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Julio Verne – Cinco semanas en globo



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

    1. Presentación del doctor
      Samuel Fergusson. –
    2. Un artículo del Daily
      Telegraph.
    3. El amigo del
      doctor-
    4. Exploraciones
      africanas
    5. Sueños de
      Kennedy.
    6. Un criado
      excepcional
    7. Pormenores geométricos.
      – Cálculo de la capacidad del globo.
    8. Importancia de Joe. – El
      comandante del Resolute
    9. Se
      dobla el cabo. – El castillo de proa
    10. Llegada a
      Zanzíbar.
    11. Travesía
      del estrecho.
    12. Cambio
      de tiempo. – La fiebre de Kennedy
    13. El
      bosque de gomeros
    14. Kazeb.
      – El mercado bullicioso
    15. Signos
      de tempestad.
    16. Las
      montañas de la Luna. – Un océano de verdor.
    17. El
      Karagwah.
    18. El Nilo.
      – La montaña temblorosa
    19. La
      botella celeste.
    20. Rumores
      extraños. – Un ataque nocturno
    21. El haz de
      luz
    22. Cólera de
      Joe. – La muerte de un justo.
    23. El
      viento cesa
    24. Un poco
      de filosofía.
    25. Ciento
      trece grados. – Reflexiones del doctor-
    26. Calor
      espantoso. – Alucinaciones
    27. Noche
      deliciosa
    28. Indicios de
      vegetación
    29. Mosfeya. – El
      jeque.
    30. Partida durante
      la noche.
    31. La
      capital de Bornu.-
    32. Conjeturas
    33. El
      huracán.
    34. La
      historia de Joe
    35. Un
      grupo a lo lejos. – Un tropel de
      árabes
    36. El
      camino del oeste
    37. Travesía
      rápida
    38. El
      país en el recodo del Níger.
    39. Zozobra del
      doctor Fergusson.
    40. Las
      proximidades del Senegal.
    41. Combate de
      generosidad. – último sacrificio.
    42. Los
      talibas-
    43. Conclusión.

    I

    El
    final de un discurso muy
    aplaudido. –

    Presentación del doctor Samuel
    Fergusson. –

    « Excelsior. » – Retrato
    de cuerpo entero del doctor. –

    Un fatalista convencido. – Comida en
    el Traveller’s

    Club. – Numerosos brindis de
    circunstancias

    El día 14 de enero de 1862 había asistido
    un numeroso auditorio a la sesión de la Real Sociedad
    Geográfica de Londres, plaza de Waterloo, 3. El
    presidente, sir Francis M …. comunicaba a sus ilustres colegas
    un hecho importante en un discurso frecuentemente interrumpido
    por los aplausos.

    Aquella notable muestra de
    elocuencia finalizaba con unas cuantas frases rimbombantes en las
    que el patriotismo manaba a borbotones:

    «Inglaterra ha
    marchado siempre a la cabeza de las naciones (ya se sabe que las
    naciones marchan universalmente a la cabeza unas de otras) por la
    intrepidez con que sus viajeros acometen descubrimientos
    geográficos. (Numerosas muestras de
    aprobación.)
    El doctor Samuel Fergusson, uno de sus
    gloriosos hijos, no faltará a su origen. (Por
    doquier.
    ¡No! ¡No!) Su tentativa, si la corona el
    éxito
    (gritos de: ¡La coronará!), enlazará,
    completándolas, las nociones dispersas de la cartografía africana (vehemente
    aprobación),
    y si fracasa (gritos de:
    ¡Imposible! ¡Imposible!), quedará consignada
    en la Historia como
    una de las más atrevidas concepciones del talento humano.
    (Entusiasmo frenético.)»

    -¡Hurra! ¡Hurra! -aclamó la asamblea,
    electrizada por tan conmovedoras palabras.

    -¡Hurra por el intrépido Fergusson!
    -exclamó uno de los oyentes más
    expansivos.

    Resonaron entusiastas gritos. El nombre de Fergusson
    salió de todas las bocas, y fundados motivos tenemos para
    creer que ganó mucho pasando por gaznates ingleses. El
    salón de sesiones se estremecio.

    Allí se hallaba, sin embargo, un sinfín de
    intrépidos viajeros, envejecidos y fatigados, a los que su
    temperamento inquieto había llevado a recorrer las cinco
    partes del mundo. Todos ellos, en mayor o menor medida,
    habían escapado física o moralmente a
    los naufragios, los incendios, los
    tomahawk de los indios, los rompecabezas de los salvajes, los
    horrores del suplicio o los estómagos de la Polinesia.
    Pero nada pudo contener los latidos de sus corazones durante el
    discurso de sir Francis M …. y la Real Sociedad
    Geográfica de Londres, sin duda, no recuerda otro triunfo
    oratorio tan completo.

    Pero en Inglaterra el entusiasmo no se reduce a vanas
    palabras. Acuña moneda con más rapidez aun que los
    volantes de la Royal Mint. Se abrió, antes de levantarse
    la sesión, una suscripción a favor del doctor
    Fergusson que alcanzó la suma de dos mil quinientas
    libras. La importancia de la cantidad recaudada guardaba
    proporción con la importancia de la
    empresa.

    Uno de los miembros de la sociedad interpeló al
    presidente para saber si el doctor Fergusson seria presentado
    oficialmente.

    -El doctor está a disposición de la
    asamblea -respondió sir Francis M…

    -¡Que entre! ¡Que entre! -gritaron todos-.
    Bueno es que veamos con nuestros propios ojos a un hombre de tan
    extraordinaria audacia.

    -Acaso tan increíble proposición -dijo un
    viejo comodoro apoplético- no tenga más objeto que
    embaucarnos.

    -¿Y si el doctor Fergusson no existiera?
    -preguntó una voz maliciosa.

    -Tendríamos que inventarlo -respondió un
    miembro bromista de aquella grave sociedad.

    -Hagan pasar al doctor Fergusson -dijo sencillamente sir
    Francis M…

    Y el doctor entró entre estrepitosos aplausos,
    sin conmoverse lo más mínimo.

    Era un hombre de unos cuarenta años, de estatura
    y constitución normales; el subido color de su
    semblante ponía en evidencia un temperamento
    sanguíneo; su expresión era fría, y en sus
    facciones, que nada tenían de particular,
    sobresalía una nariz asaz voluminosa, a guisa de
    bauprés, como para caracterizar al hombre predestinado a
    los descubrimientos; sus ojos, de mirada muy apacible y
    más inteligente que audaz, otorgaban un gran encanto a su
    fisonomía; sus brazos eran largos y sus pies se apoyaban
    en el suelo con el
    aplomo propio de los grandes andarines

    Toda la persona del
    doctor respiraba una gravedad tranquila, que no permitía
    ni remotamente acariciar la idea de que pudiese ser instrumento
    de la más insignificante farsa.

    Así es que los hurras y los aplausos no cesaron
    hasta que, con un ademán amable, el doctor Fergusson
    pidió un poco de silencio. A continuación se
    acercó al sillón dispuesto expresamente para
    él y desde allí, en pie, dirigiendo a los presentes
    una mirada enérgica, levantó hacia el cielo el
    índice de la mano derecha, abrió la boca y
    pronunció esta sola palabra:

    -¡Excelsior!

    ¡No! ¡Ni una interpelación inesperada
    de los señores Dright y Cobden, ni una demanda de
    fondos,extraordinarlos por parte de lord Palmerston para
    fortificar los peñascos de Inglaterra, habían
    obtenido nunca un éxito tan completo! El discurso de sir
    Francis M… había quedado atrás, muy atrás.
    El doctor se manifestaba a la vez sublime, grande, sobrio y
    circunspecto; había pronunciado la palabra adecuada a la
    situación:
    «¡Excelsior!»

    El viejo comodoro, completamente adherido a aquel hombre
    extraordinario, reclamó la inserción
    «íntegra» del discurso de Samuel Fergusson en
    los Proceedings of the Royal Geographical Society of
    London.

    ¿Quién era, pues, aquel doctor, y
    cuál la empresa que iba a
    acometer?

    El padre del joven Fergusson, denodado capitán de
    la Marina inglesa, había asociado a su hijo, desde su
    más tierna edad, a los peligros y aventuras de su
    profesión. Aquel digno niño, que no pareció
    haber conocido nunca el miedo, anunció muy pronto un
    talento despejado, una inteligencia
    de investigador, una afición notable a los trabajos
    científicos; mostraba, además, una habilidad poco
    común para salir de cualquier atolladero; no se
    apuró nunca por nada de este mundo, ni siquiera a la hora
    de servirse por vez primera en la comida del tenedor, cosa en la
    que los niños
    no suelen sobresalir.

    Su imaginación se inflamó muy pronto con
    la lectura de
    las empresas audaces
    y de las exploraciones marítimas. Siguió con
    pasión los descubrimientos que señalaron la primera
    parte del siglo XIX y soñó con la gloria de los
    Mungo-Park, de los Bruce, de los Caillié, de los
    Levaillant, e incluso un poco, según creo, con la de
    Selrik, el Robinsón Crusoe, que no le parecía
    inferior. ¡Cuántas horas bien ocupadas pasó
    con él en la isla de Juan Fernández! Aprobó
    con frecuencia las ideas del marinero abandonado; discutió
    algunas veces sus planes y sus proyectos.
    Él habría procedido de otro modo, tal vez mejor; en
    cualquier caso, igual de bien. Pero, desde luego, jamás
    habría dejado aquella isla de bienaventuranza, donde era
    tan feliz como un rey sin súbditos… No, ni siquiera en
    el caso de que le hubieran nombrado primer lord del
    Almirantazgo.

    Dejo a la consideración del lector si semejantes
    tendencias se desarrollaron durante su aventurera juventud
    lanzada a los cuatro vientos. Su padre, hombre instruido, no
    dejaba de consolidar aquella perspicaz inteligencia con estudios
    continuados de hidrografía, física y mecánica, acompañados de algunas
    nociones de botánica, medicina y
    astronomía.

    A la muerte del
    digno capitán, Samuel Fergusson tenía
    veintidós años de edad y había dado ya la
    vuelta al mundo. Ingresó en el cuerpo de ingenieros
    bengalíes y se distinguió en varias acciones; pero
    la existencia de soldado no le convenía, dada su escasa
    inclinacion a mandar y menos aún a obedecer.
    Dimitió y, ya cazando, ya herborizando, remontó
    hacia el norte de la península india y la
    atravesó desde Calcuta a Surate. Un simple paseo de
    aficionado.

    Desde Surate le vemos pasar a Australia, y tomar parte,
    en 1845, en la expedición del capitán Sturt,
    encargado de descubrir ese mar Caspio que se supone existe en el
    centro de Nueva Holanda.

    En 1850, Samuel Fergusson regresó a Inglaterra y,
    más dominado que nunca por la fiebre de los
    descubrimientos, acompañó hasta 1853 al
    capitán Mac Clure en la expedición que
    costeó el continente americano desde el estrecho de
    Behring hasta el cabo de Farewel.

    A pesar de todas las fatigas, y bajo todos los climas,
    Fergusson resistía maravillosamente. Se hallaba a sus
    anchas en medio de las mayores privaciones. Era el perfecto
    viajero, cuyo estómago se reduce o se dilata a voluntad,
    cuyas piernas se estiran o se encogen según la improvisada
    cama, y que se duerme a cualquier hora del día y despierta
    a cualquier hora de la noche.

    Nada menos asombroso por consiguiente, que hallar a
    nuestro infatigable viajero visitando desde 1855 hasta 1857 todo
    el oeste del Tíbet en compañía de los
    hermanos Schtagintweit, para traernos de aquella
    exploración observaciones etnográficas de lo
    más curioso.

    Durante aquellos viajes, Samuel
    Fergusson fue el corresponsal más activo e interesante del
    Daily Telegraph, ese periódico
    que cuesta un penique y cuya tirada, que asciende a ciento
    cuarenta mil ejemplares diarios, apenas logra abastecer a sus
    millones de lectores.

    Así pues, el doctor era hombre bien conocido,
    pese a no pertenecer a ninguna institución
    científica, ni a las Reales Sociedades
    Geográficas de Londres, París, Berlín, Viena
    o San Petersburgo, ni al Club de los Viajeros, ni siquiera a la
    Royal Politechnic Institution, donde su amigo, el estadista
    Kokburn, metía mucho ruido.

    Un día Kokburn le propuso, para darle gusto,
    resolver el siguiente problema: dado el número de millas
    recorridas por el doctor alrededor del mundo,
    ¿cuántas millas más ha andado su cabeza que
    sus pies, teniendo en cuenta la diferencia de los radios? O bien,
    conociendo el número de millas recorridas por los pies y
    por la cabeza del doctor, calcular su estatura con toda
    exactitud.

    Pero Fergusson continuaba manteniéndose alejado
    de las sociedades científicas, pues era feligrés
    militante, no parlante; le parecía emplear mejor el
    tiempo
    investigando que discutiendo, y prefería un descubrimiento
    a cien discursos.

    Cuéntase que un inglés
    se trasladó a Ginebra con intención de visitar el
    lago. Le metieron en un carruaje antiguo en el que los asientos
    estaban de lado, como en los ómnibus, y a él le
    tocó por casualidad estar sentado de espaldas al lago. El
    carruaje realizó pacíficamente su viaje circular y
    nuestro inglés, aunque ni una sola vez volvió la
    cabeza, regresó a Londres perdidamente enamorado del lago
    de Ginebra.

    El doctor Fergusson, por su parte, durante sus viajes se
    había vuelto más de una vez, y de tal modo que
    había visto mucho. No hacía más que obedecer
    a su naturaleza, y
    tenemos más de un motivo valedero para creer que era algo
    fatalista, aunque de un fatalismo muy ortodoxo, pues contaba
    consigo mismo y hasta con la Providencia; se sentía
    más bien empujado a los viajes que atraído por
    ellos y recorría el mundo a la manera de una locomotora,
    la cual no se dirige, sino que es dirigida por el
    camino.

    -Yo no sigo mi camino -decía el doctor con
    frecuencia-; el camino me sigue a mí.

    A nadie asombrará, pues, la indiferencia y
    sangre
    fría con que acogió los aplausos de la Real
    Sociedad; estaba muy por encima de tales miserias, exento de
    orgullo y más aún de vanidad; le parecía muy
    sencilla la proposición que había dirigido al
    presidente, sir Francis M …. y ni siquiera se percató
    del inmenso efecto que había producido.

    Después de la sesión, el doctor fue
    conducido al Traveller's Club, en Pall Mall, donde se celebraba
    un soberbio banquete. Las dimensiones de las piezas servidas a la
    mesa guardaban proporción con la importancia del
    personaje, y el esturión que figuraba en tan
    espléndida comida no medía ni un centímetro
    menos que el propio Samuel Fergusson.

    Se hicieron numerosos brindis con vinos de Francia en
    honor de los célebres viajeros que se habían
    ilustrado en las tierras de África. Se bebió a su
    salud o en su
    memoria, y por
    orden alfabético, lo que es muy inglés: por
    Abbadie, Adams, Adamson, Anderson, Arnaud, Baikie, Baldwin,
    Barth, Batuoda, Beke, Beltrame, Du Berba, Binbanchi, Bolohnesi,
    Bolwik, Bolzoni, Bonnemain, Brisson, Browne, Bruce, Brun-Rollet,
    Burchell, Burtckhardt, Burton, Caillaud, Caillié,
    Campbell, Chapman, Clapperton, Clol Rey, Colomien, Courval,
    Cumming, Cunny, Debono, Decken, Denham, Desavamchers, Dicksen,
    Dickson, Dochard, Duchaillu, Duncan, Durand, Duroulé,
    Duveyrier, Erchardt, D'Escayrac de Lautore, Ferret, Fresnel,
    Gallnier, Galton, Geoffroy, Golberry, Hahn Hahn, Harnier,
    Hecquart, Heuglin, Homernann, Houghton, Imbert Kaufmann,
    Knoblecher, Krapf, Kummer, Lafaille, Lafargue, Laing, Lambert,
    Lamiral, Lamprière, John Lander, Richard Lander, Lefebre,
    Lejean, Levaillan, Livingstone, Maccarthie, Magglar, Maizan,
    Malzac, Moffat, Mollien, Monteiro, Morrison, Mungo-Park, Neimans,
    Overweg, Panett, Partarrieau, Pascal, Pearse,
    Peddie, Peney, Petherick, Poncet, Puax, Raffene, Rath, Rebmann,
    Richardson, Riley, Ritchie, Rochet D'Aricourt, Rongawi, Roscher,
    Ruppel Saugnier, Speke, Steidner, Tribaud, Thompson, Thornton,
    Toole, Tousny, Trotter, Tuckey, Tyrwitt, Vaudey,
    Veyssiére, Vincent, Vinco, Vogel, Warhlberg, Warington,
    Washington, Werne, Wild y, por último, por el doctor
    Samuel Fergusson, el cual, con su increíble tentativa,
    debía enlazar los trabajos de aquellos viajeros y
    completar la serie de los descubrimientos africanos.

    II

    Un artículo del Daily Telegraph. –
    Guerra
    de

    Periódicos científicos.
    – El señor Petermann apoya a su

    amigo el doctor Fergusson. – Respuesta
    del sabio Koner.

    – Apuestas comprometidas. – Varias
    proposiciones

    hechas al doctor

    Al día siguiente, en su número del 15 de
    enero, el Daily Telegraph publicó un
    artículo concebido en los siguientes
    términos:

    África desvelará por fin el secreto de sus
    vastas soledades. Un Edipo moderno nos dará la clave del
    enigma que no han podido descifrar los sabios de sesenta siglos.
    En otro tiempo, buscar el nacimiento del Nilo, fontes Nili
    quoerere,
    se consideraba una tentativa insensata, una
    irrealizable quimera.

    El doctor Barth, siguiendo hasta Sudán el camino
    trazado por Denham y Clapperton; el doctor Livingstone,
    multiplicando sus intrépidas investigaciones
    desde el cabo de Buena Esperanza hasta el golfo de Zambeze; y los
    capitanes Burton y Speke, con el descubrimiento de los Grandes
    Lagos interiores, abrieron tres caminos a la civilización
    moderna. Su punto de intersección, al cual no ha podido
    llegar ningún viajero, es el corazón
    mismo de África. Hacia ahí deben encaminarse todos
    los esfuerzos.

    Pues bien, los trabajos de aquellos atrevidos pioneros
    de la ciencia
    quedarán enlazados gracias a la audaz tentativa del doctor
    Samuel Fergusson, cuyas importantes exploraciones han tenido
    ocasión de apreciar más de una vez nuestros
    lectores.

    El intrépido descubridor (discoverer) se
    propone atravesar en globo toda África de este a oeste. Si
    no estamos mal informados, el punto de partida de su sorprendente
    viaje será la isla de Zanzíbar, en la costa
    oriental. En cuanto al punto de llegada, tan sólo la
    Providencia lo sabe.

    Ayer se presentó oficialmente en la Real Sociedad
    Geográfica la propuesta de esta exploración
    científica, y se concedieron dos mil quinientas libras
    para sufragar los gastos de la
    empresa.

    Tendremos a nuestros lectores al corriente de tan audaz
    tentativa, sin precedente en los fastos
    geográficos.

    Como era de esperar, el artículo del Daily
    Telegraph
    causó un gran alboroto. Levantó las
    tempestades de la incredulidad, y el doctor Fergusson pasó
    por un ser puramente quimérico, inventado por el
    señor Barnum, que después de haber trabajado en
    Estados Unidos, se disponía a «hacer» las
    islas Británicas.

    En Ginebra, en el número de febrero de los
    Boletines de la Sociedad Geográfica, apareció una
    respuesta humorística; su autor se burlaba, con no poco
    ingenio, de la Real Sociedad de Londres, del Traveller's Club y
    del fenomenal esturión.

    Pero el señor Petermann, en sus
    Mittneilungen, publicados en Gotha, impuso el más
    absoluto silencio al periódico de Ginebra. El señor
    Petermann conocía personalmente al doctor Fergusson y
    salía garante de la empresa de su valeroso
    amigo.

    Todas las dudas se invalidaron muy pronto. En Londres se
    hacían los preparativos del viaje; las fábricas de
    Lyon habían recibido el encargo de una importante cantidad
    de tafetán para la construcción del aeróstato; y el
    Gobierno
    británico ponía a disposición del doctor el
    transporte
    Resolute, al mando del capitán Pennet.

    Brotaron estímulos, estallaron felicitaciones.
    Los pormenores de la empresa aparecieron muy circunstanciados en
    los Boletines de la Sociedad Geográfica de París y
    se insertó un artículo notable en los Nuevos
    Anales de viajes, geografía, historia y
    arqueología
    de V. A. Malte-Brun. Un minucioso trabajo
    publicado en Zeitschrift Algemeine Erd Kunde por el doctor
    W. Kouer, demostró la posibilidad del viaje, sus
    probabilidades de éxito, la naturaleza de los
    obstáculos y las inmensas ventajas de la locomoción
    por vía aérea; no censuró más que el
    punto de partida; creía preferible salir de Massaua,
    ancón de Abisinia, desde el cual James Bruce, en 1768, se
    había lanzado a la exploración del nacimiento del
    Nilo. Admiraba sin reserva alguna el carácter enérgico del doctor
    Fergusson y su corazón cubierto con un triple escudo de
    bronce que concebía e intentaba semejante
    viaje.

    El North American Review vio, no sin disgusto,
    que estaba reservada a Inglaterra tan alta gloria; procuro poner
    en ridículo la proposición del doctor, y le
    indicó que, hallándose en tan buen camino, no
    parase hasta América.

    En una palabra, sin contar los diarios del mundo entero,
    no hubo publicación científica, desde el
    Journal des Missions evangéliques hasta la
    Revue algérienne et coloniale, desde los Annales
    de la Propagation de la Foi
    hasta el Church Missionary
    Intelligencer,
    que no considerase el hecho bajo todos sus
    aspectos.

    En Londres y en toda Inglaterra se hicieron
    considerables apuestas: primero, sobre la existencia real o
    supuesta del doctor Fergusson; segundo, sobre el viaje en
    sí, que no se intentaría, según unos, y
    según otros se emprendería pronto; tercero, sobre
    si tendría o no éxito; y cuarto, sobre las
    probabilidades o improbabilidades del regreso del doctor
    Fergusson. En el libro de las
    apuestas se consignaron enormes sumas, como si se hubiese tratado
    de las carreras de Epsom.

    Así pues, crédulos e incrédulos,
    ignorantes y sabios, fijaron todos su atención en el doctor, el cual se
    convirtió en una celebridad sin sospecharlo. Dio gustoso
    noticias
    precisas de sus proyectos expedicionarios. Hablaba con quien
    quería hablarle y era el hombre
    más franco del mundo. Se le presentaron algunos audaces
    aventureros para participar de la gloria y peligros de su
    tentativa, pero se negó a llevarlos consigo sin dar
    razón de su negativa.

    Numerosos inventores de mecanismos aplicables a la
    dirección de los globos le propusieron su
    sistema, pero no
    quiso aceptar ninguno. A los que le preguntaban si acerca del
    particular había descubierto algo nuevo, les dejó
    sin ninguna explicación, y siguió
    ocupándose, con una actividad creciente, de los
    preparativos de su viaje.

    III

    El
    amigo del doctor. – De cuándo databa su amistad.

    Dick Kennedy en Londres. –
    Proposición inesperada,

    pero nada tranquilizadora. – Proverbio
    poco

    consolador. – Algunas palabras acerca
    del martirologio

    africano. – Ventajas del globo
    aerostático. – El secreto

    del doctor Fergusson

    El doctor Fergusson tenía un amigo. No era
    éste una réplica de sí mismo, un alter
    ego,
    pues la amistad no podría existir entre dos seres
    absolutamente idénticos.

    Pero, si bien poseían cualidades y aptitudes
    diferentes y un temperamento distinto, Dick Kennedy y Samuel
    Fergusson vivían animados por un mismo y único
    corazón, cosa que, lejos de molestarles, les
    complacía.

    Dick Kennedy era escocés en toda la
    aceptación de la palabra; franco, resuelto y obstinado.
    Vivía en la aldea de Leith, cerca de Edimburgo, un
    verdadero arrabal de la «Vieja Ahumada». A veces
    practicaba la pesca, pero en
    todas partes y siempre era un cazador determinado, lo que nada
    tiene de particular en un hijo de Caledonia algo aficionado a
    recorrer las montañas de Highlands. Se le citaba como un
    maravilloso tirador de escopeta, pues no sólo
    partía las balas contra la hoja de un cuchillo, sino que
    las partía en dos mitades tan iguales que,
    pesándolas luego, no se hallaba entre una y otra
    diferencia apreciable.

    La fisonomía de Kennedy recordaba mucho la de
    Halbert Glendinning tal como lo pintó Walter Scott en
    El Monasterio. Su estatura pasaba de seis pies ingleses
    aunque agraciado y esbelto, parecía estar dotado de una
    fuerza
    hercúlea. Un rostro muy tostado por el sol, unos ojos
    vivos y negros, un atrevimiento natural muy decidido, algo, en
    fin, de bondad y solidez en toda su persona, predisponía
    en favor del escocés.

    Los dos amigos se conocieron en la India, donde
    servían en un mismo regimiento. Mientras Dick cazaba
    tigres y elefantes, Samuel cazaba plantas e
    insectos. Cada cual podía blasonar de diestro en su
    especialidad, y más de una planta rara cogió el
    doctor, cuya conquista le costó tanto como un buen par de
    colmillos de marfil.

    Los dos jóvenes nunca tuvieron ocasión de
    salvarse la vida uno a otro ni de prestarse servicio
    alguno, por lo que su amistad permanecía inalterable.
    Algunas veces les alejó la suerte, pero siempre les
    volvió a unir la simpatía.

    Al regresar a Inglaterra, les separaron con frecuencia
    las lejanas expediciones del doctor, pero este, a la vuelta, no
    dejó nunca de ir, no ya a preguntar por su amigo el
    escoces, sino a pasar con él algunas semanas.

    Dick hablaba del pasado, Samuel preparaba el porvenir;
    el uno miraba hacia adelante, el otro hacia atrás. De ello
    resultaba que Fergusson tenía el ánimo siempre
    inquieto, mientras que Kennedy disfrutaba de una perfecta
    calma.

    Después de su viaje al Tibet, el doctor estuvo
    dos años sin hablar de expediciones nuevas. Dick
    llegó a imaginar que se habían apaciguado los
    instintos de viaje e impulsos aventureros de su amigo, lo que le
    complacía en extremo. La cosa, se decía a sí
    mismo, tenía un día u otro que concluir de mala
    manera. Por más que se tenga don de gentes, no se viaja
    impunemente entre antropófagos y fieras. Kennedy
    procuraba, pues, tener a raya a Samuel, que había hecho ya
    bastante por la ciencia y
    demasiado para la gratitud humana.

    El doctor no respondía una palabra;
    permanecía pensativo y después se entregaba a
    secretos cálculos, pasando las noches en operaciones de
    numeros y experimentos con
    aparatos singulares de los que nadie se percataba. Se
    percibía que en su cerebro
    fermentaba un gran pensamiento.

    -¿Qué estará tramando? -se
    preguntó Kennedy en enero, cuando su amigo se
    separó de él para volver a Londres.

    Una mañana lo supo por el artículo del
    Daily Telegraph.

    -¡Misericordia! –exclamó-.
    ¡Insensato! ¡Loco! ¡Atravesar África en
    un globo! ¡Es lo único que nos faltaba! ¡He
    aquí en lo que meditaba desde hace dos
    años!

    Sustituyan todos esos signos de
    admiración por puñetazos enérgicamente
    asestados en la cabeza, y se harán una idea del ejercicio
    al que se entregaba el buen Dick mientras profería
    semejantes palabras.

    Cuando la vieja Elspteh, que era su ama de llaves,
    insinuó que podía tratarse muy bien de una chanza,
    él respondió:

    -¡Una chanza! No, le conozco demasiado, ya
    sé yo de qué pie cojea. ¡Viajar por el
    aire!
    ¡Ahora se le ha ocurrido tener envidia de las
    águilas! ¡No, no se irá! ¡Yo le
    ataré corto! ¡Si le dejase, el día menos
    pensado se nos iría a la Luna!

    Aquella misma tarde, Kennedy, inquieto y también
    incomodado, tomó el ferrocarril en General Rallway
    Station, y al día siguiente llegó a
    Londres.

    Tres cuartos de hora después se apeó de un
    coche de alquiler junto a la pequeña casa del doctor, en
    Soho Square, Greek Street, se encaramó por la escalera y
    llamó a la puerta cinco veces seguidas.

    Le abrió Fergusson en persona.

    -¿Dick? -dijo sin mucho asombro.

    -El mismo -respondió Kennedy.

    -¡Cómo, mi querido Dick! ¿Tú
    en Londres durante las cacerías de invierno?

    -Yo en Londres.

    -¿Y qué te trae por
    aquí?

    -La necesidad de impedir una locura que no tiene
    nombre.

    -¿Una locura? -preguntó el
    doctor.

    -¿Es cierto lo que dice este periódico?
    -replicó Kennedy, mostrando el número del Daily
    Telegraph.

    -¡Ah! ¿Te refieres a eso? ¡Qué
    indiscretos son los periódicos! Pero, siéntate,
    Dick.

    -No quiero sentarme. ¿De verdad tienes la
    intención de emprender ese viaje?

    -Ya lo creo. Estoy haciendo los preparativos y
    pienso…

    -¿Dónde están esos preparativos,
    que quiero hacerlos pedazos? ¿Dónde
    están?

    El digno escocés estaba verdaderamente
    furioso.

    -Calma, mi querido Dick -repuso el doctor-. Comprendo tu
    cólera.
    Estás ofendido conmigo porque hasta ahora no te he contado
    nada acerca de mis nuevos proyectos.

    -¡Y a eso le llamas nuevos proyectos!

    -Estaba muy ocupado -añadió Samuel sin
    admitir la interrupción-, he tenido que hacer muchas
    cosas. Pero, tranquilízate, no hubiera partido sin
    escribirte…

    -Me río yo…

    -Porque tengo intención de llevarte
    conmigo.

    El escocés dio un salto digno de un
    camello.

    -¿Conque ésas tenemos? -repuso-.
    ¿Pretendes que nos encierren a los dos en el hospital de
    Betlehem?

    ~He contado positivamente contigo, carísimo Dick,
    y te he escogido a ti excluyendo a muchos aspirantes. -Kennedy
    estaba atónito-. Cuando me hayas escuchado durante diez
    minutos -respondió tranquilamente el doctor-, me
    darás las gracias.

    -¿Hablas en serio?

    -Muy en serio.

    -¿Y si me niego a acompañarte?

    -No te negarás.

    -Pero ¿y si me niego?

    -Me iré solo.

    -Sentémonos -dijo el cazador-, y hablemos
    desapasionadamente. Puesto que no bromeas, vale la pena discutir
    el asunto.

    -Discutamos almorzando, si no tienes en ello
    inconveniente, mi querido Dick.

    Los dos amigos se sentaron a la mesa frente a frente,
    entre un montón de emparedados y una enorme
    tetera.

    -Amigo Samuel -dijo el cazador-, tu proyecto es
    insensato. ¡Es de realización imposible! ¡Es
    de todo punto impracticable!

    -Eso lo veremos después de haberlo
    intentado.

    -Precisamente eso es lo que no hay que hacer,
    intentarlo.

    -¿Por qué?

    -¿Y los peligros y obstáculos de todo
    género?

    -Los obstáculos -contestó gravemente
    Fergusson- se han inventado para ser vencidos. En cuanto a los
    peligros, ¿quién puede estar seguro de que los
    evita? Todo es peligro en la vida. Peligroso puede ser sentarse a
    la mesa o ponerse el sombrero; además, es preciso
    considerar lo que debe suceder como si hubiese ya sucedido, y no
    ver más que el presente en el porvenir, puesto que el
    porvenir no es sino un presente algo más
    lejano.

    ~¿Qué dices? -replicó Kennedy,
    encogiéndose de hombros-. Eres un fatalista.

    -Fatalista en el buen sentido de la palabra. No nos
    preocuparemos de lo que la suerte nos reserva y no olvidemos
    jamás nuestro proverbio inglés: «Haga lo que
    haga, no se ahogará quien ha nacido para ser
    ahorcado.»

    No había nada que responder, lo que no
    impidió a Kennedy eslabonar una serie de argumentos
    fáciles de imaginar, pero que resultaría
    interminable reproducir aquí.

    -En fin -dijo, después de una hora de
    discusión-, si te empeñas en atravesar
    África, si ello es necesario para tu felicidad,
    ¿por qué no tomas los caminos
    ordinarios?

    -¿Por qué? -respondió el doctor,
    animándose-. ¡Porque hasta ahora todas las
    tentativas han fracasado! ¡Porque desde Mungo-Park,
    asesinado en el Níger, hasta Vogel, que desapareció
    en el Wadal; desde Oudney, muerto en Murmur, y Clapperton, muerto
    en Sackatou, hasta Maizan, hecho pedazos; desde el mayor Laing,
    asesinado por los tuaregs, hasta Roscher de Hamburgo, degollado a
    principios del
    1860, se han inscrito numerosas víctimas en el
    martirologio africano! ¡Porque luchar contra los elementos,
    contra el hambre, la sed y la fiebre, contra los animales feroces
    y contra tribus más feroces aún es imposible!
    ¡Porque lo que no se puede hacer de una manera, debe
    intentarse de otra! ¡En fin, porque cuando no se puede
    pasar por en medio, se pasa por un lado o por encima!

    -¡Si no se tratase más que de pasar!
    -replicó Kennedy-. ¡Pero es posible
    caerse!

    -Y bien -repuso el doctor con la mayor sangre
    fría-, ¿qué puedo temer? Como
    supondrás, he tomado mis precauciones para no sufrir una
    caída del globo; y, si éste me fallase, me
    hallaría en tierra en las
    condiciones normales de los exploradores. Pero mi globo no me
    fallará; ni siquiera considero tal posibilidad.

    -Pues es menester considerarla.

    -No, amigo Dick. No pienso separarme de mi globo hasta
    que haya llegado a la costa occidental de África. Con
    él, todo es posible; sin él, quedo expuesto a los
    peligros y obstáculos naturales de tan difícil
    expedicion; con él, ni el calor, ni los
    torrentes, ni las tempestades, ni el simún, ni los climas
    insalubres, ni los animales salvajes, ni los hombres pueden
    inspirarme miedo alguno. Si tengo demasiado calor, subo; si tengo
    frío, bajo; si encuentro una montaña, la salvo; si
    un precipicio, lo paso; si un río, lo atravieso; si una
    tempestad, la domino; si un torrente, lo cruzo como un
    pájaro. Avanzo sin cansarme, me detengo sin necesidad de
    reposo. Planeo sobre ciudades desconocidas. Vuelo con la rapidez
    del huracán, tan pronto por las regiones más
    elevadas de la atmósfera como a cien
    pasos de tierra, y el mapa de África se abre ante mis ojos
    en el gran atlas del mundo.

    El buen Kennedy empezaba a emocionarse, y sin embargo,
    el espectáculo evocado le producía vértigo.
    Contemplaba a Samuel con admiración, pero también
    con miedo; le parecía que estaba ya balanceándose
    en el espacio.

    -Veamos -dijo-. Reflexionemos un poco, amigo Samuel.
    ¿Has hallado pues, el medio de dirigir los
    globos?

    -Por supuesto que no. Es una utopía.

    -Entonces, irás…

    -A donde quiera la Providencia; pero será del
    este al oeste.

    -¿Por qué?

    -Porque cuento con
    valerme de los vientos alisios, cuya dirección es
    constante.

    -¡Es verdad! -exclamó Kennedy,
    reflexionando-. Los vientos alisios… Seguramente… En rigor,
    se puede… Algo hay…

    -¡Si hay algo! No, amigo mío, hay
    más que algo. El Gobierno inglés ha puesto un
    transporte a mi disposición, y está también
    resuelto que crucen tres o cuatro buques por la costa occidental
    hacia la época presunta de mi llegada. Dentro de tres
    meses, todo lo más, me hallaré en Zanzibar, donde
    hincharé mi globo, y desde allí nos
    lanzaremos…

    -¿Nos lanzaremos? -exclamó
    Dick.

    -¿Te atreverás a hacerme aún alguna
    nueva objeción? Habla, amigo Kennedy.

    -¡Una objeción! Se me ocurren más de
    mil; pero entre otras, dime: si tienes previsto conocer el
    país, si tienes previsto subir y bajar a tu
    albedrío, no lo podrás hacer sin perder gas; hasta ahora
    no se ha podido proceder de otra manera, lo que ha impedido
    siempre las largas peregrinaciones por la
    atmósfera.

    -Querido Dick, sólo te diré una cosa: yo
    no perderé ni un átomo de
    gas, ni una molécula.

    -¿Y bajarás cuando quieras?

    -Cuando quiera.

    -¿Cómo?

    -El cómo es mi secreto, amigo Dick. Ten
    confianza, y que mi divisa sea la tuya:
    ¡Excelsior!

    -Pues bien, ¡Excelsior! -respondió
    el cazador, que no sabía una palabra de
    latín.

    Sin embargo, estaba decidido a oponerse por todos los
    medios
    posibles a la partida de su amigo. De momento fingió
    adherirse a su parecer y se contentó con observar. En
    cuanto a Samuel, fue a activar sus preparativos.

    IV

    Exploraciones africanas. – Barth,
    Richardson,

    Overweg, Werne, Brun-Rollet, Peney,
    Andrea

    Debono, Miani, Guillaume Lejean,
    Bruce, Krapf y

    Rebmann, Maizan, Roscher, Burton y
    Speke

    La línea aérea que el doctor Fergusson se
    proponía seguir no había sido escogida al azar; su
    punto de partida fue cuidadosamente estudiado, y no sin
    razón el explorador resolvió verificar la
    ascensión desde la isla de Zanzíbar. Esta isla,
    situada cerca de la costa oriental de África, se encuentra
    a 60 de latitud austral, es decir, cuatrocientas
    treinta millas geográficas debajo del ecuador.

    De aquella isla acababa de partir la última
    expedición enviada por los Grandes Lagos en busca del
    nacimiento del Nilo.

    Pero conviene indicar qué exploraciones esperaba
    enlazar el doctor Fergusson unas con otras.

    Destacan dos: la del doctor Barth, en 1849, y la de los
    tenientes Burton y Speke, en 1858.

    El doctor Barth es un hamburgués que obtuvo para
    sí y para su compatriota Overweg el permiso de unirse a la
    expedición del inglés Richardson, encargado de una
    misión
    en Sudán.

    Sudán es un vasto país situado entre los
    150 y los 100 de latitud norte, es decir,
    que para llegar a él es menester penetrar mas de mil
    quinientas millas en el interior de África.

    Hasta entonces aquella comarca únicamente era
    conocida por el viaje de Denham, Clapperton y Oudney, verificado
    entre 1822 y 1824. Richardson, Barth y Overweg, ansiosos de
    llevar más lejos sus investigaciones, llegan a
    Túnez y a Trípoli, como sus antecesores, y luego a
    Murzuk, capital del
    Fezzán.

    Abandonan entonces la línea recta y tuercen en
    dirección oeste, hacia Ghat, guiados, no sin dificultades,
    por los tuaregs. Después de mil escenas de saqueo,
    vejaciones y ataques a mano armada, su caravana llega en octubre
    al vasto oasis del Asben. El doctor Barth se separa de sus
    compañeros, hace una excursión a la ciudad de
    Agadés y se incorpora de nuevo a la expedición, la
    cual vuelve a ponerse en marcha el 12 de diciembre. Ésta
    llega a la provincia de Damergu, donde los tres viajeros se
    separan, y Barth, que toma el camino de Kano, llega a este punto
    a fuerza de paciencia y pagando considerables tributos.

    A pesar de una fiebre intensa, deja la ciudad de Kano el
    7 de marzo, acompañado por un solo criado. El principal
    objeto de su viaje es reconocer el lago Chad, del cual le separan
    aún trescientas cincuenta millas. Avanza, pues, hacia el
    este y alcanza la ciudad de Zuricolo, en Bornu, que es el
    núcleo del gran imperio central de África.
    Allí se entera de la muerte de
    Richardson, debida a la fatiga y las privaciones. Llega a Kuka,
    capital de Bornu, a orillas del lago. Al cabo de tres semanas, el
    14 de abril, doce meses y medio después de haber salido de
    Trípoli, alcanza la ciudad de Ngornu.

    Le volvemos a encontrar partiendo el 29 de marzo de
    1851, con Overweg, para visitar el reino de Adamaua, al sur del
    lago. Llega a la ciudad de Yola, un poco más abajo de los
    90 de latitud norte; es el límite extremo
    alcanzado al sur por tan atrevido viajero.

    En agosto vuelve a Kuka, desde donde recorre
    sucesivamente el Mandara, el Baguirmi y el Kanem, y alcanza como
    límite extremo al este la ciudad de Mesena, situada a
    170 20’ de longitud oeste.

    El 25 de noviembre de 1852, después de la muerte
    de Overweg, su último compañero, se adentra por el
    oeste, visita Sokoto, atraviesa el Níger y llega al fin a
    Tombuctú, donde se consume durante ocho largos meses,
    sometido a las vejaciones del jeque, los malos tratos y la
    miseria. Pero la presencia de un cristiano en la ciudad no puede
    tolerarse por más tiempo y los fuhlahs amenazan con
    sitiarla. El doctor sale de ella el 17 de marzo de 1854, se
    refugia en la frontera,
    donde permanece treinta y tres días en la indigencia
    más completa, regresa a Kano en noviembre y vuelve a
    entrar en Kuka, desde donde toma de nuevo el camino de Denham,
    tras cuatro meses de espera. A últimos de agosto de 1855
    se traslada a Trípoli y llega a Londres el 6 de
    septiembre, después de haber perdido a todos sus
    compañeros.

    He aquí lo que fue el audaz viaje de
    Barth.

    El doctor Fergusson anotó cuidadosamente que se
    había detenido a 40 de latitud norte y
    170 de longitud oeste.

    Veamos ahora lo que hicieron los tenientes Burton y
    Speke en África oriental.

    Las diversas expediciones que remontaron el Nilo no
    pudieron llegar jamás a su misterioso nacimiento.
    Según el relato del médico alemán F. Werne,
    la expedición intentada en 1840, bajo los auspicios de
    Mehemed Alí, se detuvo en Gondokoro, entre los paralelos
    40 y 50 norte.

    En 1855, Brun-Rollet, un saboyano nombrado cónsul
    de Cerdeña en Sudán oriental, en sustitución
    de Vaudey, que había muerto en activo, partió de
    Kartum y, bajo el seudónimo de Zacub, traficante de goma y
    marfil, llegó a Belenia, más allá del grado
    4, y regresó enfermo a Kartum, donde murió en
    1857.

    Ni el doctor Peney, jefe de los servicios
    médicos egipcios, el cual, en un pequeño vapor,
    llegó un grado más abajo de Gondokoro y
    murió extenuado en Kartum; ni el veneciano Miani, que
    recorriendo las cataratas situadas debajo de Gondokoro,
    alcanzó el paralelo 20, ni el negociante
    maltés Andrea Debono, que llevó más lejos
    aún su excursión por el Nilo, pudieron franquear el
    infranqueable límite.

    En 1859, Guillaume Lejean, encargado por el Gobierno
    francés de una misión especial, se trasladó
    a Kartum por el mar Rojo y embarcó en el Nilo con
    veintiún hombres de tripulación y veinte soldados;
    pero no pudo pasar de Gondokoro y corrió los mayores
    peligros entre los negros insurrectos. La expedición
    dirigida por el señor D'Escayrac de Lautore intentó
    también en vano llegar al famoso nacimiento.

    El mismo término fatal detuvo siempre a los
    viajeros. Los enviados de Nerón habían alcanzado en
    su época los 90 de latitud; por consiguiente,
    en dieciocho siglos no se avanzo mas que cinco o seis grados, es
    decir, de trescientas a trescientas sesenta millas
    geográficas.

    Algunos viajeros intentaron llegar al origen del Nilo
    tomando un punto de partida en la costa oriental de
    África.

    De 1768 a 1772, el escocés Bruce salió de
    Massaua, puerto de Abisinia, recorrió el Tigré,
    visitó las minas de Axum, vio el nacimiento del Nilo donde
    no estaba y no obtuvo ningún resultado
    importante.

    En 1844, el doctor Krapf, misionero anglicano, fundaba
    un establecimiento en Mombasa, en la costa de Zanguebar, y en
    compañía del reverendo Rebmann descubría dos
    montañas a trescientas millas de la costa. Se trata de los
    montes Kilimanjaro y Kenia, que De Heuglin y Thornton, acaban de
    escalar en parte.

    En 1845, el francés Malzan desembarcaba solo en
    Bagamoyo, frente a Zanzíbar, y llegaba a Deje-la-Mhora,
    cuyo jefe le hacía perecer víctima de los
    más crueles suplicios.

    En agosto de 1859, el joven viajero Roscher, natural de
    Hamburgo, partía con una caravana de mercaderes
    árabes y alcanzaba el lago Nyassa, donde fue asesinado
    mientras dormía.

    Por último, en 1857, los tenientes Burton y
    Speke, oficiales ambos del Ejército de Bengala, fueron
    enviados por la Sociedad Geográfica de Londres para
    explorar los Grandes Lagos africanos. Salieron de Zanzíbar
    el 17 de junio y se encaminaron directamente al oeste.

    Después de cuatro meses de padecimientos
    inauditos, de que les hubiesen robado el equipaje y hubieran
    matado a sus porteadores, llegaron a Kazeh, centro de
    reunión de traficantes y caravanas. Se habría dicho
    que estaban en la Luna; allí recogieron precisos documentos acerca
    de las costumbres, el gobierno, la religión, la fauna y la flora
    del país. Después se dirigieron hacia el primero de
    los Grandes Lagos, el Tanganica, situado entre los 30
    y los 80 de latitud austral; llegaron a él el
    14 de febrero de 1858 y visitaron las diversas tribus de las
    orillas, en su mayor parte caníbales.

    Partieron de allí el 26 de mayo y regresaron a
    Kazeh el 20 de junio. En Kazeh, Burton, rendido de fatiga,
    permaneció enfermo algunos meses; durante este tiempo,
    Speke realizó una incursión de más de
    trescientas millas en dirección norte, hasta el lago
    Ukereue, avistándolo el 3 de agosto; pero sólo pudo
    ver su embocadura, a 20 3’ de
    latitud.

    El 25 de agosto había regresado a Kazeh y
    reanudaba con Burton el camino hacia Zanzíbar, país
    que los dos intrépidos viajeros vieron de nuevo en marzo
    del año siguiente. Entonces volvieron a Inglaterra, y la
    Sociedad Geográfica de París les concedió su
    premio anual.

    El doctor Fergusson fijó mucho su atención
    en que los dos exploradores no habían traspasado ni los
    20 de latitud austral, ni los 290 de
    longitud este.

    Tratábase, pues, de enlazar las exploraciones de
    Burton y Speke con las del doctor Barth, lo que equivalía
    a salvar una extensión de país de más de
    doce grados.

    V

    Sueños de Kennedy. – Artículos
    y pronombres en

    plural – Insinuaciones de Dick. –
    Paseo por el mapa de

    África. – Lo que queda entre
    las dos puntas del compás.

    – Expediciones actuales. – Speke y
    Grant. – Krapf, De

    Decken y De Heuglin

    El doctor Fergusson activaba afanoso los preparativos de
    su marcha. Él mismo dirigía la construcción
    de su aeróstato, introduciendo ciertas modificaciones
    acerca de las cuales guardaba un silencio absoluto.

    Se había dedicado, desde mucho tiempo
    atrás, al estudio de la lengua
    árabe y de varios idiomas mandingas, en los cuales,
    gracias a sus aptitudes políglotas, hizo rápidos
    progresos.

    Entretanto, su amigo el cazador no le dejaba ni a sol ni
    a sombra, pues sin duda temía que el doctor tomase el
    portante sin decirle una palabra; seguía
    dirigiéndole acerca del particular las arengas más
    persuasivas, sin persuadir con ellas a Samuel Fergusson, y se
    deshacía en súplicas patéticas que no
    conmovían lo más mínimo a éste. Dick
    notaba que su amigo se le escapaba de las manos.

    El pobre escocés era, en realidad, digno de
    lástima. No podía mirar sin terror la azulada
    bóveda del cielo, al dormirse experimentaba balanceos
    vertiginosos y todas las noches soñaba que se
    despeñaba desde inconmensurables alturas.

    Debemos añadir que, durante tan terribles
    pesadillas, se cayó dos o tres veces de la cama. Su primer
    impulso fue mostrar a Fergusson la señal de un fuerte
    golpe que había recibido en la cabeza.

    -¡Y no llega ni a un metro de altura!
    -exclamó con candor seráfico-. ¡Ni a un
    metro! ¡Y el chichón es como un huevo! ¡Juzga
    tú mismo!

    Aquella insinuación melancólica no
    conmovió al doctor.

    -Nosotros no caeremos -dijo.

    -¿Y si caemos?

    -No caeremos.

    La convicción del doctor dejó a Kennedy
    sin respuesta.

    Lo que exasperaba particularmente a Dick era que el
    doctor parecía dar muestras de una abnegación
    absoluta hacia él; le consideraba irrevocablemente
    destinado a ser su compañero aéreo. Eso ya no era
    objeto de duda alguna. Samuel abusaba de un modo insoportable del
    pronombre de primera persona en plural.

    -«Nosotros» vamos adelantando…,
    «nosotros» estaremos en disposicion ….
    «nosotros» partiremos el día…

    Y del adjetivo posesivo en singular:

    -«Nuestro» globo…, «nuestro»
    esquife…, «nuestra»
    exploración…

    Y también en plural:

    -«Nuestros» preparativos…,
    «nuestros» descubrimientos ….
    «nuestras» ascensiones…

    Dick sentía escalofríos, a pesar de que
    estaba decidido a no marchar; sin embargo, no quería
    contranar demasiado a su amigo. Confesemos, no obstante, que, sin
    darse él mismo cuenta de ello, había hecho que le
    enviaran poco a poco de Edimburgo algunos trajes apropiados y sus
    mejores escopetas de caza.

    Un día, después de reconocer que aun
    teniendo mucha suerte había mil probabilidades contra una
    de salir mal del negocio, fingió acceder a los deseos del
    doctor; pero, para retardar el viaje todo lo posible y ganar
    tiempo, esgrimió una serie de argumentos de lo más
    variados. Insistió en la utilidad de la
    expedición y en su oportunidad… ¿El
    descubrimiento del origen del Nilo era absolutamente necesario?
    … ¿Contribuiría en algo al bienestar de la
    humanidad? … Cuando finalmente se consiguiese civilizar a las
    tribus de África, ¿serían éstas
    más felices ?… Además, ¿quién
    podía asegurar que no estuviese en ellas la
    civilización más adelantada que en Europa? Nadie…
    Y, amén de todo, ¿no se podía esperar
    algún tiempo … ? Un día u otro se
    atravesaría África de un extremo a otro, y de una
    manera menos azarosa… Dentro de un mes, o de seis, o de un
    año, algún explorador llegaría sin
    duda…

    Aquellas insinuaciones producían un efecto
    enteramente contrario al perseguido, y la impaciencia del doctor
    aumentaba.

    -¿Quieres, pues, desgraciado Dick, pérfido
    amigo, que sea para otro la gloria que nos aguarda?
    ¿Quieres que traicione mi pasado? ¿Quieres que
    retroceda ante obstáculos de poca importancia?
    ¿Quieres que pague con cobardes vacilaciones lo que por
    mí han hecho el Gobierno inglés y la Real Sociedad
    de Londres?

    -Pero… -respondió Kennedy, que era muy
    aficionado a esta conjunción.

    -Pero -replicó el doctor- ¿no sabes que mi
    viaje ha de concurrir al éxito de las empresas actuales?
    ¿Ignoras que nuevos exploradores avanzan hacia el centro
    de Africa?

    -Sin embargo…

    -Escúchame atentamente, Dick, y contempla este
    mapa.

    Dick lo miró con resignacion.

    -Remonta el curso del Nilo -dijo el doctor
    Fergusson.

    -Lo remonto -respondió dócilmente el
    escocés.

    -Llega a Gondokoro.

    -Ya he llegado.

    Y Kennedy pensaba cuán fácil era un viaje
    semejante… en el mapa.

    -Coge una punta de este compás -prosiguió
    el doctor-, y apóyala en esta ciudad, de la cual apenas
    han podido pasar los más audaces.

    -Ya está.

    -Ahora busca en la costa la isla de Zanzíbar, a
    60 de latitud sur.

    -Ya la tengo.

    -Sigue ahora ese paralelo y llega a Kazeh.

    -Hecho.

    -Sube por el grado treinta y tres de longitud hasta la
    embocadura del lago Ukereue, en el punto en que se detuvo el
    teniente Speke.

    -Ya estoy. Un poco más y caigo de cabeza al
    lago.

    -Pues bien, ¿ sabes lo que tenemos derecho a
    suponer, según los datos
    suministrados por las tribus ribereñas?

    -No tengo ni idea.

    -Pues voy a decírtelo. Este lago, cuyo extremo
    inferior se halla a 20 30’ de latitud, debe de
    extenderse igualmente a 20 50’ Por encima del
    ecuador.

    -¿De veras?

    -Y de este extremo septentrional surge una corriente de
    agua que
    necesariamente ha de ir a parar al Nilo, si es que no es el
    propio Nilo.

    -Realmente curioso.

    -Apoya la otra punta del compás en este extremo
    del lago Ukereue.

    -Apoyada, amigo Fergusson.

    -¿Cuántos grados cuentas entre los
    dos puntos? ~dijo Fergusson.

    -Apenas dos.

    -¿Sabes cuánto suma todo, Dick?

    -No.

    -Pues apenas ciento veinte millas, es decir,
    nada.

    -Casi nada, Samuel.

    -¿Y sabes lo que pasa en este momento?

    -¿Yo?

    -Voy a decírtelo. La Sociedad Geográfica
    ha considerado muy importante la exploración de este lago
    entrevisto por Speke. Bajo sus auspicios, el teniente, en la
    actualidad capitán Speke se ha asociado al capitán
    Grant, del ejército de las Indias, y ambos se han puesto a
    la cabeza de una numerosa expedición generosamente
    subvencionada. Se les ha confiado la misión de remontar el
    lago y volver a Gondokoro. Han recibido una subvención de
    más de cinco mil libras, y el gobernador de El Cabo ha
    puesto a su disposición soldados hotentotes. Partieron de
    Zanzibar a últimos de octubre de 1860. Al mismo tiempo, el
    inglés John Petherick, cónsul de Su Majestad en
    Kartum, ha recibido del Foreign Office unas
    setecientas libras; debe equipar un buque de vapor en Kartum,
    abastecerlo suficientemente y zarpar para Gondokoro, donde
    aguardará la caravana del capitán Speke y se
    hallará en disposición de proporcionarle
    víveres.

    -Bien pensado -dijo Kennedy.

    -Ya ves que el tiempo apremia si queremos participar en
    esos trabajos de exploración. Y eso no es todo; mientras
    hay quien marcha a paso seguro en busca del nacimiento del Nilo,
    otros viajeros se dirigen audazmente hacia el corazón de
    África.

    -¿A pie? -preguntó Kennedy.

    -A pie -repitió el doctor, sin percatarse de la
    insinuación-. El doctor Krapf se propone encaminarse al
    oeste por el Djob, río situado debajo del ecuador. El
    barón De Decken ha salido de Mombasa, ha reconocido las
    montañas de Kenia y de Kilimanjaro y penetra en el
    centro.

    -¿A pie también?

    -Todos a pie o montados en mulos.

    ~Para lo que yo quiero significar es exactamente lo
    mismo -replicó Kennedy.

    -Por último -prosiguió el doctor-, De
    Heuglin, vicecónsul de Austria en Kartum, acaba de
    organizar una expedición muy importante, cuyo principal
    objeto es indagar el paradero del viajero Vogel, que en 1853 fue
    enviado a Sudán para asociarse a los trabajos del doctor
    Barth. En 1856 salió de Bornu y resolvió explorar
    el desconocido país que se extiende entre el lago Chad y
    el Darfur. Desde entonces no ha aparecido. Cartas recibidas
    en Alejandría, en junio de 1860, informan que fue
    asesinado por orden del rey de Wadai; pero otras, dirigidas por
    el doctor Hartimann al padre del viajero, afirman,
    basándose en el relato de un fellatah de Bornu, que Vogel
    se encuentra prisionero en Wara y que, por consiguiente, no
    están perdidas todas las esperanzas. Bajo la presidencia
    del duque regente de Sajonia-Coburgo-Gotha, se ha formado una
    comisión de la que es secretario mi amigo Petermann; se
    han cubierto los gastos de la expedición con una
    suscripcion nacional en la que han participado muchísimos
    sabios. El señor De Heuglin partió de Massaua en
    junio; mientras busca las huellas de Vogel, debe explorar todo el
    país comprendido entre el Nilo y el Chad, es decir,
    enlazar las operaciones del capitán Speke con las del
    doctor Barth. ¡Y entonces África habrá sido
    cruzada de este a oeste!

    -Y bien -respondió el escocés-, puesto que
    todo enlaza sin nosotros tan perfectamente, ¿qué
    vamos a hacer allí?

    El doctor Fergusson dio la callada por respuesta,
    contentándose con encogerse de hombros.

    VI

    Un
    criado excepcional – Distingue los satélites
    de

    Júpiter. – Controversia entre
    Dick y Joe. – La duda

    y la creencia. – El peso.
    -Joe-Wellington. – Recibe

    media corona

    El doctor Fergusson tenía un criado que
    respondía con diligencia al nombre de Joe. Era de una
    índole excelente. Su amo, cuyas órdenes obedecia e
    interpretaba siempre de una manera inteligente, le inspiraba una
    confianza absoluta y una adhesión sin límites.
    Era un Caleb, aun cuando estaba siempre de buen humor y no
    refunfuñaba; no habría salido tan buen criado si lo
    hubieran mandado construir expresamente. Fergusson se confiaba
    enteramente a él para las minuciosidades de su existencia,
    y hacía perfectamente. ¡Raro y honrado Joe!
    ¡Un criado que dispone la comida de su señor y tiene
    su mismo paladar; que arregla su maleta y no olvida ni las medias
    ni las camisas; que posee sus llaves y sus secretos, y ni sisa ni
    murmura?

    ¡Pero qué hombre era también el
    doctor para el digno Joe! ¡Con qué respeto y
    confianza acogía éste sus decisiones! Cuando
    Fergusson había hablado, preciso era para responderle
    haber perdido el juicio. Todo lo que pensaba era justo; todo lo
    que decía, sensato; todo lo que mandaba, practicable; todo
    lo que emprendía, posible; todo lo que concluía,
    admirable. Aunque hubiesen hecho a Joe pedazos, lo que sin duda
    habría repugnado a cualquiera, no le habrían hecho
    modificar en lo más mínimo el concepto que le
    merecía su amo.

    Así es que cuando el doctor concibió el
    proyecto de atravesar África por el aire, para Joe la
    empresa fue cosa hecha. No había obstáculos
    posibles. Desde el momento en que Fergusson había resuelto
    partir, podía decirse que ya había llegado…,
    acompañado de su fiel servidor, porque
    el buen muchacho, aunque nadie le había dicho una palabra,
    sabía que formaría parte del pasaje.

    Por otra parte, prestaría grandes servicios
    gracias a su inteligencia y su maravillosa agilidad. Si hubiese
    sido preciso nombrar un profesor de
    gimnasia para
    los monos del Zoological Garden, muy espabilados por cierto, sin
    lugar a dudas Joe habría obtenido la plaza. Saltar,
    encaramarse, volar y ejecutar mil suertes imposibles eran para
    él cosa de juego.

    Si Fergusson era la cabeza y Kennedy el brazo, Joe
    sería la mano. Ya había acompañado a su
    señor en varios viajes, y a su manera poseía cierto
    barniz de la ciencia apropiada; pero se distinguía
    principalmente por una filosofía apacible, un optimismo
    encantador; todo le parecía fácil, lógico,
    natural, y, por consiguiente, desconocía la necesidad de
    gruñir o de quejarse.

    Poseía, entre otras cualidades, una capacidad
    visual asombrosa. Compartía con Moestlín, el
    profesor de Kepler, la rara facultad de distinguir sin anteojos
    los satélites de Júpiter y de contar en el grupo de las
    Pléyades catorce estrellas, las últimas de las
    cuales son de novena magnitud. Pero no se envanecia por eso; todo
    lo contrario, saludaba de muy lejos y, llegado el caso
    sabía sacar partido de sus ojos.

    Con la confianza que Joe tenía en el doctor, no
    son de extrañar, pues las incesantes discusiones que se
    producían entre el señor Kennedy y el digno criado,
    si bien guardando siempre el debido respeto.

    El uno dudaba, el otro creía; el uno era la
    prudencia clarividente, el otro la confianza ciega; y el doctor
    se encontraba entre la duda y la creencia, aunque debo confesar
    que no le preocupaba ni la una ni la otra.

    -¿Y bien, muchacho?

    -El momento se acerca. Parece que nos embarquemos para
    la Luna.

    -Querrás decir la tierra de
    la Luna, que no queda ni mucho menos tan lejos. Pero, no te
    preocupes pues tan peligroso es lo uno como lo otro.

    -¡Peligroso! ¡Con un hombre como el doctor
    Fergusson! ¡Imposible!

    -No quisiera matar tus ilusiones, mi querido Joe, pero
    lo que él trata de emprender es simplemente una locura. No
    partirá.

    -¿Que no partirá? ¿Acaso no ha
    visto su globo en el taller de los señores Mitchell, en el
    Borough?

    -Me guardaré mucho de ir a verlo.

    -¡Pues se pierde un hermoso espectáculo,
    señor mío! ¡Qué cosa tan preciosa!
    ¡Qué corte tan elegante!

    ¡Qué esquife tan encantador!
    ¡Estaremos a nuestras anchuras ahí
    adentro!

    -¿Cuentas, pues, con acompañar a tu
    señor?

    -¡Yo le acompañaré a donde él
    quiera! -replicó Joe con convicción-.
    ¡Faltaría más! ¡Dejarle ir solo, cuando
    juntos hemos recorrido el mundo! ¿Quién le
    sostendría cuando estuviese fatigado? ¿Quién
    le tendería una mano vigorosa para saltar un precipicio?
    ¿Quién le cuidaría si cayese enfermo? No,
    señor Dick, Joe permanecerá siempre en su puesto
    junto al doctor, o, por mejor decir, alrededor del doctor
    Fergusson.

    -¡Buen muchacho!

    -Además, usted vendrá con nosotros -repuso
    Joe.

    -¡Sin duda! -dijo Kennedy-. Os
    acompañaré para impedir hasta el último
    momento que Samuel cometa una locura semejante. Le
    seguiré, si es preciso, hasta Zanzíbar, a fin de
    que la mano de un amigo le detenga en su proyecto
    insensato.

    -Usted no detendrá nada, señor Kennedy,
    salvo su respeto. Mi señor no es un cabeza loca; siempre
    medita mucho lo que va a emprender y, cuando ha tomado una
    resolución, no hay quien le apee de ella.

    -Eso lo veremos.

    -No alimente semejante esperanza. En fin, lo importante
    es que venga. Para un cazador como usted, África es un
    pais maravilloso y, por consiguiente, no se arrepentirá
    del viaje.

    -Dices bien, no me arrepentiré; sobre todo si ese
    terco se rinde al fin a la evidencia.

    -A propósito –dijo Joe-, ya sabrá
    que hoy nos pesan.

    -¡Cómo! ¿Nos pesan?

    -Exacto, vamos a pesarnos los tres: usted, mi
    señor, y yo.

    -¿Como los jockeys?

    -Como los jockeys. Pero, tranquilícese, no se le
    hará adelgazar si pesa demasiado. Se le aceptará
    tal como es.

    -Pues yo no me dejaré pesar -dijo el
    escocés.

    -Pero señor, parece que es necesario para la
    máquina.

    -¿Qué me importa a mí la
    máquina?

    -¡Le debe importar! ¿Y si por falta de
    cálculos exactos no pudiéramos subir?

    -¡Qué más quisiera yo!

    -Pues sepa, señor Kennedy, que mi señor
    vendrá enseguida a buscarnos.

    -No iré.

    -No querrá hacerle un desaire,
    ¿verdad?

    -Se lo haré.

    -¡Bueno! -exclamó Joe, riendo-. Habla
    así porque no está él delante; pero cuando
    le diga a la cara: «Dick (perdone la confianza), Dick,
    necesito saber exactamente tu peso», irá, yo
    respondo de ello.

    -No iré.

    En aquel momento entró el doctor en su gabinete
    de trabajo, donde tenía lugar esta conversacion, y miro a
    Kennedy, el cual se sintió como encogido.

    -Dick -dijo el doctor-, ven con Joe; necesito saber
    cuánto pesáis los dos.

    -Pero…

    -No hará falta que te quites el sombrero.
    Ven.

    Y Kennedy fue con él.

    Entraron los tres en el taller de los señores
    Mitchell, donde había preparada una de esas balanzas,
    llamadas romanas. Preciso era, efectivamente, que el doctor
    conociese el peso de sus compañeros para establecer el
    equilibrio de
    su aeróstato. Hizo, pues, subir a Dick a la plataforma de
    la balanza, y éste, sin oponer resistencia
    murmuró:

    -Está bien, está bien. La verdad es que
    esto no compromete a nada.

    -Ciento cincuenta y tres libras -dijo el doctor,
    apuntando la cifra en su libreta de notas.

    -¿Peso demasiado? .

    -No, señor Kennedy -replicó Joe-.
    Además, yo soy ligero y eso compensara.

    Y, diciendo esto, Joe ocupó con entusiasmo el
    sitio del Cazador, el cual estuvo a punto de derribar la balanza
    al bajar. Joe se colocó en la actitud del
    Wellington que remeda a Aquiles en la entrada de Hyde Park, y,
    aunque no llevaba el escudo, estaba magnífico.

    -Ciento veinte libras -escribió el
    doctor.

    -¡Bravo! -exclamó Joe, sonriendo sin saber
    muy bien por qué.

    -Ahora yo -dijo Fergusson, y añadió por
    propia cuenta ciento treinta y cinco libras.

    -Señor -intervino Joe-, si fuese necesario para
    la expedición, yo, absteniéndome de comer,
    podría adelgazar perfectamente unas veinte
    libras.

    -No hace falta, muchacho -respondió el doctor-
    puedes comer cuanto quieras. Toma media corona para atracarte
    como te venga en gana.

    VII

    Pormenores geométricos. – Cálculo de
    la capacidad del

    globo. – El aeróstato doble. –
    La envoltura. – La

    barquilla. – El aparato misterioso. –
    Los víveres. – La

    adición final

    El doctor Fergusson se ocupaba desde hacía mucho
    tiempo de todos los pormenores de su expedición. Como se
    supondrá, el globo, el maravilloso vehículo
    destinado a transportarle por aire, fue objeto de su constante
    solicitud.

    En primer lugar, y para no dar al aeróstato
    dimensiones excesivas, resolvió hincharlo con gas hidrógeno, que es catorce veces y media
    más ligero que el aire. La producción del hidrógeno es
    fácil, y es el gas que ha dado en los experimentos
    aerostáticos resultados más
    satisfactorios.

    El doctor, calculando con la mayor exactitud,
    concluyó que el peso de los objetos indispensables para su
    viaje y de su aparato daba un total de cuatro mil libras; por
    consiguiente, fue preciso averiguar cuál sería la
    fuerza ascensional capaz de levantar este peso, y cuál por
    tanto sería la capacidad del aparato.

    Un peso de cuatro mil libras está representado
    por un desplazamiento de aire de cuarenta y cuatro mil
    ochocientos cuarenta y siete pies cúbicos, lo que equivale
    a decir que cuarenta y cuatro mil ochocientos cuarenta y siete
    pies cúbicos de aire pesan unas cuatro mil
    libras.

    Dando al globo esta capacidad de cuarenta y cuatro mil
    ochocientos cuarenta y siete pies cúbicos y
    llenándolo, en lugar de aire, de gas hidrógeno,
    que, por ser catorce veces y media más ligero, sólo
    pesa doscientas setenta y seis libras, se produce una ruptura de
    equilibrio, es decir una diferencia de tres mil setecientas
    veinticuatro libras. Esta diferencia entre el peso del gas
    contenido en el globo y el peso del aire circundante constituye
    la fuerza ascensional del aeróstato.

    Sin embargo, si se introdujesen en el globo los cuarenta
    y cuatro mil ochocientos cuarenta y siete pies cúbicos de
    gas de que hablamos, éste quedaría totalmente
    lleno, cosa inadmisible, pues, a medida que el globo sube a las
    capas menos densas del aire, el gas que contiene tiende a
    dilatarse y no tardaría en romper la envoltura. Así
    pues no se suelen llenar más que dos terceras
    partes.

    Pero el doctor, a consecuencia de cierto proyecto que
    solamente él conocía, resolvió no llenar
    más que la mitad de su aeróstato, y como
    tenía que llevar cuarenta y cuatro mil ochocientos
    cuarenta y siete pies cúbicos de hidrógeno, dio a
    su globo una capacidad casi doble.

    Lo concibió con esa forma alargada que se sabe es
    la preferible. El diámetro horizontal era de cincuenta
    pies y el vertical de setenta y cinco; así obtuvo un
    esferoide, cuya capacidad ascendía, en cifras redondas, a
    noventa mil pies cúbicos.

    Si el doctor Fergusson hubiese podido emplear dos
    globos, habrían aumentado sus probabilidades de
    éxito, porque en caso de romperse uno en el aire, es
    posible, echando lastre, sostenerse por medio del otro. Pero la
    maniobra de dos aeróstatos resulta muy difícil
    cuando se trata de que conserven una fuerza de ascension
    igual.

    Después de haber reflexionado largamente,
    Fergusson mediante una disposicion ingeniosa, reunió las
    ventajas que ofrecen dos globos evitando sus inconvenientes.
    Construyó dos de desigual volumen y
    metió uno dentro de otro. El globo exterior, que
    conservó las dimensiones citadas, contuvo otro más
    pequeño, de la misma forma, que sólo tenía
    cuarenta y cinco pies de diámetro horizontal y sesenta y
    ocho de diámetro vertical. La capacidad de este globo
    interior no era, pues, mas que de sesenta y siete mil pies
    cúbicos. Debía nadar en el fluido que lo
    envolvía, y de uno a otro globo se abría una
    válvula que, en caso necesario, permitia ponerlos en
    comunicacion uno con otro.

    Esta disposición presentaba la ventaja de que, si
    era preciso dar salida al gas para bajar, se dejaría
    escapar el del globo grande; de este modo, aun en caso de que
    hubiera que vaciarlo por completo, el pequeño
    quedaría intacto. Entonces era posible desembarazarse de
    la cubierta exterior como de un peso inútil, y el segundo
    aeróstato, al quedar solo, no ofrecía al viento el
    asidero que le dan los globos medio hinchados.

    Además, en caso de accidente, por ejemplo, si el
    globo exterior sufría un desgarrón, se jugaba con
    la ventaja de que el otro quedaba ileso.

    Los dos aeróstatos se construyeron con un
    tafetán asargado de Lyon, untado de gotapercha. Esta
    sustancia gomorresinosa está dotada de una impermeabilidad
    absoluta, y es resistente a los ácidos y
    los gases. El
    tafetán se puso doble en el polo superior del globo, donde
    se realiza casi todo el esfuerzo.

    Esta envoltura podía retener el fluido durante un
    tiempo ilimitado. Pesaba media libra por cada nueve pies
    cuadrados. Como la superficie del globo exterior era de once mil
    seiscientos pies cuadrados, su envoltura pesaba seiscientas
    cincuenta libras. La envoltura del segundo globo tenía
    nueve mil doscientos pies cuadrados de superficie, y no pesaba,
    por consiguiente, más que quinientas diez libras, o sea,
    en total mil ciento sesenta libras.

    La red destinada a sostener la
    barquilla era de cuerda de cáñamo muy
    sólida. Las dos válvulas
    fueron objeto de cuidados minuciosos, tal como lo hubiera sido el
    gobernalle de un buque.

    La barquilla, de forma circular y de un diámetro
    de quince pies, era de mimbre. Estaba reforzada con una ligera
    armadura de hierro y
    revestida en su parte inferior de resortes elásticos
    destinados a amortiguar los choques. Su peso y el de la red no
    excedían de doscientas ochenta libras.

    El doctor hizo construir, además, cuatro cajas de
    palastro de un grosor de dos líneas, unidas entre
    sí por medio de tubos provistos de llaves. Agregó a
    ellas un serpentín de unas dos pulgadas de
    diámetro, que terminaba en dos ramas rectas de longitud
    desigual, la mayor de las cuales medía veinticinco pies y
    la más corta, quince.

    Las cajas de palastro fueron colocadas en la barquilla
    de modo que ocupasen el menor espacio posible. El
    serpentín, que no tenía que ajustarse hasta
    más adelante, fue empaquetado separadamente, al igual que
    una pila eléctrica de Bunsen de gran potencia. El
    aparato había sido tan ingeniosamente ideado que no pesaba
    más de setecientas libras, incluyendo en ellas veinticinco
    galones de agua contenidos en una caja especial.

    Los instrumentos destinados al viaje consistieron en dos
    barómetros, dos termómetros, dos brújulas,
    un sextante, dos cronómetros, un horizonte artificial y un
    altacimut para medir los objetos lejanos e inaccesibles. El
    observatorio de Greenwich se había puesto a
    disposición del doctor, pese a que éste no se
    proponía hacer experimentos de física, sino
    únicamente reconocer su dirección y determinar la
    posición de los principales ríos, montañas y
    poblaciones.

    Se proveyó de tres anclas de hierro a toda
    prueba, así como de una escala de seda
    ligera y resistente, de cincuenta pies de longitud.

    Calculó igualmente el peso exacto de los
    víveres, que consistían en café,
    té, galletas, carne salada y pemmican, preparacion
    que, en un pequeño volumen, contiene muchos elementos
    nutritivos. Independientemente de una considerable reserva de
    aguardiente, dispuso dos cajas de agua que contenían
    veintidós galones cada una.

    El consumo de
    estos alimentos
    haría disminuir poco a poco el peso sostenido por el
    aeróstato. Y debe saberse que el equilibrio de un globo en
    la atmósfera es de una sensibilidad extremada. La
    pérdida de un peso casi insignificante basta para producir
    un desplazamiento muy apreciable.

    El doctor no olvidó ni una tienda para cubrir una
    parte de la barquilla, ni las mantas para dormir durante el
    viaje, ni las escopetas del cazador con las correspondientes
    municiones.

    He aquí el resumen de sus diferentes
    cálculos:

    Así se desglosaban las cuatro mil libras que el
    doctor Fergusson se proponía echar a volar; no llevaba mas
    que doscientas libras de lastre, «sólo para casos
    imprevistos», decía él, porque, gracias a su
    aparato, no creía tener que recurrir a ellas.

    VIII

    Importancia de Joe. – El comandante del
    Resolute
    .-

    El arsenal de Kennedy. – Arreglos. –
    Banquete di

    despedida. – Partida del 21 de
    febrero. – Sesiones

    científicas del doctor. –
    Dwveyrier y Livingstone.-

    Pormenores del viaje aereo. – Kennedy
    reducido

    al silencio

    Hacia el 10 de febrero, los preparativos tocaban a su
    fin. Los aeróstatos, encerrados uno dentro de otro,
    estaban totalmente terminados. Habían sido sometidos a una
    fuerte presión de
    aire comprimido, dando buena prueba de su solidez y demostrando
    que se había procedido a su construcción con el
    mayor esmero.

    Joe no cabía en sí de gozo. Iba
    incesantemente de Greek Street a los talleres de los
    señores Mitchell, siempre atareado, pero comunicativo,
    explicando detalles del asunto hasta a los que no se los
    pedían y sintiéndose orgulloso por encima de todo
    de acompanar a su señor. Se me antoja que incluso
    enseñando el aeróstato, desarrollando las ideas y
    los planes del doctor, y dando a conocer a éste a
    través de una ventana entreabierta o cuando pasaba por la
    calle, el digno muchacho ganó alguna que otra media
    corona. Pero no hay que reprochárselo; tenía
    derecho a especular un poco con la admiración y curiosidad
    de sus contemporáneos.

    El 16 de febrero, el Resolute ancló
    delante de Greenwich. Era un buque de hélice de
    ochocientas toneladas de porte, muy rápido, que ya
    había tenido a su cargo el abastecimiento de la
    última expedición de sir James Ross a las regiones
    polares. Pennet, su comandante, pasaba por hombre de trato
    agradable y estaba muy interesado en el viaje del doctor, a quien
    apreciaba desde hacía mucho tiempo. Pennet parecía
    más un sabio que un soldado, lo cual no impedía a
    su buque llevar cuatro piezas de artillería, que no
    habían hecho nunca daño a
    nadie y que servían solamente para producir los
    estrépitos más pacíficos del
    mundo.

    Se acondicionó la bodega del Resolute para
    acomodar en ella el aeróstato, que fue transportado con
    las mayores precauciones el día 18 de febrero. Se
    almacenó de la mejor manera posible para prevenir
    cualquier accidente, y en presencia del propio Fergusson se
    estibaron la barquilla y sus accesorios, las anclas, las cuerdas,
    los víveres y las cajas de agua que debían llenarse
    a la llegada.

    Se embarcaron diez toneladas de ácido
    sulfúrico y otras tantas de hierro viejo para obtener gas
    hidrógeno. Esta cantidad era más que suficiente,
    pero convenía estar preparado para posibles
    pérdidas. El aparato destinado a producir el gas,
    compuesto de unos treinta barriles, fue colocado al fondo de la
    bodega.

    Estos preparativos finalizaron al anochecer del
    día 18 de febrero. Dos camarotes cómodamente
    dispuestos aguardaban al doctor Fergusson y a su amigo Kennedy.
    Este último, mientras juraba que no partiría, se
    trasladó a bordo con un verdadero arsenal de caza, dos
    excelentes escopetas de dos cañones que se cargaban por la
    recámara, y una carabina de toda confianza de la
    fábrica de Purdey Moore y Dickson, de Edimburgo. Con
    semejante arma, el cazador no tenía ningún problema
    para alojar, a una distancia de dos mil pasos, una bala en el ojo
    de un camello. Llevaba también dos revólveres Colt
    de seis disparos para los imprevistos, su frasco de
    pólvora, su cartuchera, y perdigones y balas en cantidad
    suficiente, aunque sin traspasar los límites prescritos
    por el doctor.

    El día 19 de febrero se acomodaron a bordo los
    tres viajeros, que fueron recibidos con la mayor
    distinción por el capitán y sus oficiales. El
    doctor, preocupado por la expedición, se mostraba
    distante; Dick estaba conmovido, aunque no quería
    aparentarlo; y Joe, que brincaba de alegría y hablaba por
    los codos, no tardó en convertirse en la
    distracción de la tripulación, entre la que se le
    había reservado un puesto.

    El día 20, la Real Sociedad Geográfica
    ofreció un gran banquete de despedida al doctor Fergusson
    y a Kennedy. El comandante Pennet y sus oficiales asistieron al
    festín, que fue muy animado y abundante en libaciones
    halagüeñas. Se hicieron numerosos brindis para
    asegurar a todos los invitados una existencia centenaria. Sir
    Francis M… presidía con emoción contenida, pero
    rebosante de dignidad.

    Dick Kennedy, para su gran sorpresa, recibió
    buena parte de las felicitaciones báquicas. Tras haber
    bebido «a la salud del intrépido Fergusson, la
    gloria de Inglaterra», se bebió «a la salud
    del no menos valeroso Kennedy, su audaz
    compañero».

     

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