- Presentación del doctor
Samuel Fergusson. – - Un artículo del Daily
Telegraph. - El amigo del
doctor- - Exploraciones
africanas - Sueños de
Kennedy. - Un criado
excepcional - Pormenores geométricos.
– Cálculo de la capacidad del globo. - Importancia de Joe. – El
comandante del Resolute - Se
dobla el cabo. – El castillo de proa - Llegada a
Zanzíbar. - Travesía
del estrecho. - Cambio
de tiempo. – La fiebre de Kennedy - El
bosque de gomeros - Kazeb.
– El mercado bullicioso - Signos
de tempestad. - Las
montañas de la Luna. – Un océano de verdor.
– - El
Karagwah. - El Nilo.
– La montaña temblorosa - La
botella celeste. - Rumores
extraños. – Un ataque nocturno - El haz de
luz - Cólera de
Joe. – La muerte de un justo. - El
viento cesa - Un poco
de filosofía. - Ciento
trece grados. – Reflexiones del doctor- - Calor
espantoso. – Alucinaciones - Noche
deliciosa - Indicios de
vegetación - Mosfeya. – El
jeque. - Partida durante
la noche. - La
capital de Bornu.- - Conjeturas
- El
huracán. - La
historia de Joe - Un
grupo a lo lejos. – Un tropel de
árabes - El
camino del oeste - Travesía
rápida - El
país en el recodo del Níger. - Zozobra del
doctor Fergusson. - Las
proximidades del Senegal. - Combate de
generosidad. – último sacrificio. - Los
talibas- - Conclusión.
I
El
final de un discurso muy
aplaudido. –
Presentación del doctor Samuel
Fergusson. –
« Excelsior. » – Retrato
de cuerpo entero del doctor. –
Un fatalista convencido. – Comida en
el Traveller’s
Club. – Numerosos brindis de
circunstancias
El día 14 de enero de 1862 había asistido
un numeroso auditorio a la sesión de la Real Sociedad
Geográfica de Londres, plaza de Waterloo, 3. El
presidente, sir Francis M …. comunicaba a sus ilustres colegas
un hecho importante en un discurso frecuentemente interrumpido
por los aplausos.
Aquella notable muestra de
elocuencia finalizaba con unas cuantas frases rimbombantes en las
que el patriotismo manaba a borbotones:
«Inglaterra ha
marchado siempre a la cabeza de las naciones (ya se sabe que las
naciones marchan universalmente a la cabeza unas de otras) por la
intrepidez con que sus viajeros acometen descubrimientos
geográficos. (Numerosas muestras de
aprobación.) El doctor Samuel Fergusson, uno de sus
gloriosos hijos, no faltará a su origen. (Por
doquier.¡No! ¡No!) Su tentativa, si la corona el
éxito
(gritos de: ¡La coronará!), enlazará,
completándolas, las nociones dispersas de la cartografía africana (vehemente
aprobación), y si fracasa (gritos de:
¡Imposible! ¡Imposible!), quedará consignada
en la Historia como
una de las más atrevidas concepciones del talento humano.
(Entusiasmo frenético.)»
-¡Hurra! ¡Hurra! -aclamó la asamblea,
electrizada por tan conmovedoras palabras.
-¡Hurra por el intrépido Fergusson!
-exclamó uno de los oyentes más
expansivos.
Resonaron entusiastas gritos. El nombre de Fergusson
salió de todas las bocas, y fundados motivos tenemos para
creer que ganó mucho pasando por gaznates ingleses. El
salón de sesiones se estremecio.
Allí se hallaba, sin embargo, un sinfín de
intrépidos viajeros, envejecidos y fatigados, a los que su
temperamento inquieto había llevado a recorrer las cinco
partes del mundo. Todos ellos, en mayor o menor medida,
habían escapado física o moralmente a
los naufragios, los incendios, los
tomahawk de los indios, los rompecabezas de los salvajes, los
horrores del suplicio o los estómagos de la Polinesia.
Pero nada pudo contener los latidos de sus corazones durante el
discurso de sir Francis M …. y la Real Sociedad
Geográfica de Londres, sin duda, no recuerda otro triunfo
oratorio tan completo.
Pero en Inglaterra el entusiasmo no se reduce a vanas
palabras. Acuña moneda con más rapidez aun que los
volantes de la Royal Mint. Se abrió, antes de levantarse
la sesión, una suscripción a favor del doctor
Fergusson que alcanzó la suma de dos mil quinientas
libras. La importancia de la cantidad recaudada guardaba
proporción con la importancia de la
empresa.
Uno de los miembros de la sociedad interpeló al
presidente para saber si el doctor Fergusson seria presentado
oficialmente.
-El doctor está a disposición de la
asamblea -respondió sir Francis M…
-¡Que entre! ¡Que entre! -gritaron todos-.
Bueno es que veamos con nuestros propios ojos a un hombre de tan
extraordinaria audacia.
-Acaso tan increíble proposición -dijo un
viejo comodoro apoplético- no tenga más objeto que
embaucarnos.
-¿Y si el doctor Fergusson no existiera?
-preguntó una voz maliciosa.
-Tendríamos que inventarlo -respondió un
miembro bromista de aquella grave sociedad.
-Hagan pasar al doctor Fergusson -dijo sencillamente sir
Francis M…
Y el doctor entró entre estrepitosos aplausos,
sin conmoverse lo más mínimo.
Era un hombre de unos cuarenta años, de estatura
y constitución normales; el subido color de su
semblante ponía en evidencia un temperamento
sanguíneo; su expresión era fría, y en sus
facciones, que nada tenían de particular,
sobresalía una nariz asaz voluminosa, a guisa de
bauprés, como para caracterizar al hombre predestinado a
los descubrimientos; sus ojos, de mirada muy apacible y
más inteligente que audaz, otorgaban un gran encanto a su
fisonomía; sus brazos eran largos y sus pies se apoyaban
en el suelo con el
aplomo propio de los grandes andarines
Toda la persona del
doctor respiraba una gravedad tranquila, que no permitía
ni remotamente acariciar la idea de que pudiese ser instrumento
de la más insignificante farsa.
Así es que los hurras y los aplausos no cesaron
hasta que, con un ademán amable, el doctor Fergusson
pidió un poco de silencio. A continuación se
acercó al sillón dispuesto expresamente para
él y desde allí, en pie, dirigiendo a los presentes
una mirada enérgica, levantó hacia el cielo el
índice de la mano derecha, abrió la boca y
pronunció esta sola palabra:
-¡Excelsior!
¡No! ¡Ni una interpelación inesperada
de los señores Dright y Cobden, ni una demanda de
fondos,extraordinarlos por parte de lord Palmerston para
fortificar los peñascos de Inglaterra, habían
obtenido nunca un éxito tan completo! El discurso de sir
Francis M… había quedado atrás, muy atrás.
El doctor se manifestaba a la vez sublime, grande, sobrio y
circunspecto; había pronunciado la palabra adecuada a la
situación:
«¡Excelsior!»
El viejo comodoro, completamente adherido a aquel hombre
extraordinario, reclamó la inserción
«íntegra» del discurso de Samuel Fergusson en
los Proceedings of the Royal Geographical Society of
London.
¿Quién era, pues, aquel doctor, y
cuál la empresa que iba a
acometer?
El padre del joven Fergusson, denodado capitán de
la Marina inglesa, había asociado a su hijo, desde su
más tierna edad, a los peligros y aventuras de su
profesión. Aquel digno niño, que no pareció
haber conocido nunca el miedo, anunció muy pronto un
talento despejado, una inteligencia
de investigador, una afición notable a los trabajos
científicos; mostraba, además, una habilidad poco
común para salir de cualquier atolladero; no se
apuró nunca por nada de este mundo, ni siquiera a la hora
de servirse por vez primera en la comida del tenedor, cosa en la
que los niños
no suelen sobresalir.
Su imaginación se inflamó muy pronto con
la lectura de
las empresas audaces
y de las exploraciones marítimas. Siguió con
pasión los descubrimientos que señalaron la primera
parte del siglo XIX y soñó con la gloria de los
Mungo-Park, de los Bruce, de los Caillié, de los
Levaillant, e incluso un poco, según creo, con la de
Selrik, el Robinsón Crusoe, que no le parecía
inferior. ¡Cuántas horas bien ocupadas pasó
con él en la isla de Juan Fernández! Aprobó
con frecuencia las ideas del marinero abandonado; discutió
algunas veces sus planes y sus proyectos.
Él habría procedido de otro modo, tal vez mejor; en
cualquier caso, igual de bien. Pero, desde luego, jamás
habría dejado aquella isla de bienaventuranza, donde era
tan feliz como un rey sin súbditos… No, ni siquiera en
el caso de que le hubieran nombrado primer lord del
Almirantazgo.
Dejo a la consideración del lector si semejantes
tendencias se desarrollaron durante su aventurera juventud
lanzada a los cuatro vientos. Su padre, hombre instruido, no
dejaba de consolidar aquella perspicaz inteligencia con estudios
continuados de hidrografía, física y mecánica, acompañados de algunas
nociones de botánica, medicina y
astronomía.
A la muerte del
digno capitán, Samuel Fergusson tenía
veintidós años de edad y había dado ya la
vuelta al mundo. Ingresó en el cuerpo de ingenieros
bengalíes y se distinguió en varias acciones; pero
la existencia de soldado no le convenía, dada su escasa
inclinacion a mandar y menos aún a obedecer.
Dimitió y, ya cazando, ya herborizando, remontó
hacia el norte de la península india y la
atravesó desde Calcuta a Surate. Un simple paseo de
aficionado.
Desde Surate le vemos pasar a Australia, y tomar parte,
en 1845, en la expedición del capitán Sturt,
encargado de descubrir ese mar Caspio que se supone existe en el
centro de Nueva Holanda.
En 1850, Samuel Fergusson regresó a Inglaterra y,
más dominado que nunca por la fiebre de los
descubrimientos, acompañó hasta 1853 al
capitán Mac Clure en la expedición que
costeó el continente americano desde el estrecho de
Behring hasta el cabo de Farewel.
A pesar de todas las fatigas, y bajo todos los climas,
Fergusson resistía maravillosamente. Se hallaba a sus
anchas en medio de las mayores privaciones. Era el perfecto
viajero, cuyo estómago se reduce o se dilata a voluntad,
cuyas piernas se estiran o se encogen según la improvisada
cama, y que se duerme a cualquier hora del día y despierta
a cualquier hora de la noche.
Nada menos asombroso por consiguiente, que hallar a
nuestro infatigable viajero visitando desde 1855 hasta 1857 todo
el oeste del Tíbet en compañía de los
hermanos Schtagintweit, para traernos de aquella
exploración observaciones etnográficas de lo
más curioso.
Durante aquellos viajes, Samuel
Fergusson fue el corresponsal más activo e interesante del
Daily Telegraph, ese periódico
que cuesta un penique y cuya tirada, que asciende a ciento
cuarenta mil ejemplares diarios, apenas logra abastecer a sus
millones de lectores.
Así pues, el doctor era hombre bien conocido,
pese a no pertenecer a ninguna institución
científica, ni a las Reales Sociedades
Geográficas de Londres, París, Berlín, Viena
o San Petersburgo, ni al Club de los Viajeros, ni siquiera a la
Royal Politechnic Institution, donde su amigo, el estadista
Kokburn, metía mucho ruido.
Un día Kokburn le propuso, para darle gusto,
resolver el siguiente problema: dado el número de millas
recorridas por el doctor alrededor del mundo,
¿cuántas millas más ha andado su cabeza que
sus pies, teniendo en cuenta la diferencia de los radios? O bien,
conociendo el número de millas recorridas por los pies y
por la cabeza del doctor, calcular su estatura con toda
exactitud.
Pero Fergusson continuaba manteniéndose alejado
de las sociedades científicas, pues era feligrés
militante, no parlante; le parecía emplear mejor el
tiempo
investigando que discutiendo, y prefería un descubrimiento
a cien discursos.
Cuéntase que un inglés
se trasladó a Ginebra con intención de visitar el
lago. Le metieron en un carruaje antiguo en el que los asientos
estaban de lado, como en los ómnibus, y a él le
tocó por casualidad estar sentado de espaldas al lago. El
carruaje realizó pacíficamente su viaje circular y
nuestro inglés, aunque ni una sola vez volvió la
cabeza, regresó a Londres perdidamente enamorado del lago
de Ginebra.
El doctor Fergusson, por su parte, durante sus viajes se
había vuelto más de una vez, y de tal modo que
había visto mucho. No hacía más que obedecer
a su naturaleza, y
tenemos más de un motivo valedero para creer que era algo
fatalista, aunque de un fatalismo muy ortodoxo, pues contaba
consigo mismo y hasta con la Providencia; se sentía
más bien empujado a los viajes que atraído por
ellos y recorría el mundo a la manera de una locomotora,
la cual no se dirige, sino que es dirigida por el
camino.
-Yo no sigo mi camino -decía el doctor con
frecuencia-; el camino me sigue a mí.
A nadie asombrará, pues, la indiferencia y
sangre
fría con que acogió los aplausos de la Real
Sociedad; estaba muy por encima de tales miserias, exento de
orgullo y más aún de vanidad; le parecía muy
sencilla la proposición que había dirigido al
presidente, sir Francis M …. y ni siquiera se percató
del inmenso efecto que había producido.
Después de la sesión, el doctor fue
conducido al Traveller's Club, en Pall Mall, donde se celebraba
un soberbio banquete. Las dimensiones de las piezas servidas a la
mesa guardaban proporción con la importancia del
personaje, y el esturión que figuraba en tan
espléndida comida no medía ni un centímetro
menos que el propio Samuel Fergusson.
Se hicieron numerosos brindis con vinos de Francia en
honor de los célebres viajeros que se habían
ilustrado en las tierras de África. Se bebió a su
salud o en su
memoria, y por
orden alfabético, lo que es muy inglés: por
Abbadie, Adams, Adamson, Anderson, Arnaud, Baikie, Baldwin,
Barth, Batuoda, Beke, Beltrame, Du Berba, Binbanchi, Bolohnesi,
Bolwik, Bolzoni, Bonnemain, Brisson, Browne, Bruce, Brun-Rollet,
Burchell, Burtckhardt, Burton, Caillaud, Caillié,
Campbell, Chapman, Clapperton, Clol Rey, Colomien, Courval,
Cumming, Cunny, Debono, Decken, Denham, Desavamchers, Dicksen,
Dickson, Dochard, Duchaillu, Duncan, Durand, Duroulé,
Duveyrier, Erchardt, D'Escayrac de Lautore, Ferret, Fresnel,
Gallnier, Galton, Geoffroy, Golberry, Hahn Hahn, Harnier,
Hecquart, Heuglin, Homernann, Houghton, Imbert Kaufmann,
Knoblecher, Krapf, Kummer, Lafaille, Lafargue, Laing, Lambert,
Lamiral, Lamprière, John Lander, Richard Lander, Lefebre,
Lejean, Levaillan, Livingstone, Maccarthie, Magglar, Maizan,
Malzac, Moffat, Mollien, Monteiro, Morrison, Mungo-Park, Neimans,
Overweg, Panett, Partarrieau, Pascal, Pearse,
Peddie, Peney, Petherick, Poncet, Puax, Raffene, Rath, Rebmann,
Richardson, Riley, Ritchie, Rochet D'Aricourt, Rongawi, Roscher,
Ruppel Saugnier, Speke, Steidner, Tribaud, Thompson, Thornton,
Toole, Tousny, Trotter, Tuckey, Tyrwitt, Vaudey,
Veyssiére, Vincent, Vinco, Vogel, Warhlberg, Warington,
Washington, Werne, Wild y, por último, por el doctor
Samuel Fergusson, el cual, con su increíble tentativa,
debía enlazar los trabajos de aquellos viajeros y
completar la serie de los descubrimientos africanos.
II
Un artículo del Daily Telegraph. –
Guerra
de
Periódicos científicos.
– El señor Petermann apoya a su
amigo el doctor Fergusson. – Respuesta
del sabio Koner.
– Apuestas comprometidas. – Varias
proposiciones
hechas al doctor
Al día siguiente, en su número del 15 de
enero, el Daily Telegraph publicó un
artículo concebido en los siguientes
términos:
África desvelará por fin el secreto de sus
vastas soledades. Un Edipo moderno nos dará la clave del
enigma que no han podido descifrar los sabios de sesenta siglos.
En otro tiempo, buscar el nacimiento del Nilo, fontes Nili
quoerere, se consideraba una tentativa insensata, una
irrealizable quimera.
El doctor Barth, siguiendo hasta Sudán el camino
trazado por Denham y Clapperton; el doctor Livingstone,
multiplicando sus intrépidas investigaciones
desde el cabo de Buena Esperanza hasta el golfo de Zambeze; y los
capitanes Burton y Speke, con el descubrimiento de los Grandes
Lagos interiores, abrieron tres caminos a la civilización
moderna. Su punto de intersección, al cual no ha podido
llegar ningún viajero, es el corazón
mismo de África. Hacia ahí deben encaminarse todos
los esfuerzos.
Pues bien, los trabajos de aquellos atrevidos pioneros
de la ciencia
quedarán enlazados gracias a la audaz tentativa del doctor
Samuel Fergusson, cuyas importantes exploraciones han tenido
ocasión de apreciar más de una vez nuestros
lectores.
El intrépido descubridor (discoverer) se
propone atravesar en globo toda África de este a oeste. Si
no estamos mal informados, el punto de partida de su sorprendente
viaje será la isla de Zanzíbar, en la costa
oriental. En cuanto al punto de llegada, tan sólo la
Providencia lo sabe.
Ayer se presentó oficialmente en la Real Sociedad
Geográfica la propuesta de esta exploración
científica, y se concedieron dos mil quinientas libras
para sufragar los gastos de la
empresa.
Tendremos a nuestros lectores al corriente de tan audaz
tentativa, sin precedente en los fastos
geográficos.
Como era de esperar, el artículo del Daily
Telegraph causó un gran alboroto. Levantó las
tempestades de la incredulidad, y el doctor Fergusson pasó
por un ser puramente quimérico, inventado por el
señor Barnum, que después de haber trabajado en
Estados Unidos, se disponía a «hacer» las
islas Británicas.
En Ginebra, en el número de febrero de los
Boletines de la Sociedad Geográfica, apareció una
respuesta humorística; su autor se burlaba, con no poco
ingenio, de la Real Sociedad de Londres, del Traveller's Club y
del fenomenal esturión.
Pero el señor Petermann, en sus
Mittneilungen, publicados en Gotha, impuso el más
absoluto silencio al periódico de Ginebra. El señor
Petermann conocía personalmente al doctor Fergusson y
salía garante de la empresa de su valeroso
amigo.
Todas las dudas se invalidaron muy pronto. En Londres se
hacían los preparativos del viaje; las fábricas de
Lyon habían recibido el encargo de una importante cantidad
de tafetán para la construcción del aeróstato; y el
Gobierno
británico ponía a disposición del doctor el
transporte
Resolute, al mando del capitán Pennet.
Brotaron estímulos, estallaron felicitaciones.
Los pormenores de la empresa aparecieron muy circunstanciados en
los Boletines de la Sociedad Geográfica de París y
se insertó un artículo notable en los Nuevos
Anales de viajes, geografía, historia y
arqueología de V. A. Malte-Brun. Un minucioso trabajo
publicado en Zeitschrift Algemeine Erd Kunde por el doctor
W. Kouer, demostró la posibilidad del viaje, sus
probabilidades de éxito, la naturaleza de los
obstáculos y las inmensas ventajas de la locomoción
por vía aérea; no censuró más que el
punto de partida; creía preferible salir de Massaua,
ancón de Abisinia, desde el cual James Bruce, en 1768, se
había lanzado a la exploración del nacimiento del
Nilo. Admiraba sin reserva alguna el carácter enérgico del doctor
Fergusson y su corazón cubierto con un triple escudo de
bronce que concebía e intentaba semejante
viaje.
El North American Review vio, no sin disgusto,
que estaba reservada a Inglaterra tan alta gloria; procuro poner
en ridículo la proposición del doctor, y le
indicó que, hallándose en tan buen camino, no
parase hasta América.
En una palabra, sin contar los diarios del mundo entero,
no hubo publicación científica, desde el
Journal des Missions evangéliques hasta la
Revue algérienne et coloniale, desde los Annales
de la Propagation de la Foi hasta el Church Missionary
Intelligencer, que no considerase el hecho bajo todos sus
aspectos.
En Londres y en toda Inglaterra se hicieron
considerables apuestas: primero, sobre la existencia real o
supuesta del doctor Fergusson; segundo, sobre el viaje en
sí, que no se intentaría, según unos, y
según otros se emprendería pronto; tercero, sobre
si tendría o no éxito; y cuarto, sobre las
probabilidades o improbabilidades del regreso del doctor
Fergusson. En el libro de las
apuestas se consignaron enormes sumas, como si se hubiese tratado
de las carreras de Epsom.
Así pues, crédulos e incrédulos,
ignorantes y sabios, fijaron todos su atención en el doctor, el cual se
convirtió en una celebridad sin sospecharlo. Dio gustoso
noticias
precisas de sus proyectos expedicionarios. Hablaba con quien
quería hablarle y era el hombre
más franco del mundo. Se le presentaron algunos audaces
aventureros para participar de la gloria y peligros de su
tentativa, pero se negó a llevarlos consigo sin dar
razón de su negativa.
Numerosos inventores de mecanismos aplicables a la
dirección de los globos le propusieron su
sistema, pero no
quiso aceptar ninguno. A los que le preguntaban si acerca del
particular había descubierto algo nuevo, les dejó
sin ninguna explicación, y siguió
ocupándose, con una actividad creciente, de los
preparativos de su viaje.
III
El
amigo del doctor. – De cuándo databa su amistad.
–
Dick Kennedy en Londres. –
Proposición inesperada,
pero nada tranquilizadora. – Proverbio
poco
consolador. – Algunas palabras acerca
del martirologio
africano. – Ventajas del globo
aerostático. – El secreto
del doctor Fergusson
El doctor Fergusson tenía un amigo. No era
éste una réplica de sí mismo, un alter
ego, pues la amistad no podría existir entre dos seres
absolutamente idénticos.
Pero, si bien poseían cualidades y aptitudes
diferentes y un temperamento distinto, Dick Kennedy y Samuel
Fergusson vivían animados por un mismo y único
corazón, cosa que, lejos de molestarles, les
complacía.
Dick Kennedy era escocés en toda la
aceptación de la palabra; franco, resuelto y obstinado.
Vivía en la aldea de Leith, cerca de Edimburgo, un
verdadero arrabal de la «Vieja Ahumada». A veces
practicaba la pesca, pero en
todas partes y siempre era un cazador determinado, lo que nada
tiene de particular en un hijo de Caledonia algo aficionado a
recorrer las montañas de Highlands. Se le citaba como un
maravilloso tirador de escopeta, pues no sólo
partía las balas contra la hoja de un cuchillo, sino que
las partía en dos mitades tan iguales que,
pesándolas luego, no se hallaba entre una y otra
diferencia apreciable.
La fisonomía de Kennedy recordaba mucho la de
Halbert Glendinning tal como lo pintó Walter Scott en
El Monasterio. Su estatura pasaba de seis pies ingleses
aunque agraciado y esbelto, parecía estar dotado de una
fuerza
hercúlea. Un rostro muy tostado por el sol, unos ojos
vivos y negros, un atrevimiento natural muy decidido, algo, en
fin, de bondad y solidez en toda su persona, predisponía
en favor del escocés.
Los dos amigos se conocieron en la India, donde
servían en un mismo regimiento. Mientras Dick cazaba
tigres y elefantes, Samuel cazaba plantas e
insectos. Cada cual podía blasonar de diestro en su
especialidad, y más de una planta rara cogió el
doctor, cuya conquista le costó tanto como un buen par de
colmillos de marfil.
Los dos jóvenes nunca tuvieron ocasión de
salvarse la vida uno a otro ni de prestarse servicio
alguno, por lo que su amistad permanecía inalterable.
Algunas veces les alejó la suerte, pero siempre les
volvió a unir la simpatía.
Al regresar a Inglaterra, les separaron con frecuencia
las lejanas expediciones del doctor, pero este, a la vuelta, no
dejó nunca de ir, no ya a preguntar por su amigo el
escoces, sino a pasar con él algunas semanas.
Dick hablaba del pasado, Samuel preparaba el porvenir;
el uno miraba hacia adelante, el otro hacia atrás. De ello
resultaba que Fergusson tenía el ánimo siempre
inquieto, mientras que Kennedy disfrutaba de una perfecta
calma.
Después de su viaje al Tibet, el doctor estuvo
dos años sin hablar de expediciones nuevas. Dick
llegó a imaginar que se habían apaciguado los
instintos de viaje e impulsos aventureros de su amigo, lo que le
complacía en extremo. La cosa, se decía a sí
mismo, tenía un día u otro que concluir de mala
manera. Por más que se tenga don de gentes, no se viaja
impunemente entre antropófagos y fieras. Kennedy
procuraba, pues, tener a raya a Samuel, que había hecho ya
bastante por la ciencia y
demasiado para la gratitud humana.
El doctor no respondía una palabra;
permanecía pensativo y después se entregaba a
secretos cálculos, pasando las noches en operaciones de
numeros y experimentos con
aparatos singulares de los que nadie se percataba. Se
percibía que en su cerebro
fermentaba un gran pensamiento.
-¿Qué estará tramando? -se
preguntó Kennedy en enero, cuando su amigo se
separó de él para volver a Londres.
Una mañana lo supo por el artículo del
Daily Telegraph.
-¡Misericordia! –exclamó-.
¡Insensato! ¡Loco! ¡Atravesar África en
un globo! ¡Es lo único que nos faltaba! ¡He
aquí en lo que meditaba desde hace dos
años!
Sustituyan todos esos signos de
admiración por puñetazos enérgicamente
asestados en la cabeza, y se harán una idea del ejercicio
al que se entregaba el buen Dick mientras profería
semejantes palabras.
Cuando la vieja Elspteh, que era su ama de llaves,
insinuó que podía tratarse muy bien de una chanza,
él respondió:
-¡Una chanza! No, le conozco demasiado, ya
sé yo de qué pie cojea. ¡Viajar por el
aire!
¡Ahora se le ha ocurrido tener envidia de las
águilas! ¡No, no se irá! ¡Yo le
ataré corto! ¡Si le dejase, el día menos
pensado se nos iría a la Luna!
Aquella misma tarde, Kennedy, inquieto y también
incomodado, tomó el ferrocarril en General Rallway
Station, y al día siguiente llegó a
Londres.
Tres cuartos de hora después se apeó de un
coche de alquiler junto a la pequeña casa del doctor, en
Soho Square, Greek Street, se encaramó por la escalera y
llamó a la puerta cinco veces seguidas.
Le abrió Fergusson en persona.
-¿Dick? -dijo sin mucho asombro.
-El mismo -respondió Kennedy.
-¡Cómo, mi querido Dick! ¿Tú
en Londres durante las cacerías de invierno?
-Yo en Londres.
-¿Y qué te trae por
aquí?
-La necesidad de impedir una locura que no tiene
nombre.
-¿Una locura? -preguntó el
doctor.
-¿Es cierto lo que dice este periódico?
-replicó Kennedy, mostrando el número del Daily
Telegraph.
-¡Ah! ¿Te refieres a eso? ¡Qué
indiscretos son los periódicos! Pero, siéntate,
Dick.
-No quiero sentarme. ¿De verdad tienes la
intención de emprender ese viaje?
-Ya lo creo. Estoy haciendo los preparativos y
pienso…
-¿Dónde están esos preparativos,
que quiero hacerlos pedazos? ¿Dónde
están?
El digno escocés estaba verdaderamente
furioso.
-Calma, mi querido Dick -repuso el doctor-. Comprendo tu
cólera.
Estás ofendido conmigo porque hasta ahora no te he contado
nada acerca de mis nuevos proyectos.
-¡Y a eso le llamas nuevos proyectos!
-Estaba muy ocupado -añadió Samuel sin
admitir la interrupción-, he tenido que hacer muchas
cosas. Pero, tranquilízate, no hubiera partido sin
escribirte…
-Me río yo…
-Porque tengo intención de llevarte
conmigo.
El escocés dio un salto digno de un
camello.
-¿Conque ésas tenemos? -repuso-.
¿Pretendes que nos encierren a los dos en el hospital de
Betlehem?
~He contado positivamente contigo, carísimo Dick,
y te he escogido a ti excluyendo a muchos aspirantes. -Kennedy
estaba atónito-. Cuando me hayas escuchado durante diez
minutos -respondió tranquilamente el doctor-, me
darás las gracias.
-¿Hablas en serio?
-Muy en serio.
-¿Y si me niego a acompañarte?
-No te negarás.
-Pero ¿y si me niego?
-Me iré solo.
-Sentémonos -dijo el cazador-, y hablemos
desapasionadamente. Puesto que no bromeas, vale la pena discutir
el asunto.
-Discutamos almorzando, si no tienes en ello
inconveniente, mi querido Dick.
Los dos amigos se sentaron a la mesa frente a frente,
entre un montón de emparedados y una enorme
tetera.
-Amigo Samuel -dijo el cazador-, tu proyecto es
insensato. ¡Es de realización imposible! ¡Es
de todo punto impracticable!
-Eso lo veremos después de haberlo
intentado.
-Precisamente eso es lo que no hay que hacer,
intentarlo.
-¿Por qué?
-¿Y los peligros y obstáculos de todo
género?
-Los obstáculos -contestó gravemente
Fergusson- se han inventado para ser vencidos. En cuanto a los
peligros, ¿quién puede estar seguro de que los
evita? Todo es peligro en la vida. Peligroso puede ser sentarse a
la mesa o ponerse el sombrero; además, es preciso
considerar lo que debe suceder como si hubiese ya sucedido, y no
ver más que el presente en el porvenir, puesto que el
porvenir no es sino un presente algo más
lejano.
~¿Qué dices? -replicó Kennedy,
encogiéndose de hombros-. Eres un fatalista.
-Fatalista en el buen sentido de la palabra. No nos
preocuparemos de lo que la suerte nos reserva y no olvidemos
jamás nuestro proverbio inglés: «Haga lo que
haga, no se ahogará quien ha nacido para ser
ahorcado.»
No había nada que responder, lo que no
impidió a Kennedy eslabonar una serie de argumentos
fáciles de imaginar, pero que resultaría
interminable reproducir aquí.
-En fin -dijo, después de una hora de
discusión-, si te empeñas en atravesar
África, si ello es necesario para tu felicidad,
¿por qué no tomas los caminos
ordinarios?
-¿Por qué? -respondió el doctor,
animándose-. ¡Porque hasta ahora todas las
tentativas han fracasado! ¡Porque desde Mungo-Park,
asesinado en el Níger, hasta Vogel, que desapareció
en el Wadal; desde Oudney, muerto en Murmur, y Clapperton, muerto
en Sackatou, hasta Maizan, hecho pedazos; desde el mayor Laing,
asesinado por los tuaregs, hasta Roscher de Hamburgo, degollado a
principios del
1860, se han inscrito numerosas víctimas en el
martirologio africano! ¡Porque luchar contra los elementos,
contra el hambre, la sed y la fiebre, contra los animales feroces
y contra tribus más feroces aún es imposible!
¡Porque lo que no se puede hacer de una manera, debe
intentarse de otra! ¡En fin, porque cuando no se puede
pasar por en medio, se pasa por un lado o por encima!
-¡Si no se tratase más que de pasar!
-replicó Kennedy-. ¡Pero es posible
caerse!
-Y bien -repuso el doctor con la mayor sangre
fría-, ¿qué puedo temer? Como
supondrás, he tomado mis precauciones para no sufrir una
caída del globo; y, si éste me fallase, me
hallaría en tierra en las
condiciones normales de los exploradores. Pero mi globo no me
fallará; ni siquiera considero tal posibilidad.
-Pues es menester considerarla.
-No, amigo Dick. No pienso separarme de mi globo hasta
que haya llegado a la costa occidental de África. Con
él, todo es posible; sin él, quedo expuesto a los
peligros y obstáculos naturales de tan difícil
expedicion; con él, ni el calor, ni los
torrentes, ni las tempestades, ni el simún, ni los climas
insalubres, ni los animales salvajes, ni los hombres pueden
inspirarme miedo alguno. Si tengo demasiado calor, subo; si tengo
frío, bajo; si encuentro una montaña, la salvo; si
un precipicio, lo paso; si un río, lo atravieso; si una
tempestad, la domino; si un torrente, lo cruzo como un
pájaro. Avanzo sin cansarme, me detengo sin necesidad de
reposo. Planeo sobre ciudades desconocidas. Vuelo con la rapidez
del huracán, tan pronto por las regiones más
elevadas de la atmósfera como a cien
pasos de tierra, y el mapa de África se abre ante mis ojos
en el gran atlas del mundo.
El buen Kennedy empezaba a emocionarse, y sin embargo,
el espectáculo evocado le producía vértigo.
Contemplaba a Samuel con admiración, pero también
con miedo; le parecía que estaba ya balanceándose
en el espacio.
-Veamos -dijo-. Reflexionemos un poco, amigo Samuel.
¿Has hallado pues, el medio de dirigir los
globos?
-Por supuesto que no. Es una utopía.
-Entonces, irás…
-A donde quiera la Providencia; pero será del
este al oeste.
-¿Por qué?
-Porque cuento con
valerme de los vientos alisios, cuya dirección es
constante.
-¡Es verdad! -exclamó Kennedy,
reflexionando-. Los vientos alisios… Seguramente… En rigor,
se puede… Algo hay…
-¡Si hay algo! No, amigo mío, hay
más que algo. El Gobierno inglés ha puesto un
transporte a mi disposición, y está también
resuelto que crucen tres o cuatro buques por la costa occidental
hacia la época presunta de mi llegada. Dentro de tres
meses, todo lo más, me hallaré en Zanzibar, donde
hincharé mi globo, y desde allí nos
lanzaremos…
-¿Nos lanzaremos? -exclamó
Dick.
-¿Te atreverás a hacerme aún alguna
nueva objeción? Habla, amigo Kennedy.
-¡Una objeción! Se me ocurren más de
mil; pero entre otras, dime: si tienes previsto conocer el
país, si tienes previsto subir y bajar a tu
albedrío, no lo podrás hacer sin perder gas; hasta ahora
no se ha podido proceder de otra manera, lo que ha impedido
siempre las largas peregrinaciones por la
atmósfera.
-Querido Dick, sólo te diré una cosa: yo
no perderé ni un átomo de
gas, ni una molécula.
-¿Y bajarás cuando quieras?
-Cuando quiera.
-¿Cómo?
-El cómo es mi secreto, amigo Dick. Ten
confianza, y que mi divisa sea la tuya:
¡Excelsior!
-Pues bien, ¡Excelsior! -respondió
el cazador, que no sabía una palabra de
latín.
Sin embargo, estaba decidido a oponerse por todos los
medios
posibles a la partida de su amigo. De momento fingió
adherirse a su parecer y se contentó con observar. En
cuanto a Samuel, fue a activar sus preparativos.
IV
Exploraciones africanas. – Barth,
Richardson,
Overweg, Werne, Brun-Rollet, Peney,
Andrea
Debono, Miani, Guillaume Lejean,
Bruce, Krapf y
Rebmann, Maizan, Roscher, Burton y
Speke
La línea aérea que el doctor Fergusson se
proponía seguir no había sido escogida al azar; su
punto de partida fue cuidadosamente estudiado, y no sin
razón el explorador resolvió verificar la
ascensión desde la isla de Zanzíbar. Esta isla,
situada cerca de la costa oriental de África, se encuentra
a 60 de latitud austral, es decir, cuatrocientas
treinta millas geográficas debajo del ecuador.
De aquella isla acababa de partir la última
expedición enviada por los Grandes Lagos en busca del
nacimiento del Nilo.
Pero conviene indicar qué exploraciones esperaba
enlazar el doctor Fergusson unas con otras.
Destacan dos: la del doctor Barth, en 1849, y la de los
tenientes Burton y Speke, en 1858.
El doctor Barth es un hamburgués que obtuvo para
sí y para su compatriota Overweg el permiso de unirse a la
expedición del inglés Richardson, encargado de una
misión
en Sudán.
Sudán es un vasto país situado entre los
150 y los 100 de latitud norte, es decir,
que para llegar a él es menester penetrar mas de mil
quinientas millas en el interior de África.
Hasta entonces aquella comarca únicamente era
conocida por el viaje de Denham, Clapperton y Oudney, verificado
entre 1822 y 1824. Richardson, Barth y Overweg, ansiosos de
llevar más lejos sus investigaciones, llegan a
Túnez y a Trípoli, como sus antecesores, y luego a
Murzuk, capital del
Fezzán.
Abandonan entonces la línea recta y tuercen en
dirección oeste, hacia Ghat, guiados, no sin dificultades,
por los tuaregs. Después de mil escenas de saqueo,
vejaciones y ataques a mano armada, su caravana llega en octubre
al vasto oasis del Asben. El doctor Barth se separa de sus
compañeros, hace una excursión a la ciudad de
Agadés y se incorpora de nuevo a la expedición, la
cual vuelve a ponerse en marcha el 12 de diciembre. Ésta
llega a la provincia de Damergu, donde los tres viajeros se
separan, y Barth, que toma el camino de Kano, llega a este punto
a fuerza de paciencia y pagando considerables tributos.
A pesar de una fiebre intensa, deja la ciudad de Kano el
7 de marzo, acompañado por un solo criado. El principal
objeto de su viaje es reconocer el lago Chad, del cual le separan
aún trescientas cincuenta millas. Avanza, pues, hacia el
este y alcanza la ciudad de Zuricolo, en Bornu, que es el
núcleo del gran imperio central de África.
Allí se entera de la muerte de
Richardson, debida a la fatiga y las privaciones. Llega a Kuka,
capital de Bornu, a orillas del lago. Al cabo de tres semanas, el
14 de abril, doce meses y medio después de haber salido de
Trípoli, alcanza la ciudad de Ngornu.
Le volvemos a encontrar partiendo el 29 de marzo de
1851, con Overweg, para visitar el reino de Adamaua, al sur del
lago. Llega a la ciudad de Yola, un poco más abajo de los
90 de latitud norte; es el límite extremo
alcanzado al sur por tan atrevido viajero.
En agosto vuelve a Kuka, desde donde recorre
sucesivamente el Mandara, el Baguirmi y el Kanem, y alcanza como
límite extremo al este la ciudad de Mesena, situada a
170 20’ de longitud oeste.
El 25 de noviembre de 1852, después de la muerte
de Overweg, su último compañero, se adentra por el
oeste, visita Sokoto, atraviesa el Níger y llega al fin a
Tombuctú, donde se consume durante ocho largos meses,
sometido a las vejaciones del jeque, los malos tratos y la
miseria. Pero la presencia de un cristiano en la ciudad no puede
tolerarse por más tiempo y los fuhlahs amenazan con
sitiarla. El doctor sale de ella el 17 de marzo de 1854, se
refugia en la frontera,
donde permanece treinta y tres días en la indigencia
más completa, regresa a Kano en noviembre y vuelve a
entrar en Kuka, desde donde toma de nuevo el camino de Denham,
tras cuatro meses de espera. A últimos de agosto de 1855
se traslada a Trípoli y llega a Londres el 6 de
septiembre, después de haber perdido a todos sus
compañeros.
He aquí lo que fue el audaz viaje de
Barth.
El doctor Fergusson anotó cuidadosamente que se
había detenido a 40 de latitud norte y
170 de longitud oeste.
Veamos ahora lo que hicieron los tenientes Burton y
Speke en África oriental.
Las diversas expediciones que remontaron el Nilo no
pudieron llegar jamás a su misterioso nacimiento.
Según el relato del médico alemán F. Werne,
la expedición intentada en 1840, bajo los auspicios de
Mehemed Alí, se detuvo en Gondokoro, entre los paralelos
40 y 50 norte.
En 1855, Brun-Rollet, un saboyano nombrado cónsul
de Cerdeña en Sudán oriental, en sustitución
de Vaudey, que había muerto en activo, partió de
Kartum y, bajo el seudónimo de Zacub, traficante de goma y
marfil, llegó a Belenia, más allá del grado
4, y regresó enfermo a Kartum, donde murió en
1857.
Ni el doctor Peney, jefe de los servicios
médicos egipcios, el cual, en un pequeño vapor,
llegó un grado más abajo de Gondokoro y
murió extenuado en Kartum; ni el veneciano Miani, que
recorriendo las cataratas situadas debajo de Gondokoro,
alcanzó el paralelo 20, ni el negociante
maltés Andrea Debono, que llevó más lejos
aún su excursión por el Nilo, pudieron franquear el
infranqueable límite.
En 1859, Guillaume Lejean, encargado por el Gobierno
francés de una misión especial, se trasladó
a Kartum por el mar Rojo y embarcó en el Nilo con
veintiún hombres de tripulación y veinte soldados;
pero no pudo pasar de Gondokoro y corrió los mayores
peligros entre los negros insurrectos. La expedición
dirigida por el señor D'Escayrac de Lautore intentó
también en vano llegar al famoso nacimiento.
El mismo término fatal detuvo siempre a los
viajeros. Los enviados de Nerón habían alcanzado en
su época los 90 de latitud; por consiguiente,
en dieciocho siglos no se avanzo mas que cinco o seis grados, es
decir, de trescientas a trescientas sesenta millas
geográficas.
Algunos viajeros intentaron llegar al origen del Nilo
tomando un punto de partida en la costa oriental de
África.
De 1768 a 1772, el escocés Bruce salió de
Massaua, puerto de Abisinia, recorrió el Tigré,
visitó las minas de Axum, vio el nacimiento del Nilo donde
no estaba y no obtuvo ningún resultado
importante.
En 1844, el doctor Krapf, misionero anglicano, fundaba
un establecimiento en Mombasa, en la costa de Zanguebar, y en
compañía del reverendo Rebmann descubría dos
montañas a trescientas millas de la costa. Se trata de los
montes Kilimanjaro y Kenia, que De Heuglin y Thornton, acaban de
escalar en parte.
En 1845, el francés Malzan desembarcaba solo en
Bagamoyo, frente a Zanzíbar, y llegaba a Deje-la-Mhora,
cuyo jefe le hacía perecer víctima de los
más crueles suplicios.
En agosto de 1859, el joven viajero Roscher, natural de
Hamburgo, partía con una caravana de mercaderes
árabes y alcanzaba el lago Nyassa, donde fue asesinado
mientras dormía.
Por último, en 1857, los tenientes Burton y
Speke, oficiales ambos del Ejército de Bengala, fueron
enviados por la Sociedad Geográfica de Londres para
explorar los Grandes Lagos africanos. Salieron de Zanzíbar
el 17 de junio y se encaminaron directamente al oeste.
Después de cuatro meses de padecimientos
inauditos, de que les hubiesen robado el equipaje y hubieran
matado a sus porteadores, llegaron a Kazeh, centro de
reunión de traficantes y caravanas. Se habría dicho
que estaban en la Luna; allí recogieron precisos documentos acerca
de las costumbres, el gobierno, la religión, la fauna y la flora
del país. Después se dirigieron hacia el primero de
los Grandes Lagos, el Tanganica, situado entre los 30
y los 80 de latitud austral; llegaron a él el
14 de febrero de 1858 y visitaron las diversas tribus de las
orillas, en su mayor parte caníbales.
Partieron de allí el 26 de mayo y regresaron a
Kazeh el 20 de junio. En Kazeh, Burton, rendido de fatiga,
permaneció enfermo algunos meses; durante este tiempo,
Speke realizó una incursión de más de
trescientas millas en dirección norte, hasta el lago
Ukereue, avistándolo el 3 de agosto; pero sólo pudo
ver su embocadura, a 20 3’ de
latitud.
El 25 de agosto había regresado a Kazeh y
reanudaba con Burton el camino hacia Zanzíbar, país
que los dos intrépidos viajeros vieron de nuevo en marzo
del año siguiente. Entonces volvieron a Inglaterra, y la
Sociedad Geográfica de París les concedió su
premio anual.
El doctor Fergusson fijó mucho su atención
en que los dos exploradores no habían traspasado ni los
20 de latitud austral, ni los 290 de
longitud este.
Tratábase, pues, de enlazar las exploraciones de
Burton y Speke con las del doctor Barth, lo que equivalía
a salvar una extensión de país de más de
doce grados.
V
Sueños de Kennedy. – Artículos
y pronombres en
plural – Insinuaciones de Dick. –
Paseo por el mapa de
África. – Lo que queda entre
las dos puntas del compás.
– Expediciones actuales. – Speke y
Grant. – Krapf, De
Decken y De Heuglin
El doctor Fergusson activaba afanoso los preparativos de
su marcha. Él mismo dirigía la construcción
de su aeróstato, introduciendo ciertas modificaciones
acerca de las cuales guardaba un silencio absoluto.
Se había dedicado, desde mucho tiempo
atrás, al estudio de la lengua
árabe y de varios idiomas mandingas, en los cuales,
gracias a sus aptitudes políglotas, hizo rápidos
progresos.
Entretanto, su amigo el cazador no le dejaba ni a sol ni
a sombra, pues sin duda temía que el doctor tomase el
portante sin decirle una palabra; seguía
dirigiéndole acerca del particular las arengas más
persuasivas, sin persuadir con ellas a Samuel Fergusson, y se
deshacía en súplicas patéticas que no
conmovían lo más mínimo a éste. Dick
notaba que su amigo se le escapaba de las manos.
El pobre escocés era, en realidad, digno de
lástima. No podía mirar sin terror la azulada
bóveda del cielo, al dormirse experimentaba balanceos
vertiginosos y todas las noches soñaba que se
despeñaba desde inconmensurables alturas.
Debemos añadir que, durante tan terribles
pesadillas, se cayó dos o tres veces de la cama. Su primer
impulso fue mostrar a Fergusson la señal de un fuerte
golpe que había recibido en la cabeza.
-¡Y no llega ni a un metro de altura!
-exclamó con candor seráfico-. ¡Ni a un
metro! ¡Y el chichón es como un huevo! ¡Juzga
tú mismo!
Aquella insinuación melancólica no
conmovió al doctor.
-Nosotros no caeremos -dijo.
-¿Y si caemos?
-No caeremos.
La convicción del doctor dejó a Kennedy
sin respuesta.
Lo que exasperaba particularmente a Dick era que el
doctor parecía dar muestras de una abnegación
absoluta hacia él; le consideraba irrevocablemente
destinado a ser su compañero aéreo. Eso ya no era
objeto de duda alguna. Samuel abusaba de un modo insoportable del
pronombre de primera persona en plural.
-«Nosotros» vamos adelantando…,
«nosotros» estaremos en disposicion ….
«nosotros» partiremos el día…
Y del adjetivo posesivo en singular:
-«Nuestro» globo…, «nuestro»
esquife…, «nuestra»
exploración…
Y también en plural:
-«Nuestros» preparativos…,
«nuestros» descubrimientos ….
«nuestras» ascensiones…
Dick sentía escalofríos, a pesar de que
estaba decidido a no marchar; sin embargo, no quería
contranar demasiado a su amigo. Confesemos, no obstante, que, sin
darse él mismo cuenta de ello, había hecho que le
enviaran poco a poco de Edimburgo algunos trajes apropiados y sus
mejores escopetas de caza.
Un día, después de reconocer que aun
teniendo mucha suerte había mil probabilidades contra una
de salir mal del negocio, fingió acceder a los deseos del
doctor; pero, para retardar el viaje todo lo posible y ganar
tiempo, esgrimió una serie de argumentos de lo más
variados. Insistió en la utilidad de la
expedición y en su oportunidad… ¿El
descubrimiento del origen del Nilo era absolutamente necesario?
… ¿Contribuiría en algo al bienestar de la
humanidad? … Cuando finalmente se consiguiese civilizar a las
tribus de África, ¿serían éstas
más felices ?… Además, ¿quién
podía asegurar que no estuviese en ellas la
civilización más adelantada que en Europa? Nadie…
Y, amén de todo, ¿no se podía esperar
algún tiempo … ? Un día u otro se
atravesaría África de un extremo a otro, y de una
manera menos azarosa… Dentro de un mes, o de seis, o de un
año, algún explorador llegaría sin
duda…
Aquellas insinuaciones producían un efecto
enteramente contrario al perseguido, y la impaciencia del doctor
aumentaba.
-¿Quieres, pues, desgraciado Dick, pérfido
amigo, que sea para otro la gloria que nos aguarda?
¿Quieres que traicione mi pasado? ¿Quieres que
retroceda ante obstáculos de poca importancia?
¿Quieres que pague con cobardes vacilaciones lo que por
mí han hecho el Gobierno inglés y la Real Sociedad
de Londres?
-Pero… -respondió Kennedy, que era muy
aficionado a esta conjunción.
-Pero -replicó el doctor- ¿no sabes que mi
viaje ha de concurrir al éxito de las empresas actuales?
¿Ignoras que nuevos exploradores avanzan hacia el centro
de Africa?
-Sin embargo…
-Escúchame atentamente, Dick, y contempla este
mapa.
Dick lo miró con resignacion.
-Remonta el curso del Nilo -dijo el doctor
Fergusson.
-Lo remonto -respondió dócilmente el
escocés.
-Llega a Gondokoro.
-Ya he llegado.
Y Kennedy pensaba cuán fácil era un viaje
semejante… en el mapa.
-Coge una punta de este compás -prosiguió
el doctor-, y apóyala en esta ciudad, de la cual apenas
han podido pasar los más audaces.
-Ya está.
-Ahora busca en la costa la isla de Zanzíbar, a
60 de latitud sur.
-Ya la tengo.
-Sigue ahora ese paralelo y llega a Kazeh.
-Hecho.
-Sube por el grado treinta y tres de longitud hasta la
embocadura del lago Ukereue, en el punto en que se detuvo el
teniente Speke.
-Ya estoy. Un poco más y caigo de cabeza al
lago.
-Pues bien, ¿ sabes lo que tenemos derecho a
suponer, según los datos
suministrados por las tribus ribereñas?
-No tengo ni idea.
-Pues voy a decírtelo. Este lago, cuyo extremo
inferior se halla a 20 30’ de latitud, debe de
extenderse igualmente a 20 50’ Por encima del
ecuador.
-¿De veras?
-Y de este extremo septentrional surge una corriente de
agua que
necesariamente ha de ir a parar al Nilo, si es que no es el
propio Nilo.
-Realmente curioso.
-Apoya la otra punta del compás en este extremo
del lago Ukereue.
-Apoyada, amigo Fergusson.
-¿Cuántos grados cuentas entre los
dos puntos? ~dijo Fergusson.
-Apenas dos.
-¿Sabes cuánto suma todo, Dick?
-No.
-Pues apenas ciento veinte millas, es decir,
nada.
-Casi nada, Samuel.
-¿Y sabes lo que pasa en este momento?
-¿Yo?
-Voy a decírtelo. La Sociedad Geográfica
ha considerado muy importante la exploración de este lago
entrevisto por Speke. Bajo sus auspicios, el teniente, en la
actualidad capitán Speke se ha asociado al capitán
Grant, del ejército de las Indias, y ambos se han puesto a
la cabeza de una numerosa expedición generosamente
subvencionada. Se les ha confiado la misión de remontar el
lago y volver a Gondokoro. Han recibido una subvención de
más de cinco mil libras, y el gobernador de El Cabo ha
puesto a su disposición soldados hotentotes. Partieron de
Zanzibar a últimos de octubre de 1860. Al mismo tiempo, el
inglés John Petherick, cónsul de Su Majestad en
Kartum, ha recibido del Foreign Office unas
setecientas libras; debe equipar un buque de vapor en Kartum,
abastecerlo suficientemente y zarpar para Gondokoro, donde
aguardará la caravana del capitán Speke y se
hallará en disposición de proporcionarle
víveres.
-Bien pensado -dijo Kennedy.
-Ya ves que el tiempo apremia si queremos participar en
esos trabajos de exploración. Y eso no es todo; mientras
hay quien marcha a paso seguro en busca del nacimiento del Nilo,
otros viajeros se dirigen audazmente hacia el corazón de
África.
-¿A pie? -preguntó Kennedy.
-A pie -repitió el doctor, sin percatarse de la
insinuación-. El doctor Krapf se propone encaminarse al
oeste por el Djob, río situado debajo del ecuador. El
barón De Decken ha salido de Mombasa, ha reconocido las
montañas de Kenia y de Kilimanjaro y penetra en el
centro.
-¿A pie también?
-Todos a pie o montados en mulos.
~Para lo que yo quiero significar es exactamente lo
mismo -replicó Kennedy.
-Por último -prosiguió el doctor-, De
Heuglin, vicecónsul de Austria en Kartum, acaba de
organizar una expedición muy importante, cuyo principal
objeto es indagar el paradero del viajero Vogel, que en 1853 fue
enviado a Sudán para asociarse a los trabajos del doctor
Barth. En 1856 salió de Bornu y resolvió explorar
el desconocido país que se extiende entre el lago Chad y
el Darfur. Desde entonces no ha aparecido. Cartas recibidas
en Alejandría, en junio de 1860, informan que fue
asesinado por orden del rey de Wadai; pero otras, dirigidas por
el doctor Hartimann al padre del viajero, afirman,
basándose en el relato de un fellatah de Bornu, que Vogel
se encuentra prisionero en Wara y que, por consiguiente, no
están perdidas todas las esperanzas. Bajo la presidencia
del duque regente de Sajonia-Coburgo-Gotha, se ha formado una
comisión de la que es secretario mi amigo Petermann; se
han cubierto los gastos de la expedición con una
suscripcion nacional en la que han participado muchísimos
sabios. El señor De Heuglin partió de Massaua en
junio; mientras busca las huellas de Vogel, debe explorar todo el
país comprendido entre el Nilo y el Chad, es decir,
enlazar las operaciones del capitán Speke con las del
doctor Barth. ¡Y entonces África habrá sido
cruzada de este a oeste!
-Y bien -respondió el escocés-, puesto que
todo enlaza sin nosotros tan perfectamente, ¿qué
vamos a hacer allí?
El doctor Fergusson dio la callada por respuesta,
contentándose con encogerse de hombros.
VI
Un
criado excepcional – Distingue los satélites
de
Júpiter. – Controversia entre
Dick y Joe. – La duda
y la creencia. – El peso.
-Joe-Wellington. – Recibe
media corona
El doctor Fergusson tenía un criado que
respondía con diligencia al nombre de Joe. Era de una
índole excelente. Su amo, cuyas órdenes obedecia e
interpretaba siempre de una manera inteligente, le inspiraba una
confianza absoluta y una adhesión sin límites.
Era un Caleb, aun cuando estaba siempre de buen humor y no
refunfuñaba; no habría salido tan buen criado si lo
hubieran mandado construir expresamente. Fergusson se confiaba
enteramente a él para las minuciosidades de su existencia,
y hacía perfectamente. ¡Raro y honrado Joe!
¡Un criado que dispone la comida de su señor y tiene
su mismo paladar; que arregla su maleta y no olvida ni las medias
ni las camisas; que posee sus llaves y sus secretos, y ni sisa ni
murmura?
¡Pero qué hombre era también el
doctor para el digno Joe! ¡Con qué respeto y
confianza acogía éste sus decisiones! Cuando
Fergusson había hablado, preciso era para responderle
haber perdido el juicio. Todo lo que pensaba era justo; todo lo
que decía, sensato; todo lo que mandaba, practicable; todo
lo que emprendía, posible; todo lo que concluía,
admirable. Aunque hubiesen hecho a Joe pedazos, lo que sin duda
habría repugnado a cualquiera, no le habrían hecho
modificar en lo más mínimo el concepto que le
merecía su amo.
Así es que cuando el doctor concibió el
proyecto de atravesar África por el aire, para Joe la
empresa fue cosa hecha. No había obstáculos
posibles. Desde el momento en que Fergusson había resuelto
partir, podía decirse que ya había llegado…,
acompañado de su fiel servidor, porque
el buen muchacho, aunque nadie le había dicho una palabra,
sabía que formaría parte del pasaje.
Por otra parte, prestaría grandes servicios
gracias a su inteligencia y su maravillosa agilidad. Si hubiese
sido preciso nombrar un profesor de
gimnasia para
los monos del Zoological Garden, muy espabilados por cierto, sin
lugar a dudas Joe habría obtenido la plaza. Saltar,
encaramarse, volar y ejecutar mil suertes imposibles eran para
él cosa de juego.
Si Fergusson era la cabeza y Kennedy el brazo, Joe
sería la mano. Ya había acompañado a su
señor en varios viajes, y a su manera poseía cierto
barniz de la ciencia apropiada; pero se distinguía
principalmente por una filosofía apacible, un optimismo
encantador; todo le parecía fácil, lógico,
natural, y, por consiguiente, desconocía la necesidad de
gruñir o de quejarse.
Poseía, entre otras cualidades, una capacidad
visual asombrosa. Compartía con Moestlín, el
profesor de Kepler, la rara facultad de distinguir sin anteojos
los satélites de Júpiter y de contar en el grupo de las
Pléyades catorce estrellas, las últimas de las
cuales son de novena magnitud. Pero no se envanecia por eso; todo
lo contrario, saludaba de muy lejos y, llegado el caso
sabía sacar partido de sus ojos.
Con la confianza que Joe tenía en el doctor, no
son de extrañar, pues las incesantes discusiones que se
producían entre el señor Kennedy y el digno criado,
si bien guardando siempre el debido respeto.
El uno dudaba, el otro creía; el uno era la
prudencia clarividente, el otro la confianza ciega; y el doctor
se encontraba entre la duda y la creencia, aunque debo confesar
que no le preocupaba ni la una ni la otra.
-¿Y bien, muchacho?
-El momento se acerca. Parece que nos embarquemos para
la Luna.
-Querrás decir la tierra de
la Luna, que no queda ni mucho menos tan lejos. Pero, no te
preocupes pues tan peligroso es lo uno como lo otro.
-¡Peligroso! ¡Con un hombre como el doctor
Fergusson! ¡Imposible!
-No quisiera matar tus ilusiones, mi querido Joe, pero
lo que él trata de emprender es simplemente una locura. No
partirá.
-¿Que no partirá? ¿Acaso no ha
visto su globo en el taller de los señores Mitchell, en el
Borough?
-Me guardaré mucho de ir a verlo.
-¡Pues se pierde un hermoso espectáculo,
señor mío! ¡Qué cosa tan preciosa!
¡Qué corte tan elegante!
¡Qué esquife tan encantador!
¡Estaremos a nuestras anchuras ahí
adentro!
-¿Cuentas, pues, con acompañar a tu
señor?
-¡Yo le acompañaré a donde él
quiera! -replicó Joe con convicción-.
¡Faltaría más! ¡Dejarle ir solo, cuando
juntos hemos recorrido el mundo! ¿Quién le
sostendría cuando estuviese fatigado? ¿Quién
le tendería una mano vigorosa para saltar un precipicio?
¿Quién le cuidaría si cayese enfermo? No,
señor Dick, Joe permanecerá siempre en su puesto
junto al doctor, o, por mejor decir, alrededor del doctor
Fergusson.
-¡Buen muchacho!
-Además, usted vendrá con nosotros -repuso
Joe.
-¡Sin duda! -dijo Kennedy-. Os
acompañaré para impedir hasta el último
momento que Samuel cometa una locura semejante. Le
seguiré, si es preciso, hasta Zanzíbar, a fin de
que la mano de un amigo le detenga en su proyecto
insensato.
-Usted no detendrá nada, señor Kennedy,
salvo su respeto. Mi señor no es un cabeza loca; siempre
medita mucho lo que va a emprender y, cuando ha tomado una
resolución, no hay quien le apee de ella.
-Eso lo veremos.
-No alimente semejante esperanza. En fin, lo importante
es que venga. Para un cazador como usted, África es un
pais maravilloso y, por consiguiente, no se arrepentirá
del viaje.
-Dices bien, no me arrepentiré; sobre todo si ese
terco se rinde al fin a la evidencia.
-A propósito –dijo Joe-, ya sabrá
que hoy nos pesan.
-¡Cómo! ¿Nos pesan?
-Exacto, vamos a pesarnos los tres: usted, mi
señor, y yo.
-¿Como los jockeys?
-Como los jockeys. Pero, tranquilícese, no se le
hará adelgazar si pesa demasiado. Se le aceptará
tal como es.
-Pues yo no me dejaré pesar -dijo el
escocés.
-Pero señor, parece que es necesario para la
máquina.
-¿Qué me importa a mí la
máquina?
-¡Le debe importar! ¿Y si por falta de
cálculos exactos no pudiéramos subir?
-¡Qué más quisiera yo!
-Pues sepa, señor Kennedy, que mi señor
vendrá enseguida a buscarnos.
-No iré.
-No querrá hacerle un desaire,
¿verdad?
-Se lo haré.
-¡Bueno! -exclamó Joe, riendo-. Habla
así porque no está él delante; pero cuando
le diga a la cara: «Dick (perdone la confianza), Dick,
necesito saber exactamente tu peso», irá, yo
respondo de ello.
-No iré.
En aquel momento entró el doctor en su gabinete
de trabajo, donde tenía lugar esta conversacion, y miro a
Kennedy, el cual se sintió como encogido.
-Dick -dijo el doctor-, ven con Joe; necesito saber
cuánto pesáis los dos.
-Pero…
-No hará falta que te quites el sombrero.
Ven.
Y Kennedy fue con él.
Entraron los tres en el taller de los señores
Mitchell, donde había preparada una de esas balanzas,
llamadas romanas. Preciso era, efectivamente, que el doctor
conociese el peso de sus compañeros para establecer el
equilibrio de
su aeróstato. Hizo, pues, subir a Dick a la plataforma de
la balanza, y éste, sin oponer resistencia
murmuró:
-Está bien, está bien. La verdad es que
esto no compromete a nada.
-Ciento cincuenta y tres libras -dijo el doctor,
apuntando la cifra en su libreta de notas.
-¿Peso demasiado? .
-No, señor Kennedy -replicó Joe-.
Además, yo soy ligero y eso compensara.
Y, diciendo esto, Joe ocupó con entusiasmo el
sitio del Cazador, el cual estuvo a punto de derribar la balanza
al bajar. Joe se colocó en la actitud del
Wellington que remeda a Aquiles en la entrada de Hyde Park, y,
aunque no llevaba el escudo, estaba magnífico.
-Ciento veinte libras -escribió el
doctor.
-¡Bravo! -exclamó Joe, sonriendo sin saber
muy bien por qué.
-Ahora yo -dijo Fergusson, y añadió por
propia cuenta ciento treinta y cinco libras.
-Señor -intervino Joe-, si fuese necesario para
la expedición, yo, absteniéndome de comer,
podría adelgazar perfectamente unas veinte
libras.
-No hace falta, muchacho -respondió el doctor-
puedes comer cuanto quieras. Toma media corona para atracarte
como te venga en gana.
VII
Pormenores geométricos. – Cálculo de
la capacidad del
globo. – El aeróstato doble. –
La envoltura. – La
barquilla. – El aparato misterioso. –
Los víveres. – La
adición final
El doctor Fergusson se ocupaba desde hacía mucho
tiempo de todos los pormenores de su expedición. Como se
supondrá, el globo, el maravilloso vehículo
destinado a transportarle por aire, fue objeto de su constante
solicitud.
En primer lugar, y para no dar al aeróstato
dimensiones excesivas, resolvió hincharlo con gas hidrógeno, que es catorce veces y media
más ligero que el aire. La producción del hidrógeno es
fácil, y es el gas que ha dado en los experimentos
aerostáticos resultados más
satisfactorios.
El doctor, calculando con la mayor exactitud,
concluyó que el peso de los objetos indispensables para su
viaje y de su aparato daba un total de cuatro mil libras; por
consiguiente, fue preciso averiguar cuál sería la
fuerza ascensional capaz de levantar este peso, y cuál por
tanto sería la capacidad del aparato.
Un peso de cuatro mil libras está representado
por un desplazamiento de aire de cuarenta y cuatro mil
ochocientos cuarenta y siete pies cúbicos, lo que equivale
a decir que cuarenta y cuatro mil ochocientos cuarenta y siete
pies cúbicos de aire pesan unas cuatro mil
libras.
Dando al globo esta capacidad de cuarenta y cuatro mil
ochocientos cuarenta y siete pies cúbicos y
llenándolo, en lugar de aire, de gas hidrógeno,
que, por ser catorce veces y media más ligero, sólo
pesa doscientas setenta y seis libras, se produce una ruptura de
equilibrio, es decir una diferencia de tres mil setecientas
veinticuatro libras. Esta diferencia entre el peso del gas
contenido en el globo y el peso del aire circundante constituye
la fuerza ascensional del aeróstato.
Sin embargo, si se introdujesen en el globo los cuarenta
y cuatro mil ochocientos cuarenta y siete pies cúbicos de
gas de que hablamos, éste quedaría totalmente
lleno, cosa inadmisible, pues, a medida que el globo sube a las
capas menos densas del aire, el gas que contiene tiende a
dilatarse y no tardaría en romper la envoltura. Así
pues no se suelen llenar más que dos terceras
partes.
Pero el doctor, a consecuencia de cierto proyecto que
solamente él conocía, resolvió no llenar
más que la mitad de su aeróstato, y como
tenía que llevar cuarenta y cuatro mil ochocientos
cuarenta y siete pies cúbicos de hidrógeno, dio a
su globo una capacidad casi doble.
Lo concibió con esa forma alargada que se sabe es
la preferible. El diámetro horizontal era de cincuenta
pies y el vertical de setenta y cinco; así obtuvo un
esferoide, cuya capacidad ascendía, en cifras redondas, a
noventa mil pies cúbicos.
Si el doctor Fergusson hubiese podido emplear dos
globos, habrían aumentado sus probabilidades de
éxito, porque en caso de romperse uno en el aire, es
posible, echando lastre, sostenerse por medio del otro. Pero la
maniobra de dos aeróstatos resulta muy difícil
cuando se trata de que conserven una fuerza de ascension
igual.
Después de haber reflexionado largamente,
Fergusson mediante una disposicion ingeniosa, reunió las
ventajas que ofrecen dos globos evitando sus inconvenientes.
Construyó dos de desigual volumen y
metió uno dentro de otro. El globo exterior, que
conservó las dimensiones citadas, contuvo otro más
pequeño, de la misma forma, que sólo tenía
cuarenta y cinco pies de diámetro horizontal y sesenta y
ocho de diámetro vertical. La capacidad de este globo
interior no era, pues, mas que de sesenta y siete mil pies
cúbicos. Debía nadar en el fluido que lo
envolvía, y de uno a otro globo se abría una
válvula que, en caso necesario, permitia ponerlos en
comunicacion uno con otro.
Esta disposición presentaba la ventaja de que, si
era preciso dar salida al gas para bajar, se dejaría
escapar el del globo grande; de este modo, aun en caso de que
hubiera que vaciarlo por completo, el pequeño
quedaría intacto. Entonces era posible desembarazarse de
la cubierta exterior como de un peso inútil, y el segundo
aeróstato, al quedar solo, no ofrecía al viento el
asidero que le dan los globos medio hinchados.
Además, en caso de accidente, por ejemplo, si el
globo exterior sufría un desgarrón, se jugaba con
la ventaja de que el otro quedaba ileso.
Los dos aeróstatos se construyeron con un
tafetán asargado de Lyon, untado de gotapercha. Esta
sustancia gomorresinosa está dotada de una impermeabilidad
absoluta, y es resistente a los ácidos y
los gases. El
tafetán se puso doble en el polo superior del globo, donde
se realiza casi todo el esfuerzo.
Esta envoltura podía retener el fluido durante un
tiempo ilimitado. Pesaba media libra por cada nueve pies
cuadrados. Como la superficie del globo exterior era de once mil
seiscientos pies cuadrados, su envoltura pesaba seiscientas
cincuenta libras. La envoltura del segundo globo tenía
nueve mil doscientos pies cuadrados de superficie, y no pesaba,
por consiguiente, más que quinientas diez libras, o sea,
en total mil ciento sesenta libras.
La red destinada a sostener la
barquilla era de cuerda de cáñamo muy
sólida. Las dos válvulas
fueron objeto de cuidados minuciosos, tal como lo hubiera sido el
gobernalle de un buque.
La barquilla, de forma circular y de un diámetro
de quince pies, era de mimbre. Estaba reforzada con una ligera
armadura de hierro y
revestida en su parte inferior de resortes elásticos
destinados a amortiguar los choques. Su peso y el de la red no
excedían de doscientas ochenta libras.
El doctor hizo construir, además, cuatro cajas de
palastro de un grosor de dos líneas, unidas entre
sí por medio de tubos provistos de llaves. Agregó a
ellas un serpentín de unas dos pulgadas de
diámetro, que terminaba en dos ramas rectas de longitud
desigual, la mayor de las cuales medía veinticinco pies y
la más corta, quince.
Las cajas de palastro fueron colocadas en la barquilla
de modo que ocupasen el menor espacio posible. El
serpentín, que no tenía que ajustarse hasta
más adelante, fue empaquetado separadamente, al igual que
una pila eléctrica de Bunsen de gran potencia. El
aparato había sido tan ingeniosamente ideado que no pesaba
más de setecientas libras, incluyendo en ellas veinticinco
galones de agua contenidos en una caja especial.
Los instrumentos destinados al viaje consistieron en dos
barómetros, dos termómetros, dos brújulas,
un sextante, dos cronómetros, un horizonte artificial y un
altacimut para medir los objetos lejanos e inaccesibles. El
observatorio de Greenwich se había puesto a
disposición del doctor, pese a que éste no se
proponía hacer experimentos de física, sino
únicamente reconocer su dirección y determinar la
posición de los principales ríos, montañas y
poblaciones.
Se proveyó de tres anclas de hierro a toda
prueba, así como de una escala de seda
ligera y resistente, de cincuenta pies de longitud.
Calculó igualmente el peso exacto de los
víveres, que consistían en café,
té, galletas, carne salada y pemmican, preparacion
que, en un pequeño volumen, contiene muchos elementos
nutritivos. Independientemente de una considerable reserva de
aguardiente, dispuso dos cajas de agua que contenían
veintidós galones cada una.
El consumo de
estos alimentos
haría disminuir poco a poco el peso sostenido por el
aeróstato. Y debe saberse que el equilibrio de un globo en
la atmósfera es de una sensibilidad extremada. La
pérdida de un peso casi insignificante basta para producir
un desplazamiento muy apreciable.
El doctor no olvidó ni una tienda para cubrir una
parte de la barquilla, ni las mantas para dormir durante el
viaje, ni las escopetas del cazador con las correspondientes
municiones.
He aquí el resumen de sus diferentes
cálculos:
Así se desglosaban las cuatro mil libras que el
doctor Fergusson se proponía echar a volar; no llevaba mas
que doscientas libras de lastre, «sólo para casos
imprevistos», decía él, porque, gracias a su
aparato, no creía tener que recurrir a ellas.
VIII
Importancia de Joe. – El comandante del
Resolute.-
El arsenal de Kennedy. – Arreglos. –
Banquete di
despedida. – Partida del 21 de
febrero. – Sesiones
científicas del doctor. –
Dwveyrier y Livingstone.-
Pormenores del viaje aereo. – Kennedy
reducido
al silencio
Hacia el 10 de febrero, los preparativos tocaban a su
fin. Los aeróstatos, encerrados uno dentro de otro,
estaban totalmente terminados. Habían sido sometidos a una
fuerte presión de
aire comprimido, dando buena prueba de su solidez y demostrando
que se había procedido a su construcción con el
mayor esmero.
Joe no cabía en sí de gozo. Iba
incesantemente de Greek Street a los talleres de los
señores Mitchell, siempre atareado, pero comunicativo,
explicando detalles del asunto hasta a los que no se los
pedían y sintiéndose orgulloso por encima de todo
de acompanar a su señor. Se me antoja que incluso
enseñando el aeróstato, desarrollando las ideas y
los planes del doctor, y dando a conocer a éste a
través de una ventana entreabierta o cuando pasaba por la
calle, el digno muchacho ganó alguna que otra media
corona. Pero no hay que reprochárselo; tenía
derecho a especular un poco con la admiración y curiosidad
de sus contemporáneos.
El 16 de febrero, el Resolute ancló
delante de Greenwich. Era un buque de hélice de
ochocientas toneladas de porte, muy rápido, que ya
había tenido a su cargo el abastecimiento de la
última expedición de sir James Ross a las regiones
polares. Pennet, su comandante, pasaba por hombre de trato
agradable y estaba muy interesado en el viaje del doctor, a quien
apreciaba desde hacía mucho tiempo. Pennet parecía
más un sabio que un soldado, lo cual no impedía a
su buque llevar cuatro piezas de artillería, que no
habían hecho nunca daño a
nadie y que servían solamente para producir los
estrépitos más pacíficos del
mundo.
Se acondicionó la bodega del Resolute para
acomodar en ella el aeróstato, que fue transportado con
las mayores precauciones el día 18 de febrero. Se
almacenó de la mejor manera posible para prevenir
cualquier accidente, y en presencia del propio Fergusson se
estibaron la barquilla y sus accesorios, las anclas, las cuerdas,
los víveres y las cajas de agua que debían llenarse
a la llegada.
Se embarcaron diez toneladas de ácido
sulfúrico y otras tantas de hierro viejo para obtener gas
hidrógeno. Esta cantidad era más que suficiente,
pero convenía estar preparado para posibles
pérdidas. El aparato destinado a producir el gas,
compuesto de unos treinta barriles, fue colocado al fondo de la
bodega.
Estos preparativos finalizaron al anochecer del
día 18 de febrero. Dos camarotes cómodamente
dispuestos aguardaban al doctor Fergusson y a su amigo Kennedy.
Este último, mientras juraba que no partiría, se
trasladó a bordo con un verdadero arsenal de caza, dos
excelentes escopetas de dos cañones que se cargaban por la
recámara, y una carabina de toda confianza de la
fábrica de Purdey Moore y Dickson, de Edimburgo. Con
semejante arma, el cazador no tenía ningún problema
para alojar, a una distancia de dos mil pasos, una bala en el ojo
de un camello. Llevaba también dos revólveres Colt
de seis disparos para los imprevistos, su frasco de
pólvora, su cartuchera, y perdigones y balas en cantidad
suficiente, aunque sin traspasar los límites prescritos
por el doctor.
El día 19 de febrero se acomodaron a bordo los
tres viajeros, que fueron recibidos con la mayor
distinción por el capitán y sus oficiales. El
doctor, preocupado por la expedición, se mostraba
distante; Dick estaba conmovido, aunque no quería
aparentarlo; y Joe, que brincaba de alegría y hablaba por
los codos, no tardó en convertirse en la
distracción de la tripulación, entre la que se le
había reservado un puesto.
El día 20, la Real Sociedad Geográfica
ofreció un gran banquete de despedida al doctor Fergusson
y a Kennedy. El comandante Pennet y sus oficiales asistieron al
festín, que fue muy animado y abundante en libaciones
halagüeñas. Se hicieron numerosos brindis para
asegurar a todos los invitados una existencia centenaria. Sir
Francis M… presidía con emoción contenida, pero
rebosante de dignidad.
Dick Kennedy, para su gran sorpresa, recibió
buena parte de las felicitaciones báquicas. Tras haber
bebido «a la salud del intrépido Fergusson, la
gloria de Inglaterra», se bebió «a la salud
del no menos valeroso Kennedy, su audaz
compañero».
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