XVIII
Si tan estupenda noticia, en vez de volar por los hilos
telegráficos, hubiera llegado sencillamente por correo,
cerrada y bajo un sobre, si los empleados de Francia,
Irlanda, Terranova y Estados Unidos de
América
no hubiesen debido conocer necesariamente la confidencia
telegráfica, Barbicane no habría vacilado un solo
instante. Hubiese callado por medida de prudencia, y para no
desprestigiar su obra. Aquel telegrama, sobre todo procediendo de
un francés, podía ser una burla. ¿Qué
apariencia de verdad tenía la audacia de un hombre capaz
de concebir la idea de un viaje semejante? Y si en realidad
había un hombre resuelto a llevar a cabo tan singular
propósito, ¿no era un loco a quien se debía
encerrar en una casa de orates, y no en una bala de
cañón?
Pero el parte era conocido, porque los aparatos de
transmisión son por su naturaleza
poco discretos, y la proposición de Michel Ardan circulaba
ya por los diversos Estados de la Unión. No tenía,
pues, Barbicane ninguna razón para guardar silencio acerca
de ella, y por tanto reunió a los individuos del Gun-Club,
que se hallaban en Tampa, y, sin dejarles entrever su
pensamien-
to, sin discutir el mayor o menor crédito
que le merecía el telegrama, leyó con
sangre
fría su lacónico texto.
-¡Imposible!
-¡Es inverosímil!
-¡Pura broma!
-¡Se están burlando de nosotros!
-¡Ridículo!
-¡Absurdo!
Durante algunos minutos, se pronunciaron todas las
frases que sirven para expresar la duda, la incredulidad, la
barbaridad y la locura, con acompañamiento de los
aspavientos y gestos que se usan en semejantes circunstancias.
Cada cual, según su carácter, se sonreía, o reía,
o se encogía de hombros, o soltaba la carcajada. J. T.
Maston fue el único que tomó la cosa en
serio.
-¡Es una soberbia idea!
-exclamó.
-Sí -le respondió el mayor-, pero si
alguna vez es permitido tener ideas semejantes, es con la
condición de no pensar siquiera en ponerlas en
práctica.
-¿Y por qué no? -replicó con cierto
desenfado el secretario del Gun-Club, aprestándose para el
combate que sus colegas rehuyeron.
Sin embargo, el nombre de Michel Ardan corría de
boca en boca en la ciudad de Tampa. Extranjeros a
indígenas se miraban, se interrogaban y se burlaban, no
del europeo, que era en su concepto un
mito, un ente
imaginario, un ser quimérico, sino de J. T. Maston, que
había podido creer en la existencia de aquel personaje
fabuloso. Cuando Barbicane propuso enviar un proyectil a la Luna,
la empresa
pareció a todos natural y practicable, y no vieron en ella
más que una simple cuestión de balística.
Pero que un ser racional quisiera tomar asiento en el proyectil a
intentar aquel viaje inverosímil, era una
proposición tan sin pies ni cabeza que no podía
dejar de parecer una chanza, una farsa, un
engaño.
Las chanzonetas duraron sin interrupción hasta la
noche, y se puede asegurar que toda la Unión
prorrumpió en una sola carcajada, to que es poco
común en un país donde las empresas
imposibles encuentran fácilmente panegiristas, adeptos y
partidarios.
Con todo, la proposición de Michel Ardan, como
todas las ideas nuevas, no dejaba de preocupar a más de
cuatro, por to mismo que se apartaba de la corriente de las
emociones
acostumbradas. «He aquí -decían- una cosa que
no se le había ocurrido a nadie.» Aquel incidente
fue luego una obsesión por su misma extrañeza. Daba
en qué pensar. ¡Cuántas cosas negadas la
víspera han sido una realidad al día siguiente!
¿Por qué un viaje a la Luna no se ha de realizar un
día a otro? Pero siempre tendremos que el primero que a
él quiera arriesgarse debe ser un loco de atar, y
decididamente, pues que su proyecto no puede
tomarse en serio, hubiera hecho bien en callarse en lugar de
poner en fermentación a una población entera con sus ridículas
salidas de tono.
Pero ¿existía realmente aquel personaje?
He aquí la primera cuestión. El nombre de Michel
Ardan no era desconocido en América. Era el nombre de un
europeo muchas veces citado por sus atrevidas empresas.
Además, aquel telegrama que había atravesado las
profundidades del Atlántico, la designación del
buque en que el francés decía haber tomado pasaje,
la fecha fija de su llegada próxima, eran circunstancias
que daban a la proposición ciertos visos de verosimilitud.
La empresa
requería, sin duda, un valor
inaudito. Pronto los individuos aislados se agruparon: los
grupos se
condensaron bajo la acción
de la curiosidad como en virtud de la atracción molecular
se condensan los átomos, y al cabo se formó una
multitud compacta que se dirigió al domicilio del
presidente Barbicane.
Éste, desde la llegada del telegrama, no
había manifestado acerca de él opinión
alguna, había dejado a J. T. Maston descubrir la suya sin
aprobar ni desaprobar: se mantenía al pairo, y se
proponía aguardar los acontecimientos.
Pero echaba las cuentas sin la
huéspeda; pues- no contaba con la impaciencia
pública, y vio con muy poca satisfacción a los
habitantes de Tampa reunirse bajo sus ventanas. Los murmullos,
los gritos y las vociferaciones le obligaron a presentarse.
Tenía todos los deberes, y por consiguiente, todas las
obligaciones
de la celebridad.
Se presentó, y la multitud guardó
silencio. Un ciudadano tomó la palabra, y dirigió a
Barbicane la siguiente pregunta:
-¿El personaje designado en el parte bajo el
nombre de Michel Ardan se dirige hacia América?
¿Sí o no?
-Señores -respondió Barbicane-, no
sé más que to que saben ustedes.
-Pues es preciso saberlo -gritaron algunos con
impaciencia.
-El tiempo nos lo
dirá -respondió con sequedad el
presidente.
-No reconocemos ningún derecho para mantener en
un estado de
ansiedad penosa a un pueblo entero -replicó el orador-.
¿Habéis modificado los planos del proyectil de
conformidad con to que dice el zelégrama?
-Todavía no, señores; pero tenéis
razón; es preciso saber a qué atenernos, y el
telégrafo, que ha causado toda esta conmoción,
completará nuestros informes.
-¡Al telégrafo! ¡Al telégrafo!
-exclamó la muchedumbre.
Barbicane bajó, y, seguido del inmenso
gentío, se dirigió a las oficinas de la
administración.
Pocos minutos después se envió al
síndico de los corredores marítimos de Liverpool un
parte en el que se le hacían las siguientes
preguntas:
«¿Qué buque es el Atlanta?
¿Cuándo salió de Europa?
¿Llevaba a bordo a un francés llamado Michel
Ardan?»
Dos horas después Barbicane recibía
informes de una precisión tal que no permitían
abrigar ninguna duda.
«El vapor Atlanta, de Liverpool, se hizo a
la mar el 2 de octubre con rumbo a Tampa, llevando a bordo a un
francés que, con el nombre de Michel Ardan, consta en la
lista de los pasajeros.»
Al ver esta confirmación del telegrama, los ojos
del presidente brillaron con una llama de satisfacción, se
cerraron fuertemente sus puños y con violencia se
le oyó murmurar:
-¡Pues, es cierto! ¡Es, pues, posible!
¡Este francés existe! ¡Y estará
aquí dentro de quince días! Pero es un loco, y
nunca consentiré…
Y, sin embargo, aquella misma tarde escribió a la
casa Breadwill y Compañía para que suspendiese
hasta nueva orden la fundición del proyectil.
Expresar ahora la conmoción que se apoderó
de toda América, el efecto que produjo la
comunicación de Barbicane, to que dijeron los
periódicos de la Unión, el asombro que les
causó la noticia y el entusiasmo con que la acogieron y
con que cantaron la llegada de aquel héroe del antiguo
continente; describir la agitación febril de cada individuo, que
veía transcurrir lentamente las horas; dar una idea,
aunque imperfecta, de aquella obsesión fatigosa de todos
los cerebros subordinados a un solo pensamiento;
narrar el cese completo de toda actividad humana; la
paralización de la industria y la
suspensión del comercio para
presenciar la llegada del Atlanta; descubrir la
animación de la bahía del Espíritu
Santo, incesantemente surcada por vapores, paquebotes, yates
de placer, fly-boats de todas las dimensiones, enumerar
los millares de curiosos que cuadruplicaron en quince días
la población de Tampa y tuvieron que acampar bajo tiendas
como un ejército en campaña, sería una
pretensión temeraria superior a todas las fuerzas de los
hombres.
El 20 de octubre, a las nueve de la mañana, los
vigías del canal de Bahama distinguieron una densa
humareda en el horizonte.
Dos horas después, un vapor de alto bordo era por
ellos reconocido, y el nombre de Atlanta fue transmitido a Tampa.
A las cuatro, el buque inglés
entraba en la bahía del Espíritu Santo. A las
cinco, cruzaba a todo vapor la rada de Hillisboro. A las seis
fondeaba en el puerto de Tampa.
El áncora no había aún mordido el
fondo de la arena, cuando quinientas embarcaciones rodeaban al
Atlanta, y el vapor era tomado por asalto. El primero que
pisó su cubierta fue Barbicane, el cual dijo con una voz
cuya emoción quería en vano reprimir:
-¿Michel Ardan?
-¡Presente! -respondió determinado
individuo encaramado a la toldilla.
Barbicane, con los brazos cruzados, con la mirada
interrogante, con los labios apretados, miró fijamente al
pasajero del Atlanta.
Era éste un hombre de cuarenta y dos años,
alto, pero algo cargado de espaldas, como esas cariátides
que sostienen balcones en sus hombros. Su cabeza enérgica,
verdadera cabeza de león, sacudía de cuando en
cuando una cabellera roja que parecía realmente una
guedeja. Una cara corta, ancha en las sienes, adornada con unos
bigotes erizados como los del gato y mechones de pelos
amarillentos que salpicaban sus mejillas, ojos redondos de los
que partía una mirada miope y como extraviada, completaban
aquella fisonomía eminentemente felina. Pero la nariz era
de un dibujo
atrevido, la boca perfecta, la frente alta, inteligente, y
surcada como un campo que no ha estado nunca inculto. Un cuerpo
bien desarrollado, descansando sobre unas largas piernas, unos
brazos musculosos, qué eran poderosas y bien apoyadas
palancas, y un continente resuelto, hacían de aquel
europeo un hombre sólidamente constituido, que
más parecía forjado que fundido,
valiéndonos de una de las expresiones del arte
metalúrgico.
Los discípulos de Lavater o de Gratiolet hubieran
encontrado sin dificultad en el cráneo y en la
fisonomía de aquel personaje los signos
indiscutibles de la contabilidad,
es decir, el valor en el peligro y de la tendencia a sobrepujar
los obstáculos; los de la benevolencia y los de apego a to
maravilloso, instinto que induce a ciertos temperamentos a
apasionarse por las cosas sobrehumanas; pero, en cambio, las
protuberancias de la adquisibilidad, de la necesidad de poseer y
adquirir, faltaban absolutamente.
Para completar el retrato físico del pasajero del
Atlanta, es oportuno decir que sus vestidos eran holgados,
que no oponía el menor obstáculo al juego de sus
articulaciones,
siendo su pantalón y su gabán tan sumamente anchos
que él mismo se llamaba la muerte con
capa. Llevaba la corbata en desaliño, y su cuello de
camisa muy escotado dejaba ver un cuello robusto como el de un
toro. Sus manos febriles arrancaban de dos mangas de camisa que
estaban siempre desabrochadas. Bien se conocía que aquel
hombre no sentía nunca el frío, ni en la crudeza
del invierno, ni en medio de los peligros.
Iba y venía por la cubierta del vapor, en medio
de la multitud que apenas le dejaba espacio para moverse, sin
poder estar
quieto un momento. Pero él derivaba sobre sus
anclas, como decían los marineros, y gesticulaba y
tuteaba a todo el mundo, y se mordía las uñas con
una avidez convulsiva.
Era uno de esos tipos originales que el Creador inventa
por capricho pasajero, rompiendo el molde enseguida.
En efecto, la
personalidad moral de
Michel Ardan ofrecía un campo muy dilatado a la investigación de los observadores
analíticos. Aquel hombre asombroso vivía en una
perpetua disposición a la hipérbole y no
había traspasado aún la edad de los superlativos.
En la retina de sus ojos se juntaban los objetos con dimensiones
desmedidas, de to que resultaba una asociación de ideas
gigantescas. Todo to veía abultadísimo y en grande,
a excepción de las dificultades y los hombres, que los
veía siempre pequeños.
Estaba dotado de una naturaleza poderosa, exorbitante,
superabundante; era artista por instinto, muy ingenioso, muy
decidor, pero aunque no hacía nunca un fuego graneado de
chistes, el
chiste que se permitía era siempre una descarga cerrada.
En las discusiones se cuidaba muy poco de la lógica;
rebelde al silogismo, no to hubiera nunca inventado, y todas sus
salidas eran suyas y solamente suyas. Atropellando por todo y
para todo, apuntaba en medio del pecho argumentos ad
hominem certeros y seguros, y le
gustaba defender con el pico y con las zarpas las causas
desesperadas.
Tenía, entre otras manías, la de
proclamarse, como Shakespeare,
un ignorante sublime y hacía alarde de despreciar a
los sabios. «Los sabios -decía- no hacen más
que llevar el tanteo mientras nosotros jugamos.» Era un
bohemio del mundo de las maravillas, que se aventuraba mucho sin
ser por eso aventurero, una cabeza destornillada, un
Faetón que se empeña en guiar el carro del Sol, un
Ícaro con alas de reserva. Por to demás, pagaba con
su persona, y pagaba
bien; se arrojaba, sin cerrar los ojos, a las más
peligrosas empresas; quemaba sus naves con-más
decisión que Agatocles; siempre dispuesto a romperse el
alma o
desnucarse, caía invariablemente de pies, como esos
monigotes de médula de saúco con plomo en la base
que sirven de diversión a los niños.
En una palabra, su divisa era: A pesar de todo, y
el amor a to
imposible, constituían su pasión
dominante.
Pero aquel hombre emprendedor tenía como
ningún otro los defectos de sus cualidades. Se dice que
quien nada arriesga nada tiene. Ardan nada tenía y to
arriesgaba siempre todo. Era un despilfarrador, un tonel de las
Danaides. Perfectamente desinteresado, hacía tan buenas
obras como calaveradas; caritativo, cabelleresco y generoso, no
hubiera firmado la sentencia de muerte de su más cruel
enemigo, y era muy capaz de venderse como esclavo para rescatar a
un negro.
En Francia, en la Europa entera, todo el mundo
conocía a un personaje tan brillante y que tanto ruido
metía. ¿No hablaban acaso de él
incesantemente las cien trompas de la fama, puestas todas a su
servicio?
¿No vivía en una casa de vidrio, tomando
el universo
entero por confidente de sus más íntimos secretos?
Eso no obstante, no le faltaba una buena colección de
enemigos entre los individuos a quienes había rozado,
herido o atropellado más o menos al abrirse paso con los
codos entre la muchedumbre.
Pero generalmènte se le quería bien, y
hasta se le mimaba como a un niño. Era, según la
expresión popular, «un hombre a quien era preciso
tomar o dejar», y se le tomaba. Todos se interesaban por
él en sus atrevidas empresas y le seguían con la
mirada inquieta. ¡Era audaz con tanta imprudencia! Cuando
algún amigo quería detenerle prediciéndole
una.próxima catástrofe, le respondía,
sonriéndose amablemente: «El bosque no es quemado
sino por sus propios árboles.» Y no sabía, al dar
esta respuesta, que citaba el más bello de todos los
proverbios árabes.
Tal era aquel pasajero del Atlanta, siempre
agitado, siempre hirviendo al calor de un
fuego interior, siempre conmovido, y no por to que
pretendía hacer en America, en to cual ni siquiera
pensaba, sino por efecto de su organización calenturienta. Era seguramente
un contraste, el más singular, el que ofrecían el
francés Michel Ardan y el yanqui Barbicane, no obstante
ser los dos, cada cual a su manera, emprendedores, atrevidos y
audaces.
La contemplación a que se abandonaba el
presidente del Gun-Club en presencia de aquel rival que acababa
de relegarle a un segundo término, fue muy pronto
interrumpida por los hurras y vítores de la muchedumbre.
Tan frenéticos fueron los gritos, y el entusiasmo
tomó formas tan personales, que Michel Ardan,
después de haber apretado millares de manos, en las que
estuvo expuesto a dejar sus dedos, tuvo que buscar refugio en el
fondo de su camarote.
Barbicane le siguió sin haber pronunciado una
palabra.
-¿Sois vos Barbicane? -le preguntó Michel
Ardan, cuando estuvieron solos los dos, con un tono como si
hubiese hablado a un amigo de veinte años.
-Sí -respondió el presidente del
Gun-Club.
-Pues bien, os saludo, Barbicane. ¿Cómo
estáis? ¿Muy bien? ¡Me alegro! ¡Me
alegro!
-Así pues -dijo Barbicane entrando en materia, sin
preámbulos-. ¿Estáis decidido a
partir?
-Absolutamente decidido.
-¿Nada os detendrá?
-Nada. ¿Habéis modificado el proyectil
como os indicaba en mi telegrama?
-Aguardaba vuestra llegada. Pero -preguntó
Barbicane con insistencia- ¿lo habéis pensado
detenidamente?
-¡Reflexionado! ¿Tengo acaso tiempo que
perder? Se me presenta la ocasión de it a dar una vuelta
por la Luna, y la aprovecho; he aquí todo. No creo que la
cosa merezca tantas reflexiones.
Barbicane devoraba con la vista a aquel hombre que
hablaba de su proyecto de viaje con una ligereza y un
desdén tan completo y sin la más mínima
inquietud ni zozobra.
-Pero, al menos -le dijo-, tendréis un plan,
tendréis medios de
ejecución.
-Excelentes, amigo Barbicane. Pero permitidme haceros
una observación; me gusta contar mi historia de una sola vez a
todo el mundo, y luego no cuidarme más de ella. Así
se evitan repeticiones, y, por consiguiente, salvo mejor parecer,
convocad a vuestros amigos, a vuestros colegas, a la ciudad
entera, a toda Florida, a todos los americanos, si
queréis, y mañana estaré dispuesto a exponer
mis medios y a responder a todas las objeciones, cualesquiera que
sean. Tranquilizaos, los aguardaré a pie firme. ¿Os
parece bien?
-Muy bien -respondió Barbicane.
Y salió del camarote para participar a la
multitud la proposición de Michel Ardan. Sus palabras
fueron acogidas con palabras y gritos de alegría, porque
la proposición allanaba todas las dificultades. Al
día siguiente, todos podrían contemplar a su gusto
al héroe europeo. Sin embargo, algunos de los más
obstinados espectadores no quisieron dejar la cubierta del
Atlanta, y pasaron la noche a bordo. J. T. Maston, entre otros,
había clavado su mano postiza en un ángulo de la
toldilla, y se hubiera necesitado un cabrestante para arrancarlo
de su sitio.
-¡Es un héroe! ¡Un héroe!
-exclamaba en todos los tonos-. ¡Y comparados con
él, con ese europeo, nosotros no somos más que unos
muñecos!
En cuanto al presidente, después de suplicar a
los espectadores que se retiraran, entró en el camarote
del pasajero y no se separó de él hasta que la
campana del vapor señaló la hora del relevo de la
guardia de medianoche.
Pero entonces los dos rivales en popularidad se
apretaron muy amistosamente la mano, y ya Michel Ardan tuteaba al
presidente Barbicane.
XIX
A1 día siguiente, el astro diurno se
levantó mucho más tarde de to que deseaba la
impaciencia pública. Un sol destinado a alumbrar semejante
fiesta no debía ser tan perezoso. Barbicane, temiendo por
Michel Ardan las preguntas indiscretas, hubiera querido reducir
el auditorio a un pequeño número de adeptos, a sus
colegas, por ejemplo. Pero más fácil le hubiera
sido detener el Niágara con un dique. Tuvo, pues, que
renunciar a sus proyectos de
protección y dejar correr a su nuevo amigo los peligros de
una conferencia
pública.
El nuevo salón de la bolsa de Tampa, no obstante
sus colosales dimensiones, fue considerado insuficiente para el
acto, porque la reunión proyectada tomaba todas las
proporciones de un verdadero mitin.
El sitio escogido fue una inmensa llanura situada fuera
de la ciudad. Pocas horas bastaron para ponerlo a cubierto de los
rayos del sol. Los buques del puerto, que tenían de sobra
velas, jarcias, palos de reserva y vergas, suministraron los
accesorios necesarios para la construcción de una tienda gigantesca. Un
inmenso techo de lona se extendió muy pronto sobre la
calcinada pradera y la defendió de los ardores del
día. Trescientas mil personas pudieron colocarse en el
local y desafiaron durante algunas horas una temperatura
sofocante, aguardando la llegada del francés. Una tercera
parte de aquellos espectadores podía ver y oír,
otra tercera parte veía mal y no oía nada, y la
otra restante ni oía ni veía, to que, sin embargo,
no impidió que fuese la más pródiga en
aplausos.
A las tres apareció Michel Ardan,
acompañado de los principales miembros del Gun-Club. Daba
el brazo derecho al presidente Barbicane, y el izquierdo a J. T.
Maston, más radiante que el sol del
mediodía y casi tan rutilante como él.
Ardan subió a un estrado, desde el cual paseaba
sus miradas por un océano de sombreros negros. No
parecía turbado, ni manifestaba el menor embarazo;
estaba a11í como en su casa, jovial, familiar, amable.
Respondió con un gracioso saludo a los hurras con que le
acogieron; reclamó silencio con un ademán;
tomó la palabra en inglés, y se expresó muy
correctamente en los siguientes términos:
-Señores -dijo-, a pesar del calor que hace
aquí dentro, voy a abusar de vuestro tiempo para daros
algunas explicaciones acerca de proyectos que parece que os
interesan. Yo no soy un orador, ni un sabio, ni creía
tener que hablar en público; pero mi amigo Barbicane me ha
dicho que os gustaría oírme, y cedo a sus
súplicas. Oídme, pues, con vuestros seiscientos mil
oídos, y perdonad las muchas faltas del
autor.
Este exordio, tan a la buena de Dios, gustó mucho
a los concurrentes, y to demostraron con un inmenso murmullo de
satisfacción.
-Señores -dijo-, podéis aprobar o
desaprobar, según mejor os parezca, y empiezo. En primer
lugar no olvidéis que el que os habla es un ignorante,
pero de una ignorancia tal, que hasta ignora las dificultades.
Así es que, eso de irse a la Luna metido en un proyectil,
le ha parecido la cosa más sencilla, más
fácil y más natural del mundo. Tarde o temprano
había de emprenderse este viaje, y en cuanto al género de
locomoción adoptado, no hago más que seguir
sencillamente la ley del progreso. El hombre
empezó por andar a gatas, luego utilizó los pies,
enseguida viajó en carro, después en coche,
más adelante en barco, posteriormente en diligencia, y,
por último, en ferrocarril. Pues bien, el proyectil es el
medio de locomoción del porvenir, y todo bien considerado,
los planetas no
son otra cosa, no son más que balas de cañón
disparadas por la mano del Creador. Pero volvamos a nuestro
vehículo. Algunos de vosotros, señores,
creéis que la velocidad que
se le va a dar es excesiva. Los que así opinan
están en un error. Todos los astros le exceden en rapidez,
y la Tierra
misma, en su movimiento de
traslación alrededor del Sol, nos arrastra a una velocidad
tres veces mayor. Pondré algunos ejemplos, y sólo
os pido que me permitáis contar por leguas, porque las
medidas americanas me son poco familiares, y podría
incurrir en algún error en mis cálculos.
La demanda
pareció muy justa y no tropezó con ninguna
dificultad. El orador prosiguió:
-Voy, señores, a ocuparme de la velocidad de
diferentes planetas. Confieso, aunque parezca falta de modestia,
que, no obstante mi ignorancia, conozco muy bien este
insignificante pormenor astronómico; pero antes de dos
minutos sabréis todos acerca del particular tanto como yo.
Sabed, pues, que Neptuno recorre 5.000 leguas por hora; Urano,
7.000; Saturno, 8.858; Júpiter, 11.575; Marte, 22.011; la
Tierra,
27.500; Venus, 32.190; Mercurio, 52.250; ciertos cometas
1.400.000 leguas en su perigeo. En cuanto a nosotros, verdaderos
haraganes, que tenemos siempre poca prisa, nuestra velocidad no
pasa de 9.900 leguas, y disminuirá incesantemente. Y ahora
pregunto si no es evidente que todas esas velocidades
serán algún día sobrepasadas por otras, de
las cuales serán probablemente la luz y la electricidad los
agentes mecánicos.
Nadie puso en duda esta afirmación de Michel
Ardan.
-Amados oyentes míos -prosiguió-, si nos
dejásemos convencer por ciertos talentos limitados (no
quiero calificarlos de otra manera), la humanidad estaría
encerrada en un círculo de Pompilio del que no
podría salir, y quedaría condenado a vegetar en
este globo sin poder lanzarse nunca a los espacios planetarios.
No será así. Se va a ir a la Luna, se irá a
los planetas, se irá a las estrellas, como se va
actualmente de Liverpool a Nueva York, fácilmente,
rápidamente, seguramente, y el océano
atmosférico se atravesará como se atraviesan los
océanos de la Tierra. La distancia no es más que
una palabra relativa, y acabará forzosamente por reducirse
a cero.
La asamblea, aunque muy predispuesta en favor del
francés, quedó como atónita ante tan
atrevida teoría.
Michel Ardan to comprendió.
-No os he convencido, insignes oyentes
-añadió sonriéndose afablemente-. Vamos,
pues, a razonar. ¿Sabéis cuánto tiempo
necesitaría un tren directo para llegar a la Luna? No
más que 300 días. Un trayecto de ochenta mil
cuatrocientas leguas. ¡Vaya una gran cosa! No llega al que
se tendría que recorrer para dar nueve veces la vuelta
alrededor de la Tierra y no hay marinero ni viajero un poco
diligente que no haya andado más durante su vida. Haceos
cargo de que yo no gastaré en la travesía
más que noventa y siete horas. ¡Pero vosotros os
figuráis que la Luna está muy lejos de la Tierra, y
que antes de emprender un viaje para it a ella se necesita
meditarlo mucho! ¿Qué diríais, pues, si se
tratase de it a Neptuno, que gravita del Sol a mil ciento
cuarenta y siete millones de leguas? He aquí un viaje que,
áunque no costase más que a cinco céntimos
por kilómetro, podrían emprender muy pocos. El
mismo barón de Rothschild, con sus inmensos tesoros, no
tendría para pagar el pasaje, y tendría que
quedarse en casa por faltarle ciento cuarenta y siete
millones.
Esta lógica sui generis gustó mucho
a la asamblea, tanto más cuanto que Michel Ardan, muy
enterado del asunto, to trataba con un entusiasmo soberbio. No
pudiendo dudar de la avidez con que se recogían sus
palabras, prosiguió con admirable aplomo:
-Y ahora os diré, mis buenos amigos, que la
distancia que separa a Neptuno del Sol es muy poca cosa comparada
con la de las estrellas. Para evaluar la distancia de estos
astros, es menester valerse de esa enumeración fascinadora
en que la cantidad más pequeña consta de nueve
guarismos, y tomar por unidad el millón de millones.
Perdonadme si me detengo tanto en este asunto, que es para
mí de un interés
capitalísimo. Oíd y juzgad: la
estrella Alfa, que pertenece a la constelación del
Centauro, se halla a ocho mil millares de millones de leguas, a
cincuenta mil millares de millones se halla Vega, a cincuenta mil
millares de millones, Sirio, a cincuenta y dos mil millares de
millones, Arturo, a ciento diecisiete millares de millones la
Estrella Polar, a ciento setenta millares de millones Cabra, y
las demás estrellas a billones y a centenares de billones
de leguas. ¡Y hay quien se ocupa de la distancia que separa
a los planetas del Sol! ¡Y hay quien sostiene que esta
distancia es tremenda! ¡Error! ¡Mentira!
¡Aberración de los sentidos!
¿Sabéis to que yo opino acerca del mundo, que
empieza en el Sol y concluye en Neptuno? ¿Queréis
mi teoría? Es muy sencilla. Para mí el mundo solar
es un cuerpo sólido, homogéneo; los planetas que to
componen se acercan, se tocan, se adhieren, y el espacio que
queda entre ellos no es más que el espacio que separa las
moléculas del metal más compacto, plata o hierro,
oro o platino.
Estoy, pues, en mi derecho afirmando y repitiendo con una
convicción de que participaréis todos: la distancia
es una palabra hueca, la distancia, como hecho concreto, como
realidad, no existe.
-¡Muy bien dicho! ¡Bravo! ¡Hurra!
-exclamó unánimemente la asamblea, electrizada por
el gesto y el acento del orador y por el atrevimiento de sus
concepciones.
-¡No! -exclamó J. T. Maston, con más
energía que los otros-. ¡La distancia no existe!
¡La distancia no existe!
Y arrastrado por la violencia de sus movimientos y por
el empuje de su cuerpo, que casi no pudo dominar, estuvo en un
tris de caer al suelo desde el
estrado. Pero consiguió restablecer su equilibrio, y
evitó una caída, que le hubiera brutalmente probado
que la distancia no es una palabra vacía de sentido.
Luego, el entusiasta orador prosiguió:
-Amigos míos -dijo-, me parece que la
cuestión queda resuelta. Si no he logrado convenceros a
todos, se debe a que he sido tímido en mis demostraciones,
débil en mis argumentos: y echad la culpa a la
insuficiencia de mis estudios teóricos. Como quiera que
sea, os to repito, la distancia de la Tierra a su satélite
es, en realidad, poco importante y no merece preocupar a un
pensador grave y concienzudo. No creo, pues, avanzar demasiado
diciendo que se establecerán próximamente trenes de
proyectiles, en los que se hará con toda comodidad el
viaje de la Tierra a la Luna. No habrá que temer choques,
sacudidas ni descarrilamientos, y llegaremos rápidamente
al término, sin fatiga, en línea recta; y antes de
veinte años la mitad de la Tierra habrá visitado la
Luna.
-¡Hurra por Michel Ardan! -exclamaron todos los
concurrentes, hasta los menos convencidos.
-¡Hurra por Barbicane! -respondió
modestamente el orador.
Este sencillo acto de reconocimiento hacia el promotor
de la empresa fue acogido con unánimes y calurosos
aplausos.
-Ahora, amigos míos -añadió Michel
Ardan-, si tenéis que dirigirme alguna pregunta,
pondréis evidentemente en un apuro a un pobre hombre como
yo, pero, no obstante, procuraré responderos.
Motivos tenía el presidente del Gun-Club para
estar satisfecho del giro que tomaba la discusión. Versaba
sobre teorías
especulativas, en las que Michel Ardan, en alas de su viva
imaginación, volaba muy alto. Era, pues, preciso impedir
que la cuestión descendiera del terreno de la
especulación al de la práctica, del cual no era
fácil salir bien librado. Barbicane se apresuró a
tomar la palabra, y preguntó a su nuevo amigo si era de la
opinión de que la Luna o los planetas estuviesen
habitados.
-Gran problema me planteas, mi amigo presidente
-replicó el orador sonriendo-; sin embargo, hombres de muy
poderosa inteligencia,
Plutarco, Swedenborg, Bernardino de Saint Pierre y otros muchos,
se han pronunciado por la afirmativa. Considerando la
cuestión bajo el punto de vista de la filosofía
natural, me inclino a opinar como ellos, porque en el mundo no
existe nada inútil, y contestando, amigo Barbicane, a to
cuestión con otra, afirmo que si los mundos son
habitables, están habitados, o to han estado o to
estarán.
-¡Muy bien! -exclamaron los espectadores de las
primeras filas, que imponían su opinión a los de
las últimas.
-Es imposible responder con más lógica y
acierto -dijo el presidente del Gun-Club-. La cuestión
queda reducida a los siguientes términos: ¿Los
mundos son habitables? Yo creo que to son.
-Y yo estoy seguro de ello
-respondió Michel Ardan.
-Sin embargo -replicó uno de los concurrentes-,
hay argumentos contra la habitabilidad de los mundos. En la mayor
parte de ellos sería absolutamente indispensable que los
principios de
la vida se modificasen, pues, sin hablar más que de los
planetas, es evidente que en algunos de ellos el que los habitase
se abrasaría y se helaría en otros, según su
mayor o menor distancia del Sol.
-Siento -respondió Michel Ardan- no conocer
personalmente a mi distinguido antagonista para poder
contestarle. Su objeción no carece de fuerza, pero
creo que se la puede combatir victoriosamente, como se pueden
combatir todas las teorías fundadas en la habitabilidad de
los mundos..
Si yo fuese físico, diría que, si bien es
verdad que hay menos calórico en movimiento en los
planetas próximos al Sol, y más calórico en
movimiento en los que de él están lejos, este
simple fenómeno basta para equilibrar el calor y volver la
temperatura de dichos mundos soportable a seres que están
organizados como nosotros.
Si fuese naturalista, le diría, de acuerdo con
muchos ilustres sabios, que la naturaleza nos suministra en la
Tierra ejemplos de animales que
viven en distintas condiciones de habitabilidad; unos peces respiran
en un medio que es mortal para los demás animales; que
algunos habitantes de los mares se mantienen debajo de capas de
una gran profundidad, soportando, sin ser aplastados, presiones
de cincuenta o sesenta atmósferas; le
diría que algunos insectos acuáticos,,insensibles a
la temperatura, se encuentran a la vez en los manantiales de
agua hirviendo
y en las heladas llanuras del océano polar; le
diría, por último, que es preciso reconocer en la
naturaleza una diversidad de medios de acción, que no deja
de ser real aun siendo incomprensible, a to menos para
nosotros.
Si yo fuese químico le diría que los
aerolitos, cuerpos evidentemente formados fuera del mundo
terrestre, han revelado al análisis indiscutibles vestigios de
carbono, el
cual no debe su origen más que a seres organizados, y,
según los experimentos de
Reichenbach, ha tenido necesariamente que ser
animalizado.
En fin, si fuese teólogo, le diría que,
según san Pablo, la Redención divina no se aplica
exclusivamente a la Tierra, sino que comprende a todos los mundos
celestes. Pero yo no soy teólogo, ni químico, ni
naturalista, ni físico, y como ignoro completamente las
grandes leyes que rigen
el universo, me
limito a responder: No sé si los mundos están
habitados; y como no to sé, voy a verlos.
¿Aventuró el adversario de las
teorías de Michel Ardan algún otro argumento? Es
imposible decirlo, porque los gritos frenéticos de la
muchedumbre hubieran impedido manifestarse a todas las opiniones.
Cuando se hubo restablecido el silencio hasta en los grupos
más lejanos, el orador victorioso se contentó con
añadir las siguientes consideraciones:
-Ya veis, valerosos yanquis, que yo no he hecho
más que desflorar una cuestión de tanta
trascendencia. No he venido aquí a dar lecciones, ni a
sostener una tesis sobre
tan vasto objeto. Omito otros varios argumentos en pro de la
habitabilidad de los mundos. Permitidme, no obstante, insistir en
un solo punto. A los que sostienen que los planetas no
están habitados, es preciso responderles: Es posible que
tengáis razón, si se demuestra que la Tierra es el
mejor de los mundos posibles, to que no está demostrado,
diga Voltaire to
que quiera. Ella no tiene más que un satélite, al
paso que Júpiter, Urano, Saturno y Neptuno tienen varios
que les están subordinados, to que constituye una ventaja
que no es despreciable. Pero to que principalmente hace nuestro
globo poco cómodo, es la inclinación de su eje
sobre su órbita, de to que procede la desigualdad de los
días, y las noches y la molesta diversidad de
estaciones.
En nuestro desventurado esferoide hace siempre demasiado
calor o demasiado frío: en él nos helamos en
invierno y nos abrasamos en verano, es el planeta de los
reumatismos, de los resfriados y de las fluxiones, al paso que en
la superficie de Júpiter, por ejemplo, cuyo eje
está muy poco inclinado,(1) los habitantes podrían
gozar de temperaturas invariables, pues si bien hay a11í
la zona de las primaveras, la de los veranos, la de los
otoños y la de los inviernos, cada uno podría
escoger el clima que
más le conviniese y ponerse durante toda su vida al abrigo
de las variaciones de la temperatura. No tendréis
ningún inconveniente en convenir conmigo en esta
superioridad de Júpiter sobre nuestro planeta, sin hablar
de sus años, de los cuales cada uno vale por doce de los
nuestros. Es, además, evidente para mí que, bajo
estos auspicios y en condiciones de existencia tan maravillosas,
los habitantes de aquel mundo afortunado son seres superiores,
que en él los sabios son más sabios, los artistas
más artistas, los malos menos malos y los buenos mucho
mejores. ¡Ay! ¿Qué le falta a nuestro
esferoide para alcanzar esta perfección? Muy poca cosa, un
eje de rotación menos inclinado sobre el plano de su
órbita.
1. La inclinación de
Júpiter sobre su eje no es más que de 3°
5'
-¿Nada más? -exclamó una voz
imperiosa-. Pues unamos nuestros esfuerzos, inventemos máquinas y
enderecemos el eje de la Tierra.
Una salva de aplausos sucedió a esta
proposición, cuyo autor era y no podía ser
más que J. T. Maston. Es probable que el fogoso secretario
hubiese sido arrastrado a tan atrevida proposición por sus
instintos de ingeniero. Pero, a decir verdad, muchos le
aplaudieron de buena fe, y si hubieran tenido el punto de apoyo
reclamado por Arquímedes, los americanos hubieran
construido una palanca capaz de levantar el mundo y enderezar su
eje. ¡El punto de apoyo! He aquí to único que
faltaba a aquellos temerarios mecánicos.
Con todo, una idea tan eminentemente
práctica alcanzó un éxito
extraordinario. Se suspendió la discusión por
espacio de un cuarto de hora, y durante mucho, muchísimo
tiempo, se habló en los Estados Unidos de América
de la proposición tan enérgicamente formulada por
el secretario perpetuo del Gun-Club.
XX
Parecía que este incidente debía terminar
la discusión. Era la última palabra, y
difícilmente se hubiese encontrado otra mejor. Sin
embargo, cuando se hubo calmado la agitación,
oyéronse las siguientes frases pronunciadas con voz fuerte
y sonora:
-Ahora que el orador ha pagado a la fantasía el
debido tributo, ¿querrá entrar en materia y, sin
teorizar tanto, discutir la parte práctica de su
expedición?
Todas las miradas se dirigieron hacia el personaje que
de este modo hablaba. Era un hombre flaco, enjuto de carnes, de
semblante enérgico, con una enorme perilla a la americana
que subrayaba todos los movimientos de su boca. Aprovechando
hábilmente la agitación que de cuando en cuando se
había producido en la asamblea, consiguió poco a
poco colocarse en primera fila. Con los brazos cruzados y los
ojos brillantes y atrevidos, miraba imperturbablemente al
héroe del mitin. Después de haber formulado su
pregunta, calló, sin hacer ningún caso de millares
de miradas que convergían en él ni de los murmullos
de desaprobación que provocaron sus palabras.
Haciéndose aguardar la respuesta, sentó de nuevo la
cuestión con el mismo acento claro y preciso, y luego
añadió:
-Estamos aquí para ocuparnos de la Luna y no de
la Tierra.
-Tenéis razón, caballero -respondió
Michel-. La discusión se ha extraviado. Volvamos a la
Luna.
-Caballero -repuso el desconocido-, estáis
empeñado en que se halla habitado nuestro satélite.
De acuerdo. Pero si existen selenitas, es seguro que éstos
viven sin respirar, porque, por vuestro interés os to
digo, no hay en la superficie de la Luna la menor molécula
de aire.
A1 oír esta afirmación, levantó
Ardan su melenuda cabeza, comprendiendo que con aquel hombre se
iba a empeñar una lucha sobre to más capital de la
cuestión.
-¿Conque no hay aire en la Luna? ¿Y
quién to dice? -preguntó, mirándolo
fijamente.
-Los sabios.
-¿De veras?
-De veras.
-Caballero -replicó Michel-,.lo digo seriamente:
profeso la mayor estimación a los sabios que saben, pero
los sabios que no saben me inspiran un desdén
profundo.
-¿Conocéis a alguno que pertenezca a esta
última categoría?
-Alguno conozco. En Francia hay uno de ellos que
sostiene que matemáticamente el pájaro no puede
volar, y otro cuyas teorías demuestran que el pez no
está organizado para vivir en el
agua.
-No se trata de esos sabios, y los nombres que yo
podría citar en apoyo de mi proposición no
serían rehusados por vos, caballero.
-Entonces pondríais en grave apuro a un pobre
ignorante como yo, que, por otra parte, no desea más que
instruirse.
-¿Por qué, pues, os ocupáis de
cuestiones científicas si no las habéis estudiado?
-preguntó el desconocido bastante brutalmente.
-¿Por qué? -respondió Ardan-. Por
la misma razón que es siempre intrépido el que no
sospecha el peligro. Yo no sé nada, es verdad, pero
precisamente es mi debilidad la que forma mi fuerza.
-Vuestra debilidad va hasta la locura -exclamó el
desconocido, con un tono bastante agrio.
-¡Tanto mejor -respondió el
francés-, si mi locura me lleva a la Luna!
Barbicane y sus colegas devoraban con la mirada a aquel
intruso que acababa tan audazmente de colocarse como un
obstáculo delante de la empresa. Nadie to conocía,
y el presidente, que no las tenía todas consigo respecto a
las consecuencias de una discusión tan francamente
empleada, miraba con cierto recelo a su nuevo amigo. La asamblea
estaba atenta y algo inquieta, porque aquella polémica
daba por resultado llamar la atención sobre los peligros o
imposibilidades de la expedición.
-Las razones que prueban la falta de toda
atmósfera alrededor de la Luna son numerosas y
concluyentes -respondió el adversario de Michel Ardan-. Me
atrevo a decir a priori que, en el caso de haber existido
alguna vez esta atmósfera, la Tierra la habría
arrebatado a su satélite. Pero prefiero oponer hechos
irrecusables.
-Oponed cuantos hechos queráis -respondió
Michel Ardan con perfecta galantería.
-Ya sabéis -dijo el desconocido- que cuando los
rayos luminosos atraviesan un medio tal como el aire, se
desvían de la línea recta, o, to que es to mismo,
experimentan una refracción. Pues bien, los rayos de las
estrellas que la Luna oculta, al pasar rasando el borde del disco
lunar, no experimentan desviación alguna, ni dan el menor
indicio de refracción. Es, pues, evidente que no se halla
la Luna envuelta en una atmósfera.
Todos miraron a Ardan con cierta ansiedad y hasta con
cierta lástima, como si previesen su derrota, pues, en
realidad, siendo cierto el hecho que la observación
revelaba, la consecuencia que de él deducía el
desconocido era rigurosamente lógica.
-He aquí -respondió Michel Ardan- vuestro
mejor, por no decir vuestro único, argumento valedero, con
el cual hubierais puesto en un brete al sabio obligado a
contestaros; pero yo me limitaré a deciros que vuestro
argumento no tiene un valor absoluto, porque supone que el
diámetro angular de la Luna está perfectamente
determinado, to que no es exacto. Pero dejando a un lado vuestro
argumento, decidme si admitís la existencia de volcanes en la
superficie de la Luna.
-De volcanes apagados, sí; de volcanes
encendidos, no.
-Dejadme, no obstante, creer, sin traspasar los límites de
la lógica, que los tales volcanes estuvieron en actividad
durante algún tiempo.
-Es cierto, pero como podían suministrar ellos
mismos el oxígeno
necesario para la combustión, el hecho de su erupción
no prueba en manera alguna la presencia de una atmósfera
lunar.
-Adelante -respondió Michel Ardan-, y dejemos a
un lado esta clase de
argumentos para llegar a observaciones directas. Pero os prevengo
que voy a citar nombres propios.
-Citadlos.
-En 1815, los astrónomos Louville y Halley,
observando el eclipse del 3 de mayo, notaron en la Luna ciertos
fulgores de una naturaleza extraña, frecuentemente
repetidos. Los atribuyeron a tempestades que se desencadenan en
la atmósfera que envuelve a veces la Luna.
-En 1815 -replicó el desconocido-, los
astrónomos Louville y Halley tomaron por fenómenos
lunares fenómenos puramente terrestres, tales como
bólidos, aerolitos a otros, que se producían en
nuestra atmósfera. He aquí to que respondieron los
sabios al anuncio del citado fenómeno, y to mismo respondo
yo, ni más ni menos.
-Quiero suponer que tenéis razón
-respondió Ardan, sin que la contestación de su
adversario le hiciese la menor mella-. ¿No observó
Herschel, en 1787, un gran número de puntos luminosos en
la superficie de la Luna?
-Es verdad, pero sin explicarse su origen. Él
mismo no dedujo de su aparición la necesidad de una
atmósfera lunar.
-Bien respondido -dijo Michel Ardan, cumplimentando a su
antagonista-; veo que estáis muy fuerte en
selenografía.
-Muy fuerte, caballero, y añadiré que los
señores Beer y Moedler, que son los más
hábiles observadores, los que mejor han estudiado el astro
de la noche, están de acuerdo sobre la falta absoluta de
aire en su superficie.
Se produjo cierta sensación en el auditorio, al
cual empezaban a convencer los argumentos del personaje
desconocido.
-Adelante -respondió Michel Ardan con la mayor
calma-, y llegamos ahora a un hecho importante. El señor
Laussedat, hábil astrónomo francés,
observando el eclipse del 18 de junio de 1860, comprobó
que los extremos del creciente solar estaban redondeados y
truncados. Este fenómeno no pudo ser producido más
que por una desviación de los rayos del Sol al atravesar
la atmósfera de la Luna, sin que haya otra
explicación posible.
-¿Pero el hecho es cierto? -preguntó con
viveza el desconocido.
-Absolutamente cierto.
Un movimiento inverso al que había experimentado
la asamblea poco antes se tradujo en rumores de aprobación
a su héroe favorito, cuyo adversario guardó
silencio. Ardan repitió la frase, y, sin envanecerse por
la ventaja que acababa de obtener, dijo sencillamente:
-Ya veis, pues, mi querido caballero, que no conviene
pronunciarse de una manera absoluta contra la existencia de una
atmósfera en la superficie de la Luna. Esta
atmósfera es probablemente muy poco densa, bastante sutil,
pero la ciencia en
la actualidad admite generalmente su existencia.
-No en las montañas, por más que to
sintáis -respondió el desconocido, que no
quería dar su brazo a torcer.
-Pero sí en el fondo de los valles, y no
elevándose más a11á de algunos centenares de
pies.
-Aunque así fuese, haríais bien en tomar
vuestras precauciones, porque el tal aire estará
terriblemente enrarecido.
-¡Oh! Caballero, siempre habrá el
suficiente para un hombre solo, y además, una vez
a11í, procuraré economizarlo todo to que pueda y no
respirar sino en las grandes ocasiones.
Una estrepitosa carcajada retumbó en los
oídos del misterioso interlocutor, el cual paseó
sus miradas por la asamblea desafiándola con
orgullo.
-Ahora bien -repuso Michel Ardan con cierta
indiferencia-, puesto que estamos de acuerdo sobre la existencia
de una atmósfera lunar, tenemos también que admitir
la presencia de cierta cantidad de agua. Ésta es una
consecuencia que me alegro de poder sacar por la cuenta que me
tiene. Permitidme, además, mi amable contradictor, someter
una observación a vuestro ilustrado criterio. Nosotros no
conocemos más que una cara de la Luna, y aunque haya poco
aire en el lado que nos mira, es posible que haya mucho en el
opuesto.
-¿Por qué razón?
-Porque la Luna, bajo la acción de la
atracción terrestre, ha tomado la forma de un huevo, que
vemos por su extremo más pequeño. De aquí ha
deducido Hansteen, cuyos cálculos son siempre de
trascendencia, que el centro de gravedad de la Luna está
situado en el otro hemisferio, y, por consiguiente, todas las
masas de aire y agua han debido de ser arrastradas al otro
extremo de nuestro satélite desde los primeros días
de su creación.
-¡Paradojas! -exclamó el
desconocido.
-¡No! Teorías que se apoyan en las leyes de
la mecánica; y que me parecen difíciles
de refutar. Apelo al buen juicio de esta asamblea, y pido que
ella diga si la vida, tal como existe en la Tierra, es o no
posible en la superficie de la Luna. Deseo que se vote esta
proposición.
La proposición obtuvo los aplausos
unánimes de trescientos mil oyentes.
El adversario de Michel Ardan quería replicar,
pero no pudo hacerse oír. Caía sobre él una
granizada de gritos y amenazas.
-¡Basta! ¡Basta! -decían
unos.
-¡Fuera el intruso! -repetían
otros.
-¡Fuera! ¡Fuera! -exclamaba la irritada
muchedumbre. Pero él, firme, agarrado al estrado, dejaba
pasar sin moverse la tempestad, la cual hubiese tomado
proporciones formidables, si Michel Ardan no la hubiese
apaciguado con un ademán. Era de un carácter
demasiado caballeroso para abandonar a su contradictor en el
apuro en que le veía.
-¿Deseáis añadir algunas palabras?
-le preguntó con la mayor cortesía.
-¡Sí! ¡Ciento! ¡Mil!
-respondió el desconocido, con arrebato-. Pero, no, me
basta una sola. Para perseverar en vuestro proyecto, es preciso
que seáis…
-¿Imprudente? ¿Cómo podéis
tratarme así, sabiendo que he pedido una bala
cilíndrico-cónica a mi amigo Barbicane, para no dar
por el camino vueltas y revueltas como una ardilla?
-¡Desgraciado! ¡Al salir del
cañón, la repercusión os hará
pedazos!
-Mi querido colega, acabáis de poner el dedo en
la llaga, en la verdadera y única dificultad por ahora;
pero la buena opinion que tengo formada del genio industrial de
los americanos me permite creer que llegará a
resolverse…
-¿Y el calor desarrollado por la velocidad del
proyectil al atravesar las capas del aire?
-¡Oh! Sus paredes son gruesas, ¡y
cruzará con tanta rapidez la atmósfera!
-¿Y víveres? ¿Y agua?
-He calculado que podría llevar víveres y
agua para un año -respondió Ardan-, y la
travesía durará cuatro días.
-¿Y aire para respirar durante el
viaje?
-Lo haré artificialmente por procedimientos
químicos bien conocidos.
-Pero ¿y vuestra caída en la Luna,
suponiendo que Ileguéis a ella?
-Será seis veces menos rápida que una
caída en la Tierra, porque el peso es seis veces menor en
la superficie de la Luna.
-¡Pero aun así, será suficiente para
romperos como un pedazo de vidrio!
-¿Y quién me impedirá retardar mi
caída por medio de cohetes convenientemente dispuestos y
disparados en ocasión oportuna?
-Por último, aun suponiendo que se hayan resuelto
todas las dificultades, que se hayan allanado todos los
obstáculos, que se hayan reunido a favor vuestro todas las
probabilidades, aun admitiendo que lleguéis sano y salvo a
la Luna, ¿cómo volveréis?
-¡No volveré!
A esta respuesta, sublime por su sencillez, la asamblea
quedó muda. Pero su silencio fue más elocuente que
todos los gritos de entusiasmo. El desconocido se
aprovechó de él para protestar por última
vez.
-Os mataréis infaliblemente -exclamó-, y
vuestra muerte, que no será más que la muerte de
un insensato, ¡ni siquiera servirá de algo a la
ciencia!
-¡Proseguid, mi generoso desconocido, porque, la
verdad, vuestros pronósticos son muy agradables!
-¡Ah! ¡Eso es demasiado! -exclamó el
adversario de Michel Ardan-. ¡Y no sé por qué
pierdo el tiempo en una discusión tan poco formal!
¡No desistáis de vuestra loca empresa! ¡No es
vuestra la culpa!
-¡Oh! ¡No salgáis de vuestras
casillas!
-¡No! Sobre otro pesará la responsabilidad de vuestros actos.
-¿Sobre quién? -preguntó Michel
Ardan con voz imperiosa-. ¿Sobre quién?
Decidlo.
-Sobre el ignorante que ha organizado esta tentativa tan
imposible como ridícula.
El ataque era directo. Barbicane, desde la
intervención del desconocido, tuvo que esforzarse mucho
para contenerse y conservar su sangre fría; pero
viéndose ultrajado de una manera tan terrible, se
levantó precipitadamente, y ya marchaba hacia su
adversario, quien le miraba frente a frente y le aguardaba con la
mayor serenidad, cuando se vio súbitamente separado de
él.
De pronto, cien brazos vigorosos levantaron en alto el
estrado, y el presidente del Gun-Club tuvo que compartir con
Michel Ardan los honores del triunfo. La carga era pesada, pero
los que la llevaban se iban relevando sin cesar, luchando todos
con el mayor encarnizamiento unos contra otros para prestar a
aquella manifestación el apoyo de sus hombros.
Sin embargo, el desconocido no se había
aprovechado del tumulto para dejar su puesto. Pero ¿acaso,
aunque hubiese querido, hubiera podido evadirse en medio de
aquella compacta muchedumbre? Lo cierto es que no pensó en
escurrirse, pues se mantenía en primera fila, con los
brazos cruzados, y miraba a Barbicane como si quisiera
comérselo.
Tampoco Barbicane le perdía de vista, y las
miradas de aquellos dos hombres se cruzaban como dos espadas
diestramente esgrimidas.
Los gritos de la muchedumbre duraron tanto como la
marcha triunfal. Michel Ardan se dejaba llevar con un placer
evidente. Su rostro estaba radiante. De cuando en cuando
parecía que el estrado se balanceaba como un buque azotado
por las olas. Pero los héroes de la fiesta, acostumbrados
a navegar, no se mareaban, y su buque llegó sin ninguna
avería al puerto de Tampa.-
Michel Ardan pudo afortunadamente ponerse a salvo de los
abrazos y apretones de manos de sus vigorosos admiradores. En el
hotel Franklin encontró un
refugio, subió a su cuarto y se metió entre
sábanas, mientras un ejército de cien mil hombres
velaba bajo sus ventanas.
Al mismo tiempo ocurría una escena corta, grave y
decisiva entre el personaje misterioso y el presidente del
Gun-Club.
Barbicane, apenas se vio libre, se dirigió a su
adversario.
-¡Venid! -le dijo con voz breve.
El desconocido le siguió y no tardaron en
hallarse los dos solos en un malecón sito en el
Jone's-Fall.
Nose conocían aún, y se
miraron.
-¿Quién sois? -preguntó
Barbicane.
-El capitán Nicholl.
-Me to figuraba. Hasta ahora la casualidad no os
había colocado en mi camino…
-¡Me he colocado en él yo mismo!
-¡Me habéis insultado!
-Públicamente.
-Me daréis satisfacción del
insulto.
-Ahora mismo.
-No, quiero que todo pase secretamente entre nosotros.
Hay un bosque, el bosque de Skernaw, a tres millas de Tampa.
¿Lo conocéis?
-Lo conozco.
-¿Tendréis inconveniente en entrar en
él por un lado mañana por la mañana a las
cinco?
-Ninguno, siempre y cuando a la misma hora
entréis vos por el otro lado.
-¿Y no olvidaréis vuestro rifle? -dijo
Barbicane.
-Ni vos el vuestro -respondió Nicholl.
Pronunciadas estas palabras con la mayor calma, el
presidente del Gun-Club y el capitán se separaron,
Barbicane volvió a su casa, pero, en vez de descansar,
pasó la noche buscando el medio de evitar la
repercusión del proyectil y resolver el difícil
problema presentado por Michel Ardan en la discusión del
mitin.
XXI
Cómo arregla un francés un
desafío
Mientras entre el presidente y el capitán se
concertaba aquel duelo terrible y salvaje en que un hombre se
hace a la vez res y cazador de otro hombre, Michel Ardan
descansaba de las fatigas del triunfo. Pero no descansaba, no es
ésta la expresión propia, porque los colchones de
las camas americanas nada tienen que envidiar por su dureza al
mármol y al granito.
Ardan dormía, pues, bastante mal,
volviéndose de un lado a otro entre las toallas que le
servían de sábanas, y pensaba en proporcionarse un
lugar de descanso más cómodo y mullido en su
proyectil, cuando un violento ruido le arrancó de sus
sueños. Golpes desordenados conmovían su puerta
como si fuesen dados con un martillo, mezclándose con
aquel estrépito tan temprano gritos
desaforados.
-¡Abre! -gritaba una voz desde fuera-. ¡Abre
pronto, en nombre del cielo!
Ninguna razón tenía Ardan para acceder a
una demanda tan estrepitosamente formulada. No obstante, se
levantó y abrió la puerta, en el momento de it
ésta a ceder a los esfuerzos del obstinado
visitante.
El secretario del Gun-Club penetró en el cuarto.
No hubiera una bomba entrado en él con menos
ceremonias.
-Anoche -exclamó J. T. Maston al momento-,
nuestro presidente, durante el mitin, fue públicamente
insultado. ¡Ha provocado a su adversario, que es nada menos
que el capitán Nicholl! ¡Se baten los dos esta
mañana en el bosque de Skernaw! ¡Lo sé todo
por el mismo Barbicane! ¡Si éste muere, fracasan sus
proyectos! ¡Es, pues, preciso impedir el duelo a toda
costa! ¡No hay más que un hombre en el mundo que
ejerza sobre Barbicane bastante imperio para detenerle, y este
hombre es Michel Ardan!
En tanto que J. T. Maston hablaba como acabamos de
referir, Michel Ardan, sin interrumpirle, se vistió su
ancho pantalón, y no habían transcurrido aún
dos minutos, cuando los dos amigos ganaban a escape los arrabales
de Tampa.
Durante el camino, Maston acabó de poner a Ardan
al corriente de todo el negocio. Le dio a conocer las verdaderas
causas de la enemistad de Barbicane y de Nicholl, la antigua
rivalidad, los amigos comunes que mediaron para que los
adversarios no se encontrasen nunca cara a cara, y
añadió que se trataba de una pugna entre plancha y
proyectil, de suerte que la escena del mitin sólo
había sido una ocasión rebuscada desde mucho tiempo
por el rencoroso Nicholl para armar camorra.
Nada más terrible que esos duelos propios de los
americanos, durante los cuales los dos adversarios se buscan por
entre la maleza y los matorrales, se acechan desde un escondrijo
cualquiera y se disparan las armas en medio de
to más enmarañado de las selvas, como bestias
feroces. ¡Cuánto, entonces, deben de envidiar los
combatientes las maravillosas cualidades de los indios de las
praderas; su perspicacia, su astucia, su conocimiento
de los rastros, su olfato para percibir al enemigo! Un error, una
vacilación, un mal paso, pueden acarrear la muerte. En
estos momentos, los yanquis se hacen con frecuencia
acompañar de sus perros, y,
cazando y siendo cazados a un mismo tiempo, se persiguen a menudo
durante horas y horas.
-¡Qué diablos de gente sois!
-exclamó Michel Ardan, cuando su compañero le
explicó con mucho realismo todos
los pormenores.
-Somos como somos -respondió modestamente J. T.
Maston-; pero démonos prisa.
Él y Michel Ardan tuvieron que correr mucho para
atravesar la llanura humedecida por el rocío, pasar
arrozales y torrentes, y atajar por el camino más corto, y
aun así no pudieron llegar al bosque de Skernaw antes de
las cinco y media. Hacía media hora que Barbicane
debía de encontrarse en el teatro de la
lucha.
Allí estaba un viejo leñador haciendo
pedazos algunos árboles caídos. Maston
corrió hacia él gritando:
-¿Habéis visto entrar en el bosque a un
hombre armado de rifle, a Barbicane, el presidente…, mi mejor
amigo… ?
El digno secretario del Gun-Club pensaba
cándidamente que su presidente no podía dejar de
ser conocido de todo el mundo. Pero no pareció que el
leñador le comprendiese.
-Un cazador-dijo entonces Ardan.
-¿Un cazador? Sí, to he visto
-respondió el leñador.
-¿Hace mucho tiempo?
-Cosa de una hora.
-¡Hemos llegado tarde! -exclamó
Maston.
-¿Y habéis oído
algún disparo? -preguntó Michel.
-No.
-¿Ni uno solo?
-Ni uno solo. Me parece que el tal cazador no hace
negocio.
-¿Qué hacemos, Maston?
-Entrar en el bosque, aunque sea exponiéndonos a
un balazo por un quid pro quo.
-¡Ah! -exclamó Maston con un acento de
verdad, salido del fondo de su corazón-.
Preferiría diez balas en mi cabeza a una sola en la de
Barbicane.
-¡Adelante, pues! -respondió Ardan,
estrechando la mano de su compañero.
A los pocos segundos, los dos amigos desaparecieron en
el espeso bosque de cedros, sicomoros, tulíperos, icacos,
pinos, encinas y mangos, que entrecruzaban sus ramas formando una
inextricable red y privando a la vista de
todo horizonte. Michel Ardan y Maston no se separaban uno de
otro, cruzando silenciosamente las altas hierbas,
abriéndose camino por entre vigorosos bejucales,
interrogando con la mirada las matas y el ramaje perdidos en la
sombría espesura y esperando oír de un momento a
otro el mortífero estampido de los rifles. Imposible les
hubiera sido reconocer las huellas que marcasen el
tránsito de Barbicane, marchando como ciegos por senderos
casi vírgenes y cubiertos de broza, donde un indio hubiera
seguido uno tras otro todos los pasos de un enemigo. Pasada una
hora de búsqueda estéril y ociosa, los dos
compañeros se detuvieron. Su zozobra iba en
aumento.
-Necesariamente debe de haber concluido todo -dijo
Maston, desalentado-. Un hombre como Barbicane no se vale de
astucias contra su enemigo, ni le tiende lazos, ni procura
desorientarle. ¡Es demasiado franco, demasiado valiente!
¡Ha acometido, pues, el peligro de frente, y sin duda tan
lejos del leñador que éste no ha oído la
detonación del arma!
-Pero ¡y nosotros! ¡Nosotros!
-respondió Michel Ardan-. En el tiempo que ha transcurrido
desde que entramos en el bosque, algo habríamos
oído.
-¿Y si hubiésemos llegado demasiado tarde?
-exclamó Maston con un acento de
desesperación.
Michel Ardan no supo qué responder. Él y
Maston prosiguieron su interrumpida marcha. De cuando en cuando
gritaban con toda la fuerza de sus pulmones, ya llamando a
Barbicane, ya a Nicholl; pero ninguno de los dos adversarios
respondía a sus voces. Alegres bandadas de pájaros,
que se levantaban al ruido de sus pasos y de sus palabras,
desaparecían entre las ramas, y algunos gansos azorados
huían precipitadamente hasta perderse en el fondo de las
selvas.
Una hora más se prolongaron aún las
pesquisas. Ya había sido explorada la mayor parte del
bosque. Nada revelaba la presencia de los combatientes. Motivos
había para dudar de las afirmaciones del leñador, y
Ardan iba ya a renunciar a un reconocimiento que le
parecía inútil, cuando de repente Maston se
detuvo.
-¡Silencio! -dijo-. ¡A11í hay
alguien!
-¡Alguien! -repitió Michel
Ardan.
-¡Sí! ¡Un hombre! Parece
inmóvil. No tiene el rifle en las manos.
¿Qué hace, pues?
-¿Puedes reconocerle? -preguntó Michel
Ardan, cuya cortedad de vista era para él un gran
inconveniente en aquellas circunstancias.
-¡Sí! ¡Sí! Ahora se vuelve
-respondió Maston.
-¿Y quién es…?
-El capitán Nicholl.
-¡Nicholl! -respondió Michel Ardan,
sintiendo oprimírsele el corazón.
-¡Nicholl, desarmado! ¿Conque nada tiene ya
que temer de su adversario?
-Vamos hacia él -dijo Michel Ardan- y sabremos a
qué atenernos.
Pero él y su compañero no habían
dado aún cincuenta pasos, cuando se detuvieron para
examinar más atentamente al capitán. ¡Se
habían figurado encontrar un hombre sediento de sangre y
entregado enteramente a su venganza! A1 verle, quedaron
atónitos.
Entre los tulíperos gigantescos había
tendida una red de
malla estrecha, en cuyo centro, un pajarillo, con las alas
enredadas, forcejeaba lanzando lastimosos quejidos. El cazador
que había armado aquella inextricable artimaña, no
era humano: era una araña venenosa, indígena del
país, del tamaño de un huevo de paloma y provista
de enormes patas. El repugnante animal, en el momento de
precipitarse contra su presa, se vio a su vez amenazado de un
enemigo temible, y retrocedió para buscar asilo en las
altas ramas de tulípero.
El capitán Nicholl, que, olvidando los peligros
que le amenazaban, había dejado el rifle en el suelo, se
ocupaba en liberar con la mayor delicadeza posible a la
víctima cogida en la red de la monstruosa araña.
Cuando hubo concluido su operación, devolvió la
libertad al
pajarillo, que desapareció moviendo alegremente las
alas.
Nicholl le veía, enternecido, huir por entre las
ramas, cuando oyó las siguientes palabras, pronunciadas
con voz conmovida:
-¡Sois un valiente y un hombre de bien a carta
cabal!
Se volvió. Michel Ardan se hallaba en su
presencia, repitiendo en todos los tonos:
-¡Y un hombre generoso!
-¡Michel Ardan! -exclamó el
capitán-. ¿Qué venís a hacer
aquí, caballeros?
-Vengo, Nicholl, a daros un apretón de manos y a
impedir que matéis a Barbicane o que él os
mate.
-¡Barbicane! ¡Dos horas hace que to busco y
no le encuentro! ¿Dónde se oculta?
-Nicholl -dijo Michel Ardan-, eso no es decoroso. Se
debe respetar siempre a un adversario. Tranquilizaos, que si
Barbicáne vive, le encontraremos, tanto más cuanto
que, a no ser que se divierta como vos en socorrer pájaros
oprimidos, él también os estará buscando.
Pero Michel Ardan es quien to dice, cuando le hayamos encontrado,
no se tratará ya de duelo entre vosotros.
-Entre el presidente Barbicane y yo -respondió
gravemente Nicholl- hay una rivalidad tal que sólo la
muerte de uno de los dos…
-No prosigáis -repuso Michel Ardan-; valientes
como vosotros, aun siendo enemigos, pueden estimarse. No os
batiréis.
-¡Me batiré, caballero!
-¡No!
-Capitán -dijo entonces J. T. Maston con la mayor
sinceridad y ardiente fe-, soy el amigo del presidente, su alter
ego; si os empeñáis en matar a alguien, matadme a
mí, y será exactamente to mismo.
-Caballero -dijo Nicholl, apretando convulsivamente su
rifle-, esas chanzas…
-El amigo Maston no se chancea -respondió Michel
Ardan-, y comprendo su resolución de hacerse matar por el
hombre que es su amigo predilecto. Pero ni él ni Barbicane
caerán heridos por las balas del capitán Nicholl,
porque tengo que hacer a los dos rivales una proposición
tan seductora que la aceptarán con entusiasmo.
-¿Qué proposición? -preguntó
Nicholl con visible incredulidad.
-Un poco de paciencia -respondió Ardan-; no puedo
dárosla a conocer sino en presencia de
Barbicane.
-Busquémosle, pues -exclamó el
capitán.
Inmediatameñte, los tres se pusieron en marcha.
El capitán, después de haber puesto el seguro al
rifle que llevaba amartillado, se to echó a la espalda y
avanzó con paso reprimido, sin decir una palabra. Durante
media hora, las pesquisas siguieron siendo inútiles.
Maston se sentía preocupado por un siniestro
presentimiento. Observaba a Nicholl con severidad,
preguntándose si el capitán habría
satisfecho su venganza, y si el desgraciado Barbicane, herido de
un balazo, yacía sin vida en el fondo de un matorral,
ensangrentado. Michel Ardan había, al parecer, concebido
la misma sospecha, y los dos interrogaban con la vista al
capitán Nicholl, cuando Maston se detuvo de
repente.
Medio oculto por la hierba, aparecía a veinte
pasos de distancia el busto de un hombre apoyado en el tronco de
una caoba gigantesca.
-¡Es él! -dijo Maston.
Barbicane no se movía. Ardan abismó sus
miradas en los ojos del capitán, pero éste
permaneció impasible. Ardan dio algunos pasos,
gritando:
-¡Barbicane! ¡Barbicane!
No obtuvo respuesta. Entonces se precipitó hacia
su amigo; pero en el momento de irle a coger del brazo, se
contuvo, lanzando un grito de sorpresa.
Barbicane, con el lápiz en la mano, trazaba
fórmulas y figuras geométricas en un libro de
memorias,
teniendo echado en el suelo, de cualquier modo, su rifle
desmontado.
Absorto en su ocupación, sin pensar en su
desafío ni en su venganza, el sabio nada había
visto ni oído. Pero cuando Michel Ardan le dio la mano, se
levantó y le miró con asombro.
-¡Cómo! -exclamó-. ¡Tú
aquí! ¡Ya apareció aquello,amigo mío!
¡Ya apareció aquello!
-¿Qué?
-¡Mi medio!
-¿Qué medio?
-¡El de anular el efecto de la repercusión
al arrancar el proyectil!
-¿De veras? -dijo Michel, mirando al
capitán con el rabillo del ojo.
-¡Sí, con agua! ¡Con agua
común, que amortiguará…! ¡Ah, Maston!
-exclamó Barbicane-. ¡Vos también!
-El mismo -respondió Michel Ardan-. Y
permítame presentarle al mismo tiempo al digno
capitán Nicholl.
-¡Nicholl! -exclamó Barbicane, que se puso
en pie al momento-. Perdón, capitán -dijo-.
Había olvidado… Estoy pronto…
Michel Ardan intervino sin dar a los dos enemigos tiempo
de interpelarse.
-¡Voto al chápiro! -dijo-. ¡Fortuna
ha sido que valientes como vosotros no se hayan encontrado antes!
Ahora tendríamos que llorar a uno a otro de los dos. Pero
gracias a Dios, que ha intervenido, no hay ya nada que temer.
Cuando se olvida el odio para abismarse en problemas de
mecánica o jugar una mala pasada a las
arañas, el tal odio no es peligroso para nadie.
Y Michel Ardan contó al presidente la historia
del capitán.
-Ahora quisiera que me dijeseis -prosiguió- si
dos hombres de tan buenos sentimientos como vosotros, han sido
creados para romperse la cabeza a balazos.
En aquella situación, un si es no es
ridícula, había algo tan inesperado, que Barbicane
y Nicholl no sabían qué actitud
adoptar uno respecto de otro. Michel Ardan to comprendió,
y resolvió precipitar la reconciliación.
-Mis buenos amigos -dijo, dejando asomar a sus labios su
mejor sonrisa-, entre vosotros sólo ha habido un
malentendido. No ha habido otra cosa. Pues bien, para probar que
todo entre vosotros ha concluido, y puesto que sois hombres a
quienes no duelen prendas y saben arriesgar su piel, aceptad
francamente la proposición que voy a haceros.
-Hablad -dijo Nicholl.
-El amigo Barbicane cree que su proyectil irá
derecho a la Luna.
-Sí, to creo -replicó el
presidente.
-Y el amigo Nicholl está persuadido de que
volverá a caer en la Tierra.
-Estoy seguro -exclamó el
capitán.
-De acuerdo -repuso Michel Ardan-. No trato de poneros
de acuerdo, pero os digo muy buenamente: Partid conmigo y to
veréis.
-¡Qué idea! -murmuró J. T. Maston,
asombrado.
Al oír aquella proposición tan imprevista,
los dos rivales se miraron recíprocamente y siguieron
observándose con atención. Barbicane aguardaba la
respuesta del capitán. Nicholl espiaba las palabras del
presidente.
-¿Qué resolvéis? -dijo Michel, con
un acento que obligaba-. ¡Ya que no hay que temer
repercusiones…!
-¡Aceptado! -exclamó Barbicane.
Pese a la rapidez con que pronunció la palabra,
Nicholl la acabó de pronunciar al mismo tiempo.
-¡Hurra! ¡Bravo! ¡Viva! ¡Hip,
hip! -exclamó Michel Ardan, tendiendo la mano a los dos
adversarios-. Y ahora que el asunto está arreglado,
permitidme, amigos míos, trataros a la francesa. Vamos a
almorzar.
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