Probablemente, las momias de los antiguos Incas sean los
restos arqueológicos más buscados del Perú.
Su relevancia, histórica y simbólica,
continúa movilizando a los investigadores y exploradores
que recorren periódicamente los cerros y selvas de aquella
región andina, en pos de los objetos más sagrados
que dejaran los Señores del Tahuantinsuyu: sus
propios huesos.
En 1560, momentos antes de abandonar definitivamente su
Cusco natal, el célebre escritor mestizo, Garcilaso de la
Vega, hizo una visita formal al corregidor de aquella ciudad
serrana, el licenciado don Polo de Ondegardo, reconocido y
cautivante personaje del Perú colonial, que pasara a la
historia por su
desempeño como extirpador de
idolatrías en tierra de los
incas.
Por aquellos días, Polo poseía un
extraño museo en su propia casa y a sabiendas de que el
joven Garcilaso ponía proa hacia la Madre Patria, España,
tuvo el generoso acto de mostrarle su contenido "(…) para
que llevéis qué contar por allá"
.
Escribe Garcilaso que al ingresar "En el aposento
hallé cinco cuerpos de los reyes incas, tres de
varón y dos de mujeres. El uno de ellos decían los
indios que era este Inca Viracocha; mostraba bien su larga
edad; tenía la cabeza blanca como la nieve. El segundo,
decían que era el gran Túpac Inca
Yupanqui, que fue bisnieto de Viracocha. El tercero era
Huaina Cápac, hijo de Túpac Inca Yupanqui y
tataranieto del Inca Viracocha. Los dos últimos no
mostraban haber vivido tanto, que, aunque tenían canas,
era menos que las del Viracocha. La una de la mujeres era la
reina Mama Runtu, mujer de este
Inca Viracocha.
La otra era la Coya Mama Ocllo, madre de
Huaina Cápac, y es verosímil que los indios los
tuviesen juntos después de muertos, marido y mujer, como
vivieron en vida. Los cuerpos estaban tan enteros que no les
faltaba cabello, ceja ni pestaña. Estaban con sus
vestiduras, como andaban en vida: los llautos en las cabezas, sin
más ornamento ni insignia que las reales.
Estaban asentados, como suelen sentarse los indios y
las indias: las manos tenían cruzadas sobre el pecho, la
derecha sobre la izquierda; los ojos bajos, como que miraban el
suelo. El
Padre Acosta, hablando de uno de estos cuerpos, (…)
dice: < < Estaba el cuerpo tan entero y bien
aderezado con cierto betún, que parecía vivo. Los
ojos tenía hechos de una telilla de oro; tan bien
puestos, que no le hacían falta los naturales
>
>
.Yo confieso mi descuido, que no los miré tanto, y
fue porque no pensaba escribir de ellos; que si lo pensara,
mirara más por entero cómo estaban y supiera
cómo y con qué los embalsamaban, que a mí,
por ser hijo natural, no me lo negaran, como lo han negado a los
españoles, que, por diligencias que han hecho no ha sido
posible sacarlo de los indios(…).
Tampoco eché de ver el betún, porque
estaban tan enteros que parecían vivos, como Acosta dice.
Y es de creer que lo tenían, porque cuerpos muertos de
tantos años y estar tan enteros y llenos de sus carnes
como lo parecían, no es posible sino que les ponían
algo; pero era tan disimulado que no se
descubría" .
Aunque no eran sólo éstas las momias que
Polo había conseguido "cazar". Según dos
importantes cronistas españoles, Sarmiento de Gamboa y el
Padre Bernabé Cobo, el corregidor cusqueño
también tenía en su poder los sagrados despojos
mortales de Sinchi Roca, Lloque
Yupanqui, Mayta Cápac,
Cápac Yupanqui e Inca Roca
.
Nunca nadie en América
había logrado juntar a tan dignos personajes en un
depósito.
Pero, ¿qué fue lo que lo llevó a
Polo de Ondegardo a reunir tan macabra colección de
huesos?,
¿De dónde había sacado esa vocación
necrófila un español
empapado de cristianismo?;
¿Por qué coleccionaba momias? y, fundamentalmente,
¿por qué las exhibía como trofeos de
guerra cuando,
en realidad, todos y cada uno de los Incas muertos, habían
dejado este mundo decenas de años antes de que arribaran
los españoles a las costas del Perú?
Para poder responder estas preguntas es necesario tener
bien en claro dos cosas: por un lado, la concepción de
la muerte
dentro de la cosmovisión incaica y, por el otro, el
inmenso poder que seguían teniendo los muertos,
especialmente los emperadores incas. Ambas cuestiones fueron de
vital importancia para los españoles que, como Polo, se
proponían erradicar la "idolatría
satánica" entre los indios.
œ
Cuando en la década de 1570 el virrey del
Perú, don Francisco de Toledo, decidió implantar de
manera definitiva el orden político, económico y
religioso colonial, sobre lo que fuera el Imperio de los Incas,
supo desde un principio que su lucha iba mucho más
allá que contra los indios vivos. Si quería
imponer los valores
españoles en tierra quechua tenía, ante todo, que
enfrentar y destruir el inmenso poder que seguían
conservando los muertos.
Las guerras
civiles (el enfrentamiento entre los caudillo conquistadores y
la
administración estatal española,1540-1550)
retrasó el proceso de
evangelización peruano y, según reza en numerosas
crónicas, aún a mediados del siglo XVII (más
de cien años de ocurrida la ocupación peninsular
del Perú), las diversas etnias y macroetnias del
área andina continuaban manteniendo activos sus
rituales y ceremonias funerarias, perdurando el
problemático culto a los antepasados, que tantos dolores
de cabeza les trajo a los fanáticos doctrineros del
catolicismo.
Con el objeto de erradicar tan "funestas
prácticas", el gobierno colonial
implementó las Visitas de Extirpación de
Idolatrías, por medio de las cuales un grupo de
funcionarios y clérigos recorrían el virreinato
destruyendo a su paso todos los objetos y reliquias sagradas que
seguían conservando en secreto los aborígenes. Muy
especialmente las momias de los emperadores.
Es sabido que entre los Incas existieron dos
categorías principales de culto: aquel que
podríamos denominar "divino" y otro, mucho más
presente en todos los sectores de la sociedad, que
sería el "funerario". El primero, impuesto por la
elite y el Estado
cusqueño sobre los pueblos conquistados, fue relativamente
sencillo de destruir. Los documentos
señalan que a poco de llegar los peninsulares, el culto
oficial al sol (Inti), o a las deidades mayores del
panteón incaico, había desaparecido.
En cambio, el
culto funerario mantuvo su fuerza y
vitalidad durante siglos, contrariando el afán
evangelizador a tal punto que, aún hoy en día, es
posible detectarlo en algunas regiones aisladas del
Perú.
Dentro de la cosmovisión inca existían dos
conceptos muy importantes, que son los que nos permitirán
comprender más acabadamente esta interesante
vocación de respeto por los
antepasados, particularmente por sus restos.
Para los Incas la muerte era
sencillamente el pasaje de esta a la otra vida. Nadie se
atormentaba frente a ella, ya que existía la certeza de
que los descendientes del ayllu cuidarían del
cadáver (momificado o simplemente disecado),
llevándole comida, bebidas y ropajes durante los
años futuros. No tenían presente la idea de un
Paraíso terrenal, ni del Infierno, y menos aún de
un Purgatorio. No creían en la resurrección de los
muertos, sin embargo estaban convencidos de otras
cosas.
Por ejemplo, de que el Camaquen (fuerza
vital) sólo desaparecía cuando el cadáver se
quemaba o desintegraba.
La palabra quechua camaquen, mal traducida por
los doctrineros católicos como "alma", hacía
referencia a un componente muy importante de la
cosmovisión andina. No sólo el hombre
poseía camaquen, sino también las momias de
los antepasados, los animales y
ciertos objetos inanimados como los cerros, los lagos o las
piedras.
Esta fuerza vital o primordial, que animaba a toda la
creación, constituye un clarísimo testimonio de que
en el ámbito andino lo sagrado envolvía al mundo y
le comunicaba una dimensión y profundidad muy particular.
Todas aquellas cosas y lugares considerados sagrados y
merecedores de reverencia y respeto se los conocía con el
termino Huaca, y las momias de los grandes
señores lo eran en grado sumo.
Estas creencias obligaban a mantener intacto el cuerpo
de los muertos y para ello se pusieron en práctica
diferentes métodos de
"momificación", que variaban según la dignidad de
los difuntos.
En algunas regiones, como en la costa desértica
del Perú, se dejaba que el cadáver se deshidratara
debajo de los rayos del sol, en un clima por
demás seco. En la sierra, en cambio, las condiciones
frías de los altos picos y altiplanos coadyuvaban a
desecar naturalmente el cuerpo para su "eterna"
conservación.
Con todo, los más grandes dignatarios del
Estado
incaico, experimentaban también un proceso artificial de
momificación que consistía en la aplicación
de cierto betún (como contaba Garcilaso) y de sebo con
maíz
blanco molido (mullu), junto con otros ingredientes y
conservantes. Una vez acondicionado, el cadáver era
trasladado a su machay (cueva), para ser colocado
junto con los demás difuntos de su familia (ayllu).
Era, pues, una preocupación constante el que sus
cadáveres no desaparecieran, porque su conservación
significaba seguir "viviendo".
Esta práctica, general entre todos los hombres
comunes del Imperio, se volvía mucho más complicada
en el caso de los grandes señores del
Tahuantinsuyu.
Cuando un emperador Inca moría, el derecho a
seguir gobernando, a declarar la guerra y a imponer impuestos en el
reino era transmitido a uno de sus hijos, que se convertía
en su sucesor y heredero principal.
Sin embrago, según queda claro en las
crónicas, el nuevo Inca gobernante no recibía la
herencia
material de su predecesor. Los palacios del emperador fallecido,
sus tierras, sus bienes
muebles, sus servidores
(yanas) y demás posesiones seguían siendo tratadas
como propiedades suyas y eran confiadas a su
panaca, un amplio grupo de personas que
incluía a todos los descendientes directos del Inca,
excepto su sucesor en el mando. Estos herederos secundarios no
poseían realmente los objetos antes citados, sino que la
propiedad
seguía perteneciendo al difunto rey.
El propósito primordial de la panaca
consistía en servir de corte al rey muerto, mantener su
momia y perpetuar su culto. El difunto era tratado como si
siguiera con vida, razón por la cual, amén de su
poder político (que no perdía), se le adosaba un
incremento del "poder mágico" que lo convertía en
una Huaca más del mundo andino.
Se creía que el orden universal dependía
del poder de esas momias; por ello, en caso de que esos santos
fardos fueran capturados por el enemigo, la única
opción que quedaba era rendirse para
recuperarlos.
Las momias imperiales eran también
consultadas en momentos específicos, por sacerdotes
especialistas en el asunto; por lo que podemos decir, sin temor a
equivocarnos que, una vez muerto, el cuerpo del inca se
transformaba en un prestigioso oráculo.
Además, participaban en las grandes fiestas que se
organizaban en la plaza central del Cusco; se las sacaba en
procesión por los campos, cuando las sequías
amenazaban las cosechas y marchaban al frente de los
ejércitos, cuando el Estado ordenaba la anexión de
nueva mano de obra y tierras.
La vida social de las momias tampoco terminaba. Esos
inmóviles y secos "bultos" continuaban participando en
reuniones familiares, en las que se juntaban con sus otros
antepasados muertos, compartiendo bebidas, comidas y fiestas;
siendo los miembros de las panacas respectivas los
encargados de trasladarlas de un lugar a otro.
El Padre Francisco de Ávila supo sintetizar lo
anteriormente dicho cuando señaló: "Para los
indios son de mucha veneración los cuerpos de los difuntos
progenitores (…) y a éstos adoran como
dioses".
œ
Tras la conquista española, las sagradas momias
de los incas iniciaron un peregrinar que poco tiene que ver con
sus periódicos paseos ceremoniales por la plaza central
del Cusco. Las persecuciones, iniciadas por el nuevo Estado
colonial y su Iglesia,
obligaron a las panacas a trasladar a los incas muertos fuera del
recinto permanente en el que descansaban. Así, el espacio
más sagrado del Imperio, el Coricancha o Templo del
Sol, se vio despojado de sus residentes más
prestigiosos.
Según consta en numerosas descripciones, en el
Coricancha (del que hoy sólo quedan algunos muros
de exquisita factura, sobre
los que se levantan un templo católico) los incas
exhibían los cuerpos de sus antiguos gobernantes, ubicados
en nichos y recibiendo las atenciones que el ceremonial
exigía. Pero con la llegada de los europeos y el saqueo
sistemático que sufrió la capital (en
especial el Templo del Sol), las momias debieron buscar sitios
más seguros en donde
conservar la dignidad y no terminar, como terminaron muchas, en
la hoguera o en las vitrinas de improvisados museos.
Los miembros de las panacas se encargaron de eludir la
"extirpación pagana", escondiendo a sus padres y
abuelos muertos en lugares que antes sólo estaban
reservados al pueblo llano: cuevas y picos escarpados.
Pero el ímpetu colonizador pocas veces se
dejó engañar y las momias reales, una a una, fueron
detectadas y capturadas, para dolor y angustia de su gente.
Algunas fueron quemadas en pomposos "Autos de fe";
otras inhumadas en tierra; unas pocas remitidas como trofeos de
guerra a virreyes y gobernadores.
Así todo, los aborígenes no se resignaron
a dejar de luchar contra tan tremendo sacrilegio y emprendieron
tareas de "rescate" que consistían en desenterrar a los
incas de los cementerios católicos, recuperar las cenizas
de las momias incineradas y robar los restos que aún
estaban intactos.
Tal es el caso de la momia del gran Inca Pachacuti,
descubierta por Polo de Ondegardo en 1559, escondida en un
arrabal de Cusco llamado Totocache, y enviada inmediatamente a
Lima al Virrey Marqués de Cañete. Los restos del
más destacado emperador inca de la historia peruana
desaparecieron misteriosamente en la capital colonial y nunca
más se volvió a saber de ellos, hasta la
fecha.
Obstáculos a la evangelización,
encarnación de la dignidad aborigen y símbolos de resistencia, las
momias de los difuntos emperadores del Tahuantinsuyu se
convirtieron en uno de los problemas
más grandes que debieron enfrentar los invasores
peninsulares. Porque esa adoración de la que eran las
momias objeto se trasladó (cuando éstas ya no
estaban) a los cerros, lagunas y cuevas que también
poseían el status de huaca.
Por su parte, las diversas comunidades campesinas,
absorbidas por el cristianismo, tampoco dejaron de adorar a sus
caciques y antepasados; y empeñadas como estaban a
conservar sus cosmovisiones particulares las enmascararon y
trasladaron a la clandestinidad, manteniendo el ancestral culto
hasta hoy en día.
Por
Fernando J. Soto Roland
Profesor en Historia por la Universidad
Nacional del Mar del Plata
Director de la Expedición Vilcabamba
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