas. La capota, a medio levantar, permitía respirar un
poco de aire que los pulmones buscaban ávidamente en
aquella atmósfera asfixiante.

Miguel Strogoff veló toda la noche, desconfiando
de los yemschiks que se dormían muy a menudo sobre
sus asientos, y ni una hora se perdió entre las paradas y
la carretera.

Al día siguiente, 20 de julio, hacia las ocho de
la mañana, los primeros perfiles de los montes Urales se
dibujaron hacia el este.

Sin embargo, esta importante cordillera que separa la
Rusia europea de Siberia se encontraba todavía a una
distancia bastante considerable y no podían contar con
llegar allí antes del fin de la jornada. El paso de las
montañas deberían hacerlo, necesariamente, durante
la noche.

El cielo estuvo cubierto durante todo el día y la
temperatura fue, por consiguiente, bastante más
soportable, pero el tiempo se presentaba extremadamente
borrascoso.

En aquellas condiciones hubiera sido quizá
más prudente no aventurarse por las montañas
durante la noche, y es lo que hubiera hecho Miguel Strogoff de
haber podido detenerse; pero cuando en la última parada el
yemschik le hizo observar los truenos que resonaban en el
macizo montañoso, se limitó a decirle:

-Una telega nos precede siempre,
¿verdad?

-Sí.

-¿Qué ventaja lleva ahora sobre
nosotros?

-Alrededor de una hora.

-Adelante, pues, y habrá triple propina si
llegamos a Ekaterinburgo mañana por la
mañana.

 

10

UNA TEMPESTAD EN LOS MONTES URALES

Los montes Urales se extienden sobre una longitud de
más de tres mil verstas (3.200 kilómetros), entre
Europa y Asia. Tanto la denominación de Urales, que es de
origen tártaro, como la de Poyas, que es su nombre en
ruso, ambas son correctas ya que estas dos palabras significan
«cintura» en las lenguas respectivas. Naciendo en el
litoral del mar Ártico, van a morir sobre las orillas del
Caspio.

Tal era la frontera que Miguel Strogoff debía
franquear para pasar de Rusia a Siberia y, como se ha dicho,
tomando la ruta que va de Perm a Ekaterinburgo, situada en la
vertiente oriental de los Urales, había elegido la
más adecuada, por ser la más fácil y segura
y la que se emplea para el tránsito de todo el comercio con
el Asia central.

Era suficiente toda una noche para atravesar las
montañas, si no sobrevenía ningún accidente.
Desgraciadamente, los primeros fragores de los truenos anunciaban
una tormenta que el estado de
la atmósfera daba a entender que sería temible. La
tensión eléctrica era tal que no podía
resolverse mas que por un estallído violento de los
elementos.

Miguel Strogoff procuró que su compañera
se instalase lo mejor posible, por lo que la capota, que
podría ser arrancada fácilmente por una borrasca,
fue asegurada más sólidamente por medio de cuerdas
que se cruzaban por encima y por detrás. Se reforzaron los
tirantes de los caballos y, para mayor precaución, el cubo
de las ruedas se rellenó de paja, tanto para asegurar su
solidez como para reducir los choques, difíciles de evitar
en una noche oscura. Los ejes de los dos trenes, que iban
simplemente sujetos a la caja de la tarenta por medio de
clavijas, fueron empalmados por medio de un travesaño de
madera que aseguraron con pernos y tornillos. Este
travesaño hacía el papel de la barra curva que
sujeta los dos ejes de las berlinas suspendidas sobre cuellos de
cisne.

Nadia ocupó su sitio en el fondo de la caja y
Miguel Strogoff se sentó cerca de ella. Delante de la
capota, completamente abatida, colgaban dos cortinas de cuero que, en
cierta medida, debían proteger a los viajeros contra la
lluvia y el viento. Dos grandes faroles lucían fijados en
el lado izquierdo del asiento del yemschik, y lanzaban
oblicuamente unos débiles haces de luz muy poco apropiados
para iluminar la ruta. Pero eran las luces de posición del
vehículo, y si no disipaban la oscuridad, al menos
podían impedir el ser abordados por cualquier otro
carruaje que circulara en dirección contraria.

Como se ve, habían tornado todas las
precauciones, pues cualquiera que fuese, toda medida de seguridad
era poca ante aquella noche tan amenazadora.

-Nadia, ya estamos preparados -dijo Miguel
Strogoff.

-Partamos, pues -respondió la joven.

Se dio la orden al yemschik y la tarenta se puso
en movimiento,
remontando las primeras pendientes de los Urales. Eran las ocho
de la tarde y el sol iba a
ocultarse. Pese a que el crepúsculo se prolonga mucho en
esas latitudes, había ya mucha oscuridad. Enormes masas de
nubes parecían envolver la bóveda celeste, pero
ningún viento las desplazaba. Sin embargo, aunque
parecían inmóviles desde un extremo al otro del
horizonte, no ocurría lo mismo respecto al cénit y
nadir, pues la distancia que las separaba del suelo iba
disminuyendo visiblemente. Algunas de sus bandas
resplandecían con una especie de luz fosforescente,
describiendo aparentes arcos de sesenta a ochenta grados, cuyas
zonas parecían aproximarse poco a poco al suelo, como
una red que
quisiera cubrir las montañas. Parecía como si un
huracán más fuerte las lanzase desde lo alto hacia
abajo.

La ruta ascendía hacia aquellas grandes nubes,
muy densas, y que estaban ya llegando a su grado máximo de
condensación. Dentro de poco, ruta y nubes se
confundirían y si entonces no se resolvían en
lluvia, la niebla sería tan densa que la tarenta no
podría avanzar sin riesgo de caer en
algún precipicio.

Sin embargo, la cadena de los Urales no tiene una
altitud media muy notable, ya que su pico más alto no
sobrepasa los cinco mil pies.

Las nieves eternas son inexistentes, ya que las que el
invierno siberiano deposita en sus cimas se funden totalmente
durante el sol del verano. Las plantas y los
árboles llegan a todas partes de la cordillera. La
explotación de las minas de hierro y cobre y los
yacimientos de piedras preciosas necesitan la intervención
de un número considerable de obreros, por lo que se
encuentran frecuentemente poblaciones llamadas zavody, y
el camino, abierto a través de los grandes desfiladeros,
es bastante practicable para los carruajes de posta. Pero lo que
es fácil durante el buen tiempo y a pleno sol, ofrece
dificultades y peligros cuando los elementos luchan violentamente
entre sí y el viajero se ve envuelto en la lucha. Miguel
Strogoff sabía, por haberlo ya comprobado, qué era
una tormenta en plena montaña, y con razón
consideraba que es tan temible como las ventiscas que durante el
invierno se desencadenan con incomparable violencia.

Como no llovía aún, Miguel Strogoff
había levantado las cortinas que protegían el
interior de la tarenta y miraba ante él, observando los
lados de la carretera, que la luz vacilante de los faroles
poblaba de fantásticas siluetas. Nadia, inmóvil,
con los brazos cruzados, miraba también, pero sin
inclinarse, mientras que su compañero, con medio cuerpo
fuera de la caja, interrogaba a la vez al cielo y a la
tierra.

La atmósfera estaba absolutamente tranquila, pero
con una calma amenazante. Ni una partícula de aire
permitía alentar. Se hubiera dicho que la naturaleza,
medio sofocada, había dejado de respirar, y que sus
pulmones, es decir esas nubes lúgubres y densas,
atrofiados por alguna causa, no iban a funcionar más. El
silencio hubiera sido absoluto de no ser por los chirridos de las
ruedas de la tarenta, que aplastaban la grava del camino; el
gemido de los cubos y ejes del vehículo; la
respiración fatigada de los caballos, a los que faltaba el
aliento, y el chasquido de sus herraduras sobre los guijarros, a
los que sacaban chispas en cada golpe.

El camino estaba absolutamente desierto. La tarenta no
se había cruzado con ningún peatón,
caballísta ni vehículo en aquellos estrechos
desfiladeros de los Urales, a causa de esta noche tan amenazante.
Ni un fuego de carbonero en los bosques, ni un campamento de
mineros en las canteras en explotación, ni una
cabaña perdida entre la espesura. Era preciso tener
razones poderosas que no permiten vacilación ni retraso,
para atreverse a emprender la travesía de la cordillera en
esas condiciones. Pero Miguel Strogoff no había dudado. No
le estaba permitido vacilar porque empezaba a preocuparle
seriamente quiénes serían los viajeros que ocupaban
la telega que les precedía y qué grandes razones
podían tener para comportarse tan
imprudentemente.

Miguel Strogoff quedó a la expectativa durante
algún tiempo. Hacia las once, los relámpagos
comenzaron a iluminar el cielo y ya no cesaron de hacerlo. A la
luz de los rápidos resplandores se veían aparecer y
desaparecer las siluetas de los pinos, que se agrupaban en
diversos puntos de la ruta. Cuando la tarenta bordeaba el camino,
profundas gargantas podían percibirse a uno y otro lado,
iluminadas por la luz de las descargas eléctricas. De vez
en cuando, un deslizamiento más grave de la tarenta
indicaba que estaban atravesando un puente construido con maderos
apenas encuadrados, tendido sobre algún barranco, en cuyo
fondo parecía retumbar el trueno. Además, el
espacio no tardó en llenarse de monótonos zumbidos
que se volvían más graves a medida que
subían cada vez más hacia las alturas. A estos
ruidos diversos se mezclaban los gritos y las interjecciones del
yemschzk, tan pronto alabando como insultando a las pobres
bestias, más fatigadas por la pesadez del aire que por la
pendiente del camino. Las campanillas de las varas no
podían animarles ya mas y por momentos se les doblaban las
patas.

-¿A qué hora llegaremos a la cima?
-Preguntó Miguel Strogoff al yemschik.

-A la una de la madrugada… ¡si llegamos!
-respondió éste moviendo la cabeza.

-Dime, amigo, no es ésta tu primera tormenta en
la montaña, ¿verdad?

-No, ¡y quiera Dios que no sea la
última!

-¿Tienes miedo?

-No tengo miedo, pero te repito que has cometido un
error al querer partir.

-Mayor error hubiera cometido de haberme
quedado.

-¡Vamos, pues, pichones míos!
-replicó el yemschik, como hombre que no
estaba allí para discutir, sino para obedecer.

En aquel momento se dejó oír un estruendo
lejano, como si un millar de silbidos agudos y ensordecedores
atravesaran la atmósfera calmada hasta aquel momento. A la
luz de un relámpago deslumbrador, al que siguió el
estallído de un terrible trueno, Miguel Strogoff vio
grandes pinos que se torcian en una cima. El viento empezaba a
desatarse, pero no agitaba todavía más que las
altas capas de la atmósfera. Algunos ruidos secos
indicaban que ciertos árboles, viejos o mal enralzados, no
habían podido resistir los primeros ataques de la
borrasca. Un alud de troncos arrancados atravesó la
carretera, rebotando formidablemente en las rocas y
perdiéndose en las profundidades del abismo de la
izquierda, unos doscientos pasos delante de la
tarenta.

Los caballos se detuvieron
momentáneamente.

-¡Adelante, mis hermosas palomas! -gritó el
yemschik, mezclando los estallídos de su
látigo con los ruidos de la tormenta.

Miguel Strogoff tomó la mano de Nadia y le
preguntó:

-¿Duermes, hermana?

-No, hermano.

-¡Estate dispuesta a todo. He aquí la
tormenta!

-Estoy dispuesta.

Miguel Strogoff no tuvo más que el tiempo justo
para cerrar las cortinas de cuero de la tarenta. La tormenta
llegaba como una furia.

El yemschik, saltando de su asiento, se
lanzó a la cabeza de los caballos para mantenerlos firmes,
porque un inmenso peligro amenazaba todo el atelaje.

En efecto, la tarenta, inmóvil, se encontraba en
una curva del camino por la que desembocaba la borrasca y era
preciso mantenerla de cara al huracán para que no volcase
y cayera al precipicio que franqueaba la izquierda de la
carretera. Los caballos, rechazados por las ráfagas del
viento, se encabritaban, sin que el conductor pudiera calmarlos.
A las interpelaciones amigables les sucedían las
calificaciones insultantes. Nada se conseguía. Las
desgraciadas bestias, cegadas por las descargas eléctricas
y espantadas por el estallído incesante de los rayos,
comparable a las detonaciones de la artillería, amenazaban
con romper las cuerdas y escapar. El yemschik no era ya
dueño de la situación.

En aquel momento, Miguel Strogoff se lanzó de un
salto fuera de la tarenta, acudiendo en su ayuda. Dotado de una
fuerza poco
comun, se hizo con el gobierno de los caballos, no sin un gran
esfuerzo.

Pero el huracán redoblaba entonces su furia. La
ruta, en aquel lugar, se ensanchaba en forma de embudo y
hacía que la borrasca se arremolinara con mayor violencia,
como hubiera penetrado en las mangas de ventilación de los
barcos. Al mismo tiempo, un alud de piedras y troncos de
árboles comenzaba a rodar desde lo alto de los
taludes.

-¡No podemos quedarnos aquí! -dijo Miguel
Strogoff.

-¡No nos quedaremos por mucho tiempo!
-gritó el yemschik, asustado, recurriendo a todas
sus fuerzas para compensar la violencia del viento-.¡El
huracán nos enviará pronto a la falda de la
montaña por el camino más corto!

-¡Sujeta el caballo de la derecha, cobarde!
-respondió Miguel Strogoff-. ¡Yo respondo del de la
izquierda!

Un nuevo asalto de la borrasca le interrumpió y
él y el conductor tuvieron que arrojarse al suelo para no
ser arrastrados, pero el vehículo, pese a sus esfuerzos y
los de los caballos que se mantenían cara al viento,
retrocedió vanas varas y, sin duda, se hubiera precipitado
fuera del camino de no ser por un tronco que lo
frenó.

-¡No tengas miedo, Nadia! -le gritó Miguel
Strogoff.

-No tengo miedo -respondió la muchacha, sin que
su voz reflejase la menor emoción.

Las ráfagas de la tormenta habían cesado
un instante y el fragor de los truenos, después de haber
franqueado aquel recodo, se perdía en las profundidades
del desfiladero.

-¿Quieres volver atrás? -preguntó
el yemschik.

-¡No; es preciso continuar la subida! ¡Hay
que atravesar este recodo! ¡Más arriba tendremos el
abrigo del talud!

-¡Pero los caballos se niegan a
continuar!

-¡Haz como yo y empújales hacia
delante!

-¡Va a volver la borrasca!

-¿Vas a obedecer?

-¡Tú lo quieres!

-¡Es el Padre quien lo ordena! -respondio Miguel
Strogoff, quien invocó por primera vez el nombre del
Emperador, ese nombre todopoderoso en tres partes del
mundo.

-¡Vamos, pues, mis golondrinas! -gritó el
yemschik, sujetando el caballo de la derecha, mientras
Miguel Strogoff hacía otro tanto con el de la
izquierda.

Los caballos, así sujetos, reemprendieron
penosamente la marcha. No podían inclinarse hacia los
costados, y el caballo de varas, no estando empujado por los
flancos, podía conservar el centro del camino; pero
hombres y bestias, bajo la fuerza de las ráfagas de aire,
no podían dar tres pasos adelante sin retroceder uno o
dos. Resbalaban, caían, se levantaban. De este modo, el
vehículo estaba en continuo peligro de volcar. Y si la
capota no hubiera estado tan sólidamente sujeta, la
tarenta se hubiera desrnantelado al primer golpe.

Miguel Strogoff y el yemschik emplearon
más de dos horas en lograr remontar aquella parte del
camino, que tendría media versta de largo como
máximo, y que estaba tan directamente expuesta a la furia
de la borrasca. El peligro entonces no estaba solamente en el
formidable huracán que luchaba contra e atelaje y sus dos
conductores, sino que, sobre todo estaba en los aludes de piedras
y troncos derribados que la montaña despedía y
arrojaba sobre ellos. De pronto, bajo el resplandor de un
relámpago, se percibió uno de esos bloques de
granito, moviéndose con creciente rapidez y rodando en la
dirección de la tarenta.

El yemschik lanzó un grito.

Miguel Strogoff, con un vigoroso golpe de látigo,
quiso hacer avanzar a los caballos, pero éstos no
respondieron. ¡Unos pasos solamente y el alud
pasaría por detrás del vehículo!

Miguel Strogoff, en una fracción de segundo, vio
la tarenta deshecha y a su compañera aplastada.
Comprendió que no tenía tiempo de arrancarla del
vehículo! Entonces, arrojándose a la parte trasera,
colocó la espalda bajo el eje y afirmó los pies en
el suelo y en aquel instante de inmenso Peligro encontró
fuerzas sobrehumanas para hacer avanzar algunos pies el pesado
coche.

La enorme piedra, al pasar, rozó el pecho del
joven cortándole la respiración, como si hubiera
sido una bala de cañón, y machacó las
piedras de la carretera, arrancándoles chispas con el
bloque.

-¡Hermano! -gritó Nadia, espantada, al ver
la escena a la luz de los relámpagos.

-¡Nadia! -respondió Miguel Strogoff-.
¡Nadia, no temas nada … !

-¡No es por mí por quien podría
temer!

-¡Dios está con nosotros,
hermana!

-¡Conmigo, hermano, bien seguro, porque te
ha puesto en mi camino! -susurró la joven.

El avance de la tarenta, debido al esfuerzo de Miguel
Strogoff, no debía desaprovecharse. Fue este descanso dado
a los caballos lo que permitió que éstos
reemprendieran de nuevo la dirección. Arrastrados, por
así decirlo, por los dos hombres, remontaron la ruta hasta
una estrecha garganta, orientada de norte a sur, en donde quedaba
al abrigo de los asaltos directos de la tormenta. El talud de la
derecha hacía una especie de codo, debido al saliente de
una enorme roca que ocupaba el centro de un ventisquero. El
viento, pues, no formaba remolinos, y el sitio era sostenible,
mientras que en la circunferencia de aquel centro, ni hombres ni
bestias hubieran podido resistir. Y, en efecto, algunos abetos
cuya extremidad superior sobrepasaba la altura de la roca, fueron
arrancados en un abrir y cerrar de ojos, como si una gigantesca
guadaña hubiera nivelado el talud a ras de las ramas. La
tormenta estaba entonces en toda su furia. Los relámpagos
iluminaban el desfiladero y los estallídos de los truenos
eran continuos. El suelo, estremecido por aquellos golpes de
borrasca, parecía temblar, como si el macizo de los Urales
estuviera sometido a una trepidación general.

Afortunadamente, la tarenta había quedado
protegida en una profunda sinuosidad que la borrasca no
podía atacar directamente. Pero no estaba tan bien
defendida como para que algunas contracorrientes oblicuas,
desviadas por algunos salientes del talud, no la empujaran con
violencia, haciéndola golpearse contra la pared rocosa,
con peligro de quebrarse en mil pedazos.

Nadia tuvo que abandonar el sitio que ocupaba y Miguel
Strogoff, después de buscar a la luz de uno de los
faroles, descubrió una excavación, debida al pico
de algún minero, en donde pudo refugiarse la joven en
espera de poder reemprender el viaje.

En ese momento -era la una de la madrugada-,
comenzó a caer la lluvia, y las ráfagas, hechas de
agua y viento, adquirieron una violencia extrema, que no
apagaron, sin embargo, los fuegos del cielo. Esta
complicación hacía imposible continuar la
marcha.

Cualquiera que fuese, pues, la impaciencia de Miguel
Strogoff, y era muy grande, no tuvo más remedio que dejar
transcurrir lo más duro de la tormenta. Habían
llegado ya a la garganta misma que franquea la ruta de Perm a
Ekaterinburgo; no había otra cosa que hacer más que
descender; pero descender las estribaciones de los Urales, en
aquellas condiciones, sobre un suelo cruzado por mil torrentes
bajando de la montaña, en medio de los torbellinos de aire
y agua, era sencillamente jugarse la vida y precipitarse al
abismo.

-Esperar es grave -dijo Miguel Strogoff- pero significa,
sin duda, evitar más largos retrasos. La violencia de la
tormenta me hace pensar que no durará ya mucho. Hacia las
tres comenzará a clarear el día y la bajada, que no
podemos arriesgarnos a hacer en la oscuridad, será, si no
fácil, al menos posible después de la salida del
sol.

-Esperemos, hermano -respondió Nadia-; pero si
retrasas la partida que no sea por evitar una fatiga o un
peligro.

-Nadia, ya sé que estás decidida a todo,
pero al comprometernos ambos, yo arriesgo algo más que mi
vida y la tuya; faltaría a la misión, al
deber que tengo que cumplir antes que nada.

-¡Un deber … ! -murmuró Nadia.

En aquel momento un violento relámpago
desgarró el cielo y pareció, por decirlo
así, que la lluvia se volatilizaba; se oyó un golpe
seco; el aire se impregnó de un olor sulfuroso, casi
asfixiante, y un grupo de
grandes pinos, alcanzados por la descarga eléctrica, se
inflamaban como una antorcha gigantesca a veinte pasos de la
tarenta.

El yemschik, arrojado al suelo por una especie de
choque en retroceso, se levantó afortunadamente sin
heridas.

Después, cuando los primeros estampidos del
trueno se fueron perdiendo en las profundidades de la
montaña, Miguel Strogoff sintió la mano de Nadia
apretar fuertemente la suya y oyo que murmuraba estas palabras en
su oído:

-¡Gritos, hermano! ¡Escucha!

 

11

VIAJEROS EN APUROS

Efectivamente, durante aquel breve intervalo de calma,
oyéronse gritos hacia la parte superior del camino y a una
distancia bastante próxima de la sinuosidad que
protegía la tarenta.

Era como una llamada desesperada, evidentemente lanzada
por algún pasajero en peligro.

Miguel Strogoff escuchó con
atención.

El yemschik escuchó tambien, pero moviendo
la cabeza, como si le pareciera imposible responder a esa
llamada.

-¡Son viajeros que piden socorro! -gritó
Nadia.

-¡Si no cuentan mas que con nosotros … !
-respondió el yemschik.

-¿Por qué no? -gritó Miguel
Strogoff-. ¿No debemos hacer nosotros lo que ellos
harían en parecidas circunstancias?

-¡Pero no irá usted a arriesgar el carruaje
y los caballos … !

-¡Iré a pie! -respondió Miguel
Strogoff interrumpiendo al yemschik.

-Yo te acompañaré, hermano –dijo la joven
livoniana.

-No, Nadia, quédate aquí; el
yemschik permanecerá a tu lado. No quiero dejarlo
solo…

-Me quedaré -respondió Nadia.

–Ocurra lo que ocurra, no abandones este
refugio.

-Me encontrarás donde estoy.

Miguel Strogoff apretó la mano de su
compañera y, franqueando la vuelta del talud,
desapareció en seguida entre las sombras.

-Tu hermano ha cometido un error –dijo el
yemschzk a la joven.

-Mi hermano tiene razón -respondió
simplemente Nadia.

Mientras tanto, Miguel Strogoff remontaba el camino con
rapidez. Si tenía grandes deseos de socorrer a los que
así gritaban, también tenía gran impaciencia
por conocer a aquellos viajeros a los que la tormenta no les
había impedido aventurarse por las montañas, y
estaba seguro de que se trataba de la telega que les había
precedido desde el principio.

La lluvia había cesado, pero la borrasca
redoblaba su violencia. Los gritos, llevados por las corrientes
de aire, se distinguían cada vez más. Desde el
sitio donde Miguel Strogoff había dejado a Nadia, no se
podía ver lo sinuoso que era el camino porque la luz de
los relámpagos sólo iluminaba los salientes del
talud, que tapaban el camino. Las ráfagas, chocando
bruscamente con todos aquellos ángulos, formaban remolinos
difíciles de atravesar, por lo que era necesaria la fuerza
poco común de Miguel Strogoff para resistirlas.

Pero era evidente que los viajeros que hacían
oír sus gritos no estaban muy lejos, aunque el correo del
Zar todavía no podía distinguirlos, sea porque
habían ido a parar fuera de la carretera o porque la
oscuridad lo impedía, pero las palabras llegaban con
bastante claridad a sus oídos.

He aquí lo que oyó y que no dejó de
producirle cierta sorpresa:

-¡Zopenco! ¿Vas a volver?

-¡Te haré azotar en la próxima
parada!

-¿Oyes, postillón del diablo?
¡Eh!

-¿Así es como le conducen a uno en este
país?

-¿Y eso es lo que llaman una telega?

-¡Eh! ¡Triple bruto! ¡Sigue marchando
y no se para! ¡Aún no se ha dado cuenta de que nos
ha dejado en el camino!

-¡Tratarme así, a mí, un inglés
acreditado! ¡Me quejaré a la embajada y haré
que lo encierren!

El que así hablaba estaba verdaderamente
encolerizado pero, de golpe, le pareció a Miguel Strogoff
que el segundo interlocutor tomaba partido por la
situación y estalló en carcajadas, inesperadas en
medio de aquella escena, a las que siguieron estas
palabras:

-¡Decididamente esto es demasiado
chistoso!

-¡Se atreve usted a reírse! -exclamó
agriamente el ciudadano del Reino Unido.

-Cierto, querido colega, y de todo corazón.
¡Y le invito a usted a que haga otro tanto! ¡Palabra
de honor que no había visto esto jamás! ¡Es
demasiado chistoso … ! ¡Nunca lo había
visto…!

En aquel momento, un violento trueno retumbó en
el desfiladero con un estruendo espantoso, que venía
multiplicado por los ecos de las montañas en una grandiosa
proporción. Después, cuando el ruido se
extinguió, la voz alegre continuó
diciendo:

-¡Sí, extraordinariamente chistoso!
¡Esto, desde luego, no ocurriría en Francia!

-¡Ni en Inglaterra!
-respondió el inglés.

Sobre el camino, iluminado entonces por los
relámpagos, Miguel Strogoff vio a dos viajeros, a unos
veinte pasos de él, sentados uno junto al, otro en el
banco trasero
de un singular vehículo, que parecia profundamente
atascado en algún bache.

Se acercó a ellos, mientras uno reía y el
otro rezongaba, y reconoció a los dos corresponsales de
periódicos que habían embarcado en el
Cáucaso y viajado con él desde
Nijni-Novgorod a Perm.

-¡Eh, buenos días, señor!
-gritó el francés-. ¡Encantado de verle, en
estas circunstancias! Permítame presentarle a mi
íntimo enemigo, el señor Blount.

El reportero inglés saludó y
parecía que iba, a su vez, a presentar a su colega, Alcide
Jolivet, conforme a las reglas de la etiqueta, pero Miguel
Strogoff dijo:

-Es inútil, señores, ya nos conocemos.
Hemos ya viajado juntos por el Volga.

-¡Ah, muy bien! ¡Perfectamente,
señor…

-Nicolás Korpanoff, comerciante de Irkutsk
-respondió Miguel Strogoff-. Pero ¿quieren ponerme
al corriente sobre la aventura que les ha ocurrido, tan chistosa
para uno y tan lamentable para el otro?

-Le hago a usted juez, señor Korpanoff
-respondió Alcide Jolivet-. Imagínese usted que
nuestro postillón ha seguido la ruta con el tren delantero
de su infernal vehículo, dejándonos plantados sobre
el tren trasero de ese absurdo carruaje. ¡La peor mitad de
una telega para dos, sin guía y sin caballos! ¡No es
absoluta y superlativamente chistoso!

-¡No del todo! -respondió el
inglés.

-¡Sí, colega! ¡Usted no sabe tomarse
las cosas por su lado bueno!

-¿Y cómo, quiere decirnos, podremos
continuar el viaje? -preguntó Harry Blount.

-Nada más fácil -respondió Alcide
Jolivet-. Va usted a engancharse a lo que nos queda del carruaje;
yo tomaré las riendas, le llamaré mi pequeño
pichón como un verdadero yemschik, y usted
marchará como un verdadero caballo de posta.

-Señor Jolivet -respondió el
inglés-, esta broma ya se pasa de la raya y…

-Tenga calma, colega. Cuando se canse yo le
reemplazaré y usted tendrá derecho a llamarme
caracol asmático y tortuga pesada, si no le conduzco a
velocidad infernal.

Alcide Jolivet decía todas estas cosas con tan
buen humor que Miguel Strogoff no pudo reprimir una
sonrisa.

-Señores -les dijo- hay algo mejor que hacer.
Nosotros hemos llegado hasta aquí, la garganta superior de
la cordillera de los Urales y, por consiguiente, no nos queda
más que descender las pendientes de las montañas.
Mi carruaje está a unos quinientos pasos más
atrás; les prestaré uno de mis caballos, lo
engancharán a la caja de su telega y mañana, si no
se produce ningún accidente, llegaremos juntos a
Ekaterinburgo.

-¡Señor Korpanoff -respondió Alcide
Jolivet-, esa es una proposicion que parte de un corazon
generoso!

-Agrego, señores, que si no les invito a que
suban a mi tarenta es porque sólo tiene dos plazas y
están ya ocupadas por mi hermana y por mi -aclaró
Miguel Strogoff.

-Nuevamente gracias, señor -respondió
Alcide Jolivet-, pero mi colega y yo iríamos hasta el fin
del mundo con su caballo y nuestra media telega.

-¡Señor -continuó Harry Blount-,
aceptamos su generosa oferta!
¡En cuanto a ese yemschik … !

-¡Oh! Crea que no es ésta la primera vez
que ocurre semejante cosa -respondió Miguel
Strogoff.

-¿Pero por qué no vuelve? Él sabe
perfectamente que nos ha dejado atrás. ¡El
miserable!

-¿Él? ¡Ni se ha enterado!

-¿Cómo? ¿Ignora que su telega se ha
partido en dos?

-Sí. Y conducirá su tren delantero con la
mejor buena fe del mundo hasta Ekaterinburgo.

– ¡Cuando yo le decía, colega, que esto era
de lo más chistoso!… -exclamó Alcide
Jolivet.

-Señores, si quieren seguirme -dijo Miguel
Strogoff-, nos reuniremos con mi carruaje y…

-Pero, ¿y la telega? -observó el
inglés.

-No tema usted que eche a volar, querido Blount
-replicó Alcide Jolivet-. Mírela qué bien
arraigada está en el suelo. Tanto, que si la dejamos
aquí en la primavera próxima le saldrán
hojas.

-Vengan, pues, señores, y traeremos aqui la
tarenta -dijo Miguel Strogoff.

El francés y el inglés descendieron de la
banqueta del fondo, convertida de esa forma en asiento delantero,
y siguieron a Miguel Strogoff.

Mientras caminaban, Alcide Jolivet, siguiendo su
costumbre, iba conversando con todo su buen humor, que ningun
contratiempo podía alterar.

-A fe mía, señor Korpanoff, que nos saca
usted de un buen atolladero.

-Yo no he hecho más de lo que hubiera hecho
cualquier otro en mis circunstancias, señores. Si los
viajeros no nos ayudáramos entre nosotros, no
habría más remedio que eliminar las
rutas.

-Como compensacion, señor, si va usted lejos en
la estepa, es posible que nos encontremos de nuevo
y…

Alcide Jolivet no preguntaba de una manera formal a
Miguel Strogoff adónde iba, pero este, no queriendo
disimular, respondió con rapidez:

-Voy a Omsk, señores.

-Pues el señor Blount y yo -prosiguió
Alcide Jolivet- vamos un poco adelante, allá donde puede
ser que encontremos una bala, pero también, con toda
seguridad, noticias que atrapar.

-¿Van a las provincias invadidas?
-preguntó Miguel Strogoff con cierto
apresuramiento.

-Precisamente, señor Korpanoff, y es probable que
no volvamos a encontrarnos.

-En efecto, señor -respondió Miguel
Strogoff-, yo soy muy poco amante de los tiros de fusil y golpes
de lanza y de naturaleza demasiado pacífica para
aventurarme por los sitios donde se combate.

-Desolador, señor, desolador. Y, verdaderamente,
no podremos sino lamentar el separarnos tan pronto. Pero al dejar
Ekaterinburgo puede ser que nuestra buena estrella quiera que
viajemos todavía juntos durante algunos
días.

-¿Se dirigen ustedes a Omsk? -preguntó
Miguel Strogoff, después de reflexionar unos
instantes.

-Todavía no sabemos nada -replicó Alcide
Jolivet-. Pero lo más probable es que vayamos directamente
hasta Ichim y, una vez allí, obraremos según los
acontecimientos.

-Pues bien, señores -dijo Miguel Strogoff-,
iremos juntos hasta Ichim.

Miguel Strogoff hubiera preferido, evidentemente, viajar
solo, pero no podía hacerlo sin que se hiciera sospechoso
al buscar separarse de dos viajeros que iban a seguir la misma
ruta que él. Por tanto, ya que Alcide Jolivet y su
compañero tenían intención de pararse en
Ichim sin continuar inmediatamente hasta Omsk, no había
ningún inconveniente en que hicieran juntos esta parte del
viaje.

-Así pues, queda convenido -repitió Miguel
Strogoff-. Haremos juntos el viaje.

Después, con tono más indiferente,
preguntó:

-¿Saben con certeza hasta dónde han
llegado los tártaros? -preguntó.

-Le aseguro, señor, que no sabemos más que
lo que se decía en Perm, -respondió Alcide
Jolivet-. Los tártaros de Féofar-Khan han invadido
toda la provincia de Semipalatinsk y hace algunos días que
están descendiendo el curso del Irtyche a marchas
forzadas. Será preciso que se dé prisa si quiere
llegar a Omsk antes que ellos.

-En efecto -respondió Miguel Strogoff.

-Se decía también que el coronel Ogareff
había conseguido pasar la frontera disfrazado y que no
podía tardar en reunirse con el jefe tártaro en el
mismo centro del país sublevado.

-Pero ¿cómo lo han sabido?
-preguntó Miguel Strogoff-, ya que todas estas noticias,
más o menos verídicas, le interesaban
directamente.

-Como se saben todas las cosas -respondió Alcide
Jolivet-, las trae el aire.

-¿Pero tiene serios motivos para pensar que el
coronel Ogareff está en Siberia?

-Hasta he oído decir que había debido de
tomar la ruta de Kazan a Ekaterinburgo.

-¡Ah! ¿Sabía todo eso, señor
Jolivet? -preguntó entonces Harry Blount, al cual
sacó de su mutismo la observación del corresponsal
francés.

-Lo sabía -respondió Alcide
Jolivet.

-¿Y sabía también que iba
disfrazado de bohemio? -preguntó de nuevo el
inglés.

-Lo sabía exactamente al mandar el mensaje a mi
prima -respondió sonriente Alcide Jolivet.

-¿De bohemio? -había repetido casi
involuntariamente Miguel Strogoff, que se acordó de la
presencia del viejo gitano en Nijni-Novgorod, su viaje a bordo
del Cáucaso y su desembarco en Kazan.

-No ha perdido su tiempo en Kazan -hizo observar el
inglés a Alcide Jolivet con tono seco.

-No, querido colega, y mientras el Cáucaso
se aprovisionaba, yo hacía lo mismo.

Miguel Strogoff ya no escuchaba las réplicas que
se daban entre sí Harry Blount y Alcide Jolivet; recordaba
la tribu de bohemios, al viejo gitano, al que no había
podido ver la cara; a la extraña mujer que le
acompañaba; la mirada tan singular que había
lanzado sobre él; intentaba rememorar todos los detalles
de aquel encuentro, cuando se oyó una detonación
cerca de ellos.

-¡Adelante, señores! -gritó Miguel
Strogoff.

-¡Cáscaras! Para ser un digno negociante
que huye de las balas, corre muy aprisa al lugar de donde salen
-se dijo Alcide Jolivet.

Y, seguido de Harry Blount, que no era hombre de los que
se quedan atrás, se precipitó tras los pasos de
Miguel Strogoff.

Algunos instantes después los tres hombres
estaban en el saliente bajo el cual se abrigaba la tarenta en una
vuelta del camino.

El grupo de pinos incendiados por un rayo ardía
todavía. El camino estaba desierto, pero Miguel Strogoff
no se había equivocado. Hasta él había
llegado el disparo de un arma de fuego.

De pronto, un formidable rugido se dejó
oír y una segunda detonación estalló en la
otra parte de talud.

-¡Un oso! -gritó Miguel Strogoff, que no
podía confundir el rugido de estos animales- ¡Nadia!
¡Nadia!

Desenvainando el puñal que llevaba bajo el
cinturón, Miguel Strogoff dio un formidable salto,
precipitándose en la gruta donde la joven había
prometido permanecer.

Los pinos, devorados por el fuego, iluminaban la escena
con toda claridad. En el momento en que llegó Miguel
Strogoff al lugar en que estaba la tarenta, una enorme masa
retrocedía hacia él.

Era un oso de gran tamaño al cual la tempestad,
sin duda, había expulsado de los bosques que erizaban esta
parte de los Urales y había venido a buscar refugio en
aquella excavacion, que era seguramente su retiro habitual,
ocupado ahora por Nadia.

Dos de los caballos, espantados por la presencia de la
enorme bestia, habían roto las cuerdas emprendiendo la
huida, y el yemschik, sin pensar en otra cosa que en sus
caballos, se lanzó en su persecución, dejando a la
joven sola en presencia del oso.

La valiente Nadia no había perdido la cabeza. El
animal, que no la había visto aún, atacó al
tercer caballo del atelaje y Nadia, abandonando la sinuosidad en
la que se había agazapado, corrió hacia la tarenta
y tomando uno de los revólveres de Miguel Strogoff se fue
valientemente sobre el oso haciendo fuego a bocajarro.

El animal, ligeramente herido en la espalda, se
revolvió contra la joven, la cual intentaba evitarlo dando
vueltas a la tarenta, en donde el caballo intentaba romper sus
ligaduras. Pero con los caballos perdidos en las montañas,
el viaje estaba comprometido, por lo que Nadia se fue de cara al
oso y, con una sangre
fría sorprendente, en el mismo momento en que las garras
del animal se iban a abatir sobre ella, hizo fuego por segunda
vez.

Ésta era la segunda detonación que acababa
de escuchar Miguel Strogoff a algunos pasos de él. Pero ya
estaba allí y de un salto se interpuso entre el oso y la
joven. Su brazo no hizo mas que un solo movimiento de abajo
arriba y la enorme bestia, abierta en canal, cayó al suelo
como una masa inerte.

Aquélla fue una buena demostración del
famoso golpe de cuchillo de los cazadores siberianos, que tienen
especial cuidado en no estropear las preciosas pieles de oso,
pues tienen un precio muy alto.

-¿No estás herida, hermana? -dijo Miguel
Strogoff, precipitándose hacia la muchacha.

-No, hermano -respondió Nadia.

En aquel momento aparecieron los dos
periodistas.

Alcide Jolivet se lanzó a la cabeza del caballo y
es preciso creer que tenía una muñeca
sólida, porque consiguió dominarlo. Su
compañero y él habían presenciado la
rápida maniobra de Miguel Strogoff.

-¡Diablos! -gritó Alcide Jolivet-. Para ser
un simple negociante, señor Korpanoff, maneja usted
primorosamente el cuchillo de cazador.

-Muy primorosamente -agregó Harry
Blount.

-En Siberia, señores -respondió Miguel
Strogoff- nos vemos obligados a hacer un poco de todo.

Alcide Jolivet miró entonces al joven.

Visto a plena luz, con el cuchillo sangrante en la mano,
con su alta talla, su aire resuelto, el pie puesto sobre el oso
que acababa de despellejar, Miguel Strogoff era una imagen realmente
hermosa.

-¡Gallardo mozo! -pensó Alcide
Jolivet.

Y avanzando respetuosamente con su sombrero en la mano,
fue a saludar a la joven.

Nadia hizo una ligera inclinación.

Alcide Jolivet, volviéndose hacia su
compañero, dijo:

-¡Digna hermana de su hermano! ¡Si yo fuera
oso no me enfrentaría a esta terrible y encantadora
pareja!

Harry Blount, estirado como un palo, permanecía,
con el sombrero en la mano, a cierta distancia. La desenvoltura
de su colega tenía como efecto el remarcar todavía
más su rigidez habitual.

En ese momento reapareció el yemschik, que
había logrado apoderarse de los dos caballos y
lanzó una mirada de sentimiento sobre el magnífico
animal, tendido en el suelo, que debía quedar abandonado a
las aves de
rapiña. Después fue a ocuparse de reenganchar las
caballerías.

Miguel Strogoff le puso en antecedentes de la
situación de los dos viajeros y de su proyecto de
cederles un caballo de la tarenta.

-Como gustes -respondió el yemschik-.
Sólo nos faltaba ahora dos coches en vez de
uno.

-¡Bueno, amigo -contestó Alcide Jolivet,
que comprendió la insinuación-, se te pagará
el doble!

-¡Adelante, pues, tortolitos
míos!

Nadia había subido de nuevo al carruaje y Miguel
Strogoff y sus dos compañeros seguían a
pie.

Con las primeras luces del alba, la
tarenta estaba junto a la telega, y ésta se encontraba
concienzudamente empotrada hasta la mitad de las ruedas. Se
comprendía, pues, que con semejante golpe se hubiera
producido la separación de los dos trenes del
vehículo.

Eran las tres de la madrugada y la borrasca estaba ya
menguando en intensidad, el viento ya no soplaba con tanta
violencia a través del desfiladero y así les
sería posible continuar el camino.

Uno de los caballos de los costados de la tarenta fue
enganchado con la ayuda de cuerdas a la caja de la telega, en
cuyo banco volvieron a ocupar su sitio los dos periodistas y los
vehículos se pusieron en movimiento. El resto del camino
no ofrecía dificultad alguna, pues sólo
tenían que descender las pendientes de los
Urales.

Seis horas después, los dos vehículos,
siguiéndose de cerca, llegaron a Ekaterinburgo, sin que
fuera de destacar ningún incidente en esta segunda parte
del viaje.

Al primer individuo que
vieron los dos periodistas en la casa de postas fue al
yemschik, que parecía esperarles.

Aquel digno ruso tenía, verdaderamente, una buena
figura, y, sin embarazo
ninguno, sonriente, se acercó hacia los viajeros y les
tendió la mano reclamando su propina.

La verdad obliga a decir que el furor de Harry Blount
estalló con una violencia tan británica, que si el
yemschik no hubiera logrado retroceder prudentemente, un
puñetazo dado según todas las reglas del boxeo
hubiera pagado su na vodku en pleno
rostro.

Alcide Jolivet, viendo la cólera
de su compañero, se retorcía de risa, como
quizá no lo había hecho nunca.

-¡Pero si tiene razón, este pobre diablo!
-gritó-. ¡Está en su derecho, mi querido
colega! ¡No es culpa suya si no hemos encontrado el medio
de seguirle!

Y sacando algunos kopeks de su bolsillo, se los dio al
yemschik diciéndole:

-¡Toma, amigo. Si no los has ganado no ha sido
culpa tuya!

Esto redobló la indignación de Harry
Blount, quien quería hacer procesar a aquel empleado de
postas.

-¡Un Proceso en
Rusia! -exclamó Alcide Jolivet-. Si las cosas no han
cambiado, compadre, no verá usted el final. ¿No
conoce la historia de aquella ama de
cría que reclamó doce meses de amamantamiento a la
familia de su
pupilo?

-No la conozco -respondió Harry
Blount.

-¿Y no sabe qué era el bebé cuando
terminó el juicio en el que ganó la causa el ama de
cría?

-¿Qué era, si puede saberse?

-Coronel de la guardia de húsares.

Al oír esta respuesta se pusieron todos a
reír.

Alcide Jolivet, encantado de su éxito,
sacó el carnet de notas de su bolsillo y, sonriente,
escribió esta anotación, destinada a figurar en el
diccionario
moscovita:

«Telega: carruaje ruso de cuatro ruedas a la
salida y dos ruedas a la llegada. »

 

12

UNA PROVOCACION

Ekaterinburgo, geográficamente, es una ciudad
asiática, porque está situada más
allá de los montes Urales, sobre las últimas
estribaciones de la cordillera; sin embargo, depende del gobierno
de Perm y, por tanto, está comprendida dentro de una de
las grandes divisiones de la Rusia europea. Esta
usurpación administrativa debía de tener su
razón de ser, porque es como un pedazo de Siberia que
queda entre las garras rusas. Ni Miguel Strogoff ni los dos
corresponsales debían tener inconvenientes en encontrar
medios de locomoción en una ciudad tan importante, que
había sido fundada en 1723. En Ekaterinburgo se
constituyó la primera casa de moneda del Imperio;
allí está concentrada la dirección general
de las minas. Esta ciudad es, pues, un centro industrial
importante, en medio de un país en el que abundan las
fábricas metalúrgicas y otras explotaciones donde
se purifican el platino y el oro.

En esta época había crecido mucho la
población de Ekaterinburgo. Rusos o
siberianos, amenazados todos por la invasión de los
tártaros, afluían a ella huyendo de las provincias
ya invadidas por las hordas de Féofar-Khan y,
principalmente, de los países kirguises, que se extienden
del sudoeste del Irtyche hasta la frontera con el
Turquestán.

Si los medios de locomoción habían de ser
escasos para llegar a Ekaterinburgo, por el contrario, abundaban
para abandonar la ciudad. En la coyuntura actual, los viajeros se
cuidarían mucho de aventurarse por las rutas de
Siberia.

Con la ayuda de este concurso de circunstancias, a Harry
Blount y Alcide Jolivet les resultó fácil encontrar
con qué reemplazar la media telega que, bien que mal, les
había traído hasta Ekaterinburgo. En cuanto a
Miguel Strogoff, como la tarenta le pertenecía y no
había sufrido ningún desperfecto durante el viaje a
través de los montes Urales, le bastaba con enjaezar de
nuevo tres buenos caballos para volver rápidamente sobre
la ruta de Irkutsk.

Hasta Tiumen y quizás hasta Novo-Zaimskoë,
esta ruta debía de ser bastante accidentada, ya que se
desliza todavía sobre las caprichosas ondulaciones del
terreno que dan nacimiento a las primeras pendientes de los
montes Urales. Pero después de la etapa de
Novo-Zaimskoë, comenzaba la inmensa estepa, que se extiende
hasta las proximidades de Krasnolarsk sobre un espacio de
alrededor de mil setecientas verstas (1.815
kilómetros).

Como se sabe, era en Ichim donde los dos corresponsales
tenían la intención de detenerse, es decir, a
seiscientas verstas de Ekaterinburgo. Allí, según
se desarrollasen los acontecimientos, se internarían en
las regiones invadidas, bien juntos o bien por separado,
siguiendo su instinto, que les iba a llevar sobre una u otra
pista.

Ahora bien, este camino de Ekaterinburgo a Ichim, que se
prolonga hacia Irkutsk, era el único que podía
tomar Miguel Strogoff, pero él no corría
detrás de la noticia y, por el contrario, quería
evitar atravesar un país devastado por los invasores, por
lo que estaba dispuesto a no detenerse en ningún
lugar.

-Señores -dijo a sus nuevos compañeros-,
me satisface mucho hacer en su compañía esta parte
del viaje, pero debo prevenirles que me es extraordinariamente
urgente nuestra llegada a Omsk, ya que mi hermana y yo vamos a
reunirnos con nuestra madre y quién sabe si no llegaremos
antes de que los tártaros hayan invadido la ciudad. No me
detendré, por tanto, más que el tiempo necesario
para cambiar los caballos, y viajaré noche y
día.

-Nosotros nos proponemos también hacer lo mismo
-respondió Harry Blount.

-Sea, pero no pierdan ni un instante. Alquilen o compren
un carruaje…

-Cuyo tren trasero pueda llegar a Ichim al mismo tiempo
que el de delante -precisó Alcide Jolivet.

Media hora después, el diligente francés
había encontrado, fácilmente por demás, una
tarenta, muy parecida a la de Miguel Strogoff, en la cual se
instalaron enseguida su compañero y él.

Miguel Strogoff y Nadia ocuparon los asientos de su
vehículo y, al mediodía, los dos carruajes
abandonaban juntos Ekaterinburgo.

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