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Los Incas y el poder de sus momias



    1. Huesos
      sagrados
    2. Cazadores de
      momias

    Probablemente, las momias de los antiguos Incas sean los
    restos arqueológicos más buscados del Perú.
    Su relevancia, histórica y simbólica,
    continúa movilizando a los investigadores y exploradores
    que recorren periódicamente los cerros y selvas de aquella
    región andina, en pos de los objetos más sagrados
    que dejaran los Señores del Tahuantinsuyu: sus
    propios huesos
    .

    En 1560, momentos antes de abandonar definitivamente su
    Cusco natal, el célebre escritor mestizo, Garcilaso de la
    Vega, hizo una visita formal al corregidor de aquella ciudad
    serrana, el licenciado don Polo de Ondegardo, reconocido y
    cautivante personaje del Perú colonial, que pasara a la
    historia por su
    desempeño como extirpador de
    idolatrías en tierra de los
    incas.

    Por aquellos días, Polo poseía un
    extraño museo en su propia casa y a sabiendas de que el
    joven Garcilaso ponía proa hacia la Madre Patria, España,
    tuvo el generoso acto de mostrarle su contenido "(…) para
    que llevéis qué contar por allá
    "
    .

    Escribe Garcilaso que al ingresar "En el aposento
    hallé cinco cuerpos de los reyes incas, tres de
    varón y dos de mujeres. El uno de ellos decían los
    indios que era este Inca Viracocha; mostraba bien su larga
    edad; tenía la cabeza blanca como la nieve. El segundo,
    decían que era el gran Túpac Inca
    Yupanqui
    , que fue bisnieto de Viracocha. El tercero era
    Huaina Cápac, hijo de Túpac Inca Yupanqui y
    tataranieto del Inca Viracocha. Los dos últimos no
    mostraban haber vivido tanto, que, aunque tenían canas,
    era menos que las del Viracocha. La una de la mujeres era la
    reina Mama Runtu, mujer de este
    Inca Viracocha.

    La otra era la Coya Mama Ocllo, madre de
    Huaina Cápac, y es verosímil que los indios los
    tuviesen juntos después de muertos, marido y mujer, como
    vivieron en vida. Los cuerpos estaban tan enteros que no les
    faltaba cabello, ceja ni pestaña. Estaban con sus
    vestiduras, como andaban en vida: los llautos en las cabezas, sin
    más ornamento ni insignia que las reales.

    Estaban asentados, como suelen sentarse los indios y
    las indias: las manos tenían cruzadas sobre el pecho, la
    derecha sobre la izquierda; los ojos bajos, como que miraban el
    suelo. El
    Padre Acosta, hablando de uno de estos cuerpos, (…)
    dice:
    < < Estaba el cuerpo tan entero y bien
    aderezado con cierto betún, que parecía vivo. Los
    ojos tenía hechos de una telilla de oro; tan bien
    puestos, que no le hacían falta los naturales
    >
    >
    .Yo confieso mi descuido, que no los miré tanto, y
    fue porque no pensaba escribir de ellos; que si lo pensara,
    mirara más por entero cómo estaban y supiera
    cómo y con qué los embalsamaban, que a mí,
    por ser hijo natural, no me lo negaran, como lo han negado a los
    españoles, que, por diligencias que han hecho no ha sido
    posible sacarlo de los indios(…).

    Tampoco eché de ver el betún, porque
    estaban tan enteros que parecían vivos, como Acosta dice.
    Y es de creer que lo tenían, porque cuerpos muertos de
    tantos años y estar tan enteros y llenos de sus carnes
    como lo parecían, no es posible sino que les ponían
    algo; pero era tan disimulado que no se
    descubría
    " .

    Aunque no eran sólo éstas las momias que
    Polo había conseguido "cazar". Según dos
    importantes cronistas españoles, Sarmiento de Gamboa y el
    Padre Bernabé Cobo, el corregidor cusqueño
    también tenía en su poder los sagrados despojos
    mortales de Sinchi Roca, Lloque
    Yupanqui
    , Mayta Cápac,
    Cápac Yupanqui e Inca Roca
    .

    Nunca nadie en América
    había logrado juntar a tan dignos personajes en un
    depósito.

    Pero, ¿qué fue lo que lo llevó a
    Polo de Ondegardo a reunir tan macabra colección de
    huesos?,
    ¿De dónde había sacado esa vocación
    necrófila un español
    empapado de cristianismo?;
    ¿Por qué coleccionaba momias? y, fundamentalmente,
    ¿por qué las exhibía como trofeos de
    guerra cuando,
    en realidad, todos y cada uno de los Incas muertos, habían
    dejado este mundo decenas de años antes de que arribaran
    los españoles a las costas del Perú?

    Para poder responder estas preguntas es necesario tener
    bien en claro dos cosas: por un lado, la concepción de
    la muerte
    dentro de la cosmovisión incaica y, por el otro, el
    inmenso poder que seguían teniendo los muertos,
    especialmente los emperadores incas. Ambas cuestiones fueron de
    vital importancia para los españoles que, como Polo, se
    proponían erradicar la "idolatría
    satánica
    " entre los indios.

    œ

    HUESOS SAGRADOS

    Cuando en la década de 1570 el virrey del
    Perú, don Francisco de Toledo, decidió implantar de
    manera definitiva el orden político, económico y
    religioso colonial, sobre lo que fuera el Imperio de los Incas,
    supo desde un principio que su lucha iba mucho más
    allá que contra los indios vivos. Si quería
    imponer los valores
    españoles en tierra quechua tenía, ante todo, que
    enfrentar y destruir el inmenso poder que seguían
    conservando los muertos.

    Las guerras
    civiles (el enfrentamiento entre los caudillo conquistadores y
    la
    administración estatal española,1540-1550)
    retrasó el proceso de
    evangelización peruano y, según reza en numerosas
    crónicas, aún a mediados del siglo XVII (más
    de cien años de ocurrida la ocupación peninsular
    del Perú), las diversas etnias y macroetnias del
    área andina continuaban manteniendo activos sus
    rituales y ceremonias funerarias, perdurando el
    problemático culto a los antepasados, que tantos dolores
    de cabeza les trajo a los fanáticos doctrineros del
    catolicismo.

    Con el objeto de erradicar tan "funestas
    prácticas
    ", el gobierno colonial
    implementó las Visitas de Extirpación de
    Idolatrías
    , por medio de las cuales un grupo de
    funcionarios y clérigos recorrían el virreinato
    destruyendo a su paso todos los objetos y reliquias sagradas que
    seguían conservando en secreto los aborígenes. Muy
    especialmente las momias de los emperadores.

    Es sabido que entre los Incas existieron dos
    categorías principales de culto: aquel que
    podríamos denominar "divino" y otro, mucho más
    presente en todos los sectores de la sociedad, que
    sería el "funerario". El primero, impuesto por la
    elite y el Estado
    cusqueño sobre los pueblos conquistados, fue relativamente
    sencillo de destruir. Los documentos
    señalan que a poco de llegar los peninsulares, el culto
    oficial al sol (Inti), o a las deidades mayores del
    panteón incaico, había desaparecido.

    En cambio, el
    culto funerario mantuvo su fuerza y
    vitalidad durante siglos, contrariando el afán
    evangelizador a tal punto que, aún hoy en día, es
    posible detectarlo en algunas regiones aisladas del
    Perú.

    Dentro de la cosmovisión inca existían dos
    conceptos muy importantes, que son los que nos permitirán
    comprender más acabadamente esta interesante
    vocación de respeto por los
    antepasados, particularmente por sus restos.

    Para los Incas la muerte era
    sencillamente el pasaje de esta a la otra vida. Nadie se
    atormentaba frente a ella, ya que existía la certeza de
    que los descendientes del ayllu cuidarían del
    cadáver (momificado o simplemente disecado),
    llevándole comida, bebidas y ropajes durante los
    años futuros. No tenían presente la idea de un
    Paraíso terrenal, ni del Infierno, y menos aún de
    un Purgatorio. No creían en la resurrección de los
    muertos, sin embargo estaban convencidos de otras
    cosas.

    Por ejemplo, de que el Camaquen (fuerza
    vital) sólo desaparecía cuando el cadáver se
    quemaba o desintegraba.

    La palabra quechua camaquen, mal traducida por
    los doctrineros católicos como "alma", hacía
    referencia a un componente muy importante de la
    cosmovisión andina. No sólo el hombre
    poseía camaquen, sino también las momias de
    los antepasados, los animales y
    ciertos objetos inanimados como los cerros, los lagos o las
    piedras.

    Esta fuerza vital o primordial, que animaba a toda la
    creación, constituye un clarísimo testimonio de que
    en el ámbito andino lo sagrado envolvía al mundo y
    le comunicaba una dimensión y profundidad muy particular.
    Todas aquellas cosas y lugares considerados sagrados y
    merecedores de reverencia y respeto se los conocía con el
    termino Huaca, y las momias de los grandes
    señores lo eran en grado sumo.

    Estas creencias obligaban a mantener intacto el cuerpo
    de los muertos y para ello se pusieron en práctica
    diferentes métodos de
    "momificación", que variaban según la dignidad de
    los difuntos.

    En algunas regiones, como en la costa desértica
    del Perú, se dejaba que el cadáver se deshidratara
    debajo de los rayos del sol, en un clima por
    demás seco. En la sierra, en cambio, las condiciones
    frías de los altos picos y altiplanos coadyuvaban a
    desecar naturalmente el cuerpo para su "eterna"
    conservación.

    Con todo, los más grandes dignatarios del
    Estado
    incaico, experimentaban también un proceso artificial de
    momificación que consistía en la aplicación
    de cierto betún (como contaba Garcilaso) y de sebo con
    maíz
    blanco molido (mullu), junto con otros ingredientes y
    conservantes. Una vez acondicionado, el cadáver era
    trasladado a su machay (cueva), para ser colocado
    junto con los demás difuntos de su familia (ayllu).
    Era, pues, una preocupación constante el que sus
    cadáveres no desaparecieran, porque su conservación
    significaba seguir "viviendo".

    Esta práctica, general entre todos los hombres
    comunes del Imperio, se volvía mucho más complicada
    en el caso de los grandes señores del
    Tahuantinsuyu.

    Cuando un emperador Inca moría, el derecho a
    seguir gobernando, a declarar la guerra y a imponer impuestos en el
    reino era transmitido a uno de sus hijos, que se convertía
    en su sucesor y heredero principal.

    Sin embrago, según queda claro en las
    crónicas, el nuevo Inca gobernante no recibía la
    herencia
    material de su predecesor. Los palacios del emperador fallecido,
    sus tierras, sus bienes
    muebles, sus servidores
    (yanas) y demás posesiones seguían siendo tratadas
    como propiedades suyas y eran confiadas a su
    panaca, un amplio grupo de personas que
    incluía a todos los descendientes directos del Inca,
    excepto su sucesor en el mando. Estos herederos secundarios no
    poseían realmente los objetos antes citados, sino que la
    propiedad
    seguía perteneciendo al difunto rey.

    El propósito primordial de la panaca
    consistía en servir de corte al rey muerto, mantener su
    momia y perpetuar su culto. El difunto era tratado como si
    siguiera con vida, razón por la cual, amén de su
    poder político (que no perdía), se le adosaba un
    incremento del "poder mágico" que lo convertía en
    una Huaca más del mundo andino.

    Se creía que el orden universal dependía
    del poder de esas momias; por ello, en caso de que esos santos
    fardos
    fueran capturados por el enemigo, la única
    opción que quedaba era rendirse para
    recuperarlos.

    Las momias imperiales eran también
    consultadas en momentos específicos, por sacerdotes
    especialistas en el asunto; por lo que podemos decir, sin temor a
    equivocarnos que, una vez muerto, el cuerpo del inca se
    transformaba en un prestigioso oráculo.
    Además, participaban en las grandes fiestas que se
    organizaban en la plaza central del Cusco; se las sacaba en
    procesión por los campos, cuando las sequías
    amenazaban las cosechas y marchaban al frente de los
    ejércitos, cuando el Estado ordenaba la anexión de
    nueva mano de obra y tierras.

    La vida social de las momias tampoco terminaba. Esos
    inmóviles y secos "bultos" continuaban participando en
    reuniones familiares, en las que se juntaban con sus otros
    antepasados muertos, compartiendo bebidas, comidas y fiestas;
    siendo los miembros de las panacas respectivas los
    encargados de trasladarlas de un lugar a otro.

    El Padre Francisco de Ávila supo sintetizar lo
    anteriormente dicho cuando señaló: "Para los
    indios son de mucha veneración los cuerpos de los difuntos
    progenitores (…) y a éstos adoran como
    dioses
    ".

    œ

    CAZADORES DE MOMIAS

    Tras la conquista española, las sagradas momias
    de los incas iniciaron un peregrinar que poco tiene que ver con
    sus periódicos paseos ceremoniales por la plaza central
    del Cusco. Las persecuciones, iniciadas por el nuevo Estado
    colonial y su Iglesia,
    obligaron a las panacas a trasladar a los incas muertos fuera del
    recinto permanente en el que descansaban. Así, el espacio
    más sagrado del Imperio, el Coricancha o Templo del
    Sol, se vio despojado de sus residentes más
    prestigiosos.

    Según consta en numerosas descripciones, en el
    Coricancha (del que hoy sólo quedan algunos muros
    de exquisita factura, sobre
    los que se levantan un templo católico) los incas
    exhibían los cuerpos de sus antiguos gobernantes, ubicados
    en nichos y recibiendo las atenciones que el ceremonial
    exigía. Pero con la llegada de los europeos y el saqueo
    sistemático que sufrió la capital (en
    especial el Templo del Sol), las momias debieron buscar sitios
    más seguros en donde
    conservar la dignidad y no terminar, como terminaron muchas, en
    la hoguera o en las vitrinas de improvisados museos.

    Los miembros de las panacas se encargaron de eludir la
    "extirpación pagana", escondiendo a sus padres y
    abuelos muertos en lugares que antes sólo estaban
    reservados al pueblo llano: cuevas y picos escarpados.

    Pero el ímpetu colonizador pocas veces se
    dejó engañar y las momias reales, una a una, fueron
    detectadas y capturadas, para dolor y angustia de su gente.
    Algunas fueron quemadas en pomposos "Autos de fe";
    otras inhumadas en tierra; unas pocas remitidas como trofeos de
    guerra a virreyes y gobernadores.

    Así todo, los aborígenes no se resignaron
    a dejar de luchar contra tan tremendo sacrilegio y emprendieron
    tareas de "rescate" que consistían en desenterrar a los
    incas de los cementerios católicos, recuperar las cenizas
    de las momias incineradas y robar los restos que aún
    estaban intactos.

    Tal es el caso de la momia del gran Inca Pachacuti,
    descubierta por Polo de Ondegardo en 1559, escondida en un
    arrabal de Cusco llamado Totocache, y enviada inmediatamente a
    Lima al Virrey Marqués de Cañete. Los restos del
    más destacado emperador inca de la historia peruana
    desaparecieron misteriosamente en la capital colonial y nunca
    más se volvió a saber de ellos, hasta la
    fecha.

    Obstáculos a la evangelización,
    encarnación de la dignidad aborigen y símbolos de resistencia, las
    momias de los difuntos emperadores del Tahuantinsuyu se
    convirtieron en uno de los problemas
    más grandes que debieron enfrentar los invasores
    peninsulares. Porque esa adoración de la que eran las
    momias objeto se trasladó (cuando éstas ya no
    estaban) a los cerros, lagunas y cuevas que también
    poseían el status de huaca.

    Por su parte, las diversas comunidades campesinas,
    absorbidas por el cristianismo, tampoco dejaron de adorar a sus
    caciques y antepasados; y empeñadas como estaban a
    conservar sus cosmovisiones particulares las enmascararon y
    trasladaron a la clandestinidad, manteniendo el ancestral culto
    hasta hoy en día.

     

    Por

    Fernando J. Soto Roland

    Profesor en Historia por la Universidad
    Nacional del Mar del Plata

    Director de la Expedición Vilcabamba
    '98

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