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Julio Verne – Cinco semanas en globo (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

Partes: 1, , 3, 4, 5, 6, 7

Dick se puso colorado como un pavo, lo que se
tomó por modestia. Aumentaron los aplausos, y Dick se puso
más colorado aún.

Durante los postres llegó un mensaje de la reina,
que cumplimentaba a los viajeros y hacía votos por el
éxito
de la
empresa.

Ello requirió nuevos brindis «por Su Muy
Graciosa Majestad».

A medianoche los convidados se separaron, después
de una emocionada despedida, sazonada con entusiastas apretones
de manos.

Las embarcaciones del Resolute aguardaban en el
puente de Westminster. El comandante tomó el mando,
acompañado de sus pasajeros y de sus oficiales, y la
rápida corriente del Támesis les condujo hacia
Greenwich.

A la una todos dormían a bordo.

Al día siguiente, 21 de febrero, a las tres de la
madrugada, las calderas
estaban a punto; a las cinco levaron anchas y el Resolute,
a impulsos de su hélice, se deslizó hacia la
desembocadura del Támesis.

Huelga decir que, a bordo, las conversaciones no
tuvieron más objeto que la expedición del doctor
Fergusson. Tanto viéndole como oyéndole, el doctor
inspiraba una confianza tal que, a excepción del
escocés, nadie ponía ya en duda el éxito de
la empresa.

Durante las largas horas de ocio del viaje, el doctor
daba un verdadero curso de geografía en la
cámara de los oficiales. Aquellos jóvenes se
entusiasmaban con la narración de los descubrimientos
hechos durante cuarenta años en África. El doctor
les contó las exploraciones de Barth, Burton, Speke y
Grant, y les describió aquella misteriosa comarca objeto
de las investigaciones
de la ciencia. En
el norte, el joven Duveyrier exploraba el Sáhara y llevaba
a París a los jefes tuaregs. Por iniciativa del Gobierno
francés se preparaban dos expediciones que, descendiendo
del norte y dirigiéndose hacia el oeste,
coincidirían en Tombuctú. En el sur, el infatigable
Livingstone continuaba avanzando hacia el ecuador y,
desde marzo de 1862, remontaba, en compañía de
Mackenzie, el río Rovuma. El siglo XIX no
concluiría ciertamente sin que África hubiera
revelado los secretos ocultos en su seno por espacio de seis mil
años.

El interés de
los oyentes aumentó cuando el doctor les dio a conocer en
detalle los preparativos de su viaje. Todos quisieron verificar
sus cálculos; discutieron, y el doctor participó en
la discusión con toda franqueza.

En general, les asombraba la cantidad relativamente
escasa de víveres con que contaba. Un día, uno de
los oficiales le interrogó acerca del
particular.

-¿Eso les sorprende? -preguntó
Fergusson.

-Sin duda.

-Pero ¿cuánto suponen que durará mi
viaje? ¿Meses enteros? Están en un error; si se
prolongase, estaríamos perdidos; no lo lograríamos.
Sepan que no hay más de tres mil quinientas millas,
pongamos cuatro mil, de Zanzíbar a la costa de Senegal.
Pues bien, recorriendo doscientas cuarenta millas cada doce
horas, velocidad
menor a la de nuestros ferrocarriles, si se viaja día y
noche bastarán siete días para atravesar
África.

-Pero entonces no podría ver, ni dibujar planos
geográficos, ni reconocer el país.

-¿Cómo? -respondió el doctor-. Si
soy dueño de mi globo, si subo o bajo a mi arbitrio, me
detendré cuando me parezca bien, sobre todo cuando corra
peligro de que me arrastren corrientes demasiado
violentas.

-Y encontrará esas corrientes -dijo el comandante
Pennet-. Hay huracanes en los que la velocidad del viento
sobrepasa las doscientas cincuenta millas por hora.

-¿Se dan cuenta? -replicó el doctor-. Con
una rapidez tal cruzaría África en doce horas; me
levantaría en Zanzíbar y me acostaría en San
Luis.

-Pero -repuso el oficial- ¿acaso podría un
globo ser arrastrado a una velocidad semejante?

-Es cosa que se ha visto -respondió
Fergusson.

-¿Y el globo resistió?

-Perfectamente. Fue en la época de la
coronación de Napoleón, en 1804. El aeronauta Garnerin
lanzó en París, a las once de la noche, un globo,
con la siguiente inscripción en letras de oro:
«París, 25 frimario año XIII,
coronación del emperador Napoleón por S. S.
Pío VII.» A día siguiente, a las cinco de la
mañana, los habitantes de Roma veían
el mismo globo balancearse sobre el Vaticano, recorrer la
campiña romana y caer en el lago de Braciano. Así
pues, señores, un globo puede resistir tan considerable
velocidad.

-Un globo, sí; pero un hombre
-balbució tímidamente Kennedy.

-¡Un hombre también! Porque no lo olviden,
un globo siempre está inmóvil con relación
al aire que lo
circunda; no es él el que avanza, sino la propia masa de
aire. Si encendemos una vela en la barquilla, la llama no
oscilará siquiera. Un aeronauta que se hubiese hallado en
el globo de Garnerin, no habría sufrido ningún
daño a
causa de la velocidad. Además, yo no trato de alcanzar una
rapidez semejante, y si durante la noche puedo enganchar el ancla
en algún árbol o algún accidente del
terreno, no dejaré de hacerlo. Llevamos víveres
para dos meses, y nada impedirá que nuestro hábil
cazador nos proporcione caza en abundancia cuando tomemos
tierra.

-¡Ah! ¡Señor Kennedy!
¡Dará golpes maestros! -dijo un joven guardiamarina,
mirando al escocés con envidia.

-Sin contar -repuso otro- con que a su placer se
asociará una gran gloria.

-Señores -respondió el cazador-, soy muy
sensible … a sus cumplidos…, pero no me corresponde
aceptarlos …

-¡Cómo! -exclamaron todos-. ¿No
partirá?.

-No partiré.

-¿No acompañará al doctor
Fergusson?

-No sólo no le acompañaré, sino que
mi presencia aquí no tiene más objeto que intentar
detenerle hasta el último momento.

Todas las miradas se dirigieron al doctor.

-No le hagan caso -respondió éste con
calma-. Es un asunto que no se debe discutir con él; en el
fondo, sabe perfectamente que partirá.

-¡Por san Patricio! -exclamó Kennedy-.
juro…

-No jures nada, amigo Dick. Estás medido y
pesado, y también lo están tu pólvora, tus
escopetas y tus balas; así que no hablemos más del
asunto.

Y de hecho, desde aquel día hasta la llegada a
Zanzíbar, Dick no dijo esta boca es mía. No
habló ni del asunto ni de ninguna otra cosa.
Calló.

 

IX

Se
dobla el cabo. – El castillo de proa. – Curso de

cosmografía por el profesor Joe.
– De la dirección de los

globos. – De la investigación de las
corrientes

atmosféricas. –
¡Eureka!

El Resolute avanzaba rápidamente hacia el
cabo de Buena Esperanza. El tiempo se
mantenía sereno, aunque el mar se pico un poco.

El 30 de marzo, veintisiete días después
de la salida de Londres, se perfiló en el horizonte la
montaña de la Mesa. La ciudad de El Cabo, situada al pie
de un anfiteatro de colinas, apareció a lo lejos, y muy
pronto el Resolute ancló en el puerto. Pero el
comandante no hacía escala
allí, sino para proveerse de carbón, lo que fue
cosa de un día, y al siguiente el buque se dirigió
hacia el sur para doblar la punta meridional de África y
entrar en el canal de Mozambique.

No era aquél el primer viaje por mar de Joe, de
manera que éste no tardó en hallarse a bordo como
en su propia casa. Todos le querían por su franqueza y su
buen humor. Gran parte de la celebridad de su señor
repercutía en él. Se le escuchaba como a un
oráculo, y no se equivocaba más que cualquier
otro.

Mientras el doctor prosegula su curso en la
cámara de los oficiales, Joe se despachaba a gusto en el
castillo de proa y hacía historia a su manera,
procedimiento
seguido por los más eminentes historiadores de todos los
tiempos.

Se trataba, como era natural, del viaje aéreo.
Joe consiguió, no sin trabajo, que
aceptasen la empresa los espiritus recalcitrantes; pero, una vez
aceptada, la imaginación de los marineros, estimulada por
los relatos de Joe, ya no concibió nada que fuese
imposible.

El ameno narrador persuadía a su auditorio de que
después de aquel viaje emprenderían otros muchos.
Aquél no era más que el primer eslabón de
una larga serie de empresas
sobrehumanas.

-Creedme, camaradas; cuando se ha probado este género de
locomoción, no se puede prescindir de él;
así es que, en nuestra próxima expedición,
en lugar de ir de lado, iremos hacia adelante sin dejar de
subir.

-¡Bueno! -exclamó un oyente, maravillado-.
Entonces llegaréis a la Luna.

-¡A la Luna! -respondió Joe con
desdén-. ¡No, eso es demasiado común! A la
Luna va todo el mundo. Además, allí no hay agua y es
preciso llevar una enorme cantidad de provisiones; e incluso
atmósfera
en frascos, por poco interés que se tenga en
respirar.

-¡Con tal de que haya ginebra! -dijo un marinero
muy aficionado a esta bebida.

-Tampoco, camarada. ¡No! Nada de Luna.
Recorreremos esas hermosas estrellas, esos encantadores planetas de
los que tantas veces me ha hablado mi señor. Visitaremos
primero Saturno…

-¿ El que tiene un anillo? -preguntó el
contramaestre.

-¡Sí, un anillo nupcial! Lo que ocurre es
que se ignora el paradero de su mujer.

-¡Cómo! ¿Tan alto irán?
-preguntó un grumete, atónito-. Su señor
debe de ser el diablo.

-¿El diablo? ¡Es demasiado bueno para ser
el diablo!

-¿Y después de Saturno? -preguntó
uno de los más impacientes del auditorio.

-¿Después de Saturno? Haremos una visita a
Júpiter, un extraño país donde los
días no son más que de nueve horas Y media, lo cual
resulta cómodo para los perezosos, y donde los
años, por extraño que parezca duran doce
años, lo cual ofrece ventajas para los que no tienen
más que seis meses de vida. ¡Eso prolonga algo su
existencia!

-¿Doce años? -repuso el
grumete.

-Sí, pequeño, en esas tierras tú
mamarías aún, y aquel de allá, que roza la
cincuentena, sería un chiquillo de cuatro anos y
medio.

-¡No puede ser! -exclamaron unánimes todos
los hombres que se hallaban en el castillo de proa.

-Es la pura verdad –dijo Joe con aplomo-. Pero
¿que queréis? Cuando uno se empeña en
vegetar en este mundo, no aprende nada y es tan ignorante como
una marsopa. ¡Pasead un poco por Júpiter y
veréis! ¡Es menester, sin embargo, saber comportarse
allí arriba, pues hay satélites
que no son tolerantes!

Y todos reían, pero sólo le creían
hasta cierto punto.. Y él les hablaba de Neptuno, donde
los marineros son muy bien recibidos, y de Marte, donde los
militares imponen su autoridad, lo
cual acaba por resultar fastidioso. En cuanto a Mercurio, es un
pícaro país de ladrones y mercaderes, tan parecidos
unos a otros que difícilmente se les distingue. Y, por
último, de Venus les pintaba un cuadro verdaderamente
encantador.

-Y cuando volvamos de esta expedición -dijo el
ameno narrador- se nos condecorará con la Cruz del Sur,
que brilla allá arriba en el ojal del buen
Dios.

-¡Y bien merecida la tendréis! -admitieron
los marineros.

Así, en alegres pláticas,
transcurrían las largas tardes en el castillo de proa.
Mientras tanto, las conversaciones instructivas del doctor
seguian su camino.

Un día, hablando de la dirección de los
globos, se le pidió a Fergusson que diese acerca del
particular su parecer.

-Yo no creo -dijo- que se pueda llegar a dirigir un
globo. Conozco todos los sistemas que se
han ensayado o ideado, y ni uno solo es practicable. Como
comprenderán, me he ocupado de esta cuestión, de
interés capital para
mí. Sin embargo, no he podido resolverla con los medios
suministrados por los conocimientos actuales de la mecánica. Sería preciso descubrir un
motor de un
poder
extraordinario y de una ligereza imposible. Y aun así, no
se podrían contrarrestar las corrientes de cierta
importancia. Además, hasta ahora se ha pensado más
en dirigir la barquilla que el globo, lo cual es un
error.

-Existe, sin embargo -replicó un oficial-, una
gran relación entre un aeróstato y un buque, y
éste puede dirigirse a voluntad.

-No -respondió el doctor Fergusson-. Existe muy
poca relación o ninguna. El aire es infinitamente menos
denso que el agua, en la
cual el buque no se sumerge más que hasta cierto punto,
mientras que el aeróstato se abisma por completo en la
atmósfera y permanece inmóvil con relación
al fluido circundante.

-¿Cree entonces que la ciencia
aerostática ha dicho ya su última
palabra?

-¡No tanto! ¡No tanto! Es preciso buscar
otra cosa; si no se puede dirigir un globo, al menos hay que
intentar mantenerlo en las corrientes atmosféricas
favorables. Éstas, a medida que se sube, se vuelven mucho
más uniformes y son constantes en su direccion; ya no las
perturban los valles y las montañas que surcan la
superficie del planeta, y eso, como muy bien sabe, es la
principal causa de las variaciones del viento y de la
irregularidad de su soplo. Una vez determinadas estas zonas, el
globo no tendrá más que colocarse en las corrientes
que le convengan.

-Pero, entonces -repuso el comandante Pennet-, para
alcanzarlas será menester subir o bajar constantemente. He
ahí la verdadera dificultad, mi querido doctor.

-¿Por qué, mi querido
comandante?

-Entendámonos: sólo supondrá una
dificultad y un obstáculo para los viajes de
largo recorrido, no para los simples paseos
aéreos.

-¿Y tendría la bondad de decirme por
qué?

-Porque para subir es imprescindible soltar lastres, y
para bajar es imprescindible perder gas, y con tanto
subir y bajar las provisiones de gas y de lastre se agotan
enseguida.

-He ahí la cuestión, amigo Pennet. He
ahí la única dificultad que debe procurar allanar
la ciencia. No se trata de dirigir globos; se trata de moverlos
de arriba abajo sin gastar ese gas que constituye su fuerza, su
sangre, su
alma, si es
lícito hablar así.

-Tiene razon, mi querido doctor, pero esa dificultad
aún no está resuelta, ese medio todavía no
se ha encontrado.

-Perdone, se ha encontrado.

-¿Quién lo ha encontrado?

-¡Yo!

-¿Usted?

-Comprenderá que, de otro modo, no me
aventuraría a cruzar África en globo. ¡A las
veinticuatro horas me quedaría sin gas!

-Pero no habló de eso en Inglaterra.

-¿Para qué? Quería evitar una
discusión pública; me parecía algo
inútil. Hice experimentos
preparatorios en secreto y quedé satisfecho de ellos. No
tenía necesidad de más.

-Y bien, mi querido Fergusson, ¿sería una
imprudencia preguntarle su secreto?

-En absoluto. El medio es muy sencillo, señores;
ahora lo verán.

El auditorio redobló su atención y el doctor tomó
tranquilamente la palabra.

 

 

 

X

Ensayos anteriores. – Las cinco cajas del doctor. –
El

soplete de gas. – El calorífero. – Manera de
maniobrar.

Exito
seguro

-Se ha intentado muchas veces, señores, subir o
bajar a voluntad sin perder el gas o el lastre del globo. Un
aeronauta francés, el señor Mounier,
pretendía alcanzar este objetivo
comprimiendo aire en un receptáculo interior Un belga, el
doctor Van Hecke, por medio de alas y paletas desplegaba una
fuerza vertical que en la mayor parte de los casos hubiera sido
insuficiente. Los resultados prácticos obtenidos por estos
medios han sido insignificantes.

»Yo he resuelto abordar la cuestión
más directamente. Desde luego, suprimo por completo el
lastre, salvo que me obligue a recurrir a él algún
caso de fuerza mayor, como, por ejemplo, la rotura del aparato o
la necesidad de elevarme con gran rapidez para evitar un
obstáculo imprevisto.

»Mis medios de ascensión y descenso
consisten únicamente en dilatar o contraer, por medio de
distintas temperaturas, el gas almacenado en el interior del
aeróstato. Y he aquí cómo obtengo este
resultado.

»Han visto que, con la barquilla, embarcaron unas
cajas cuyo uso desconocen sin duda. Hay cinco cajas.

»La primera contiene unos veinticinco galones de
agua, a la cual añado algunas gotas de ácido
sulfúrico para aumentar su conductibilidad y la
descompongo por medio de una potente pila de Bunsen. El agua,
como saben, se compone de dos volúmenes de gas hidrógeno y un volumen de gas
oxígeno.

»Este último, bajo la acción
de la pila, pasa por el polo positivo a una segunda caja. Una
tercera, colocada encima de la segunda y de doble capacidad,
recibe el hidrógeno que llega por el polo
negativo.

»Dos espitas, una de las cuales tiene doble
abertura que la otra, ponen en comunicación estas dos cajas con otra, que
es la cuarta y se llama caja de mezcla. En ella, en efecto, se
mezclan los dos gases
procedentes de la descomposición del agua. La capacidad de
esta caja de mezcla viene a ser de cuarenta y un pies
cúbicos.

»En la parte superior de esta caja hay un tubo de
platino, provisto de una llave.

»Ya habrán comprendido, señores, que
el aparato que les describo es, simplemente, un soplete de gas
oxígeno e hidrogeno,
cuyo calor supera el del fuego de una fragua.

»Establecido esto, paso a la segunda parte del
aparato.

»De la parte inferior del globo, que está
herméticamente cerrado, salen dos tubos separados por un
pequeño intervalo. El uno arranca de las capas superiores
del gas hidrógeno, y el otro de las inferiores.

»Estos dos tubos están provistos, de trecho
en trecho, de sólidas articulaciones de
caucho que les
permiten adaptarse a las oscilaciones del
aeróstato.

»Los dos bajan hasta la barquilla y se pierden en
una caja cilíndrica de hierro,
llamada caja de calor, cerrada en ambos por dos fuertes discos
del mismo metal.

»El tubo que sale de la región inferior del
globo pasa a la caja cilíndrica por el disco inferior y,
penetrando en él, adopta entonces la forma de un
serpentín helicoidal, cuyos anillos superpuestos ocupan
casi toda la altura de la caja. Antes de salir, el
serpentín pasa a un pequeño cono, cuya base
cóncava, en forma de esférico, se dirige hacia
abajo.

»Por el vértice de este cono sale el
segundo tubo, que se traslada, como he dicho, a las partes
superiores del globo.

»El casquete esférico del pequeño
cono es de platino, para que no se funda por la acción del
soplete, pues éste se halla colocado en el fondo de la
caja de hierro, en el centro del serpentín helicoidal, y
el extremo de la llama roza ligeramente el casquete.

»Todos saben, señores, lo que es un
calorífero destinado a calentar las habitaciones, y saben
también cómo actúa. El aire de la
habitación, tras pasar por los tubos, vuelve a una
temperatura
más elevada. El aparato que acabo de describir no es, en
realidad, más que un calorífero.

»¿Qué ocurre entonces? Una vez
encendido el soplete, el hidrógeno del serpentín y
del cono cóncavo se calienta y sube rápidamente por
el tubo, que lo conduce a las regiones superiores del
aeróstato. Debajo se forma el vacío, que atrae el
gas de las regiones inferiores, el cual se calienta a su vez y es
continuamente reemplazado. Así se establece en los tubos y
el serpentín una corriente sumamente rápida de gas,
que sale del globo y vuelve a él calentándose sin
cesar.

»Ahora bien, los gases aumentan 1/480 de su
volumen por grado de calor. Por lo tanto, si fuerzo
180 la temperatura, el hidrógeno del
aeróstato se dilatará 18/480, o mil seiscientos
setenta y cuatro pies cúbicos;' por consiguiente,
desplazará mil seiscientos setenta y cuatro pies
cúbicos de aire más, lo cual aumentará mil
seiscientas libras su fuerza ascensional que equivale a un
desprendimiento de lastre de igual peso. Si aumento
1800 la temperatura, el gas experimentará una
dilatación de 180/480, desplazará dieciséis
mil setecientos cuarenta pies cúbicos más y su
fuerza ascensional se incrementará mil seiscientas
libras.

»Como ven, señores, puedo obtener
fácilmente desequilibrios considerables. El volumen del
aeróstato ha sido calculado de manera que, estando medio
hinchado, desplace un peso de aire exactamente igual al de la
envoltura del hidrógeno y la barquilla con los viajeros y
todos los accesorios. En ese punto, se halla en equilibrio en
el aire, sin subir ni bajar.

»Para verificar la ascensión, doy al gas
una temperatura superior a la temperatura ambiente por
medio del soplete. Con este exceso de calor, obtiene una
tensión más fuerte e hincha más el globo,
que sube tanto más cuanto más dilato el
hidrógeno.

»El descenso se realiza, naturalmente, moderando
el calor del soplete y dejando que baje la temperatura. La
ascension sera, pues, generalmente mucho más rápida
que el descenso. Pero esta circunstancia resulta favorable, pues
no tengo ningún interés en bajar
rápidamente, mientras que una pronta marcha ascensional es
lo que me permite evitar los obstáculos. Los peligros
están abajo, no arriba.

»Además, como les he dicho, tengo cierta
cantidad de lastre que me permitirá elevarme con
más prontitud aun en caso necesario. La válvula
situada en el polo superior del globo no es más que una
válvula de seguridad. El
globo conserva siempre la misma carga de hidrógeno, siendo
las variaciones de temperatura que produzco en ese medio de gas
cerrado las que provocan todos los movimientos de ascension y
descenso.

»Ahora, señores, añadiré un
detalle práctico.

»La combustión del hidrógeno y del
oxígeno en la punta del soplete produce únicamente
vapor de agua. He dotado, por ello, a la parte inferior de la
caja cilíndrica de hierro de un tubo de desprendimiento
con válvula que funciona a menos de dos atmósferas
de presión;
por consiguiente, desde el momento en que alcanza esta
presión, el vapor se escapa por sí
mismo.

»He aquí cifras muy exactas.

»Veinticinco galones de agua descompuesta en sus
elementos constitutivos, dan 200 libras de oxígeno y 25 de
hidrógeno. Esto representa en la presión
atmosférica, mil ochocientos noventa pies cúbicos
del primero y tres mil setecientos ochenta del segundo; en total
cinco mil seiscientos setenta pies cúbicos de
mezcla.

»La espita del soplete, enteramente abierta,
consume veintisiete pies cúbicos por hora, con una llama
por lo menos diez veces más potente que la de las farolas
de alumbrado. Por término medio, pues, para mantenerme a
una altura poco considerable, no quemaré más de
nueve pies cúbicos por hora, por lo que mis veinticinco
galones de agua representan seiscientas treinta horas de
navegación aérea, es decir, algo más de
veintiséis días.

»Y como puedo bajar a mi arbitrio, y renovar por
el camino la provisión de agua, mi viaje puede prolongarse
indefinidamente.

»He aquí mi secreto, señores. Es
sencillo, y, como todas las cosas sencillas, no puede dejar de
tener éxito. La dilatación y la contracción
del gas del aeróstato, tal es mi medio, que no exige ni
alas embarazosas ni motor mecánico. Un calorífero
para producir las variaciones de temperatura y un soplete para
calentarlo; eso no es incómodo ni pesado.

»Creo, pues, haber reunido todas las condiciones
para el éxito.

Así terminó su discurso el
doctor Fergusson, y fue cordialmente aplaudido. No había
objeción alguna que hacer; todo estaba previsto y
resuelto.

-Sin embargo -dijo el comandante-, puede ser
peligroso.

¿Qué importa -respondió
sencillamente el doctor-, si es practicable?

XI

Llegada a Zanzíbar. – El cónsul
inglés.
– Mala

disposición de los habitantes.
– La isla de Kumbeni. –

Los hacedores de lluvia. – Hinchan el
globo. – Partida

del 18 de abril. – último
adiós. – El
Victoria

Un viento constantemente favorable había
acelerado la marcha del Resolute hacia el lugar de su
destino. La navegación del canal de Mozambique fue
particularmente apacible. La travesía marítima era
un buen presagio de la aérea. Todos deseaban llegar pronto
y ayudar al doctor Fergusson en sus últimos
preparativos.

El buque avistó por fin la ciudad de
Zanzíbar, situada en la isla del mismo nombre, y el 15 de
abril, a las once de la mañana, ancló en el
puerto.

La isla de Zanzíbar pertenece al imán de
Mascate, aliado de Francia y de
Inglaterra, y es indudablemente la más bella de sus
colonias. El puerto recibe muchos buques de los países
vecinos.

La isla está separada de la costa africana por un
canal, cuya anchura mayor no pasa de treinta millas.

Existe un gran comercio de
caucho, marfil y, sobre todo, ébano, porque
Zanzíbar es el gran mercado de
esclavos. Allí se concentra todo el botín
conquistado en las batallas que los jefes del interior libran
incesantemente. El tráfico se extiende por toda la costa
oriental, e incluso en las latitudes del Nilo, y G. Lejean ha
visto allí tratar abiertamente bajo pabellón
francés.

Apenas llegó el Resolute, el cónsul
inglés de Zanzíbar subió a bordo y se puso a
disposición del doctor, de cuyos proyectos le
habían tenido al corriente desde hacía un mes los
periódicos de Europa. Pero
hasta entonces había formado parte de la numerosa falange
de los incrédulos.

-Dudaba -dijo, tendiéndole la mano a Samuel
Fergusson-, pero ahora ya no dudo.

Ofreció su propia casa al doctor, a Dick Kennedy
y, naturalmente, al bravo Joe.

Por el cónsul tuvo el doctor conocimiento
de varias cartas que
había recibido del capitán -Speke. El
capitán y sus compañeros habían tenido que
pasar mucha hambre y muchos contratiempos antes de llegar al
país de Ugogo. No avanzaban sino con una gran dificultad y
no pensaban poder dar noticias
inmediatas de su situación y paradero.

-He aquí peligros y privaciones que nosotros
podremos evitar -dijo el doctor.

El equipaje de los tres viajeros fue trasladado a la
casa del cónsul. Se disponían a desembarcar el
globo en la playa de Zanzíbar, pues cerca del asta de las
banderas de señalización había un sitio
favorable, junto a una enorme construcción que lo hubiera puesto a
cubierto de los vientos del este. Aquella gran torre, semejante a
un tonel inmenso junto al cual la cuba de
Heidelberg habría parecido un insignificante barril,
servía de fuerte, y en su plataforma vigilaban unos
beluchíes, armados con lanzas, especie de soldados
haraganes y vocingleros.

Sin embargo, durante el desembarco del aeróstato,
el cónsul recibió aviso de que la población de la isla se opondría a
ello por la fuerza. No hay nada tan ciego como el apasionamiento
fanático. La noticia de la llegada de un cristiano que iba
a elevarse por los aires fue recibida con indignación, y
los negros, más conmocionados que los árabes,
vieron en este proyecto
intenciones hostiles a su religión,
figurándose que se dirigía contra el Sol y la Luna,
que son objeto de veneración para las tribus africanas.
Así pues, resolvieron oponerse a expedición tan
sacrílega.

El cónsul conferenció acerca del
particular con el doctor Fergusson y el comandante Pennet.
Éste no quería retroceder ante las amenazas; pero
su amigo le hizo entrar en razón.

-Ya sé -le dijo- que acabaremos
metiéndonos a esa gente en el bolsillo, y en caso
necesario los propios soldados del imán nos
prestarán auxilio; pero, mi querido comandante, un
accidente sobreviene en el momento menos pensado, y
bastaría un golpe cualquiera para causar al globo una
avería irreparable que comprometiera el viaje
irremisiblemente. Es, pues, preciso, que andemos con pies de
plomo.

-¿Qué haremos, pues? Si desembarcamos en
la costa de África, tropezaremos con las mismas
dificultades. ¿Qué podemos hacer?

-Es muy sencillo -respondió el cónsul-.
¿Ven aquellas islas situadas más allá del
puerto? Desembarquen en una de ellas el aeróstato, aposten
a los marineros formando un cinturón de protección,
y no correrán ningún peligro.

-Perfectamente -dijo el doctor-. Y allí podremos
con toda libertad
concluir nuestros preparativos.

El comandante aprobó el consejo y el
Resolute se acercó a la isla de Kumbeni. Durante la
madrugada del 16 de abril, el globo fue puesto a buen recaudo en
medio de un claro, entre los extensos bosques que cubrían
aquella tierra.

Clavaron en el suelo dos palos
de 80 pies de alto, situados a una distancia similar uno de otro;
un juego de
poleas sujeto
a su extremo permitió levantar el aeróstato por
medio de un cable transversal. El globo estaba entonces
enteramente deshinchado. El globo interior se hallaba unido al
vértice del exterior, de modo que subían los dos a
un mismo tiempo.

En el apéndice inferior de uno y otro, se fijaron
los dos tubos de introducción del
hidrógeno.

El día 17 se invirtió en disponer el
aparato destinado a producir el gas; se componía de 30
toneles, en los que se verificaba la descomposición del
agua por medio de pedazos de hierro viejo y acido
sulfúrico sumergidos en una gran cantidad de agua. El
hidrógeno pasaba a un gran tonel central tras haber sido
lavado, y desde allí subía por los tubos de
introducción a los dos aeróstatos. De esta manera,
ambos recibían una cantidad de gas perfectamente
determinada.

Para esta operación fue preciso echar mano de mil
ochocientos sesenta y seis galones de ácido
sulfúrico, dieciséis mil cincuenta libras de hierro
y novecientos sesenta y seis galones de agua.

Esta operación empezó aproximadamente a
las tres de la mañana del día siguiente y
duró casi ocho horas. Al otro día, el
aeróstato, cubierto con su red, se balanceaba
graciosamente sobre la barquilla, sostenido por un gran
número de sacos llenos de tierra. Se montó con el
mayor cuidado el aparato de dilatación, y los tubos que
salían del aeróstato fueron adaptados a la caja
cilíndrica.

Las anclas, las cuerdas, los instrumentos, las mantas de
viaje, la tienda, los víveres y las armas ocuparon en
la barquilla el puesto que tenían asignado; la aguada se
hizo en Zanzíbar. Las doscientas libras de lastre se
distribuyeron entre cincuenta sacos colocados en el fondo de la
barquilla, pero al alcance de la mano.

Hacia las cinco de la tarde finalizaban estos
preparativos. Unos centinelas montaban guardia alrededor de la
isla, y las embarcaciones del Resolute surcaban el
canal.

Los negros seguían manifestando su cólera
con gritos, muecas y contorsiones. Los hechiceros
recorrían los grupos irritados
y acababan de exasperar los ánimos; algunos
fanáticos trataron,de ganar la isla a nado, pero se les
rechazó fácilmente.

Entonces empezaron los sortilegios y los encantamientos;
los hacedores de lluvia, que pretendían tener poder sobre
las nubes, llamaron en su auxilio a los huracanes y a las
«lluvias de piedra»; cogieron hojas de todas las
especies de árboles
del país y las cocieron a fuego lento, mientras mataban un
cordero clavándole una larga aguja en el corazón.
Pero, a pesar de todas sus ceremonias, el cielo permaneció
sereno y puro.

Entonces los negros se entregaron a furiosas
orgías embriagándose con tembo, aguardiente
que se extrae del cocotero, o con una cerveza sumamente
fuerte llamada togwa. Sus cantos, sin melodía
apreciable, pero con un ritmo muy exacto, duraron hasta muy
entrada la noche.

Hacia las seis, una última comida reunió a
los viajeros alrededor de la mesa del comandante y de sus
oficiales. Kennedy, a quien nadie dirigía pregunta alguna,
murmuraba en voz baja palabras incomprensibles, con la mirada
fija en el doctor Fergusson.

La comida fue triste. La aproximación del momento
supremo inspiraba a todos penosas reflexiones. ¿Qué
reservaba el destino a aquellos audaces viajeros?
¿Volverían a hallarse entre sus amigos, a sentarse
junto al fuego del hogar? Si les llegaban a faltar los medios de
transporte,
¿que seria de ellos en el seno de tribus feroces, en
aquellas comarcas inexploradas, en medio de desiertos
inmensos?

Estas ideas, vagas hasta entonces y a las que todos se
inclinaban poco, en aquel momento asaltaban las imaginaciones
sobreexcitadas. El doctor Fergusson, tan frío e impasible
como siempre, habló de varias cosas para disipar aquella
tristeza comunicativa, pero sus esfuerzos fueron
vanos.

Como se temía alguna demostración contra
la persona del
doctor y de sus compañeros, los tres se quedaron a dormir
a bordo del Resolute. A las seis de la mañana
salieron de su camarote y se trasladaron de nuevo a la isla de
Kumbeni.

El globo se balanceaba ligeramente, mecido por el viento
del este. Los sacos de tierra que lo retenían
habían sido reemplazados por veinte marineros. El
comandante Pennet y sus oficiales asistían a aquella
solemne marcha.

En aquel momento Kennedy se dirigió al doctor, le
cogió la mano y le dijo:

-¿Es cosa decidida tu marcha, Samuel?

-Muy decidida, mi querido Dick.

-¿He hecho yo cuanto de mí dependía
para impedir este viaje?

-Todo.

-Entonces tengo sobre el particular la conciencia
tranquila y te acompaño.

-Ya lo sabía -respondió el doctor, dejando
que aflorase a su semblante una furtiva
emoción.

Se acercaba el instante de los últimos adioses.
El comandante y los oficiales abrazaron con efusión a sus
intrépidos amigos, sin exceptuar al digno Joe, que estaba
muy contento y satisfecho. Todos quisieron que el doctor
Fergusson les diese un apretón de manos.

A las nueve, los tres compañeros de viaje
ocuparon su puesto en la barquilla. El doctor encendió el
soplete y avivó la llama de modo que produjese un calor
rápido. El globo, que se mantenía junto al suelo en
perfecto equilibrio, empezó a levantarse a los pocos
minutos. Los marineros tuvieron que aflojar un poco las cuerdas
que lo retenían. La barquilla se elevó unos veinte
pies.

-¡Amigos míos -exclamó el doctor,
puesto en pie entre sus dos compañeros y quitándose
el sombrero-, pongámosle a nuestro buque aéreo un
nombre que le dé suerte! ¡Llamémosle
Victoria!

Resonó un hurra formidable.

-¡Viva la reina! ¡Viva
Inglaterra!

En aquel momento la fuerza ascensional del
aeróstato aumentó prodigiosamente. Fergusson,
Kennedy y Joe dirigieron un último adiós a sus
amigos.

-¡Suelten las cuerdas! -exclamó el
doctor.

Y el Victoria se elevó por los aires
rápidamente, mientras las cuatro piezas de
artillería del Resolute atronaban el espacio en su
honor.

 

XII

Travesía del estrecho. – El Mrima. –
Conversación de

Dick y proposición de Joe. –
Receta para el café.

El uzaramo. – El desventurado Maizan.

El monte Duthumi. – Las cartas del
doctor. –

Noche sobre un nopal

El aire era puro y el viento moderado. El
Victoria subió casi perpendicularmente a una altura
de mil quinientos pies, que fue indicada por una depresión
de dos pulgadas menos dos líneas en la columna
barométrica.

A aquella altura, una corriente más marcada
impelió al globo hacia el suroeste. ¡Qué
magnífico espectáculo se extendía ante los
ojos de los viajeros! La isla de Zanzíbar se
ofrecía por completo a la vista y destacaba en un color más
oscuro, como sobre un vasto planisferio; los campos tomaban la
apariencia de muestras de varios colores; y
grandes ramilletes de árboles indicaban los bosques y las
selvas.

Los habitantes de la isla parecían como insectos.
Los hurras y los gritos se perdían poco a poco en la
atmósfera, y sólo los cañonazos del buque
vibraban en la concavidad inferior del
aeróstato.

-¡Qué hermoso es todo esto! -exclamó
Joe, rompiendo por primera vez el silencio.

No obtuvo respuesta. El doctor estaba ocupado observando
las variaciones barométncas y tomando nota de los
pormenores de su ascensión.

Kennedy miraba y no tenía ojos para verlo
todo.

Los rayos del sol, uniendo su calor al del soplete,
aumentaron la presión del gas. El Victoria
subió a una altura de dos mil quinientos pies.

El Resolute presentaba el aspecto de un barquichuelo, y
la costa africana aparecía al oeste como una inmensa orla
de espuma.

-¿No dicen nada? -preguntó Joe.

-Miramos -respondió el doctor, dirigiendo su
anteojo hacia el continente.

-Lo que es yo, si no hablo, reviento.

-Habla cuanto quieras, Joe; nadie te lo
impide.

Y Joe hizo él solo un espantoso consumo de
onomatopeyas. Los « ¡oh! », los «
¡ah! » y los « ¡eh! » brotaban de
sus labios a borbotones.

Durante la travesía del mar, el doctor
creyó conveniente mantenerse a aquella altura que le
permitía observar la costa más extensamente. El
termómetro y el barómetro, colgados
dentro de la tienda entreabierta, se hallaban constantemente al
alcance de su vista, y otro barómetro, colocado
exteriormente, serviría durante la guardia de
noche.

Al cabo de dos horas, el Victoria, a una velocidad de
poco más de ocho millas, se aproximó sensiblemente
a la costa. El doctor resolvió acercarse a tierra;
moderó la llama del soplete, y muy pronto el globo
bajó a trescientos pies del suelo.

Se hallaba sobre el Mrima, nombre que lleva aquella
porcion de la costa oriental de África. Protegían
sus orillas espesos manglares, y la marea baja permitía
distinguir sus gruesas raíces roídas por los
dientes del océano índico. Los dunas que formaban
en otro tiempo la línea costera ondulaban en el horizonte,
y el monte Nguru alzaba su pico al noroeste.

El Victoria pasó cerca de una aldea que el doctor
reconocio en el mapa como Kaole. Toda la población reunida
lanzaba aullidos de cólera y de miedo; dirigieron en vano
algunas flechas a ese monstruo de los aires que se balanceaba
majestuosamente sobre aquellos impotentes furores.

El viento conducía hacia el sur, lo que, lejos de
inquietar al doctor, le complació, porque le
permitía seguir el derrotero trazado por los capitanes
Burton y Speke.

Kennedy se había vuelto tan hablador como Joe, y
los dos se dirigían mutuamente frases
admirativas.

-¡Se acabaron las diligencias! -decía el
uno.

-¡Y los buques de vapor! -decía el
otro.

-¡Y los ferrocarriles -respondía Kennedy-,
con los que se atraviesan los países sin
verlos!

-¡No hay como un globo! -exclamaba Joe-. Se anda
sin sentir, y la naturaleza se
toma la molestia de pasar ante tus ojos.

-¡Qué espectáculo! ¡Qué
asombro! ¡Qué éxtasis! ¡Un sueño
en una hamaca!

-¿Y si almorzásemos? -preguntó Joe,
a quien el aire libre abría el apetito.

-Buena idea, muchacho.

-¡Oh! ¡Los preparativos no serán
largos! Galletas y carne en conserva.

-Y café a discreción -añadió
el doctor-. Te permito tomar prestado un poco de calor de mi
soplete, que tiene de sobra. Así no tendremos que temer un
incendio.

-Sería terrible -repuso Kennedy-. Parece que
llevemos encima un polvorín.

-No tanto -respondió Fergusson-. Si el gas se
inflamase, se consumiría poco a poco y bajaríamos a
tierra, lo que sin duda sería un contratiempo; pero, no
temáis, nuestro aeróstato está
herméticamente cerrado.

-Comamos, pues -dijo Kennedy.

-Coman, señores –dijo Joe-, y yo, al mismo
tiempo que les imito, prepararé un café del que me
hablarán después de haberlo tomado.

-El hecho es -repuso el doctor- que Joe, amén de
mil virtudes, tiene un talento especialísimo para preparar
esa bebida deliciosa; la elabora con una mezcla de varias
procedencias que nunca me ha querido dar a conocer.

-Pues bien, mi señor, a la altura en que nos
hallamos puedo confiarle mi receta. Se reduce simplemente a
mezclar moca, bourbon y rio-nunez en partes iguales.

Pocos instantes después, tres humeantes y
aromáticas tazas ponían punto final de un
sustancial almuerzo, sazonado por el buen humor de los
comensales; luego, cada cual volvió a su punto de observación.

El país destacaba por su prodigiosa fertilidad.
Senderos tortuosos y estrechos desaparecían bajo
bóvedas de verdor. Se pasaba por encima de campos
cultivados de tabaco, maíz y
centeno en plena madurez, y recreaban la vista vastos arrozales
con sus tallos rectos y sus flores de color purpúreo. Se
distinguían carneros y cabras encerrados en grandes jaulas
colocadas en alto, sobre pilotes, para preservarlas de la
voracidad de los leopardos. Una vegetación espléndida cubría
aquel suelo pródigo. En muchas aldeas se
reproducían escenas de gritos y asombro a la vista del
Victoria, y el doctor Fergusson se mantenía
prudentemente fuera del alcance de las flechas. Los habitantes,
agrupados alrededor de sus chozas contiguas, perseguían
largo tiempo a los viajeros con vanas imprecaciones.

Al mediodía, el doctor, consultando el mapa,
estimó que se hallaba sobre el país de Uzaramo. La
campiña se presentaba erizada de cocoteros, papayos y
algodoneros, sobre los cuales el Victoria parecía
reírse. Tratándose de África, a Joe aquella
vegetación le parecía muy natural. Kennedy
veía liebres y codornices que le pedían por favor
una perdigonada; pero no quiso complacerlas, pues, siendo
imposible cobrarlas, no hubiera hecho más que gastar
pólvora en salvas.

Los aeronautas navegaban a una velocidad de doce millas
por hora, y pronto se hallaron a 380 20’ de
longitud sobre la aldea de Tounda.

-Allí es -dijo el doctor- donde Burton y Speke
sufrieron calenturas violentas y por un instante creyeron su
expedición comprometida. A pesar de que todavía no
se hallaban demasiado alejados de la costa, ya se hacían
sentir rudamente las fatigas y las privaciones.

En efecto, en aquella comarca reina una malaria
perpetua, cuyo ataque el doctor sólo pudo evitar elevando
el globo por encima de las miasmas de aquella tierra
húmeda, cuyas emanaciones absorbía el ardiente
sol.

De vez en cuando divisaban una caravana que descansaba
en un kraal, aguardando el fresco de la noche para
proseguir su camino. Un kraal es un vasto espacio rodeado
de espinos, una especie de vallado o seto vivo donde los
traficantes se ponen al abrigo de los animale dañinos y de
las tribus merodeadoras de la comarca. Se veía a los
indígenas correr y dispersarse al ver al Victoria.
Kennedy deseaba contemplarlos de cerca, a lo que Samuel se opuso
constantemente.

-Los jefes -dijo- van armados con mosquetes, y nuestro
globo ofrece un blanco fácil para alojar en él una
bala.

-Y un balazo, ¿echaría abajo el globo?
-preguntó Joe.

-Inmediatamente, no; pero el agujero se haría
grande muy pronto, y por él se escaparía todo el
gas.

-Mantengámonos, pues, a una distancia respetable
de esos tunantes. ¿Qué pensarán de nosotros,
viéndonos volar por el aire? Estoy seguro de que
desean adorarnos.

-Que nos adoren, pero de lejos -respondió el
doctor-. No les quiero ver de cerca. Mirad, el país toma
otro aspecto. Las aldeas son más escasas; los inangles han
desaparecido; a esta latitud la vegetación se detiene. El
terreno se vuelve montuoso y preludia montañas
proximas.

-En efecto -dijo Kennedy-, me parece que por aquel lado
distingo algunas prominencias.

-Hacia el oeste… Son las primeras cordilleras del
Urizara; el monte Duthumi, sin duda, detrás del cual
espero que podamos refugiarnos para pasar la noche. Voy a activar
la llama del soplete, pues debemos mantenernos a una altura de
entre quinientos y seiscientos pies.

-Es una magnífica idea, señor, la que ha
tenido -dijo Joe-, la maniobra no es difícil ni fatigosa:
se da vuelta a una llave y no hay necesidad de
más.

-Aquí estamos mejor -afirmó el cazador,
cuando el globo hubo subido; el reflejo de los rayos del sol en
la arena roja resultaba insoportable.

-¡Qué árboles tan magníficos!
-exclamó Joe-. Aunque son una cosa muy natural, son
hermosísimos. Con menos de una docena se podría
hacer un bosque.

-Son baobabs -respondió el doctor Fergusson-.
Mirad, allí hay uno cuyo tronco tendrá cien pies de
circunferencia. Fue acaso al pie de este mismo árbol donde
en 1845 pereció el francés Malzan, pues nos
hallamos sobre la aldea de Deje-la-Mhora, donde se
aventuró a entrar solo y fue apresado por el jefe de la
comarca. Le amarraron al pie de un baobab, y aquel negro feroz,
mientras sonaba el canto de guerra, le
cortó lentamente las articulaciones una tras otra; al
llegar a la garganta se detuvo para afilar su cuchillo embotado y
arrancó la cabeza del desventurado mártir antes de
que estuviese enteramente cortada. El pobre francés
tenía veintiséis años.

-¿Y Francia no ha vengado un crimen semejante?
-preguntó Kennedy.

-Francia reclamó, y el sald de Zanzíbar
hizo cuanto pudo para dar caza al asesino, pero todas sus
pesquisas fueron inútiles.

-Suplico que no nos detengamos en el camino -dijo Joe-;
subamos, subamos, señor, hágame caso.

-Encantado, Joe, ya que el monte Duthumi se alza ante
nosotros. Si mis cálculos son exactos, antes de las siete
de la tarde lo habremos pasado.

-¿No viajaremos de noche? -preguntó el
cazador.

~No, mientras podamos evitarlo. Con precauciones y
vigilancia, no habría peligro; pero no basta atravesar
África, es preciso verla.

-Hasta ahora no tenemos motivo de queja, señor.
¡El país más cultivado y fértil del
mundo, en lugar de un desierto! ¡Como para creer a los
geógrafos!

-Aguarda, Joe, aguarda; veremos más
adelante.

Hacia las seis y media de la tarde, el Victoria
se encontró frente al monte Duthumi; para salvarlo, tuvo
que elevarse a más de tres mil pies. Al efecto, el doctor
no tuvo más que elevar 180 la temperatura. Bien
puede decirse que maniobraba el globo con habilidad. Kennedy le
indicaba los obstáculos que tenía que salvar, y el
Victoria volaba por los aires rozando la
montaña.

A las ocho descendía la vertiente opuesta, cuya
pendiente era más suave. Echaron las anclas fuera de la
barquilla, y una de ellas, encontrando las ramas de un enorme
nopal, se agarró firmemente a ellas. Joe se deslizó
por la cuerda y la sujetó con la mayor solidez. Luego le
tendieron la escala de seda, y se encaramó por ella con
gran agilidad. El aeróstato, al abrigo de los vientos del
este, permanecía casi inmóvil.

Los viajeros prepararon la cena y, excitados por su
paseo aéreo, abrieron una amplia brecha en sus
provisiones.

-¿Cuánto camino hemos recorrido hoy?
-preguntó Kennedy, engullendo inquietantes
bocados.

El doctor fijó su posición por medio de
observaciones lunares y consultó el excelente mapa que le
servía de guía, el cual pertenecía al atlas
Der Neuster Entedekungen in Africa,
publicado en Ghota por su sabio amigo Potermann y que éste
le había enviado. Aquel atlas debía servir para
todo el viaje del doctor, pues contenía el itinerario de
Burton y Speke a los Grandes Lagos, Sudán según el
doctor Barth, el bajo Senegal según Guillaume Lejean, y el
delta del Níger por el doctor Baikie.

Fergusson se había provisto también de una
obra que en un solo volumen reunía todas las nociones
adquiridas sobre el Nilo. Titulábase The sources of the
Nil, being a general survey of the basin of that river and of its
heab stream with the history of the Nilotic discovery by Charles
Beke, th. D.

Poseía igualmente los excelentes mapas publicados
en los Boletines de la Sociedad
Geográfica de Londres, y no podía
escapársele ningún punto de las comarcas
descubiertas.

Consultando el mapa, vio que su rumbo latitudinal era de
20 o ciento veinte millas oeste.

Kennedy observó que el camino se dirigía
hacia el mediodía. Pero esta dirección
satisfacía al doctor, el cual queria reconocer, en la
medida de lo posible, las huellas de sus predecesores.

Se resolvió dividir la noche en tres partes, a
fin de turnarse en la vigilancia. El doctor comenzaba su guardia
a las nueve, Kennedy a las doce y Joe a las tres.

Así pues, Kennedy y Joe, envueltos en sus mantas,
se tendieron bajo la tienda y durmieron a pierna suelta mientras
el doctor Fergusson velaba.

XIII

Cambio de tiempo. – La fiebre de
Kennedy. – La

medicina del doctor. – Viaje por
tierra. – La cuenca de

Imengé. – El monte Rubeho. -A
seis mil pies. – Un

alto en el camino del
día

La noche transcurrió en calma. Sin embargo, el
sábado por la mañana, Kennedy sintió
cansancio y escalofríos al despertarse. El tiempo
cambiaba; el cielo, cubierto de densas nubes, parecía
prepararse para un nuevo diluvio. Un triste país,
Zungomero, donde llueve continuamente, excepto tal vez unos
quince días en el mes de enero.

Una violenta lluvia no tardó en envolver a los
viajeros; debajo de ellos, los caminos cortados por
nullabs, especie de torrentes momentáneos se
volvían impracticables, además de estar cubiertos
de matorrales espinosos y llanas gigantescas. Se percibían
claramente esas emanaciones de hidrógeno sulfurado de las
que habla el capitán Burton.

-Según él -dijo el doctor-, y tiene
razón, se diría que hay un cadáver oculto
detrás de cada matorral.

-Es un maldito pais -respondió Joe-, y me parece
que el señor Kennedy se encuentra mal por haber pasado en
él la noche.

-En efecto, tengo una fiebre bastante alta -dijo el
señor Kennedy.

-Nada tiene de particular, mi querido Dick; nos hallamos
en una de las regiones más insalubres de África.
Pero no permaneceremos en ella mucho tiempo. En
marcha.

Gracias a una diestra maniobra de Joe, el ancla se
desenganchó, y, por medio de la escala, el hábil
gimnasta volvió a subir a la barquilla. El doctor
dilató considerablemente el gas y el Victoria
remontó el vuelo, impelido por un viento bastante
fuerte.

Aparecía alguna que otra choza en medio de
aquella niebla pestilente. El país cambiaba de aspecto. En
Africa ocurre con frecuencia que una región
mefítica y de poca extensión confina comarcas
absolutamente salubres.

Kennedy sufría visiblemente; la calentura
abatía su vigorosa naturaleza.

-Sería mala cosa caer enfermo -dijo,
envolviéndose en su manta y echándose bajo la
tienda.

-Un poco de paciencia, mi querido Dick -respondló
el doctor Fergusson-, y pronto recobrarás completamente la
salud.

-¡Ojalá, Samuel! Si en tu botiquín
de viaje tienes alguna droga para
curarme, adminístramela sin perder tiempo. La
tragaré a ojos cerrados.

-Tengo un medicamento mejor que todas las drogas, amigo
Dick, y naturalmente, voy a darte un febrífugo que no
costará nada.

-¿Y cómo lo harás?

-Muy sencillo. Subiré encima de estas nubes que
nos envuelven y me alejaré de esta atmósfera
pestilente. Diez minutos te pido para dilatar el
hidrógeno.

No habían transcurrido los diez minutos cuando
los viajeros estaban ya fuera de la zona
húmeda.

-Aguarda un poco, Dick, y notarás la influencia
del aire puro y del sol.

-¡Vaya un remedio! -dijo Joe-. ¡Es
maravilloso!

-¡No! ¡Es totalmente natural!

-Eso no lo pongo en duda.

-Envió a Dick a tomar aires, como se hace todos
los días en Europa, y del mismo modo que en la Martinica
le enviaría a los Pitons para librarle de la fiebre
amarilla

-La verdad es que este globo es un paraíso -dijo
Kennedy, ya más aliviado.

-O por lo menos conduce a él -respondió
Joe cor gravedad.

Era un espectáculo curioso el que ofrecían
las nubes aglomeradas en aquel momento debajo de la barquilla.
Rodaban unas sobre otras, y se confundían en un resplandor
magnífico reflejando los rayos del sol. El Victoria
llegó a una altura de 4.000 pies. El termómetro
indicaba algún descenso en la temperatura. No se
veía ya la tierra. A
unas cincuenta millas al oeste, el monte Rubeho levantaba su
cabeza centelleante. Formaba el límite del país de
Ugogo, a 360 20’ de longitud. El viento soplaba
a una velocidad de veinticinco millas por hora, pero los viajeros
no se percataban de su rapidez, ni siquiera tenían
sensación de locomoción.

Tres horas después, la predicción del
doctor se realizaba. Kennedy no experimentaba ningún
escalofrío y almorzó con apetito.

-¡Y que aún haya quien tome sulfato de
quinina! -dijo con satisfacción.

-Decididamente -exclamó Joe-, aquí es
donde me retiraré cuando sea viejo.

Hacia las diez de la mañana, la atmósfera
se despejo. Se hizo un agujero en las nubes, la tierra
reapareció y el Victoria se acercó a ella
insensiblemente. El doctor Fergusson buscaba una corriente que le
llevase al noroeste, y la encontró a seiscientos pies del
suelo. El terreno se volvía accidentado, incluso montuoso.
Al este, el distrito de Zungomero se borraba con los
últimos cocoteros de aquella latitud.

Luego, las crestas de una montaña se presentaron
más acentuadas. Algunos picos se levantaban en distintos
puntos del horizonte. Era preciso vigilar constantemente los
conos agudos que parecían surgir
inopinadamente.

-Nos hallamos entre los rompientes -dijo
Kennedy.

-Puedes estar tranquilo, amigo Dick, no
tropezamos.

-¡Hermosa manera de viajar! -replicó
Joe.

En efecto, el doctor manejaba el globo con una destreza
maravillosa.

-Si tuviésemos que andar por este terreno
encharcado -dijo-, nos arrastraríamos por un lodo
insalubre. Desde nuestra salida de Zanzíbar hasta llegar
donde estamos, la mitad de nuestras bestias de carga
habrían muerto de fatiga, y nosotros pareceríamos
espectros y llevaríamos la desesperación en el
alma. Estaríamos en incesante lucha con nuestros
guías y expuestos a su brutalidad desenfrenada. Durante el
día nos agobiaría un calor húmedo,
insoportable, sofocante. Durante la noche,
experimentaríamos un frío con frecuencia
intolerable, y acabarían con nuestra paciencia las
picaduras de ciertas moscas, cuyo aguijón atraviesa la
tela más gruesa y es capaz de volver loco a cualquiera.
¡Ya no digo nada de las bestias salvajes y de las tribus
feroces!

-¡Dios nos libre de unas y otras! -replicó
simplemente Joe.

-No exagero nada -prosiguió el doctor Fergusson-,
pues no se pueden leer las narraciones de los viajeros que han
tenido la audacia de penetrar en estas comarcas sin que se le
llenen los ojos de lágrimas.

Hacia las once pasaban la cuenca de Imengé; las
tribus esparcidas por aquellas colinas amenazaban en vano con sus
armas al Victoria, que llegaba, por fin, a las
últimas ondulaciones montuosas que preceden al Rubeho y
forman la tercera y más elevada cordillera de las
montañas de Usagara.

Los viajeros distinguían perfectamente la
conformación orográfica del país. Aquellas
tres ramificaciones, de las que el Duthumi forma el primer
eslabón, están separadas unas de otras por vastas
llanuras longitudinales; las elevadas lomas se componen de conos
redondeados, entre los cuales las gargantas están
sembradas de pedruscos erráticos y guijarros. El declive
mas acusado de aquellas montañas se halla frente a la
costa de Zanzíbar; las pendientes occidentales no son mas
que llanuras inclinadas. Las depresiones del terreno están
cubiertas de una tierra negra y fértil donde la
vegetación es vigorosa. Varios riachuelos se infiltran
hacia el este y afluyen al Kingani, entre gigantescos ramos de
sicomoros, tamarindos, guayabas y palmeras.

-¡Atención! -dijo el doctor Fergusson-. Nos
acercamos al Rubeho, cuyo nombre significa en la lengua del
pais «paso de los vientos». Haremos bien en doblar a
cierta altura los agudos picachos. Si mi mapa es exacto,
subiremos hasta una altura de más de cinco mil
pies.

-¿Alcanzaremos con frecuencia esas zonas
superiores ?

-Rara vez; la altura de las montañas de
África es menor, según parece, que la de las de
Europa y Asia. Pero, de
todos modos, el Victoria las salvará sin dificultad
alguna.

En poco tiempo el gas se dilató, bajo la
acción del calor y el globo tomó una marcha
ascensional muy pronunciada. La dilatación del
hidrógeno no ofrecía ningun peligro, y la vasta
capacidad del aeróstato no estaba llena más que en
sus tres cuartas partes. El barómetro, mediante una
depresión de unas ocho pulgadas, indicó una
elevación de seis mil pies.

-¿Podríamos estar subiendo así
mucho tiempo? -preguntó Joe.

-La atmósfera terrestre -respondió el
doctor- tiene una altura de seis mil toesas. Con un globo muy
grande, iríamos lejos. Eso es lo que hicieron los
señores Brioschi y Gay-Lussac, pero empezó a
manarles sangre de la boca y los oídos. Les faltaba aire
respirable. Hace unos años, dos audaces franceses, los
señores Barral y Bixio, se lanzaron también a las
altas regiones, pero su globo se rasgó…

-¿Y cayeron? -preguntó al momento
Kennedy.

-Sin duda, pero como deben caer los sabios, sin hacerse
ningún daño.

-¡Pues bien, señores -dijo Joe-, son
ustedes libres de caer cuantas veces lo deseen! Pero yo, que no
soy más que un ignorante, prefiero permanecer en un justo
término medio, ni demasiado alto, ni demasiado bajo. No
hay que ser ambicioso.

A seis mil pies, la densidad del aire
ha disminuido ya sensiblemente; el sonido se mueve
con dificultad y la voz se oye mucho menos. Los objetos se ven
confusamente. La mirada no percibe más que grandes moles
bastante indeterminadas; los hombres y los animales se
vuelven absolutamente invisibles; los caminos parecen cintas, y
los lagos, estanques.

El doctor y sus compañeros se sentían en
un estado
anormal; una corriente atmosférica de gran velocidad los
arrastraba más allá de las montañas
áridas, cuyas cimas coronadas de nieve deslumbraban; su
aspecto convulsionado demostraba algún trabajo neptuniano
de los primeros días del mundo.

El sol brillaba en su cenit, y los rayos caían a
plomo sobre aquellas desiertas cimas. El doctor hizo un dibujo exacto
de las montañas, formadas por cuatro cumbres situadas casi
en línea recta, de las cuales la más septentrional
es la más alargada.

El Victoria no tardó en descender por la
vertiente opuesta del Rubeho, costeando una llanura poblada de
árboles de un verde muy sombrío. A esta llanura
sucedieron crestas y barrancos colocados en una especie de
desierto que precedía al país de Ugogo. Más
abajo se presentaban llanuras amarillentas, tostadas, agrietadas,
salpicadas a trechos de plantas salinas y
de matorrales espinosos.

Algunos bosquecillos, que más adelante se
convirtieron en verdaderas selvas, embellecieron el horizonte. El
doctor se aproximó a tierra, echaron las anclas, y una de
ellas quedó agarrada a las ramas de un corpulento
sicomoro.

Joe, deslizándose rápidamente,
sujetó el ancla con precaución; el doctor
dejó el soplete funcionando para conservar en el
aeróstato cierta fuerza ascensional que lo mantuvo en el
aire. El viento había calmado casi
súbitamente.

-Ahora, amigo Dick -dijo Fergusson-, coge dos escopetas,
una para ti y otra para Joe, y procurad entre los dos traer unos
buenos filetes de antilope para la comida de hoy.

-¡De caza! -exclamó Kennedy.

Echó la escala y bajó. Joe fue brincando
de una a otra rama y aguardó, desperezándose, a
Kennedy. El doctor, aliviado del peso de sus dos
compañeros, pudo apagar el soplete.

-No eche a volar, señor -exclamó
Joe.

-Tranquilo, muchacho, estoy sólidamente anclado.
Voy a poner en orden mis apuntes. Cazad bien y sed prudentes. Yo,
desde aquí, observaré el terreno y a la menor
sospecha que conciba dispararé la carabina. El tiro
será la señal de reunión.

-De acuerdo -respondió el cazador.

XIV

El
bosque de gomeros. – El antílope azul – La señal
de

reunión. – Un asalto
inesperado. – El Kanyemé. – Una

noche en el aire. – El Mabunguru.
-Jihoue-la-Mkoa. –

Provisión de agua. – Llegada a
Kazeb

El país, árido, seco, formado de una
tierra arcillosa que el calor agrietaba, parecía desierto.
De vez en cuando se encontraban algunos vestigios de caravanas,
osamentas blanquecinas de hombres y animales, medio roídas
y mezcladas con el polvo.

Dick y Joe, después de una media hora de marcha,
se internaron en un bosque de gomeros, al acecho y con el dedo en
el gatillo de la escopeta. No sabían con quién
tendrían que habérselas. Joe, sin ser un tirador de
primera, manejaba bien un arma de fuego.

-Caminar sienta bien, señor Dick, aunque el
terreno que pisamos no es muy cómodo -dijo Joe, tropezando
con los fragmentos de cuarzo de que estaba sembrado el
suelo.

Kennedy indicó con un gesto a su compañero
que callase y se detuviese. Faltaban perros, y la
agilidad de Joe, por mucha que fuese, no equivalía al
olfato de un pachón o de un podenco.

En el lecho de un torrente, en el que quedaban algunas
aguas estancadas, saciaba su sed un grupo de unos
diez antílopes. Aquellos graciosos animales, olfateando un
peligro, parecían inquietos; entre sorbo y sorbo de agua,
levantaban la cabeza con azoramiento, husmeando con sus hocicos
las emanaciones de los cazadores.

Kennedy rodeó unos matorrales, en tanto que Joe
permanecía inmóvil. Llegó a tiro de los
antílopes y disparó su escopeta. El grupo
desapareció rápidamente, quedando sólo un
antílope macho que cayó como herido por un rayo.
Kennedy se precipitó sobre su víctima.

Era un magnífico ejemplar de un azul claro, casi
ceniciento, con el vientre y la parte anterior de las patas de
una blancura deslumbradora.

-¡Buen tiro! -exclamó el cazador-. Es una
especie de antilope muy rara, y espero poder preparar su piel para
conservarla.

-¿Qué dice, señor Dick?

-Lo que oyes. ¡Mira qué pelaje tan
espléndido!

-Pero el doctor Fergusson no admitirá un exceso
de peso.

-¡Tienes razón, Joe! Triste cosa es, sin
embargo, no aprovechar nada de una pieza tan
magnífica.

-¿Nada? No, señor Dick; vamos a sacar del
animal todas las ventajas nutritivas que posee, y, con su
permiso, lo haré ahora mismo pedazos tan bien como pudiera
hacerlo el síndico de la ilustre corporación de
carniceros de Londres.

-Pues ya puedes empezar, camarada; aunque debes saber
que, a fuer de cazador, me desenvuelvo tan bien desollando una
res como matándola.

-Estoy seguro de ello, señor Dick, como lo estoy
también de que, en menos que canta un gallo, con tres
piedras armará una parrilla. Leña seca no falta, y
sólo le pido unos minutos para utilizar sus
ascuas.

-La operación no es muy larga -replicó
Kennedy.

Y procedió de inmediato a la construcción
de la parrilla, de la que unos instantes después
salían numerosas llamas.

Joe sacó del cuerpo del antilope una docena de
chuletas y trozos de lomo, que se convirtieron muy pronto en un
asado delicioso.

-El amigo Samuel -dijo el cazador- se va a chupar los
dedos de gusto.

-¿Sabe lo que estoy pensando, señor
Dick?

-¿En qué has de pensar más que en
lo que estás haciendo?

-Pues, no, señor. Pienso en la cara que
pondríamos si no encontráramos el globo.

-¡Vaya una ocurrencia! ¿Había el
doctor de abandonarnos?

-Pero ¿y si se desenganchara el ancla?

-Imposible. Y aunque se desenganchara, ya sabría
Samuel bajar con su globo.

-Pero ¿y si el viento se lo llevase?

-Mala cosa sería; pero, no hagas semejantes
suposiciones que nada tienen de agradable.

-No hay nada imposible en este mundo, señor, y es
por tanto preciso preverlo todo…

En aquel mismo momento se oyó un tiro.

-¡Oh! -gritó Joe.

-¡Mi carabina! Conozco su
detonación.

-¡Una señal!

-¡Un peligro nos amenaza!

-¡A él tal vez! -replicó
Joe.

-¡En marcha!

Los cazadores recogieron en un momento la carne que
habían asado y empezaron a desandar el camino,
guiándose por las ramas que Kennedy había esparcido
con esa intención. La espesura de la arboleda les
impedía ver el Victoria, del cual no podían
estar lejos.

Se oyó un segundo disparo.

-La cosa apremia -dijo Joe.

-¡Otro tiro!

-Eso tiene trazas de una defensa personal.

-¡Corramos!

Y echaron a correr con todo el vigor de sus piernas. Al
salir del bosque vieron el Victoria, con el doctor en la
barquilla.

-¿Qué pasa, pues? -preguntó
Kennedy.

-¡Dios del cielo! -exclamó Joe.

-¿Qué ves?

-¡Mire! ¡Una caterva de negros asaltan el
globo!

En efecto, a dos millas de donde ellos estaban, unos
treinta individuos se agolpaban, gesticulando, gritando y
brincando, al pie del sicomoro. Algunos, encaramándose por
el árbol, subían hasta las ramas más altas.
El peligro parecia inminente.

-¡Mi señor está perdido!
-exclamó Joe.

-¡Calma, Joe, y apunta bien! En nuestras manos
tenemos la vida de cuatro de esos monigotes.
¡Adelante!

 

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