XXII
El
nuevo ciudadano de los Estados Unidos
Aquel mismo día, América
entera supo, al mismo tiempo que el
desafío del capitán Nicholl y del presidente
Barbicane, el singular desenlace que había tenido. El
papel desempeñado por el caballeroso europeo, su
inesperada proposición con que zanjó las
dificultades, la simultánea aceptación de los dos
rivales, la conquista del continente lunar, a la cual iban a
marchar de acuerdo Francia y los
Estados
Unidos, todo contribuía a aumentar más y
más la popularidad de Michel Ardan. Ya se sabe con
qué frenesí los yanquis se apasionan de un individuo. En
un país en que graves magistrados tiran del coche de una
bailarina para llevarla en triunfo, júzguese cuál
sería la pasión que se desencadenó en favor
del francés, audaz sobre todos los audaces. Si los
ciudadanos no desengancharon sus caballos para colocarse ellos en
su lugar, fue probablemente porque él no tenía
caballos, pero todas las demás pruebas de
entusiasmo le fueron prodigadas. No había uno solo que no
estuviese unido a él con el alma. Ex
pluribus unum, según reza la divisa de los Estados
Unidos.
Desde aquel día, Michel Ardan no tuvo un momento
de reposo. Diputaciones procedentes de todos los puntos de la
Unión le felicitaron incesantemente, y de grado o por
fuerza tuvo
que recibirlas. Las manos que apretó y las personas que
tuteó no pueden contarse; pero se rindió al cabo, y
su voz, enronquecida por tantos discursos,
salía de sus labios sin articular casi sonidos
inteligibles, sin contar con que los brindis que tuvo que dedicar
a todos los condados de la Unión le produjeron casi una
gastroenteritis. Tantos brindis, acompañados de fuertes
licores, hubieran, desde el primer día, producido a
cualquier otro un delirium tremens; pero él
sabía mantenerse dentro de los discretos límites de
una media embriaguez alegre y decidora.
Entre las diputaciones de toda especie que le asaltaron,
la de los lunáticos no olvidó to que
debía al futuro conquistador de la Luna. Un día,
algunos de aquellos desgraciados, asaz numerosos en
América, le visitaron para pedirle que les llevase con
él a su país natal. Algunos pretendían
hablar el selenita, y quisieron enseñárselo
a Michel. Éste se presto con docilidad a su inocente
manía y se encargó de comisiones para sus amigos de
la Luna.
-¡Singular locura! -dijo a Barbicane,
después de haberles despedido-. Y es una locura que ataca
con frecuencia inteligencias privilegiadas. Arago, uno de
nuestros sabios más ilustres, me decía que muchas
personas muy discretas y muy reservadas en sus concepciones, se
dejaban llevar a una exaltación suma, a increiíbles
singularidades, siempre que de la Luna se ocupaban. ¿Crees
tú en la influencia de la Luna en las enfermedades?
-Poco -respondió el presidente del
Gun-Club.
-Lo mismo digo; y, sin embargo, la historia registra hechos
asombrosos. En 1693, durante una epidemia, las defunciones
aumentaron considerablemente el día 21 de enero, en el
momento de un eclipse. Durante los eclipses de la Luna, el
célebre Bacon se desvanecía, y no volvía en
sí hasta después de la completa emersión del
astro. El rey Carlos VI, durante el año 1399,
sufrió seis arrebatos de locura que coincidieron con la
Luna nueva o con la Luna llena. Algunos médicos han
clasificado la epilepsia o mal caduco, entre las enfermedades que
siguen las fases de la Luna. Parece que las afecciones nerviosas
han sufrido a menudo su influencia. Mead habla de un niño
que experimentaba convulsiones cuando la Luna entraba en
oposición. Gall había notado que la
exaltación de las personas débiles aumentaba dos
veces cada mes: una en el novilunio y otra en el plenilunio. En
fin, hay mil observaciones del mismo género
sobre los vértigos, las fiebres malignas, los
sonambulismos, que tienden a probar que el astro de la noche
ejerce una misteriosa influencia sobre las enfermedades
terrestres.
-Pero ¿cómo? ¿Por qué?
-preguntó Barbicane.
-¿Por qué? -respondió Ardan-. Te
daré la misma respuesta que Arago repetía
diecinueve siglos después que Plutarco: Tal vez porque no
es verdad.
En medio de su triunfo, no pudo Michel Ardan librarse de
ninguna de las gabelas inherentes al estado de
hombre
célebre. Los que especulaban con to que está en
boga, quisieron exhibirle. Barnum le ofreció un
millón para pasearlo de una ciudad a otra en todos los
Estados Unidos y darlo en espectáculo como un animal
curioso. Michel Ardan le trató de cornac,(1) y le
envió a paseo.
1. Conductor de
elefantes.
Sin embargo, aunque se negó a satisfacer de esta
manera la curiosidad pública, circularon por todo el mundo
y ocuparon el puesto de honor en los álbumes, sus
numerosos retratos, de los cuales se sacaron pruebas de todas las
dimensiones, desde el tamaño natural hasta las reducciones
microscópicas para sellos de correo. Cualquiera
podía proporcionarse un ejemplar en todas las actitudes
imaginables, retrato de cabeza, retrato de busto, retrato de
cuerpo entero, sentado, de pie, de perfil, de espaldas; se
imprimieron más de 1.500.000 ejemplares, y podía
muy bien, pero no quiso, haber aprovechado la ocasión de
enriquecerse con sus propias reliquias. Sin más que vender
sus cabellos a dólar cada uno; tenía los
suficientes para hacer una fortuna.
Para decirlo todo, diremos que esta popularidad no le
desagradaba.
Al contrario. Se ponía a disposición del
público y se carteaba con el universo
entero. Se repetían sus chistes, se
propagaban sus felices ocurrencias, sobre todo las que él
no había tenido. Por to mismo que las tenía en
abundancia, se le atribuían muchas más. Así
es el mundo. Más limosnas se hacen al rico que al
pobre.
No solamente tuvo propicios a los hombres, sino que
también a las mujeres. ¡Cuántos buenos
matrimonios se le hubieran presentado por pocos deseos que
hubiera manifestado de casarse! Las solteronas particularmente,
las que habían pasado cuarenta años llamando
inútilmente a un marido caritativo, estaban día y
noche contemplando sus fotografías.
La verdad es que hubiera encontrado compañeras a
centenares, aunque les hubiese impuesto la
condición de seguirle en su peregrinación
aérea. Las mujeres son intrépidas cuando no tienen
miedo a todo. Pero Ardan no tenía intención de
fundar una dinastía en el continente lunar y ser
a11í el tronco de una raza cruzada de francés y
americano. Por to tanto, se negó rotundamente.
-¡Ir a11á arriba -decía- a
representar el papel de Adán con una hija de Eva!
¡Gracias! ¡No tardaría en encontrar
serpientes!
Apenas pudo sustraerse a las alegrías demasiado
repetidas del triunfo; fue, seguido de sus amigos, a hacer una
visita al columbiad. Se la debía. Además, se
había convertido en un experto en balística, desde
que vivía con Barbicane, J. T. Maston y tutti cuanti. Su
mayor placer consistía en repetir a aquellos bravos
artilleros que no eran más que homicidas amables y sabios.
Respecto del particular, no se agotaba nunca su ingenio
epigramático. El día en que visitó el
columbiad, to admiró mucho y bajó hasta el
fondo del ánima de aquel gigantesco mortero que
debía muy pronto lanzarlo por el aire.
-A1 menos -dijo-, este cañón no
hará daño a
nadie, to que, tratándose de un cañón, no
deja de ser una maravilla. Pero en cuanto a vuestras máquinas
que destruyen, que incendian, que rompen, que matan, no me
habléis de ellas, y, sobre todo, no me digáis que
tienen ánima o alma, que es to mismo, porque yo no lo
creo.
Debemos aquí hacer mención de una
proposición relativa a J. T. Maston. Cuando el secretario
del GunClub oyó que Barbicane y Nicholl aceptaban la
proposición de Michel, le entraron ganas de unirse a ellos
y formar parte de la expedición. Formalizó un
día su deseo. Barbicane, sintiendo mucho no poder acceder
a su demanda, le
hizo comprender que el proyectil no podía llevar tantos
pasajeros. J. T. Maston, desesperado, acudió a Michel
Ardan, quien le aconsejó resignación y
recurrió a diversos argumentos ad
hominem.
-Oye, querido Maston -le dijo-, no des a mis palabras un
alcance que no tienen; pero, sea dicho entre nosotros, la verdad
es que eres demasiado incompleto para presentarte en la
Luna.
-¡Incompleto! -exclamó el valeroso
inválido.
-¡Sí, mi valiente amigo! Da por sentado que
encontraremos bastantes habitantes a11á arriba.
¿Querrás darles una triste idea de to que pasa
aquí, enseñarles to que es la guerra,
demostrarles que los hombres invierten el tiempo más
precioso en devorarse, en comerse, en romperse brazos y piernas,
en un globo que podría alimentar cien mil millones de
habitantes, y cuenta apenas mil doscientos millones? Vamos, amigo
mío, no quieras que en la Luna nos den con la puerta en
las narices, que nos echen con cajas destempladas.
-Pero si vosotros llegáis a pedazos
-replicó J. T. Maston-, seréis tan incompletos como
yo.
-Es una verdad digna de Perogrullo -respondió
Ardan-. Pero nosotros llegaremos muy enteritos.
En efecto, un experimento preliminar, realizado por
vía de ensayo el 18
de octubre, había dado los mejores resultados y hecho
concebir las más legítimas esperanzas. Barbicane,
deseando darse cuenta del efecto de la repercusión en el
momento de partir un proyectil, mandó traer del arsenal de
Pensacola un mortero de 32 pulgadas (0,75 centímetros),
que colocó en la rada de Hillisboro, a fin de que la bomba
cayera en el mar y se amortiguase su choque. Tratábase
únicamente de experimentar el sacudimiento a la salida y
no el choque al caer.
Para este curioso experimento se preparó con el
mayor esmero un proyectil hueco. Una gruesa almohadilla, aplicada
a una red de
resortes de acero
delicadamente templados, forraba sus paredes interiores. Era un
verdadero nido cuidadosamente mullido y acolchado.
-¡Qué lástima no poder meterse en
él! -decía J. T. Maston, lamentando que su volumen no le
permitiera intentar la aventura.
La ingeniosa bomba se cerraba por medio de una tapa con
tornillos, y se introdujo en ella un enorme gato, y
después una ardilla perteneciente al secretario perpetuo
del Gun-Club, J. T. Maston, a la cual éste profesaba un
verdadero cariño. Pero se quería saber
prácticamente cómo soportaría el viaje un
animalito tan poco sujeto a vértigos.
Se cargó el mortero con ciento sesenta libras de
pólvora, y, colocada en él la bomba, se dio la voz
de fuego.
El proyectil salió inmediatamente; con la rapidez
propia de los proyectiles, describió majestuosamente su
parábola: subió a una altura aproximada de 1.000
pies, y, formando una graciosa curva, cayó en el mar y se
abismó en las olas.
Sin pérdida de tiempo se dirigió una
embarcación al sitio de la caída, y hábiles
buzos, que se echaron al agua y
chapuzaron como peces, ataron
con cables el proyectil, y éste fue izado
rápidamente a bordo. No habían transcurrido cinco
minutos desde el momento en que fueron encerrados los animales, cuando
se levantó la tapa de su mazmorra.
Ardan, Barbicane, Maston y Nicholl se hallaban en la
embarcación, y examinaron la operación con un
sentimiento de interés
que fácilmente se comprende. Apenas se abrió la
bomba, salió el gato echando chispas, lleno de vida,
aunque no de muy buen humor, si bien nadie hubiera dicho que
acababa de regresar de una expedición aérea. Pero
¿y la ardilla? ¿Dónde estaba que no se
veía de ella ni rastro? Fuerza fue reconocer la verdad. El
gato se había comido a su compañera de
viaje.
La pérdida de su graciosa y desgraciada ardilla
causó una verdadera pesadumbre a J. T. Maston, el cual se
propuso inscribir el nombre de tan digno animal en el
martirologio de la•ciencia.
Después de un experimento tan decisivo y coronado
de un éxito
tan feliz, todas las vacilaciones y zozobras desaparecieron. Para
mayor abundamiento, los planes de Barbicane debían
perfeccionar aún más el proyectil y anular casi
enteramente los efectos de la repercusión.
No faltaba ya más que ponerse en
camino.
Dos días dèspués, Michel Ardan
recibió un mensaje del presidente de la Unión,
siendo éste un honor que halagó mucho su amor
propio.
Lo mismo que a su caballeroso compatriota, el
marqués de Lafayette, el gobierno le
confirió el título de ciudadano de los Estados
Unidos de América.
XXIII
Concluido el monstruoso columbiad, el
interés público fue inmediatamente atraído
por el proyectil, nuevo vehículo destinado a transportar,
atravesando el espacio, a los tres atrevidos aventureros. Nadie
había olvidado que en su comunicación de 30 de septiembre, Michel
Ardan pedía una modificación de los planos
adoptados en principio por los miembros de la
comisión.
El presidente Barbicane pensaba entonces muy justamente
que la forma del proyectil importaba poco, porque después
de haber atravesado la atmósfera en algunos
segundos, su trayecto debía efectuarse en un absoluto
vacío. La comisión había adoptado la forma
redonda para que la bala pudiese girar sobre sí misma y
conducirse a su arbitrio. Más, desde el momento en que se
la transformaba en vehículo, la cuestión era ya muy
diferente. Michel Ardan no quería viajar a la manera de
las ardillas; deseaba subir con la cabeza hacia arriba y con los
pies hacia abajo, con tanta dignidad como
en la barquilla de un globo aerostático, sin duda
más deprisa, pero sin entregarse a una sucesión de
cabriolas poco decorosas.
Se enviaron, pues, nuevos planos a la casa Breadwill y
Compañía, de Albany, con recomendación de
ejecutarlos sin demora. El proyectil, con las modificaciones
requeridas, fue fundido el 2 de noviembre y enviado
inmediatamente a Stone's Hill por los ferrocarriles del Este. El
día 10 llegó sin problemas al
lugar de su destino. Michel Ardan, Barbicane y Nicholl aguardaban
con la mayor impaciencia aquel vagón proyectil, en
que debían tomar asiento para volar al descubrimiento de
un nuevo mundo.
Fuerza es convenir en que el tal proyectil era una
magnífica pieza de metal, un producto
metalúrgico que hacía mucho honor al genio
industrial de los americanos. Era la primera vez que se
obtenía aluminio en
tal cantidad, lo que podía justamente considerarse como un
resultado prodigioso. El precioso proyectil centelleaba a los
rayos del Sol. A1 verlo con sus formas imponentes y con su
sombrero cónico encasquetado, cualquiera to hubiera tomado
por una de aquellas macizas torrecillas, a manera de garitas, que
los arquitectos de la Edad Media
colocaban en el ángulo de las fortalezas. No le faltaban
más que saeteras y una veleta.
-Estoy esperando -exclamaba Michel Ardan- que salga de
aquí un hombre de armas con arcabuz
y coraza. Nosotros estaremos dentro como unos señores
feudales, y con un poco de artillería haríamos
frente a todos los ejércitos selenitas, en la hipótesis de que los haya en la
Luna.
-Así pues, ¿te gusta el vehículo?
-preguntó Barbicane a su amigo.
-Sí; me gusta, me gusta -respondió Michel
Ardan, que to examinaba con su- amor a to bello,
característico de los artistas-. Me gusta, pero siento que
no sean sus formas más esbeltas, más ligeras, su
cono más gracioso; debería terminar en un
florón de metal tallado o con una quimera, una
gárgola, una salamandra y saliendo del fuego con las alas
desplegadas y las fauces abiertas…
-¿Para qué? -dijo Barbicane, cuyo carácter positivo era poco sensible a las
bellezas del arte.
-¿Para qué, amigo Barbicane? ¡Ay!
Por el mero hecho de preguntarlo, temo que no to
comprenderías nunca.
-Habla, hombre, habla.
-Pues bien, en mi concepto, en todo
lo que se hace debe intervenir algo el gusto artístico, y
es mejor. ¿Conoces una comedia india que se
llama El carretón del niño?
-No la he oído
nombrar en mi vida -respondió Barbicane.
-Lo creo, no es menester que me lo jures -repuso
Michel-. Sabes, pues, que en dicha pieza hay un ladrón que
en el momento de agujerear la pared de una casa, se pregunta si
dará a su agujero la forma de una lira, de una flor, de un
pájaro o de un ánfora. Pues bien, dime, amigo
Barbicane, si en aquella época hubieras formado
parte
de un jurado para juzgar a ese ladrón, ¿le
hubieras condenado?
-Y no le hubiera valido la bula de Meco
-respondió el presidente del Gun-Club-. Le hubiera
condenado sin vacilar, y con la circunstancia agravante de
fractura.
-Pues yo le hubiera absuelto, amigo Barbicane. He
aquí por qué tú no podrás nunca
comprenderme.
-Ni trataré de ello, valeroso artista.
-Pero, al menos -añadió Michel Ardan-, ya
que el exterior de nuestro vagón deja algo que desear, se
me permitirá amueblarlo a mi gusto, y con todo el lujo que
corresponde a embajadores de la
Tierra.
-Acerca del particular, mi valeroso Michel
-respondió Barbicane-, harás de to capa un sayo, y
tienes carta
blanca.
Pero antes de pasar a to agradable, el presidente del
Gun-Club había pensado en to útil, y el procedimiento
inventado por él para amortiguar los efectos de la
repercusión, fue aplicado con una inteligencia
perfecta.
Barbicane se había dicho, no sin razón,
que no habría ningún resorte bastante poderoso para
amortiguar el choque, y durante su famoso paseo en el bosque de
Skernaw logró, al cabo, resolver esta gran dificultad de
una manera ingeniosa. Pensó en pedir al agua tan
señalado servicio. He
aquí cómo.
El proyectil debía llenarse de agua hasta la
altura de tres pies. Esta capa de agua estaba destinada a
sostener un disco de madera,
perfectamente ajustado, que se deslizase rozando por las paredes
interiores del proyectil, y constituía una verdadera
almadía en que se colocaban los pasajeros. La masa
líquida estaba dividida por tabiques horizontales que, al
partir el proyectil, el choque debía romper sucesivamente.
Entonces todas las capas de agua, desde la más alta a la
más baja, escapándose por tubos de desagüe
hacia la parte superior del proyectil, obraban como un resorte,
no pudiendo el disco, por estar dotado de tapones sumamente
poderosos, chocar con el fondo sino después de la sucesiva
destrucción de los diversos tabiques. Aun así, los
viajeros experimentarían una repercusión violenta
después de la completa evasión de la masa
líquida, pero el primer choque quedaría casi
enteramente amortiguado por aquel resorte de tanta potencia.
Verdad es que tres pies de agua sobre una superficie de
45 pies cuadrados, debían de pesar cerca de 11.500 libras;
pero, en el concepto de Barbicane, la detención de los
gases
acumulados en el columbiad bastaría para vencer este
aumento de peso, y, además, el choque debía echar
fuera toda el agua en
menos de un segundo, con to que el proyectil volvería a
tomar casi al momento su peso normal.
He aquí to que había ideado el presidente
del Gun-Club y de qué manera pensaba haber resuelto la
grave dificultad de la repercusión. Por to demás,
aquel trabajo,
perspicazmente comprendido por los ingenieros de la casa
Breadwill, fue maravillosamente ejecutado. Una vez producido el
efecto y echada fuera el agua, los viajeros podían
desprenderse fácilmente de los tabiques rotos y desmontar
el disco movible que los sostenía en el momento de la
partida.
En cuanto a las paredes superiores del proyectil,
estaban revestidas de un denso almohadillado de cuero y
aplicadas a muelles de acero perfectamente templado que
tenían la elasticidad de
los resortes de un reloj. Los tubos de desahogo,
hábilmente disimulados bajo el almohadillado, no
permitían siquiera sospechar su existencia.
Así pues, estaban tomadas todas las precauciones
imaginables para amortiguar el primer choque, y hubiera sido
necesario, según decía Michel Ardan, para dejarse
aplastar, ser un hombre de alfeñique.
El proyectil medía exteriormente 9 pies de ancho
y 15 de largo. Para que no excediese del peso designado, se
había disminuido algo el grueso de las paredes y reforzado
su parte inferior, que tenía que sufrir toda la violencia de
los gases desarrollados por la conflagración del
piróxilo. Lo mismo se hace con las bombas y granadas
cilindrocónicas, cuyas paredes se procura que sean siempre
más gruesas en el fondo.
Se penetraba en aquella torre de metal por una abertura
estrecha practicada en las paredes del cono, y análoga a
los agujeros para hombre de las calderas de
vapor. Se cerraba herméticamente por medio de una chapa de
aluminio que sujetaban por dentro poderosas tuercas de presión.
Los viajeros podrían, pues, salir de su movible
cárcel, si bien les parecía, al astro de la
noche.
Pero no bastaba ir, sino que era preciso ver durante el
camino. Había al efecto, abiertos en el almohadillado,
cuatro tragaluces con su correspondiente cristal lenticular
sumamente grueso. Dos de los tragaluces estaban abiertos en la
pared circular del proyectil; otro en su parte inferior, y otro
en el cono. Los viajeros, durante su marcha, se hallaban, pues,
en aptitud de observar la Tierra que
abandonaban, la Luna, a la cual se acercaban, y los espacios
planetarios. Los tragaluces estaban protegidos contra los choques
de la partida por planchas sólidamente incrustadas, que
fácilmente podían echarse fuera destornillando
tuercas interiores. Así el aire contenido en el proyectil
no podía escaparse, y eran posibles las
observaciones.
Todos estos mecanismos, admirablemente establecidos,
funcionaban con la mayor facilidad, y los ingenieros no se
habían mostrado menos inteligentes en todos los accesorios
del vagón proyectil.
Recipientes, sólidamente sujetos, estaban
destinados a contener el agua y los víveres que
necesitaban los tres viajeros. Éstos podían
procurarse hasta fuego y luz por medio de
gas almacenado
en un receptáculo especial, bajo una presión de
varias atmósferas. Bastaba dar vuelta a una llave para que
durante seis días el gas alumbrase y calentase el tan
cómodo vehículo. Se ve, pues, que nada faltaba de
lo esencial a la vida, y hasta al bienestar. Además,
gracias a los instintos de Michel Ardan, a lo útil se
juntó lo agradable, bajo la forma de objetos
artísticos. Si no le hubiese faltado espacio, Michel
hubiera hecho de su proyectil un verdadero taller de artista. Se
engañaría, sin embargo, el que creyese que tres
personas debían it en tal torre de metal apretadas como
sardinas en un barril. Tenían a su disposición una
superficie de 54 pies cuadrados sobre 10 de altura, to que
permitía a sus huéspedes cierta holgura en sus
movimientos. No hubieran estado tan cómodos en
ningún vagón de los Estados Unidos.
Resuelta la cuestión de los víveres y del
alumbrado, quedaba en pie la cuestión del aire. Era
evidente que el aire encerrado en el proyectil no bastaría
para la respiración de los viajeros durante cuatro
días, pues cada hombre consume en una hora casi todo el
oxígeno
contenido en 10 libras de aire. Barbicane, con sus dos
compañeros y dos perros que
quería llevarse, debía consumir cada veinticuatro
horas 2.400 libras de oxígeno, o, a poca diferencia, unas
siete libras en peso. Era, pues, preciso renovar el aire del
proyectil. ¿Cómo? Por un procedimiento muy
sencillo: el de los señores Reisset y Regnault, indicado
por Michel Ardan en el curso de la discusión durante la
reunión.
Se sabe que el aire se compone principalmente de
veintiuna partes de oxígeno y setenta y nueve de
ázoe. ¿Qué sucede en el acto de la
respiración? Un fenómeno muy sencillo. El hombre
absorbe oxígeno del aire, eminentemente propio para
alimentar la vida, y deja el ázoe intacto. El aire
espirado ha perdido cerca de un cinco por ciento de su
oxígeno y contiene entonces un volumen aproximado de
ácido carbónico, producto definitivo de la combustión de los elementos de la sangre por el
oxígeno inspirado. Sucede, pues, que en un medio cerrado,
y pasado cierto tiempo, todo el oxígeno del aire es
reemplazado por el ácido carbónico, gas
esencialmente deletéreo.
La cuestión se reducía a to siguiente.
Habiéndose conservado intacto el ázoe: primero,
rehacer el oxígeno absorbido; segundo, destruir el
ácido carbónico espirado. Nada más
fácil por medio del clorato de potasa y de la potasa
cáustica.
El clorato de potasa es una sal que se presenta bajo la
forma de pajitas blancas. Cuando se la eleva a una temperatura
que pase de 400°, se transforma en cloruro de potasio, y el
oxígeno que contiene se desprende enteramente. Dieciocho
libras de cloráto de potasa dan 7 libras de
oxígeno, es decir, la cantidad que necesitan gastar los
viajeros en veinticuatro horas. Ya está rehecho el
oxígeno.
En cuanto a la potasa cáustica, es una materia muy
ávida de ácido carbónico mezclado con el
aire, y basta agitarla para que se apodere de él y forme
bicarbonato de potasa. Ya tenemos también absorbido el
ácido carbónico. Combinando estos dos medios, se
devuelven al aire viciado todas sus cualidades vivificadoras, y
esto es to que los dos químicos, los señores
Reisset y Regnault, habían experimentado con
éxito.
Pero, fuerza es decirlo, el experimento hasta entonces
se había hecho únicamente in anima vili. Por
mucha que fuese su precisión científica, se
ignoraba absolutamente cómo to sobrellevarían los
hombres.
Tal fue la observación que hizo en la sesión
donde se trató tan grave materia. Michel Ardan no
quería poner en duda la posibilidad de vivir por medio de
aquel aire artificial, y se brindó a ensayarlo en
sí mismo antes de la partida.
Pero el honor de la prueba fue enérgicamente
reclamado por J. T. Maston.
-Ya que yo no parto -dijo
este bravo artillero-, to menos que se me debe conceder es que
habite el proyectil durante ocho días.
Hubiera sido injusto no acceder a su demanda. Se le
quiso complacer. Se puso a su disposición una cantidad
suficiente de clorato de potasa y de potasa cáustica, con
víveres para ocho días, y el 12 de noviembre, a las
seis de la mañana, después de dar un apretón
de manos a sus amigos y haber recomendado expresamente que no se
abriese su cárcel antes de las seis de la tarde del
día 20, se deslizó en el proyectil, cuya plancha se
cerró luego herméticamente.
¿Qué sucedió durante aquellos ocho
días? Es imposible saberlo. Las gruesas paredes del
proyectil no permitían oír desde el exterior
ningún ruido de los
que en su interior se producían.
El 20 de noviembre,
a las seis en punto, se levantó la plancha. Los amigos de
J. T. Maston no dejaban de experimentar cierta zozobra. Pero
pronto se tranquilizaron oyendo una voz alegre que
prorrumpía en un hurra formidable.
El secretario del Gun-Club apareció luego en el
vértice del cono en actitud de
triunfo.
¡Había engordado!
XXIV
El telescopio de las montañas
Rocosas
El 20 de octubre del año precedente,
después de cerrada la suscripción, el presidente
del Gun-Club había abierto un crédito
al observatorio de Cambridge para las sumas que requiriese la
construcción de un enorme instrumento de
óptica.
Este aparato, anteojo o telescopio,
debía ser de tanto poder que volviese visible en
la superficie de la Luna todo objeto cuyo volumen excediese de 9
pies.
Entre el anteojo y el telescopio hay una diferencia
importante, que conviene recordar en este momento. El anteojo se
compone de un tubo que en su extremo superior lleva una lente
convexa que se llama objetivo, y en
el extremo inferior una segunda lente llamada ocular, a la cual
se aplica el ojo del observador. Los rayos que proceden del
objeto luminoso atraviesan la primera de dichas lentes y van a
formar, por refracción, una imagen invertida
en su foco.(1) Esa imagen se observa con el ocular, que la
aumenta exactamente como la aumentaría un microscopio. El
tubo del anteojo está, pues, cerrado en un extremo por el
objetivo y en el otro por el ocular.
1. Punto donde los rayos
luminosos se reúnen después de haber sido
refractados.
El tubo del telescopio, al contrario, está
abierto por su extremo superior. Los rayos que parten del objeto
observado penetran en él libremente y chocan con un espejo
metálico cóncavo, es decir, convergente. Estos
rayos reflejados encuentran un espejo que los envía al
ocular dispuesto de modo que aumenta la imagen
producida.
Así pues, en los anteojos, la refracción
desempeña el papel principal, y en los telescopios la
reflexión. De aquí el nombre de refractores dado a
los primeros, y el de reflectores dado a los segundos. Toda la
dificultad de ejecución de estos aparatos de óptica
estriba en la construcción de los objetivos, ya
sean lentes ya sean espejos metálicos.
Sin embargo, en la época en que el Gun-Club
intentó su colosal experimento, estos instrumentos se
hallaban muy perfeccionados y daban resultados magníficos.
Estaba ya lejos aquel tiempo en que Galileo observó los
astros con su pobre anteojo que no aumentaba las imágenes
más que siete veces su propio tamaño. Ya en el
siglo xvi los aparatos de óptica se ensancharon y
prolongaron de una manera considerable, y permitieron penetrar en
los espacios planetarios a una profundidad hasta entonces
desconocida. Entre los instrumentos refractores que funcionaban
en aquella época, se citan el anteojo del observatorio de
Poltava, en Rusia, cuyo
objetivo era de 15 pulgadas (38 centímetros) de ancho, el
anteojo del óptico francés Lerebours, provisto de
un objetivo igual al precedente, y, en fin, el anteojo del
observatorio de Cambridge, dotado de un objetivo que tiene 19
pulgadas de diámetro (48 centímetros).
Entre los telescopios se conocían dos de una
potencia notable y de dimensión gigantesca. El primero,
construido por Herschel, era de una longitud de 36 pies y
poseía un espejo que tenía 4 pies y medio de ancho,
permitiendo obtener seis mil aumentos. El segundo se levantaba en
Irlanda, en Bircastle, en el parque de Parsonstown, y
pertenecía a lord Rosse. La longitud de su tubo era de 48
pies, y de 6 pies (1,60 metros) su anchura, y agrandaba los
objetos seis mil cuatrocientas veces, habiendo sido preciso
levantar una inmensa construcción de cal y canto para
disponer los aparatos que requería la maniobra del
instrumento, el cual pesaba 28.000 libras.
Pero, como se ve, a pesar de tan colosales dimensiones,
los aumentos obtenidos no pasaban, en números redondos, de
seis mil. Pero seis mil aumentos no aproximan la Luna más
que a 39 millas y sólo dejan percibir los objetos que
tienen un diámetro de 60 pies, a no ser que estos objetos
sean muy prolongados.
Ahora se trataba de un proyectil de 9 pies de ancho y 15
de largo, por to que era menester acercar por to menos la Luna a
la distancia de 5 millas, y producir al efecto un aumento de
cuarenta y ocho mil veces.
Tal era la cuestión que tenía que resolver
el observatorio de Cambridge, el cual no debía detenerse
por ninguna dificultad económica, y, por consiguiente,
sólo había que pensar en resolver las materiales.
En primer lugar, fue preciso optar entre los telescopios
y los anteojos. Éstos tienen ventajas sobre los
telescopios. En igualdad de
objetivos, permiten obtener aumentos más considerables,
porque los rayos luminosos que atraviesan las lentes pierden
menos por la absorción que por la reflexión en el
espejo metálico de los telescopios. Pero el grueso que se
puede dar a una lente es limitado, porque, siendo mucho, no deja
pasar los rayos luminosos. Además, la construcción
de tan enormes lentes es excesivamente difícil y se cuenta
por años el tiempo considerable que exige.
Pero aunque las imágenes se presentan más
claras en los anteojos, ventaja inapreciable cuando se trata de
observar la Luna, cuya luz es simplemente reflejada, se
resolvió emplear el telescopio, que es de una
ejecución más pronta y permite obtener mayor
aumento. Sólo que, como los rayos luminosos pierden una
gran parte de su intensidad atravesando la atmósfera, el
Gun-Club determinó colocar el instrumento en una de las
más elevadas montañas de la Unión, to que
había de disminuir la densidad de las
capas aéreas.
En los telescopios, como hemos visto, el ocular, es
decir, la lente colocada en el ojo del observador produce el
aumento, y el objetivo que consiente los aumentos más
considerables es aquel cuyo diámetro es mayor así
como también la distancia focal. Para agrandar cuarenta y
ocho mil veces, preciso era exceder singularmente en magnitud los
objetivos de Herschel y de lord Rosse. En esto consistía
la dificultad, porque la fundición de los espejos es una
operación sumamente delicada.
Afortunadamente, algunos años antes, un sabio del
Instituto de Francia, León Foucault,
había inventado un procedimiento que hacía muy
fácil y muy pronta la pulimentación de los
objetivos, reemplazando el espejo metálico con espejos
plateados. Basta fundir un pedazo de vidrio del
tamaño que se quiera y metalizarlo enseguida con una sal
de plata. Este procedimiento, cuyos resultados son excelentes,
fue el adoptado para la fabricación del
objetivo.
Además, se les dispuso según el método
ideado por Herschel para sus telescopios. En el gran aparato del
astrónomo de Slough, la imagen de los objetos, reflejada
por el espejo inclinado hacia el fondo del tubo, venía a
presentarse en el otro extremo en que se hallaba situado el
ocular. De esta manera el observador, en lugar de colocarse en la
parte inferior del tubo, subía a la superior, y
a11í, armado de su carta, abismaba su mirada en el enorme
cilindro. Esta combinación tiene la ventaja de suprimir el
pequeño espejo destinado a volver a enviar la imagen al
ocular. La imagen, en lugar de dos reflexiones, no sufre
más que una. Hay, por consiguiente, un número menor
de rayos luminosos extinguidos, por to que la imagen aparece
menos debilitada, y se obtiene mayor claridad, que era una
ventaja preciosa en la observación que debía
hacerse.
Tomadas estas resoluciones empezaron los trabajos.
Según los cálculos de la dirección del observatorio de Cambridge, el
tubo del nuevo reflector debía tener 280 pies de longitud
y su espejo 16 pies de diámetro. Por colosal que fuese
semejante instrumento, no era comparable a aquel telescopio de
10.000 pies (3 kilómetros y medio) de longitud, que el
astrónomo Hooke proponía construir algunos
años atrás. A pesar de todo, la colocación
del aparato presentaba grandes dificultades.
En cuanto a la cuestión del sitio, quedó
muy pronto resuelta. Tratábase de escoger una
montaña alta, y las montañas altas no son numerosas
en los Estados Unidos. En efecto, el sistema
orográfico de este gran país se reduce a dos
cordilleras de una mediana altura entre las cuales corre el
magnífico Mississippi, que los americanos llamarían
el rey de los ríos si admitiesen un rey cual-
quiera.
Al Este se levantan los Apalaches, cuya cima más
elevada, en New Hampshire, no pasa de 5.600 pies, to que es muy
modesto.
Al Oeste, al contrario, se encuentran las
montañas Rocosas, inmensa cordillera que empieza en el
estrecho de Magallanes, sigue la costa occidental de la
América del Sur bajo el nombre de Andes o Cordillera,
salva el istmo de Panamá y
corre atravesando la América del Norte hasta las playas
del mar polar.
Estas montañas no son muy elevadas. Los Alpes o
el Himalaya las mirarían con el más soberano
desdén desde to alto de su estatura. Su más elevada
cima no tiene más que 10.700 pies, al paso que el
Mont-Blanc mide 14.430, y el Kanchenjunga, en el Himalaya, 26.776
sobre el nivel del mar.
Pero como el Gun-Club estaba empeñado en que el
telescopio, lo mismo que el columbiad, se colocase en los
Estados de la Unión, fue preciso contentarse con las
montañas Rocosas, y todo el material necesario se
dirigió a la cima de Long's Peak, en el territorio del
Missouri.
La pluma y la palabra no podrían expresar las
dificultades de todo género que los ingenieros americanos
tuvieron que vencer, y los prodigios que hicieron de habilidad y
audacia. Aquello fue un verdadero esfuerzo sobrehumano. Hubo
necesidad de subir piedras enormes, colosales piezas de
fundición, abrazaderas de extraordinario peso, gigantescas
piezas cilíndricas, y el objetivo, que pesaba él
solo más de 20.000 libras, más a11á del
límite de las nieves perpetuas a más de 10.000 pies
de altura, después de haber atravesado praderas desiertas,
bosques impenetrables, torrentes espantosos, lejos de todos los
centros de población, en medio de regiones salvajes en
que cada pormenor de la existencia se convierte en un problema
casi insoluble. Y el genio de los americanos triunfó de
tantos y tan inmensos obstáculos. Menos de un año
después de haberse principiado los trabajos, en los
últimos días del mes de septiembre, el gigantesco
reflector levantaba en el aire un tubo de 380 pies. Estaba
suspendido de un enorme andamio de hierro,
permitiendo un mecanismo ingenioso dirigirlo fácilmente
hacia todos los puntos del cielo y seguir los astros de uno a
otro horizonte durante su marcha por el espacio.
Había costado más de 400.000
dólares. La primera vez que se enfocó a la Luna,
los observadores experimentaron una sensación de
curiosidad a inquietud a un mismo tiempo. ¿Qué iban
a descubrir en el campo de aquel telescopio que aumentaba
cuarenta y ocho mil veces los objetos observados?
¿Poblaciones? No, nada que la ciencia no
conociese ya, y en todos los puntos de su disco la naturaleza
volcánica de la Luna pudo determinarse con una
precisión absoluta.
Pero el telescopio de las montañas Rocosas, antes
de prestar sus servicios al
Gun-Club, los prestó inmensos a la astronomía. Gracias a su poder de
penetración, las profundidades del cielo fueron sondeadas
hasta los últimos límites, se pudo medir
rigurosamente el diámetro aparente de un gran
número de estrellas, y el señor Clarke, del
observatorio de Cambridge, descompuso la nebulosa del Cangrejo,
en la constelación del Toro, que no había podido
reducir jamás el reflector de lord Rosse.
XXV
Había llegado el 22 de noviembre, y diez
días después debía verificarse la partida
suprema. Ya no quedaba por hacer más que una
operación, pero era una operación delicada,
peligrosa, que exigía precauciones infinitas, y contra
cuyo éxito el capitán Nicholl había hecho su
tercera apuesta. Tratábase de cargar el columbiad
introduciendo en él 400.000 libras de fulmicotón.
Nicholl opinaba, tal vez con fundamento, que la
manipulación de una cantidad tan formidable de
piróxilo acarrearía graves catástrofes, y
que esta masa eminentemente explosiVa se inflamaría por
sí misma bajo la presión del proyectil.
Aumentaban la inminencia del peligro la
indiscreción y ligereza de los americanos, que durante la
guerra federal solían cargar sus bombas con el cigarro en
la boca. Pero Barbicane esperaba salirse con la suya y no
naufragar a la entrada del puerto. Escogió sus mejores
operarios, les hizo trabajar bajo su propia inspección, no
les perdió un momento dé vista y, a fuerza de
prudencia y precauciones, consiguió inclinar a su favor
todas las probabilidades de éxito.
Se guardó muy bien de mandar conducir todo el
cargamento al recinto de Stone's Hill. Hízolo llegar poco
a poco en cajones perfectamente cerrados. Las 400.000 libras de
piróxilo se dividieron en paquetes de a 5.000 libras, to
que formaba 800 gruesos cartuchos elaborados con esmero por los
más hábiles trabajadores de Pensacola. Cada
cajón contenía 10 cartuchos y llegaban uno tras
otro por el ferrocarril de Tampa; de este modo no había
nunca a la vez en el recinto más de 5.000 libras de
piróxilo. Cada cajón, al llegar, era descargado por
operarios que andaban descalzos, y cada cartucho era transportado
a la boca del columbiad, bajándolo al fondo por
medio de grúas movidas a brazo. Se habían alejado
todas las máquinas de vapor, y apagado todo fuego a dos
millas a la redonda. Bastantes dificultades había en
preservar aquellas cantidades de fulmicotón de los ardores
del sol, aunque fuese en noviembre.
Así es que se trabajaba principalmente de noche a
la claridad de una luz producida en el vacío, la cual, por
medio de los aparatos de Ruhmkorff, creaba un día
artificial hasta el fondo del columbiad. Allí se colocaban
los cartuchos con perfecta regularidad y se unían entre
sí por medio de un hilo metálico destinado a llevar
simultáneamente la chispa eléctrica al centro de
cada uno de ellos.
En efecto, el fuego debía comunicarse al algodón
pólvora por medio de la pila. Todos los hilos, cubiertos
de una materia aislante, venían a reunirse en uno solo,
convergiendo de un pequeño orificio abierto a la altura
del proyectil; por aquel agujero atravesaban la gruesa pared de
fundición y subían a la superficie del suelo por uno de
los respiraderos del revestimiento de piedra conservado con este
objeto. Llegado ya a la cúspide de Stone's Hill, el hilo,
que estaba sostenido por postes, a manera de los hilos
telegráficos, en un trayecto de dos millas, se unía
a una poderosa pila de Bunsen pasando por un aparato interruptor.
Bastaba, pues, pulsar con el. dedo el botón del aparato
para establecer instantáneamente la corriente y prender
fuego a las 400.000 libras de fulmicotón. Noes necesario
decir que la pila no debía entrar en funcionamiento hasta
el último instante.
El 28 de noviembre, los 800 cartuchos estaban
debidamente colocados en el fondo del columbiad. Esta parte de la
operación se había llevado a cabo felizmente.
¡Pero cuántas zozobras, cuántas inquietudes,
cuántos sobresaltos había sufrido el presidente
Barbicane! ¡Cuántas luchas había tenido que
sostener! En vano había prohibido la entrada en Stone's
Hill; todos los días los curiosos armaban
escándalos en las empalizadas, algunos, llevando la
imprudencia hasta la locura, fumaban en medio de las cargas de
fulmicotón.
Barbicane se ponía furioso y to mismo J. T.
Maston, que echaba a los intrusos con la mayor energía, y
recogía las colillas de cigarro que los yanquis tiraban de
cualquier modo. La tarea era ruda, porque pasaban de 300.000
individuos los que se agrupaban alrededor de las empalizadas.
Michel Ardan se había ofrecido a escoltar los cajones
hasta la boca del columbiad; pero habiéndole
sorprendido a él mismo con un enorme cigarro en la boca,
mientras perseguía a los imprudentes a quienes daba mal
ejemplo, el presidente del Gun-Club vio que no podía
contar con un fumador tan empedernido, y, en lugar de nombrarle
vigilante, ordenó que fuese vigilado muy
especialmente.
En fin, como hay un Dios para los artilleros, el
columbiad se cargó y todo fue a pedir de boca. Mucho
peligro corría el capitán Nicholl de perder su
tercera apuesta.
Aún había que introducir el proyectil en
el columbiad y colocarlo sobre el fulmicotón.
Pero antes de proceder a esta operación, se
dispusieron con orden.en el vagón proyectil los objetos
que el viaje requería. Éstos eran bastante
numerosos; y, si se hubiese dejado hacer a Michel Ardan,
habrían ocupado muy pronto todo el espacio reservado a los
viajeros. Nadie es capaz de figurarse to que el buen
francés quería llevar a la Luna. Una verdadera
pacotilla de superfluidades. Pero Barbicane intervino y todo se
redujo a to estrictamente necesario.
Se colocaron en el cofre de los instrumentos varios
termómetros, barómetros y anteojos.
Los viajeros tenían curiosidad de examinar la
Luna durante la travesía, y para facilitar el
reconocimiento de su nuevo mundo, iban provistos de un excelente
mapa de Beer y Moedler, Mapa selenographica, publicado en cuatro
hojas, que pasa, con razón, por una verdadera obra maestra
de observación y paciencia. En dicho mapa se reproducen
con escrupulosa exactitud los más insignificantes
pormenores de la porción del astro que mira a la Tierra;
montañas, valles, circos, cráteres, picos, ranuras,
se ven en él con sus dimensiones exactas, con su fiel
orientación, y hasta con su denominación propia,
desde los montes Doerfel y Leibniz, cuya alta cima descuella en
la parte oriental del disco, hasta el mar del Frío, que se
extiende por las regiones circumpolares del Norte.
Era, pues, un precioso documento para los viajeros
porque les permitía estudiar el país antes de
entrar en él.
Llevaban también tres rifles y tres escopetas que
disparaban balas explosivas, y, además, pólvora y
balas en gran cantidad.
-No sabemos con quién tendremos que
habérnoslas -decía Michel Ardan-. Podemos encontrar
hombres o animales que tomen a mal nuestra visita. Es, pues,
preciso tomar precauciones.
A más de los instrumentos de defensa personal,
había picos, azadones, sierras de mano y otras herramientas
indispensables, sin hablar de los vestidos adecuados a todas las
temperaturas, desde el frío de las regiones polares hasta
el calor de la
zona tórrida.
Michel Ardan hubiera querido llevarse cierto
número de animales, aunque no un par de cada especie de
todas las conocidas, pues él no veía la necesidad
de aclimatar en la Luna serpientes, tigres, cocodrilos y otros
animales dañinos.
-No -decía a Barbicane-, pero algunas bestias de
carga, toros, asnos o caballos, harían buen efecto en el
país y nos serían sumamente
útiles.
-Convengo en ello, mi querido Ardan -respondía el
presidente del Gun-Club-, pero nuestro vagón proyectil no
es el arca de Noé. No tiene su capacidad, ni tampoco su
objeto. No traspasemos los límites de lo
posible.
En fin, después de prolijas discusiones,
quedó convenido que los viajeros se contentarían
con llevar una excelente perra de caza perteneciente a Nicholl y
un vigoroso perro de Terranova de una fuerza prodigiosa. En el
número de los objetos indispensables se incluyeron algunas
cajas de granos y semillas útiles. Si hubiesen dejado a
Michel Ardan despacharse a su gusto, habría llevado
también algunos sacos de tierra para sembrarlas. Ya que no
pudo hacer todo to que quería, cargó con una docena
de arbustos que, envueltos en paja con el mayor cuidado, fueron
colocados en un rincón del proyectil.
Quedaba aún la importante cuestión de los
víveres, pues era preciso prepararse para el caso en que
se llegase a una comarca de la Luna absolutamente estéril.
Barbicane se lo arregó de modo que reunió
víveres para un año.
Pero debemos advertir, para que nadie se haga cruces ni
ponga en cuarentena to que decimos, que los víveres
consistieron en conservas de carnes y legumbres reducidas a su
menor volumen posible bajo la acción
de la prensa
hidráulica, y que contenían una gran cantidad de
elementos nutritivos; verdad es que no eran muy variados, pero en
una expedición era preciso no andarse con dengues y
zalamerías. Había también una reserva de
aguardiente que se elevaba a unos 50 galones(1) y agua nada
más que para dos meses, pues, según las
últimas observaciones de los astrónomos nadie
podía poner en duda la presencia de cierta cantidad de
agua en la superficie de la Luna. En cuanto a los víveres,
insensatez hubiera sido creer que habitantes de la Tierra no
habían de encontrar a11í arriba con qué
alimentarse. Acerca del particular, Michel Ardan no abrigaba la
menor duda. Si la hubiese abrigado, no hubiera pensado siquiera
en emprender el peligroso viaje.
1. Cerca de 200
litros.
-Por otra parte -dijo un día a sus amigos-, no
quedaremos completamente abandonados de nuestros camaradas de la
Tierra y ellos procurarán no olvidarnos.
-¡Claro que no! -respondió J. T.
Maston.
-¿En qué se funda usted? -preguntó
Nicholl.
-Muy sencillamente -respondió Ardan-. ¿No
quedará siempre aquí el columbiad?
¡Pues bien! Cuantas veces la Luna se presente en
condiciones favorables de cenit, ya que no de perigeo, es decir,
una vez al año a poca diferencia, ¿no se nos
podrán enviar granadas cargadas de víveres, que
nosotros recibiremos en día fijo?
-¡Hurra! ¡Hurra! -exclamó J. T.
Maston, como hombre a quien se ha ocurrido una idea-. ¡Muy
bien dicho! ¡Perfectamente dicho! ¡No, en verdad,
queridos amigos, no os olvidaremos!
-¡Cuento con
ello! Así pues, ya to veis, tendremos regularmente
noticias del
globo, y, por to que a nosotros toca, muy torpes hemos de ser
para no hallar medio de ponernos en comunicación con
nuestros buenos amigos de la Tierra.
Había en estas palabras tal confianza, que Michel
Ardan, con su resuelto continente y su soberbio aplomo, hubiera
arrastrado en pos de sí a todo el Gun-Club. Lo que
él decía parecía sencillo, elemental,
fácil, de un éxito asegurado, y hubiera sido
necesario tener un apego mezquino a este miserable globo
terráqueo para no seguir a los tres viajeros en su
fantástica expedición lunar.
Cuando estuvieron debidamente colocados en el proyectil
todos los objetos, se introdujo entre sus tabiques el agua
destinada a amortiguar la repercusión, y el gas para el
alumbrado se encerró en su recipiente. En cuanto el
clorato de potasa y a la potasa cáustica, Barbicane,
temiendo en el camino retrasos imprevistos, se llevó una
cantidad suficiente para renovar por espacio de dos meses el
oxígeno y absorber el carbónico. Un aparato
sumamente ingenioso que funcionaba automáticamente, se
encargaba de devolver al aire sus cualidades vivificadoras y de
purificarlo completamente. El proyectil estaba, pues, en
disposición de echar a volar, y ya no faltaba más
que bajarlo al columbiad. La operación estaba
erizada de dificultades y peligros.
Se trasladó la enorme granada a la cúspide
de Stone's Hill, donde grúas de gran potencia se
apoderaron de ella y la tuvieron suspendida encima del pozo de
metal.
Aquel momento fue palpitante. Si las cadenas no pudiendo
resistir un peso tan grande, se hubiesen roto, la caída de
una mole tan enorme hubiera indudablemente determinado la
inflamación del
fulmicotón.
Afortunadamente nada de esto sucedió, y algunas
horas después el vagón proyectil, bajando poco a
poco por el ánima del cañón, se
acostó en su lecho de piróxilo, verdadero
edredón fulminante. Su presión no hizo más
que atacar con mayor fuerza la carga del columbiad.
-He perdido -dijo el capitán, entregando al
presidente Barbicane una suma de 3.000 dólares.
Barbicane no quería recibir cantidad alguna de un
compañero de viaje, pero tuvo que ceder a la
obstinación de Nicholl, el cual deseaba cumplir todos los
compromisos antes de abandonar la Tierra.
-Entonces -dijo Michel Ardan-, ya no tengo que desearos
más que una cosa, mi bravo capitán.
-¿Cuál? -preguntó
Nicholl.
-Que perdáis vuestras otras dos apuestas
-respondió el francés-. Así estaremos
seguros de no
quedarnos en el camino.
XXVI
Había llegado el primero de diciembre, día
decisivo, porque si la partida del proyectil no se efectuaba
aquella misma noche, a las diez y cuarenta y seis minutos y
cuarenta segundos, más de dieciocho años
tendrían que transcurrir antes de que la Luna se volviese
a presentar en las mismas condiciones simultáneas de cenit
y perigeo.
El tiempo era magnífico. A pesar de aproximarse
el invierno, el Sol
resplandecía y bañaba con sus radiantes efluvios la
Tierra, que tres de sus habitantes iban a abandonar en busca de
un nuevo mundo.
¡Cuántas gentes durmieron mal durante la
noche que precedió a aquel día tan impacientemente
deseado! ¡Cuántos pechos estuvieron oprimidos bajo
el peso de una ansiedad penosa! ¡Todos los corazones
palpitaron inquietos, a excepción del de Michel Ardan!
Este impasible personaje iba y venía con su habitual
movilidad, pero nada denunciaba en él una
preocupación insólita. Su sueño había
sido pacífico, como el de Turena al pie del
cañón, antes de la batalla.
Después que amaneció, una innumerable
muchedumbre cubría las praderas que se extienden hasta
perderse de vista alrededor de Stone's Hill. Cada cuarto de hora,
el ferrocarril de Tampa acarreaba nuevos curiosos. La inmigración tomó luego proporciones
fabulosas y, según los registros del
Tampa Town Observer durante aquella memorable jornada,
hollaron con su pie el suelo de Florida alrededor de cinco
millones de espectadores.
Un mes hacía que la mayor parte de aquella
multitud vivaqueaba alrededor del recinto, y echaba los cimientos
de una ciudad que se llamó después Ardan's Town.
Erizaban la llanura barracas, cabañas, bohíos,
tiendas, toldos, rancherías, y estas habitaciones
efímeras abrigaron una población bastante numerosa
para causar envidia a las mayores ciudades de Europa.
Allí tenían representantes todos los
pueblos de la Tierra; a11í se hablaban a la vez todos los
dialectos del mundo. Reinaba la confusión de lenguas, como
en los tiempos bíblicos de la torre de Babel. Allí
las diversas clases de la sociedad
americana se confundían en una igualdad absoluta.
Banqueros, labradores, marinos, comerciantes, corredores,
plantadores de algodón, negociantes; banqueros y
magistrados se codeaban con una sencillez primitiva. Los criollos
de Luisiana fraternizaban con los terratenientes de Indiana; los
aristócratas de Kentucky y de Tennessee, los virginianos
elegantes y altaneros, departían de igual a igual con los
cazadores medio salvajes de los lagos y con los traficantes de
bueyes de Cincinnati. Cubrían unos su cabeza con sombreros
de castor, de anchas alas, otros con el clásico
panamá; quién, vestía pantalones azules de
algodón; quién, iba ataviado con elegantes blusas
de lienzo crudo; unos calzaban botines de colores
brillantes; otros ostentaban extravagantes chorreras de batista y
hacían centellear en su camisa, en sus bocamangas, en su
corbata, en sus diez dedos, y hasta en los lóbulos de sus
orejas, todo un surtido de sortijas, alfileres, brillantes,
cadenas, aretes y otras zarandajas cuyo valor era
igual a su mal gusto. Mujeres, niños,
criados, con trajes no menos opulentos, acompañaban,
seguían, precedían, rodeaban a estos maridos, estos
padres, estos señores, que parecían jefes de tribu
en medio de sus innumerables familias.
A la hora de comer era de ver cómo aquella
multitud se precipitaba sobre los platos típicos del Sur y
cómo devoraba, con un apetito capaz de producir una
escasez de
alimentos en
Florida, manjares que repugnarían a un estómago
europeo, tales como ranas en pepitoria, monos estofados,
fischower,(1) didelfo frito, zorra casi cruda, o magras de oso
asadas a la parrilla.
1. Manjar compuesto de
diferentes pescados.
Pero, también, ¡cuán grande era para
facilitar la digestión de manjares tan indigestos, la
variada serie de licores! ¡Qué gritos tan
estruendosos, qué vociferaciones tan apremiantes resonaban
en las tabernas, provistas abundantemente de vasos, copas,
frascos, garrafas, botellas y otras vasijas de formas
inverosímiles, con morteros para pulverizar el azúcar
y con paquetes de paja!
-¡Julepe de hierbabuena! -gritaba con voz sonora
un vendedor.
-¡Ponche de vino de Burdeos! -replicaba otro, con
un tono que parecía estar gruñendo.
¡Gin-sling! -repetía
otro.
-¡El buen cóctel! ¡El buen
brandy-smash! -decían otros varios.
-¿Quién quiere el verdadero
ment-julep a la última modal -entonaban algunos
mercaderes diestros, haciendo pasar rápidamente de un vaso
a otro, con la habilidad de un jugador de dados, el
azúcar, el limón, la hierbabuena, el hielo, el
agua, el coñac y la piña de América, que
componen una excelente bebida refrescante.
En los días siguientes, invitaciones dirigidas a
los gaznates alterados por la acción ardiente de las
especies se repetían y cruzaban incesantemente,
produciendo una barahúnda de todos los diablos. Pero en
aquel primero de diciembre los gritos eran raros. En vano los
vendedores se hubieran puesto roncos para estimular a la gente.
Nadie pensaba en comer ni en beber, y a las cuatro de 1a tarde
eran muchos los espectadores, muchos los que componían
aquella inmensa multitud, que no habían aún tomado
su acostumbrado aperitivo.
Había otro síntoma más
significativo: la violenta pasión de los americanos por
los juegos de azar
era vencida por la agitación que se notaba en todas
partes. Bien se conocía que el gran acontecimiento que se
aguardaba embargaba todos los sentidos y no
dejaba lugar a ninguna distracción, al ver que las bolas
de billar no salían de las troneras, que los dados del
chaquete dormían en sus cubiletes, que la ruleta
permanecía inmóvil, que los naipes de whist,
de la veintiuna, del rojo y negro, del monte y del faro,
permanecían tranquilamente encerrados en sus cubiertas
intactas.
Durante el día corrió entre aquella
multitud ansiosa una agitación sorda, sin gritos, como la
que precede a las grandes catástrofes. Un malestar
indescriptible reinaba en los ánimos, un entorpecimiento
penoso, un sentimiento indefinible que oprimía el corazón.
Todos hubieran querido que el suceso hubiese ya
terminado.
Sin embargo, a eso de las siete se disipó de
pronto aquel pesado silencio. La Luna apareció en el
horizonte. Su aparición fue saludada por millares de
hurras. Había acudido puntualmente a la cita. Los clamores
subían al cielo; los aplausos partieron de todos los
puntos, y, entretanto, la blanca Febe, brillando
pacíficamente en un cielo admirable, acariciaba la
multitud con sus rayos más afectuosos.
En aquel momento se presentaron los intrépidos
viajeros. Se centuplicó a su llegada el general clamoreo.
Unánime a instantáneamente el himno nacional de los
Estados Unidos se escapó de todos los pechos anhelantes, y
el Yankee doodle, cantado a coro por cinco millones de
voces, se elevó como una tempestad sonora hasta los
últimos límites de la atmósfera.
Después de este irresistible arranque, el himno
cesó; las últimas armonías se extinguieron
poco a poco, las notas se perdieron y disiparon en el espacio, un
rumor silencioso flotó sobre aquella multitud tan
profundamente impresionada.
Sin embargo, el francés y los dos americanos
habían entrado en el recinto reservado, a cuyo alrededor
se agolpaba la inmensa muchedumbre. Les acompañaban los
miembros del Gun-Club y delegaciones enviadas por los
observatorios europeos. Barbicane, frío y sereno, daba
tranquilamente sus últimas órdenes. Nicholl, con
los labios apretados y las manos cruzadas a la espalda, andaba
con paso firme y mesurado. Michel Ardan, siempre despreocupado,
en traje de perfecto viajero, con las polainas de cuero, con la
bolsa de camino colgada del hombro y el cigarro en la boca,
distribuía, al pasar, sendos apretones de manos con una
prodigalidad de príncipe. Su verbosidad era inagotable.
Alegre, risueño, dicharachero, hacía al digno J. T.
Maston muecas de pilluelo. En una palabra, era francés, y,
to que es peor aún, parisiense hasta la
médula.
Dieron las diez. Había llegado el momento de
colocarse en el proyectil, pues la maniobra necesaria para bajar
a él, atornillar la tapa y quitar las grúas y los
andamios inclinados sobre la boca del columbiad,
exigían algún tiempo.
Barbicane había arreglado su cronómetro,
que no discrepaba una décima de segundo del reloj del
ingeniero Murchison, encargado de prender fuego a la
pólvora por medio de la chispa eléctrica. De esta
manera los viajeros encerrados en el proyectil podrían
seguir también con su mirada la impasible manecilla hasta
que marcase el instante preciso de su partida.
Había, pues, llegado el momento de la despedida.
La escena fue patética, y hasta el mismo Michel Ardan, no
obstante su jovialidad febril, se sintió conmovido. J. T.
Maston había hallado bajo sus párpados secos una
antigua lágrima que reservaba sin duda para aquella
ocasión, y la vertió en el rostro de su querido y
bravo presidente.
-¡Si yo partiese! -dijo-. ¡Aún es
tiempo!
-¡Imposible, mi querido amigo Maston!
-respondió Barbicane.
Algunos instantes después, los tres
compañeros ocupaban su puesto en el proyectil y
habían ya atornillado interiormente la tapa. La boca del
columbiad, enteramente despejada, se abría libremente
hacia el cielo.
Nicholl, Barbicane y Michel Ardan se hallaban
definitivamente encerrados en su vagón de
metal.
¿Quién sería capaz de pintar la
ansiedad universal llegada entonces a su paroxismo?
La Luna avanzaba en un firmamento de límpida
pureza, apagando al pasar el centelleo de las estrellas.
Recorría entonces la constelación de
Géminis, y se hallaba casi a la mitad del camino del
horizonte y el cenit. No había, pues, quien no pudiese
comprender fácilmente que se apuntaba delante del objeto,
como apunta el cazador delante de la liebre que quiere matar y no
a la liebre misma.
Un silencio imponente y aterrador pesaba sobre toda la
escena. ¡Ni un soplo de viento en la tierra! ¡Ni un
soplo en los pechos! Los corazones no se atrevían a
palpitar. Todas las miradas convergían azoradas en la boca
del columbiad.
Murchison seguía con la vista la manecilla de su
cronómetro. Apenas faltaban cuarenta segundos para el
momento de la partida, y cada uno de ellos duraba un
siglo.
Hubo al vigésimo un estremecimiento universal, y
no hubo uno solo en la multitud que no pensase que los audaces
viajeros encerrados en el proyectil contaban también
aquellos terribles segundos. Se escaparon gritos
aislados.
-¡Treinta y cinco! ¡Treinta y seis!
¡Treinta y siete! ¡Treinta y ocho! ¡Treinta y
nueve! ¡Cuarenta! ¡Fuego!
Inmediatamente, Murchison, apretando con el dedo el
interruptor del aparato, estableció la corriente y
lanzó la chispa eléctrica al fondo del
columbiad.
Una detonación espantosa, inaudita, sobrehumana,
de la que no hay estruendo alguno que pueda dar la más
débil idea, ni los estallidos del rayo, ni el
estrépito de las erupciones, se produjo
instantáneamente. Un haz inmenso de fuego salió de
las entrañas de la tierra como de un cráter. El
suelo se levantó, y apenas hubo uno que otro espectador
que pudiera entrever un instante el proyectil hendiendo
victoriosamente el aire en medio de inflamados
vapores.
CAPÍTULO XXVII
En el momento de elevarse al cielo a una prodigiosa
altura, la candente luz, la llama dilatada iluminó Florida
entera, y hubo un momento de incalculable brevedad en que el
día sustituyó a la noche en una considerable
extensión de territorio. El inmenso penacho de fuego se
percibió desde 100 millas en el mar, to mismo en el golfo
que en el Atlántico, y más de un capitán
anotó en su diario de a bordo la aparición de aquel
gigantesco meteoro.
La detonación del columbiad fue
acompañada de un verdadero terremoto. Florida
sintió la sacudida hasta el fondo de sus entrañas.
Los gases de la pólvora, dilatados por el calor,
rechazaron con incomparable violencia las capas
atmosféricas, y aquel huracán artificial, cien
veces más rápido que el huracán de las
tormentas, cruzó el aire como una tromba.
Ni un solo espectador quedó en pie. Hombres,
mujeres, niños, todos fueron derribados como espigas
sacudidas por el viento de la tempestad; hubo un tumulto
formidable; muchas personas al caer se hirieron gravemente; y J.
T. Maston, que imprudentemente se colocó demasiado cerca
de la pieza, fue arrojado a 20 toesas y pasó como una bala
por encima de la cabeza de sus conciudadanos. Trescientas mil
personas quedaron momentáneamente sordas y como heridas de
estupor.
La corriente atmosférica, después de haber
derribado barracas, hundido chozas, desarraigado árboles
en un radio de 20
millas, arrojado los trenes de los raíles, hasta Tampa,
cayó sobre esta ciudad como un alud, y destruyó un
centenar de edificios, entre otros la iglesia de
Santa María y el nuevo palacio de la bolsa, que se
agrietó en toda su longitud. Algunos buques del puerto,
chocando unos contra otros, se fueron a pique y diez
embarcaciones, ancladas en la rada, se estrellaron en la costa,
después de haber roto sus cadenas como si fuesen hebras de
algodón.
Pero el círculo de las devastaciones se
extendió más lejos aún, y más
allá de los límites de los Estados Unidos. El
efecto de la repercusión, ayudada por los vientos del
Oeste, se dejó sentir en el Atlántico a más
de 300 millas de las playas americanas. Una tempestad ficticia,
una tempestad inesperada, que no había podido prever el
almirante Fitz Roy, puso en dispersión su escuadra; y
muchos buques, envueltos en espantosos torbellinos que no les
dieron tiempo de cargar ni rizar una sola vela, zozobraron en un
instante, entre ellos el Child-Herald, de Liverpool,
lamentable catástrofe que fue objeto de las más
vivas reclamaciones de la prensa de la Gran
Bretaña.
En fin,-y para decirlo todo, si bien el hecho no tiene
más garantía que la afirmación de algunos
indígenas, media hora después de la partida del
proyectil, algunos habitantes de Gorea y de Sierra Leona
pretendieron haber percibido una conmoción sorda,
última vibración de las ondas sonoras
que, después de haber atravesado el Atlántico, iba
a morir en las costas africanas.
Pero volvamos a Florida. Pasado el primer instante del
tumulto, los heridos, los sordos, todos los que componían
la multitud, salieron de su asombro y lanzaron gritos
frenéticos, vitoreando a Ardan, a Barbicane y a Nicholl.
Millones de hombres, armados de telescopios y anteojos de largo
alcance, interrogaban el espacio, olvidando las contusiones para
no pensar mas que en el proyectil. Pero to buscaban en vano. No
se le podía ya distinguir, y era preciso resignarse a
aguardar a que llegaran los telegramas de Long's Peak. El
director del observatorio de Cambridge ocupaba su puesto en las
montañas Rocosas, siendo él, astrónomo
hábil y perseverante, a quien se habían confiado
las observaciones.
Pero un fenómeno imprevisto, aunque fácil
de prever, y contra el cual nada podían los hombres,
sometió la impaciencia pública a una ruda
prueba.
El tiempo, hasta entonces tan sereno, se echó a
perder de pronto; el cielo se cubrió de oscuras nubes.
¿Podía suceder otra cosa, después de la
revolución
terrible que experimentaron las capas atmosféricas y de la
dispersión de la cantidad enorme de vapores procedentes de
la deflagración de 400.000 libras de piróxilo? Todo
el orden natural se había perturbado, to que no puede
asombrar a los que saben que con frecuencia en los combates
navales se ha visto modificarse de pronto el estado
atmosférico por las descargas de la
artillería.
El Sol, al día siguiente, se levantó en un
horizonte cargado de espesas nubes, que formaban entre el cielo y
la tierra una pesada a impenetrable cortina que se
extendió desgraciadamente hasta las regiones de las
montañas Rocosas.
Fue una fatalidad. De todas partes del globo se
elevó un concierto de reclamaciones. Pero la naturaleza no
hizo de ellas ningún caso, y justo era, ya que los hombres
habían turbado la atmósfera con su cañonazo,
que sufriesen las consecuencias.
Durante el primer día, no hubo quien no tratase
de penetrar el velo opaco de las nubes, pero todos perdieron el
tiempo miserablemente. Además, todos miraban
erróneamente al cielo, pues, a consecuencia del movimiento
diurno del globo, el proyectil debía necesariamente pasar
entonces por la línea de los antípodas.
Como quiera que sea, cuando la Tierra quedó
envuelta en las tinieblas de una noche impenetrable y profunda,
fue imposible percibir la Luna levantada en el horizonte, como si
expresamente la casta Diana se ocultase a las miradas de los
temerarios o profanos que habían hecho fuego contra ella.
No hubo observación posible, y los partes de Long's Peak
confirmaron este funesto contratiempo.
Sin embargo, si el resultado del experimento fue el que
se esperaba, los viajeros que partieron el 1 de diciembre a las
10 horas y 40 minutos de la noche, debían llegar el
día 4 a medianoche. Hasta entonces era, pues, preciso
tener paciencia sin alborotar demasiado, haciéndose todos
cargo de que era muy difícil, no siendo en condiciones muy
favorables, observar un cuerpo tan pequeño como la
granada.
El 4 de diciembre, desde las ocho de la tarde hasta
medianoche, hubiera sido posible seguir el curso del proyectil,
el cual habría parecido como un punto en el plateado disco
de la Luna. Pero el tiempo permaneció inexorablemente
encapotado, to que llevó al último extremo la
exasperación pública. Se injurió a la Luna
porque no se presentaba. ¡Volubilidad humana!
J. T. Maston, desesperado, marchó a Long's Peak.
Quería observar por sí mismo, no cabiéndole
la menor duda de que sus amigos habían llegado al
término de su viaje. Por otra parte, no había
oído decir que el proyectil hubiese caído en un
punto cualquiera de las islas y continentes terrestres, y J. T.
Maston no admitía ni un solo instante la posibilidad de
una caída en los océanos que cubren las tres
cuartas partes del globo.
El día 5 siguió el mismo tiempo. Los
grandes telescopios del Viejo Mundo, de Herschel, de Rosse, de
Fousseaul, estaban invariablemente dirigidos al astro de la
noche, porque en Europa el tiempo era precisamente
magnífico; pero la debilidad relativa de dichos
instrumentos invalidaba todas las observaciones.
No hizo el día 6 mejor tiempo. La impaciencia
atormentaba las tres cuartas partes del globo. Hasta hubo quienes
propusieron los medios más insensatos para disipar las
nubes acumuladas en el aire.
El día 7 el cielo se modificó algo. Hubo
alguna esperanza, pero ésta duró poco, pues por la
noche espesas nubes pusieron la bóveda estrellada a
cubierto de todas las miradas.
La situación se agravaba. El día 11, a las
nueve y once minutos de la mañana, la Luna debía
entrar en su último cuarto, y luego it declinando, de
suerte que después, aunque el tiempo se despejase, la
observación sería poco menos que infructuosa. La
Luna entonces no mostraría más que una
porción siempre decreciente de su disco hasta hacerse Luna
nueva, es decir, que se pondría y saldría con el
Sol, cuyos rayos la volverían absolutamente invisible.
Sería, por consiguiente, preciso aguardar hasta el 3 de
enero, a las 12 horas y 41 minutos del día para volverla a
encontrar llena y empezar de nuevo la
observación.
Los periódicos publicaban estas reflexiones con
mil comentarios, y aconsejaban al público que se armase de
paciencia.
El día 8 no hubo novedad. El 9 reapareció
el Sol un instante, como para burlarse de los americanos.
Éstos to recibieron con una estrepitosa silba, y
él, herido sin duda en su amor propio por una acogida
semejante, se mostró muy avaro de sus rayos.
El día 10 tampoco hubo variación notable.
Poco faltó para que J. T. Maston perdiese la chaveta,
inspirando serios temores al cerebro del digno
veterano, tan bien conservado hasta entonces bajo su
cráneo de gutapercha.
Pero el día 11 se desencardenó en la
atmósfera una de esas espantosas tempestades de las
regiones intertropicales. Fuertes vientos del Este barrieron las
nubes tan tenazmente acumuladas, y por la noche el disco del
astro nocturno, a la sazón rojizo, pasó
majestuosamente en medio de las límpidas constelaciones
del cielo.
XXVIII
Aquella misma noche, la palpitante noticia esperada con
tanta impaciencia, cayó como un rayo en los Estados de la
Unión, y luego, atravesando el océano,
circuló por todos los hilos telegráficos del globo.
El proyectil había sido percibido gracias al gigantesco
reflector de Long's Peak. He aquí la nota redactada por el
director del observatorio de Cambridge, la cual contiene la
conclusión científica del gran experimento del
Gun-Club.
«Long's Peak,12 de diciembre
»A los señores miembros del observatorio
de Cambridge
»El proyectil disparado por el columbiad de
Stone's Hill ha sido percibido por los señores Belfast y
J. T. Maston, el 12 de diciembre, a las 8 horas 47 minutos de la
noche, habiendo entrado la Luna en su último
cuarto.
»El proyectil no ha llegado a su término.
Ha pasado, sin embargo, bastante cerca de él para ser
retenido por la atracción lunar.
»A11í, su movimiento rectilíneo se
ha convertido en un movimiento circular de una rapidez
vertiginosa, y ha sido arrastrado siguiendo una órbita
elíptica alrededor de la Luna, de la cual ha pasado a ser
un verdadero satélite.
»Los elementos de este nuevo astro no han podido
aún determinarse. No se conoce su velocidad de
traslación ni su velocidad de rotación. Puede
calcularse en 2.833 millas, aproximadamente, la distancia que to
separa de la superficie de la Luna.
»En la actualidad se pueden establecer dos
hipótesis, y
según cuál sea la que corresponde al hecho,
modificar de distinta manera el estado de cosas.
»O la atracción de la Luna
prevalecerá sobre todas las fuerzas, y arrastrará
el proyectil, en cuyo caso los viajeros llegarán al
término de su viaje.
»O, conservándose el proyectil en una
órbita inmutable, gravitará alrededor del disco
lunar hasta la consumación de los siglos.
»He aquí to que las observaciones nos
dirán un día u otro, pero, por ahora, el
único resultado de la tentativa del Gun-Club ha sido dotar
a nuestro sistema solar de
un astro nuevo.
J. BELFAST.»
¡Cuántas cuestiones suscitaba un desenlace
tan inesperado! ¡Qué situación preñada
de misterios reserva el porvenir a las investigaciones
científicas! Gracias al valor y abnegación de tres
hombres, una empresa tan
fútil en apariencia, cual era la de enviar una bala a la
Luna, acababa de tener un resultado inmenso, cuyas consecuencias
eran incalculables. Los viajeros, encarcelados en un nuevo
satélite, si bien es verdad que no habían alcanzado
su objetivo, formaban al menos parte del mundo lunar; gravitaban
alrededor del astro de la noche, y por primera vez podía
la vista penetrar todos sus misterios. Los nombres de Nicholl, de
Barbicane y de Michel Ardan deberán, pues, ser siempre
célebres en los fastos astronómicos, porque estos
atrevidos exploradores, deseando ensanchar el círculo de
los conocimientos humanos, atravesaron audazmente el espacio y se
jugaron la vida en la más sorprendente tentativa de los
tiempos modernos.
Conocida la nota de Long's Peak, hubo en el universo entero
un sentimiento de sorpresa y espanto. ¿Era posible
auxiliar a aquellos heroicos habitantes de la Tierra? No, sin
duda alguna, porque se habían colocado fuera de la
humanidad traspasando los límites impuestos por
Dios a las criaturas terrestres. Podían procurarse aire
durante dos meses. Tenían víveres para un
año. Pero ¿y después…? Los corazones
más insensibles palpitaban al dirigirse tan terrible
pregúnta.
Un hombre, uno solo, se negaba a admitir que la
situación fuese desesperada, uno solo tenía
confianza, y era su amigo adicto, audaz y resuelto como ellos, el
buen J. T. Maston.
No les perdía de vista. Su domicilio fue en to
sucesivo Longs Peak; su horizonte, el espejo del inmenso
reflector. Apenas la Luna aparecía en el horizonte, la
encerraba en el campo del telescopio y la seguía
asiduamente en su marcha por los espacios planetarios. Observaba
con una paciencia eterna el paso del proyectil por su disco de
plata, y, en realidad, el digno veterano vivía en
comunicación perpetua con sus tres amigos, y no
desesperaba de volverlos a ver un día a otro.
«Me cartearé con ellos -decía al que
quería oírle-, cuando las circunstancias to
permitan. Tendremos noticias de ellos, y ellos las tendrán
de nosotros. Los conozco; son hombres de mucho temple. Llevan
consigo en el espacio todos los recursos del
arte, de la ciencia y de la industria. Con
esto se hace cuanto se quiere, y ya veréis cómo
salen del atolladero.»
FIN
Autor:
Alfredo Ramirez Puentes.
Estudiante de Ingenieria aeronautica.
Bogota Colombia.
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