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Julio Verne – Cinco semanas en globo (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

Partes: 1, , 3, 4, 5, 6, 7

Habían avanzado una milla con suma rapidez,
cuando partió de la barquilla otro tiro que derribó
a uno de aquellos demonios que se encaramaba por la cuerda del
ancla. Un cuerpo sin vida cayó de rama en rama y
quedó colgado a veinte pies del suelo, con las
piernas y los brazos extendidos.

-¿Por dónde diablos se sostiene ese
bárbaro? -exclamó Joe.

-¿Qué nos importa? -respondió
Kennedy-. ¡Corramos! ¡Corramos!

-¡Ah, señor Kennedy! -exclamó Joe,
sin poder contener
la risa-. ¡Por el rabo! ¡Es un mono! ¡Un asalto
de monos!

-Mejor, más vale que sean monos que hombres
-replicó Kennedy, precipitándose hacia el grupo
vociferante.

Era una manada de cinocéfalos bastante temibles,
feroces y brutales, con un hocico de perro que les daba un
aspecto repugnante. Sin embargo, unos cuantos tiros bastaron para
obligarles a abandonar el campo de batalla, donde dejaron no
pocos cadáveres.

Kennedy se encaramó por la escala. Joe
subió al sicomoro, desenganchó el ancla y
subió a la barquilla sin dificultad. Algunos minutos
después, el Victoria volvió a remontarse y
se dirigía hacia el este a impulsos de un viento
moderado.

-¡Vaya un asalto! -exclamó Joe.

-Creíamos que estabas rodeado de
indígenas.

-Afortunadamente, no eran más que monos
-respondió el doctor.

~De lejos, la diferencia no es grande, amigo
Samuel.

-Ni de cerca tampoco -replicó Joe.

-De cualquier modo -repuso Fergusson-, este ataque de
monos podía haber tenido funestas consecuencias. Si, con
sus repetidos tirones llegan a desenganchar el ancla, no
sé adónde me hubiera llevado el viento.

-¿No se lo decía yo, señor
Kennedy?

-Tenías razón, Joe; pero, aun
teniéndola, en aquel momento estabas asando unas chuletas
de antilope cuya visión me abría el
apetito.

-Lo creo -respondió el doctor-. La carne de
antílope es exquisita.

-Ahora la probaremos señor; la mesa está
puesta.

-En verdad -dijo el cazador- que estas lonchas de venado
echan un humillo montaraz nada desdeñable.

-¡Ya lo creo! -respondió Joe con la boca
llena-. Yo me comprometería a no comer mas que
antílope todos los días de mi vida, con tal que no
me faltase un buen vaso de grog para digerirlo más
fácilmente.

Joe preparó la codiciada pócima y los tres
la paladearon con recogimiento.

-La cosa marcha -dijo.

-A pedir de boca -respondió Kennedy.

-¿Qué tal, señor Dick?
¿Siente habernos acompañado?

-¿Quién hubiera sido capaz de
impedírmelo? -respondió el cazador
resueltamente.

Eran las cuatro de la tarde. El Victoria
encontró una corriente más rápida. El
terreno se elevaba insensiblemente, y muy pronto la columna
barométrica indicó una altura de mil quinientos
pies sobre el nivel del mar. El doctor se vio entonces obligado a
sostener el aeróstato mediante una dilatación de
gas bastante
fuerte, y el soplete funcionaba incesantemente.

Hacia las siete, el Victoria planeaba sobre la
cuenca de Kanyemé. El doctor reconoció al momento
aquel vasto desmonte de seis millas de extensión, con sus
aldeas ocultas entre baobabs y güiras. Allí se
encuentra la residencia de uno de los sultanes del país de
Ugogo, donde la civilización está menos atrasada y
se comercia rara vez con carne humana; sin embargo, hombres y
animales viven
juntos en chozas redondas sin armazón de madera, que
parecen haces de heno.

Después de Kanyemé, el terreno se vuelve
árido y pedregoso; pero a una hora de distancia, cerca de
Mdaburu, hay un valle fértil donde la vegetación recobra todo su vigor. El viento
cesó al anochecer, y la atmósfera
pareció dormirse. El doctor buscó en vano una
corriente a diferentes alturas; al constatar la calma de la
naturaleza,
resolvió pasar la noche en el aire y, para
mayor seguridad, se
elevó unos mil pies. El Victoria permanecía
inmóvil, y la noche, magníficamente estrellada,
cayó en silencio.

Dick y Joe se tumbaron en su apacible cama y se sumieron
en un profundo sueño durante la guardia del doctor, que
fue reemplazado por el escocés a medianoche.

-Si se produce cualquier incidente -le dijo a Dick-,
despiértame y, sobre todo, no pierdas de vista el
barómetro. El barómetro es nuestra brújula.

La noche fue fría; llegó a haber
270 de diferencia con la temperatura
del día. Con las tinieblas había empezado el
concierto nocturno de los animales, a quienes la sed y el hambre
obligaban a abandonar sus guaridas. Se oyo la voz de soprano de
las ranas, acompañada de los aullidos de los chacales,
mientras que los imponentes graves de los leones sostenían
los acordes de aquella orquesta viviente.

Por la mañana, al volver a su puesto, el doctor
Fergusson consultó la brújula, y observó que
durante la noche había variado la dirección del viento. Hacía cosa de
dos horas que el Victoría derivaba unas treinta
millas hacia el noreste. Pasaba por encima de Mabunguru,
país pedregoso, sembrado de bloques de sienita bellamente
pulida y de gibosos montículos; masas cónicas,
análogas a los peñascos de Karnak, erizaban el
terreno cual dólmenes druídicos; numerosas
osamentas de búfalos y elefantes salpicaban el suelo de
blanco, y, exceptuando la parte del este, en que se levantaban
profundos bosques bajo los cuales se ocultaban algunas aldeas,
había pocos árboles.

Hacia las siete, una roca esférica, que
tendría dos millas de extensión, apareció
como inmensa concha de galápago.

-Vamos bien encaminados -dijo el doctor Fergusson-.
Allí está Jihoue-la-Mkoa, donde nos detendremos un
rato. Quiero renovar la provisión de agua necesaria
para alimentar el soplete. Busquemos un sitio donde
agarrarnos.

-Pocos árboles hay -respondió el
cazador.

-Probemos. Joe, echa las anclas.

El globo, perdiendo poco a poco su fuerza
ascensional, se acercó a tierra; las
anclas corrieron hasta que una de ellas hincó una
uña en la hendidura de una roca, y el Victoria
quedó sujeto.

No se crea que el doctor, durante las paradas, pudo
apagar completamente el soplete. El equilibrio del
globo había sido calculado al nivel del mar, y como el
terreno se elevaba sin cesar, al hallarse a una altura de
seiscientos o setecientos pies, el globo habría tenido una
tendencia a descender más abajo que el propio suelo; por
eso era preciso sostenerlo mediante una dilatación del
gas. Sólo en el caso de que, en ausencia total de viento,
el doctor hubiera dejado la barquilla descansar en el suelo, el
aeróstato, libre de un peso considerable, se habría
mantenido en el aire sin ayuda del soplete.

Los mapas indicaban
vastas cienagas en la vertiente occidental de Jihoue-la-Mkoa. Joe
se dirigió allí solo con un barril que
podría contener unos diez galones; encontró sin
trabajo el
punto indicado, no lejos de un poblado desierto, hizo su
provision de agua y en menos de tres cuartos de hora estuvo ya de
vuelta. No había visto nada de particular, aparte de
enormes trampas para cazar elefantes; incluso estuvo a punto de
caer en una de ellas, en la que yacía un esqueleto medio
roído.

Trajo de su excursion una especie de nísperos que
los monos comían ávidamente. El doctor
reconoció el fruto del mbenbú, árbol
que abunda en la parte occidental de Jihoue-la-Mkoa. Fergusson
aguardaba a Joe con cierta impaciencia, porque en aquella tierra
inhospitalaria una detención, por breve que fuese, le
inspiraba siempre zozobra.

El agua fue embarcada sin dificultad, pues la barquilla
descendió casi al nivel del suelo; Joe, tras desenganchar
el ancla, subió con presteza junto a su señor. En
cuanto éste reavivó la llama, el Victoria
reemprendió su ruta por los aires.

Se hallaba entonces a unas cien millas de Kazeh,
importante establecimiento del interior de África, donde,
gracias a una corriente del sureste, podían prometerse los
viajeros llegar durante aquel día. Avanzaban a una
velocidad de
catorce millas por hora. La conducción del
aeróstato se hizo entonces bastante difícil; no era
posible elevarse a gran altura sin dilatar excesivamente el gas,
porque el terreno se hallaba ya a una altura media de tres mil
pies. El doctor prefería, en la medida de lo posible, no
forzar su dilatación, por lo que siguió muy
hábilmente las sinuosidades de una pendiente bastante
empinada, y pasó casi rozando las aldeas de Thembo y de
Tura-Wels. Esta última forma parte del Unyamwezy,
magnífica comarca donde los árboles alcanzan las
más colosales dimensiones, especialmente los cactos, que
son gigantescos.

Hacia las dos, con un tiempo
magnífico, bajo un sol ardiente que devoraba la menor
corriente de aire, el Victoria planeaba sobre la ciudad de
Kazeh, situada a trescientas cincuenta millas de la
costa.

-Partimos de Zanzíbar a las nueve de la
mañana -dijo el doctor Fergusson, consultando sus notas-,
y en dos días de travesía hemos recorrido
más de quinientas millas geográficas. ¡Los
capitanes Burton y Speke invirtieron cuatro meses y medio en
hacer el mismo camino!

 

XV

-Kazeb.
– El mercado
bullicioso. – Aparición del

Victoria. – Los waganga. – Los hijos
de la Luna. –

Paseo del doctor. – Población. – El tembé real. –
Las

mujeres del sultán. – Una
borrachera real. – Joe,

adorado. – Cómo se baila en la
Luna. – Peripecia. –

Dos lunas en el firmamento. –
Inestabilidad de las

grandezas divinas

Hablando con propiedad,
Kazeh, punto importante del África central, no es una
ciudad; a decir verdad, en el interior no hay ciudades. Kazeh no
es mas que un conjunto de seis vastas excavaciones, repleto de
barracas y chozas con patios y huertecillos cuidadosamente
cultivados; allí crecen cebollas, patatas, berenjenas,
calabazas y setas de un sabor delicioso.

El Unyamwezy es la tierra de
la Luna por excelencia, el fértil y espléndido
jardín de África. En el centro se encuentra el
distrito de Unyanembé, deliciosa comarca donde viven
perezosamente algunas familias de omaníes, que son arabes
de origen muy puro.

Durante mucho tiempo se dedicaron al comercio en el
interior de África y en Arabia; traficaban en gomas,
marfil, telas de algodón
y esclavos; sus caravanas surcaban aquellas regiones
ecuatoriales, y aún van a buscar a la costa objetos de
lujo y de placer para mercaderes ricos, los cuales, rodeados de
mujeres y criados, llevan en aquella encantadora comarca la
existencia menos agitada y más horizontal posible, siempre
tumbados, riendo, fumando o durmiendo.

Alrededor de esas excavaciones, numerosas barracas de
indígenas, grandes extensiones para los mercados, campos
de cannabis y de datura, hermosos árboles y frescas
sombras: eso es Kazeh.

Es el punto de cita general de las caravanas: las del
sur, con sus esclavos y cargamentos de marfil, y las del oeste,
que exportan algodón y abalorios a las tribus de los
Grandes Lagos.

Así es que en los mercados reina una
agitación perpetua, una algarabía indescriptible
donde se mezclan gritos de vendedores ambulantes mestizos,
ruido de
tambores y cornetas, relinchos de mulos, rebuznos de asnos,
cantos de mujeres, chillidos de chiquillos y golpes de vara del
imadar, que en aquella sinfonía pastoral es quien
marca el
compás.

Allí se exhiben desordenadamente, o, por mejor
decir, con un desorden encantador, telas vistosas, sartas de
abalorios, objetos de marfil, dientes de rinoceronte y de
tiburón, algodón, miel, tabaco;
allí se llevan a cabo las más extravagantes
transacciones mercantiles, en las que cada objeto sólo
tiene valor en
función
de los deseos que excita.

De repente, aquella agitación, aquel movimiento,
aquel ruido cesaron como por encanto. El Victoria acababa
de aparecer en el aire; planeaba majestuosamente y
descendía poco a poco, sin desviarse de la vertical.
Hombres, mujeres, niños,
esclavos, mercaderes, árabes y negros, todos
desaparecieron, agazapándose más que deprisa en los
tembés y las chozas.

-Amigo Samuel -dijo Kennedy-, si seguimos causando el
mismo efecto en todas partes, trabajo nos ha de costar establecer
con estas gentes relaciones mercantiles.

-Sin embargo -dijo Joe-, podríamos realizar una
operación comercial muy sencilla. Consistiría en
bajar tranquilamente y cargar con las mercancías de
más valor, sin cuidarnos de entrar en tratos con los
vendedores. Nos haríamos ricos.

-¡Sí! -replicó el doctor-. Pero esos
indígenas, pasado el primer sobresalto, no tardarán
en volver, movidos por su superstición o su
curiosidad.

-¿Usted cree, señor?

-Pronto lo veremos. Por si acaso, será una medida
prudente no acercarse demasiado a ellos. El Victoria no es
un globo blindado ni acorazado; por lo tanto, no está a
salvo de balas y flechas.

-¿Piensas, amigo Samuel, entrar en tratos con
esos africanos?

~¿Por qué no, si se puede?
-respondió el doctor-. En Kazeh debe de haber mercaderes
árabes más instruidos y menos salvajes. Recuerdo
que Burton y Speke no tenían bastante boca para alabar la
hospitalidad de los habitantes de este pueblo. Podemos, pues,
intentarlo.

El Victoria, tras haberse acercado poco a poco a
tierra, enganchó una de sus anclas en la copa de un
árbol, cerca de la plaza del mercado.

En aquel momento toda la población salía
de sus madrigueras, asomando la cabeza con circunspeccion. Varios
waganga, a quienes se reconocia por sus insignias de conchas
conicas, se acercaron resueltamente a los viajeros. Eran los
magos del lugar. Llevaban colgando de la cintura calabacitas
negras untadas con grasa y varios objetos de magia de una
suciedad verdaderamente doctoral.

Poco a poco, la muchedumbre siguió su ejemplo;
salieron de todas partes niños y mujeres, y hubo ruido de
tambores, y palmoteos, y millares de manos levantadas hacia el
cielo.

-Ésa es su manera de orar -dijo el doctor
Fergusson-. Si no me equivoco, estamos llamados a representar un
importante papel.

-Pues bien, señor,
represéntelo.

-Tal vez tú, mi buen Joe, te conviertas en un
dios.

-No lo sentiría, señor; no me disgusta el
olor del incienso.

En aquel mismo momento, uno de los magos, un
myanga, hizo un ademán, y el clamor se
transformó en un profundo silencio. El hombre les
dirigió algunas palabras a los viajeros, pero en una
lengua
desconocida.

El doctor Fergusson, que no había entendido
absolutamente nada, dijo lo primero que se le ocurrió en
árabe, lengua en la que obtuvo inmediata y pronta
respuesta.

El orador pronunció, con una verbosidad suma, una
arenga muy florida que fue escuchada con religiosa atención; el doctor no tardó en
comprender que el Victoria había sido tomado por la
Luna en persona, amable
dios que se había dignado acercarse a la ciudad con sus
tres hijos, honra incomparable que permanecería
eternamente grabada en la memoria de
aquella tierra tan amada del Sol.

El doctor respondió, con gran dignidad, que
la Luna realizaba cada mil años una gira por todas las
provincias para que sus adoradores la viesen más de cerca,
y les suplicó que le diesen a conocer sus necesidades y
deseos sin miedo de abusar de su divina presencia.

El mago dijo entonces que el sultán, el
mwani, enfermo desde hacía muchos años,
imploraba la ayuda del cielo, y que él invitaba a los
hijos de la Luna a que fuesen a visitarle.

El doctor hizo partícipes a sus compañeros
de la invitación.

-¿Y serás capaz de ir a visitar a ese rey
negro? -preguntó el cazador.

-¡Sin duda! ¿Qué inconveniente hay?
Me parece que los ánimos están dispuestos a nuestro
favor; la atmósfera está tranquila, no se mueve ni
la hoja de un árbol. Por el Victoria, nada tenemos
que temer.

-¿Y qué harás?

-No te preocupes, amigo Dick; con un poco de medicina
saldré del paso. -Luego, dirigiéndose al
público, añadió-: La Luna,
compadeciéndose del soberano a quien tan acendrado
cariño profesan los hijos del Unyamwezy, nos ha confiado
su curación. ¡Prepárese, pues, a
recibirnos!

Los gritos, los cantos y las demostraciones se
multiplicaron y todo aquel hormiguero de cabezas negras se puso
de nuevo en movimiento.

-Ahora, amigos, hay que prepararse para cualquier
eventualidad. En un momento dado, podemos vernos obligados a
partir rápidamente. Así pues, Dick se
quedará en la barquilla y, por medio del soplete,
mantendrá una fuerza ascensional suficiente. El ancla
está sólidamente sujeta; no hay que temer nada. Yo
bajaré a tierra. Joe me acompañará, pero se
quedará al pie de la escala.

-¡Cómo! -exclamó Kennedy-.
¿Vas a ir solo a casa de ese salvaje?

-¡Señor! -le secundó Joe-. Entonces,
¿no quiere que le acompañe hasta la
conclusión de la aventura?

-No, iré solo. Estas buenas gentes creen que ha
venido a visitarles su gran diosa la Luna, así que la
superstición nos protege. Nada temáis, pues, y
permaneced cada cual en el puesto que le he asignado.

-Si ése es tu deseo… -respondió el
cazador.

-Vigila la dilatación del gas.

-Puedes marcharte tranquilo.

Los gritos de los indígenas iban en aumento;
reclamaban la intervención del cielo.

-¡Escuche! -dijo Joe-. Percibo una actitud un
tanto imperiosa hacia la bondadosa Luna y sus divinos
hijos.

El doctor, provisto de su botiquín de viaje,
bajó a tierra precedido de Joe. Éste, grave y digno
como exigían las circunstancias, se sentó junto a
la escala con las piernas cruzadas a la usanza árabe, y
parte de la multitud formó un círculo respetuoso a
su alrededor.

Entretanto, el doctor Fergusson, conducido al son de
numerosos instrumentos y escoltado por un grupo que ejecutaba
danzas religiosas, marchó lentamente hacia el
tembé real, situado en las afueras de la ciudad.
Eran las tres, y el sol,
haciéndose sin duda cargo de la solemnidad del acto,
resplandecía.

El doctor andaba con dignidad; los waganga lo rodeaban y
contenían a la multitud que se agolpaba a su paso. Al poco
se unió a la comitiva el hijo natural del sultán,
un jovencito de buena figura que, según la costumbre del
país, era el único heredero de los bienes
paternos, con exclusión de los hijos legítimos.
El
príncipe se prosternó reverentemente ante el
hijo de la Luna, el cual, con un ademán solemne, le hizo
levantarse.

Después de tres cuartos de hora de marcha por
senderos sombríos, entre el lujo de una vegetación
tropical, la entusiasmada procesión llegó al
palacio del sultán, una especie de edificio cuadrado,
llamado Ititenya, situado en la ladera de una colina. El
techo de bálago, apoyado en postes de madera que
querían parecer esculpidos, formaba como un alero.
Adornaban las paredes largas líneas de arcilla rojiza que
intentaban reproducir figuras de hombres y de serpientes,
pareciéndose más al natural éstas que
aquéllos. No había ventanas; sólo una puerta
de muy poca consideración. Sin embargo, el aire circulaba
interiormente con la mayor libertad,
gracias a la abertura que dejaba la techumbre al no descansar
directamente sobre las paredes del edificio.

El doctor Fergusson fue recibido con grandes honores por
los guardias y los favoritos, pertenecientes a la hermosa raza de
los wanyamwezi, tipo puro de las poblaciones de África
central. Eran hombres fuertes y robustos, sanos y bien formados.
Caían sobre sus hombros los cabellos divididos en mechones
minuciosamente trenzados, y desde las sienes hasta la boca
surcaban sus mejillas numerosas incisiones negras o azules. Sus
orejas, horriblemente grandes, estaban adornadas con discos de
madera y placas de copal, y cubrían su cuerpo con telas
pintadas de colores
brillantes. Los soldados iban armados con azagayas, arcos,
flechas envenenadas con zumo de euforbio, cuchillos y largos
sables llamados simes, dentados como sierras, amén
de con un sinfín de hachas.

El doctor penetró en el palacio, donde a pesar de
la enfermedad del sultán, el estrépito, que era ya
terrible, aumentó. En el dintel de la puerta vio rabos de
liebre y crines de cebra colgados a modo de talismán. Fue
recibido por el tropel de esposas de Su Majestad al armonioso son
del upatu, especie de címbalo hecho con el fondo de
una cacerola de cobre, y el
estruendo del kilindo, un tambor de cinco pies de altura
construido con el tronco ahuecado de un árbol, que dos
virtuosos tocaban a puñetazos.

La mayor parte de las mujeres parecían muy
guapas, y fumaban, riendo, thang y tabaco en grandes pipas
negras; revelaban muy buenas formas bajo las largas
túnicas dispuestas con gracia y ceñidas al talle
con su kilt de fibras de calabaza entretejidas.

Seis de ellas formaban un grupo separado de las
demás a causa del cruel suplicio a que se las tenía
destinadas, pese a lo cual demostraban la misma alegría
que el resto. A la muerte del
sultán debían ser enterradas vivas junto al
cadáver de éste, para proporcionarle alguna
distracción en su eterna soledad.

El doctor Fergusson, tras haber abarcado todo el
conjunto de una soja ojeada, se
acercó a la cama de madera del soberano. Allí vio a
un hombre de unos
cuarenta años, completamente embrutecido por orgías
de toda clase y por el
cual no se podía hacer nada. Su enfermedad, que se
prolongaba desde hacía años, no era más que
una borrachera crónica y continua. El real borracho casi
había perdido el
conocimiento, y ni todo el amoníaco del mundo le
habría hecho volver en sí.

Durante la solemne visita, los favoritos y las mujeres
se inclinaban flexionando las rodillas. El doctor, por medio de
algunas gotas de un poderoso estimulante, consiguió
reanimar instantáneamente aquel cuerpo embrutecido. El
sultán hizo un movimiento, y ese síntoma, en un
hombre casi cadáver que no daba signos de vida
desde hacía horas, fue acogido con gritos en honor del
médico.

Éste, cansado ya de tanta farsa, se abrió
paso entre sus demasiado entusiastas adoradores y salió
del palacio para dirigirse al Victoria. Eran las seis de
la tarde.

Durante su ausencia, Joe aguardaba tranquilamente al pie
de la escala, siendo objeto de la mayor veneración. Como
verdadero hijo de la Luna, él se dejaba adorar. Para ser
una divinidad, su actitud era la de un buen hombre, nada soberbio
e incluso de trato familiar con las jóvenes africanas, que
no se cansaban de contemplarlo. Él les dirigía las
más amables frases.

-Adorad, señoritas, adorad -les decía-.
¡Aunque hijo de diosa, no soy más que un pobre
diablo!

Le presentaron ofrendas
propiciatorias, que normalmente se depositaban en los
mzimu o chozas-fetiches, y que consistían en
espigas de cebada y en pombé. Joe se creyó
en la obligación de probar aquella especie de cerveza fuerte,
pero su paladar, aunque acostumbrado a la ginebra y el whisky, no
pudo resistirla. Hizo una mueca horrible, que sus adoradores
tomaron, por una amable sonrisa.

A continuación, las jóvenes, cantando a
coro una melopea, ejecutaron a su alrededor una danza muy
grave.

-¡Conque sabéis bailar! -exclamó el
muchacho-. Pues yo no he de quedarme corto con vosotras. Os
enseñaré un baile de mi país.

Y empezó una giga aturdidora, estirándose,
encogiéndose, retorciéndose, bailando apoyado en
los pies, en las rodillas, en las manos, girando de mil maneras a
cuál más extravagante, adoptando actitudes
increíbles, haciendo gestos imposibles, en definitiva,
dando a aquellas gentes una extraña idea de la manera que
tienen los dioses de bailar en la Luna.

Y todos aquellos africanos, imitadores como monos,
quisieron reproducir sus maneras, sus cabriolas, sus movimientos;
no se perdían un gesto, no olvidaban una postura, y
aquello se convirtió en un delirio, una tremolina, una
tempestad de carne y huesos de la que
resulta imposible dar la más pequeña idea. En lo
mejor de la fiesta, Joe vio acercarse al doctor.

Éste regresaba precipitadamente, en medio de una
chusma aulladora y desordenada. Los magos y los jefes
parecían muy enojados. Rodeaban al doctor, lo empujaban y
le amenazaban. ¡Extraño giro! ¿Qué
había sucedido? ¿Había sucumbido torpemente
el sultán entre las manos de su médico
celestial?

Kennedy, desde la barquilla, vio el peligro sin
comprender la causa. El globo, imperiosamente solicitado por la
dilatación del gas, tensaba la cuerda que lo sujetaba,
impaciente por elevarse.

El doctor llegó al pie de la escala. Un temor
supersticioso contenía aún a la multitud y le
impedía actuar con violencia
contra su persona. El doctor subió rápidamente los
escalones y Joe le siguió con agilidad.

-No hay que perder un instante -le dijo su
señor-. ¡No intentes desenganchar el ancla!
¡Cortaremos la cuerda! ¡Sígueme!

-Pero ¿qué pasa? -preguntó Joe,
entrando en la barquilla.

-¿Qué ha sucedido? -dijo Kennedy, con la
carabina en la mano.

-Mirad -respondió el doctor, señalando el
horizonte.

-¿Y bien? -preguntó el cazador.

-¿Y bien? ¡La Luna!

La Luna, en efecto, roja y espléndida, destacaba
como un globo de fuego sobre un fondo azul. ¡Era ella!
¡Ella y el Victoria!

¡O había dos lunas, o los extranjeros eran
unos impostores, unos intrigantes, unos falsos dioses!

Tales habían sido las reflexiones naturales de la
muchedumbre. De ahí el giro que habían dado los
acontecimientos.

Joe soltó una carcajada. La población de
Kazeh, comprendiendo que se les escapaba la presa, lanzó
prolongados aullidos; arcos y mosquetes apuntaron hacia el
globo.

Pero uno de los magos hizo un signo y todos bajaron las
armas; el mago
se encaramó al árbol con intención de coger
la cuerda del ancla y obligar a la máquina a
bajar.

Joe cogió un hacha.

-¿Corto? -dijo.

-Aguarda -respondió el doctor.

-Pero, ese negro…

-Tal vez podamos salvar el ancla, y me conviene no
perderla. Para cortar siempre habrá tiempo.

El mago, ya en el árbol, rompió las ramas
con sus maniobras y desenganchó el ancla; ésta,
violentamente arrastrada por el aeróstato, agarró
entre las piernas al pobre mago, el cual, montado en aquel
hipogrifo inesperado, partió hacia las regiones del
aire.

Inmenso fue el asombro de la multitud al ver lanzarse al
espacio a uno de sus waganga.

-¡Hurra! -exclamó Joe, en tanto que el
Victoria, gracias a su poder ascensional, subía con
gran rapidez.

-Se agarra bien -dijo Kennedy-; un paseíto no le
vendrá mal.

-¿Lo soltaremos de golpe? -preguntó
Joe.

-¡No! -replicó el doctor-. Le dejaremos en
tierra tranquilamente, y creo que después de esta aventura
su poder de mago crecerá singularmente en el ánimo
de sus contemporáneos.

-Capaces son de convertirlo en dios -exclamó
Joe.

El Victoria había alcanzado una altura de
aproximadamente mil pies. El negro se agarraba a la cuerda con
una energía increíble. Permanecía en
silencio y con la mirada fija. Había en su terror algo de
asombro. Un ligero viento del oeste empujaba el globo más
allá de la ciudad.

Media hora después, el doctor, viendo el
país desierto, moderó la llama del soplete y se
acercó a tierra. Al llegar a veinte pies de ella, el negro
tomó rápidamente la iniciativa: soltó la
cuerda, cayó de pie y echó a correr hacia Kazeh
mientras el Victoria, súbitamente libre de aquel
lastre, subía otra vez a gran altura.

XVI

Signos de tempestad. – El país de la
Luna. – El porvenir

del continente africano. – La
máquina de la última

hora. – Vista del país al
ponerse el sol. – Flora y fauna.

– La tempestad. – La zona de fuego. –
El cielo estrellado

-He aquí las consecuencias -dijo Joe- de hacerse
pasar por hijos de la Luna sin su permiso. Este satélite
ha querido jugarnos una mala pasada. ¿Acaso, señor,
ha comprometido su reputación con su medicina?

-En resumidas cuentas
-intervino el cazador-, ¿quien era el sultán de
Kazeh?

-Un borracho medio muerto -respondió el doctor-,
cuya pérdida será poco sentida. Pero la moraleja de
todo lo que ha pasado es que los honores son efímeros y no
conviene aficionarse a ellos demasiado.

-Es una lástima -replicó Joe-. La cosa me
iba a pedir de boca. ¡Ser adorado! ¡Hacer el dios a
mi arbitrio! Pero ¿qué le vamos a hacer? Ha
aparecido la Luna, y muy roja, lo cual demuestra claramente que
estaba enfadada.

Durante estos razonamientos y otros varios, en los que
Joe examinó al astro de la noche bajo un punto de vista
enteramente nuevo, en el cielo, por la parte del norte, se
acumulaban densas nubes, nubes siniestras y pesadas. Un viento
bastante fuerte, que soplaba a trescientos pies del suelo,
impelía al Victoria hacia el norte-noreste. Encima
del globo, la bóveda azulada estaba límpida, pero
resultaba abrumadora.

Hacia las ocho de la noche, los viajeros se encontraron
a 320 40’ de longitud y 40 17’
de latitud. Las corrientes atmosféricas, bajo la
influencia de una tormenta próxima, los empujaban a una
velocidad de treinta y cinco millas por hora. Pasaban
rápidamente bajo sus pies las llanuras onduladas y
fértiles de Mfuto. Los aeronautas admiraron aquel
espectáculo.

-Nos hallamos en pleno país de la Luna -dijo el
doctor Fergusson-. Sin duda ha conservado este nombre que le dio
la antigüedad, porque en él siempre se ha adorado a
la Luna. Es verdaderamente una comarca magnífica, y
difícilmente se encontraría en el mundo otra
vegetación más bella.

-Si se la encontrase cerca de Londres -respondió
Joe-, no sería natural, pero sí muy agradable.
¿Por qué tales bellezas están reservadas a
países tan bárbaros?

-¿Quién sabe -replicó el doctor- si
no se convertirá algún día esta comarca en
el centro de la civilización? Tal vez se establezcan
aquí los pueblos del futuro, cuando, extenuadas, las
regiones de Europa no puedan
ya nutrir a sus habitantes.

-¿Tú crees? -preguntó
Kennedy.

-Sin duda, mi querido Dick. Observa la marcha de los
acontecimientos; considera las migraciones sucesivas de los
pueblos y llegarás a la misma conclusion que yo.
¿No es verdad que Asia es la
primera nodriza del mundo? Por espacio tal vez de cuatro mil
años, trabaja, es fecundada, produce, y después,
cuando no se ven mas que piedras donde antes brotaban las doradas
mieses de Homero, sus hijos
abandonan aquel seno agotado y marchito. Entonces se dirigen a
Europa, joven y vigorosa, que los está alimentando desde
hace ya dos mil años. Pero su fertilidad se agota; sus
facultades productoras disminuyen de día en día;
esas enfermedades
nuevas que atacan cada año los productos de
la tierra, esas malas cosechas, esos recursos
insuficientes, todo ello es indicio cierto de una vitalidad que
se altera, de una extenuación próxima. Así
es que ya vemos a los pueblos precipitarse a los turgentes pechos
de América, como a un manantial que no es
inagotable, pero que aún no está agotado. A su vez,
el nuevo continente se hará viejo: sus bosques
vírgenes desaparecerán bajo el hacha de la industria; su
suelo se debilitará por haber producido en exceso lo que
en exceso se le ha pedido; allí donde anualmente se
recogían dos cosechas, apenas saldrá una de esas
tierras al límite de sus fuerzas. Entonces África
ofrecerá a las nuevas razas los tesoros acumulados por
espacio de siglos en su seno. Estos climas fatales para los
extranjeros se sanearán por medio de la desecación
y las canalizaciones, que reunirán en un lecho
común las aguas dispersas para formar una arteria
navegable. Y este país sobre el cual planeamos, más
fértil, más rico, más lleno de vida que los
otros, se convertira en un gran reino donde se producirán
descubrimientos más asombrosos aún que el vapor y
la electricidad.

-¡Ah, señr! -exclamó Joe-. Quisiera
ver todo eso.

-Te has levantado demasiado temprano,
muchacho.

-Además -dijo Kennedy-, tal vez sea una epoca muy
desdichada aquella en la que la industria lo absorba todo en su
provecho. A fuerza de inventar máquinas,
los hombres acabarán devorados por ellas. Yo siempre he
imaginado que el último día del mundo será
aquel en que alguna inmensa caldera calentada a miles de millones
de atmósferas haga estallar nuestro planeta.

-Y yo añado -dijo Joe- que no serán los
americanos los que menos contribuyan a la construcción de esa caldera.

-¡En efecto -respondió el doctor-, son
grandes caldereros! Pero, prescindiendo ahora de semejantes
discusiones, limitémonos a admirar esta tierra de la Luna,
ya que nos hallamos en disposición de verla.

El sol, filtrando sus últimos rayos por el
cúmulo de nubes amontonadas, adornaba con una cresta de
oro los
menores accidentes del
terreno: árboles gigantescos, hierbas arborescentes,
musgos a ras del suelo, todo recibía su parte de aquel
luminoso efluvio. El terreno, ligeramente ondeado, formaba de vez
en cuando pequeñas colinas cónicas. Ninguna
montaña limitaba el horizonte. Inmensas empalizadas
cubiertas de maleza, impenetrables setos y junglas espinosas
delimitaban los claros donde se levantaban numerosas aldeas, que
los gigantescos euforbios cercaban de fortificaciones naturales,
entrelazándose con las ramas coraliformes de los
arbustos.

Luego, el Malagarasi, principal afluente del lago
Tanganica, empezó a serpentear bajo el follaje. En su seno
recogía numerosos riachuelos, derivados de los torrentes
que se formaban en la época de las crecidas y de los
estanques abiertos en la capa arcillosa del terreno. Aquel
panorama, para los que observaban a vista de pájaro, era
una red de
cascadas tendida sobre toda la superficie occidental del
país.

Animales provistos de gibas monstruosas pacían en
las fértiles praderas y desaparecían bajo las altas
hierbas. Los bosques, que exhalaban magníficas esencias,
se ofrecían a la vista como inmensos ramilletes; pero en
aquellos ramilletes se refugiaban de los últimos calores
del día leones, leopardos, hienas y tigres. De vez en
cuando, un elefante hacía ondear la cima de las selvas, y
se oía el crujido de los árboles que cedían
a sus ebúrneos colmillos.

-¡Qué país de caza! -exclamó
Kennedy, entusiasmado-. Una bala disparada al azar, en medio del
bosque, tropezaría siempre con una res digna de ella.
¿No podríamos cazar un poco?

-No, amigo Dick, se acerca la noche, una noche
amenazadora, escoltada por una tormenta. Y las tormentas son
terribles en esta comarca, cuyo suelo esta dispuesto como una
inmensa batería eléctrica.

-Tiene razón, señor -dijo Joe-; el
calor se ha
vuelto sofocante y el viento ha cesado por completo. Este
bochorno me dice que se prepara algo.

-La atmósfera está sobrecargada de
electricidad -respondió el doctor-. Todo ser viviente es
sensible a este estado del
aire que precede a la lucha de los elementos, y confieso que
nunca había experimentado tanto como ahora su
influencia.

-¿No convendría, pues, descender?
-preguntó el cazador.

-Al contrario, Dick, preferiría subir; pero temo
ser arrastrado más allá de donde vamos durante
estos cruzamientos de corrientes atmosféricas.

-¿Quieres, pues, abandonar el rumbo que seguimo
desde la costa?

-Si puedo -respondió Fergusson-, me
dirigiré má directamente hacia el norte durante
siete u ocho grados y procuraré subir hacia las presuntas
latitudes de las fuentes del
Nilo. Quizá encontremos algún rastro de la
expedición del capitán Speke, o incluso de la
caravana del señor De Heuglin. Si mis cálculos son
exactos, nos hallamos a 320 40’ de longitud, y
quisiera subir directamente hasta más allá del
ecuador.

-¡Mira! -exclamó Kennedy, interrumpiendo a
su compañero-. ¡Mira esos hipopótamos que se
deslizan fuera de los estanques, esas masas de carne
sanguinolenta y esos cocodrilos que aspiran el aire con
estrépito!

-¡Parece que se ahogan! -dijo Joe-. ¡Ah!
¡Qué manera de viajar tan deliciosa la nuestra, que
nos permite despreciar a toda esa chusma dañina!
¡Señor Samuel! ¡Señor Kennedy!
¡Miren esas manadas de animales que marchan en columna
cerrada! No bajan de doscientos; son lobos.

-No, Joe, son perros salvajes;
una famosa raza que no teme luchar contra el león. Su
encuentro es para los viajeros el peligro más terrible. El
que tropieza con ellos es inmediatamente despedazado.

-Pues no será Joe quien se encargue de ponerles
bozal -respondió el buen criado-. Por lo demás, si
tal es su naturaleza, no se les puede reprochar.

Poco a poco, bajo la influencia de la tempestad se
imponía el silencio; parecía que el aire condensado
resultaba impropio para transmitir los sonidos; la
atmósfera estaba como acolchada y, al igual que una sala
forrada de gruesos tapices, perdía toda sonoridad. El
pájaro remero, la grulla coronada, los arrendajos rojos y
azules, el sinsonte y la moscareta se ocultaban entre las ramas
de los grandes árboles. Toda la naturaleza presentaba los
signos de un cataclismo proximo.

A las nueve de la noche el Victoria
permanecía inmóvil sobre Msené, un gran
grupo de aldeas difíciles de distinguir en la penumbra.
Algunas veces, la reverberación de un rayo extraviado en
el agua
dormida indicaba hoyos regularmente distribuidos, y, gracias a un
último resplandor crepuscular, pudo la mirada captar la
forma tranquila y sombría de las palmeras, los tamarindos,
los sicomoros y los euforbios gigantescos.

-¡Me ahogo! -dijo el escocés, aspirando a
pleno pulmón la mayor cantidad posible de aquel aire
enrarecido-. ¡No nos movemos! ¿Vamos a
bajar?

-Pero ¿y la tormenta? -objetó el doctor,
bastante inquieto.

-Si temes ser arrastrado Por el viento, me parece que no
puedes hacer otra cosa.

-Tal vez la tormenta no estalle esta noche -repuso Joe-.
Las nubes están muy altas.

-Una razón más que me impide traspasarlas.
Sería menester subir a mucha altura, perder la tierra de
vista y estar toda la noche sin saber si avanzamos, ni hacia
dónde nos dirigimos.

-Pues decídete, Samuel, porque la cosa
urge.

-Ha sido una fatalidad que cesase el viento -repuso
Joe-. Nos habría alejado de la tormenta.

~En efecto, amigos, es lamentable, ya que las nubes
suponen un peligro para nosotros. Contienen corrientes opuestas
que pueden envolvernos en sus torbellinos y rayos capaces de
incendiarnos. Además, la fuerza de las ráfagas
puede precipitarnos al suelo si echamos el ancla en la copa de un
árbol.

-¿Qué hacemos, pues?

-Es preciso mantener el Victoria en una zona
media entre los peligros de la tierra y los del cielo. Tenemos
suficiente agua para el soplete, y conservamos intactas las
doscientas libras de lastre. En caso necesario, las
utilizaré.

-Haremos la guardia contigo -dijo el cazador.

-No, amigos. Poned las provisiones a cubierto y
acostaos; yo os despertaré si sobreviene alguna
novedad.

-Pero, señor, ¿por qué no se echa
también un poco, puesto que nada nos amenaza
aún?

-No, muchacho, prefiero vigilar. Estamos
inmóviles, y, si no varían las circunstancias,
mañana amaneceremos exactamente en el mismo
sitio.

-Buenas noches, señor.

-Buenas noches, si es posible.

Kennedy y Joe se acostaron, y el doctor
permaneció solo en la inmensidad.

Sin embargo, la cúpula de nubes bajaba
insensiblemente y la oscuridad se hacía profunda. Aquella
negra bóveda se condensaba alrededor del globo terrestre
como si intentara aplastarlo.

De repente, un potente relámpago, rápido e
incisivo, rasgó las tinieblas; aún no se
había cerrado la grieta cuando un espantoso trueno
conmovió las profundidades del cielo.

-¡Alerta! -gritó Fergusson.

Los dos compañeros del doctor, a quienes
había despertado el estampido del trueno, estaban ya a sus
órdenes.

-¿Vamos a bajar? -preguntó
Kennedy.

-¡No! El globo se haría pedazos.
¡Subamos antes de que esas nubes se conviertan en agua y se
desencadene el viento!

Acto seguido, activó la llama del soplete en las
espirales del serpentín.

Las tempestades de los trópicos se desarrollan
con una rapidez comparable a su violencia. Un segundo
relámpago desgarró la nube, y otros muchos le
sucedieron inmediatamente. Cruzaban el cielo destellos
eléctricos que chisporroteaban bajo las gruesas gotas de
lluvia.

-Hemos tardado demasiado -dijo el doctor-. ¡Ahora
tenemos que atravesar una zona de fuego con nuestro globo lleno
de aire inflamable!

-¡A tierra! ¡A tierra! -repetía sin
cesar Kennedy.

-El peligro de ser fulminados por un rayo sería
casi el mismo, y las ramas de los árboles no
tardarían en rasgar el globo.

-¡Subimos, señor Samuel!

-¡No tan deprisa como yo quisiera!

Durante las borrascas ecuatoriales es muy común,
en aquella parte de África, contar de treinta a treinta y
cinco relámpagos por minutos. El cielo se convierte
materialmente en una inmensa fragua, y los truenos se suceden sin
interrupción.

En aquella atmósfera inflamada, el viento se
desencadenaba con una violencia aterradora y retorcía las
nubes incandescentes; parecía que el soplo de un
ventilador inmenso activase aquella hoguera.

El doctor Fergusson mantenía el soplete a pleno
rendimiento; el globo se dilataba y subía, mientras
Kennedy, de rodillas en el centro de la barquilla, sujetaba las
cortinas de la tienda. El globo se arremolinaba hasta el punto de
producir vértigo, y los viajeros experimentaban peligrosas
oscilaciones. Formábanse grandes huecos en la envoltura
del aeróstato, y el viento se introducía en ellos
con fuerza, golpeando el tafetán. Una especie de
granizada, precedida de un rumor tumultuoso, surcaba la
atmósfera y crepitaba sobre el Victoria. El globo,
sin embargo, seguía su curso ascensional; los
relámpagos trazaban en su circunferencia tangentes
inflamadas que le daban la apariencia de una esfera de
fuego.

-¡Confiémonos a Dios! -dijo el doctor
Fergusson-. Estamos en sus manos; sólo Él puede
salvarnos. Preparemonos para cualquier cosa, incluso un incendio.
Nuestra caída puede ser gradual y no
súbita.

La voz del doctor llegaba apenas a oídos de sus
compañeros, pero éstos podían ver su
semblante tranquilo en medio de los surcos que abrían los
relámpagos. Observaba los fenómenos de
fosforescencia producidos por el fuego de San Telmo que ondeaba
en la red del
aeróstato.

Éste giraba, se arremolinaba, pero no dejaba de
subir, y al cabo de un cuarto de hora había traspasado la
zona de las nubes tempestuosas. Las emanaciones eléctricas
se extendían debajo de él como una gigantesca
corona de fuegos artificiales suspendida de su
barquilla.

Aquél era uno de los más bellos
espectáculos que la naturaleza puede ofrecer al hombre.
Abajo, la tempestad. Arriba, el cielo estrellado, tranquilo,
mudo, impasible, con la luna proyectando sus pacíficos
rayos sobre las nubes enfurecidas.

El doctor Fergusson consultó el barómetro.
Marcaba doce mil pies de elevación. Eran las once de la
noche.

-¡Gracias a Dios, el peligro ha pasado! -dijo-.
Ahora basta con mantenernos a esta altura.

-¡De buena nos hemos librado! -respondió
Kennedy.

-Bien -replicó Joe-, estas cosas animan el viaje.
No me pesa haber visto una tempestad desde cierta altura.
¡Es un espectáculo grandioso!

XVII

Las
montañas de la Luna. – Un océano de verdor.

Se echa el ancla. – El elefante
remolcador. – Fuego nutrido. –

Muerte del paquidermo. – El horno de
campaña. –

Comida sobre la hierba. – Una
noche en tierra

Hacia las seis de la mañana del lunes, el sol se
elevó sobre el horizonte, las nubes se disiparon y un
agradable vientecillo refrescó el ambiente
durante la alborada.

La tierra, intensamente perfumada, reapareció
ante los viajeros. El globo, girando alrededor de sí mismo
en medio de las corrientes antagonistas, había derivado
muy poco, y el doctor, dejando que el gas se contrajera,
descendió con objeto de tomar una dirección
más septentrional. Sus tentativas fueron durante mucho
tiempo infructuosas. El viento lo empujó hacia el oeste,
hasta avistar las célebres montañas de la Luna, que
forman un semicírculo alrededor de un extremo del lago
Tanganica.

La cordillera, poco accidentada, destacaba en el azulado
horizonte; parecía una fortificación natural,
inaccesible a los exploradores del centro de África.
Algunos conos aislados ostentaban el sello de las nieves
perpetuas.

-Nos encontramos en un país inexplorado -dijo el
doctor-. El capitán Burton avanzó mucho hacia el
oeste, pero no pudo llegar a estas montañas
célebres; incluso negó su existencia, defendida por
su compañero Speke, pretendiendo que eran fruto de la
imaginación de éste. Para nosotros, amigos, ya no
hay duda posible.

-¿Las traspasaremos? -preguntó
Kennedy.

-No lo quiera Dios. Espero hallar un viento favorable
que me devuelva hacia el ecuador; si es necesario, me
detendré, igual que un barco echa el ancla para evitar
vientos que le harían perder el rumbo.

Pero las previsiones del doctor no tardaron en
realizarse. Después de haber tanteado diferentes alturas,
el Victoria fue impelido hacia el nordeste a una velocidad
moderada.

-Avanzamos en la dirección correcta -dijo,
consultando la brújula-, y escasamente a doscientos pies
de tierra. Tales circunstancias nos favorecen para explorar estas
nuevas regiones. El capitán Speke, cuando iba en busca del
lago Ukereue, remontó más al este, en línea
recta con Kazeh.

-¿Iremos mucho tiempo así?
-preguntó Kennedy.

-Tal vez. Nuestro objetivo es
reconocer el nacimiento del Nilo, y aún nos quedan por
recorrer seiscientas millas antes de llegar al límite
extremo que han alcanzado los exploradores procedentes del
Norte.

-¿Y no echaremos pie a tierra para estirar un
poco las piernas? -preguntó Joe.

-Por supuesto; tenemos que conseguir víveres.
Tú, mi buen Dick, nos aprovisionarás de carne
fresca.

-Cuando quieras, amigo Samuel.

-Tendremos tambien que reponer la reserva de agua.
¿Quién nos asegura que no seremos arrastrados hacia
comarcas áridas? Todas las precauciones son
pocas.

A mediodía, el Victoria se hallaba a
290 15’ de longitud y 30 15’ de
latitud. Había pasado la aldea de Uyofu, último
límite septentrional del Unyamwezy, a la altura del lago
Ukereue, que los viajeros no tenían aún al alcance
de sus miradas.

Los pueblos que viven cerca del ecuador parecen algo
más civilizados, y están gobernados por monarcas
absolutos cuyo despotismo no conoce límites.
Su aglomeración más compacta constituye la
provincia de Karagwah.

Quedó resuelto entre los tres viajeros echar pie
a tierra en cuanto encontrasen un sitio favorable. Debían
hacer un alto prolongado para inspeccionar cuidadosamente el
aeróstato. Se moderó la llama del soplete y se
echaron fuera de la quilla las anclas, que corrían rozando
las altas hierbas de una inmensa pradera; desde cierta altura
parecía cubierta de menudo césped, pero este
césped tenía en realidad de siete a ocho pies de
largo.

El Victoria acariciaba aquellas hierbas sin
curvarlas, como si fuera una mariposa gigantesca. La vista no
tropezaba con ningún obstáculo. Parecía un
océano de verdor sin ningun rompiente.

-No sé cuándo pararemos de correr -dijo
Kennedy-, pues no distingo un solo árbol al cual podamos
acercamos. Me parece que tendré que renunciar a la
caza.

-Aguarda, amigo Dick, aguarda. Imposible te sería
cazar en medio de estas hierbas, que son más altas que
tú; pero acabaremos por encontrar un lugar
propicio.

Verdaderamente era un paseo delicioso, un
auténtico crucero por aquel mar tan verde, casi
transparente, con suaves ondulaciones provocadas por el soplo del
viento. La barquilla justificaba su nombre, pues parecía
realmente que hendía las olas, levantando de vez en cuando
bandadas de pájaros de espléndidos colores que
escapaban emitiendo alegres gritos. Las anclas se
sumergían en aquel lago de flores y trazaban un surco que
se cerraba tras ellas, como la estela de un barco.

De pronto, el globo recibió una fuerte sacudida.
Sin duda el ancla había hincado sus uñas en la
hendidura de una roca oculta bajo la gigantesca alfombra de
césped.

-Estamos anclados -dijo Joe.

-Pues bien, echa la escala -replicó el
cazador.

No bien hubo pronunciado estas palabras, un grito agudo
retumbó en el aire, y de la boca de los tres viajeros
escaparon las siguientes frases, entrecortadas por
exclamaciones:

-¿Qué es eso?

-¡Un grito singular!

-¡Y seguimos avanzando!

-Se habrá desprendido el ancla.

-¡No! ¡Está asegurada!
-exclamó Joe, tirando de la cuerda.

-¡Sin duda con el ancla arrastramos la
roca!

Las hierbas se removieron a bastante distancia, y encima
de ellas apareció una forma alargada y sinuosa.

-¡Una serpiente! -exclamó Joe.

-¡Una serpiente! -repitió Kennedy, al
tiempo que cargaba su carabina.

-¡No! -replicó el doctor-. Es la trompa de
un elefante.

-¡Un elefante, Samuel!

Y así diciendo, Kennedy apuntó con la
escopeta.

-Aguarda, Dick, aguarda.

~No, no tire, señor; el animal nos
remolca.

~Y en buena dirección, Joe, en muy buena
dirección.

El elefante, que avanzaba con cierta rapidez, no
tardó en llegar a un raso, donde se le pudo ver entero.
Por su gigantesco tamaño, el doctor reconoció a un
macho de una magnífica especie. Los brazos del ancla
habían quedado trabados entre sus dos blancos colmillos,
admirablemente curvados, cuya longitud no bajaba de ocho
pies.

El animal forcejeaba en vano para desprenderse con la
trompa de la cuerda que lo sujetaba a la barquilla.

-¡Adelante, valiente! -exclamó Joe en el
colmo de la alegría, animándolo con entusiasmo-.
¡He aquí una nueva manera de viajar! Mejor tira este
animal que un buen caballo.

-Pero ¿adónde nos lleva? -preguntó
Kennedy, que agitaba con impaciencia la carabina como si le
quemase las manos.

-Nos lleva a donde queremos ir, amigo Dick. Ten un poco
de paciencia.

-Wig a more! Wig a more!, como dicen los
campesinos escoceses -gritaba el alegre Joe-. ¡Adelante,
adelante!

El animal empezó a galopar muy deprisa. Agitaba
la trompa de derecha a izquierda, y con sus bruscos movimientos
sacudía violentamente la barquilla. El doctor, hacha en
mano, estaba preparado para cortar la cuerda en caso
necesario.

-Pero no nos separaremos del ancla hasta el
último momento -dijo.

Aquella carrera a remolque del elefante duró
cerca de hora y media. El animal, al parecer, no sentía la
menor fatiga. Esos enormes paquidermos pueden estar mucho tiempo
galopando, y de un día para otro se los encuentra a
distancias enormes, como las ballenas, con las que coinciden en
velocidad y dimensiones.

-Si bien se mira -dijo Joe-, hemos hincado el
arpón en una ballena y no hacemos mas que remedar la
maniobra de los balleneros durante la pesca.

Pero un cambio en la
naturaleza del terreno obligó al doctor a modificar su
medio de locomoción.

Al norte de la pradera, a unas tres millas, se
veía un espeso bosque, por lo que era necesario separar el
globo de su improvisado conductor.

Kennedy tomó a su cargo detener al elefante en su
carrera; apuntó, pero estaba mal colocado para herir al
animal con éxito.
Una primera bala, dirigida al cráneo, quedó tan
chafada como si hubiese dado contra una plancha de hierro
fundido, sin causar la menor impresión a la enorme bestia;
ésta, al estampido del arma, no hizo más que
acelerar el paso, alcanzando la velocidad de un caballo lanzado
al galope.

-¡Diablos! -dijo Kennedy.

-¡Vaya una cabeza dura! -exclamó
Joe.

-Lo intentaremos con unas balas cónicas -repuso
Dick, cargando la carabina con cuidado.

Cuando el escocés hizo fuego, el animal
lanzó un grito terrible y siguió galopando como si
tal cosa.

-Señor Dick -dijo Joe, cogiendo una escopeta-, si
no le ayudo esto va a ser el cuento de
nunca acabar.

Y dos balas entraron en los costados del
elefante.

Éste se detuvo, levantó la trompa y
emprendió de nuevo la marcha a todo escape hacia el
bosque. Sacudía su colosal cabeza, y la sangre empezaba a
brotar copiosamente de sus heridas.

-Sigamos haciendo fuego, señor Dick.

-¡Y que sea muy nutrido! -añadió el
doctor-. Tenemos el bosque a menos de veinte toesas.

Sonaron otros diez disparos. El elefante dio un salto
tan espantoso que la barquilla y el globo crujieron como si se
hubiesen partido, y al doctor se le cayó el hacha de las
manos.

La pérdida del hacha, que fue a parar al suelo,
complicaba la situación de una manera terrible, pues el
cable del ancla, reciamente asegurado, no podía ni ser
desatado ni cortado por los cuchillos de los viajeros. El globo
se aproximaba rápidamente al bosque cuando el animal, en
el momento de levantar la cabeza, recibió un balazo en un
ojo. Entonces se detuvo, vaciló, sus rodillas se doblaron
y presentó su pecho al cazador.

-Una bala en el corazón
-dijo éste, descargando una vez más la
carabina.

El elefante lanzó un grito de dolor y de
agonía; se incorporó momentáneamente,
haciendo ondear la trompa, y cayó desplomado sobre uno de
sus colmillos, que se rajó de arriba abajo. Estaba
muerto.

-¡Se ha partido un colmillo! -exclamó
Kennedy~. En Inglaterra, el
marfil se paga a treinta y cinco guineas las cien
libras.

-¿Tanto? –dijo Joe, bajando a tierra por la
cuerda del ancla.

-¿De qué sirve echar cuentas, amigo Dick?
-respondió el doctor Fergusson-. ¿Traficamos acaso
nosotros con marfil? ¿Hemos venido aquí para hacer
fortuna?

Joe contempló el ancla, sólidamente
agarrada al colmillo que había quedado ileso. Samuel y
Dick también bajaron, mientras el aeróstato, medio
deshinchado, se balanceaba sobre el cuerpo del animal.

-¡Magnífica pieza! -exclamó
Kennedy-. ¡Qué mole! ¡En la India nunca
había visto un elefante de este tamaño!

-Claro que no, amigo Dick; los elefantes del centro de
África son los más corpulentos. Los Anderson y los
Cumming los han perseguido con tal encarnizamiento por las
inmediaciones de El Cabo que emigran hacia el ecuador, donde los
encontraremos con frecuencia en nutridas manadas.

-Entretanto -intervino Joe-, creo que podremos saborear
un poco de éste. Me comprometo a ofrecerles una suculenta
comida a expensas de este animalazo. El señor Kennedy
irá a cazar durante una o dos horas; el señor
Samuel inspeccionará el Victoria y yo
desempeñaré mis funciones de
cocinero.

-Muy bien ordenado -respondió el doctor-. Tienes
carta blanca
para obrar culinariamente como mejor te parezca.

-Y yo -dijo el cazador- haré uso de las dos horas
de libertad que Joe se ha dignado otorgarme.

-Sí, amigo; pero no cometas ninguna imprudencia.
No te alejes.

-Puedes estar tranquilo.

Y Dick, armado con su fusil, se internó en el
bosque.

Entonces Joe empezó a desempeñar sus
funciones. Primero cavó un hoyo de dos pies de profundidad
y lo llenó de ramas secas, que cubrían el suelo
procedentes de los boquetes hechos en el bosque por los
elefantes, cuyas huellas se veían. Una vez estuvo lleno el
agujero, levantó encima una pila de leña de dos
pies y le prendió fuego.

A continuación se dirigió a los inanimados
restos del elefante, que había caído a unas diez
toesas del bosque; cortó diestramente la trompa, que
medía aproximadamente dos pies de ancho en su base,
escogió la parte más delicada y a ella unió
una de las esponjosas pezuñas del animal, porque, en
efecto, estas partes son el mejor bocado, como la giba del
bisonte, las patas del oso y la cabeza del
jabalí.

Cuando la hoguera se hubo consumido del todo, interior y
exteriormente, el agujero, limpio de cenizas y brasas,
ofreció una temperatura muy elevada. Los trozos del
elefante, envueltos en hojas aromáticas, fueron
depositados en el fondo de aquel horno improvisado y cubiertos de
ceniza caliente, sobre la cual Joe encendió una nueva
hoguera. Cuando se hubo consumido la leña, la carne estaba
a punto para ser comida.

Entonces, Joe sacó la apetitosa carne del horno,
la colocó sobre hojas verdes y la dispuso en medio de una
magnífica alfombra de hierba, añadiendo galletas,
aguardiente, café y
un agua fresca y cristalina que cogió de un arroyo
inmediato.

Daba gusto ver aquel festín tan bien presentado,
y Joe, sin ser demasiado vanidoso, era de la opinión de
que más gusto daría comerlo.

-¡Un viaje sin fatigas ni peligros!
-repetía-. ¡Una comida a tiempo! ¡Una hamaca
perpetua! ¿Qué más se puede pedir? ¡Y
el bueno del señor Kennedy que no queria
venir.l

Por su parte, el doctor Fergusson realizaba una
inspeccion minuciosa del aeróstato, el cual no
había sufrido en la tormenta avería alguna. El
tafetán y la gutapercha habían resistido a las mil
maravillas. Teniendo en cuenta la altura actual del terreno y
calculando la fuerza ascensional del globo, el doctor vio con
satisfacción que había la misma cantidad de
hidrógeno y que, hasta entonces, la
envoltura se mantenía perfectamente
impermeable.

No hacía más que cinco días que los
viajeros habían salido de Zanzíbar. La
provisión depemmican estaba incólume; la de
galletas y carne en conserva bastaban para un largo viaje; por
consiguiente, lo único que había que renovar era la
reserva de agua.

Los tubos y el serpentín se hallaban en perfecto
estado. Gracias a sus articulaciones de
caucho, se
habían prestado dócilmente a todas las oscilaciones
del aeróstato.

Terminado su examen, el doctor puso en orden sus
apuntes. Trazó un croquis muy exacto del terreno
circundante, con la pradera que se extendía hasta perderse
de vista, el bosque y el globo inmóvil sobre el cuerpo del
monstruoso elefante.

Pasadas las dos horas que tenía a su
disposición, Kennedy volvió con una sarta de
rollizas perdices y un pernil de oryx, animal perteneciente a la
especie más ágil de antílopes. Joe se
encargó de guisar este aumento de provisiones.

-La mesa está puesta -anunció luego con
cierta solemnidad.

Y los tres viajeros no tuvieron más que sentarse
sobre la alfombra de verdor. Las pezuñas y la trompa del
elefante fueron declaradas exquisitas por unanimidad; se
bebió a la salud de Inglaterra, como de
costumbre, y deliciosos habanos perfumaron por primera vez
aquella encantadora comarca.

Kennedy comía, bebía y hablaba por los
codos; estaba un si es no es achispado, y propuso seriamente a su
amigo el doctor establecerse en aquel bosque, construir en
él unas cabañas y comenzar la dinastía de
los robinsones africanos.

La idea no tuvo consecuencias, si bien Joe se propuso a
sí mismo para desempeñar el papel de
Viernes.

La campiña parecía tan tranquila, tan
desierta, que el doctor resolvió pasar la noche en tierra.
Joe formó un círculo de hogueras, barricadas
indispensables contra las bestias feroces. Las hienas, los
naguardos y los chacales atraídos por el olor de la carne
del elefante, vagaban por los alrededores. Kennedy tuvo que hacer
algunos disparos para ahuyentar a visitantes demasiado audaces;
pero, finalmente, la noche transcurrió sin incidentes
desagradables.

XVIII

El
Karagwah
. – El lago Ukereue. – Una noche en
una

isla. – El ecuador. – Travesía
del lago. – Las cascadas. –

Vista del país. – Las fuentes
del Nilo. – La isla de

Benga. – La firma de Andrea Debono.
– El pabellón

con las armas de
Inglaterra

A las cinco de la mañana siguiente, empezaron los
preparativos para la marcha. Joe, con el hacha que había
tenido la fortuna de encontrar, rompió los colmillos del
elefante. El Victoria, recobrando su libertad,
arrastró a los viajeros hacia el nordeste a una velocidad
de dieciocho millas.

Durante la noche anterior, el doctor había
calculado cuidadosamente su posición guiándose por
la altura de las estrellas. Se hallaba a 20 4’
de latitud por debajo del ecuador, o sea a ciento sesenta millas
geográficas. Atraveso numerosas aldeas sin hacer
ningún caso de los gritos que provocaba su
aparición; tomó nota de la conformación de
los lugares basándose en observaciones sumarias;
salvó las cuestas del Rubembé, casi tan pinas como
las cimas del Usagara, y más adelante, en Tenga,
encontró las primeras lomas de las cordilleras de
Karagwah, que, en su opinión, derivan necesariamente de
las montañas de la Luna. La antigua leyenda que
convertía aquellas sierras en la cuna del Nilo se acercaba
a la verdad, puesto que confinan con el lago Ukereue, presunto
receptáculo de las aguas del gran río.

Desde Kafuro, gran distrito de los mercaderes del
país, distinguió por fin en el horizonte aquel lago
tan buscado que el capitán Speke entrevió el 3 de
agosto de 1858.

El doctor Samuel Fergusson se sentía enormemente
emocionado. Estaba casi llegando a uno de los principales puntos
de su exploración y, sin soltar un momento el anteojo,
observaba el menor accidente de aquella comarca misteriosa,
estudiándola con todo detalle.

Debajo de él se extendía una tierra
generalmente estéril, que no presentaba más que
algunas laderas cultivadas; el terreno, sembrado de conos de
mediana altura, se hacía llano en las inmediaciones del
lago; campos sembrados de cebada reemplazaban a arrozales, y
allí crecían el llantén de donde se saca el
vino del país y el mwani, planta silvestre
sucedánea del café. Un conjunto de unas cincuenta
chozas circulares cubiertas de bálago en flor
constituía la capital de
Karagwah.

Se percibían sin dificultad las expresiones
atónitas de una raza bastante bella, de tez morena
amarillenta. Mujeres de una corpulencia inverosímil se
arrastraban por las plantaciones, y el doctor asombro a sus
compañeros diciéndoles que aquella obesidad,
allí muy apreciada, se obtenía por medio de un
régimen obligatorio de leche
cuajada.

A mediodía el Victoria se hallaba a
10 45’ de latitud austral, y a la una de la
tarde el viento lo empujaba hacia el lago.

Aquel lago debe al capitán Speke el nombre de
Nyanza Victoria. En aquel punto tenía unas noventa
millas de ancho. En su extremo meridional el capitán
encontró un grupo de islas al que llamó
archipiélago de Bengala. Llegó hasta Muanza, el
este, donde fue bien recibido por el sultán. Hizo la
triangulación de aquella parte del lago, pero no pudo
conseguir una barca para atravesarlo, ni tampoco para visitar la
gran isla de Ukereue, que es muy populosa, está gobernada
por tres sultanes y, al bajar la marea, no forma más que
una península.

El Victoria abordaba el lago más al norte,
lo cual apesadumbraba al doctor, que hubiera querido determinar
sus contornos inferiores. Las orillas, erizadas de matorrales
espinosos y maleza inextricable, desaparecían literalmente
bajo miríadas de mosquitos de un color
pardusco.

Aquel país debía de ser inhabitable y
estar deshabitado. Se veían manadas de hipopotamos
revolcándose en los cañares o sumergiendose en las
blanquecinas aguas del lago.

Éste, visto desde lo alto, ofrecía hacia
el oeste un horizonte tan ancho que parecía un mar. La
distancia impide establecer comunicaciones
entre una y otra orilla; además, las tempestades son
allí fuertes y frecuentes, pues los vientos no encuentran
obstáculo alguno en aquella cuenca elevada y
descubierta.

Trabajo le costó al doctor dirigir el globo.
Temía ser arrastrado hacia el este; pero, por fortuna, una
corriente le llevó directamente al norte y, a las seis de
la tarde, el Victoria se situó sobre una
pequeña isla desierta, a 00 3’ de latitud
y 320 52’ de longitud, y a veinte millas de la
costa.

Los viajeros lograron anclar en un árbol; al
anochecer calmó el viento y pudieron quedarse allí
tranquilamente. Era impensable tomar tierra, porque allí,
lo mismo que en las orillas del Nyanza, las legiones de mosquitos
cubrían el suelo como una densa nube. Joe volvió
del árbol acribillado; pero, como le parecía muy
natural que los mosquitos picasen, no se desazonó ni poco
ni mucho.

El doctor, sin embargo, menos optimista, soltó
toda la cuerda que le fue posible para librarse de aquellos
despiadados insectos que ascendían con un murmullo
inquietante.

El doctor estableció la altura del lago sobre el
nivel del mar, tal como lo había determinado el
capitán Speke, es decir, tres mil setecientos cincuenta
pies.

-¡Conque estamos en una isla! -dijo Joe, que se
desollaba rascándose.

-Una isla que podríamos recorrer en menos que
canta un gallo -respondió el cazador- y donde, salvo esos
amables insectos, no se ve un solo ser vivo.

-Las islas de que está el lago salpicado
-respondió el doctor Fergusson- no son, en realidad,
más que crestas de colinas sumergidas, y no hemos tenido
poca fortuna en encontrar en ellas un abrigo, porque las orillas
del lago están pobladas de tribus feroces. Dormid, pues,
ya que el cielo nos prepara una noche tranquila.

-¿Y no harás tú otro tanto,
Samuel?

-No; yo no podría cerrar los ojos. Mis
pensamientos me lo impedirían. Mañana, si el viento
es favorable, marcharemos directamente hacia el norte y tal vez
descubramos las fuentes del Nilo, ese secreto hasta ahora
impenetrable. Tan cerca de las fuentes del gran río me
sería imposible conciliar el sueño.

Kennedy y Joe, a quienes no turbaban hasta tal extremo
las preocupaciones científicas, no tardaron en dormirse
profundamente bajo la vigilancia del doctor Fergusson.

El miércoles 23 de abril, a las cuatro de la
mañana, el Victoría zarpaba. El cielo estaba
ceniciento; la noche abandonaba difícilmente las aguas del
lago, envueltas totalmente en una densa niebla que un viento
violento enseguida disipó. El Victoría se
balanceó por espacio de algunos minutos y por fin
remontó directamente hacia el norte.

El doctor Fergusson palmoteó con
alegría.

-¡Estamos en el buen camino! -exclamó-.
¡Si hoy no vemos el Nilo, no lo veremos nunca!
¡Amigos! pasamos el ecuador, entramos en nuestro
hemisferio!

-¡Oh! -exclamó Joe-. ¿Usted cree,
señor, que el ecuador pasa por aquí?

-¡Justo por aquí, muchacho!

-Pues bien, con su permiso, me parece conveniente que
sin pérdida de tiempo lo rociemos con un buen
trago.

-¡Estupendo, venga un trago de grog!
-respondió el doctor Fergusson, riendo-. Tienes una manera
nada tonta de entender la cosmografía.

Y así se celebró el paso de la
línea a bordo del Victoria.

Este avanzaba rápidamente. Se vislumbraba al
oeste la costa baja y poco accidentada, y al fondo las mesetas
más elevadas del Uganda y el Usoga. La velocidad del
viento era excesiva: casi treinta millas por hora.

Las aguas del Nyanza, agitadas con fuerza, espumeaban
como las olas del mar. El mar de fondo que se percibía le
indicó al doctor que el lago era muy profundo. Durante
aquella rápida travesía apenas vieron una o dos
embarcaciones toscas.

-Este lago -dijo el doctor- es evidentemente, por su
posición elevada, el depósito natural de los
ríos de la parte oriental de África, dándole
el cielo en lluvia lo que le quita en vapor a sus afluentes. Me
parece indudable que el Nilo nace aquí.

-Lo veremos -replicó Kennedy.

Hacia las nueve avistaron la costa oeste, que
parecía desierta y poblada de árboles. El viento
aumentó un poco hacia el este, y se pudo distinguir la
otra orilla del lago. Ésta se curvaba de manera que
terminaba en un ángulo muy abierto, a 20
40’ de latitud septentrional. Altas montañas
erguían sus áridos picos en aquel extremo del
Nyanza; pero entre ellas una garganta profunda y sinuosa daba
paso a un río que hervía con violencia.

El doctor Fergusson, al tiempo que maniobraba el
aeróstato, examinaba el terreno con ávida
mirada.

-¡Mirad! -exclamó-. ¡Mirad, amigos
míos! ¡Las narraciones de los árabes eran del
todo exactas! Hablaban de un río por el cual desagua hacia
el norte el lago Ukereue, y ese río existe, y nosotros
seguimos su curso, y fluye con una rapidez comparable a nuestra
propia velocidad. ¡Y esa gota de agua que discurre bajo
nuestros pies va indudablemente a confundirse con las olas del
Mediterráneo! ¡Es el Nilo!

-¡Es el Nilo! -repitió Kennedy, que se
dejaba contagiar por el entusiasmo de Samuel
Fergusson.

-¡Viva el Nilo! -dijo Joe, que, cuando estaba
alegre, vitoreaba gustoso cualquier cosa.

Enormes rocas
obstaculizaban en diversos puntos el curso de aquel misterioso
río. El agua espumeaba; formaba rápidos y cataratas
que confirmaban al doctor en sus previsiones. De las
montañas circundantes partían numerosos torrentes;
se podían contar a centenares. De la tierra se veía
brotar delgados hilos de agua, dispersos, que se cruzaban, se
confundían, rivalizaban en velocidad y se precipitaban en
aquel riachuelo que, después de absorberlos, se
convertía en caudaloso río.

-He aquí el Nilo -repitió el doctor con
convicción-. El origen de su nombre ha apasionado a los
sabios no menos que el origen de sus aguas. Se lo ha hecho
derivar del griego, del copto, del sánscrito;
después de todo, es lo de menos, ya que finalmente ha
tenido que revelar el secreto de su procedencia.

-Pero ¿cómo podremos estar seguros
-preguntó el cazador- de que este río es el mismo
que exploraron los viajeros del norte anteriormente?

-Tendremos pruebas
seguras, irrecusables, infalibles -respondió Fergusson-,
si el viento sigue siéndonos propicio aunque no sea mas
que una hora.

Las montañas se separaban, dando paso a numerosas
aldeas y a campos cultivados de sésamo, dourrab y
caña de azúcar.
Las tribus de aquellas comarcas se mostraban agitadas y hostiles.
Presintiendo extranjeros, y no dioses, parecían más
propensas a la cólera
que a la adoración. Se diría que el hecho de
dirigirse a las fuentes del Nilo significara usurparles algo.
El Victoria tuvo que mantenerse fuera del alcance de los
mosquetes.

-Difícil será abordar aquí -dijo el
escocés.

-¡Peor para esos indígenas! -replicó
Joe-. Les privaremos del encanto de nuestra
conversación.

-Y sin embargo, es preciso que yo baje -respondió
el doctor Fergusson-, aunque no sea más que un cuarto de
hora. De otro modo, no puedo comprobar los resultados de nuestra
exploración.

-¿Es, pues, indispensable, Samuel?

-Tan indispensable que bajaremos aunque tengamos que
andar a tiros.

-No lo sentiría -respondió Kennedy,
acariciando su carabina.

-Dispuesto estoy a bordo, señor -dijo Joe,
aprestándose al combate.

-No será la primera vez -respondió el
doctor- que la ciencia
haya tenido que empuñar las armas. A ellas se vio obligado
a recurrir en las montañas de España un
sabio francés cuando medía el meridiano
terrestre.

-Mantén la calma, Samuel, y confía en tus
dos guardaespaldas.

-¿Bajamos ya, señor?

-Todavía no. Vamos a elevarnos un poco para
conocer con exactitud la configuración del
terreno.

El hidrógeno se dilató y, en menos de diez
minutos, el Victoria planeaba a una altura de dos mil
quinientos pies del suelo.

Desde allí se distinguía una inextricable
red de arroyos que el río acogía en su lecho. La
mayor parte venían del oeste, atravesando fértiles
campos y numerosas colinas.

-Nos hallamos a menos de noventa millas de Gondokoro
-dijo el doctor, señalando el mapa-, y a menos de cinco
del punto alcanzado por los exploradores procedentes del norte.
Acerquémonos a tierra con precaucion.

El Victoria descendió más de dos
mil pies.

-Ahora, amigos, preparaos para cualquier
cosa.

-Lo estamos -respondieron Dick y Joe.

-¡Bien!

Muy pronto, el Victoria avanzó siguiendo
el lecho del río y apenas a cien pies de éste. En
aquel punto, el Nilo medía cincuenta toesas, y en las
aldeas de las orillas los indígenas se agitaban
tumultuosamente. Al llegar al segundo grado, el río forma
una cascada vertical de unos diez pies de altura y, por
consiguiente, infranqueable.

-Aquí tenemos la cascada indicada por Debono
-exclamó el doctor.

El cauce del río se ensanchaba y estaba sembrado
de numerosos islotes que Samuel Fergusson devoraba con la mirada;
parecía buscar un punto de referencia que no
encontraba.

Unos negros se habían acercado en una barca hasta
quedar situados debajo del globo. Kennedy les saludó con
un disparo, y, aunque no hirió a ninguno, todos huyeron
precipitadamente a la orilla.

-¡Buen viaje! -les deseó Joe-. Si yo fuera
quien estuviese en su pellejo, no volvería; me
daría miedo un monstruo que lanza rayos a
voluntad.

De pronto, el doctor Fergusson cogió su anteojo y
examinó la isla que había en medio del
río.

-¡Cuatro árboles! –exclamó-.
¡Mirad allá abajo!

En efecto, en su extremo se alzaban cuatro
árboles aislados.

-¡Es la isla de Benga!
-añadió.

-¿Y qué? -preguntó Dick.

-Allí bajaremos, si Dios quiere.

-¡Pero parece habitada, señor
Samuel!

-Joe tiene razón; si no me equivoco, hay un grupo
de unos veinte indígenas.

-Los asustaremos para que huyan -replicó
Fergusson-. No será empresa
difícil.

-De acuerdo -asintió el cazador.

El sol estaba en el cenit. El Victoria se
acercó a la isla. Los negros, pertenecientes a la tribu de
Makado, prorrumpieron en gritos desaforados. Uno de ellos agitaba
su sombrero de corteza. Kennedy apuntó hacia el sombrero,
disparó y lo hizo pedazos.

Se produjo una desbandada general. Los indígenas
se echaron al río precipitadamente y lo atravesaron a
nado. Enseguida partió de las dos orillas una granizada de
balas y una lluvia de flechas, pero sin peligro para el
aeróstato, cuya ancla había hincado sus uñas
en la hendidura de una roca. Joe se deslizó por la
cuerda.

-¡La escala! -gritó el doctor-.
Sígueme, Kennedy.

-¿Qué vas a hacer?

-Bajemos; necesito un testigo.

-Heme aquí.

-Joe, alerta.

-Respondo de todo, señor. Esté
tranquilo.

-¡Ven, Dick! -dijo el doctor al llegar a
tierra.

Y llevó a su companero hacia un grupo de rocas
que se levantaban en la punta de la isla. Una vez allí, se
pasó un rato buscando, escudriñó entre la
maleza y se llenó las manos de sangre.

De repente, agarró con fuerza el brazo del
cazador.

~Mira -le dijo.

-¡Letras! -exclamó Kennedy.

En efecto, aparecían dos letras grabadas con toda
claridad en la roca. Se leía perfectamente:

A. D.

-A.D. -especificó el doctor Fergusson-.
¡Andrea Debono! ¡La firma del viajero que más
se ha acercado a las fuentes del Nilo!

-El hecho es irrebatible, Samuel.

-¿Estás convencido ahora?

-¡No cabe duda, es el Nilo!

El doctor miró por última vez aquellas
preciosas iniciales, cuya forma y dimensiones copió
exactamente.

-Y ahora -dijo-, al globo.

-Rápido, porque veo algunos indígenas que
se preparan para cruzar el río.

-¡Ya poco nos importa! Que el viento nos empuje
hacia el norte durante algunas horas: llegaremos a Gondokoro y
estrecharemos la mano de nuestros compatriotas.

Diez minutos después, el Victoria se
elevaba majestuosamente, en tanto que el doctor Fergusson, en
señal de triunfo, desplegaba el pabellón con las
armas de Inglaterra.

XIX

El Nilo.
– La montaña temblorosa. – Recuerdos de

casa. – Las narraciones de los
árabes. – Los nyam-

nyam. – Reflexiones sensatas de Joe. –
El
Victoria da

bordadas. – Las ascensiones
aerostáticas. – Madame

Blanchard

-¿Cuál es nuestra dirección?
-preguntó Kennedy a su amigo, que estaba consultando la
brújula.

-Norte-noroeste.

-¡Entonces no es norte!

-No, Dick, y creo que nos resultará
difícil llegar a Gondokoro. Lo siento; pero, en fin, hemos
enlazado las exploraciones del este con las del norte y, por
consiguiente, no podemos quejarnos.

El Victoria se alejaba poco a poco del
Nilo.

-Quiero dirigir una última mirada -dijo el
doctor- a esta altitud infranqueable que nunca han podido
traspasar los más intrépidos viajeros. Ahí
están esas intratables tribus que mencionan Petherick,
D'Arnaud, Miani y el joven viajero Lejean, a quien se deben los
mejores trabajos sobre el Alto Nilo.

-¿Quiere eso decir -preguntó Kennedy- que
nuestros descubrimientos concuerdan con los presentimientos de la
ciencia?

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