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El sujeto artificial y la mistificación de la experiencia: de la tecnología del conocimiento a las industrias culturales




Enviado por Juan Miguel Aguado



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Monografía destacada

     

     

    ABSTRACT

    El presente texto pretende
    trazar una línea de continuidad entre la
    configuración de un sujeto cognitivo universal como
    proyecto
    característico de la racionalidad moderna y el sujeto de
    las industrias culturales como usuario de marcos experienciales
    preconstituidos. Para ello, se propone en primer lugar un
    desplazamiento de la información a la experiencia como concepto
    observacional, planteando ésta como escollo último
    del proyecto formalizador de la modernidad. Las
    conexiones entre, por un lado, la dimensión instrumental
    de la tecno-ciencia (y su
    imagen
    mitológica presente en las prácticas
    socioculturales) y, por otro, la economización del mundo
    social (y, en especial, de los contextos y procesos de
    producción de la identidad)
    adquieren así especial relevancia, por cuanto la
    formalización de la experiencia es trasladada del
    ámbito de la racionalidad instrumental científica
    al del consumo.

    «You have the look of a man who accepts what he
    sees because he is expecting to wake up
    ».
    Morpheus The Matrix

    Palabras clave:

     · estudios ciencia-tecnología-sociedad

     · filosofía

     · medios de
    comunicación

     · posmodernismo

     · simulación

     

    1. El sueño de la
    modernidad produce máquinas

    La vinculación entre experiencia y
    tecnología no es, ciertamente, patrimonio
    exclusivo de la modernidad (Farrington, 1974). A lo largo de los
    siglos los productos
    humanos en la forma arquetípica de la máquina
    (herramienta-autómata) han servido no sólo para
    intervenir tanto en el entorno como en el núcleo de la
    vida social, a la manera de la clásica concepción
    baconiana, sino también –acaso sobre todo–
    para representar y, en última instancia, comprender
    aquello que no derivaba directa y necesariamente de la actividad
    humana. El sueño de la mecanicidad de lo no
    mecanizable
    traspasa así el pensamiento
    occidental, de los criados de Hefestos en la Grecia de
    Hesíodo a los autómatas jugadores de ajedrez del
    siglo XVI, del Golem al monstruo de Frankenstein, de los
    oráculos a las computadoras.
    La máquina se prefigura como el modelo –en su
    doble dimensión de aquello que imita y representa, en un
    extremo, y aquello que debe ser imitado, en el otro– por
    excelencia de la relación entre sujeto y mundo que
    articula el eje del pensamiento occidental (Mumford, 1982;
    Mattelart, 1995; Gutiérrez y Aguado, 2001).

    Sin embargo, pese a traspasar el curso del pensamiento
    occidental sobre la relación entre el hombre y el
    mundo, abarcando con ello la relación del hombre consigo
    mismo en el doble dilema de la naturaleza
    individual y de la colectividad, la máquina sólo
    aparece como mito en los
    cimientos de la modernidad (Mumford, 1982). La transversalidad
    cultural de la máquina adquiere, a las puertas de la
    modernidad, su duplicidad característica: la que separa la
    mecanización de los actos de la mecanización de las
    ideas.

    Extrapolando el planteamiento de Hacking (1996) respecto
    del pensamiento científico, el sueño de la
    modernidad entronca con sus orígenes por la vía de
    una aplicación recursiva sobre los extremos de la
    intervención y la representación.
    Soñamos autómatas de la intervención (de la
    acción)
    y autómatas de la representación (del pensamiento):
    pensamos máquinas
    que hacen y máquinas cuyo hacer es el que nos define como
    humanos, mecanizamos la naturaleza y, en tanto naturaleza,
    soñamos la mecanicidad de lo que somos.

    Los cimientos de la modernidad construyen la idea del
    progreso sobre el ejercicio recursivo del primero de estos
    sueños: primero representamos la acción mecánica (técnica), finalmente,
    intervenimos en su producción (tecnología).
    Pensamos los autómatas de la acción (en las lenguas
    eslavas, robot es la raíz común que denota
    trabajo’) hasta ser capaces de realizarlos.
    En extensión consecuente del sueño de la
    modernidad, los cimientos de la tardomodernidad construyen la
    idea de redención sobre el ejercicio recursivo del segundo
    de los sueños de occidente: primero pensamos la
    automaticidad del pensamiento; ahora –se afirma o se anhela
    implícitamente– nos hallamos a las puertas de
    realizarla.

    En ese proceso, el
    centro de gravedad de las estructuras
    sociales del conocimiento
    (ciencia, filosofía, economía, ética y
    estética) se ha desplazado paulatinamente
    del pensamiento de la mecánica a la mecanización del
    pensamiento
    . El nexo de unión entre ambos extremos lo
    constituye la problemática de la percepción, a medio camino entre el mundo
    de la pura acción (los sentidos son
    así propuestos como ‘herramientas
    naturales’) y el mundo de las ideas (la tradición
    empírica asocia los sentidos a la fundación del
    acto de conocer) (1). La ambivalencia del trinomio
    tecnología-percepción-conocimiento aparece
    inmejorablemente ilustrada por la vinculación entre dos
    fórmulas conceptuales de la tecnología
    aparentemente distantes: de la tecnología como
    ‘extensión de los órganos’ que
    acuñara Bacon a la ‘tecnología como
    extensión de la conciencia
    individual’ planteada por De Kerckhove (1999b) pasando por
    la ‘tecnología como extensión de los
    sentidos’ acuñada por McLuhan (1996) hay todo un
    camino que culmina en el éxtasis de la tardomodernidad:
    los medios de
    comunicación y las Nuevas
    Tecnologías de la Información.

    Ciertamente, la prevalencia de la intervención
    sobre la representación se ha invertido en los
    últimos años: de la intervención en el mundo
    como requisito para su modelización hemos pasado a la
    modelización del mundo como requisito para la
    intervención. Sólo así resulta posible
    explicar la incorporación de la modelización como
    procedimiento
    de validación científica: ya no es sólo
    válido aquello que se puede demostrar, sino,
    esencialmente, aquello que se puede representar (en tanto en
    cuanto el procedimiento de representación se halle, a su
    vez, validado por su mecanicidad).

    A la postre, no hablamos ya del conocimiento de las
    tecnologías, sino, inversamente, de las tecnologías
    del conocimiento. Los temas de la información y el
    conocimiento se han trasladado, a lo largo del siglo XX, de
    la esfera de las ideas a la esfera de la tecnología, de la
    esfera de la comprensión a la esfera de la gestión. Y, sin embargo, la
    entronización del binomio información-conocimiento
    como concepto observacional que viene, en fin, a restituir aquel
    mito del progreso que antaño abanderara la sencilla
    máquina de vapor, arroja serias cuestiones a
    propósito de sus condiciones de posibilidad y de sus
    consecuencias.

     

    2. El ensueño
    tecnológico

    La tecnología se erige en el cruce de espejos de
    la modernidad: en ella se miran la ciencia y
    la política,
    la razón y la fantasía, la economía y la
    estética, el individuo y la
    colectividad, la contención y la desmesura. El
    ensueño tecnológico de la modernidad devuelve la
    técnica al mito. En sus orígenes, la singularidad
    del pensamiento occidental consistió, como ha afirmado
    Farrington (1974), en introducir la racionalidad en la
    comprensión de los procesos naturales, de modo tal que los
    procesos técnicos devenían copias o imitaciones de
    los procesos naturales:

    «La inspiración fundamental de los milesios
    fue la noción de que todo el universo
    actuaba en la misma forma que las pequeñas porciones
    conocidas por el hombre. Los vastos fenómenos de la
    naturaleza, aterradores en su regularidad o en su capricho, en
    sus beneficios o en su potencia
    destructora, habían pertenecido al dominio del mito;
    ahora se los contemplaba como no esencialmente distintos de los
    procesos familiares al labrador, al cocinero, al alfarero y al
    herrero. Tal cosa suponía, por un lado, un recio
    desafío a la majestad de los fenómenos celestes, y
    por el otro, una repentina exaltación de la inteligencia y
    poder del
    hombre. Todas las técnicas
    humanas adquirieron un doble carácter; seguían siendo los
    métodos
    tradicionales aceptados para lograr algún mezquino fin
    práctico, además resultaban una revelación
    de la verdadera naturaleza de los fenómenos del cosmos.
    Los procesos indagados por los hombres en la Tierra eran la
    clave de toda la actividad del universo»
    (Farrington, 1974:27).

    El principio de conexión a la vez
    heurística y funcional entre naturaleza y técnica
    no sólo asentó la condición de posibilidad
    del pensamiento científico, sino que hizo posible, en los
    términos utilizados por Bacon, la escisión entre
    natura libera y natura vexata, entre la naturaleza
    como ámbito de conocimiento, contemplación y
    comprensión, y la naturaleza como ámbito de
    acción, control y
    dominio:

    «Buscamos no sólo una historia de la naturaleza
    tal y como existe, libre y sin limitaciones, cuando cumple
    espontáneamente sus tareas. […] Buscamos mucho
    más la historia de la naturaleza aprisionada y
    restringida, es decir, de la naturaleza desprovista de su
    estado
    original, dominada y modificada por las artes y la voluntad del
    hombre» (Bacon, F.: Distributio Operis, Cit. en
    Ibid.:54).

    La técnica permite, a los ojos del precursor
    conceptual de la revolución
    industrial, el encauzamiento de la naturaleza precisamente
    porque la técnica permite el conocimiento de la
    mecánica íntima de ésta. La máquina
    es así, como decíamos, un modelo de la
    naturaleza en su doble sentido: la máquina reproduce la
    mecánica íntima de lo natural y, con ello, lo
    inserta en el corazón de
    la vida del hombre. La tecnología constituye el
    dispositivo de socialización la naturaleza
    . Si la
    introducción de la racionalidad en la
    comprensión de los procesos naturales había
    permitido separar la tecnología del mito, la
    introducción de los procesos naturales en la
    comprensión de la racionalidad devuelve la técnica
    al corazón del mito. La tecnología resulta
    así ser, antes que nada, una epistemología de la naturaleza con
    ambiciones totalizadoras. En este sentido, Descartes y
    Locke apuntan lo que Kant realiza: la
    inauguración del sujeto trascendental kantiano instituye
    el principio de formalización de la subjetividad que
    traspasa el Occidente moderno como una espina dorsal. La paradoja
    primera de la modernidad consiste, pues, inicialmente, en que la
    máquina se separa del mito para garantizar el conocimiento
    de la naturaleza y, con ello, se constituye en mitología de la naturaleza. La
    tecnología se transforma en mitología de la
    naturaleza (Duque, 1986; Aguado, 2000) y con ello se extiende a
    los procesos simbólicos que caracterizan la dinámica social. Con todo, la distancia
    entre la formalización del sujeto (inicialmente cognitiva
    y sensorial) y la formalización de lo social se mantiene
    en tanto en cuanto la interacción entre individuos se muestra
    impermeable a la mecanización: el cogito cartesiano y la
    moderna entronización del individuo como centro de
    gravedad del sistema de ideas
    a través del cual se accede al mundo impermeabilizan el
    axioma de la irreductibilidad de la experiencia individual. Al
    menos hasta la aparición de la masa y el éxtasis de
    la lógica
    productiva. Así, el logro tecnológico de la
    cultura de
    masas, según intuyeron Simmel (2001), Benjamin (1973) o
    Adorno (1972),
    consistirá precisamente en la disolución de esa
    distancia mediante la formalización de la
    experiencia.

    En ese proceso recursivo que marca la
    transición moderna entre el conocimiento de la naturaleza
    por la tecnología y la tecnología de la naturaleza
    por el conocimiento, hay, sin embargo una variable decisiva, sin
    la cual no hubiera sido posible aquel desencantamiento del mundo
    sobre el que Weber
    diseñó la comprensión de nuestras sociedades: la
    consolidación de la economía como ámbito
    fenoménico de referencia en los procesos sociales o, en
    otros términos, el acoplamiento operacional entre la
    lógica tecnológica de la eficacia y la
    lógica económica de la productividad.

    Una consideración adecuada de la centralidad de
    lo económico como esquema regulador de la relación
    sujeto/mundo exige no sólo atender a la tecnología
    en su doble dimensión de producto
    científico y de recurso económico, sino,
    básicamente, comprender la tecnología
    simultáneamente como una ciencia de la producción y
    como una economía de la posibilidad
    .

    Nunca antes de la modernidad habían adquirido los
    conceptos de producto y posibilidad una centralidad tan radical
    respecto de la fenomenología de la tensión entre
    individuo y sociedad. La
    propia construcción del individuo sobre la idea de
    propiedad y la concepción de la sociedad como
    entramado funcional tanto en la idea de civilización
    (Mumford, 1982) como en las teorías
    del contrato social
    (Aguado, 2003) (2) aparecen como rasgos esenciales de la
    comprensión de la modernidad. En suma, el paso del siglo
    XIX al XX supondría la confirmación de lo que tanto
    Marx como
    Adam Smith
    habían expresado en formas diferentes, pero convergentes
    al fin: la economización (acaso tecnologización en
    un sentido amplio) de lo social. Donde antes la emergencia de lo
    social remitía a estructuras sacrificiales (lo divino, la
    nación,
    la razón de Estado o la razón humanista —el
    contrato
    social—), a partir del siglo XVIII comenzaba a instituirse
    un mundo cuya forma se desplazaba del mito edípico al
    narcisista, del sacrificio a la envidia (Dupuy, 1998) y donde
    homo faber y homo sapiens tendrían la
    posibilidad de reconciliarse definitivamente en el nuevo homo
    oeconomicus
    (Dumont, 1987).

    El mundo adquiría, en virtud de esa doble
    divergencia mitológica (entre Prometeo y Orfeo, primero,
    entre Edipo y Narciso, después) una forma esencialmente
    paradójica: producto de sus propias relaciones de
    producción. Una idea de producción, por otra parte,
    que excede necesariamente el productivismo economicista marxiano
    para incorporar la virtud/virtualidad creativa de la
    poiesis aristotélica y, con ella, la
    estética del mundo social. La producción
    técnica deja paso a la técnica de la
    producción; la tejné como procedimiento de
    reproducción de la naturaleza cede su lugar
    a la poiesis como procedimiento de producción en el
    seno de lo social. Se trata, al fin, de la producción de
    lo social como una segunda naturaleza (Subirats, 1997;
    Echeverría, 1999). La producción deviene
    así, sobre todo y por diversos medios, producción
    de sentido y, en consecuencia, de sujetos enfrentados a/desde
    formas específicas de construcción de objetos. La
    modernidad nace con la tecnología como dispositivo de
    producción de objetos técnicos y se transforma
    cuando la tecnología deviene dispositivo de
    producción de sujetos y prácticas sociales
    (Gutiérrez y Aguado, 2001).

    El abandono de las estructuras sacrificiales de lo
    social tanto como la reconciliación del homo faber
    con el homo sapiens obedecían a un retorno de la
    idea de producto como mediador entre el hombre y el mundo, en
    parte sujeto, en parte objeto, punto de encuentro para las dos
    caras del viejo paradigma de
    occidente: sujeto y mundo.

    Por otra parte, la centralidad de la producción
    característica del proceso de
    economización-tecnologización a que nos referimos
    otorgaba un protagonismo inusitado a la ubicación
    temporal: la fractura entre pasado, presente y futuro se ahondaba
    en una doble vertiente que constituirá el objeto del
    siguiente epígrafe: la presentización del pasado,
    en un extremo, y la presentización del futuro, en el otro.
    El vértigo de desplazamiento hacia el futuro parece
    encontrarse, en este sentido, íntimamente ligado a la
    dinámica de producción y a la configuración
    de la economía como fenómeno social de
    referencia.

    En este contexto el territorio de la probabilidad,
    junto con la gestión y la planificación, se traslada de la metafísica
    a la ciencia, encontrando acomodo en la nueva episteme
    modalizadora: del mismo modo en que la técnica se perfila
    en las condiciones de posibilidad de la modernidad como modelo de la
    naturaleza (y, por ello, como herramienta para su
    conocimiento/control), el modelo (o la técnica de la
    representación mecánica y universal) se perfila en
    los albores de la tardomodernidad como tecnología del
    conocimiento. El dilema de la representación efectiva como
    condición de verdad, inserto en el corazón de la
    tecnología, se resuelve en el principio de la posibilidad
    como condición de verdad. Una posibilidad que, no lo
    olvidemos, se inscribe en la lógica de producción
    bajo la forma de la frecuencia: la posibilidad es al avatar
    epistemológico de la frecuencia estadística; la frecuencia
    estadística es el avatar económico de la
    reproducibilidad mecánica
    . De ahí a la
    representación formal como condición de
    posibilidad, que caracterizará a nuestras sociedades del
    espectáculo, no hay más que un paso.

     

    3. Tecnologías del
    sujeto

    El trasfondo epistemológico del itinerario
    científico-tecnológico y su intersección
    moderna con la lógica económica de la
    producción nos ofrece los caracteres de un proceso de
    transformación por el que el sujeto social deviene al fin
    producto de su propia actividad productiva. La concepción
    baconiana de la tecnología como extensión
    orgánica recibe hoy su correlato en la concepción
    sociobiologista de la técnica como salto evolutivo. Al fin
    y al cabo, el sentido último de ‘organizar’ no
    es sino el de transmutar los objetos del entorno en
    órganos. Ciertamente, la concepción subordinada de
    la naturaleza permitía inaugurar la separación
    entre sujeto y objeto que hacía posibles la ciencia y la
    técnica; pero, al mismo tiempo, como
    se ha advertido, anticipaba la futura compulsión
    autodevoradora del sujeto como objeto de sí.

    Así, frente a las tecnologías del objeto
    (que permitían formalizar, comprender y encauzar los
    procesos naturales) aparecen, simultáneamente, las
    tecnologías del sujeto. Éstas últimas se
    asientan originariamente sobre la base de una intencionalidad
    formalizadora de las condiciones de percepción, de
    observación y de intervención como
    prerrequisitos de la formalización de los objetos
    naturales. Dicho de otro modo, el proyecto de
    formalización de la naturaleza incluía,
    necesariamente, un proyecto de formalización del
    sujeto
    . La confluencia de la racionalidad instrumental con la
    racionalidad productiva (anticipada por el matrimonio
    ciencia/tecnología (3) y finalmente desencadenada
    por la inflexión económica del mundo social)
    inaugura una trayectoria del desarrollo
    tecnológico particularmente afín a la
    formalización del sujeto: aquella que se articula sobre el
    eje espacio/tiempo/memoria.

    Por un lado, espacio y tiempo se articulan como las
    formas originales de inserción del sujeto en la naturaleza
    codificada. A la postre, las tecnologías de la naturaleza
    incorporaban una concepción formal tanto como formalizante
    del tiempo y del espacio como coordenadas sobre las que se el
    individuo accedía al dominio de los objetos. No
    extraña, pues, que espacio y tiempo constituyeran para
    Kant las categorías de acceso a la codificación del sujeto como machina
    cognoscens
    . Espacio y tiempo constituyen a la vez la base
    experiencial del sujeto y el nexo último entre cultura y
    naturaleza. El desarrollo tecnológico puede así
    vislumbrarse como una progresiva colonización del tiempo y
    del espacio sobre la que se configura no sólo la
    instauración de una natura vexata como
    técnica de la naturaleza, sino también la
    organización social como dispositivo
    metanatural y, a la postre, formalizable.

    «El a priori kantiano, la condición
    de toda instauración de la experiencia bajo un
    régimen de universalidad, o sea la condición de
    cientificidad de esa experiencia, suponía la
    eliminación de su sujeto no solamente como una
    ontologizada "alma", sino
    también, y sobre todo, como conciencia empírica e
    individual, como conciencia social y como memoria
    histórica. […] De acuerdo con la
    epistemología kantiana la constitución de un conocimiento
    apodíctico y universal partía no solamente de la
    abstracción y el tiempo reales, en provecho del postulado
    de un tiempo-espacio "estéticos", sino también, y
    con ellos, del tiempo y el espacio reales de las conciencias
    individuales, es decir, de la experiencia singular y sus
    condiciones sociales e históricas» (Subirats,
    1997:225-226).

    Esa colonización del espacio y del tiempo
    habrá de resultar crucial para la posibilidad misma de la
    inflexión económico/productiva. Lewis Mumford
    (1982) y Harold Innis (1995) inciden de modos diferentes pero
    complementarios en la asociación entre el proceso
    científico-tecnológico de formalización del
    tiempo y el espacio y la configuración paralela del
    individuo moderno y el orden económico asociado a la
    burguesía. El transporte, el
    reloj, el mapa, el calendario o la perspectiva constituyen hitos
    tecnológicos que, al tiempo que producen objetos y
    codifican la naturaleza, transforman la condición del
    sujeto inserto en ella mediante la codificación de las
    condiciones de experiencia de esa misma naturaleza. El
    desplazamiento y la ubicación establecen el nexo
    formalizador entre ambos. El tiempo circular de los ciclos
    –el tiempo mítico por excelencia– deviene en
    la cuadrícula del desplazamiento tiempo lineal y
    compartimental, perfectamente aislable de la experiencia
    individual. El espacio vivencial del croquis –idealmente
    expresado en la cartografía mitológica
    altomedieval– deviene superficie de trayectorias en la
    cuadrícula topográfica (Abril, 2000).

    La formalización del tiempo en los
    términos del espacio recorrido y la formalización
    del espacio en los términos del tiempo de la trayectoria
    anuncian las tecnologías de la instantaneidad sobre
    las que se asienta la condición tardomoderna del sujeto y
    la sociedad. La aparición de la electricidad y su
    transposición en señal-mensaje (McLuhan, 1996;
    Mattelart, 1995) transforman la lógica moderna del
    desplazamiento en lógica tardomoderna de la
    transmisión: la codificación de la presencia
    como representación del viaje sustituye a la
    codificación del viaje como representación de la
    presencia. Así, si la sociedad moderna se funda sobre una
    conquista del espacio basada en el tiempo que presupone la
    contracción ilimitada del tiempo (cuanto más
    espacio en el menor tiempo, parece ser el axioma fundacional de
    la lógica del desplazamiento) la sociedad tardomoderna se
    caracterizará por la conquista del tiempo basada en la
    supresión del espacio (la lógica de la
    transmisión suprime el espacio vivencial por la vía
    de la instauración del tiempo como presencia: el tiempo
    real
    ocupa el lugar de la distinción
    aquí/allí). El resultado es la
    utopía (negación del espacio por su
    expansión ilimitada) superpuesta a la
    ucronía (negación del tiempo por su
    compresión ilimitada): el tiempo del instante aislado
    –la atemporalidad de la experiencia formalizada– y el
    lugar de paso –el no-lugar (Augé, 1998) o el espacio
    de los flujos (Castells, 1997)– constituyen las coordenadas
    iniciales de lo que Giddens (1995) ha llamado desanclaje de la
    experiencia individual
    .

    Paralelamente, junto a las lógicas del
    desplazamiento y la ubicación (modernamente subsumidas en
    la lógica de la transmisión), la
    configuración tecnológica de Occidente obedece
    asimismo a una lógica de la duración. Junto al
    tiempo y al espacio como condiciones protoformalizables de la
    experiencia del sujeto, la constancia de los objetos aparece como
    condición primera de la posibilidad misma de la
    experiencia. La lógica de la duración se configura
    así al modo de una garantía de la ‘resistencia del
    objeto’, esto es, de su naturaleza externa y por ende
    codificable, pero también garantía de la identidad
    del sujeto, de su ‘naturalidad’. La memoria de
    las cosas se superpone así a la memoria del sujeto como
    requisito de codificabilidad y, por ende, de
    reproducibilidad.

    Si la colonización complementaria del espacio y
    el tiempo como condiciones de formalización de la
    experiencia individual habían dado lugar a las
    tecnologías de la instantaneidad, su interposición
    a la lógica de la duración dará lugar a las
    tecnologías de la memoria. La idea de la
    duración como condición de formalización de
    la experiencia adquiere, en el contexto de la reproducibilidad
    mecánica, los tintes de una peculiar lógica del
    almacenaje: memoria y reproducción como condiciones de
    acumulación de la experiencia.

    Esta conexión apenas esbozada entre
    transmisión y acumulación sienta las bases para la
    centralidad de los media en la cultura tardomoderna: la idea del
    almacenaje (preservación, duración,
    transmisión) que expresa lo que somos en bibliotecas,
    videotecas, fonotecas, hemerotecas, ludotecas, pinacotecas,
    gliptotecas o filmotecas, apunta a una cultura, siguiendo a
    Debray (2001), caracterizada por la mecanización
    (tecnificación) de la abundancia en una lógica
    minuciosa del armario (gr. tekhé) que clasifica,
    compartimentaliza, ordena, conserva, expone y, en última
    instancia, transmite. Esta lógica del almacenaje nos
    inscribe en un tejido temporal que proyecta nuestro presente
    sobre nuestro pasado y nuestro futuro, y al mismo tiempo, nos
    proyecta sobre el presente de los que nos precedieron y sobre el
    pasado de los que nos suceden. Duración y
    transmisión son, en suma, las estrategias de
    producción de una cultura en el doble sentido de
    cosmovisión (una visión ordenada del mundo) y
    práctica de sentido (encarnación de una
    semiosfera). Si ciencia y técnica ejercen como
    logoteca pragmática que concibe la Naturaleza como
    almacén
    de objetos y leyes
    disponibles, la huella (la inscripción, diría
    Latour) remite a una mnemoteca por diferentes
    medios a lo largo de los siglos: la piedra, el artefacto,
    la escritura, el
    monumento, el documento, la imagen… La mnemoteca, el armario de
    la memoria, el almacén de huellas, constituye así
    la clasificación minuciosa de lo que somos. La
    vinculación definitiva entre tecnologías de la
    memoria y tecnologías de la instantaneidad, cumplida en
    las posibilidades de los modernos medios
    electrónicos, sienta las bases para una nueva
    condición de la experiencia.

    Lo dicho hasta aquí, obliga a revisar el alcance
    del concepto mismo de tecnología. Sobre la base de su
    potencia codificadora y articuladora respecto de la
    intervención en el mundo, la modernidad presupone la
    técnica como forma primordial de la acción humana.
    Si la técnica es concebida como el modo esencialmente
    humano de organizar el entorno (el mundo), esto es, como la
    introducción de orden (trans)subjetivo en el orden de lo
    natural, entonces la tecnología ha de ser concebida como
    la organización de ese orden o, en otros
    términos, el orden inherente a la acción ordenadora
    (transformadora) del hombre en sociedad. En este sentido cabe
    hablar, como hemos anticipado, de tecnología en referencia
    a objetos técnicos (una tecnología de la
    máquina de vapor, una tecnología del ordenador),
    pero también, por extensión de la idea de producto,
    en referencia a objetos y procesos culturales (una
    tecnología del Estado, una tecnología del sujeto,
    una tecnología de lo social).

    Es en este punto donde el concepto de tecnología
    realiza el salto cualitativo del objeto al sujeto. Dicho salto
    constituye el objeto de atención preferente sobre el que Michel
    Foucault (1990)
    propone su revisión del concepto. Foucault aúna la
    tradición marxista –que concibe la tecnología
    como superestructura– y la tradición
    histórico-hermenéutica que plantea una
    relación de producción entre el sujeto y la
    tecnología como relato social. Toma de la tradición
    marxista el concepto de tecnología como forma
    organizada/organizadora de producción y la extiende a los
    territorios del sujeto –ya sea individual o social–
    que esa misma tradición daba por constituido. Para ello,
    recoge y amplía la división tripartita
    habermasiana, y propone cuatro modos tecnológicos
    característicos de la modernidad occidental. Considera,
    así, en primer lugar las tecnologías de la
    producción
    como «aquellas que permiten producir,
    transformar o manipular cosas» (Foucault, 1990:48). Por
    tecnologías de la significación entiende
    aquellas que permiten utilizar signos y
    símbolos en relación a sentidos y
    significados. Las tecnologías del poder abarcan
    todos aquellos dispositivos «que determinan la conducta de los
    individuos, los someten a cierto tipo de fines o de
    dominación, y consisten en una objetivación del
    sujeto» (Ibid.). Finalmente, el autor denomina como
    tecnologías del yo el ámbito formalizado de
    las operaciones
    mediante las cuales el sujeto (individual o colectivo) se
    constituye a sí mismo o se transforma.

    Las dimensión formalizadora de la experiencia
    individual que hemos apuntado respecto de las tecnologías
    de la producción sustenta la transición de la
    modernidad hacia las tecnologías de la
    significación y del yo como tecnologías del sujeto
    tardomoderno: a diferencia del ensueño tecnológico
    de la modernidad, el sentido y el sujeto dejan de ser a
    priori
    , motor u origen de
    la acción técnica y, por extensión, de la
    acción cognitiva. Una vez codificados, el sujeto en su
    trascendentalidad de origen kantiano y el sentido en la
    información procesable, uno y otro se integran plenamente
    en la idea de producto. Y, en la medida en que sujeto y sentido
    devienen objeto de la acción tecnológica, su
    proceso de constitución queda institucionalizado: la
    sustitución progresiva de la autonomía productora
    de identidad –cuyo último sustrato atañe a la
    irreductibilidad de la experiencia individual del mundo–
    por dispositivos heterónomos de producción
    constituye la base de las tecnologías del poder. Una
    tecnologías –en el sentido amplio de dispositivos
    lógicos predeterminantes– cuyo producto ya no se
    articula sobre el conocimiento individual del mundo –hito
    epistemológico de la modernidad científica–
    sino sobre su disfrute, sobre su experiencia.

     

    4. Hacia una
    mistificación de la experiencia

    A diferencia de como parece imponer el discurso
    filo-tecnológico de la tardomodernidad, no es (o no es
    sólo) la cantidad de información o el conocimiento
    como procesamiento de
    datos lo que caracteriza a las sociedades desarrolladas
    contemporáneas. Ciertamente la noción de
    información como selección
    y articulación de codificaciones, tanto como la idea de
    conocimiento como incorporación funcional de las
    codificaciones a las operaciones del sistema, constituyen un hito
    tecnológico que superpone de forma radical las
    tecnologías de la naturaleza a las tecnologías del
    sujeto y, de hecho, cumple el proyecto kantiano de
    codificación del sujeto como machina cognoscens.
    Sin embargo, creemos que la diferencia constitutiva de la
    tardomodernidad consiste más bien en las posibilidades
    formalizadoras que la información y el conocimiento como
    algoritmos
    introducen, dentro del marco de la confluencia entre
    lógica de la transmisión, lógica del
    almacenaje y lógica de la producción, en el sujeto
    contemporáneo. Desde luego, aproximarse a nuestro contexto
    bajo el paradigma de la ‘sociedad de la
    información’ o de la ‘sociedad del
    conocimiento’ no deja de resultar paradójico cuando
    observamos, por ejemplo, los problemas
    derivados del paroxismo de la acumulación de datos y la
    profunda crisis de los
    sistemas
    tradicionales de representación.

    De entre todos los actores sociales, el sujeto
    individual contemporáneo, pero también el
    metasujeto colectivo denominado ‘cultura’ –no
    por casualidad, aquellos menos institucionalizables en su
    integridad–, no parecen en absoluto favorecidos por el
    éxtasis de la transmisión. La era de la
    conectividad, la información y el conocimiento a escala global es
    también la era del aislamiento, la era del
    espectáculo y el simulacro. Frente al dominio de la
    información y el conocimiento en sus acepciones
    funcional-cognitivistas, se impone un concepto observacional
    amplio, capaz de dar cuenta de la verdadera transformación
    de una tardomodernidad que, en definitiva, no supone sino el
    paroxismo de los supuestos codificadores de la modernidad. La
    posmodernidad
    no es así una ruptura, sino un delirio: la posmodernidad
    es, en suma, sobremodernidad en su sentido más netamente
    paroxístico, el cumplimiento de un proyecto ético,
    estético y epistemológico que comenzó en el
    momento en que el sujeto se soñó a sí mismo
    simultáneamente como creador y criatura. Ese paroxismo de
    la modernidad, como han anticipado las fantasías
    estéticas de las vanguardias del siglo XX (Subirats,
    1997), coincide con aquello que Kant sólo se
    atrevió a soñar en los límites
    del tiempo y el espacio: la codificación de la experiencia
    individual.

    En virtud de su esencialidad en la construcción
    identitaria, la experiencia individual ha permanecido como
    horizonte límite en el curso del proyecto moderno que
    sueña un sujeto artificial en una segunda naturaleza como
    producto total y acabado. Sin embargo, la experiencia individual
    se ha mantenido al margen de la lógica codificadora de la
    ciencia entre otros aspectos debido a su irreductibilidad a la
    observación externa (4). Será, sin embargo,
    la doble lógica industrial y económica de la
    modernidad tardía la que, en su incursión
    estética anticipada por las vanguardias y consumada por
    los media, acabe por doblegar su naturaleza de límite. Tal
    será la preocupación creciente de no pocos autores
    asaltados por el estupor ante la naciente cultura de masas en los
    prolegómenos del siglo XX, bien sea desde sus
    implicaciones estéticas (Benjamin, Adorno),
    interaccionales (Simmel), éticas (Agamben) o
    tecnológicas (Ellul). Si la modernidad había
    soñado observaciones sin sujeto en la forma de la
    objetividad científica, la tardomodernidad sueña
    experiencias sin sujeto en la forma del espectáculo
    mediático.

    Así, para Giddens (1995) la separación
    espacio/tiempo (en definitiva, su aniquilación mutua en
    los términos de su complementariedad originaria)
    constituye el antecedente moderno de lo que hoy supone el
    síntoma de su paroxismo: el desenclave de la experiencia
    individual. Si la separación espacio/tiempo/memoria
    posibilita la universalización, la desubicación de
    la experiencia se presenta como prerrequisito de la
    globalización. La codificación de las
    condiciones de posibilidad antecede necesariamente a la
    codificación de las prácticas. Conviene en este
    punto señalar que la lógica expuesta guarda una
    estricta coherencia con la trayectoria de la
    industrialización/economización de las
    prácticas sociales tanto como con la optimización
    de la información y el conocimiento como conceptos
    observacionales socialmente validados.

    Si algo caracteriza genéricamente a la modernidad
    esto es una singular constitución, primero, y una
    gestión característica, después, de la
    experiencia individual y colectiva que, no en vano, ha promovido
    exponencialmente el nacimiento y desarrollo de los medios de
    comunicación en sus expresiones procedimental (usos
    sociales de la
    comunicación) e instrumental (tecnologías de la
    comunicación). Si podemos entender la
    sociedad moderna como sociedad de los individuos (Elias,
    1990), o, en los términos contradictorios de Wolton
    (1998), sociedad individualista de masas, no resulta
    difícil concluir que los dispositivos de control y
    gestión de la experiencia adquieren una importancia
    psicológica, política, económica y cultural
    de primer orden. La historia de las sociedades modernas es,
    más que nunca, la historia de sus dispositivos de
    gestión y control de la experiencia. Una gestión
    que, en rigor de la concepción simmeliana de la modernidad
    tecnoindustrial como formalización de la vida social,
    demanda la
    codificación sustitutiva de esa experiencia que
    había caracterizado la irreductibilidad de la
    condición individual. El papel de los media como instancia
    de producción de la cultura de masas excede aquí
    con creces el de meros mediadores cognitivos para convertirse en
    instancias configuradoras de la experiencia individual. Los media
    constituyen el entramado de recursos
    simbólico-tecnológicos que, antes que proporcionar
    una imagen unitaria y coherente del mundo social, la producen en
    el sentido mismo en que configura su experienciabilidad y, con
    ella, un nuevo sujeto trascendental forjado en la universalidad
    de los formatos, los recursos interpretativos y la
    identificación afectiva de los contextos y las
    sensaciones.

    «La reproducción técnica de la
    realidad supone un proceso complejo de ensamblajes, cortes,
    desplazamientos, collages y censuras. Bajo la unidad
    formal del tiempo y el espacio que el medio de
    comunicación define en cuanto a su estructura
    técnica e institucional, el mundo se revela como una
    unidad estructurada lo mismo que un discurso o un sueño,
    con sus conexiones categoriales, sus nexos lógicos y
    analógicos, sus desplazamientos, redundancias,
    condensaciones, censuras y ruidos significativos o
    insignificantes. A través de los medios de masas el mundo
    se revela como la unidad de una experiencia industrial,
    política, tecno-compositivamente acabada».
    (Subirats, 1988:109)

    El paso de la representación al simulacro
    (Baudrillard, 1998), la hipersimulación en que se
    constituyen las imágenes
    de lo social y lo individual, se perfila aquí de forma
    simultánea como el motor y el resultado de este proceso de
    formalización y sustitución de la experiencia
    individual. No se trata, al modo en que lo entienden Giddens
    (1995) o Thompson (1998), de la mediación de la
    experiencia como recurso paliativo del moderno secuestro
    de experiencias existencialmente revulsivas tanto en el nivel
    social como en el individual (5). Se trata más bien
    de que la propia mediación tecnológica de la
    experiencia individual supone el elemento central de un proceso a
    gran escala de redistribución de las fuentes
    sociales e individuales de la experiencia, descentrando a la
    interacción cotidiana del lugar que hasta la fecha
    había ocupado como núcleo de socialidad –en
    tanto que acceso al otro– y como base de la
    irreductibilidad de la experiencia individual. A la postre, el
    proceso resultante es el de un nuevo sujeto social, esencialmente
    distinto de aquel sobre el que se construyó el
    sueño de la modernidad y, sin embargo, descendiente
    directo de la aplicación de su proyecto
    epistemológico.

    Conviene aquí recordar que ese proyecto
    epistemológico había ya dado lugar en su desarrollo
    a la superposición de lo que, con Foucault, hemos llamado
    tecnologías de la producción, tecnologías
    del sujeto y tecnologías del control. En este sentido, los
    dispositivos socioculturales de mediación de la
    experiencia
    , en las condiciones de la modernidad que incluyen
    tanto la complejidad y la incertidumbre como la
    tecnificación y economización del mundo social,
    juegan un importante papel en la confección de redes de confianza
    destinadas a mitigar la incertidumbre mediante el incremento de
    la seguridad. En
    definitiva, la experiencia tecnológicamente mediada
    contribuye a filtrar el excedente de incertidumbre que debe
    afrontar una sociedad compleja, con un alto nivel de
    diferenciación funcional y permanentemente volcada sobre
    el futuro. La mediación tecnológica de la
    experiencia, constituye un mecanismo de
    normalización primero, en el sentido preciso en que
    genera coherencia entre los relatos identitarios de los sujetos
    sociales, institucionales, individuales o colectivos; y
    después, en el sentido en que subordina la experiencia
    individual a la coherencia respecto de tales relatos. El sujeto
    es desprovisto de la irreductibilidad de su experiencia en la
    medida en que ésta aparece como caso particular,
    subjetivo, epifenoménico de la verdadera naturaleza de las
    cosas, cuya coherencia viene dada por las condiciones de
    representación del medio.

    Tal parece, en definitiva, el nombre de ese proceso de
    pixelización de la experiencia individual (si se
    nos permite la metáfora tecnológica). El
    espectáculo se dibuja aquí como la forma
    tecnológica, productiva y simbólica de una
    desrealización de la experiencia que demanda, en primera
    instancia, como requisito epistemológico la
    desconexión entre el sujeto y el mundo, tanto como la
    desconexión intersubjetiva. La sustitución del
    objeto por el signo y de éste por el goce o el deseo marca
    el camino de desrealización de la experiencia en el
    terreno de la mercancía. «El espectáculo es
    el momento en el cual la mercancía alcanza la
    ocupación total de la vida social» (Debord,
    1999:55). Y ello atañe, como habían anticipado
    Simmel, Lúkacs o Debord, al otro como objeto y al sujeto
    como espectador.

     

    5. Mercado,
    tecnología y experienciabilidad

    Las tecnologías de la comunicación
    constituyen así un dispositivo peculiar de las
    tecnologías del sujeto por cuanto intervienen en la
    gestión de la experiencia en un doble nivel;
    epistémico (ponen en juego una
    concepción y unas relaciones de constitución entre
    sujeto y mundo) y simbólico (son instancias especializadas
    en la mediación de la experiencia). En el primer nivel
    operan en el sentido de incrementar la coherencia en la actitud
    epistémica hacia el mundo (por ejemplo, refrendan el
    axioma de la causalidad o la separación sujeto/objeto en
    las sociedades modernas), interviniendo decisivamente en las
    condiciones de posibilidad de la experiencia. En el segundo nivel
    operan en el sentido estricto de mediación, esto es, en la
    constitución de un espacio de la experiencia dotado de
    reglas propias de circulación, transformación y
    transposición de los sentidos.

    «La expansión de las técnicas de
    representación audiovisual […] ha desbordado el
    ámbito histórico, tradicionalmente muy localizado,
    de la representación para introducirla rotundamente en la
    cotidianidad: hoy la representación visual no sólo
    invade el universo de lo cotidiano, sino que constituye cada vez
    más intensamente un ámbito privilegiado de
    relación del sujeto con el mundo» (González
    Requena, 1995:76)

    En semejantes circunstancias de generalización de
    la acción de los dispositivos tecnológicos, donde
    la interacción social es sustituida por el ritual
    mediático, donde el espacio de la interacción
    social es sustituido por el escenario y donde la acción es
    sustituida por la contemplación, el valor
    socializante de la experiencia tecnológicamente mediada se
    convierte en valor de cambio. La
    experiencia mediada constituye así un servicio
    retribuible sobre el que se articula una de las estructuras
    comerciales dominantes en la sociedad contemporánea: la
    industria
    cultural. No sólo consumimos ocio o información.
    Consumimos y/o distribuimos experiencias mediadas
    (diversión, miedo, placer estético, vértigo,
    reflexión, tristeza, conciencia, fascinación,
    precisión, realidad, y tantas otras). Consumimos, en
    definitiva, los fragmentos de un cuadro do it yourself en
    el que dibujamos nuestra relación con el mundo social. Un
    cuadro que constituye la fuente de seguridad ontológica
    sobre la que nos alzamos como individuos. La economización
    del mundo social alcanza así el ámbito de la
    experiencia sociocultural del individuo.

    Desde los teóricos de la escuela de
    Frankfurt a los críticos de la comunicación
    herederos de su reflexión (Sfez, 1995; Morin, 1967;
    Debord, 1976; Mattelart, 1974, etc), se ha advertido que la
    unión indisociable entre industria cultural y cultura de
    masas desata un proceso de economización y
    tecnificación industrial de la cultura que deviene en una
    radical transformación del mundo social y de la propia
    constitución del individuo. La entronización
    semántica y procedimental de la
    comunicación en las sociedades modernas transcribe el
    aporte tecnológico a una cultura en la que, cada vez
    más, la industria releva a otras instituciones
    sociales en la producción de experiencias
    simbólicamente mediadas. Tal es, al fin, el proceso por el
    que la cultura tecnificada cumple el proyecto
    epistemológico de la modernidad: en tanto en cuanto la
    cultura constituye el horizonte de toda experiencia individual,
    la absorción de aquélla por la esfera de la
    producción hace viable esa formalización de la
    experiencia que la ciencia no había podido acometer en
    virtud de su inoperatividad respecto de los procesos subjetivos
    no externalizables.

    La experiencia como mercancía cumple las
    condiciones de la experiencia atribuible a un sujeto universal,
    formalizado, que no había podido diseñar, con sus
    solos recursos, la ciencia. El punto de inflexión, en
    términos lacanianos, lo constituye la fusión
    entre el signo y el deseo, o, para ser más precisos, el
    deseo del deseo del otro. El mercado como ámbito de
    intercambio social de los objetos articulado sobre el concepto de
    propiedad da
    así paso al mercado como ámbito de intercambio de
    los deseos articulado sobre el concepto de acceso (Rinkin, 2000).
    La misma sustitución de la idea de propiedad por la de
    acceso comporta el rasgo de la definitiva valorización de
    la experiencia como algo mensurable en términos de
    mercado. Tal y como aparece en el argumento de una campaña
    de loterías, lo realmente valioso no es la posesión
    de los cinco millones de euros que anuncian, sino la
    experiencia de poseerlos. Jeremy Rifkin ha denominado a
    este proceso comercialización de la
    experiencia.

    El proceso de economización de la cultura y de
    resignificación comercial de la experiencia individual que
    caracteriza el último tercio del siglo XX en las
    sociedades desarrolladas es contextualizado por Ritzer (2000)
    como un reencantamiento del mundo: si Weber había
    descrito la modernidad como un "desencantamiento del mundo" por
    la racionalización instrumental, Ritzer apunta que el
    epítome de esa racionalidad, la economía de
    consumo, acaba en la actualidad por recurrir al "encanto" (esto
    es, a la emoción, la fantasía, la magia, la
    fascinación) como valor de cambio dominante. De acuerdo
    con Ritzer (2000) y Rifkin (2000), la ubicuidad del concepto de
    espectáculo, desarrollando algunas de las tesis de
    Debord (1976) y Postman (1991), emerge así como
    síntoma de una doble confluencia: por un lado, cambios
    tecnológicos
    (implosión de los espacios
    públicos en los espacios privados, instantaneidad,
    supresión de distancias, disponibilidad, atemporalidad,
    etc) y cambios económicos (sustitución de la
    relación comprador-vendedor por la relación
    proveedor-usuario, desplazamiento del Estado como macro-sujeto
    económico, ingreso en el mercado de públicos
    jóvenes, infantiles y de la tercera edad, disponibilidad
    presente del capital
    futuro, etc); y, paralelamente, cambios en los modos del
    consumo
    (consumo global, centralización espacial y descentralización temporal del consumo,
    sustitución de la propiedad por el acceso, consumo de
    simulacros, virtualización, ampliación de las
    edades de consumo, etc.) y cambios socioculturales de base
    (reconceptualización de la idea de individuo,
    virtualización de la relación
    individuo-colectividad, virtualización de la
    relación yo-otro, valorización del disfrute,
    presentización del futuro, etc).

     

    6. Experienciabilidad como
    espectacularidad

    Tal y como ha apuntado Subirats (1988:84), los conceptos
    de espectáculo y simulacro se superponen en la
    dimensión experiencial de la imagen:
    «Simulacrum es la traducción latina del eídolon
    griego. No es errado, por tanto, verterlo a su vez por la palabra
    castellana ‘imagen’». La instauración de
    los media como tecnologías de la experiencia a
    través de la visión no es ajena, por tanto, a una
    concepción epistemológica de la imagen como acceso
    a la realidad cuya conformación cabe trazar desde los
    clásicos griegos hasta la cultura popular de nuestros
    días. La naturaleza peculiar de la imagen es así,
    precisamente, la de un signo disfrazado de significante, y, por
    ello mismo, la de una estructura que involucra simultánea
    e integradamente la experiencia sensorial y la experiencia
    simbólica, la simulación
    de la percepción de la realidad y la representación
    contextual del sentido. En tanto la imagen presenta y representa
    al mismo tiempo, constituye el material idóneo para la
    producción de simulacros. En este contexto conviene
    enclavar la fascinación producida por las primeras
    tecnologías de reproducción realista de la imagen
    (desde la magia catóptrica de la lucerna
    mágica
    o la cámara obscura en el siglo XVII
    hasta el diorama, el kinetoscopio o el cinematógrafo en el
    XIX), así como los usos espectaculares con que se
    caracterizaron dichas tecnologías a lo largo del siglo
    XIX, más próximos a la feria, el circo o la
    prestidigitación que al arte
    dramático (Darley, 2002). La naturaleza hiperreal que
    estas tecnologías acabarán por otorgar a la imagen
    constituye el punto de apoyo de su doble condición en los
    media actuales: como simulacro (esto es, como
    ante-presentación sustitutiva de la realidad) y como
    espectáculo (esto es, como puro goce
    experiencial).

    Con la imagen artificial como materia prima,
    la idea de simulacro trasciende la de representación para
    sustituirla. La pretensión ilusionística e
    hiperreal es consustancial al simulacro: aquella copia de la
    realidad que deviene fuente de la condición de realidad
    misma y, por tanto, la relega a la categoría de
    epifenómeno. He aquí la diferencia radical entre la
    representación y el simulacro: la representación
    media efectivamente la experiencia del mundo vivido; el
    simulacro, sencillamente, la sustituye. Por ello, la
    representación se constituye sobre el principio de
    exclusión del sujeto perceptor fuera del mundo
    representado, mientras el simulacro se constituye sobre el
    principio de inmersión del sujeto perceptor en el
    universo representado. Las tecnologías electrónicas
    de la mediación han hecho posible el salto cualitativo de
    la inmersión del sujeto, por lo que la idea de
    mediación desaparece. Y es en este punto donde la idea de
    experiencia adquiere todo su valor económico y
    epistemológico. La experiencia tecnológicamente
    mediada ya no es, propiamente, experiencia en el sentido de
    vivencia individual irreductible, ni mediada en el sentido de
    cognitivamente estructurada. La superposición operada
    sobre el argumento de la hiperrealidad accesible (epítome
    de la ‘autenticidad’) aparece magistralmente
    expresada en el slogan de un spot publicitario reciente:
    «Algún día vivirás todo esto
    –reza la voz en off después de mostrar en
    imágenes sincopadas un conjunto de experiencias asociadas
    al producto–, pero nunca será tan
    auténtico como ahora
    ».

    En la medida en que la cultura mediática
    configura un espacio perceptivo e interaccional cerrado,
    autorreferente y excluyente, su actividad trasciende la
    mediación de la experiencia individual y colectiva para
    suplantarla:

    «El simulacro es la duplicación formal de
    esta experiencia como producto acabado, por tanto, como algo que
    podemos asumir o reflejar, pero nunca se nos descubre como una
    experiencia subjetiva. […] El simulacro es la
    representación técnicamente cumplida como lo
    real» (Ibid.:88/93)

     

    Las reflexiones que apuntan hacia la vinculación
    entre media y simulacro hacen hincapié tanto en la
    naturaleza técnica como en su estructura simbólica:
    La ya mencionada disolución del tiempo en la redundancia o
    en el ‘tiempo real’ del instante como correlato de la
    presencia; la disolución del espacio de
    identificación en los cortes, la serialización y la
    recontextualización superpuesta de los sentidos y de sus
    condiciones de enunciación/interpretación; la estandarización
    de los relatos y las descripciones como requisito de
    accesibilidad interpretativa; la banalización o, por el
    contrario, la magnificación como recursos espectaculares;
    la fusión entre realidad y ficción (o, para ser
    más preciso, entre la representación de la realidad
    y la representación de la representación de la
    realidad) y, en definitiva, la concatenación fragmentaria
    de las voces, las imágenes y los relatos conforme a los
    patrones técnicos y semánticos del medio,
    constituyen sólo algunos de los lugares comunes sobre los
    que la producción mediática ocupa su lugar en la
    vida cotidiana del individuo contemporáneo.

    «… todo ello señala en dirección a una devaluación de la realidad, a un
    distanciamiento ascético, a un principio de renuncia a la
    inmediatez táctil, al contacto personal, a la
    percepción inmediata, a la interacción
    erótica individualizada, a la relación intuitiva
    con el entorno físico. […] Es el resultado de su
    doble condición de distancia y proximidad con respecto al
    objeto, de mediación técnica y manipulativa, por
    una parte, y de cercanía mimética o poder
    mágico, por otra. Y es asimismo la imposibilidad por parte
    del espectador […] o del agente de la comunicación
    electrónica de conferir un sentido al mundo
    que le rodea. Es la condición electrónica de la
    destrucción de la experiencia. Los paisajes televisivos de
    las guerras
    tardomodernas, sus signos entrecruzados de violencia
    sádica e indiferencia moral, no son
    más que el exponente extremo de esta
    constelación» (Subirats, 1997:139).

    Pero el desarrollo de los media como dispositivos de
    producción de simulacros en el marco del proyecto
    formalizador de la modernidad tendente a una segunda naturaleza
    como ‘producto total’ y a la subsecuente
    codificación de la experiencia individual no habría
    sido posible con la sola aportación de la racionalidad
    instrumental y económica. En este sentido, el papel jugado
    por la naturaleza espectacular de los media y de su actividad
    productiva resulta decisivo. Como ha señalado Postman
    (1991), el desarrollo de las tecnologías del control como
    tecnologías del sujeto ha seguido más bien la
    línea anticipada por Huxley que aquella otra dibujada por
    Orwell o, en otros términos, el argumento de la
    seducción se ha mostrado más eficaz como criterio
    formalizador que el argumento de la racionalidad instrumental.
    Obviamente, la lógica del mercado como lógica
    recursiva del consumo y la producción conciernen a la
    posibilidad misma de la seducción: la comercialización de la experiencia es
    sólo un paso más allá de la
    comercialización de los deseos.

    En primer lugar, como habían anticipado Benjamin
    o Adorno, el espectáculo anula el arte precisamente porque
    anula la condición significante del objeto y la
    condición interpretativa del sujeto. El espectáculo
    introduce en la actividad mediática un componente
    estético orientado por el ethos del juego y el
    deleite que desplaza el sentido de los objetos y de los sujetos
    para ubicarlo en la muestra, en la presentación. El caso
    del cine comercial
    global se ofrece en este punto como ejemplo: la esencia de su
    condición espectacular consiste en el acto mismo de la
    exposición, donde confluye la
    imitación formal de lo real con la ficción
    ilusionística –a través, por ejemplo, de los
    efectos especiales– en detrimento de la
    dramatización, la construcción de personajes, de
    ambientes o, en suma, de la representación
    artística. El factor sensorial, la sucesión de
    impactos visuales, se esfuerza por reproducir las condiciones de
    una experiencia mínimamente semantizada.

    «La apariencia de las imágenes excede a la
    que normalmente se asocia a sus modelos
    […]. Lo que se produce es una intensificación o
    exageración (una especie de exhibicionismo) en el plano de
    la imagen en movimiento del
    aspecto analógico o mimético de los modelos
    previos» (Darley, 2002:138).

    La hiperrealidad de la imagen espectacular no es ya una
    cuestión simbólica, como en el figurativismo, sino
    una cuestión formal, técnica. Así, la
    búsqueda de la fascinación ilusionística,
    como en las sesiones de prestidigitación, introduce una
    vuelta sobre sí misma de la imagen como
    representación ficcional. Al contrario que en el arte, la
    imagen espectacular no finge: finge que finge. Miente haciendo
    saber que miente y el objeto de la dimensión
    estética reside en la sofisticación del
    fingimiento, en su precisión formal, en su
    construcción abrumadora, más real aún que la
    realidad. Esta condición metaficcional del
    espectáculo mediático, ya apuntada por
    González Requena (1995:104) respecto del
    espectáculo televisivo, vale tanto para la
    dimensión espectacular de un film de James Bond como para
    el antropólogo de un documental del National Geographic,
    para un presentador de telediario (que finge interpretar tanto la
    imparcialidad como la condición anímica de una
    información) como para el camarero hawaiano de un
    resort en Cancún o para el actor de un spot
    publicitario.

    Las condiciones técnicas suponen, sin duda, una
    inestimable ayuda en este proceso. Aunque la naturaleza moderna
    de los géneros cinematográficos mantiene aún
    una distancia, una ‘expulsión del espectador’
    fuera del mundo de la pantalla que obedece a su condición
    narrativa (la articulación de las imágenes en
    campos y contracampos homogéneos (6), como ha
    señalado González Requena (1995:89-90) constituye
    un exponente gramatical de ese distanciamiento que había
    caracterizado al arte), la oscuridad y el sonido envolvente
    de la sala de cine contribuyen a resignificar el contexto
    experiencial del espectador, introduciéndolo en el
    universo sensorial de la narración. La evolución de las condiciones
    técnicas en el tratamiento de la imagen y de su
    exposición ha contribuido a una espectacularización
    del relato cinematográfico como evento:

    «Si en último término la
    dimensión espectacular se ha considerado siempre
    subordinada y en cierto sentido sujeta al control de una
    lógica narrativa represiva, ha sido precisamente porque el
    espectáculo constituye, en muchos aspectos, la antítesis de la narración.
    Efectivamente, el espectáculo congela el movimiento
    motivado. En su estado más puro, existe por sí
    mismo, consistiendo en imágenes cuyo impulso principal
    radica en deslumbrar y estimular a la vista (y, por
    extensión, al resto de los sentidos). Vacío de
    contenido, despojado del peso de la progresión ficcional,
    la astucia del espectáculo consiste en que empieza y acaba
    con su propio artificio; en cuanto tal, el espectáculo
    exhibe y se exhibe.

    […] Lo que define al espectáculo es su
    foco dual sobre las sensaciones y sobre el artificio. El
    carácter de experiencia que posee el espectáculo
    tiende a desplazar, a degradar (o quizá a diferir) el
    interés
    por la creación del significado en el sentido tradicional,
    sustituyéndolo por la inmediatez de la admiración
    ante lo que se muestra y, frecuentemente, ante cómo tal
    cosa ha sido posible» (Darley, 2002:167).

    Paralelamente, el desarrollo de productos comunicativos
    o culturales globales inserta el relato cinematográfico en
    toda una red de
    simulación que introduce la representación
    técnica del mundo en la vida cotidiana del individuo
    tardomoderno y la instituye en condición de realidad. Al
    relato cinematográfico se le añaden así la
    pasión de su banda sonora que nos acompaña en
    el trabajo o
    en el coche como acompaña al protagonista en su escena de
    triunfo; el vértigo del videojuego que permite pilotar la
    nave del héroe; el perfume que condensa el glamour de la
    protagonista; los posters y fondos de pantalla que reproducen la
    estética cuidadosamente calculada de los escenarios del
    film; los gadgets tecnológicos que la marca de
    turno ha puesto oportunamente en manos de los personajes; la
    estética evocadora que reproducen los spots publicitarios
    de los más variados productos; la serie de televisión
    que continúa los hilos sueltos de la trama o la historia
    de personajes secundarios convertidos en protagonistas
    reciclados; la novela
    reeditada en que se basa el guión del film; la noticia del
    estreno en los informativos y en los suplementos de prensa que
    confieren a la exhibición el carácter de evento
    social; la súbita proliferación de cómics y
    libros sobre
    la temática resucitada; las conversaciones informales que
    comentan cómo se ha vivido la experiencia, habitualmente
    en los términos predefinidos por la campaña de
    promoción del film…

    El resultado paradójico es, al fin, que el
    espectador codificado forma parte del relato
    cinematográfico (o por extensión, mediático)
    antes siquiera de que éste tome la forma de una
    narración. Acaso el síntoma de esta dinámica
    lo constituyan las formas más o menos estandarizadas del
    trailer cinematográfico en tanto condensan los
    rasgos espectaculares de la exposición: la esencia de la
    banda sonora, la esencia de la condición espectacular de
    la imagen en flashes sincopados, la esencia redundante del
    argumento en frases igualmente sincopadas y fragmentadas que
    frecuentemente adoptan una estructura retórica,
    directamente interpeladora del espectador: ¿qué
    harías si…? ¿Hasta dónde
    llegarías si…?

    Otro tanto ocurre con la naturaleza espectacular del
    flujo televisivo, cuya condición técnica y
    expresiva reside precisamente en la inclusión del
    espectador (González Requena, 1995): el presentador nos
    habla a nosotros, el actor del spot publicitario se dirige a
    nosotros, las imágenes de continuidad nos avisan de que no
    se han olvidado de nosotros, el público o las risas
    enlatadas nos dicen que formamos parte de la comunidad que,
    asistiendo a él, forma al mismo tiempo parte del contenido
    de los concursos o de los talk shows. En ello reside la
    proverbial capacidad televisiva de abolición de la
    intimidad (Ibid.: 99), de transformación pública
    del espacio privado en unidades individuales que extraen al
    sujeto de su comunidad situacional para situarlo en el
    corazón de la comunidad electrónica restando
    así validez a la experiencia individual en favor de la
    experiencia codificada por el medio: la pasión de la
    telenovela o el vértigo del partido sustituyen a la
    pasión convivencial de los sujetos espectadores, a su
    experiencia derivada de la interacción.

    Así, si lo característico del simulacro
    es convertir a la representación en condición de
    realidad, lo característico del espectáculo es
    convertir el goce en condición de verdad
    . El resultado
    es la instauración de una realidad como goce. De
    ahí la compulsión devoradora de las
    imágenes: el deseo de mostrar que caracteriza al
    simulacro mediático y su contrapartida en el deseo de
    ver
    que caracteriza la condición espectacular del
    sujeto-espectador se constituyen sobre la doble naturaleza de la
    imagen, como realidad y como signo, como sensación y como
    expresión. La hipervisibilidad televisiva (Imbert, 1999) o
    la profusión de cámaras como dispositivos de
    control son sólo ejemplos de una dinámica global
    que culmina con la absorción del espacio privado
    (la pantalla del ordenador convierte nuestra habitación en
    aula, autopista, cafetería, centro comercial, ministerio
    público, museo, sala de subastas o biblioteca) y la
    sustracción del espacio público a la
    interacción social entre individuos
    (el
    cibercafé o el despacho se transforman en lugares de
    múltiples intimidades aisladas a través del
    chat y del acceso singular a las imágenes y textos;
    la política se formaliza en representaciones
    estereotipadas y fijas donde la inmediatez y el impacto
    sustituyen a la copresencia y la copresencia sustitye a la
    participación; y las comunidades virtuales se homogeneizan
    para dar cabida sólo a sujetos preformateados conforme a
    idénticos rasgos identitarios, ya sean gustos, aficiones,
    posiciones ideológicas, necesidades informativas o
    afectivas…). El papel que juega la imagen en este proceso
    no es, pues, ni meramente técnico, ni únicamente
    simbólico; es, sobre todo, social: «El
    espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una
    relación social entre las personas mediatizada por las
    imágenes» (Debord, 1999:38).

    El paisaje resultante recuerda en mucho a la idea del
    mundo como ficción total que, desde la caverna
    platónica o el dualismo gnóstico al teatro
    calderoniano y la estética barroca de la contrarreforma,
    instituyen el carácter sagrado de una realidad inaccesible
    a la experiencia individual, determinante, por un lado, de la
    ritualización (valga decir codificación) del
    acceso a esa realidad como sacrum y, por otro, de la
    concepción contemplativa (valga decir pasiva) de
    los sujetos individuales (Subirats, 1997:213). La
    dimensión espectacular del medio y la subsiguiente
    transformación de la mediación en
    sustitución de la experiencia, invierten asimismo la
    concepción cognitiva y/o hermenéutica de las
    teorías de la construcción social de la realidad:
    desterrada la experiencia individual y la interacción cara
    a cara como base de la vida social, sustituida la
    participación activa por la contemplación
    extática, la idea de que el imaginario sociocultural se
    constituye en un proceso de negociación significante entre los sujetos
    sociales cede su lugar a la idea de que el imaginario colectivo
    se autoconstituye sobre las cenizas de una acción
    comunicativa desterrada del espacio social (Ibid.:161-162): del
    medio como espejo de la sociedad a la sociedad como espejo del
    medio.

    La pertinencia de trocar la información y la
    cognición (fuentes de la acción comunicativa
    habermasiana tanto como de la concepción sistémica
    de la interacción) por la experiencia como concepto
    observacional del medio, no hace, pues, sino transponer la
    sustitución del relato por el espectáculo, o la de
    la representación por el simulacro. En definitiva, la
    crisis por hipertrofia de la cualidad representacional del relato
    en las culturas mediáticas –por su profusión,
    fragmentación, carencia de clausura, banalización,
    etc.– aparece como síntoma de una crisis
    simbólica sin precedentes. Una crisis simbólica
    que, inevitablemente se hace explícita en las condiciones
    de producción de la identidad individual y
    colectiva.

     

     

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