El sujeto artificial y la mistificación de la experiencia: de la tecnología del conocimiento a las industrias culturales
- 1. El sueño de
la modernidad produce máquinas - 2. El ensueño
tecnológico - 3. Tecnologías
del sujeto - 4. Hacia una
mistificación de la experiencia - 5. Mercado,
tecnología y experienciabilidad - 6. Experienciabilidad
como espectacularidad
7. El individuo se devora a sí
mismo
Notas
ABSTRACT
El presente texto pretende
trazar una línea de continuidad entre la
configuración de un sujeto cognitivo universal como
proyecto
característico de la racionalidad moderna y el sujeto de
las industrias culturales como usuario de marcos experienciales
preconstituidos. Para ello, se propone en primer lugar un
desplazamiento de la información a la experiencia como concepto
observacional, planteando ésta como escollo último
del proyecto formalizador de la modernidad. Las
conexiones entre, por un lado, la dimensión instrumental
de la tecno-ciencia (y su
imagen
mitológica presente en las prácticas
socioculturales) y, por otro, la economización del mundo
social (y, en especial, de los contextos y procesos de
producción de la identidad)
adquieren así especial relevancia, por cuanto la
formalización de la experiencia es trasladada del
ámbito de la racionalidad instrumental científica
al del consumo.
«You have the look of a man who accepts what he
sees because he is expecting to wake up».
Morpheus The Matrix
Palabras clave:
· estudios ciencia-tecnología-sociedad
· filosofía
· medios de
comunicación
· posmodernismo
· simulación
1. El sueño de la
modernidad produce máquinas
La vinculación entre experiencia y
tecnología no es, ciertamente, patrimonio
exclusivo de la modernidad (Farrington, 1974). A lo largo de los
siglos los productos
humanos en la forma arquetípica de la máquina
(herramienta-autómata) han servido no sólo para
intervenir tanto en el entorno como en el núcleo de la
vida social, a la manera de la clásica concepción
baconiana, sino también –acaso sobre todo–
para representar y, en última instancia, comprender
aquello que no derivaba directa y necesariamente de la actividad
humana. El sueño de la mecanicidad de lo no
mecanizable traspasa así el pensamiento
occidental, de los criados de Hefestos en la Grecia de
Hesíodo a los autómatas jugadores de ajedrez del
siglo XVI, del Golem al monstruo de Frankenstein, de los
oráculos a las computadoras.
La máquina se prefigura como el modelo –en su
doble dimensión de aquello que imita y representa, en un
extremo, y aquello que debe ser imitado, en el otro– por
excelencia de la relación entre sujeto y mundo que
articula el eje del pensamiento occidental (Mumford, 1982;
Mattelart, 1995; Gutiérrez y Aguado, 2001).
Sin embargo, pese a traspasar el curso del pensamiento
occidental sobre la relación entre el hombre y el
mundo, abarcando con ello la relación del hombre consigo
mismo en el doble dilema de la naturaleza
individual y de la colectividad, la máquina sólo
aparece como mito en los
cimientos de la modernidad (Mumford, 1982). La transversalidad
cultural de la máquina adquiere, a las puertas de la
modernidad, su duplicidad característica: la que separa la
mecanización de los actos de la mecanización de las
ideas.
Extrapolando el planteamiento de Hacking (1996) respecto
del pensamiento científico, el sueño de la
modernidad entronca con sus orígenes por la vía de
una aplicación recursiva sobre los extremos de la
intervención y la representación.
Soñamos autómatas de la intervención (de la
acción)
y autómatas de la representación (del pensamiento):
pensamos máquinas
que hacen y máquinas cuyo hacer es el que nos define como
humanos, mecanizamos la naturaleza y, en tanto naturaleza,
soñamos la mecanicidad de lo que somos.
Los cimientos de la modernidad construyen la idea del
progreso sobre el ejercicio recursivo del primero de estos
sueños: primero representamos la acción mecánica (técnica), finalmente,
intervenimos en su producción (tecnología).
Pensamos los autómatas de la acción (en las lenguas
eslavas, robot es la raíz común que denota
‘trabajo’) hasta ser capaces de realizarlos.
En extensión consecuente del sueño de la
modernidad, los cimientos de la tardomodernidad construyen la
idea de redención sobre el ejercicio recursivo del segundo
de los sueños de occidente: primero pensamos la
automaticidad del pensamiento; ahora –se afirma o se anhela
implícitamente– nos hallamos a las puertas de
realizarla.
En ese proceso, el
centro de gravedad de las estructuras
sociales del conocimiento
(ciencia, filosofía, economía, ética y
estética) se ha desplazado paulatinamente
del pensamiento de la mecánica a la mecanización del
pensamiento. El nexo de unión entre ambos extremos lo
constituye la problemática de la percepción, a medio camino entre el mundo
de la pura acción (los sentidos son
así propuestos como ‘herramientas
naturales’) y el mundo de las ideas (la tradición
empírica asocia los sentidos a la fundación del
acto de conocer) (1). La ambivalencia del trinomio
tecnología-percepción-conocimiento aparece
inmejorablemente ilustrada por la vinculación entre dos
fórmulas conceptuales de la tecnología
aparentemente distantes: de la tecnología como
‘extensión de los órganos’ que
acuñara Bacon a la ‘tecnología como
extensión de la conciencia
individual’ planteada por De Kerckhove (1999b) pasando por
la ‘tecnología como extensión de los
sentidos’ acuñada por McLuhan (1996) hay todo un
camino que culmina en el éxtasis de la tardomodernidad:
los medios de
comunicación y las Nuevas
Tecnologías de la Información.
Ciertamente, la prevalencia de la intervención
sobre la representación se ha invertido en los
últimos años: de la intervención en el mundo
como requisito para su modelización hemos pasado a la
modelización del mundo como requisito para la
intervención. Sólo así resulta posible
explicar la incorporación de la modelización como
procedimiento
de validación científica: ya no es sólo
válido aquello que se puede demostrar, sino,
esencialmente, aquello que se puede representar (en tanto en
cuanto el procedimiento de representación se halle, a su
vez, validado por su mecanicidad).
A la postre, no hablamos ya del conocimiento de las
tecnologías, sino, inversamente, de las tecnologías
del conocimiento. Los temas de la información y el
conocimiento se han trasladado, a lo largo del siglo XX, de
la esfera de las ideas a la esfera de la tecnología, de la
esfera de la comprensión a la esfera de la gestión. Y, sin embargo, la
entronización del binomio información-conocimiento
como concepto observacional que viene, en fin, a restituir aquel
mito del progreso que antaño abanderara la sencilla
máquina de vapor, arroja serias cuestiones a
propósito de sus condiciones de posibilidad y de sus
consecuencias.
La tecnología se erige en el cruce de espejos de
la modernidad: en ella se miran la ciencia y
la política,
la razón y la fantasía, la economía y la
estética, el individuo y la
colectividad, la contención y la desmesura. El
ensueño tecnológico de la modernidad devuelve la
técnica al mito. En sus orígenes, la singularidad
del pensamiento occidental consistió, como ha afirmado
Farrington (1974), en introducir la racionalidad en la
comprensión de los procesos naturales, de modo tal que los
procesos técnicos devenían copias o imitaciones de
los procesos naturales:
«La inspiración fundamental de los milesios
fue la noción de que todo el universo
actuaba en la misma forma que las pequeñas porciones
conocidas por el hombre. Los vastos fenómenos de la
naturaleza, aterradores en su regularidad o en su capricho, en
sus beneficios o en su potencia
destructora, habían pertenecido al dominio del mito;
ahora se los contemplaba como no esencialmente distintos de los
procesos familiares al labrador, al cocinero, al alfarero y al
herrero. Tal cosa suponía, por un lado, un recio
desafío a la majestad de los fenómenos celestes, y
por el otro, una repentina exaltación de la inteligencia y
poder del
hombre. Todas las técnicas
humanas adquirieron un doble carácter; seguían siendo los
métodos
tradicionales aceptados para lograr algún mezquino fin
práctico, además resultaban una revelación
de la verdadera naturaleza de los fenómenos del cosmos.
Los procesos indagados por los hombres en la Tierra eran la
clave de toda la actividad del universo»
(Farrington, 1974:27).
El principio de conexión a la vez
heurística y funcional entre naturaleza y técnica
no sólo asentó la condición de posibilidad
del pensamiento científico, sino que hizo posible, en los
términos utilizados por Bacon, la escisión entre
natura libera y natura vexata, entre la naturaleza
como ámbito de conocimiento, contemplación y
comprensión, y la naturaleza como ámbito de
acción, control y
dominio:
«Buscamos no sólo una historia de la naturaleza
tal y como existe, libre y sin limitaciones, cuando cumple
espontáneamente sus tareas. […] Buscamos mucho
más la historia de la naturaleza aprisionada y
restringida, es decir, de la naturaleza desprovista de su
estado
original, dominada y modificada por las artes y la voluntad del
hombre» (Bacon, F.: Distributio Operis, Cit. en
Ibid.:54).
La técnica permite, a los ojos del precursor
conceptual de la revolución
industrial, el encauzamiento de la naturaleza precisamente
porque la técnica permite el conocimiento de la
mecánica íntima de ésta. La máquina
es así, como decíamos, un modelo de la
naturaleza en su doble sentido: la máquina reproduce la
mecánica íntima de lo natural y, con ello, lo
inserta en el corazón de
la vida del hombre. La tecnología constituye el
dispositivo de socialización la naturaleza. Si la
introducción de la racionalidad en la
comprensión de los procesos naturales había
permitido separar la tecnología del mito, la
introducción de los procesos naturales en la
comprensión de la racionalidad devuelve la técnica
al corazón del mito. La tecnología resulta
así ser, antes que nada, una epistemología de la naturaleza con
ambiciones totalizadoras. En este sentido, Descartes y
Locke apuntan lo que Kant realiza: la
inauguración del sujeto trascendental kantiano instituye
el principio de formalización de la subjetividad que
traspasa el Occidente moderno como una espina dorsal. La paradoja
primera de la modernidad consiste, pues, inicialmente, en que la
máquina se separa del mito para garantizar el conocimiento
de la naturaleza y, con ello, se constituye en mitología de la naturaleza. La
tecnología se transforma en mitología de la
naturaleza (Duque, 1986; Aguado, 2000) y con ello se extiende a
los procesos simbólicos que caracterizan la dinámica social. Con todo, la distancia
entre la formalización del sujeto (inicialmente cognitiva
y sensorial) y la formalización de lo social se mantiene
en tanto en cuanto la interacción entre individuos se muestra
impermeable a la mecanización: el cogito cartesiano y la
moderna entronización del individuo como centro de
gravedad del sistema de ideas
a través del cual se accede al mundo impermeabilizan el
axioma de la irreductibilidad de la experiencia individual. Al
menos hasta la aparición de la masa y el éxtasis de
la lógica
productiva. Así, el logro tecnológico de la
cultura de
masas, según intuyeron Simmel (2001), Benjamin (1973) o
Adorno (1972),
consistirá precisamente en la disolución de esa
distancia mediante la formalización de la
experiencia.
En ese proceso recursivo que marca la
transición moderna entre el conocimiento de la naturaleza
por la tecnología y la tecnología de la naturaleza
por el conocimiento, hay, sin embargo una variable decisiva, sin
la cual no hubiera sido posible aquel desencantamiento del mundo
sobre el que Weber
diseñó la comprensión de nuestras sociedades: la
consolidación de la economía como ámbito
fenoménico de referencia en los procesos sociales o, en
otros términos, el acoplamiento operacional entre la
lógica tecnológica de la eficacia y la
lógica económica de la productividad.
Una consideración adecuada de la centralidad de
lo económico como esquema regulador de la relación
sujeto/mundo exige no sólo atender a la tecnología
en su doble dimensión de producto
científico y de recurso económico, sino,
básicamente, comprender la tecnología
simultáneamente como una ciencia de la producción y
como una economía de la posibilidad.
Nunca antes de la modernidad habían adquirido los
conceptos de producto y posibilidad una centralidad tan radical
respecto de la fenomenología de la tensión entre
individuo y sociedad. La
propia construcción del individuo sobre la idea de
propiedad y la concepción de la sociedad como
entramado funcional tanto en la idea de civilización
(Mumford, 1982) como en las teorías
del contrato social
(Aguado, 2003) (2) aparecen como rasgos esenciales de la
comprensión de la modernidad. En suma, el paso del siglo
XIX al XX supondría la confirmación de lo que tanto
Marx como
Adam Smith
habían expresado en formas diferentes, pero convergentes
al fin: la economización (acaso tecnologización en
un sentido amplio) de lo social. Donde antes la emergencia de lo
social remitía a estructuras sacrificiales (lo divino, la
nación,
la razón de Estado o la razón humanista —el
contrato
social—), a partir del siglo XVIII comenzaba a instituirse
un mundo cuya forma se desplazaba del mito edípico al
narcisista, del sacrificio a la envidia (Dupuy, 1998) y donde
homo faber y homo sapiens tendrían la
posibilidad de reconciliarse definitivamente en el nuevo homo
oeconomicus (Dumont, 1987).
El mundo adquiría, en virtud de esa doble
divergencia mitológica (entre Prometeo y Orfeo, primero,
entre Edipo y Narciso, después) una forma esencialmente
paradójica: producto de sus propias relaciones de
producción. Una idea de producción, por otra parte,
que excede necesariamente el productivismo economicista marxiano
para incorporar la virtud/virtualidad creativa de la
poiesis aristotélica y, con ella, la
estética del mundo social. La producción
técnica deja paso a la técnica de la
producción; la tejné como procedimiento de
reproducción de la naturaleza cede su lugar
a la poiesis como procedimiento de producción en el
seno de lo social. Se trata, al fin, de la producción de
lo social como una segunda naturaleza (Subirats, 1997;
Echeverría, 1999). La producción deviene
así, sobre todo y por diversos medios, producción
de sentido y, en consecuencia, de sujetos enfrentados a/desde
formas específicas de construcción de objetos. La
modernidad nace con la tecnología como dispositivo de
producción de objetos técnicos y se transforma
cuando la tecnología deviene dispositivo de
producción de sujetos y prácticas sociales
(Gutiérrez y Aguado, 2001).
El abandono de las estructuras sacrificiales de lo
social tanto como la reconciliación del homo faber
con el homo sapiens obedecían a un retorno de la
idea de producto como mediador entre el hombre y el mundo, en
parte sujeto, en parte objeto, punto de encuentro para las dos
caras del viejo paradigma de
occidente: sujeto y mundo.
Por otra parte, la centralidad de la producción
característica del proceso de
economización-tecnologización a que nos referimos
otorgaba un protagonismo inusitado a la ubicación
temporal: la fractura entre pasado, presente y futuro se ahondaba
en una doble vertiente que constituirá el objeto del
siguiente epígrafe: la presentización del pasado,
en un extremo, y la presentización del futuro, en el otro.
El vértigo de desplazamiento hacia el futuro parece
encontrarse, en este sentido, íntimamente ligado a la
dinámica de producción y a la configuración
de la economía como fenómeno social de
referencia.
En este contexto el territorio de la probabilidad,
junto con la gestión y la planificación, se traslada de la metafísica
a la ciencia, encontrando acomodo en la nueva episteme
modalizadora: del mismo modo en que la técnica se perfila
en las condiciones de posibilidad de la modernidad como modelo de la
naturaleza (y, por ello, como herramienta para su
conocimiento/control), el modelo (o la técnica de la
representación mecánica y universal) se perfila en
los albores de la tardomodernidad como tecnología del
conocimiento. El dilema de la representación efectiva como
condición de verdad, inserto en el corazón de la
tecnología, se resuelve en el principio de la posibilidad
como condición de verdad. Una posibilidad que, no lo
olvidemos, se inscribe en la lógica de producción
bajo la forma de la frecuencia: la posibilidad es al avatar
epistemológico de la frecuencia estadística; la frecuencia
estadística es el avatar económico de la
reproducibilidad mecánica. De ahí a la
representación formal como condición de
posibilidad, que caracterizará a nuestras sociedades del
espectáculo, no hay más que un paso.
El trasfondo epistemológico del itinerario
científico-tecnológico y su intersección
moderna con la lógica económica de la
producción nos ofrece los caracteres de un proceso de
transformación por el que el sujeto social deviene al fin
producto de su propia actividad productiva. La concepción
baconiana de la tecnología como extensión
orgánica recibe hoy su correlato en la concepción
sociobiologista de la técnica como salto evolutivo. Al fin
y al cabo, el sentido último de ‘organizar’ no
es sino el de transmutar los objetos del entorno en
órganos. Ciertamente, la concepción subordinada de
la naturaleza permitía inaugurar la separación
entre sujeto y objeto que hacía posibles la ciencia y la
técnica; pero, al mismo tiempo, como
se ha advertido, anticipaba la futura compulsión
autodevoradora del sujeto como objeto de sí.
Así, frente a las tecnologías del objeto
(que permitían formalizar, comprender y encauzar los
procesos naturales) aparecen, simultáneamente, las
tecnologías del sujeto. Éstas últimas se
asientan originariamente sobre la base de una intencionalidad
formalizadora de las condiciones de percepción, de
observación y de intervención como
prerrequisitos de la formalización de los objetos
naturales. Dicho de otro modo, el proyecto de
formalización de la naturaleza incluía,
necesariamente, un proyecto de formalización del
sujeto. La confluencia de la racionalidad instrumental con la
racionalidad productiva (anticipada por el matrimonio
ciencia/tecnología (3) y finalmente desencadenada
por la inflexión económica del mundo social)
inaugura una trayectoria del desarrollo
tecnológico particularmente afín a la
formalización del sujeto: aquella que se articula sobre el
eje espacio/tiempo/memoria.
Por un lado, espacio y tiempo se articulan como las
formas originales de inserción del sujeto en la naturaleza
codificada. A la postre, las tecnologías de la naturaleza
incorporaban una concepción formal tanto como formalizante
del tiempo y del espacio como coordenadas sobre las que se el
individuo accedía al dominio de los objetos. No
extraña, pues, que espacio y tiempo constituyeran para
Kant las categorías de acceso a la codificación del sujeto como machina
cognoscens. Espacio y tiempo constituyen a la vez la base
experiencial del sujeto y el nexo último entre cultura y
naturaleza. El desarrollo tecnológico puede así
vislumbrarse como una progresiva colonización del tiempo y
del espacio sobre la que se configura no sólo la
instauración de una natura vexata como
técnica de la naturaleza, sino también la
organización social como dispositivo
metanatural y, a la postre, formalizable.
«El a priori kantiano, la condición
de toda instauración de la experiencia bajo un
régimen de universalidad, o sea la condición de
cientificidad de esa experiencia, suponía la
eliminación de su sujeto no solamente como una
ontologizada "alma", sino
también, y sobre todo, como conciencia empírica e
individual, como conciencia social y como memoria
histórica. […] De acuerdo con la
epistemología kantiana la constitución de un conocimiento
apodíctico y universal partía no solamente de la
abstracción y el tiempo reales, en provecho del postulado
de un tiempo-espacio "estéticos", sino también, y
con ellos, del tiempo y el espacio reales de las conciencias
individuales, es decir, de la experiencia singular y sus
condiciones sociales e históricas» (Subirats,
1997:225-226).
Esa colonización del espacio y del tiempo
habrá de resultar crucial para la posibilidad misma de la
inflexión económico/productiva. Lewis Mumford
(1982) y Harold Innis (1995) inciden de modos diferentes pero
complementarios en la asociación entre el proceso
científico-tecnológico de formalización del
tiempo y el espacio y la configuración paralela del
individuo moderno y el orden económico asociado a la
burguesía. El transporte, el
reloj, el mapa, el calendario o la perspectiva constituyen hitos
tecnológicos que, al tiempo que producen objetos y
codifican la naturaleza, transforman la condición del
sujeto inserto en ella mediante la codificación de las
condiciones de experiencia de esa misma naturaleza. El
desplazamiento y la ubicación establecen el nexo
formalizador entre ambos. El tiempo circular de los ciclos
–el tiempo mítico por excelencia– deviene en
la cuadrícula del desplazamiento tiempo lineal y
compartimental, perfectamente aislable de la experiencia
individual. El espacio vivencial del croquis –idealmente
expresado en la cartografía mitológica
altomedieval– deviene superficie de trayectorias en la
cuadrícula topográfica (Abril, 2000).
La formalización del tiempo en los
términos del espacio recorrido y la formalización
del espacio en los términos del tiempo de la trayectoria
anuncian las tecnologías de la instantaneidad sobre
las que se asienta la condición tardomoderna del sujeto y
la sociedad. La aparición de la electricidad y su
transposición en señal-mensaje (McLuhan, 1996;
Mattelart, 1995) transforman la lógica moderna del
desplazamiento en lógica tardomoderna de la
transmisión: la codificación de la presencia
como representación del viaje sustituye a la
codificación del viaje como representación de la
presencia. Así, si la sociedad moderna se funda sobre una
conquista del espacio basada en el tiempo que presupone la
contracción ilimitada del tiempo (cuanto más
espacio en el menor tiempo, parece ser el axioma fundacional de
la lógica del desplazamiento) la sociedad tardomoderna se
caracterizará por la conquista del tiempo basada en la
supresión del espacio (la lógica de la
transmisión suprime el espacio vivencial por la vía
de la instauración del tiempo como presencia: el tiempo
real ocupa el lugar de la distinción
aquí/allí). El resultado es la
utopía (negación del espacio por su
expansión ilimitada) superpuesta a la
ucronía (negación del tiempo por su
compresión ilimitada): el tiempo del instante aislado
–la atemporalidad de la experiencia formalizada– y el
lugar de paso –el no-lugar (Augé, 1998) o el espacio
de los flujos (Castells, 1997)– constituyen las coordenadas
iniciales de lo que Giddens (1995) ha llamado desanclaje de la
experiencia individual.
Paralelamente, junto a las lógicas del
desplazamiento y la ubicación (modernamente subsumidas en
la lógica de la transmisión), la
configuración tecnológica de Occidente obedece
asimismo a una lógica de la duración. Junto al
tiempo y al espacio como condiciones protoformalizables de la
experiencia del sujeto, la constancia de los objetos aparece como
condición primera de la posibilidad misma de la
experiencia. La lógica de la duración se configura
así al modo de una garantía de la ‘resistencia del
objeto’, esto es, de su naturaleza externa y por ende
codificable, pero también garantía de la identidad
del sujeto, de su ‘naturalidad’. La memoria de
las cosas se superpone así a la memoria del sujeto como
requisito de codificabilidad y, por ende, de
reproducibilidad.
Si la colonización complementaria del espacio y
el tiempo como condiciones de formalización de la
experiencia individual habían dado lugar a las
tecnologías de la instantaneidad, su interposición
a la lógica de la duración dará lugar a las
tecnologías de la memoria. La idea de la
duración como condición de formalización de
la experiencia adquiere, en el contexto de la reproducibilidad
mecánica, los tintes de una peculiar lógica del
almacenaje: memoria y reproducción como condiciones de
acumulación de la experiencia.
Esta conexión apenas esbozada entre
transmisión y acumulación sienta las bases para la
centralidad de los media en la cultura tardomoderna: la idea del
almacenaje (preservación, duración,
transmisión) que expresa lo que somos en bibliotecas,
videotecas, fonotecas, hemerotecas, ludotecas, pinacotecas,
gliptotecas o filmotecas, apunta a una cultura, siguiendo a
Debray (2001), caracterizada por la mecanización
(tecnificación) de la abundancia en una lógica
minuciosa del armario (gr. tekhé) que clasifica,
compartimentaliza, ordena, conserva, expone y, en última
instancia, transmite. Esta lógica del almacenaje nos
inscribe en un tejido temporal que proyecta nuestro presente
sobre nuestro pasado y nuestro futuro, y al mismo tiempo, nos
proyecta sobre el presente de los que nos precedieron y sobre el
pasado de los que nos suceden. Duración y
transmisión son, en suma, las estrategias de
producción de una cultura en el doble sentido de
cosmovisión (una visión ordenada del mundo) y
práctica de sentido (encarnación de una
semiosfera). Si ciencia y técnica ejercen como
logoteca pragmática que concibe la Naturaleza como
almacén
de objetos y leyes
disponibles, la huella (la inscripción, diría
Latour) remite a una mnemoteca por diferentes
medios a lo largo de los siglos: la piedra, el artefacto,
la escritura, el
monumento, el documento, la imagen… La mnemoteca, el armario de
la memoria, el almacén de huellas, constituye así
la clasificación minuciosa de lo que somos. La
vinculación definitiva entre tecnologías de la
memoria y tecnologías de la instantaneidad, cumplida en
las posibilidades de los modernos medios
electrónicos, sienta las bases para una nueva
condición de la experiencia.
Lo dicho hasta aquí, obliga a revisar el alcance
del concepto mismo de tecnología. Sobre la base de su
potencia codificadora y articuladora respecto de la
intervención en el mundo, la modernidad presupone la
técnica como forma primordial de la acción humana.
Si la técnica es concebida como el modo esencialmente
humano de organizar el entorno (el mundo), esto es, como la
introducción de orden (trans)subjetivo en el orden de lo
natural, entonces la tecnología ha de ser concebida como
la organización de ese orden o, en otros
términos, el orden inherente a la acción ordenadora
(transformadora) del hombre en sociedad. En este sentido cabe
hablar, como hemos anticipado, de tecnología en referencia
a objetos técnicos (una tecnología de la
máquina de vapor, una tecnología del ordenador),
pero también, por extensión de la idea de producto,
en referencia a objetos y procesos culturales (una
tecnología del Estado, una tecnología del sujeto,
una tecnología de lo social).
Es en este punto donde el concepto de tecnología
realiza el salto cualitativo del objeto al sujeto. Dicho salto
constituye el objeto de atención preferente sobre el que Michel
Foucault (1990)
propone su revisión del concepto. Foucault aúna la
tradición marxista –que concibe la tecnología
como superestructura– y la tradición
histórico-hermenéutica que plantea una
relación de producción entre el sujeto y la
tecnología como relato social. Toma de la tradición
marxista el concepto de tecnología como forma
organizada/organizadora de producción y la extiende a los
territorios del sujeto –ya sea individual o social–
que esa misma tradición daba por constituido. Para ello,
recoge y amplía la división tripartita
habermasiana, y propone cuatro modos tecnológicos
característicos de la modernidad occidental. Considera,
así, en primer lugar las tecnologías de la
producción como «aquellas que permiten producir,
transformar o manipular cosas» (Foucault, 1990:48). Por
tecnologías de la significación entiende
aquellas que permiten utilizar signos y
símbolos en relación a sentidos y
significados. Las tecnologías del poder abarcan
todos aquellos dispositivos «que determinan la conducta de los
individuos, los someten a cierto tipo de fines o de
dominación, y consisten en una objetivación del
sujeto» (Ibid.). Finalmente, el autor denomina como
tecnologías del yo el ámbito formalizado de
las operaciones
mediante las cuales el sujeto (individual o colectivo) se
constituye a sí mismo o se transforma.
Las dimensión formalizadora de la experiencia
individual que hemos apuntado respecto de las tecnologías
de la producción sustenta la transición de la
modernidad hacia las tecnologías de la
significación y del yo como tecnologías del sujeto
tardomoderno: a diferencia del ensueño tecnológico
de la modernidad, el sentido y el sujeto dejan de ser a
priori, motor u origen de
la acción técnica y, por extensión, de la
acción cognitiva. Una vez codificados, el sujeto en su
trascendentalidad de origen kantiano y el sentido en la
información procesable, uno y otro se integran plenamente
en la idea de producto. Y, en la medida en que sujeto y sentido
devienen objeto de la acción tecnológica, su
proceso de constitución queda institucionalizado: la
sustitución progresiva de la autonomía productora
de identidad –cuyo último sustrato atañe a la
irreductibilidad de la experiencia individual del mundo–
por dispositivos heterónomos de producción
constituye la base de las tecnologías del poder. Una
tecnologías –en el sentido amplio de dispositivos
lógicos predeterminantes– cuyo producto ya no se
articula sobre el conocimiento individual del mundo –hito
epistemológico de la modernidad científica–
sino sobre su disfrute, sobre su experiencia.
4. Hacia una
mistificación de la experiencia
A diferencia de como parece imponer el discurso
filo-tecnológico de la tardomodernidad, no es (o no es
sólo) la cantidad de información o el conocimiento
como procesamiento de
datos lo que caracteriza a las sociedades desarrolladas
contemporáneas. Ciertamente la noción de
información como selección
y articulación de codificaciones, tanto como la idea de
conocimiento como incorporación funcional de las
codificaciones a las operaciones del sistema, constituyen un hito
tecnológico que superpone de forma radical las
tecnologías de la naturaleza a las tecnologías del
sujeto y, de hecho, cumple el proyecto kantiano de
codificación del sujeto como machina cognoscens.
Sin embargo, creemos que la diferencia constitutiva de la
tardomodernidad consiste más bien en las posibilidades
formalizadoras que la información y el conocimiento como
algoritmos
introducen, dentro del marco de la confluencia entre
lógica de la transmisión, lógica del
almacenaje y lógica de la producción, en el sujeto
contemporáneo. Desde luego, aproximarse a nuestro contexto
bajo el paradigma de la ‘sociedad de la
información’ o de la ‘sociedad del
conocimiento’ no deja de resultar paradójico cuando
observamos, por ejemplo, los problemas
derivados del paroxismo de la acumulación de datos y la
profunda crisis de los
sistemas
tradicionales de representación.
De entre todos los actores sociales, el sujeto
individual contemporáneo, pero también el
metasujeto colectivo denominado ‘cultura’ –no
por casualidad, aquellos menos institucionalizables en su
integridad–, no parecen en absoluto favorecidos por el
éxtasis de la transmisión. La era de la
conectividad, la información y el conocimiento a escala global es
también la era del aislamiento, la era del
espectáculo y el simulacro. Frente al dominio de la
información y el conocimiento en sus acepciones
funcional-cognitivistas, se impone un concepto observacional
amplio, capaz de dar cuenta de la verdadera transformación
de una tardomodernidad que, en definitiva, no supone sino el
paroxismo de los supuestos codificadores de la modernidad. La
posmodernidad
no es así una ruptura, sino un delirio: la posmodernidad
es, en suma, sobremodernidad en su sentido más netamente
paroxístico, el cumplimiento de un proyecto ético,
estético y epistemológico que comenzó en el
momento en que el sujeto se soñó a sí mismo
simultáneamente como creador y criatura. Ese paroxismo de
la modernidad, como han anticipado las fantasías
estéticas de las vanguardias del siglo XX (Subirats,
1997), coincide con aquello que Kant sólo se
atrevió a soñar en los límites
del tiempo y el espacio: la codificación de la experiencia
individual.
En virtud de su esencialidad en la construcción
identitaria, la experiencia individual ha permanecido como
horizonte límite en el curso del proyecto moderno que
sueña un sujeto artificial en una segunda naturaleza como
producto total y acabado. Sin embargo, la experiencia individual
se ha mantenido al margen de la lógica codificadora de la
ciencia entre otros aspectos debido a su irreductibilidad a la
observación externa (4). Será, sin embargo,
la doble lógica industrial y económica de la
modernidad tardía la que, en su incursión
estética anticipada por las vanguardias y consumada por
los media, acabe por doblegar su naturaleza de límite. Tal
será la preocupación creciente de no pocos autores
asaltados por el estupor ante la naciente cultura de masas en los
prolegómenos del siglo XX, bien sea desde sus
implicaciones estéticas (Benjamin, Adorno),
interaccionales (Simmel), éticas (Agamben) o
tecnológicas (Ellul). Si la modernidad había
soñado observaciones sin sujeto en la forma de la
objetividad científica, la tardomodernidad sueña
experiencias sin sujeto en la forma del espectáculo
mediático.
Así, para Giddens (1995) la separación
espacio/tiempo (en definitiva, su aniquilación mutua en
los términos de su complementariedad originaria)
constituye el antecedente moderno de lo que hoy supone el
síntoma de su paroxismo: el desenclave de la experiencia
individual. Si la separación espacio/tiempo/memoria
posibilita la universalización, la desubicación de
la experiencia se presenta como prerrequisito de la
globalización. La codificación de las
condiciones de posibilidad antecede necesariamente a la
codificación de las prácticas. Conviene en este
punto señalar que la lógica expuesta guarda una
estricta coherencia con la trayectoria de la
industrialización/economización de las
prácticas sociales tanto como con la optimización
de la información y el conocimiento como conceptos
observacionales socialmente validados.
Si algo caracteriza genéricamente a la modernidad
esto es una singular constitución, primero, y una
gestión característica, después, de la
experiencia individual y colectiva que, no en vano, ha promovido
exponencialmente el nacimiento y desarrollo de los medios de
comunicación en sus expresiones procedimental (usos
sociales de la
comunicación) e instrumental (tecnologías de la
comunicación). Si podemos entender la
sociedad moderna como sociedad de los individuos (Elias,
1990), o, en los términos contradictorios de Wolton
(1998), sociedad individualista de masas, no resulta
difícil concluir que los dispositivos de control y
gestión de la experiencia adquieren una importancia
psicológica, política, económica y cultural
de primer orden. La historia de las sociedades modernas es,
más que nunca, la historia de sus dispositivos de
gestión y control de la experiencia. Una gestión
que, en rigor de la concepción simmeliana de la modernidad
tecnoindustrial como formalización de la vida social,
demanda la
codificación sustitutiva de esa experiencia que
había caracterizado la irreductibilidad de la
condición individual. El papel de los media como instancia
de producción de la cultura de masas excede aquí
con creces el de meros mediadores cognitivos para convertirse en
instancias configuradoras de la experiencia individual. Los media
constituyen el entramado de recursos
simbólico-tecnológicos que, antes que proporcionar
una imagen unitaria y coherente del mundo social, la producen en
el sentido mismo en que configura su experienciabilidad y, con
ella, un nuevo sujeto trascendental forjado en la universalidad
de los formatos, los recursos interpretativos y la
identificación afectiva de los contextos y las
sensaciones.
«La reproducción técnica de la
realidad supone un proceso complejo de ensamblajes, cortes,
desplazamientos, collages y censuras. Bajo la unidad
formal del tiempo y el espacio que el medio de
comunicación define en cuanto a su estructura
técnica e institucional, el mundo se revela como una
unidad estructurada lo mismo que un discurso o un sueño,
con sus conexiones categoriales, sus nexos lógicos y
analógicos, sus desplazamientos, redundancias,
condensaciones, censuras y ruidos significativos o
insignificantes. A través de los medios de masas el mundo
se revela como la unidad de una experiencia industrial,
política, tecno-compositivamente acabada».
(Subirats, 1988:109)
El paso de la representación al simulacro
(Baudrillard, 1998), la hipersimulación en que se
constituyen las imágenes
de lo social y lo individual, se perfila aquí de forma
simultánea como el motor y el resultado de este proceso de
formalización y sustitución de la experiencia
individual. No se trata, al modo en que lo entienden Giddens
(1995) o Thompson (1998), de la mediación de la
experiencia como recurso paliativo del moderno secuestro
de experiencias existencialmente revulsivas tanto en el nivel
social como en el individual (5). Se trata más bien
de que la propia mediación tecnológica de la
experiencia individual supone el elemento central de un proceso a
gran escala de redistribución de las fuentes
sociales e individuales de la experiencia, descentrando a la
interacción cotidiana del lugar que hasta la fecha
había ocupado como núcleo de socialidad –en
tanto que acceso al otro– y como base de la
irreductibilidad de la experiencia individual. A la postre, el
proceso resultante es el de un nuevo sujeto social, esencialmente
distinto de aquel sobre el que se construyó el
sueño de la modernidad y, sin embargo, descendiente
directo de la aplicación de su proyecto
epistemológico.
Conviene aquí recordar que ese proyecto
epistemológico había ya dado lugar en su desarrollo
a la superposición de lo que, con Foucault, hemos llamado
tecnologías de la producción, tecnologías
del sujeto y tecnologías del control. En este sentido, los
dispositivos socioculturales de mediación de la
experiencia, en las condiciones de la modernidad que incluyen
tanto la complejidad y la incertidumbre como la
tecnificación y economización del mundo social,
juegan un importante papel en la confección de redes de confianza
destinadas a mitigar la incertidumbre mediante el incremento de
la seguridad. En
definitiva, la experiencia tecnológicamente mediada
contribuye a filtrar el excedente de incertidumbre que debe
afrontar una sociedad compleja, con un alto nivel de
diferenciación funcional y permanentemente volcada sobre
el futuro. La mediación tecnológica de la
experiencia, constituye un mecanismo de
normalización primero, en el sentido preciso en que
genera coherencia entre los relatos identitarios de los sujetos
sociales, institucionales, individuales o colectivos; y
después, en el sentido en que subordina la experiencia
individual a la coherencia respecto de tales relatos. El sujeto
es desprovisto de la irreductibilidad de su experiencia en la
medida en que ésta aparece como caso particular,
subjetivo, epifenoménico de la verdadera naturaleza de las
cosas, cuya coherencia viene dada por las condiciones de
representación del medio.
Tal parece, en definitiva, el nombre de ese proceso de
pixelización de la experiencia individual (si se
nos permite la metáfora tecnológica). El
espectáculo se dibuja aquí como la forma
tecnológica, productiva y simbólica de una
desrealización de la experiencia que demanda, en primera
instancia, como requisito epistemológico la
desconexión entre el sujeto y el mundo, tanto como la
desconexión intersubjetiva. La sustitución del
objeto por el signo y de éste por el goce o el deseo marca
el camino de desrealización de la experiencia en el
terreno de la mercancía. «El espectáculo es
el momento en el cual la mercancía alcanza la
ocupación total de la vida social» (Debord,
1999:55). Y ello atañe, como habían anticipado
Simmel, Lúkacs o Debord, al otro como objeto y al sujeto
como espectador.
5. Mercado,
tecnología y experienciabilidad
Las tecnologías de la comunicación
constituyen así un dispositivo peculiar de las
tecnologías del sujeto por cuanto intervienen en la
gestión de la experiencia en un doble nivel;
epistémico (ponen en juego una
concepción y unas relaciones de constitución entre
sujeto y mundo) y simbólico (son instancias especializadas
en la mediación de la experiencia). En el primer nivel
operan en el sentido de incrementar la coherencia en la actitud
epistémica hacia el mundo (por ejemplo, refrendan el
axioma de la causalidad o la separación sujeto/objeto en
las sociedades modernas), interviniendo decisivamente en las
condiciones de posibilidad de la experiencia. En el segundo nivel
operan en el sentido estricto de mediación, esto es, en la
constitución de un espacio de la experiencia dotado de
reglas propias de circulación, transformación y
transposición de los sentidos.
«La expansión de las técnicas de
representación audiovisual […] ha desbordado el
ámbito histórico, tradicionalmente muy localizado,
de la representación para introducirla rotundamente en la
cotidianidad: hoy la representación visual no sólo
invade el universo de lo cotidiano, sino que constituye cada vez
más intensamente un ámbito privilegiado de
relación del sujeto con el mundo» (González
Requena, 1995:76)
En semejantes circunstancias de generalización de
la acción de los dispositivos tecnológicos, donde
la interacción social es sustituida por el ritual
mediático, donde el espacio de la interacción
social es sustituido por el escenario y donde la acción es
sustituida por la contemplación, el valor
socializante de la experiencia tecnológicamente mediada se
convierte en valor de cambio. La
experiencia mediada constituye así un servicio
retribuible sobre el que se articula una de las estructuras
comerciales dominantes en la sociedad contemporánea: la
industria
cultural. No sólo consumimos ocio o información.
Consumimos y/o distribuimos experiencias mediadas
(diversión, miedo, placer estético, vértigo,
reflexión, tristeza, conciencia, fascinación,
precisión, realidad, y tantas otras). Consumimos, en
definitiva, los fragmentos de un cuadro do it yourself en
el que dibujamos nuestra relación con el mundo social. Un
cuadro que constituye la fuente de seguridad ontológica
sobre la que nos alzamos como individuos. La economización
del mundo social alcanza así el ámbito de la
experiencia sociocultural del individuo.
Desde los teóricos de la escuela de
Frankfurt a los críticos de la comunicación
herederos de su reflexión (Sfez, 1995; Morin, 1967;
Debord, 1976; Mattelart, 1974, etc), se ha advertido que la
unión indisociable entre industria cultural y cultura de
masas desata un proceso de economización y
tecnificación industrial de la cultura que deviene en una
radical transformación del mundo social y de la propia
constitución del individuo. La entronización
semántica y procedimental de la
comunicación en las sociedades modernas transcribe el
aporte tecnológico a una cultura en la que, cada vez
más, la industria releva a otras instituciones
sociales en la producción de experiencias
simbólicamente mediadas. Tal es, al fin, el proceso por el
que la cultura tecnificada cumple el proyecto
epistemológico de la modernidad: en tanto en cuanto la
cultura constituye el horizonte de toda experiencia individual,
la absorción de aquélla por la esfera de la
producción hace viable esa formalización de la
experiencia que la ciencia no había podido acometer en
virtud de su inoperatividad respecto de los procesos subjetivos
no externalizables.
La experiencia como mercancía cumple las
condiciones de la experiencia atribuible a un sujeto universal,
formalizado, que no había podido diseñar, con sus
solos recursos, la ciencia. El punto de inflexión, en
términos lacanianos, lo constituye la fusión
entre el signo y el deseo, o, para ser más precisos, el
deseo del deseo del otro. El mercado como ámbito de
intercambio social de los objetos articulado sobre el concepto de
propiedad da
así paso al mercado como ámbito de intercambio de
los deseos articulado sobre el concepto de acceso (Rinkin, 2000).
La misma sustitución de la idea de propiedad por la de
acceso comporta el rasgo de la definitiva valorización de
la experiencia como algo mensurable en términos de
mercado. Tal y como aparece en el argumento de una campaña
de loterías, lo realmente valioso no es la posesión
de los cinco millones de euros que anuncian, sino la
experiencia de poseerlos. Jeremy Rifkin ha denominado a
este proceso comercialización de la
experiencia.
El proceso de economización de la cultura y de
resignificación comercial de la experiencia individual que
caracteriza el último tercio del siglo XX en las
sociedades desarrolladas es contextualizado por Ritzer (2000)
como un reencantamiento del mundo: si Weber había
descrito la modernidad como un "desencantamiento del mundo" por
la racionalización instrumental, Ritzer apunta que el
epítome de esa racionalidad, la economía de
consumo, acaba en la actualidad por recurrir al "encanto" (esto
es, a la emoción, la fantasía, la magia, la
fascinación) como valor de cambio dominante. De acuerdo
con Ritzer (2000) y Rifkin (2000), la ubicuidad del concepto de
espectáculo, desarrollando algunas de las tesis de
Debord (1976) y Postman (1991), emerge así como
síntoma de una doble confluencia: por un lado, cambios
tecnológicos (implosión de los espacios
públicos en los espacios privados, instantaneidad,
supresión de distancias, disponibilidad, atemporalidad,
etc) y cambios económicos (sustitución de la
relación comprador-vendedor por la relación
proveedor-usuario, desplazamiento del Estado como macro-sujeto
económico, ingreso en el mercado de públicos
jóvenes, infantiles y de la tercera edad, disponibilidad
presente del capital
futuro, etc); y, paralelamente, cambios en los modos del
consumo (consumo global, centralización espacial y descentralización temporal del consumo,
sustitución de la propiedad por el acceso, consumo de
simulacros, virtualización, ampliación de las
edades de consumo, etc.) y cambios socioculturales de base
(reconceptualización de la idea de individuo,
virtualización de la relación
individuo-colectividad, virtualización de la
relación yo-otro, valorización del disfrute,
presentización del futuro, etc).
6. Experienciabilidad como
espectacularidad
Tal y como ha apuntado Subirats (1988:84), los conceptos
de espectáculo y simulacro se superponen en la
dimensión experiencial de la imagen:
«Simulacrum es la traducción latina del eídolon
griego. No es errado, por tanto, verterlo a su vez por la palabra
castellana ‘imagen’». La instauración de
los media como tecnologías de la experiencia a
través de la visión no es ajena, por tanto, a una
concepción epistemológica de la imagen como acceso
a la realidad cuya conformación cabe trazar desde los
clásicos griegos hasta la cultura popular de nuestros
días. La naturaleza peculiar de la imagen es así,
precisamente, la de un signo disfrazado de significante, y, por
ello mismo, la de una estructura que involucra simultánea
e integradamente la experiencia sensorial y la experiencia
simbólica, la simulación
de la percepción de la realidad y la representación
contextual del sentido. En tanto la imagen presenta y representa
al mismo tiempo, constituye el material idóneo para la
producción de simulacros. En este contexto conviene
enclavar la fascinación producida por las primeras
tecnologías de reproducción realista de la imagen
(desde la magia catóptrica de la lucerna
mágica o la cámara obscura en el siglo XVII
hasta el diorama, el kinetoscopio o el cinematógrafo en el
XIX), así como los usos espectaculares con que se
caracterizaron dichas tecnologías a lo largo del siglo
XIX, más próximos a la feria, el circo o la
prestidigitación que al arte
dramático (Darley, 2002). La naturaleza hiperreal que
estas tecnologías acabarán por otorgar a la imagen
constituye el punto de apoyo de su doble condición en los
media actuales: como simulacro (esto es, como
ante-presentación sustitutiva de la realidad) y como
espectáculo (esto es, como puro goce
experiencial).
Con la imagen artificial como materia prima,
la idea de simulacro trasciende la de representación para
sustituirla. La pretensión ilusionística e
hiperreal es consustancial al simulacro: aquella copia de la
realidad que deviene fuente de la condición de realidad
misma y, por tanto, la relega a la categoría de
epifenómeno. He aquí la diferencia radical entre la
representación y el simulacro: la representación
media efectivamente la experiencia del mundo vivido; el
simulacro, sencillamente, la sustituye. Por ello, la
representación se constituye sobre el principio de
exclusión del sujeto perceptor fuera del mundo
representado, mientras el simulacro se constituye sobre el
principio de inmersión del sujeto perceptor en el
universo representado. Las tecnologías electrónicas
de la mediación han hecho posible el salto cualitativo de
la inmersión del sujeto, por lo que la idea de
mediación desaparece. Y es en este punto donde la idea de
experiencia adquiere todo su valor económico y
epistemológico. La experiencia tecnológicamente
mediada ya no es, propiamente, experiencia en el sentido de
vivencia individual irreductible, ni mediada en el sentido de
cognitivamente estructurada. La superposición operada
sobre el argumento de la hiperrealidad accesible (epítome
de la ‘autenticidad’) aparece magistralmente
expresada en el slogan de un spot publicitario reciente:
«Algún día vivirás todo esto
–reza la voz en off después de mostrar en
imágenes sincopadas un conjunto de experiencias asociadas
al producto–, pero nunca será tan
auténtico como ahora».
En la medida en que la cultura mediática
configura un espacio perceptivo e interaccional cerrado,
autorreferente y excluyente, su actividad trasciende la
mediación de la experiencia individual y colectiva para
suplantarla:
«El simulacro es la duplicación formal de
esta experiencia como producto acabado, por tanto, como algo que
podemos asumir o reflejar, pero nunca se nos descubre como una
experiencia subjetiva. […] El simulacro es la
representación técnicamente cumplida como lo
real» (Ibid.:88/93)
Las reflexiones que apuntan hacia la vinculación
entre media y simulacro hacen hincapié tanto en la
naturaleza técnica como en su estructura simbólica:
La ya mencionada disolución del tiempo en la redundancia o
en el ‘tiempo real’ del instante como correlato de la
presencia; la disolución del espacio de
identificación en los cortes, la serialización y la
recontextualización superpuesta de los sentidos y de sus
condiciones de enunciación/interpretación; la estandarización
de los relatos y las descripciones como requisito de
accesibilidad interpretativa; la banalización o, por el
contrario, la magnificación como recursos espectaculares;
la fusión entre realidad y ficción (o, para ser
más preciso, entre la representación de la realidad
y la representación de la representación de la
realidad) y, en definitiva, la concatenación fragmentaria
de las voces, las imágenes y los relatos conforme a los
patrones técnicos y semánticos del medio,
constituyen sólo algunos de los lugares comunes sobre los
que la producción mediática ocupa su lugar en la
vida cotidiana del individuo contemporáneo.
«… todo ello señala en dirección a una devaluación de la realidad, a un
distanciamiento ascético, a un principio de renuncia a la
inmediatez táctil, al contacto personal, a la
percepción inmediata, a la interacción
erótica individualizada, a la relación intuitiva
con el entorno físico. […] Es el resultado de su
doble condición de distancia y proximidad con respecto al
objeto, de mediación técnica y manipulativa, por
una parte, y de cercanía mimética o poder
mágico, por otra. Y es asimismo la imposibilidad por parte
del espectador […] o del agente de la comunicación
electrónica de conferir un sentido al mundo
que le rodea. Es la condición electrónica de la
destrucción de la experiencia. Los paisajes televisivos de
las guerras
tardomodernas, sus signos entrecruzados de violencia
sádica e indiferencia moral, no son
más que el exponente extremo de esta
constelación» (Subirats, 1997:139).
Pero el desarrollo de los media como dispositivos de
producción de simulacros en el marco del proyecto
formalizador de la modernidad tendente a una segunda naturaleza
como ‘producto total’ y a la subsecuente
codificación de la experiencia individual no habría
sido posible con la sola aportación de la racionalidad
instrumental y económica. En este sentido, el papel jugado
por la naturaleza espectacular de los media y de su actividad
productiva resulta decisivo. Como ha señalado Postman
(1991), el desarrollo de las tecnologías del control como
tecnologías del sujeto ha seguido más bien la
línea anticipada por Huxley que aquella otra dibujada por
Orwell o, en otros términos, el argumento de la
seducción se ha mostrado más eficaz como criterio
formalizador que el argumento de la racionalidad instrumental.
Obviamente, la lógica del mercado como lógica
recursiva del consumo y la producción conciernen a la
posibilidad misma de la seducción: la comercialización de la experiencia es
sólo un paso más allá de la
comercialización de los deseos.
En primer lugar, como habían anticipado Benjamin
o Adorno, el espectáculo anula el arte precisamente porque
anula la condición significante del objeto y la
condición interpretativa del sujeto. El espectáculo
introduce en la actividad mediática un componente
estético orientado por el ethos del juego y el
deleite que desplaza el sentido de los objetos y de los sujetos
para ubicarlo en la muestra, en la presentación. El caso
del cine comercial
global se ofrece en este punto como ejemplo: la esencia de su
condición espectacular consiste en el acto mismo de la
exposición, donde confluye la
imitación formal de lo real con la ficción
ilusionística –a través, por ejemplo, de los
efectos especiales– en detrimento de la
dramatización, la construcción de personajes, de
ambientes o, en suma, de la representación
artística. El factor sensorial, la sucesión de
impactos visuales, se esfuerza por reproducir las condiciones de
una experiencia mínimamente semantizada.
«La apariencia de las imágenes excede a la
que normalmente se asocia a sus modelos
[…]. Lo que se produce es una intensificación o
exageración (una especie de exhibicionismo) en el plano de
la imagen en movimiento del
aspecto analógico o mimético de los modelos
previos» (Darley, 2002:138).
La hiperrealidad de la imagen espectacular no es ya una
cuestión simbólica, como en el figurativismo, sino
una cuestión formal, técnica. Así, la
búsqueda de la fascinación ilusionística,
como en las sesiones de prestidigitación, introduce una
vuelta sobre sí misma de la imagen como
representación ficcional. Al contrario que en el arte, la
imagen espectacular no finge: finge que finge. Miente haciendo
saber que miente y el objeto de la dimensión
estética reside en la sofisticación del
fingimiento, en su precisión formal, en su
construcción abrumadora, más real aún que la
realidad. Esta condición metaficcional del
espectáculo mediático, ya apuntada por
González Requena (1995:104) respecto del
espectáculo televisivo, vale tanto para la
dimensión espectacular de un film de James Bond como para
el antropólogo de un documental del National Geographic,
para un presentador de telediario (que finge interpretar tanto la
imparcialidad como la condición anímica de una
información) como para el camarero hawaiano de un
resort en Cancún o para el actor de un spot
publicitario.
Las condiciones técnicas suponen, sin duda, una
inestimable ayuda en este proceso. Aunque la naturaleza moderna
de los géneros cinematográficos mantiene aún
una distancia, una ‘expulsión del espectador’
fuera del mundo de la pantalla que obedece a su condición
narrativa (la articulación de las imágenes en
campos y contracampos homogéneos (6), como ha
señalado González Requena (1995:89-90) constituye
un exponente gramatical de ese distanciamiento que había
caracterizado al arte), la oscuridad y el sonido envolvente
de la sala de cine contribuyen a resignificar el contexto
experiencial del espectador, introduciéndolo en el
universo sensorial de la narración. La evolución de las condiciones
técnicas en el tratamiento de la imagen y de su
exposición ha contribuido a una espectacularización
del relato cinematográfico como evento:
«Si en último término la
dimensión espectacular se ha considerado siempre
subordinada y en cierto sentido sujeta al control de una
lógica narrativa represiva, ha sido precisamente porque el
espectáculo constituye, en muchos aspectos, la antítesis de la narración.
Efectivamente, el espectáculo congela el movimiento
motivado. En su estado más puro, existe por sí
mismo, consistiendo en imágenes cuyo impulso principal
radica en deslumbrar y estimular a la vista (y, por
extensión, al resto de los sentidos). Vacío de
contenido, despojado del peso de la progresión ficcional,
la astucia del espectáculo consiste en que empieza y acaba
con su propio artificio; en cuanto tal, el espectáculo
exhibe y se exhibe.
[…] Lo que define al espectáculo es su
foco dual sobre las sensaciones y sobre el artificio. El
carácter de experiencia que posee el espectáculo
tiende a desplazar, a degradar (o quizá a diferir) el
interés
por la creación del significado en el sentido tradicional,
sustituyéndolo por la inmediatez de la admiración
ante lo que se muestra y, frecuentemente, ante cómo tal
cosa ha sido posible» (Darley, 2002:167).
Paralelamente, el desarrollo de productos comunicativos
o culturales globales inserta el relato cinematográfico en
toda una red de
simulación que introduce la representación
técnica del mundo en la vida cotidiana del individuo
tardomoderno y la instituye en condición de realidad. Al
relato cinematográfico se le añaden así la
pasión de su banda sonora que nos acompaña en
el trabajo o
en el coche como acompaña al protagonista en su escena de
triunfo; el vértigo del videojuego que permite pilotar la
nave del héroe; el perfume que condensa el glamour de la
protagonista; los posters y fondos de pantalla que reproducen la
estética cuidadosamente calculada de los escenarios del
film; los gadgets tecnológicos que la marca de
turno ha puesto oportunamente en manos de los personajes; la
estética evocadora que reproducen los spots publicitarios
de los más variados productos; la serie de televisión
que continúa los hilos sueltos de la trama o la historia
de personajes secundarios convertidos en protagonistas
reciclados; la novela
reeditada en que se basa el guión del film; la noticia del
estreno en los informativos y en los suplementos de prensa que
confieren a la exhibición el carácter de evento
social; la súbita proliferación de cómics y
libros sobre
la temática resucitada; las conversaciones informales que
comentan cómo se ha vivido la experiencia, habitualmente
en los términos predefinidos por la campaña de
promoción del film…
El resultado paradójico es, al fin, que el
espectador codificado forma parte del relato
cinematográfico (o por extensión, mediático)
antes siquiera de que éste tome la forma de una
narración. Acaso el síntoma de esta dinámica
lo constituyan las formas más o menos estandarizadas del
trailer cinematográfico en tanto condensan los
rasgos espectaculares de la exposición: la esencia de la
banda sonora, la esencia de la condición espectacular de
la imagen en flashes sincopados, la esencia redundante del
argumento en frases igualmente sincopadas y fragmentadas que
frecuentemente adoptan una estructura retórica,
directamente interpeladora del espectador: ¿qué
harías si…? ¿Hasta dónde
llegarías si…?
Otro tanto ocurre con la naturaleza espectacular del
flujo televisivo, cuya condición técnica y
expresiva reside precisamente en la inclusión del
espectador (González Requena, 1995): el presentador nos
habla a nosotros, el actor del spot publicitario se dirige a
nosotros, las imágenes de continuidad nos avisan de que no
se han olvidado de nosotros, el público o las risas
enlatadas nos dicen que formamos parte de la comunidad que,
asistiendo a él, forma al mismo tiempo parte del contenido
de los concursos o de los talk shows. En ello reside la
proverbial capacidad televisiva de abolición de la
intimidad (Ibid.: 99), de transformación pública
del espacio privado en unidades individuales que extraen al
sujeto de su comunidad situacional para situarlo en el
corazón de la comunidad electrónica restando
así validez a la experiencia individual en favor de la
experiencia codificada por el medio: la pasión de la
telenovela o el vértigo del partido sustituyen a la
pasión convivencial de los sujetos espectadores, a su
experiencia derivada de la interacción.
Así, si lo característico del simulacro
es convertir a la representación en condición de
realidad, lo característico del espectáculo es
convertir el goce en condición de verdad. El resultado
es la instauración de una realidad como goce. De
ahí la compulsión devoradora de las
imágenes: el deseo de mostrar que caracteriza al
simulacro mediático y su contrapartida en el deseo de
ver que caracteriza la condición espectacular del
sujeto-espectador se constituyen sobre la doble naturaleza de la
imagen, como realidad y como signo, como sensación y como
expresión. La hipervisibilidad televisiva (Imbert, 1999) o
la profusión de cámaras como dispositivos de
control son sólo ejemplos de una dinámica global
que culmina con la absorción del espacio privado
(la pantalla del ordenador convierte nuestra habitación en
aula, autopista, cafetería, centro comercial, ministerio
público, museo, sala de subastas o biblioteca) y la
sustracción del espacio público a la
interacción social entre individuos (el
cibercafé o el despacho se transforman en lugares de
múltiples intimidades aisladas a través del
chat y del acceso singular a las imágenes y textos;
la política se formaliza en representaciones
estereotipadas y fijas donde la inmediatez y el impacto
sustituyen a la copresencia y la copresencia sustitye a la
participación; y las comunidades virtuales se homogeneizan
para dar cabida sólo a sujetos preformateados conforme a
idénticos rasgos identitarios, ya sean gustos, aficiones,
posiciones ideológicas, necesidades informativas o
afectivas…). El papel que juega la imagen en este proceso
no es, pues, ni meramente técnico, ni únicamente
simbólico; es, sobre todo, social: «El
espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una
relación social entre las personas mediatizada por las
imágenes» (Debord, 1999:38).
El paisaje resultante recuerda en mucho a la idea del
mundo como ficción total que, desde la caverna
platónica o el dualismo gnóstico al teatro
calderoniano y la estética barroca de la contrarreforma,
instituyen el carácter sagrado de una realidad inaccesible
a la experiencia individual, determinante, por un lado, de la
ritualización (valga decir codificación) del
acceso a esa realidad como sacrum y, por otro, de la
concepción contemplativa (valga decir pasiva) de
los sujetos individuales (Subirats, 1997:213). La
dimensión espectacular del medio y la subsiguiente
transformación de la mediación en
sustitución de la experiencia, invierten asimismo la
concepción cognitiva y/o hermenéutica de las
teorías de la construcción social de la realidad:
desterrada la experiencia individual y la interacción cara
a cara como base de la vida social, sustituida la
participación activa por la contemplación
extática, la idea de que el imaginario sociocultural se
constituye en un proceso de negociación significante entre los sujetos
sociales cede su lugar a la idea de que el imaginario colectivo
se autoconstituye sobre las cenizas de una acción
comunicativa desterrada del espacio social (Ibid.:161-162): del
medio como espejo de la sociedad a la sociedad como espejo del
medio.
La pertinencia de trocar la información y la
cognición (fuentes de la acción comunicativa
habermasiana tanto como de la concepción sistémica
de la interacción) por la experiencia como concepto
observacional del medio, no hace, pues, sino transponer la
sustitución del relato por el espectáculo, o la de
la representación por el simulacro. En definitiva, la
crisis por hipertrofia de la cualidad representacional del relato
en las culturas mediáticas –por su profusión,
fragmentación, carencia de clausura, banalización,
etc.– aparece como síntoma de una crisis
simbólica sin precedentes. Una crisis simbólica
que, inevitablemente se hace explícita en las condiciones
de producción de la identidad individual y
colectiva.
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