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Legitimidad, eficacia y participación: la gestión pública en procesos de cambio



    1. Resumen
    2. Legitimidad y reforma de la
      Administración Pública
    3. Participación ciudadana y
      descentralización administrativa
    4. Eficacia y legitimidad de la
      gestión local
    5. Conclusiones
    6. Bibliografía

    Resumen.

    La llamada "crisis de
    legitimidad" del Estado moderno
    se asocia, entre otros factores, al problema de la eficiencia, la
    eficacia y la participación ciudadana. Enfrentados a
    nuevos y complejos problemas de
    política
    pública, los gobiernos de muchos países han
    intentado mejorar en los últimos años la calidad de los
    servicios
    públicos a partir de supuestos criterios de eficiencia
    con una lógica
    de mercado, lo que
    para algunos autores y críticos ha ido en detrimento de la
    dimensión democrática de la gestión
    pública. En el trabajo se
    analiza la participación ciudadana como realización
    sustantiva de la democracia y
    su condicionamiento al entorno local para alcanzar una
    efectividad real. Se reflexiona además sobre factores como
    la legitimidad y la educación
    cívica, considerados factores importantes por el autor
    para alcanzar eficacia real en la gestión local,
    incluyendo algunas experiencias en cubanas en este
    campo.

    Introducción.

    Hoy día es ampliamente reconocido por
    políticos y especialistas que las administraciones
    públicas contemporáneas se enfrentan a necesarios
    procesos de cambio, como
    exigencia de una dinámica del mundo contemporáneo que
    ha puesto en crisis la legitimidad de muchos Estados. Las
    reformas del Estado y de las administraciones públicas en
    los últimos años han sido justificadas desde
    diferentes perspectivas en diversos países y regiones del
    mundo: desde el reconocimiento de la presencia de una "crisis de
    legitimidad" ante la sociedad y la
    necesidad de tomar medidas para "recobrar la confianza
    ciudadana", hasta el reconocimiento de una supuesta "ineficiencia
    innata" del aparato del Estado, incapaz de dirigir el desarrollo
    económico del país, o bien porque constituye un
    obstáculo para la puesta en marcha de determinadas
    políticas económicas, encaminadas a
    promover procesos de desarrollo.

    Desde estas perspectivas, las administraciones
    públicas enfrentan los nuevos retos, aunque con diversos
    niveles de eficacia, según analistas.

    En cualquier caso, con frecuencia se argumenta por
    académicos y especialistas la necesidad de
    desburocratización del gobierno, el
    mejoramiento de su eficiencia, la descentralización de las decisiones y la
    desconcentración político-administrativa, la
    optimización en el uso de todo tipo de recursos, la
    puesta en práctica de sistemas de
    evaluación de políticas y programas,
    así como una mayor apertura hacia la participación
    de otros agentes, incluyendo la sociedad civil y
    los ciudadanos. Entonces se manifiesta un aparente consenso de
    las necesidades actuales y hasta se incorporan nuevos
    términos al debate
    público, para algunos desconocidos o "intraducibles", como
    es el caso de "governance", empowerment",
    "accountability", "responsiveness" y otros, aunque sólo
    sea por el afán de "entonar melodías de moda".

    Sin embargo, fuertes corrientes de pensamiento
    económico conservador imperantes en muchos países
    desvalorizan, entre otras cosas, el papel que puede jugar la
    sociedad civil en los procesos de desarrollo y en la
    solución de problemas
    sociales. (Iglesias, Pérez, 2003).

    El acento se pone en el mercado, en los incentivos
    económicos, como motor impulsor
    del desarrollo, por lo que se alienta la tendencia en los
    servicios
    públicos de maximizar utilidades e incrementar eficiencia
    de los programas a contrapelo de necesidades o intereses
    ciudadanos. Mientras tanto, la sociedad civil se percibe como un
    mundo secundario, que requiere de un apoyo limitado, en el que no
    se depositan responsabilidades relevantes, lo que alimenta a su
    vez gruesos errores en políticas
    públicas.

    Sobre este particular, la propia CEPAL alerta acerca de
    que muchos aspectos del accionar público son de carácter intangible, conceptual, que no se
    prestan a medición, así como que el sector
    público debe intermediar, conciliar, equilibrar
    objetivos (de
    eficiencia, equidad,
    estabilidad, crecimiento) e intereses ciudadanos o sociales de
    diversa índole que compiten con los escasos recursos
    disponibles, lo que requiere con frecuencia de una
    valoración política de las opciones disponibles.
    (CEPAL-ILPES, 2000).

    Legitimidad y reforma
    de la Administración
    Pública.

    Muchos especialistas en la última década
    fundamentan desde diferentes planos de análisis la necesidad de reforma de
    la
    Administración Pública como una respuesta a la
    crisis de legitimidad del estado contemporáneo (Cabrero,
    1995). Si se parte de una perspectiva de eficiencia, para
    dar respuesta prioritariamente a problemas de crisis fiscal, las
    propuestas se han encaminado ante todo al redimensionamiento del
    aparato del Estado ("downsizing") y
    la racionalización de todo tipo de recursos, por lo que se
    recomiendan, políticas de recortes de plantillas de
    personal, de
    proyectos y de
    presupuestos;
    se promueven procesos de privatización de empresas y
    "terciarización" de servicios públicos,
    descentralización y desregulación, entre
    otras.

    Sin embargo, si bien podemos coincidir en la necesidad
    ineludible de incrementar la eficiencia de la gestión
    pública y hacer un uso más racional de los escasos
    recursos disponibles en la mayor parte de los países
    subdesarrollados, este elemento por sí solo no puede
    resolver la crisis de legitimidad del aparato estatal. La
    práctica en muchos países ha demostrado que
    "achicar" y "recortar" no necesariamente generan eficiencia. Con
    frecuencia los "ajustes" presupuestales y la interrupción
    de proyectos en curso tienen un costo asociado y
    un efecto negativo, tanto económico como social. (Cabrero,
    1995:20)

    La implementación de este tipo de reforma en
    países de diferentes niveles de desarrollo ha mostrado el
    fracaso de este modelo, al no
    producirse un desempeño económico y social
    satisfactorio, equilibrado, especialmente en los menos
    desarrollados: si bien en algunos casos se han registrado avances
    en indicadores
    macroeconómicos, su efecto social ha resultado muy
    negativo, con el incremento de índices de pobreza,
    desigualdad y corrupción. (Oszlak, 2002). Evidencias
    empíricas demuestran que un gobierno "empresarial", sin
    frenos ni mecanismos fiscalizadores confiables, transparentes y
    responsables desde el punto de vista ético, puede acarrear
    consecuencias impredecibles a la sociedad y poner en crisis la
    legitimidad política.

    De ahí que se haya comenzado a retomar la
    necesidad de reforzar el rol de Estado, partiendo de que "sin un
    Estado eficaz, el desarrollo es imposible". (Banco Mundial,
    1997). Desde esta perspectiva la Administración Pública se ha
    convertido en un aparato ineficaz, incapaz de alcanzar objetivos,
    metas, programas o proyectos. Se enfatiza entonces en la
    necesidad de un Estado renovado y eficaz, equidistante tanto del
    antiguo Estado Benefactor, sobredimensionado, burocrático,
    lento y centralizador, como del Estado mínimo y mutilado
    que proclama el radicalismo neoliberal.

    Sin embargo, como señala Cabrero (1995),
    sólo con identificar y proponerse alcanzar las metas
    estatales no se resuelve la crisis de interlocución
    Estado-sociedad: se puede contar con un aparato más
    eficaz, aunque no necesariamente más legítimo ni
    sensible a las demandas sociales.

    En otras palabras, "la eficiencia económica y la
    eficacia gerencial…no constituyen los únicos
    valores que
    orientan las decisiones y acciones
    administrativas en el sector público" (Santana, 2003: 63).
    Se evidencia que, por su propia naturaleza, el
    Gobierno tiene que funcionar en un ambiente de
    transparencia, abierto y sujeto a escrutinio de la opinión
    pública y el electorado. Junto a la eficiencia y
    eficacia deben primar valores de justicia,
    equidad, responsabilidad
    social, representatividad, rendición de cuentas, honradez
    y austeridad en la gestión pública.

    En el documento aprobado por la VII Conferencia
    Iberoamericana de Ministros de Administración Pública y Reforma del
    Estado celebrada en Madrid,
    España,
    en junio de 2005 se reconoce que "la innovación en la gestión estatal
    para satisfacer las necesidades de los ciudadanos y especialmente
    de los grupos más
    vulnerables constituye un desafío singular y urgente. Las
    relaciones entre el Estado y el
    tercer sector, así como las demás formas de
    promoción y participación de las
    organizaciones, son mecanismos de emprendimiento
    social que pueden contribuir significativamente a la equidad, la
    integración e inclusión social."
    (Consenso de Madrid, 2005).

    No es fortuito entonces que otro de los prerrequisitos
    indispensables que debe estar presente en los procesos de
    modernización de la Administración Pública
    en América
    Latina, según analistas, sea el elemento de la
    legitimidad.
    Aquí de lo que se trata en esencia es del
    cambio de las formas de interlocución Estado-sociedad,
    empleando diversos mecanismos que permitan un diálogo
    fluido, comunicación, concertación y, sobre
    todo, participación real de la comunidad. Esto,
    por supuesto, no se limita a la participación política de los
    ciudadanos vía elecciones o a la posibilidad de presentar
    demandas, sino, sobre todo, a los procesos de gestión y
    seguimiento de políticas y proyectos que se desarrollan, a
    las formas colectivas locales de solución de problemas de
    la ciudadanía.

    Dicho en otros términos, participar es "tomar
    parte" o "ser parte" de algo (Briceño, 2002), tener acceso
    a espacios de poder, lo que
    implica que junto con la capacidad de participar debe existir la
    posibilidad de decidir, no sólo de manifestar intereses o
    plantear demandas, sino de influir en la conformación y
    manejo del bien común.

    Al mismo tiempo, no se
    trata de recobrar legitimidad a toda costa, con acciones
    populistas o demagógicas, en búsqueda de apoyo
    político de grupos
    sociales. El proceso
    deviene mucho más complejo, de interacción sostenida con la comunidad, del
    que puedan generarse valores compartidos, reconocidos por todos y
    aceptados como formas auténticas de participación.
    Esto parece surgir como una exigencia creciente de nuestra
    época, a la vez que se reconoce cada vez más
    ampliamente la superioridad, en términos de efectividad,
    de la participación comunitaria sobre las formas
    organizativas tradicionales de corte vertical.

    Participación
    ciudadana y descentralización
    administrativa.

    Otro problema frecuentemente analizado es el relacionado
    con la llamada crisis de representatividad del Estado
    contemporáneo. Se afirma que los centros de
    decisión se alejan cada vez más de los electores,
    es decir, de los interesados, creciendo de forma intempestiva el
    número de actores políticos organizados y de
    niveles intermedios de gestión y solución de las
    demandas populares, lo que provoca como consecuencia oleadas de
    insatisfacción, descrédito y desinterés
    político.

    De ahí que uno de los retos más acuciantes
    del Estado moderno sea crear vías, espacios, que propicien
    la participación real de la ciudadanía en el
    ejercicio del poder y, consecuentemente, lograr eficacia en la
    gestión para la solución de los problemas
    comunitarios, acercar a la base la toma de
    decisiones sobre aquellos temas que afectan directamente a la
    comunidad y convertir a los vecinos en sujetos de control directo
    de la gestión, es decir, del poder. (Pérez,
    2003)

    Se trata entonces de un proceso de
    descentralización de las decisiones a favor de los
    órganos locales, los municipios, y con ello, de acercar el
    poder a la base, como necesidad ineludible para el logro efectivo
    de fines estatales con frecuencia reconocidos
    jurídicamente.

    Si embargo, el análisis de este tipo de
    descentralización se extiende más allá del
    acceso al poder, que como se ha señalado más
    arriba, no se debe reducir a las vías electorales, sino
    que se basa en la acción
    ciudadana consciente, en los procesos de formulación de
    políticas y en la toma de decisiones, a partir de la
    consulta popular y de la elaboración de agendas que
    contemplen las demandas ciudadanas. Ello, por supuesto, no
    excluye la pervivencia de la representación para los
    niveles intermedio y superior de decisión, en especial,
    para la atención de aquellos asuntos de interés
    más general, sino que supone en esos casos estrechar el
    vínculo representante-ciudadano, activando o creando los
    mecanismos de control sobre la autoridad
    delegada o el mandato conferido.

    Por consiguiente, la descentralización debe estar
    dirigida a propiciar el poder del pueblo a través de la
    institucionalización de mecanismos concretos de
    participación, a fin de que el ejercicio del poder sea
    realmente un derecho popular. De poco sirve una
    conformación de voluntades si no se cuenta con canales de
    expresión institucionalizados constitucional y
    jurídicamente.

    En tal sentido, la práctica cubana en este campo
    muestra que,
    más allá del ejercicio directo o a través de
    representantes que se haga del poder, resulta imprescindible
    reconocer jurídicamente los vínculos
    representante-ciudadano, incluyendo los mecanismos de control, a
    saber: determinación de la responsabilidad individual, rendición de
    cuentas, posibilidad de revocación en cualquier momento
    del mandato otorgado por incumplimiento, por que se defraude la
    confianza o se excedan las cuotas de decisión reconocidas
    o establecidas. (Pérez, 2003).

    Por su parte, en su aspecto subjetivo o
    ideológico, se exige la acción consciente del
    Estado en la educación del
    ciudadano sobre su función de
    autogobierno, lo que presupone la formación de una
    conciencia
    política activa que le permita conocer cómo,
    dónde, por qué y para qué participar. No se
    trata de un proceso expedito ni exento de obstáculos.
    Investigaciones desarrolladas en varios gobiernos
    locales de países de América
    Latina que se han propuesto crear espacios institucionales para
    la participación popular, han chocado con escepticismo y
    apatía de los ciudadanos, "acostumbrados al populismo, al
    clientelismo, a no razonar políticamente, a pedir cosas".
    (Harnecker, 2000: 5). Esta experiencia llevó a la
    conclusión de que no toda asamblea era sinónimo de
    participación, que las asambleas no eran productivas si la
    gente no tenía la información adecuada, si no estaba
    politizada, por lo que se decidió comenzar por
    allí, por informar, politizar y desarrollar capacidades
    para tomar decisiones.

    Ahora bien, descentralizar funciones y
    decisiones no significa reducir el papel del Estado, separarlo
    del control económico ni de las funciones sociales que
    debe desarrollar. Tal descentralización supone la distribución de los asuntos públicos
    en dos niveles, para lo cual resulta imprescindible armonizar el
    proceso descentralizador con la unidad de fines del Estado y su
    fundamento. Es decir, ha de tenerse en cuenta que para el logro
    de esa armonía, las relaciones funcionales entre los
    órganos superiores y locales deben desarrollarse partiendo
    del principio de que los inferiores estén bajo el control
    de los superiores y que éstos últimos garanticen la
    unidad estatal a través de políticas y normas de
    carácter general y obligatorio que, lejos de limitar,
    estimulen la iniciativa y responsabilidad de los órganos
    locales en un actuar más autónomo. (Pérez,
    2003).

    En realidad, uno de los serios problemas no resueltos de
    las democracias modernas es cómo conjugar el sistema
    representativo con formas de participación popular que
    mantengan permanentemente el flujo y el contacto entre
    gobernantes y gobernados, que no quede limitada a las
    campañas electorales, caracterizadas a su vez en muchos
    países por altos índices de abstencionismo que
    ponen en crisis la legitimidad de los gobiernos.

    De ahí la importancia que le concedemos a la
    necesidad de ampliar la capacidad decisoria de los gobiernos
    locales, no solo en asuntos propios de su competencia, sino
    en problemas más generales, de carácter provincial
    o nacional. Para ello se hace imprescindible alcanzar determinado
    equilibrio
    centralización-descentralización,
    que permita la activa participación de los entes locales
    en las decisiones de los superiores, eleve el papel del ciudadano
    como centro de poder y consolide el consenso activo como
    expresión real de legitimidad de los gobiernos.

    Múltiples experiencias demuestran que en la misma
    medida en que la participación se fortalece y se
    redimensiona el control popular, la efectividad de las
    decisiones, así como lo eficacia en la solución de
    los problemas y la satisfacción de las necesidades,
    tenderán a aumentar. No es fortuito que organismos
    internacionales insten a todos los Estados a fomentar una
    democracia que "facilite el desarrollo de la equidad y la
    justicia y aliente la participación más amplia y
    plena de sus ciudadanos en el proceso de toma de decisiones y en
    el debate sobre diversos problemas que afectan la sociedad".
    (ONU,
    2003).

    Es evidente que la participación es un elemento
    sustantivo de la democracia. Entonces la crisis de la democracia
    y la gobernabilidad no pueden verse como fenómenos
    aislados: uno presupone invariablemente al otro. Los Estados no
    pueden satisfacer las demandas populares, las crecientes
    expectativas de los pueblos, si no mantienen una retroalimentación constante, si el gobierno
    no está obligado a tener en cuenta los planteamientos de
    los ciudadanos. Por ello se dice que si quisiéramos saber
    cuál ha sido el desarrollo de la democracia y de la
    soberanía en determinado país, no se
    debiera comprobar si ha aumentado el número de aquellos
    con derecho a participar en las decisiones que les afectan, sino
    si han aumentado los espacios en los que pueden ejercer este
    derecho. (Pérez, 2003).

    Dicho en otros términos, la democracia puede
    convertirse en una realidad si fortalecemos la vida
    política a partir de los órganos locales de
    gobierno y, desde ellos, estrechamos los vínculos con los
    ciudadanos y el Estado. La efectividad de la gestión de
    los gobiernos locales está vinculada directamente con la
    capacidad de cubrir expectativas y necesidades de la población local y de involucrar a la propia
    comunidad tanto en la implementación como en el control de
    las políticas sociales.

    Eficacia y
    legitimidad de la gestión local.

    Mientras tanto, es en el municipio, parroquia, comuna u
    otra forma de organización de base, el área
    político-administrativa donde actúan directamente
    las diferentes instituciones
    y entidades locales, donde puede concretarse la
    representación de intereses y la participación
    política de la población en su heterogeneidad. La
    efectividad social que alcance la gestión del gobierno
    local se convierte con frecuencia en parámetro evaluador
    del desempeño estatal, del consenso popular, así
    como del grado de legitimidad del poder. Y es que el gobierno
    municipal es irremplazable para conocer las necesidades, actuar
    con rapidez en su gestión y lograr eficaz y
    responsablemente una solución a problemas de la
    comunidad.

    La eficacia puede verse también incrementada con
    la activa participación ciudadana que física,
    política y estructuralmente está en mejores
    condiciones para contribuir a la realización colectiva de
    los fines del órgano de poder local, con la
    satisfacción de determinadas necesidades de la comunidad a
    partir de iniciativas propias y potencialidades. Ello incentiva
    la responsabilidad ciudadana en la gestión de su propio
    desarrollo, lo que en Venezuela
    actualmente identifican con frecuencia como "desarrollo
    endógeno".

    Desde otra perspectiva de análisis, el desarrollo
    de muchos pueblos se ve frenado por la presencia de instituciones
    representativas en crisis, por la existencia de sistemas
    electorales viciados o por el incumplimiento de los compromisos
    asumidos, que distorsionan la voluntad popular, deslegitiman los
    sistemas y sus gobernantes. Ha quedado históricamente
    demostrado que los proyectos sociales y políticos son
    más sostenibles en la medida en que sus beneficiarios se
    comprometen con su formulación y puesta en
    práctica, ya que no basta con una supuesta finalidad
    popular de la democracia, es necesario perfeccionar
    también las vías y métodos
    para alcanzar esos fines. De ahí la necesidad de que cada
    país deba adoptar un sistema institucional propio, que
    garantice el pleno ejercicio democrático, a tenor de su
    propia cultura y
    tradiciones.

    En la mayoría de los países de nuestra
    área geográfica hoy es ampliamente reconocida la
    existencia de un importante potencial de trabajo
    voluntario que, de crearse las condiciones y encauzarse
    adecuadamente, podría resolver muchos problemas
    acuciantes. Se cuenta con múltiples ejemplos positivos de
    iniciativas desarrolladas por sectores de la sociedad civil en la
    solución de problemas locales, aunque se consideran
    aún muy reducidos los avances reales en la
    implementación efectiva de programas con altos niveles de
    participación ciudadana en la gestión de sus
    propios asuntos. (Harnecker, 2000). Siguen predominando las
    decisiones impuestas desde arriba, donde los diseñadores y
    decisores son "los que saben" y la comunidad acata y es objeto de
    la acción. No faltan tampoco los casos en que se habla de
    programas supuestamente participativos y en los que la
    intervención comunitaria en la toma de decisiones es
    mínima. Como apunta Kliksberg (2001): "El discurso dice
    sí a la participación en la región, pero los
    hechos con frecuencia dicen no".

    Por último, si bien es cierto que la democracia
    presupone la participación ciudadana, de los electores, en
    los asuntos propios de la comunidad y de toda la sociedad,
    también es imprescindible para ello desarrollar
    vías que pongan a su alcance los conocimientos y
    habilidades necesarios para hacerlo posible. Como regla, estas
    habilidades se obtienen como resultado de una encauzada,
    sistemática y progresiva educación que contenga
    entre sus objetivos una amplia y sólida formación
    cívica.

    En esta dirección, la experiencia cubana ha
    demostrado que el fortalecimiento de políticas
    públicas que estimulen la participación
    comunitaria, requiere a su vez del desarrollo de una conciencia
    cívica ciudadana. Si se analizan de forma integral las
    diferentes dimensiones que puede alcanzar su contenido y su
    estrecha relación con la formación de valores y el
    fortalecimiento de la legalidad, su
    importancia se multiplica. Por su esencia, la educación
    cívica entraña la preparación de los
    ciudadanos para el cumplimiento de sus deberes y el
    reconocimiento de los derechos propios y ajenos,
    la promoción de los principios que
    rigen la sociedad, su organización sociopolítica y
    funcionamiento, así como el sentido de responsabilidad
    individual y colectiva ante esa sociedad. (Pérez,
    2003)

    Desde hace algunas décadas ha quedado demostrado
    con la práctica cubana que muchos de los logros alcanzados
    en el plano social, cultural, económico, educacional o
    asistencial, no hubieran sido posibles sin una amplia
    participación de la comunidad. Desde la Campaña de
    Alfabetización en 1961, que permitió erradicar el
    analfabetismo
    en el país, el desarrollo de campañas sanitarias,
    los programas masivos de vacunación contra enfermedades
    infecto-contagiosas, donaciones de sangre, recogida
    de materias primas, censos de población, ayuda a ancianos
    y discapacitados, lucha contra el delito, hasta los
    más recientes programas sociales y para el desarrollo de
    un alto nivel de Cultura General Integral en la
    ciudadanía, involucran activamente a amplios sectores de
    la población en su ejecución, desde la comunidad
    hasta el nivel nacional.

    Se ha demostrado además que los programas
    sociales hacen mejor uso de los recursos, logran mejor sus metas
    y crean autosustentabilidad si las comunidades implicadas
    participan desde el inicio y comparten tanto la planificación y la ejecución, como
    el control y la evaluación de los resultados alcanzados.
    En nuestro caso se ha hecho evidente que la comunidad multiplica
    los recursos escasos, sumando a ellos incontables horas de
    trabajo voluntario, y es generadora de continuas iniciativas
    innovadoras.

    La presencia de la comunidad y del control social puede
    además ser un medio efectivo de prevención de la
    corrupción, mal que atenta permanentemente
    contra las "buenas prácticas" de gestión en nuestra
    área geográfica.

    Conclusiones.

    Por supuesto, aún queda mucho por hacer en el
    campo de la participación y la legitimidad de la
    gestión local. No siempre es conveniente estandarizar
    formas y vías de resolver los problemas sociales que
    incumben a colectivos y situaciones diferentes. La
    estandarización puede llevar a la burocratización
    de los procesos, en detrimento del desarrollo de la iniciativa y
    la innovación.

    En cualquier caso, la práctica en los
    últimos años indica que en la medida en que la
    participación ciudadana se fortalece, se descentraliza
    poder, se incrementa la formación en gestión de los
    funcionarios públicos, la formación cívica
    de los ciudadanos, la cultura política y el control
    populares, la efectividad de las decisiones de los gobiernos
    locales, así como la eficacia en la solución de los
    problemas y la satisfacción de las necesidades de la
    comunidad, tienden a crecer, lo que a su vez, hace más
    legítimos los Estados ante sus ciudadanos.. Ejemplos
    tenemos en Latinoamérica. El caso venezolano es una
    elocuente muestra reciente de ello.

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    •  

    Datos del autor.

    Antonio Iglesias Morell

    Dr. en Ciencias
    Económicas.

    Profesor titular del Centro de Estudios de Técnicas
    de Dirección del la Universidad de la Habana.

    Coordinador de la Maestría en
    Administración Pública.

    Enero de 2006.

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