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Julio Verne – Cinco semanas en globo (página 5)



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XXV

Un poco
de filosofía. – Una nube en el horizonte. –
En

medio de la niebla. – El globo
inesperado. – Las

señales. – Reproducción exacta del Victoria. –
Las

palmeras. – Vestigios de una caravana.
– El pozo en

medio del desierto

Al día siguiente, la misma pureza del cielo y la
misma inmovilidad de la atmósfera. El
Victoria se elevó a una altura de quinientos pies,
pero avanzó muy poco hacia el oeste.

-Nos hallamos en pleno desierto -dijo el
doctor-.¡Qué inmensidad de arena! ¡Qué
extraño espectáculo! ¡Qué singular
disposición de la naturaleza!
¿Por qué en algunas comarcas hay una vegetación tan exuberante y en éstas
una aridez tan desconsoladora, hallándose todos en la
misma latitud y bajo los mismos rayos del sol?

-El porqué, amigo Samuel, me tiene sin cuidado
-respondió Kennedy-; la razón me preocupa menos que
el hecho. Es así, y no hay más vueltas que
darle.

-Bueno es filosofar un poco, amigo Dick; eso no
perjudica a nadie.

-Filosofemos; no hay inconveniente. Tiempo tenemos
para ello, pues apenas nos movemos. Al viento le da miedo soplar,
está dormido.

-No durará la calma -dijo Joe-, pues ya me parece
distinguir algunos nubarrones al este.

-Joe tiene razón -respondió el
doctor.

-¡Estupendo! -exclamó Kennedy-. ¿Y
nos corresponderá una nube, con una buena lluvia y un buen
viento que nos azoten la cara?

-Ya veremos, Dick, ya veremos.

-Sin embargo, hoy es viernes, señor, y yo
desconfío de los viernes.

-Pues espero ver hoy mismo disipadas tus
prevenciones.

-¡Ojalá, señor! ¡Uf!
-añadió, enjugándose la cara-. Bueno
será el calor en
invierno, pero ahora maldita la falta que hace.

-¿No crees que este sol abrasador puede echar a
perder el globo? -preguntó Kennedy al doctor.

-No; la gutapercha con la que está untado el
tafetán resiste temperaturas mucho más elevadas. La
temperatura a
que lo he sometido interiormente por medio del serpentín
ha sido algunas veces de 1580, y el envoltorio no se
ha resentido lo más mínimo.

-¡Una nube! ¡Una nube de veras!
-exclamó en aquel momento Joe, cuya vista desafiaba todos
los prismáticos.

En efecto, una faja espesa y ya visible se elevaba
lentamente sobre el horizonte. Era una nube de un carácter especial, formada, al parecer, de
nubecillas que conservaban su forma primitiva, de lo que el
doctor dedujo que no había en su aglomeración
ninguna corriente de aire.

Aquella masa compacta había aparecido hacia las
ocho de la mañana, y a las once alcanzaba el disco del
sol, que desapareció por completo detrás de aquella
tupida cortina. En ese mismo momento, la parte inferior de la
nube abandonaba la línea del horizonte, que brillaba con
una luz
copiosa.

-No es más que una nube aislada -dijo el doctor-,
y no podemos contar mucho con ella. Mira, Dick, sigue teniendo
exactamente la misma forma que esta mañana.

-En efecto, Samuel, ahí no hay ni lluvia, ni
viento, al menos para nosotros.

-Eso es lo que me temo, pues se mantiene a una gran
altura.

-Samuel, ¿y si fuésemos a buscar la nube,
ya que no quiere descargar sobre nosotros?

-No creo que nos sirva de mucho -respondió el
doctor-; será un consumo
más considerable de gas y, por
consiguiente, de agua. Pero, en
nuestra situacion, debemos intentarlo todo; vamos a
subir.

El doctor activó al máximo la llama del
soplete en las espirales del serpentín. Se produjo un
calor violento, y el globo se elevó bajo la acción
del hidrógeno dilatado.

A unos mil quinientos pies de la tierra
encontró la masa opaca de la nube y entró en una
espesa niebla, manteniéndose a esta altura. Sin embargo,
no halló un soplo de viento; la niebla parecía
incluso desprovista de humedad, y apenas se humedecieron los
objetos expuestos a su contacto. El Victoria, envuelto en
aquel vapor, marchó con un poco menos de pereza, pero fue
cosa insignificante.

El doctor constataba con tristeza el mediocre resultado
obtenido con su maniobra, cuando oyó a Joe exclamar en un
tono de viva sorpresa:

-¡Cielo santo!

-¿Qué sucede, Joe?

-¡Señor Samuel! ¡Señor
Kennedy! ¡Qué cosa tan rara!

-¿Qué ocurre? Explícate.

-¡No estamos aquí solos! ¡Hay
intrigantes! ¡Nos han robado nuestro invento!

-¿Se ha vuelto loco? -preguntó
Kennedy.

Joe era la viva imagen del
asombro. No se movía.

-¿Habrá turbado el sol la
razón de este pobre muchacho? -dijo el doctor,
volviéndose hacia él.

-¿Quieres decirme … ? -le
preguntó.

-Pero ¿no lo ve, señor? -exclamó
Joe, indicando un punto en el espacio.

-¡Por san Patricio! -exclamó Kennedy a su
vez-. ¡Esto es increíble! ¡Mira, mira,
Samuel!

-Lo veo -respondió tranquilamente el
doctor.

-¡Otro globo! ¡Otros viajeros como
nosotros!

En efecto, a doscientos pies de distancia, un
aeróstato flotaba en el aire con su barquilla y sus
viajeros, y seguía exactamente el mismo rumbo que el
Victoria.

-Pues bien -dijo el doctor-, vamos a hacerle algunas
señales. Toma el pabellón, Kennedy,
y enseñémosle nuestros colores.

Parece que los viajeros del segundo aeróstato
habían concebido simultáneamente la misma idea,
pues la misma enseña repetía idénticamente
el mismo saludo en una mano que la agitaba de la misma
forma.

-¿Qué significa esto? -preguntó el
cazador.

-¡Son monos! -exclamó Joe-. ¡Se
están burlando de nosotros!

-Esto significa -respondió Fergusson, riendo- que
eres tú mismo, amigo Dick, quien hace la señal en
las dos barquillas; quiere decir que en las dos barquillas
estamos nosotros, y que ese globo, en resumidas cuentas, es el
Victoria.

-Con todo respeto,
señor –dijo Joe-, por ahí no paso.

-Ponte junto a la borda, Joe, mueve los brazos de un
lado a otro, y verás.

Joe obedeció y vio instantáneamente
reproducidos con toda exactitud sus movimientos.

-Es un efecto de espejismo -explicó el doctor-,
un simple fenómeno óptico debido al enrarecimiento
desigual de las capas de aire. Ésa es la
explicación.

-¡Es maravilloso! -repetía Joe, que no daba
crédito
a sus ojos y no paraba de hacer contorsiones para
convencerse.

-¡Qué curioso espectáculo! -repuso
Kennedy-. ¡Da gusto ver nuestro Victoria!
¿Sabes que tiene buen porte y que se mantiene
majestuosamente?

-Explíquese como se quiera -replicó Joe-,
es la cosa mas singular del mundo.

Pero la imagen no tardó en desvanecerse
gradualmente: las nubes se elevaron a mayor altura, abandonando
al Victoria, que no trató de seguirlas, y al cabo
de una hora desaparecieron en el cielo.

El viento, apenas perceptible, disminuyo mas y mas. El
doctor, desesperado, hizo bajar el globo hasta muy cerca de
tierra.

Los viajeros, a quienes aquel incidente había
arrancado de sus preocupaciones, se entregaron de nuevo a sus
tristes pensamientos, abrumados por un calor
insoportable.

Hacia las cuatro, Joe indicó un objeto que
sobresalía en el inmenso arenal, y pronto pudo afirmar que
eran dos palmeras que se elevaban a poca distancia.

-¡Palmeras! -exclamó Fergusson-.
¿Hay, pues, una fuente, un pozo?

Tomó los prismáticos y se convenció
de que a Joe no le engañaba la vista.

-¡Por fin, agua! ¡Agua! -repitió-.
Estamos salvados, pues, por poco que avancemos, tarde o temprano
llegaremos.

-¿No podríamos, entretanto, señor,
echar un trago? El aire es sofocante.

-Echémoslo, muchacho.

Nadie se hizo de rogar. En un momento desapareció
una pinta entera, por lo que la provisión quedó
reducida a tres pintas y media.

-¡No hay nada en el mundo como el agua! -dijo
Joe-. ¡Qué cosa tan rica! Me la he bebido más
a gusto que la cerveza de
Perkins.

-Ahí tienes las ventajas de la privacion
-respondió el doctor.

-¡Pobres ventajas! -dijo el cazador-. Yo de buena
gana renunciaría al placer de beber agua, con tal de que
no me faltara nunca cuando la necesito.

A las seis, el Victoria planeaba sobre las
palmeras.

Eran dos árboles
enclenques, enfermizos, casi secos, dos espectros de
árboles sin hojas, más muertos que vivos. Fergusson
los contempló con espanto.

Junto a un tronco se distinguían las piedras
medio pulverizadas de un pozo, que, desmenuzadas por los ardores
del sol, se confundían casi con la arena del desierto. No
había rastro alguno de humedad. Samuel sintió que
se le oprimía el corazón, y
se disponía a participar sus recelos a sus
compañeros cuando las exclamaciones de éstos
llamaron su atención.

Hacia el oeste, hasta donde alcanzaba la vista, se
extendía una larga línea de blancas osamentas.
Fragmentos de esqueletos rodeaban la seca fuente. Sin duda
alguna, una caravana había llegado hasta allí,
marcando su paso con este largo osario. Los más
débiles habían caído uno tras otro en la
arena, y los más fuertes, después de llegar a tan
deseada fuente, habían encontrado junto a ella una
muerte
horrible.

Los pasajeros se miraron y se quedaron
pálidos.

~¡No bajemos! -dijo Kennedy-. ¡Huyamos de
tan horrible espectáculo! No hallaremos una gota de
agua.

-Debemos convencernos por nuestros propios ojos, Dick, y
lo mismo da pasar aquí la noche que en otra parte.
Exploraremos el pozo hasta el fondo; acaso quede aún algo
del manantial que hubo en otro tiempo.

El Victoria tomó tierra. Joe y Kennedy
pusieron en la barquilla un peso de arena equivalente al suyo y
bajaron. Corrieron al pozo y penetraron en su interior por una
escalera que no era mas que polvo. El manantial parecía
agotado desde muchos años atrás. Cavaron en una
arena seca y suelta, de una aridez incomparable, sin hallar
indicio alguno de humedad.

El doctor les vio volver a la superficie del desierto
inundados de sudor, agotados, cubiertos de un polvo fino,
desalentados, desesperados.

Comprendió la infructuosidad de sus investigaciones.
Lo presentía, pero no había dicho una palabra.
Comprendía que a partir de aquel momento debería
tener valor y
energía por los tres.

Joe traía en la mano los fragmentos de un odre,
que tiró con cólera
en medio de los huesos esparcidos
por el suelo.

Durante la cena reinó un profundo silencio entre
los viajeros, que comian con repugnancia.

Y sin embargo, no habían sufrido aún los
verdaderos tormentos de la sed; sólo desesperaban por el
futuro.

XXVI

Ciento trece grados. – Reflexiones del doctor.

Pesquisas desesperadas. – Se apaga el
soplete. – Ciento

cuarenta grados. – La
contemplación del desierto. – Un

paseo de noche. – Soledad. –
Desfallecimiento. –

Proyecto de Joe. – Un día de
plazo

El espacio recorrido por el Victoria en todo el
día anterior no pasaba de diez millas, y había
consumido ciento sesenta y dos pies cúbicos de
gas.

El sábado por la mañana el doctor
ordenó partir.

-El soplete –dijo- ya no puede funcionar mas que seis
horas. Si en este tiempo no hemos descubierto un pozo ni un
manantial, ¡Dios sabe lo que será de
nosotros!

-¡Ni un soplo de aire esta mañana,
señor! -dijo Joe-. Aunque tal vez se levante
-añadió, viendo la mal disimulada tristeza de
Fergusson.

¡Vana esperanza! Reinaba una calma chicha, una de
esas calmas que en los mares tropicales encadenan obstinadamente
a los buques de vela. El calor se hizo intolerable, y el termómetro marcó 1130 a
la sombra, bajo la tienda.

Joe y Kennedy, tendidos uno al lado del otro, buscaban
en la modorra, ya que no en el sueño, el olvido de la
situación. Una inactividad forzada los condenaba a penosos
ocios. El hombre es
más digno de lástima cuando no puede apartar sus
pensamientos por medio de un trabajo u
ocupación material. Los viajeros nada tenían que
vigilar, ni nada tampoco que intentar; debían padecer la
situación sin poder
mejorarla.

Los tormentos de la sed empezaron a hacerse sentir
cruelmente. El aguardiente, lejos de apaciguar aquella necesidad
imperiosa, la aumentaba más y más, y se
hacía muy acreedor al nombre de «leche de los
tigres» que le dan los naturales de África. Quedaban
apenas dos pintas de un líquido recalentado, y todos
fijaban sus miradas en aquellas gotas preciosas, sin que nadie se
atreviese a mojar con ellas sus labios. ¡Dos pintas de agua
en medio de un desierto!

Entonces el doctor Fergusson, abismado en sus
reflexiones, se preguntó si había obrado con
prudencia, si no hubiera valido más conservar el agua que
había descompuesto para mantenerse en la atmósfera.
Algún camino había recorrido, sin duda, pero
¿había ganado algo con ello? Aunque se encontrase
seiscientas millas más atrás bajo aquella latitud,
¿qué podía importarle, puesto que
carecía de agua en aquel sitio? El viento, si por fin se
levantara, soplaría tanto allí como aquí,
incluso aquí con menos fuerza si
viniera del este. Pero la esperanza empujaba a Samuel hacia
adelante. ¡Y sin embargo, los dos galones de agua
consumidos inútilmente hubieran bastado para hacer en el
desierto un alto de nueve días ¡Y en nueve
días podían producirse muchos cambios! Tal vez, al
mismo tiempo que conservaba el agua, debió subir echando
lastre, aunque luego para volver a bajar tuviese que perder gas
en abundancia. ¡Pero el gas era la sangre del globo,
era su vida!

Estas mil reflexiones se cruzaban en su cabeza, que
apoyaba entre las manos durante horas enteras sin
levantarla.

« ¡Es preciso hacer un último
esfuerzo! -se dijo hacia las diez de la mañana-. ¡Es
preciso intentar por última vez descubrir una corriente
atmosférica que nos lleve! ¡Es preciso arriesgar
nuestros últimos recursos!
»

Y, mientras sus compañeros dormitaban,
llevó a una elevada temperatura el hidrógeno del
aeróstato, el cual se redondeó con la
dilatación del gas, y subió siguiendo en
línea recta los rayos perpendiculares del sol. El doctor
buscó en vano un soplo de aire desde los cien pies hasta
los cinco mil; su punto de partida permaneció tenazmente
debajo de la barquilla. Una calma absoluta parecía reinar
hasta en los últimos límites de
la atmósfera.

Finalmente, el agua se acabó, el soplete se
apagó por falta de gas, la pila de Bunsen dejó de
funcionar y el Victoria, contrayéndose, bajó
nuevamente a la arena para detenerse en el mismo hoyo que
había abierto con la barquilla.

Era mediodía. El doctor estimó que se
encontraban a 190 35’ de longitud y
60 51’ de latitud, a cerca de quinientas millas
del lago Chad y a más de cuatrocientas de las costas
occidentales de África. Al tomar tierra el globo, Dick y
Joe salieron de su pesada modorra.

-Nos detenemos -dijo el escocés.

-Por fuerza -respondió el doctor en tono
grave.

Sus compañeros le comprendieron. El nivel del
suelo, a consecuencia de su constante depresión,
se hallaba entonces al nivel del mar, por lo que el globo se
mantuvo en un equilibrio
perfecto y una inmovilidad absoluta.

El peso de los viajeros fue reemplazado por una carga
equivalente de arena, y éstos echaron pie a tierra, se
sumieron en sus pensamientos y durante algunas horas no
despegaron los labios. Joe preparó la cena, compuesta de
galletas y pemmican, que apenas probó nadie, y un
sorbo de agua caliente completó tan triste
cena.

Durante la noche, nadie veló, pero nadie
durmió tampoco. El calor era sofocante. Al día
siguiente no quedaba más que media pinta de agua; el
doctor la puso aparte y todos resolvieron no recurrir a ella sino
en último extremo.

-¡Me ahogo! -exclamó al poco Joe-.
¡El calor va en aumento! No me extraña -dijo,
después de haber consultado el termómetro-.
¡Ciento cuarenta grados!

-La arena -respondió el cazador- abrasa como si
saliese de un horno. ¡Y ni una nube en este cielo de fuego!
¡Es para volverse loco!

-No nos desesperemos -dijo el doctor-; a estos grandes
calores suceden inevitablemente, en esta latitud, tempestades que
llegan con la rapidez del rayo. A pesar de la angustiosa
serenidad del cielo, pueden producirse en él en menos de
una hora grandes alteraciones.

-¡Pero algún indicio habría! -repuso
Kennedy.

-Pues bien -dijo el doctor-, me parece que el
barómetro tiene una ligera tendencia a bajar.

-¡El cielo te oiga, Samuel! Porque estamos
clavados al suelo como un pájaro con las alas
rotas.

-Con una diferencia, sin embargo, amigo Dick: nuestras
alas están intactas y espero que todavía podamos
utilizarlas.

-¡Viento! ¡Viento! -exclamó Joe-.
¡Viento con que trasladarnos a un arroyo, a un pozo, y no
nos faltará nada! Tenemos víveres suficientes, y
con agua aguardaríamos un mes sin sufrir. ¡Pero la
sed es una cosa horrible!

La sed, así como la contemplación
incesante del desierto, fatiga la mente. No había ni un
accidente del terreno, ni un montículo de arena, ni un
guijarro donde descansar la mirada. Aquella llanura
descorazonadora causaba esa desazon conocida como enfermedad del
desierto. La impasibilidad de aquel árido azul del cielo y
aquel amarillo inmenso de la arena acababan por asustar. En
aquella atmósfera incendiada, el calor parecía
vibrar, como encima de una fragua incandescente; el
corazón se desesperaba ante aquella calma inmensa, y no se
entreveía ninguna razón para que cesase aquel
estado de
cosas, pues la inmensidad es una especie de eternidad.

Así es que los pobres viajeros, privados de agua
bajo aquella temperatura tórrida, empezaron a experimentar
síntomas de alucinación; sus ojos se agrandaban y
su mirada se volvía turbia.

Llegada la noche, el doctor resolvió combatir por
medio de un paseo rápido aquella disposición
alarmante. Quiso recorrer aquella llanura de arena durante
algunas horas, no para buscar, sino, simplemente, para
andar.

-Seguldme -dijo a sus compañeros-; creedme, el
paseo os sentará bien.

-Imposible -respondió Kennedy-. No podría
dar un paseo.

-Yo prefiero dormir -dijo Joe.

-Pero, amigos, el sueño o el reposo os
serán funestos. Reaccionad contra vuestro abatimiento.
Vamos, seguidme.

Nada pudo obtener de ellos el doctor, y partió
solo en medio de la estrellada transparencia de la noche. Sus
primeros pasos fueron penosos: los pasos de un hombre
debilitado y que ha perdido la costumbre de andar. Pero pronto se
percató de que aquel ejercicio le resultaría
beneficioso. Avanzó unas millas hacia el oeste, y su
ánimo cobraba algún aliento cuando, de repente, se
sintió acometido por una sensación de
vértigo; se creyo inclinado sobre un abismo, sintió
que se le doblaban las rodillas; aquella inmensa soledad le
aterrorizó; él era el punto matemático, el
centro de una circunferencia infinita, es decir, ¡nada! El
Victoria desaparecía enteramente en la oscuridad.
¡El impasible doctor, el audaz viajero experimentó
súbitamente un miedo insuperable! Quiso retroceder, pero
fue en vano. Gritó, pero no le contestó
ningún eco, y su voz cayó en el espacio como una
piedra en un abismo sin fondo. Se tumbó en la arena
desfallecido y solo, en medio de los grandes silencios del
desierto.

A medianoche volvió en sí entre los brazos
de su fiel Joe; éste, inquieto por la prolongada ausencia
de su señor, había seguido sus huellas
perfectamente impresas en la llanura y lo había encontrado
desvanecido.

-¿Qué le ha ocurrido, señor?
-preguntó.

-Nada, mi buen Joe; un momento de debilidad, ni
más ni menos.

-En efecto, señor, no será nada. Pero,
levántese; apóyese en mí y volvamos al
Victoria.

El doctor, del brazo de Joe, volvió a tomar el
camino que había seguido.

-Ha sido una imprudencia, señor, aventurarse como
lo ha hecho. Podían haberle robado -añadió,
riendo-. Ahora, señor, hablemos con seriedad.

-Habla. Te escucho.

-Es absolutamente indispensable tomar una
decisión. Nuestra situación no puede prolongarse
más que unos pocos días, y si no llega viento
estamos perdidos. -El doctor guardó silencio-. Es
necesario que alguno de nosotros se sacrifique por la
salvación común, y es muy natural que sea
yo.

-¿Qué quieres decir? ¿Cuál
es tu proyecto?

-Un proyecto muy sencillo: coger provisiones y caminar
siempre hacia adelante hasta llegar a algún sitio. Durante
ese tiempo, si el cielo les envía un viento favorable, no
me aguarden; partan. Yo, si llego a una aldea, saldré del
paso con unas cuantas palabras en árabe que usted me
habrá facilitado por escrito y regresaré con ayuda
o dejaré en la empresa mi
pellejo. ¿ Qué le parece mi plan?

-Que es insensato, pero digno de tu gran corazón,
Joe. No te separarás de nosotros; es imposible.

-Pero, señor, algo se ha de hacer, y lo que
propongo no le perjudica en lo más mínimo, puesto
que, como he dicho, no tendrá que aguardarme; y, en rigor,
¿no puedo salir bien de mi empeño?

-¡No, Joe! ¡No! ¡No nos separaremos!
La separación sería un nuevo dolor añadido a
los que nos afligen. Estaba escrito que habíamos de pasar
lo que estamos pasando, y escrito también está
probablemente que nuestra situación mejore más
adelante. Aguardemos, pues, con resignacion.

-De acuerdo, señor, pero le advierto que le doy
un día para pensarlo y no aguardaré más. Hoy
es domingo, o, mejor dicho, lunes, pues ya es la una de la
madrugada. Si el martes no partimos, probaré fortuna. Mi
decisión es irrevocable.

El doctor no respondió; llegó a la
barquilla y se acomodó al lado de Kennedy. Éste se
hallaba sumido en un silencio absoluto, que no debía de
ser efecto del sueño.

XXVII

Calor
espantoso. – Alucinaciones. – Las últimas
gotas

de agua. – Noche de
desesperación. – Tentativa de

suicidio. – El simún. – El
oasis. – León

y leona

Al día siguiente, lo primero que hizo el doctor
fue consultar el barómetro. La columna de mercurio
había experimentado un descenso apenas
apreciable.

« ¡Nada! -dijo para sí-. ¡Nada!
»

Salió de la barquilla para examinar el tiempo: el
mismo calor, la misma pureza del cielo, la misma
impasibilidad.

-¿Es, pues, preciso desesperar?
-exclamó.

Joe, absorto en sus pensamientos, en su proyecto de
exploración, no despegaba los labios.

Kennedy se levantó muy enfermo y presa de una
sobreexcitación alarmante. Le acosaba la sed de una manera
horrible; su lengua y sus
labios entumecidos difícilmente podían articular un
sonido.

Quedaban aún algunas gotas de agua. Todos lo
sabían, todos pensaban en ellas y se sentían
atraídos hacia ellas, pero nadie se atrevía a
acercarse.

Aquellos tres compañeros, aquellos tres amigos se
miraban con ojos extraviados, con un sentimiento de avidez
bestial que se pintaba principalmente en el semblante de Kennedy,
cuyo vigoroso organismo sucumbía antes a aquellas
intolerables privaciones. Durante todo el día estuvo
delirando; iba y venía lanzando gritos roncos,
mordiéndose los puños, dispuesto a abrirse las
venas para apagar su sed con su propia sangre.

-¡Ah! -exclamó-. ¡País de la
sed! ¡Mejor deberías llamarte país de la
desesperación!

Cayó luego profundamente postrado, y no se
oyó más que el silbido de su respiracion entre sus
labios abrasados.

Al anochecer, Joe fue acometido a su vez por un
principio de locura. Aquella interminable sábana de arena
la parecía un inmenso estanque de limpias y cristalinas
aguas, y más de una vez se puso de bruces en la inflamada
arena para beber, y se levantó con la boca llena de
polvo.

-¡Maldición! -dijo con cólera-.
¡Es agua salada!

Entonces, mientras Fergusson y Kennedy
permanecían tendidos sin moverse, se apoderó de
él el invencible pensamiento de
apurar las pocas gotas de agua que había reservadas. Este
pensamiento fue más fuerte que él; se
dirigió, arrastrándose, a la barquilla,
contempló con sedientos ojos la botella donde estaba el
agua, la cogió y se la llevó a los
labios.

En aquel momento, estas palabras, « ¡A
beber! ¡A beber! », fueron pronunciadas en un tono
que desgarraba el alma.

Era Kennedy, que se arrastraba junto a él; el
desgraciado inspiraba compasión, pedía de rodillas,
lloraba.

Joe, llorando también, le ofreció la
botella, y Kennedy apuró su contenido hasta la
última gota.

-Gracias -dijo.

Pero Joe no le oyó; igual que él, se
había desplomado sobre la arena.

Se ignora lo que pasó durante aquella espantosa
noche. Pero el martes por la mañana, bajo los chorros de
fuego que derramaba el sol, los infortunados sintieron que sus
miembros se secaban poco a poco. Cuando Joe quiso levantarse, le
resultó imposible, de manera que no pudo poner en
práctica su proyecto.

El muchacho miró a su alrededor. En la barquilla,
el abrumado doctor, con los brazos cruzados, miraba un punto
imaginario en el espacio espantoso; meneaba la cabeza de derecha
a izquierda como una fiera enjaulada.

De repente, la mirada del cazador se dirigió a su
carabina, cuya culata sobresalía del borde de la
barquilla.

-¡Ah! -exclamó, levantándose con un
esfuerzo sobrehumano.

Y se precipitó hacia el arma, extraviado, loco, y
dirigió el cañón hacia su boca.

-¡Señor! ¡Señor!
-exclamó Joe, arrojándose sobre
él.

-¡Déjame! ¡Quita! -dijo el
escocés con voz ronca.

Los dos luchaban con encarnizamiento.

-Apártate o te mato -repitió
Kennedy.

Pero Joe se asía a él con fuerza, y
así combatieron durante más de un minuto sin que el
doctor pareciese reparar en nada; pero, durante la lucha, la
carabina se disparó, y al ruido de la
detonación el doctor se levantó como un espectro y
miró a su alrededor.

De pronto, su mirada se animó, extendió
una mano hacia el horizonte y, con una voz que nada tenía
de humano, exclamó:

-¡Allá! ¡Allá!
¡Allá abajo!

Había una energía tal en su gesto que Joe
y Kennedy se separaron y miraron.

La llanura se agitaba como un mar encrespado por la
tempestad; olas de arena se estrellaban unas contra otras en
medio de una intensa polvareda; una inmensa columna venía
del sudeste arremolinándose con extrema rapidez; el sol
desaparecía detrás de una nube opaca cuya sombra
desrnedida se prolongaba hasta el Victoria; los granos de
fina arena se deslizaban con la facilidad de las moléculas
líquidas, y aquella marea ascendente subía poco a
poco.

Una enérgica mirada de esperanza brilló en
los ojos de Fergusson.

-¡El simún! -exclamó.

-¡El simún! -repitió Joe, sin
comprender muy bien lo que decía el doctor.

-¡Mejor! -exclamó Kennedy con una rabia
desesperada-. ¡Mejor! ¡Vamos a morir!

-¡Mejor! -replicó el doctor-. ¡Vamos
a vivir!

Y empezó a echar rápidamente la arena que
servia de lastre a la barquilla.

Sus compañeros le comprendieron al fin y se
unieron a él.

. -¡Y ahora, Joe -dijo el doctor-, echa fuera unas
cincuenta libras de tu mineral!

Joe no vaciló, aunque no dejó de
experimentar cierta repugnancia. El globo se
elevó.

-Ya era hora -exclamó el doctor.

El simún llegaba, en efecto, con la rapidez del
rayo. Poco faltó para que el Victoria quedara
aplastado, despedazado, destrozado. El inmenso torbellino lo
alcanzó y lo envolvió en una lluvia de
arena.

-¡Más lastre fuera! -gritó el doctor
a Joe.

-¡Ya está! -respondió este
último, arrojando un enorme fragmento de
cuarzo.

El Victoria subió rápidamente
encima del torbellino; pero, envuelto en el inmenso
desplazamiento de aire, fue arrastrado a una velocidad
incalculable sobre aquel mar espumoso.

Samuel, Dick y Joe no hablaban. Miraban y esperaban,
refrescados por el viento del torbellino.

A las tres cesaba la tormenta; la arena, al caer de
nuevo, formaba una innumerable cantidad de montículos, y
el cielo recobraba su tranquilidad inicial.

El Victoria, otra vez inmóvil, flotaba a
la vista de un oasis, isla cubierta de árboles verdes que
sobresalía de la superficie de aquel
océano.

-¡Allí! ¡Allí está el
agua! -exclamó el doctor. De inmediato, abriendo la
válvula superior, dejó escapar el hidrógeno
y bajó lentamente a doscientos pasos del oasis.

Los viajeros habían recorrido en cuatro horas un
espacio de doscientas cuarenta millas.

La barquilla quedó al momento equilibrada, y
Kennedy, seguido de Joe, saltó a tierra.

-¡Vuestros fusiles! -exclamó el doctor-.
¡Vuestros fusiles, y sed prudentes!

Dick cogió su carabina y Joe una de las
escopetas. Avanzaron rápidamente hasta los árboles
y penetraron bajo aquella fresca vegetación que les
anunciaba manantiales abundantes, sin hacer caso de unas anchas
pisadas, de unas huellas recién dejadas en la tierra
húmeda.

De repente, a veinte pasos de distancia, sonó un
rugido.

-¡El rugido de un león! -dijo
Joe.

-¡Mejor! -repitió el cazador, exasperado-.
¡Lucharemos! Uno es fuerte cuando no se trata más
que de luchar.

-¡Prudencia, señor Dick, prudencia! De la
vida de uno depende la de todos.

Pero Kennedy no le escuchaba. Avanzaba con los ojos en
llamas y la carabina amartillada, terrible en su audacia. Debajo
de una palmera, un enorme león de negra melena
permanecía en actitud de
ataque. Apenas distinguió al cazador, dio un salto hacia
él; pero no había llegado aún a tierra
cuando una bala le atravesó el corazón y
cayó muerto.

-¡Hurra! ¡Hurra! –exclamó
Joe.

Kennedy se precipitó hacia el pozo, se
deslizó por los húmedos peldaños y se
tumbó boca abajo ante un fresco manantial, donde
sumergió los labios ávidamente. Joe le
imitó. Sólo se oían esos lametones que dan
los animales para
beber.

-¡Cuidado, señor Dick! –dijo Joe,
respirando-. ¡No abusemos!

Pero Dick, sin responder, seguía bebiendo.
Sumergía la cabeza y las manos en aquella agua
bienhechora; se embriagaba.

-¿Y el señor Fergusson? -preguntó
Joe.

El nombre del doctor hizo volver en sí a Kennedy,
el cual llenó una botella que llevaba y se dirigió
corriendo hacia la escalera del pozo.

Pero cuál no sería su asombro al
encontrarse cerrada por un enorme cuerpo la salida de la gruta.
Joe, que lo seguía, tuvo que retroceder con
él.

-¡Estamos encerrados!

-¿Quién nos puede haber encerrado?
¡Eso es imposible!

Antes de concluir la frase, un rugido terrible le hizo
comprender con qué nuevo enemigo tenía que
habérselas

-¡Otro león! -exclamó
Joe.

-¡No, una leona! ¡Ah! ¡Maldito animal!
Aguarda -dijo el cazador, volviendo a cargar con presteza su
carabina.

Un instante después hacía fuego, pero el
animal había desaparecido.

-¡Adelante! -exclamó Kennedy.

-No, señor Dick, no. La leona está viva;
si la hubiese matado, su cuerpo habría rodado hasta
aquí. ¡Está a acecho, preparada para saltar
sobre el primero que vea aparecer, y ése está
perdido!

-¿Qué hacer, pues? ¡Es preciso
salir! ¡Samuel nos está esperando!

-Atraigamos al animal; coja mi escopeta y déme su
carabina.

-¿Cuál es tu plan?

-Ahora lo verá.

Joe se quitó la chaqueta que llevaba, la puso en
el extremo del arma y se la presentó como cebo a la leona,
asomándola por la abertura. La fiera se arrojó con
furor contra aquel objeto, y Kennedy, que la aguardaba muy
preparado, le metió un balazo en el cuerpo. La leona
rodó por la escalera, rugiendo, y derribó a Joe.
Éste creía ya sentir en su cuerpo las enormes
garras del animal, cuando se oyó un segundo disparo y el
doctor Fergusson apareció en la abertura, con una escopeta
todavía humeante en la mano.

Joe se levantó con ligereza, saltó por
encima de la leona, ya rematada, y le entregó a su
señor la botella llena de agua.

Cogerla y vaciarla casi por completo fue para Fergusson
una misma cosa, y los tres viajeros, desde el fondo de su
corazón, dieron gracias a la Providencia, que tan
milagrosamente les había salvado.

XXVIII

Noche
deliciosa. – La cocina de Joe, – Disertación
sobre

la carne cruda. – Historia de James Bruce. –
Los sueños

de Joe. – El barómetro baja. –
El termómetro sube. –

Preparativos de marcha. – El
huracán

La noche fue encantadora. La pasaron bajo la fresca
sombra de las mimosas, después de una reconfortante cena
en la que no se escatimaron el té y el grog.

Kennedy había recorrido aquel pequeño
dominio en
todas direcciones, sin dejarse un solo matorral por registrar.
Los viajeros eran los únicos seres animados de aquel
paraíso terrenal; se echaron sobre sus mantas y pasaron
una noche apacible que les hizo olvidar sus pasados
dolores.

Al día siguiente, 7 de mayo, el sol brillaba con
todo su esplendor; pero sus rayos no podían atravesar la
densa cortina de sombra. Como había abundancia de
víveres, el doctor resolvió aguardar en aquel punto
un viento favorable.

Joe había trasladado allí su cocina
portátil y se entregaba a una multitud de combinaciones
culinarias, gastando el agua con despreocupada
prodigalidad.

-¡Qué extraña sucesión de
penas y placeres! -exclamó Kennedy-. ¡Tanta
abundancia después de tanta privación! ¡Tanto
lujo después de tanta miseria! ¡Cuán cerca
estuve de volverme loco!

-Amigo Dick -le dijo el doctor-, de no ser por Joe, no
estarías ahora en actitud de disertar sobre la
inestabilidad de las cosas humanas.

-¡Buen amigo! -exclamó Dick,
tendiéndole la mano a Joe.

-No tiene que agradecerme nada -respondió
éste-. Llegado el caso, señor Dick, usted
haría conmigo otro tanto, aunque prefiero que no se le
presente la ocasión.

-¡Cuán pobre es nuestra naturaleza! -repuso
Fergusson-. ¡Dejarse abatir por tan poca cosa!

-¡Por un poco de agua, señor!
¡Preciso es que sea el agua un elemento muy necesario para
la vida!

-Sin duda, Joe. Los que se ven privados de comer
resisten mucho más tiempo que los que se ven privados de
beber.

-Yo lo creo. Además, en caso necesario se come lo
que se encuentra, aunque sea a un semejante, si bien debe de ser
un alimento que deja una profunda huella en el
ánimo.

-Es una comida, sin embargo -dijo Kennedy-, a la que los
salvajes no hacen ningún asco.

-Sí, pero los salvajes son salvajes y
están acostumbrados a comer carne cruda, una costumbre que
me repugnaria.

-Tan repugnante es, en efecto -repuso el doctor-, que
nadie dio crédito a los relatos de los primeros viajeros
que vinieron a África, los cuales refirieron que muchas
tribus se alimentan de carne cruda. La generalidad negó el
hecho, lo que dio origen a una singular aventura de James
Bruce.

-Cuéntenosla, señor, ya que tenemos tiempo
para escucharle -dijo Joe, repantigándose voluptuosamente
sobre la fresca hierba.

-Con mucho gusto. james Bruce era un escocés del
condado de Stirling que, desde 1768 hasta 1772, recorrió
toda Abisinia hasta el lago Tana, en busca de las fuentes del
Nilo. Regresó después a Inglaterra, donde
no publicó sus viajes hasta
1790. Sus narraciones fueron acogidas con la mayor incredulidad,
como sin duda alguna serán acogidas las nuestras. Los
hábitos de los abisinios parecían tan diferentes de
los usos y costumbres ingleses que nadie quería creerlo.
Entre otros pormenores, James Bruce había dicho que los
pueblos del África oriental comían carne cruda.
Este hecho hizo que todo el mundo se declarase contra el viajero.
¡Podía decir lo que se le ocurriese! ¡Nadie
iría a comprobarlo! Bruce era un hombre de mucho valor y
con un genio de demonios. Las dudas le ponían de un humor
de perros. Un
día, en un salón de Edimburgo, un escocés
sacó delante de él el tema de las chanzas diarias,
y al hablar de la carne cruda declaró que tal cosa no era
ni posible ni cierta. Bruce guardó silencio. Salió
y volvió a los pocos instantes con un filete crudo,
espolvoreado con sal y pimienta, según la costumbre
africana. «Caballero -dijo el escocés-, por el mero
hecho de dudar de una cosa que yo he asegurado, me ha inferido
una gran ofensa. Creyéndola imposible, ha incurrido en
error, y para demostrárselo a los presentes se va a comer
inmediatamente este filete crudo o me dará
satisfacción por sus injurias.» El escocés
tuvo miedo y obedeció sin dejar de hacer muecas de
repugnancia. Entonces, con la mayor sangre fría, James
Bruce añadió: «Aun admitiendo, caballero, que
la cosa no sea cierta, en lo sucesivo no sostendrá que es
imposible.»

-Bien contestado -dijo Joe-. Si el escocés
cogió una indigestión, bien merecida la tuvo. Y si
al regresar a Inglaterra hay quien ponga nuestro viaje en
duda…

-¿Qué harás, Joe?

-¡Haré comer a los incrédulos los
restos del Victoria, sin sal y sin pimienta!

Y Kennedy y el doctor se rieron de la ocurrencia de Joe.
Así pasó el día en agradables
conversaciones. Con la fuerza volvía la esperanza, y con
la esperanza, la audacia. El pasado se borraba delante del
porvenir con una rapidez providencial.

Joe no hubiera querido salir nunca de aquel sitio
encantador; era el reino de sus sueños. Estaba en
él como en su casa. Se empeñó en que su
señor le diera la situación exacta del oasis, y con
mucha gravedad escribió entre sus apuntes de viaje:
150 43’ de longitud y 80 32’ de
latitud.

Kennedy no lamentaba mas que una cosa: no poder cazar en
aquel bosque en miniatura, por no haber, según él
decía, abundancia de fieras.

-Sin embargo, amigo Dick -repuso el doctor-, eres
demasiado olvidadizo. ¿Y el león y la
leona?

-¿Y qué? -dijo con el desdén que
inspira al verdadero cazador la caza ya muerta-. Pero el hecho es
que su presencia en este oasis nos permite suponer que no estamos
muy lejos de comarcas más fértiles.

-No es suficiente prueba, Dick. Semejantes animales,
acosados por el hambre o la sed, salvan con frecuencia distancias
considerables. Así es que durante la noche haremos bien en
vigilar con más atención e incluso en encender
hogueras.

-¡Hogueras con esta temperatura! -exclamó
Joe-. En fin, si es necesario, se hará. Pero, la verdad,
me causará verdadero pesar la destrucción de este
hermoso bosque que tan útil nos ha sido.

-Procuraremos no incendiarlo -respondió el
doctor-, a fin de que otros puedan hallar en él un refugio
en medio del desierto.

-Lo procuraremos, señor; pero ¿cree usted
que este oasis es conocido?

-Sin duda. Es un lugar de alto para las caravanas que
frecuentan el centro de África, y su visita podría
no gustarte, Joe.

-¿Es que por aquí también abundan
esos horribles nyam-nyam?

-Desde luego. Ése es el nombre general de todas
estas poblaciones, y, bajo el mismo clima, las mismas
razas deben de tener costumbres análogas.

-¡Qué asco! -dijo Joe-. Pero, si bien se
mira, la cosa es muy natural. Si los salvajes tuviesen los mismos
gustos que los civilizados, ¿en qué se
diferenciarían unos de otros? He aquí unos
personajes que no se hubieran hecho de rogar para zamparse el
filete del escocés y al propio escocés por
añadidura.

Después de esta reflexión tan sensata, Joe
fue a encender las hogueras para la noche, procurando escatimar
la leña todo lo posible. Afortunadamente, las precauciones
fueron inútiles, y uno tras otro cayeron en un tranquilo
sueño.

Al día siguiente el tiempo siguió sin
cambiar; se mantenía obstinadamente bueno. El globo
permanecía inmóvil, sin que la más
insignificante oscilación revelase el menor soplo de
viento.

El doctor empezaba a inquietarse de nuevo. Si el viaje
se prolongaba, los víveres serían insuficientes.
Después de haber estado próximos a sucumbir por
falta de agua, ¿se verían condenados a morir de
hambre?

Pero cobró ánimo al ver que el mercurio
bajaba muy sensiblemente en el barómetro. Había
señales evidentes de una próxima variación
atmosférica. Resolvio, por tanto, hacer los preparativos
de marcha para aprovechar la primera ocasión. La primera
medida fue llenar la caja de víveres y la de
agua.

Fergusson tuvo que restablecer a continuación el
equilibrio del aeróstato y Joe se vio obligado a
sacrificar una notable parte de su precioso mineral. Con la
salud le
habían vuelto las ideas de ambicion, y puso muy mala cara
antes de obedecer a su señor, pero este le
manifestó que no podía levantar un peso tan
considerable, y le dio a escoger entre el agua y el oro. Joe
dejó de vacilar, y echó a la arena un considerable
número de sus preciosos pedruscos.

-Para los que vengan detrás de nosotros -dijo-.
Quedarán muy asombrados al hallar la fortuna en este
sitio.

-¿Y si algún sabio viajero
-preguntó Kennedy- encuentra esos ejemplares?

-No dudes, amigo Dick, que le sorprenderá mucho y
publicará su sorpresa en numerosos volúmenes.
Algún día oiremos hablar de un maravilloso
yacimiento de cuarzo aurífero en medio de las arenas de
África.

-Y la causa de todo será Joe.

La idea de engañar tal vez a algún sabio
consoló al joven y le hizo sonreír.

Durante el resto del día el doctor aguardó
en vano una variación en la atmósfera. La
temperatura subió, y habría resultado insoportable
sin las sombras del oasis. El termómetro marcó
1490 al sol. Una verdadera lluvia de fuego atravesaba
el aire. Fue el día de más calor observado hasta
entonces.

Joe dispuso las hogueras igual que la noche anterior, y,
durante las guardias del doctor y de Kennedy, no se produjo
ningún nuevo incidente.

Pero, hacia las tres de la mañana, Joe, que era
el encargado de la vigilancia, notó que bajaba la
temperatura, que el cielo se cubría de nubes y que la
oscuridad aumentaba.

-¡Alerta! -exclamó, despertando a sus
compaiíeros-. ¡Alerta! ¡Se levanta
viento!

-¡Es una tempestad! -dijo el doctor contemplando
el cielo-. ¡Al Victoria! ¡Al
Victoria!

Tuvieron que darse prisa. El Victoria se
inclinaba bajo la fuerza del huracán y arrastraba la
barquilla, que iba surcando la arena. Si, por casualidad, hubiera
caído una parte del lastre, el globo habría partido
y toda esperanza de encontrarlo habría sido
vana.

Pero Joe, corriendo más que un galgo, detuvo la
barquilla, y el aeróstato se dobló sobre la arena
con peligro de romperse. El doctor ocupó su sitio,
encendió el soplete y arrojó el exceso de
peso.

Los viajeros miraron por última vez los
árboles del oasis, que se plegaban por efecto de la
tempestad, y luego arrastrados por un viento del este a
doscientos pies de altura, desaparecieron en la noche.

XXIX

Indicios de vegetación. – Idea
fantástica de un autor

francés. – País
magnífico. – El reino de Adamaua. – Las

exploraciones de Speke y Burton
enlazadas con las de

Barth. – Los montes Alantika. – El
río Benué. – La

ciudad de Yola. – El Bagelé. –
El monte Mendif

Desde el momento de la partida, los viajeros avanzaron
con gran rapidez, como si les faltase tiempo para abandonar aquel
desierto que tan funesto había estado a punto de
serles.

Hacia las nueve y cuarto de la mañana se
entrevieron algunos indicios de vegetación: hierbas
flotando en aquel mar de arena y que les anunciaban, como a
Cristóbal Colón, la proximidad de la tierra. Verdes
vástagos brotaban tímidamente entre pedruscos que,
a su vez, se convertirían en rocas de aquel
océano.

Ondeaban en el horizonte colinas aun poco elevadas, cuyo
perfil, difuminado por la bruma, se dibujaba vagamente. La
monotonía desaparecía.

El doctor saludaba con entusiasmo aquella nueva comarca,
y, cual vigía en un buque, estaba a punto de
gritar:

-¡Tierra, tierra!

Una hora después, el continente se ofrecia a sus
ojos con un aspecto aún salvaje, pero menos llano, menos
desnudo y con algunos árboles que se perfilaban en el
cielo ceniciento.

-¿Nos hallamos, pues, en tierra civilizada?
-preguntó el cazador.

-Según lo que entienda por civilizado,
señor Dick; de momento no veo habitantes.

-Al paso que llevamos -respondió Fergusson-, no
tardaremos en verlos.

-¿Nos encontramos aún en tierra de negros,
señor Samuel?

-Sí, Joe, mientras no lleguemos al país de
los árabes.

-¿Árabes, señor? ¿Verdaderos
árabes con sus camellos?

-No, sin camellos. Los camellos son raros, por no decir
desconocidos, en estas comarcas. Para encontrarlos es preciso
subir unos grados al norte.

-¡Qué fastidio!

-¿Por qué, Joe?

-Porque, si tuviésemos viento contrario, los
camellos podrían sernos útiles.

-¿ Cómo?

-Es una idea que se me ocurre, señor.
Podríamos engancharlos a la barquilla y hacer que la
remolcaran.

-¿Qué le parece?

-No eres el primero, Joe, a quien se le ha ocurrido la
idea. Ha sido explotada, aunque es verdad que en una novela, por un
autor francés muy ingenioso. Unos viajeros montan en un
globo tirado por camellos, a quienes devora un león, el
cual se coloca en su puesto y arrastra a su vez, y así
sucesivamente. Ya ves que todo eso no es más que pura
fantasía y nada tiene en común con nuestro género de
locomoción.

Joe, algo humillado al pensar que su idea ya
había sido utilizada, estuvo devanándose los sesos
para averiguar qué animal pudo devorar al león, y,
no encontrándolo, se dedicó a examinar el
país.

Bajo su mirada se extendía un lago de mediana
extensión, con un anfiteatro de colinas que aún no
tenían derecho a llamarse montañas. Allí
serpenteaban valles numerosos y fecundos, e intrincadas selvas
con gran variedad de árboles. El palmito dominaba aquella
masa, con sus hojas de quince pies de longitud y sus tallos
erizados de agudas espinas; el bombax transmitía al viento
el fino vello de sus semillas; los intensos perfumes del pendano,
ese kenda de los árabes, impregnaban el aire hasta
la zona que atravesaba el Victoria, el papayo de hojas
palmeadas, la esterculiácea que produce la nuez de
Sudán, el baobab y los bananos completaban aquella flora
lujuriante de las regiones intertropicales.

-El país es soberbio -dijo el doctor.

-Ahí hay animales -dijo Joe-. No estarán
lejos los hombres.

-¡Magníficos elefantes! -exclamó
Kennedy-. ¿No habría medio de cazar un
poco?

-¿Cómo quieres que nos detengamos, amigo
Dick, con una corriente tan violenta? Sufre un poco el suplicio
de Tántalo. Ya te desquitarás más
adelante.

Motivos había, en efecto, para excitar la
imaginacion de un cazador, así es que el corazón de
Dick palpitaba con fuerza y sus dedos se crispaban sobre la
culata de su Purdey.

La fauna de aquel
país estaba a la altura de su flora. El toro salvaje se
revolcaba en una hierba espesa bajo la cual desaparecía
enteramente. Elefantes de la mayor talla, grises, negros o
amarillos, pasaban como un tifón tempestuoso por los
poblados bosques, rompiendo, golpeando, saqueando, dejando tras
de sí una huella de devastación. Por las verdes
laderas de las colinas fluían cascadas y arroyos, formando
espaciosas charcas donde los hipopótamos se bañaban
con mucho estrépito, y manatíes de doce pies de
longitud y de cuerpo pisciforme se exhibían en las
orillas, dirigiendo al cielo sus redondos pechos henchidos de
leche.

Era un extraño zoológico en un maravilloso
jardín botánico, donde innumerables pájaros
de mil colores brillaban entre las plantas
arborescentes.

Por aquella prodigalidad de la naturaleza, el doctor
reconoció el soberbio reino de Adamaua.

-Seguimos las huellas de los descubrimientos modernos
-dijo-. He recuperado la pista interrumpida de los viajeros, lo
que es, amigos mios, una feliz fatalidad. Podremos enlazar los
trabajos de los capitanes Burton y Speke con las exploraciones
del doctor Barth. Hemos dejado a los viajeros ingleses para
encontrar a un hamburgués, y no tardaremos en llegar al
punto extremo alcanzado por este atrevido sabio.

-Me parece -dijo Kennedy-, a juzgar por el espacio que
hemos recorrido, que entre las dos exploraciones hay una
extensión de país muy considerable.

-Es cosa fácil de calcular; coge el mapa y mira
cuál es la longitud de la punta meridional del lago
Ukereue alcanzada por Speke.

-Se encuentra aproximadamente a treinta y siete grados
-dijo Kennedy.

-Y la ciudad de Yola, cuya situación fijaremos
esta noche y a la que llegó Barth, ¿a
cuántos grados se encuentra?

-A unos doce grados de longitud.

-Son, pues, veinticinco grados; a sesenta millas cada
uno hacen un total de mil quinientas millas.

-Un agradable paseíto para hacerlo a pie -dijo
Joe.

-Se dará, sin embargo, ese paseo. Livingstone y
Moffat siguen subiendo hacia el interior; el Nyassa, descubierto
por ellos, no está muy lejos del lago Tanganica,
reconocido por Burton, y, antes de que concluya el siglo
presente, estas comarcas inmensas serán indudablemente
exploradas. Pero -añadió el doctor, consultando su
brújula
siento que el viento nos empuje tan al oeste; yo hubiera querido
remontar hacia el norte.

Después de doce horas de marcha, el
Victoria se encontró en los confines de la
Nigricia. Los primeros habitantes de aquella tierra,
árabes chouas, apacentaban sus rebaños
nómadas. Las inmensas cumbres de los montes Alantika
pasaban por encima del horizonte. Sus montañas, que hasta
ahora no ha pisado ningun pie europeo, tienen una altura que se
calcula en mil trescientas toesas. Su pendiente occidental
determina el curso de todas las aguas de aquella parte de
África hacia el océano; son las montañas de
la Luna de aquella región.

A la vista de los viajeros apareció, al fin, un
verdadero río, y por los inmensos hormigueros que lo
rodeaban, el doctor reconoció el Benué, uno de los
grandes afluentes del Níger, llamado por los
indígenas la «fuente de las aguas».

-Este río -dijo el doctor a sus
compañeros- se convertirá con el tiempo en la
vía natural de comunicación con el interior de la
Nigricia. El vapor Pléyade, bajo el mando de uno de
nuestros bravos capitanes, ya lo ha remontado hasta la ciudad de
Yola. De manera que, como veis, nos encontramos en tierras
conocidas.

Numerosos esclavos se ocupaban de los trabajos del
campo; cultivaban sorgo, una especie de mijo que constituye la
base de su alimentación. Las más
estúpidas muestras de asombro se sucedían al paso
del Victoria, que pasaba como un meteoro. Al anochecer, el
globo se detuvo a cuarenta millas de Yola, y ante él,
aunque a lo lejos, se alzaban los dos conos puntiagudos del monte
Mendif.

El doctor mandó echar las anclas, que quedaron
enganchadas en la copa de un árbol elevado. Pero un viento
muy recio azotaba al Victoria hasta el punto de tumbarlo,
y algunas veces la posición de la barquilla resultaba
sumamente peligrosa. Fergusson no cerró los ojos en toda
la noche, y con frecuencia estuvo a punto de cortar el cable y
huir de la tormenta. Por último, la temperatura
calmó y las oscilaciones del aeróstato ya nada
tuvieron de alarmante.

Al día siguiente, el viento fue más
moderado, pero alejaba a los viajeros de la ciudad de Yola, la
cual, reconstruida por los fuhlahs excitaba la curiosidad de
Fergusson; sin embargo, fue preciso elevarse hacia el norte e
incluso un poco hacia el este.

Kennedy propuso hacer un alto en aquel territorio de
caza; Joe, por su parte, afirmaba que la necesidad de carne
fresca se dejaba sentir; pero las costumbres salvajes de aquel
país, la actitud de la población y algunos disparos dirigidos al
Victoria obligaron al doctor a proseguir el viaje.
Atravesaban una comarca, escenario de matanzas y de incendios, en
que los combates son incesantes y los sultanes se juegan un reino
entre las más atroces carnicerías.

Numerosas y pobladas aldeas se extendían entre
inmensos prados, cuya espesa hierba estaba sembrada de violetas;
las chozas, semejantes a gigantescas colmenas, se refugiaban
detrás de espinosos setos. Kennedy comentó varias
veces que las agrestes laderas de las colinas recordaban los
glen de las altas tierras de Escocia.

Pese a todos sus esfuerzos por seguir otro rumbo, el
doctor iba derecho al nordeste, hacia el monte Mendif, que
desaparecía entre las nubes. Las altas cumbres de aquellas
montañas separan la cuenca del Níger de la cuenca
del lago Chad.

No tardó en aparecer el Bagelé, con sus
dieciocho aldeas a su alrededor, corno una multitud de niños
en torno a su madre.
El espectáculo era magnífico para unas miradas que
dominaban y abarcaban todo el conjunto. Las laderas estaban
cubiertas de campos de arroz y de cacahuetes.

A las tres, el Victoria se hallaba frente al
monte Mendif. No habiéndolo podido evitar, era menester
traspasarlo. El doctor, aumentando ciento ochenta grados la
temperatura, dio al globo una fuerza ascensional de cerca de mil
seiscientas libras; éste se elevó a más de
ocho mil pies. Fue la mayor elevación obtenida durante el
viaje; la temperatura bajó de tal modo que el doctor y sus
compañeros tuvieron que recurrir a las mantas.

Fergusson se dio prisa en bajar, ya que el envoltorio
del aeróstato amenazaba romperse. Tuvo, sin embargo,
suficiente tiempo para comprobar el origen volcánico de la
montaña, cuyos cráteres apagados no son más
que profundos abismos. Grandes aglomeraciones de excrementos de
aves daban a
las lomas del Mendif la apariencia de rocas calizas, bastando
aquellas aglomeraciones para abonar las tierras de todo el Reino
Unido.

A las cinco, el Victoria, a resguardo de los
vientos del sur, seguía con lentitud las pendientes de la
montaña y se detenía en un inmenso raso separado de
todo lugar habitado. Apenas llegó a tierra, se tomaron las
debidas precauciones para sujetarlo, y Kennedy, escopeta en mano,
se dirigió hacia la llanura inclinada. No tardó en
volver con media docena de ánades y una especie de chocha
que Joe condimentó lo mejor que pudo. La cena fue
agradable y la noche transcurrió en una gran
calma.

XXX

Mosfeya. – El jeque. – Denham, Clapperton y
Oudney.

– Vogel. – La capital de
Loggum. – Toole. – Calma

sobre Kernak. – El gobernador y su
corte. – El ataque.

– Las palomas
incendiarias

Al día siguiente, de mayo, el Victoria
reemprendió su azaroso viaje. Los viajeros tenían
puesta en él la misma confianza que un marino en su
buque.

Huracanes terribles, calores tropicales, ascensiones
peligrosas y descensos más peligrosos aún, todo lo
había resistido. Se podría decir que Fergusson lo
guiaba con un gesto; de modo que, pese a no conocer el punto
definitivo de su llegada, el doctor no dudaba del buen éxito
de su viaje. Pero, en aquel país de bárbaros y
fanáticos, la prudencia le obligaba a tomar las más
severas precauciones, por lo que recomendó a sus
companeros que estuviesen siempre ojo avizor, vigilándolo
todo a todas horas.

El viento conducía un poco más hacia el
norte, y alrededor de las nueve entrevieron la gran ciudad de
Mosfeya, edificada en una eminencia encajonada entre dos altas
montañas. Inexpugnable por su posición, no se
podía penetrar en ella sino por un camino angosto entre un
pantano y un bosque.

En aquel momento, un jeque acompañado de una
escolta a caballo, vestido con ropajes de vivos colores, y
precedido de trompeteros y batidores que separaban las armas del camino,
entraba orgullosamente en la ciudad.

El doctor descendió para contemplar más de
cerca a aquellos indígenas, pero, a medida que el globo
aumentaba de tamaño a sus ojos, se fueron multiplicando
sus ademanes de profundo terror, y no tardaron en desfilar con
toda la velocidad que les permitían sus piernas o las
patas de sus caballos.

El jeque fue el único que permaneció
inmóvil. Cogió su largo mosquete, lo
amartilló y aguardó resueltamente. El doctor se
acercó a él a menos de quince pies y, con toda la
fuerza de sus pulmones, le saludó en árabe. Al
oír aquellas palabras bajadas del cielo, el jeque se
apeó y se prosternó sobre el polvo del camino, y el
doctor no pudo distraerle de su adoración.

-Es imposible -dijo- que esas gentes no nos tomen por
seres sobrenaturales, puesto que cuando vieron a los primeros
europeos creyeron que pertenecían a una raza sobrehumana.
Y cuando este jeque hable de su encuentro con nosotros, no
dejará de exagerar el hecho con todos los recursos de una
imaginación árabe. Juzgad, pues, lo que las
leyendas
dirán algún día acerca de
nosotros.

-Bajo el punto de vista de la civilización
-respondió el cazador-, sería preferible pasar por
simples mortales; eso daría a estos negros una idea muy
distinta del poder europeo.

-Estamos de acuerdo, amigo Dick; pero ¿qué
podemos hacer? Por más que les explicases a los sabios del
país el mecanismo de un aeróstato, se
quedarían en ayunas y continuarían
atribuyéndolo a una intervención
sobrenatural.

-Señor -preguntó Joe-, ha hablado de los
primeros europeos que exploraron este país, ¿puede
decirnos quiénes fueron?

-Querido muchacho, nos hallamos precisamente en la ruta
del mayor Denham, que fue recibido en Mosfeya por el
sultán de Mandara. Había salido de Bornu,
acompañaba al jeque a una expedición contra los
fellatahs y asistió al ataque de la ciudad, que con sus
flechas resistió denodadamente a las balas árabes y
obligó a huir a las tropas del jeque. Todo eso no era mas
que un pretexto para cometer asesinatos, robos y razzias.
Despojaron al mayor de sus pertenencias y lo dejaron desnudo, y
de no ser por un caballo bajo el vientre del cual se escondio y
que le permitió huir a todo escape gracias a su
desenfrenado galope, jamás hubiera regresado a Kuka, la
capital de Bornu.

-Pero ¿quién era ese mayor
Denham?

-Un intrépido inglés
que, desde 1822 hasta 1824, estuvo al mando de una
expedición en Bornu, en compañía del
capitán Clapperton y del doctor Oudney. Partieron de
Trípoli en marzo, llegaron a Murzuk, la capital del
Fezzán, y, siguiendo el camino que más adelante
tomaría el doctor Barth para regresar a Europa, llegaron
a Kuka, cerca del lago Chad, el 16 de febrero de 1823. Denham
llevó a cabo varias exploraciones en Bornu, en el Mandara
y en las orillas orientales del lago; durante ese tiempo, el 15
de diciembre de 1823 el capitán Clapperton y el doctor
Oudney penetraron en Sudán hasta Sackatu, muriendo Oudney
de fatiga y agotamiento en la ciudad de Murmur.

-Según veo -dijo Kennedy-, esta parte de
África también ha pagado a la ciencia su
correspondiente tributo de víctimas.

-Sí, esta comarca es fatal. Marchamos
directamente hacia el reino de Baguirmi, que en 1856 Vogel
atravesó para penetrar en Wadai, donde desapareció.
Era un joven de veintitres años, que había sido
enviado para cooperar en los trabajos del doctor Barth; se
encontraron los dos el 1 de diciembre de 1854; luego Vogel
empezó las exploraciones del país y, hacia 1856,
anunció en sus últimas cartas su
intención de reconocer el reino de Wadai, en el cual no
había penetrado aún ningún europeo; parece
que llegó hasta Wara, la capital, donde, según
unos, cayó prisionero, y, según otros, fue
condenado a muerte y ejecutado por haber intentado subir a una
montaña sagrada de las inmediaciones. Pero no se debe
admitir con ligereza la noticia de la muerte de
los viajeros, ya que ello dispensa de buscarlos.
¡Cuántas veces ha circulado oficialmente la noticia
del fallecimiento del doctor Barth, cosa que a menudo le ha
causado una legítima irritación! Es muy posible,
pues, que Vogel se encuentre retenido por el sultán de
Wadai, el cual tal vez exija un rescate. El barón de
Nelmans se puso en marcha hacia Wadai, pero murió en El
Cairo en 1855. Ahora sabemos que De Heuglin, con la
expedición enviada de Leipzig, sigue el rastro de Vogel, y
es de esperar que pronto conozcamos de una manera positiva el
paradero de este joven e interesante viajero.

Mosfeya había desaparecido del horizonte
hacía tiempo. El Mandara desplegaba bajo las miradas de
los aeronautas su asombrosa fertilidad, con sus bosques de
acacias, sus árboles de rojas flores y las plantas
herbáceas de sus campos de algodón
y de índigo. El Chari, que desagua en el Chad, ochenta
millas más alla, corria impetuosamente.

El doctor mostró a sus companeros el curso del
río en los mapas de
Barth.

-Ya veis –dijo- que los trabajos de este sabio son de
una precisión suma. Nosotros marchamos en línea
recta hacia el distrito de Loggum, tal vez hacia su capital,
Kernak, que es donde murió el pobre Toole, joven
inglés de veintidós años. Era abanderado en
el 800 regimiento y hacía algunas semanas que
se había unido al mayor Denham en África, donde no
tardó en hallar la muerte. ¡Bien puede llamarse a
esta inmensa comarca el cementerio de los europeos!

Algunas canoas de cincuenta pies de longitud
descendían el curso del Chari. El Victoria, a mil
pies de tierra, llamaba poco la atención de los indigenas;
pero el viento, que hasta entonces había soplado con
bastante fuerza, tendía a disminuir.

-¿Vamos a sufrir otra nueva calma chicha?
-preguntó el doctor.

-¿Qué nos importa, señor? Ahora no
hemos de temer ni la falta de agua ni el desierto.

-No, pero hemos de temer a las tribus, que son
aún peores.

-He aquí -dijo Joe- algo que parece una
ciudad.

-Es Kernak, a donde nos llevan las últimas
bocanadas de viento. Podremos, si nos conviene, sacar un plano
con toda exactitud.

-¿No nos acercaremos? -preguntó
Kennedy.

-Nada más fácil, Dick. Estamos justo
encima de la ciudad. Permíteme cerrar un poco la espita
del soplete y no tardaremos en bajar.

Media hora después, el Victoria se
mantenía inmóvil a doscientos pies de
tierra.

-Más cerca estamos de Kernak -dijo el doctor- que
lo estaría de Londres un hombre encaramado en la esfera
que corona la cúpula de San Pablo. Podemos examinar la
ciudad a gusto.

-¿Qué ruido de mazos es ese que se oye por
todas partes?

Joe miró con atención y vio que el ruido
era producido por un considerable número de tejedores, que
golpeaban al aire libre sus telas extendidas sobre gruesos
troncos de árbol.

La capital de Loggum se dejaba abarcar toda entera por
las miradas de los viajeros, como si fuese un plano. Era una
verdadera ciudad, con casas alineadas y calles bastante anchas.
En medio de una gran plaza había un mercado de
esclavos que atraía a muchos compradores, pues los
mandarenses, de manos y pies sumamente pequeños, van muy
buscados y se colocan ventajosamente.

A la vista del Victoria se produjo el efecto de
costumbre. Primero gritos y después un profundo asombro.
Se abandonaron los negocios, se
suspendieron los trabajos, cesaron todos los ruidos. Los viajeros
permanecían inmóviles y no se perdían ni un
detalle de la populosa ciudad. Descendieron hasta sesenta pies
del suelo.

Entonces el gobernador de Loggum salió de su
morada, desplegando su estandarte verde y acompañado de
músicos, que soplaban en roncos cuernos de búfalo
con fuerza suficiente para destrozar los tímpanos. La
muchedumbre se agolpó a su alrededor y el doctor Fergusson
quiso hacerse comprender, pero no pudo conseguirlo.

Aquellos indígenas de frente alta, cabellos
ensortijados y nariz casi aguileña parecían altivos
e inteligentes, pero la presencia del Victoria les turbaba
de manera singular. Se veían jinetes corriendo en
distintas direcciones, y pronto fue evidente que las tropas del
gobernador se reunían para combatir a tan extraordinario
enemigo. En vano desplegó Joe, para calmar la
efervescencia, pañuelos de todos los colores. No obtuvo
resultado alguno.

El jeque, sin embargo, rodeado de su corte,
reclamó silencio y pronunció un discurso del
cual el doctor no pudo entender una palabra; era árabe
mezclado con baguirmi. El doctor reconoció, por la lengua
universal de los gestos, que se le invitaba a marcharse cuanto
antes, cosa que no podía hacer, pese a sus deseos, por
falta de viento. Su inmovilidad exasperó al gobernador,
cuyos cortesanos comenzaron a aullar para obligar al monstruo a
alejarse de allí.

Aquellos cortesanos eran personajes muy singulares.
Llevaban la friolera de cinco o seis camisas de diferentes
colores y tenían vientres enormes, algunos de los cuales
parecían postizos. El doctor asombró a sus
compañeros al decir que aquélla era su manera de
halagar al sultán. La redondez del abdomen indicaba la
ambición de la persona. Aquellos
hombres gordos gesticulaban y gritaban, principalmente uno de
ellos, que forzosamente había de ser primer ministro, si
la obesidad
encontraba su recompensa en la Tierra. La muchedumbre unía
sus aullidos a los gritos de los cortesanos, repitiendo como
monos sus gesticulaciones, lo que producía un movimiento
único e instantáneo de diez mil brazos.

A estos medios de
intimidación, que se juzgaron insuficientes, se
añadieron otros más temibles. Soldados armados de
arcos y flechas formaron en orden de batalla, pero el
Victoria ya se hinchaba y se ponía tranquilamente
fuera de su alcance. El gobernador, cogiendo entonces un
mosquete, apuntó hacia el globo. Pero Kennedy le vigilaba
y con una bala de su carabina rompió el arma en la mano
del jeque.

A este golpe inesperado sucedió una desbandada
general. Todos se metieron precipitadamente en sus casas y
durante el resto del día la ciudad quedó
absolutamente desierta.

Vino la noche. No hacía nada de viento. Preciso
fue a los viajeros resolverse a permanecer inmóviles a
trescientos pies de tierra. Ni una luz brillaba en la oscuridad,
y reinaba un silencio sepulcral. El doctor redobló su
prudencia, porque aquella calma podía ser muy bien una
estratagema.

Razón tuvo Fergusson en vigilar. Hacia
medianoche, toda la ciudad pareció arder. Centenares de
líneas de fuego se cruzaban como cohetes, formando
una red de
llamas.

-¡Cosa singular! -exclamó el
doctor.

-Lo más singular es -replicó Kennedy- que
las llamas suben y se acercan a nosotros.

En efecto, acompañada de un griterío
espantoso y descargas de mosquetes, aquella masa de fuego
subía hacia el Victoria. Joe se preparó para
arrojar lastres. Fergusson encontró muy pronto la
explicación del fenómeno.

Millares de palomas con la cola provista de materias
inflamables habían sido lanzadas contra el
Victoria. Asustadas, las pobres aves subían,
trazando en la atmósfera zigzagues de fuego. Kennedy
descargó contra ellas todas sus armas, pero nada
podían contra un ejército tan numeroso. Las palomas
ya revoloteaban alrededor de la barquilla y del globo, cuyas
paredes, reflejando su luz, parecían envueltas en una
red de
llamas.

El doctor no vaciló y, arrojando un fragmento de
cuarzo, se puso fuera del alcance de tan peligrosas aves. Por
espacio de dos horas se las vio desde la barquilla corriendo
azoradas en distintas direcciones, pero poco a poco fue
disminuyendo su número y, por último,
desaparecieron todas entre las sombras de la noche.

-Ahora podemos dormir tranquilos -declaró el
doctor.

-¡Para ser obra de salvajes -exclamó Joe-,
el ardid no es poco ingenioso!

-Sí, suelen utilizar palomas incendiarias para
prender fuego a las chozas de las aldeas; pero nuestra aldea
vuela más alto que sus palomas.

-Está visto que un globo no tiene enemigos que
temer -dijo Kennedy.

-Sí los tiene -replicó el
doctor.

-¿ Cuáles?

-Los imprudentes que lleva en su barquilla. Así
que, amigos míos, vigilancia y más vigilancia,
siempre y por doquier.

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