Legitimidad, eficacia y participación: la gestión pública en procesos de cambio
- Resumen
- Legitimidad y reforma de la
Administración Pública - Participación ciudadana y
descentralización administrativa - Eficacia y legitimidad de la
gestión local - Conclusiones
- Bibliografía
La llamada "crisis de
legitimidad" del Estado moderno
se asocia, entre otros factores, al problema de la eficiencia, la
eficacia y la participación ciudadana. Enfrentados a
nuevos y complejos problemas de
política
pública, los gobiernos de muchos países han
intentado mejorar en los últimos años la calidad de los
servicios
públicos a partir de supuestos criterios de eficiencia
con una lógica
de mercado, lo que
para algunos autores y críticos ha ido en detrimento de la
dimensión democrática de la gestión
pública. En el trabajo se
analiza la participación ciudadana como realización
sustantiva de la democracia y
su condicionamiento al entorno local para alcanzar una
efectividad real. Se reflexiona además sobre factores como
la legitimidad y la educación
cívica, considerados factores importantes por el autor
para alcanzar eficacia real en la gestión local,
incluyendo algunas experiencias en cubanas en este
campo.
Hoy día es ampliamente reconocido por
políticos y especialistas que las administraciones
públicas contemporáneas se enfrentan a necesarios
procesos de cambio, como
exigencia de una dinámica del mundo contemporáneo que
ha puesto en crisis la legitimidad de muchos Estados. Las
reformas del Estado y de las administraciones públicas en
los últimos años han sido justificadas desde
diferentes perspectivas en diversos países y regiones del
mundo: desde el reconocimiento de la presencia de una "crisis de
legitimidad" ante la sociedad y la
necesidad de tomar medidas para "recobrar la confianza
ciudadana", hasta el reconocimiento de una supuesta "ineficiencia
innata" del aparato del Estado, incapaz de dirigir el desarrollo
económico del país, o bien porque constituye un
obstáculo para la puesta en marcha de determinadas
políticas económicas, encaminadas a
promover procesos de desarrollo.
Desde estas perspectivas, las administraciones
públicas enfrentan los nuevos retos, aunque con diversos
niveles de eficacia, según analistas.
En cualquier caso, con frecuencia se argumenta por
académicos y especialistas la necesidad de
desburocratización del gobierno, el
mejoramiento de su eficiencia, la descentralización de las decisiones y la
desconcentración político-administrativa, la
optimización en el uso de todo tipo de recursos, la
puesta en práctica de sistemas de
evaluación de políticas y programas,
así como una mayor apertura hacia la participación
de otros agentes, incluyendo la sociedad civil y
los ciudadanos. Entonces se manifiesta un aparente consenso de
las necesidades actuales y hasta se incorporan nuevos
términos al debate
público, para algunos desconocidos o "intraducibles", como
es el caso de "governance", empowerment",
"accountability", "responsiveness" y otros, aunque sólo
sea por el afán de "entonar melodías de moda".
Sin embargo, fuertes corrientes de pensamiento
económico conservador imperantes en muchos países
desvalorizan, entre otras cosas, el papel que puede jugar la
sociedad civil en los procesos de desarrollo y en la
solución de problemas
sociales. (Iglesias, Pérez, 2003).
El acento se pone en el mercado, en los incentivos
económicos, como motor impulsor
del desarrollo, por lo que se alienta la tendencia en los
servicios
públicos de maximizar utilidades e incrementar eficiencia
de los programas a contrapelo de necesidades o intereses
ciudadanos. Mientras tanto, la sociedad civil se percibe como un
mundo secundario, que requiere de un apoyo limitado, en el que no
se depositan responsabilidades relevantes, lo que alimenta a su
vez gruesos errores en políticas
públicas.
Sobre este particular, la propia CEPAL alerta acerca de
que muchos aspectos del accionar público son de carácter intangible, conceptual, que no se
prestan a medición, así como que el sector
público debe intermediar, conciliar, equilibrar
objetivos (de
eficiencia, equidad,
estabilidad, crecimiento) e intereses ciudadanos o sociales de
diversa índole que compiten con los escasos recursos
disponibles, lo que requiere con frecuencia de una
valoración política de las opciones disponibles.
(CEPAL-ILPES, 2000).
Legitimidad y reforma
de la Administración
Pública.
Muchos especialistas en la última década
fundamentan desde diferentes planos de análisis la necesidad de reforma de
la
Administración Pública como una respuesta a la
crisis de legitimidad del estado contemporáneo (Cabrero,
1995). Si se parte de una perspectiva de eficiencia, para
dar respuesta prioritariamente a problemas de crisis fiscal, las
propuestas se han encaminado ante todo al redimensionamiento del
aparato del Estado ("downsizing") y
la racionalización de todo tipo de recursos, por lo que se
recomiendan, políticas de recortes de plantillas de
personal, de
proyectos y de
presupuestos;
se promueven procesos de privatización de empresas y
"terciarización" de servicios públicos,
descentralización y desregulación, entre
otras.
Sin embargo, si bien podemos coincidir en la necesidad
ineludible de incrementar la eficiencia de la gestión
pública y hacer un uso más racional de los escasos
recursos disponibles en la mayor parte de los países
subdesarrollados, este elemento por sí solo no puede
resolver la crisis de legitimidad del aparato estatal. La
práctica en muchos países ha demostrado que
"achicar" y "recortar" no necesariamente generan eficiencia. Con
frecuencia los "ajustes" presupuestales y la interrupción
de proyectos en curso tienen un costo asociado y
un efecto negativo, tanto económico como social. (Cabrero,
1995:20)
La implementación de este tipo de reforma en
países de diferentes niveles de desarrollo ha mostrado el
fracaso de este modelo, al no
producirse un desempeño económico y social
satisfactorio, equilibrado, especialmente en los menos
desarrollados: si bien en algunos casos se han registrado avances
en indicadores
macroeconómicos, su efecto social ha resultado muy
negativo, con el incremento de índices de pobreza,
desigualdad y corrupción. (Oszlak, 2002). Evidencias
empíricas demuestran que un gobierno "empresarial", sin
frenos ni mecanismos fiscalizadores confiables, transparentes y
responsables desde el punto de vista ético, puede acarrear
consecuencias impredecibles a la sociedad y poner en crisis la
legitimidad política.
De ahí que se haya comenzado a retomar la
necesidad de reforzar el rol de Estado, partiendo de que "sin un
Estado eficaz, el desarrollo es imposible". (Banco Mundial,
1997). Desde esta perspectiva la Administración Pública se ha
convertido en un aparato ineficaz, incapaz de alcanzar objetivos,
metas, programas o proyectos. Se enfatiza entonces en la
necesidad de un Estado renovado y eficaz, equidistante tanto del
antiguo Estado Benefactor, sobredimensionado, burocrático,
lento y centralizador, como del Estado mínimo y mutilado
que proclama el radicalismo neoliberal.
Sin embargo, como señala Cabrero (1995),
sólo con identificar y proponerse alcanzar las metas
estatales no se resuelve la crisis de interlocución
Estado-sociedad: se puede contar con un aparato más
eficaz, aunque no necesariamente más legítimo ni
sensible a las demandas sociales.
En otras palabras, "la eficiencia económica y la
eficacia gerencial…no constituyen los únicos
valores que
orientan las decisiones y acciones
administrativas en el sector público" (Santana, 2003: 63).
Se evidencia que, por su propia naturaleza, el
Gobierno tiene que funcionar en un ambiente de
transparencia, abierto y sujeto a escrutinio de la opinión
pública y el electorado. Junto a la eficiencia y
eficacia deben primar valores de justicia,
equidad, responsabilidad
social, representatividad, rendición de cuentas, honradez
y austeridad en la gestión pública.
En el documento aprobado por la VII Conferencia
Iberoamericana de Ministros de Administración Pública y Reforma del
Estado celebrada en Madrid,
España,
en junio de 2005 se reconoce que "la innovación en la gestión estatal
para satisfacer las necesidades de los ciudadanos y especialmente
de los grupos más
vulnerables constituye un desafío singular y urgente. Las
relaciones entre el Estado y el
tercer sector, así como las demás formas de
promoción y participación de las
organizaciones, son mecanismos de emprendimiento
social que pueden contribuir significativamente a la equidad, la
integración e inclusión social."
(Consenso de Madrid, 2005).
No es fortuito entonces que otro de los prerrequisitos
indispensables que debe estar presente en los procesos de
modernización de la Administración Pública
en América
Latina, según analistas, sea el elemento de la
legitimidad. Aquí de lo que se trata en esencia es del
cambio de las formas de interlocución Estado-sociedad,
empleando diversos mecanismos que permitan un diálogo
fluido, comunicación, concertación y, sobre
todo, participación real de la comunidad. Esto,
por supuesto, no se limita a la participación política de los
ciudadanos vía elecciones o a la posibilidad de presentar
demandas, sino, sobre todo, a los procesos de gestión y
seguimiento de políticas y proyectos que se desarrollan, a
las formas colectivas locales de solución de problemas de
la ciudadanía.
Dicho en otros términos, participar es "tomar
parte" o "ser parte" de algo (Briceño, 2002), tener acceso
a espacios de poder, lo que
implica que junto con la capacidad de participar debe existir la
posibilidad de decidir, no sólo de manifestar intereses o
plantear demandas, sino de influir en la conformación y
manejo del bien común.
Al mismo tiempo, no se
trata de recobrar legitimidad a toda costa, con acciones
populistas o demagógicas, en búsqueda de apoyo
político de grupos
sociales. El proceso
deviene mucho más complejo, de interacción sostenida con la comunidad, del
que puedan generarse valores compartidos, reconocidos por todos y
aceptados como formas auténticas de participación.
Esto parece surgir como una exigencia creciente de nuestra
época, a la vez que se reconoce cada vez más
ampliamente la superioridad, en términos de efectividad,
de la participación comunitaria sobre las formas
organizativas tradicionales de corte vertical.
Participación
ciudadana y descentralización
administrativa.
Otro problema frecuentemente analizado es el relacionado
con la llamada crisis de representatividad del Estado
contemporáneo. Se afirma que los centros de
decisión se alejan cada vez más de los electores,
es decir, de los interesados, creciendo de forma intempestiva el
número de actores políticos organizados y de
niveles intermedios de gestión y solución de las
demandas populares, lo que provoca como consecuencia oleadas de
insatisfacción, descrédito y desinterés
político.
De ahí que uno de los retos más acuciantes
del Estado moderno sea crear vías, espacios, que propicien
la participación real de la ciudadanía en el
ejercicio del poder y, consecuentemente, lograr eficacia en la
gestión para la solución de los problemas
comunitarios, acercar a la base la toma de
decisiones sobre aquellos temas que afectan directamente a la
comunidad y convertir a los vecinos en sujetos de control directo
de la gestión, es decir, del poder. (Pérez,
2003)
Se trata entonces de un proceso de
descentralización de las decisiones a favor de los
órganos locales, los municipios, y con ello, de acercar el
poder a la base, como necesidad ineludible para el logro efectivo
de fines estatales con frecuencia reconocidos
jurídicamente.
Si embargo, el análisis de este tipo de
descentralización se extiende más allá del
acceso al poder, que como se ha señalado más
arriba, no se debe reducir a las vías electorales, sino
que se basa en la acción
ciudadana consciente, en los procesos de formulación de
políticas y en la toma de decisiones, a partir de la
consulta popular y de la elaboración de agendas que
contemplen las demandas ciudadanas. Ello, por supuesto, no
excluye la pervivencia de la representación para los
niveles intermedio y superior de decisión, en especial,
para la atención de aquellos asuntos de interés
más general, sino que supone en esos casos estrechar el
vínculo representante-ciudadano, activando o creando los
mecanismos de control sobre la autoridad
delegada o el mandato conferido.
Por consiguiente, la descentralización debe estar
dirigida a propiciar el poder del pueblo a través de la
institucionalización de mecanismos concretos de
participación, a fin de que el ejercicio del poder sea
realmente un derecho popular. De poco sirve una
conformación de voluntades si no se cuenta con canales de
expresión institucionalizados constitucional y
jurídicamente.
En tal sentido, la práctica cubana en este campo
muestra que,
más allá del ejercicio directo o a través de
representantes que se haga del poder, resulta imprescindible
reconocer jurídicamente los vínculos
representante-ciudadano, incluyendo los mecanismos de control, a
saber: determinación de la responsabilidad individual, rendición de
cuentas, posibilidad de revocación en cualquier momento
del mandato otorgado por incumplimiento, por que se defraude la
confianza o se excedan las cuotas de decisión reconocidas
o establecidas. (Pérez, 2003).
Por su parte, en su aspecto subjetivo o
ideológico, se exige la acción consciente del
Estado en la educación del
ciudadano sobre su función de
autogobierno, lo que presupone la formación de una
conciencia
política activa que le permita conocer cómo,
dónde, por qué y para qué participar. No se
trata de un proceso expedito ni exento de obstáculos.
Investigaciones desarrolladas en varios gobiernos
locales de países de América
Latina que se han propuesto crear espacios institucionales para
la participación popular, han chocado con escepticismo y
apatía de los ciudadanos, "acostumbrados al populismo, al
clientelismo, a no razonar políticamente, a pedir cosas".
(Harnecker, 2000: 5). Esta experiencia llevó a la
conclusión de que no toda asamblea era sinónimo de
participación, que las asambleas no eran productivas si la
gente no tenía la información adecuada, si no estaba
politizada, por lo que se decidió comenzar por
allí, por informar, politizar y desarrollar capacidades
para tomar decisiones.
Ahora bien, descentralizar funciones y
decisiones no significa reducir el papel del Estado, separarlo
del control económico ni de las funciones sociales que
debe desarrollar. Tal descentralización supone la distribución de los asuntos públicos
en dos niveles, para lo cual resulta imprescindible armonizar el
proceso descentralizador con la unidad de fines del Estado y su
fundamento. Es decir, ha de tenerse en cuenta que para el logro
de esa armonía, las relaciones funcionales entre los
órganos superiores y locales deben desarrollarse partiendo
del principio de que los inferiores estén bajo el control
de los superiores y que éstos últimos garanticen la
unidad estatal a través de políticas y normas de
carácter general y obligatorio que, lejos de limitar,
estimulen la iniciativa y responsabilidad de los órganos
locales en un actuar más autónomo. (Pérez,
2003).
En realidad, uno de los serios problemas no resueltos de
las democracias modernas es cómo conjugar el sistema
representativo con formas de participación popular que
mantengan permanentemente el flujo y el contacto entre
gobernantes y gobernados, que no quede limitada a las
campañas electorales, caracterizadas a su vez en muchos
países por altos índices de abstencionismo que
ponen en crisis la legitimidad de los gobiernos.
De ahí la importancia que le concedemos a la
necesidad de ampliar la capacidad decisoria de los gobiernos
locales, no solo en asuntos propios de su competencia, sino
en problemas más generales, de carácter provincial
o nacional. Para ello se hace imprescindible alcanzar determinado
equilibrio
centralización-descentralización,
que permita la activa participación de los entes locales
en las decisiones de los superiores, eleve el papel del ciudadano
como centro de poder y consolide el consenso activo como
expresión real de legitimidad de los gobiernos.
Múltiples experiencias demuestran que en la misma
medida en que la participación se fortalece y se
redimensiona el control popular, la efectividad de las
decisiones, así como lo eficacia en la solución de
los problemas y la satisfacción de las necesidades,
tenderán a aumentar. No es fortuito que organismos
internacionales insten a todos los Estados a fomentar una
democracia que "facilite el desarrollo de la equidad y la
justicia y aliente la participación más amplia y
plena de sus ciudadanos en el proceso de toma de decisiones y en
el debate sobre diversos problemas que afectan la sociedad".
(ONU,
2003).
Es evidente que la participación es un elemento
sustantivo de la democracia. Entonces la crisis de la democracia
y la gobernabilidad no pueden verse como fenómenos
aislados: uno presupone invariablemente al otro. Los Estados no
pueden satisfacer las demandas populares, las crecientes
expectativas de los pueblos, si no mantienen una retroalimentación constante, si el gobierno
no está obligado a tener en cuenta los planteamientos de
los ciudadanos. Por ello se dice que si quisiéramos saber
cuál ha sido el desarrollo de la democracia y de la
soberanía en determinado país, no se
debiera comprobar si ha aumentado el número de aquellos
con derecho a participar en las decisiones que les afectan, sino
si han aumentado los espacios en los que pueden ejercer este
derecho. (Pérez, 2003).
Dicho en otros términos, la democracia puede
convertirse en una realidad si fortalecemos la vida
política a partir de los órganos locales de
gobierno y, desde ellos, estrechamos los vínculos con los
ciudadanos y el Estado. La efectividad de la gestión de
los gobiernos locales está vinculada directamente con la
capacidad de cubrir expectativas y necesidades de la población local y de involucrar a la propia
comunidad tanto en la implementación como en el control de
las políticas sociales.
Eficacia y
legitimidad de la gestión local.
Mientras tanto, es en el municipio, parroquia, comuna u
otra forma de organización de base, el área
político-administrativa donde actúan directamente
las diferentes instituciones
y entidades locales, donde puede concretarse la
representación de intereses y la participación
política de la población en su heterogeneidad. La
efectividad social que alcance la gestión del gobierno
local se convierte con frecuencia en parámetro evaluador
del desempeño estatal, del consenso popular, así
como del grado de legitimidad del poder. Y es que el gobierno
municipal es irremplazable para conocer las necesidades, actuar
con rapidez en su gestión y lograr eficaz y
responsablemente una solución a problemas de la
comunidad.
La eficacia puede verse también incrementada con
la activa participación ciudadana que física,
política y estructuralmente está en mejores
condiciones para contribuir a la realización colectiva de
los fines del órgano de poder local, con la
satisfacción de determinadas necesidades de la comunidad a
partir de iniciativas propias y potencialidades. Ello incentiva
la responsabilidad ciudadana en la gestión de su propio
desarrollo, lo que en Venezuela
actualmente identifican con frecuencia como "desarrollo
endógeno".
Desde otra perspectiva de análisis, el desarrollo
de muchos pueblos se ve frenado por la presencia de instituciones
representativas en crisis, por la existencia de sistemas
electorales viciados o por el incumplimiento de los compromisos
asumidos, que distorsionan la voluntad popular, deslegitiman los
sistemas y sus gobernantes. Ha quedado históricamente
demostrado que los proyectos sociales y políticos son
más sostenibles en la medida en que sus beneficiarios se
comprometen con su formulación y puesta en
práctica, ya que no basta con una supuesta finalidad
popular de la democracia, es necesario perfeccionar
también las vías y métodos
para alcanzar esos fines. De ahí la necesidad de que cada
país deba adoptar un sistema institucional propio, que
garantice el pleno ejercicio democrático, a tenor de su
propia cultura y
tradiciones.
En la mayoría de los países de nuestra
área geográfica hoy es ampliamente reconocida la
existencia de un importante potencial de trabajo
voluntario que, de crearse las condiciones y encauzarse
adecuadamente, podría resolver muchos problemas
acuciantes. Se cuenta con múltiples ejemplos positivos de
iniciativas desarrolladas por sectores de la sociedad civil en la
solución de problemas locales, aunque se consideran
aún muy reducidos los avances reales en la
implementación efectiva de programas con altos niveles de
participación ciudadana en la gestión de sus
propios asuntos. (Harnecker, 2000). Siguen predominando las
decisiones impuestas desde arriba, donde los diseñadores y
decisores son "los que saben" y la comunidad acata y es objeto de
la acción. No faltan tampoco los casos en que se habla de
programas supuestamente participativos y en los que la
intervención comunitaria en la toma de decisiones es
mínima. Como apunta Kliksberg (2001): "El discurso dice
sí a la participación en la región, pero los
hechos con frecuencia dicen no".
Por último, si bien es cierto que la democracia
presupone la participación ciudadana, de los electores, en
los asuntos propios de la comunidad y de toda la sociedad,
también es imprescindible para ello desarrollar
vías que pongan a su alcance los conocimientos y
habilidades necesarios para hacerlo posible. Como regla, estas
habilidades se obtienen como resultado de una encauzada,
sistemática y progresiva educación que contenga
entre sus objetivos una amplia y sólida formación
cívica.
En esta dirección, la experiencia cubana ha
demostrado que el fortalecimiento de políticas
públicas que estimulen la participación
comunitaria, requiere a su vez del desarrollo de una conciencia
cívica ciudadana. Si se analizan de forma integral las
diferentes dimensiones que puede alcanzar su contenido y su
estrecha relación con la formación de valores y el
fortalecimiento de la legalidad, su
importancia se multiplica. Por su esencia, la educación
cívica entraña la preparación de los
ciudadanos para el cumplimiento de sus deberes y el
reconocimiento de los derechos propios y ajenos,
la promoción de los principios que
rigen la sociedad, su organización sociopolítica y
funcionamiento, así como el sentido de responsabilidad
individual y colectiva ante esa sociedad. (Pérez,
2003)
Desde hace algunas décadas ha quedado demostrado
con la práctica cubana que muchos de los logros alcanzados
en el plano social, cultural, económico, educacional o
asistencial, no hubieran sido posibles sin una amplia
participación de la comunidad. Desde la Campaña de
Alfabetización en 1961, que permitió erradicar el
analfabetismo
en el país, el desarrollo de campañas sanitarias,
los programas masivos de vacunación contra enfermedades
infecto-contagiosas, donaciones de sangre, recogida
de materias primas, censos de población, ayuda a ancianos
y discapacitados, lucha contra el delito, hasta los
más recientes programas sociales y para el desarrollo de
un alto nivel de Cultura General Integral en la
ciudadanía, involucran activamente a amplios sectores de
la población en su ejecución, desde la comunidad
hasta el nivel nacional.
Se ha demostrado además que los programas
sociales hacen mejor uso de los recursos, logran mejor sus metas
y crean autosustentabilidad si las comunidades implicadas
participan desde el inicio y comparten tanto la planificación y la ejecución, como
el control y la evaluación de los resultados alcanzados.
En nuestro caso se ha hecho evidente que la comunidad multiplica
los recursos escasos, sumando a ellos incontables horas de
trabajo voluntario, y es generadora de continuas iniciativas
innovadoras.
La presencia de la comunidad y del control social puede
además ser un medio efectivo de prevención de la
corrupción, mal que atenta permanentemente
contra las "buenas prácticas" de gestión en nuestra
área geográfica.
Por supuesto, aún queda mucho por hacer en el
campo de la participación y la legitimidad de la
gestión local. No siempre es conveniente estandarizar
formas y vías de resolver los problemas sociales que
incumben a colectivos y situaciones diferentes. La
estandarización puede llevar a la burocratización
de los procesos, en detrimento del desarrollo de la iniciativa y
la innovación.
En cualquier caso, la práctica en los
últimos años indica que en la medida en que la
participación ciudadana se fortalece, se descentraliza
poder, se incrementa la formación en gestión de los
funcionarios públicos, la formación cívica
de los ciudadanos, la cultura política y el control
populares, la efectividad de las decisiones de los gobiernos
locales, así como la eficacia en la solución de los
problemas y la satisfacción de las necesidades de la
comunidad, tienden a crecer, lo que a su vez, hace más
legítimos los Estados ante sus ciudadanos.. Ejemplos
tenemos en Latinoamérica. El caso venezolano es una
elocuente muestra reciente de ello.
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Pública. Vol. 33-34. Universidad de Puerto
Rico.
Datos del autor.
Antonio Iglesias Morell
Dr. en Ciencias
Económicas.
Profesor titular del Centro de Estudios de Técnicas
de Dirección del la Universidad de la Habana.
Coordinador de la Maestría en
Administración Pública.
Enero de 2006.