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Una guerra en el corazón de la naturaleza




Enviado por Geancarlo Alarcon



    1. Una isla en medio del
      hueco
    2. La delgada línea
      roja

    Estrenada casi al mismo tiempo que
    Salvar al Soldado Ryan (1998) pero con una voluntad y unos
    objetivos
    diferentes, incluso opuestos a los del film de Steven Spielberg,
    La delgada línea roja es una película
    atípica en el contexto del cine comercial
    norteamericano.

    El director Terrence Malick
    obvia de forma radical la defiende de los valores
    tradicionales y las características presentes en la
    mayoría de films bélicos, como el patriotismo (ni
    la bandera americana ni japonesa no aparecen en ningún
    momento), la descripción del ejército como un
    grupo de
    hombres unido y más o menos homogéneo que lucha por
    un mismo fin común (en el film prima en todo momento la
    individualidad, hasta el punto que la historia se constituye en un
    retrato coral de diferentes personajes), o la ideología y los valores
    morales de los ejércitos enfrentados.

    Aquí no hay buenos ni malos: americanos y
    japoneses luchan en una remota isla del Pacífico sin que
    el espectador conozca más que vagas referencias sobre la
    importancia estratégica de la isla de Guadalcanal o el
    desarrollo
    global del conflicto (2).

    El director rechaza de manera deliberada los
    tópicos más habituales de las superproducciones
    bélicas – presentes también en la novela
    homónima de James Jones en qué se basa la historia,
    que Malick utiliza como simple punto de partida – para construir
    un retrato a la vez monumental y intimista, físico y
    espiritual, de un grupo de personajes enfrentados a una
    situación límite. Subrayando (todavía
    más) el horror y el absurdo de todo conflicto armado, el
    cineasta sitúa la acción
    en los paisajes más bellos y idílicos nunca vistos
    en una película de estas
    características.

    Más que un film de acción y que una
    esteticista reconstrucción de un de los episodios
    decisivos del frente del Pacífico durante la Segunda Guerra
    Mundial (3),
    La delgada línea roja es un canto a la naturaleza, al
    ser humano en su pureza original, a la vez que una
    reflexión crítica
    sobre la maldad inherente a la condición humana y su
    tendencia a la autodestrucción.

    ¿Qué significa esta guerra en el
    corazón de la naturaleza? ¿Por qué la
    naturaleza lucha con ella misma?, se pregunta Witt (Jim Caviezel)
    al prinicipio del film. Más adelante, los pensamientos de
    otro soldado se superponen a las crueles imágenes
    del ataque de las tropas americanas a un poblado japonés:
    Esta terrible crueldad, ¿de dónde sale?
    ¿Como ha arraigado en el mundo? ¿De que semilla, de
    que arraigo ha nacido? ¿Y de quien es obra?
    ¿Quién nos mata?

    La guerra deshumaniza a las personas, las convierte en
    bestias insensibles, ensucia la naturaleza y destruye la pureza
    del mundo. Por esto, cuando el sargento Edward Welsh (Sean Penn)
    le dice a Witt que en el mundo un hombre solo no
    es nada – I no hay más mundos, sólo este, afirma –
    este le responde que él ha visto un mundo diferente: el
    mundo de la tribu indígena con la que ha intentado
    convivir, de la selva virgen, de los animales en
    libertad, el
    mundo de la Creación Original. La religión, entendida
    en este contexto como sinónimo de pureza, es decir, como
    una clase de
    estado
    espiritual original, se erige en protagonista de los pensamientos
    y reflexiones que, por boca de los diferentes personajes, Malick
    va introduciendo en la narración, rompiendo tanto la
    linealidad temporal del relato (los flash-backs con
    qué algunos soldados recuerdan momentos de su vida pasada)
    y confiriéndole uno aire
    poético y irreal. Las acciones se
    superponen, los personajes desaparecen o se diluyen y algunas
    situaciones no están claramente definidas, pero no se
    trata de un error ni tampoco de una construcción narrativa confusa y rebuscada:
    la acción y la progresión dramática de la
    historia cede todo su protagonismo a la naturaleza y a sus hijos,
    los hombres.

    Una isla en medio del
    hueco

    "Todo es mentida. Todo lo que sentimos, lo que vemos.
    Cuántas mentiras escupen! (…) Nos quieren muertos o
    viviendo su mentira. Lo único que puede hacer aquí
    un hombre es encontrar algo que sea suyo, crear una isla
    sólo para él"
    piensa por sí
    mismo Welsh durante un discurso a la
    tropa del capitán Charles Bosche (George Clooney). Sus
    palabras reflejan a la perfección no sólo la
    visión personal que
    Malick tiene del ejército y de la guerra, sino
    también los pensamientos, las actitudes y
    las reacciones de los soldados protagonistas del film. La
    ambición y la sed de gloria de la mayoría de los
    oficiales (el enloquecido personaje que interpreta Nick Nolte,
    por ejemplo), que sólo piensan en ganar batallas y
    redactar informes,
    contrasta de manera brutal con las dudas, los temores y los
    miedos de sus hombres, atrapados en un conflicto cruel y absurdo
    que no entienden ni pueden aceptar.

    Forman parte de un enorme colectivo humano unido con un
    único objetivo,
    derrotar al enemigo y ganar la guerra, pero se sienten
    sólos y desamparados, no tienen nada ni nadie dónde
    poder cogerse.
    "Nuestra destrucción beneficia a la Tierra,
    ayuda a que crezca la hierba o a que brille el sol?"
    , se
    pregunta Witt, sin obtener ninguna respuesta.

    Más adelante, los pensamientos de otro soldado
    subrayan el que Malick ya nos está explicando con las
    imágenes: "No hay nada que te haga olvidarla, aunque
    vuelvas a empezar de cero. La guerra no ennoblece a los hombres,
    los convierte en bestias, corrompe su espíritu".
    La
    soledad y el vacío de unos hombres obligados a luchar
    contra un enemigo que en realidad son ellos mismos – "La
    oscuridad tras la luz, el conflicto
    tras el amor, son
    el producto de
    una sola mente, las facciones de un mismo rostro"
    reflexiona
    uno de los soldados al final del film – los trae a refugiarse
    inevitablemente en ellos mismos.

    El mensaje de Malick, de este modo, trasciende la
    crítica de la guerra y la violencia,
    incluso la defiende de posturas pacifistas, para elevarse a
    terrenos filosóficos y metafísicos.

    La voz en off que cierra el film es muy significativa en
    este sentido: "Oh, alma
    mía! Déjame entrar en tí, mira a
    través de mis ojos, contempla las cosas que creaste, mira
    como brillan".
    Por más que los hombres se obstinen en
    destruirlas, la paz, la belleza, la felicidad, la pureza, siempre
    continuarán existiendo.

    (1) Nacido a Ottawa, Illinois, en el año 1942,
    Terrence Malick es una figura atípica y hasta cierto punto
    desconcertante en el contexto del cine norteamericano actual.
    Debutó en la dirección con Malas tierras (Bad
    lands, 1973), consiguiendo un importante prestigio y
    repercusión internacional con su segunda película
    Días del cielo (Days ofoff heaven, 1978), por la
    que obtuvo, entre otros, el Premio al Mejor Director del Festival
    de Cannes. Su obsesión por controlar todos los aspectos
    creativos de sus películas, no obstante, lo llevó a
    abandonar la dirección ante la imposibilidad de llevar
    adelante proyectos
    personales con total libertad. La delgada línea roja, un
    film que acariciaba desde medios de los
    años ochenta, es su tercera película en
    prácticamente treinta años.

    (2) El 7 de diciembre de 1941, el bombardeo de la base
    norteamericana de Pearl Harbour por parte del ejército
    japonés, aliado de Alemania en el
    Pacífico, supuso la entrada de los Estados Unidos en
    la Segunda Guerra
    Mundial y el inicio de la expansión japonesa por el
    sudeste de Asia. El
    conflicto por el control del
    imperio colonial asiático se alargaría casi cuatro
    años: tras los bombardeos atómicos de Hiroshima y
    Nagasaki, el 6 y el 9 de agosto de 1945, el gobierno
    japonés se vería obligado a firmar la
    capitulación delante de los Estados Unidos el 2 de
    septiembre del mismo año.

    (3) Guadalcanal, una pequeña isla del
    océano Pacífico, en el archipiélago
    independiente de las Salomón, se convertiría en uno
    de los puntos neurálgicos del frente del Pacífico
    de la Segunda Guerra Mundial al
    ser ocupada por los japoneses en el año 1942. La
    invasión japonesa motivaría una rápida
    contraofensiva del ejército norteamericano, que
    desembarcaría en la isla de Guadalcanal el mismo
    año, derrotando al ejército japonés pocos
    meses después. La delgada línea roja adapta
    libremente la novela
    autobiográfica de James Jones, que combatió en la
    zona durante el conflicto

    El coronel Tall (Nick Nolte) tiene una mision, tomar la
    colina 210,es una mision suicida que le dara ese ascenso tan
    esperado, pero sera a cuestas de las vidas a sus ordenes.El
    capitan Staros (Elias Koteas) se pronuncia en contra de las
    ordenes queriendo proteger a su escuadron, que se encuentra
    luchando edentro de si mismos como el sargento Walsh(Sean Penn)
    quien trata de mantener una mirado cynica pero que parece perder
    fuerza a cada
    instante cansado ya de tener que tratar mal a sus hombres para
    lograr ser respetado.

    En este nuevo momento de Cine y Trascendencia de Temakel
    les propongo una exploración filosófica y
    poética a propósito de un film trascendente y de
    altura artística como lo es La delgada Línea Roja,
    obra del afortunadamente atípico Terrence Malick. La
    Guerra del Pacífico es el inicio de un camino de regreso a
    las preguntas por las esencias de la naturaleza, la guerra, el
    mal, y el posible brillo que sobrevive en todo a pesar de las
    tormentas destructoras.

    LA DELGADA
    LíNEA ROJA

      Las armas gritan
    en la selva. El aire, antes leve, se espesa con densos sonidos de
    metralla. En los árboles
    retumban el enojo de los cañones. Un pájaro,
    pintado con la luz del día, cae  atravesado por el
    metal. Se desploman sus alas rotas sobre el rostro abandonado de
    un soldado muerto sobre los túnicas selváticas. La
    tierra verde y
    el ojo azulado del cielo escudriñan la tempestad guerrera
    que arrasa.

      ¿Pero la guerra es sólo la
    pesadilla asesina que inventan los hombres? ¿Está
    la guerra en el corazón de la naturaleza?, se pregunta el
    soldado Witt en el comienzo de una obra radiante, aunque su tema
    propiciador sea lo oscuro.

      En La delgada línea roja se despliegan una
    serie de figuras temáticas que hablan de la
    compenetración de los opuestos. La naturaleza de las islas
    del Pacífico son la exuberancia vegetal, la calidez
    tropical, la belleza exaltada que irradia brisas del
    paraíso, de santuario plácido y abundante. Sin
    embargo, la isla paradisíaca se compenetró con su
    opuesto: la guerra de la creatura caída, sin
    paraíso, sin los timbales del regocijo a su alrededor.
    Compenetración de contrarios: naturaleza
    paradisíaca y guerra infernal. Tal es lo que
    aconteció en la llamada Guerra del Pacífico durante
    la segunda guerra mundial. El combate entre japoneses y
    norteamericanos escupió letal granizo de balas sobre
    muchas islas del gran océano cuyo nombre se lo debe a
    Magallanes. 

      Guadalcanal es una de las Islas Salomon.
    Allí, en 1942, el ejército del entonces Imperio del
    Sol Naciente extendió sus garras. A los pocos meses, los
    norteamericanos invadieron la tierra abrazada por el mar. Tras
    una batalla especialmente sanguinaria, los japoneses fueron
    derrotados.

      James Jones era uno de los soldados que
    atacó a los orgullosos descendientes de los samurais.
    Luego, escribiría una novela en la que Terrence
    Malick se inspirará para su felizmente extraño film
    en el cine de guerra norteamericano. Conocida es la
    condición de rara avis de Malick. Además del
    film que consideramos, en alrededor de treinta años
    sólo realizó dos obras más (Malas Tierras y
    Días del Cielo). Optó por la independencia
    y por el deseo de altura antes que por el brebaje engañoso
    de una rápida fama.

      La obra de Malick es una aventura entre esencias.
    Lo esencial siempre subyace a las apariencias exteriores, a la
    realidad ya absorbida y domesticada. Ver una esencia demanda
    auscultar lo disimulado, trazar la radiografía de una
    realidad habitualmente no pensada. En tantos films
    bélicos, la guerra ruge. Pero no es meditada. No es
    radiografiada. Con audacia poética, La delgada
    línea roja desciende a la esencia de la guerra, del
    mal, de la naturaleza y del individuo
    zaherido de angustia.

      El personaje que lidera la percepción
    de las esencias es el soldado Witt (Jim Caviezel). Como el
    coronel Kurtz en Apocalipsis Now, es miembro de una maquinaria de
    guerra y, a la vez, padece la nostalgia de lo arcaico y
    originario. Pero, a diferencia del militar interpretado por
    Marlon Brando, Witt no busca romper completamente su
    vínculo con su cultura madre.
    No en vano este personaje es quizá la máxima
    encarnación de lo heroico en La delgada línea roja.
    El héroe mítico viaja al otro mundo. Pero para
    volver luego al regazo de su tradición cultural y difundir
    su mirada especial de la vida. El héroe vive en dos
    mundos. Es el puente viviente que une lo natural u originario y
    el universo
    civilizado aherrojado de conflictos.

       Witt conoce el otro mundo del
    paraíso tropical de las islas. Convive con una tribu
    melanesia. Late en un tiempo otro. En esa otredad medita. Evoca
    el pasado como forma de comprensión del propio dolor. Y
    recupera el poder de trascendencia que poseen las preguntas
    esenciales. Muchos de esos interrogantes brotan en el devenir de
    la obra. En el paraíso originario, Witt recupera las
    preguntas y la meditación como el don que abre puertas en
    secos y gruesos muros. En la proximidad con lo arcaico lo precede
    un cocodrilo que se sumerge en las aguas. Es la primera imagen del film:
    lo prehistórico, lo prehumano, el fiero animal que se
    diluye en las aguas, símbolo de lo hondo y primario, de la
    fuente de lo vivo. 

       Al regresar a su ejército, a su
    cauce cultural, Witt narra su visión del mundo otro al
    sargento Welsh (interpretado por el siempre convincente Sean
    Penn). La naturaleza-plenitud en oposición a la
    guerra-aniquilación se extiende al enfrentamiento entre
    Wesh, el que dice no ver, el que asegura que la vida es un
    quejido solitario, y Witt, el de la visión de los dos
    mundos, el de la fe que por los ojos humanos puede correr
    todavía un viento fuerte y puro.

      Witt intuye la violencia de la Naturaleza. Sabe
    que dentro de la selva, dentro de la Gran Madre, vive la muerte que
    nos captura. El aguijón que nos asesina. Pero
    también "la fuente de la que todo nacerá". El mundo
    natural mata y da nueva vida. El poder resucitador de la
    naturaleza también concede dones espirituales para sus
    hijos humanos: la gloria, la piedad, la paz, la verdad. Esto
    afirma la voz en off de un soldado. En la vida que renace, en lo
    vivo cerca de la fuente,  fosforece "el coraje, el
    corazón contento, lo que calma al espíritu". La
    naturaleza es cómplice de la caída y muerte de las
    formas vivas. Pero, asimismo, devuelve sin descanso lo vivo. Y el
    calor de la
    embriaguez humana por la gloria.

      Desde la narración fílmica y
    poética, guerra y naturaleza comienzan a ser meditadas en
    su compenetración. Y también aflora una mirada no
    cotidiana sobre lo humano. Lo habitual dice que los hombres son
    la jungla de los seres separados, candelabros independientes en
    un frío espacio de distancias. Pero Malick profesa la
    magia que toca a los hombres para convertirlos en un ser uno. Una
    nueva voz en off manifiesta: "Quizá todos los hombres
    tengan una sola alma. ¿Acaso todos los rostros no son
    parte de un solo ser? ". Regreso a la creencia antigua,
    hinduista: todas las almas emergen de un solo ser. Los yoes son
    los distintos rayos de un único sol. Creencia
    también de los estoicos, de Schopenhauer,
    Emerson y Borges. La unidad
    de la humanidad disipa las diferencias individuales
    aparentes.  

      Esta percepción de lo humano dimana del
    decir y pensar de un solo ser colectivo, un solo sujeto coral
    que, mediante la voz en off, fluye en el film. Witt es quien
    experimenta la sospecha del ser único, del sujeto que
    integra a los hombres; Witt entreve la pertenencia de todos los
    destinos al anillo de una sola identidad

      La creencia en la unidad de los hombres es salto
    religioso. El yo antes confinado a su solitaria individualidad,
    ahora se religa con un único sujeto universal. Pero la
    postulación del único hombre se compensa con la
    gravitación en el film, y en la existencia corriente, de
    su opuesto, del individuo replegado en su particularidad, en su
    soledad, en su separación del entorno y de los otros
    humanos. Welsh es quien experimenta nítidamente el agobio
    de la individualidad encarcelada. El hombre que
    "se hace isla" y que, entre las dentelladas de la guerra,
    sólo depende de sí mismo para su supervivencia.
    Frente al discurso a la tropa del capitán Charles Bosche
    (George Clooney), piensa en la falsedad de la guerra, en su gran
    mentira,  y en la única esperanza de la
    salvación individual. Welsh no cree en un cielo
    trascendente como Witt. Es el individuo sin fe en algún
    fuego que brille por encima de lo personal. El sujeto sin la
    audacia irracional de la religión está destinado a
    ser piedra que cae en su propio abismo.

      Salto religioso es el pasaje del yo-isla al
    sujeto único. Y también lo es la sensibilidad ante
    la maravilla de la pequeñez, aun en la turbulencia. En
    medio de la batalla  un soldado observa y acaricia una
    diminuta flor. Entre las escenas de destrucción, el
    director se detiene en un pequeño pájaro moribundo,
    herido por las dagas de las bombas.  

       Junto a los saltos religiosos, en el film
    aflora el mal, de manera nítida, en las acciones del
    coronel Gordon Tall (protagonizado magistralmente por Nick
    Nolte). Es el militar que no aspira a la gloria, sino al éxito
    profesional, al ego laureado por ascensos y medallas. Para este
    fin, Tall no duda en manipular a sus soldados, en exponerlos a
    una muerte segura si esto lo acerca a la victoria.

    Su opuesto es el capitán Staros, el yo que
    protege paternalmente a sus hombres, el que privilegia la vida
    antes que el obsesionado logro personal. En la superficie, Gordon
    Tall es quien, mediante su propia elección, practica una
    razón instrumental, un continuo determinar los mejores
    medios para los fines preestablecidos. Pero el instrumentalismo
    manipulador de Tall no es el resultado de su singularidad
    individual sino de la confirmación de un patrón
    tradicional de la guerra como explotación de los
    cuerpos  vejados. La violencia bélica en la historia
    es productora de mutilaciones, vejaciones, muerte de los
    cuerpos.

    La guerra suele ser el instrumento de afirmación
    de una minoría. Los cadáveres que vomita la
    guerra crean beneficios para los grupos que, entre
    los vencedores, acaparan el poder político o
    económico. Lo bélico nunca, o casi nunca, es culto
    sincero del estado-nación,
    de la patria. A primera vista, el coronel es la
    personalidad autodeterminada, el que se autogobierna y
    gobierna a los otros. La autoridad que
    marca y
    dispone. Pero, en realidad, él es quien repite pasivamente
    la tradicional figura de la guerra como utilitaria
    vejación de los cuerpos.

       Gordon Tall patentiza el mal del dominio
    instrumental de los seres. ¿ Pero lo maligno no oscurece
    también lo amplio, lo vasto del espacio?  ¿La
    guerra misma no es mal inútil para la propia realidad? En
    una de las emergencias de la voz colectiva, un soldado, que es
    todos los soldados y el único sujeto, se pregunta si acaso
    la guerra podrá fertilizar el suelo o hacer que
    brille el sol. Si la naturaleza mata para seguidamente dar nueva
    vida, la guerra sólo destruye. No devuelve lo que quita.
    Su potencia
    destructora no crea nuevas semillas en la tierra.

       Asimismo, en la narración de la obra
    el tiempo se transforma y abandona su corriente linealidad. En La
    delgada línea roja, el tiempo no es sólo el que
    fluye hacia adelante. Es también un impulso de retroceso y
    una temporalidad circular más amplia, sutil, como
    observaremos. El volver al atrás se consuma mediante
    repetidos flashback protagonizados por el soldado Bell,
    quien recuerda con ansiedad y deseo la esposa que quedó en
    la tranquila lejanía de la patria. La interpretación psicologizante se hace
    inevitable en un principio. El presente se fisura y la memoria
    devuelve al soldado al pasado como forma de autoconsuelo, como
    avidez por escapar de la violencia opresiva del combate mediante
    los tulipanes apacibles de bellos recuerdos. Pero el regreso a
    escenas de placer e idilio dice algo más. Anuncia la
    comprensión intuitiva de que la evocación de la
    belleza sobrevive aun en un ser devastado. El aire esmaltado con
    colores
    iridiscentes, un espacio poético, renacen en la guerra no
    sólo por la necesidad de evasión de un soldado. Lo
    bello subsiste porque palpita en napas hondas, más abajo,
    o más allá de cualquier estridencia destructora. El
    regreso al pasado bello no es únicamente el evento
    psicológico de un ser abrumado. Es también la
    comunicación con la belleza que perdura.

      Y junto al tiempo del retroceso y a lo bello, en
    el film se despliega una temporalidad circular menos notoria.
    Como ya dijimos, en el comienzo es el cocodrilo, lo
    prehistórico y arcaico que se sumerge en el agua. Y,
    luego, en una de las últimas imágenes, una
    planta  emerge lozana y triunfante en una playa. Al
    comienzo, la inmersión en lo extraño, en lo
    originario y lo esencial. Al final, la vida que continua brotando
    del agua luego de
    tanto horror. El círculo del tiempo que comienza en el
    agua originaria, tras la guerra se extiende hacia la vida que
    victoriosa reaparece. Es el renacer a pesar de las tormentas que
    matan.

      Y en el tumulto de la violencia extrema, el
    hombre pierde su forma, como ser vivo que se mueve por sí
    mismo. Esta pérdida permite al hombre que devenga una
    figura híbrida, que se entremezcla con la tierra. Luego de
    un momento recio de la batalla, Witt contempla el rostro de un
    japonés que brota del suelo. Tras la muerte de su forma
    corporal, de su cuerpo que vivía y se movía, ahora
    es hombre que sobrevive en la humedad terrestre. Es rostro humano
    cuyo nuevo cuerpo es la fértil materia
    terrenal. Para la mirada artística, las cosas pierden su
    forma corriente y se refundan. El cadáver del soldado se
    refunda en rostro-tierra. 

      La pérdida de la forma corriente es
    solidaria con el regreso a una realidad flexible, una realidad
    capaz de oscilar entre lo sólido y lo gaseoso. Tal como
    ocurre con la niebla. Es dentro de un espeso banco neblinoso
    donde ocurre el ataque más decisivo y riesgoso a las
    posiciones japonesas. En la niebla todo se vela y oculta. Lo
    real  se metamorfosea entonces en algo incierto y suspendido
    en una frontera entre
    la realidad sólida y palpable y algo más
    etérico, sutil. Otra figura más de
    transmutación de lo habitual.

      En el desenlace de su historia, Witt oficia una
    vez más como guardián de la trascendencia. Witt se
    ofrece como voluntario para explorar el terreno luego de la
    pérdida de la comunicación con las fuerzas propias que se
    mueven aguas arriba de un río. Allí, solo, se
    enfrenta con tropas japonesas de elite. Sabe que es indispensable
    retrasar al enemigo para que no descubra a unos desguarnecidos
    regimientos norteamericanos que esperan aguas abajo. Witt es
    atrapado. Se le ordena que arroje su rifle. La racionalidad
    indica la conveniencia de obedecer. Pero la predestinación
    heroica inhibe a Witt para el acto esperable, convencional.
    Presiona entonces a sus captores para que perforen su pecho con
    una certera bala. Consuma así un calculado sacrificio.
    Morir para que los otros sean. El instante más alto y
    arquetípico del aprendizaje de
    supresión de la propia individualidad. Witt se deja morir
    para que prevalezca la identidad del conjunto, de la comunidad de sus
    compañeros de armas. El héroe ha cumplido su
    misión.

      Y el ser heroico es el que siempre halla un
    sentido. En un descanso del combate, la voz de un soldado narra
    la historia de un ave moribunda. Frente al dolor del animal
    emplumado, alguien encuentra la confirmación de la lenta
    muerte del sol; otro, en la resistencia del
    pájaro en sus últimos estertores halla la gloria.
    El héroe descubre los estandartes de un cálido y
    vivo mediodía aun bajo la frialdad del
    lodo. 

      Y el creador de La delgada línea roja
    también. 

      Es el tiempo del regreso. Un soldado se embarca
    para abandonar el infierno en el paraíso y volver a un
    espacio seguro. El
    día recita canciones de luz. Las sonrisas del sol saltan
    entre los remolinos espumosos del agua. Serpientes blancas
    acompañan el barco en el mar. La isla 
    empequeñece en la lejanía su pecho de plantas y
    rocas. Y una
    última voz corre por el azul y la humedad
    oceánicas: "Oh, alma mía. Déjame entrar en
    tí, mira a través de mis ojos, contempla las cosas
    que creaste, mira cómo brillan. Todo brilla".

      A pesar de todo, brilla la jungla donde los
    soldados murieron. Brilla el viento que frota las cosas. Brilla
    la angustia. Brilla luego de tanta oscuridad el único
    hombre que mira, sin comprender, las grietas de la
    tierra. 

     

     

    Geancarlo Alarcon

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