Aproximación al devenir histórico de los fantasmas en el imaginario de la Cultura Occidental
Ensayo
- De lo Maravilloso a lo
Sobrenatural. - El Individuo, la Muerte y los
Fantasmas - Fantasmas Antiguos y
Modernos - Los Fantasmas del
Purgatorio - El Miedo a los
Fantasmas - Libros y
fantasmas - La
satanización de los fantasmas - Ruidos,
brujería y fantasmas - Los
fantasmas del racionalismo - El fantasma
victoriano - Denunciantes
nocturnos - El particular
gusto inglés por los fantasmas - Lugares
encantados - Volver con el
rostro marchito - Hacia una nueva
interpretación - Algunas
conclusiones finales
Siempre me ha sorprendido la fluctuante capacidad para
creer en historias fantásticas que muchas personas poseen
en la actualidad. Basta con organizar una reunión frente a
un fogón —en cualquier noche de invierno o de
verano— para advertir cómo, inexorablemente, la
conversación deriva hacia temas que meten
miedo y que, generalmente, tienen como protagonistas a
fantasmas de distintas especies.
En circunstancias como ésas, el viento deja de
ser viento para convertirse en susurros o lamentos; las sombras
nocturnas se vuelven misteriosamente significativas, denotando
presencias no expuestas que alimentan la sugestión y
agigantan la imaginación. El mismísimo recuerdo se
ve alterado, y acontecimientos del pasado personal
—mal definidos por la
memoria— encuentran en aquel contexto nocturno un
catalizador que los reinterpreta, entablando
ocultas relaciones, antes no tenidas
en cuenta.
La noche y los fantasmas se llevan bien. Es un binomio
que ha logrado mantenerse en buenos términos durante
siglos en el imaginario de la cultura occidental, sustentando
así una abundante literatura que, aún
hoy, sigue publicándose con gran éxito
editorial.
Los fantasmas nos seducen, nos interesan, nos inquietan.
No es posible la neutralidad o la absoluta indiferencia cuando
alguien instala el tema en una mesa de discusión. Se les
puede reverenciar, temer o rechazar, pero nunca hacerlos a un
lado sin algún comentario irónico, escéptico
o crédulo.
La creencia en la existencia de fantasmas
es un hecho generalizado que se fija prácticamente en
todas las sociedades de
la Tierra.
Leyendas,
cuentos
populares, rumores y folklore
referidos a ellos, testimonian —directa o
indirectamente— el interés
que los hombres tienen respecto de lo que sucede más
allá de la muerte; al
tiempo que
explicitan la propensión de una época determinada a
seleccionar respuestas, entre un repertorio cultural particular,
en consonancia con las demandas de una situación
concreta.
Occidente ha tenido con las muy variadas entidades
intangibles de su imaginario una relación que se
advierte cualitativamente cambiante en momentos determinados de
su historia; y
múltiples han sido los factores que se conjugaron para que
los fantasmas sean hoy lo que la literatura muestra y mucha
gente sostiene que son. Por todo ello, podemos decir sin temor a
equivocarnos, que la experiencia temerosa ante los
fantasmas —así cómo la
conceptualización, atributos y cualidades que de ellos se
ha tenido— estuvo, y está, social, cultural e
históricamente determinada.
Este breve ensayo se
propone una primera y provisional zambullida al universo de
fantasías, temores y esperanzas que condicionaron el
contacto del hombre
occidental con sus miedos y dudas internas. A través del
devenir histórico de los fantasmas en el imaginario de la
cultura occidental, intentaremos describir cómo la
estructura
construida de la realidad se vio alterada en determinados
momentos, viendo de qué manera los paradigmas y
hábitos psíquicos de cada época
condicionaron las explicaciones que se daban de las
apariciones espectrales de leyendas y
rumores.
Cada cultura ha inventado sus propios fantasmas, y
occidente no ha sido la excepción a la regla. Pero la
historia del fantasma occidental es singular es singular en un
aspecto: el haber estado ligada
al proceso de individuación, tan propio de
nuestras sociedades.
Los fantasmas nos hablan de nosotros mismos. Sus
apariciones son nuestros propios reflejos. Nos muestran, desde un
ángulo original, cómo hemos elaborado en los
últimos quinientos años nuestra identidad,
nuestro exacerbado individualismo; y de qué manera se
entretejieron variables
culturales, psicológicas y sociales en la construcción de la cosmovisión
antropocéntrica que ha hecho de Occidente lo que
hoy es.
Definir qué es un fantasma depende del espacio y
del tiempo. Depende del lugar que cada persona se
adjudica a sí misma dentro del universo. Por ello, una
Historia de los Fantasmas nos obliga a recorrer los
senderos —ya exitosamente transitados— de otras
historias, como la del cuerpo, la de la muerte o la de
la lectura.
Significa, también, dejar abierta una puerta al estudio de
los sistemas de
valores y sus
cambios (que desde el siglo XVIII indican una progresiva
secularización y un olvido de los deberes y normas
trascendentes, para centrarse únicamente en la
condición inmanente del ser humano).
En muchos casos, el fantasma nos recuerda el sentido y
el deber que los hombres hemos olvidado. Nos reflejan los
problemas
existenciales propios de una sociedad
impregnada del más hondo materialismo.
El fantasma oculta y revela muchas cosas al mismo
tiempo.
El discurso
histórico sobre las apariciones —en ocasiones
controlado, tergiversado o utilizado en beneficio de sectores
particulares— revela una suerte de actitud
imperialista que tornó a la imagen
tradicional del fantasma en un producto de
exportación a distintas partes del mundo;
modificando imaginarios no europeos y creando una falsa
idea de homogeneidad planetaria en la creencia.
La actitud aculturadora de Europa, tan
pujante —desde el siglo XVI— sobre islas y
continentes lejanos, alteró muchas estructuras
fabricadas de la realidad; y así, los fantasmas locales o
regionales, no pudieron resistirse a cambiar sus
comportamientos, caracteres y
status.
Los fantasmas, asimismo, pueden ser variables
interesantísimas a la hora de reflejar las modificaciones
en las sensibilidades colectivas, relacionadas con instituciones
sociales muy caras del universo burgués (en especial del
siglo XIX), tales como: la familia,
el amor, la
muerte romántica, el secreto y el
individualismo.
Banderas visibles del antirracionalismo, los fantasmas
—apareciendo y desapareciendo— denuncian
insatisfactorias concepciones del mundo, inseguridades y muchas
esperanzas, no del todo creídas.
De lo Maravilloso a lo
Sobrenatural.
Los Fantasmas y el Racionalismo
en Occidente.
Cuando el historiador Jacques Le Goff explicó el
carácter fronterizo de lo
maravilloso durante la Edad Media,
sostuvo claramente que dicha frontera
poseía la cualidad de ser permeable, es decir, que sus
manifestaciones se daban en el seno de la realidad cotidiana, no
percibiéndose dichos fenómenos como algo
particularmente extraordinario. Los acontecimientos maravillosos
eran aceptados y reconocidos como parte natural de un Universo
aún no regulado por la leyes de la
física y
los prodigios se añadían al mundo
real sin atentar contra él, ni destruir su
coherencia.
Hadas, dragones, monstruos y duendes penetraban el mundo
natural sin conflictos,
sorpresa o misterio. El concepto de
"lo imposible" carecía de sentido y "lo
maravilloso" no espantaba ni sorprendía, ya que no
se violaba ninguna regla sólidamente establecida.
"Lo maravilloso —dice Le Goff—
era una categoría del universo".
Estas cualidades otorgadas a la realidad hacían,
del ignoto mundo invisible que rodeaba a los hombres, un
hecho cotidiano; siempre tenido en cuenta a la hora de explicar
catástrofes, pestes o hambrunas. La buena o mala suerte
—individual y colectiva— se hallaba regulada, de una
forma imposible de conocer, por fuerzas y energías que
trascendían el mero plano material en el que hombres y
mujeres desarrollaban sus prácticas diarias. Incluso, la
franqueable frontera entre la vida y la muerte no estaba
—como hoy— absolutamente definida:
"El pasado no estaba muerto, en cualquier momento
podía hacer irrupción, amenazador, en el interior
del presente. En la mentalidad colectiva, con frecuencia, la vida
y la muerte no aparecían separadas por un corte
nítido" .
"La vida se prolongaba después de la muerte, y
los muertos estaban siempre presentes, sobre todo durante las
ceremonias en que se asociaban con los vivos" .
Desde el Renacimiento
(siglos XV-XVI), y de manera paralela a la creencia en la
realidad de un mundo maravilloso y mal comprendido, se
empezó a perfilar, gradualmente, un cambio
actitudinal y mental que derivaría, después de
doscientos años, en el movimiento
iluminista (siglo XIII). A lo largo de aquel período, el
devenir de Occidente fue adoptando un sentido de "lo
natural" distinto al que había tenido vigencia durante
la etapa medieval y el primer Renacimiento. La
voluntad de poder y la
dimensión utilitaria —que por aquel entonces la
burguesía empezaba a imponer con fuerza—
configuraron un contexto mental en el que la acción
sobre el mundo (con el claro intento de dominarlo) procuraron la
gradual y lenta tendencia a nuevos valores y emociones. La
experiencia, la comprobación empírica, el
ver y racionalizar el mundo, empezaron a levantar una
barrera entre lo visible y lo invisible, inexistente hasta
entonces.
Lo animado se diferenció de lo inanimado, y los
prodigios —entre ellos los fantasmas— empezaron a
quebrantar la estabilidad de un universo que procuraba ser
controlado por leyes tenidas desde entonces por inmutables. El
sentido de "lo imposible" tomó su forma original y
con él, el status de las maravillas se vio transformado.
La antigua convivencia con los espectros (que nunca dejaron de
inquietar un poco) se alteró y "lo
sobrenatural" apareció como una fractura a la
coherencia, sorprendiendo y aterrorizando. Desde entonces, los
fantasmas se transformaron en entidades perturbadoras. Al
descomponerse la fluidez antes existente entre este mundo y el
Más Allá, el terror hizo acto de presencia,
ya que el contacto entre ambas realidades podía poner en
riesgo la
salud
física, psíquica y moral de los
hombres.
Pero esta nueva cosmovisión no se aceptó
sin más. La reacción al cambio fue inmediata, y
aquella frontera existente entre lo posible y lo
imposible, siguió conservando cierta movilidad. Lejos
de estar firmemente establecida, su indefinición no
sólo trajo aparejada la inquietud, sino una nueva
sensación: la vacilación.
Con las historias de fantasmas, aquello considerado
ficcional ocupaba un lugar concreto en lo
cotidiano, y esa usurpación del espacio por lo inmaterial
empezó a ser uno de los terrores más profundos que
surgían de ese tipo de relatos. Como señaló
Gillian Beer:
"Las historias de fantasmas tuvieron desde entonces
que ver con la insurrección, y no con la
resurrección de los muertos".
En esta lucha entre cosmovisiones rivales que
coexistían, donde la superstición
—entendida como "exceso de credulidad"—
empezaba a soportar el embate del racionalismo, este
último llevó al principio todas las de perder. De
hecho, al ser los hundimientos cosmovisionales siempre parciales,
fue factible que subsistieran vestigios irreductibles del pasado,
oponiendo resistencia a la
irrupción de elementos de interpretación no tradicionales.
Recién en el siglo XVIII la duda metódica y el
racionalismo cartesiano derogaron aquella visión del mundo
en donde todo era posible, transplantándola al espacio de
la literatura fantástica e impidiendo que entrara en
contacto con una realidad que se pretendía más
objetiva y materialista .
Pero aún en plena Ilustración, muchos intelectuales
de relieve, y
peso en la construcción del imaginario colectivo,
seguían dispuestos a creer en episodios imposibles. Como
ha escrito Christian Delacampagne, "los sabios de la
época (siglo XVIII) no eran racionalistas, intentaban
serlo".
Así, pues, la Historia Natural de los siglos XVII
y XVIII —sólo por dar un ejemplo— era sensible
a toda clase de
influencias extracientíficas, ya sean morales, religiosas
o sobrenaturales. Por supuesto que no faltaron las
desmitificaciones y los debates respecto de las apariciones.
Además, mucha de la crítica
se apuntó contra los charlatanes y sus ingenuas
víctimas, deseosas por creer.
Se discutió sobre la existencia misma de los
fantasmas, y no su naturaleza o
capacidad de acción sobre el mundo material, tal como se
había debatido durante la Edad Moderna.
La erradicación del fantasma de la realidad, inició
así su progresivo camino. De todos modos, tenemos que
tener presente una verdad que dijeran el historiador
francés Georges Duby, poco antes de morir:
"El miedo a lo invisible continúa
profundamente arraigado en nuestras entrañas. A medida que
se difunde el
conocimiento científico vamos adquiriendo más y
más conciencia de que
hay cosas que no podemos conocer. Hay muchas enfermedades del alma que
provienen precisamente de esta sensación de impotencia de
los hombres ante su destino".
Impotencia, dudas, incertidumbre, incluso pesimismo.
Sensaciones propias de un período de crisis e
inestabilidad. Pero esto quizás no coincida con los
aires ilustrados que inundaban los espíritus
europeos durante el siglo XVIII, cuando la idea de
Progreso, el triunfal optimismo en la
técnica y en las capacidades intelectuales y
morales del hombre, hicieron, de amplios sectores de la sociedad,
fervientes creyentes en el poder omnímodo de la
Razón.
Aún así, los fantasmas nunca dejaron de
estar.
Sin embargo, la conceptualización que las capas
letradas tenían de lo sobrenatural era
distinta a la que existía dentro del mundo rural,
generalmente iletrado; y que mantenía una relación
mucho más fluida, poco traumática y natural con las
entidades invisibles del imaginario (muchas de ellas, de origen
pagano).
Entre los campesinos la vacilación era menor y,
lejos de sostener una posición maniquea entre el bien y el
mal, armonizaban ambas tendencias, concibiendo a los infinitos
seres imaginarios que invadían su cotidianeidad como entes
ambivalentes, partícipes de una relación de
reciprocidad, compleja y ritualizada, que reglaba el contacto
entre los vivos y los muertos. Sublimaban así la inquietud
que les producía la muerte, exorcizando el miedo que les
causaba el posible regreso de los muertos, con cientos de
rituales diferentes.
Los estudios llevados a cabo por folkloristas y
antropólogos desde el siglo pasado, revelan algo que
Adolfo Colombres ha sabido sintetizar en la siguiente
frase:
"Seres imaginarios (…) han poblado siempre las
noches (…) sin que la era del átomo y la
cibernética hayan podido acabar con ellos,
acaso porque el conocimiento
científico y las utopías sociales están
aún lejos de calmar todos los miedos ancestrales del
hombre y de colmar sus esperanzas".
No obstante el manifiesto contraste entre el mundo
letrado y el iletrado, las nociones eruditas —condensadas a
partir del siglo XVI en miles de libros,
panfletos y almanaques, de amplia circulación por
Europa— iniciaron un convincente proceso de
divulgación de nuevos miedos, amenazas y peligros. Se
catalogaron a miles de fantasmas, espectros, íncubos y
súcubos, demonios menores y monstruos emisarios del
Diablo. Se fantaseó con los conventículos de brujas
(los tristemente famosos aquelarres) y se acentuó, en el
imaginario colectivo, una geografía de la
perdición en la que bosques, lagunas, valles, senderos o
cerros, empezaron a individualizarse como lugares prohibidos, en
donde lo peor podía ser posible.
La noche modificó —con sus personajes
reales o inventados— su valor
simbólico; y con esta asociación entre lo
sobrenatural y lo maligno, las capas populares vieron
cómo se rompía en mil pedazos su cordial
relación con los aspectos maravillosos de la
naturaleza.
Toda la estructura simbólica de la realidad se
alteró, y el pánico
nació ante la revelación de hechos, considerados
desde entonces, imposibles.
En síntesis:
el período comprendido entre los siglos XVI y XVIII
presenció cómo se libraba el último gran
esfuerzo del imaginario medieval por vencer y desterrar al mundo
ideológico de la razón crítica, que pugnaba
por imponerse desde los sectores intelectuales más
influyentes. Aunque, como ya hemos dicho anteriormente, en esta
lucha cosmovisional la fuerza de la tradición
perdió menos adeptos de lo que podríamos
suponer.
Por otro lado, la difusión de la palabra escrita
contribuyó a que lo sobrenatural, y el mundo fantasmal a
él asociado, se impusiera en amplios sectores sociales,
encontrando en movimientos como la Reforma, la Contrarreforma, la
neoescolástica y la Inquisición, de los siglos XVI
y XVII, poderosos agentes de divulgación.
Según el historiador Brian Levack, la
difusión de los textos de Demonología
—entre 1570 y 1630 aproximadamente— coincidió
con un exacerbado temor a las brujas y al Diablo. Todo aquello
catalogado como increíble —pero que muchos
rumores daban por cierto— fue adjudicado a Satanás y
sus acólitos. A partir de entonces, el fantasma
quedó asociado al Mal, a la culpa, la perdición y
el pecado. La creencia en fantasmas careció de la
autonomía que más tarde tendría, quedando
ligada, directa e indirectamente, con el campo de estudio de la
Demonología teórica y práctica.
Cuando la ciencia
desplazó a la Teología y todas sus
verdades reveladas, y el empirismo
dieciochesco impuso a la experiencia como único
criterio de verdad, la creencia en fantasmas pasó a ser
objeto de estudio de disciplinas médicas, que
describían y trataban de curar enfermedades mentales. De
seres reales, los fantasmas pasaron a gozar de una
existencia subjetiva propia de los enfermos alucinados, de los
esquizofrénicos, histéricos y
paranoicos.
Así, especialmente desde el siglo XIX, las
interpretaciones dadas a la apariciones dejaron el ámbito
de la demonología para ser transferidas al de la
psiquiatría; y el temor a la locura substituyó al
que se le tenía al Diablo.
El Positivismo,
que destruía el misterio y desarticulaba al asombro,
empezó a recibir una crítica muy profunda desde
sectores que —si bien no aspiraban a regresar al
oscurantismo de antaño— pretendían
hacer uso de una ciencia con
perspectivas más amplias, menos intolerante y soberbia; en
otras palabras, deseaban tener un método
híbrido que conjugara el conocimiento y
el arte, el saber y
la emoción. Como consecuencia, se impuso un viejo concepto
para identificar a las disciplinas que e encargaban de estudiar a
los fantasmas y sus manifestaciones: las Ciencias
Ocultas.
Lo Oculto devino en moda y los nuevos
chamanes del mundo industrial —los
médium— inauguraron sus siempre
discutibles —y lucrativos— intentos por resolver los
misteriosos derroteros del alma después de la muerte. Pero
los seguidores de Voltaire (los racionalistas a ultranza)
no archivaron sus argumentos. Prosiguieron sus ataques contra lo
que denominaban una "ignorancia manifiesta", manteniendo
tensa la cuerda del debate, hasta
aproximadamente la década de 1930, que fue cuando el
interés por los fantasmas se desinfló y las
corrientes en pugna siguieron caminos paralelos,
desoyéndose mutuamente e ignorando las respectivas
evidencias que cada una daba.
La Ciencia Oficial —mecanicista,
positivista, materialista— etiquetó el tema de los
fantasmas como una "soberana tontería" y lo
archivó.
Un diccionario
enciclopédico, publicado en parís en 1891 —y
de amplia difusión en las escuelas primarias a principios del
siglo XX— define de la siguiente manera a los
desprestigiados visitantes nocturnos de las
tradiciones populares:
"Fantasma: m. Representación de una
figura en ensueño o por debilidad de la
imaginación. Espantajo para asustar a la gente
sencilla".
Por su parte, el Diccionario Crítico
Etimológico de la Lengua
Castellana nos dice:
"Fantasmas [berceo; J. Ruiz, Nebr.], tomado de
phantasma, y este del griego que significa
aparición, espectro; otro derivado del mismo
verbo: una variante vulgar de fantasma ha estado en uso desde el
siglo XVI por lo menos, y hoy es usual entre toda la gente
rústica de España y
muchos puntos de América
[…]".
(Tomo II, Ed. Gredos, Madrid,
1954)
Debilidad, imaginación, gente sencilla y
rústica o vulgo campesino, serán ideas que
quedarán asociadas, indefectiblemente, a las apariciones
espectrales. Desde entonces nadie admitió la creencia que
pudiera tener de ellas, a menos que deseara ver desprestigiada su
imagen y capacidad intelectual.
Como lo ejemplifica una antigua máxima
victoriana:
"Yo no creo en fantasmas, pero les
tengo miedo".
Una vez más, los temores ancestrales del hombre
demostraban permanecer solapados bajo un manto racionalista que
se esforzaba por retenerlos en la oscuridad; aunque no siempre
con éxito.
Desde mediados del siglo XX, las revolucionaria
modificación de los paradigmas científicos
—especialmente a partir de la teoría
cuántica y de la teoría de la relatividad—
introdujeron nuevas perspectivas en el escenario intelectual de
Occidente. Se plantearon dudas y serios cuestionamientos al
mecanicismo y al materialismo vigentes. Como era de esperarse,
esas condiciones supieron ser capitalizadas para reeditar el
antiquísimo problema de las apariciones espectrales,
aunque de forma renovada.
Los impresionantes avances
tecnológicos permitieron que se descubrieran mundos
invisibles al ojo humano, revelando la existencia de distintos
universos en un mismo espacio físico. Esto terminó
por destronar al sentido de la vista, hasta
entonces considerado la única herramienta de criterio
válido de comprobación de la verdad.
Hoy sabemos que hay cosas reales que no pueden medirse o
pesarse; y aún así están ahí.
El universo,
antes determinado, se ha vuelto indeterminado y el caos suple al
cosmos. En consonancia con ello, los Grandes
Relatos físicos y metafísicos, de los
siglos XVIII y XIX, parecen no explicar nada; creándose un
terreno propicio para el sentimiento de impotencia, el
descontento y el escepticismo.
Una vez más la crisis ha obligado que se rescate
el fetiche mágico que habíamos arrumbado en el
sótano, convocando a los antiguos y desprestigiados
fantasmas (que, en realidad, nunca habían estado del todo
olvidados o ausentes).
El fin del segundo milenio sorprende a Occidente en un
clima de
rejuvenecido espiritualismo. Una New Age (Nueva
Era) de irracionalismo sin freno, que no teme en mezclar
marcos teóricos y rituales de muy variado origen
—orientalismo, espiritismo, chamanismo,
parapsicología. psicología
transpersonal, etc, etc— promueve concepciones
mágicas y animística, que unas cuantas
décadas atrás pocas posibilidades de
resurrección tenían.
Un nuevo círculo de la espiral pareciera
inaugurar, otra vez, la convivencia con los
espíritus
Evitados, ahuyentados, ridiculizados o buscados, los
fantasmas —vistos desde una perspectiva
histórica— pueden decirnos mucho acerca de la
evolución (no necesariamente
progresista) de nuestros miedos, esperanzas, aspiraciones y
miserias.
El
Individuo,
la Muerte y los
Fantasmas
Contamos con relatos sobre aparecidos
desde los más remotos tiempos históricos. De hecho,
etnólogos actuales y viajeros de los siglos XVI, XVII y
XVIII, han podido recopilar cientos de cuentos, leyendas y
rumores populares que tienen por protagonistas a sujetos que,
después de muertos, siguen manteniendo usuales relaciones
con el mundo de los vivos.
Sociedades de África, Oceanía o
la América aborigen, conservan todavía hoy
contactos regulares con los espíritus de sus
antepasados o entidades que son bien propias de una
cosmovisión que habilita su existencia en bosques, cuevas
o lagos, interactuando cotidianamente con la comunidad, ya sea
de manera cordial o agresiva (según sean los lazos de
reciprocidad entablados ritualmente con ellas).
La salud, las buenas cosechas, el éxito en la
caza, e inclusive el buen orden institucional y social de esos
grupos etnográficos, están —de alguna
manera— regladas por el contacto que ciertos miembros
especializados de la tribu guardan con los invisibles
espíritus locales.
El chamán —o
Shamán—, que inaugura después de su
iniciación una estrecha familiaridad con los
desencarnados, se convierte en el canal —el
medio— que permite la
comunicación con los muertos. Es él, quien
después de probar su vocación
chamánica soportando una muerte ritual muy cargada
de simbolismos, convoca o viaja al mundo de
ultratumba para dar solución a las dificultades
(individuales o comunitarias) del grupo en el
que practica sus dones especiales.
Según Mircea Eliade,
"(…) entrar en relación con los seres
divinos o semidivinos —espíritus— hacen capaz
al chamán de apoderarse de las realidades sagradas, que
sólo son accesibles para los difuntos" .
Esta capacidad otorgada a los muertos encontrará
una dilatada vigencia, incluso en sociedades industrializadas,
muy alejadas de las concepciones
teocéntricas y
holísticas existentes en la
antigüedad.
El espíritu de los muertos posee una
sabiduría que va más allá de la
comprensión de los vivos. Para aquellos, todo es claro,
diáfano; las fronteras entre el pasado, el presente y el
futuro se diluyen, haciendo de esa supuesta eternidad la
condición básica para tener una visión
amplísima de los hechos pasados y por venir. Son ellos
quienes nos alertan sobre tragedias, o futuras felicidades, a
través de oráculos, pitonisas y chamanes
detectables en todas las sociedades y en todos los tiempos,
aunque con distintos apelativos.
"Ver un espíritu —dice M.
Eliade—, en sueños o en vela, es señal
segura de que se ha obtenido, en un cierto modo, una
condición espiritual, esto es, que se ha rebasado la
condición humana profana" , pudiéndose
adquirir una capacidad, o poder mágico, que eleva
al vidente por encima del resto de la
comunidad.
Es así cómo —desde los chamanes
siberianos o precolombinos a los oráculos clásicos,
o los espiritistas de la época victoriana— nos
encontramos con ciertos elementos comunes que parecen repetirse
(o conservarse) a pesar de los profundos cambios culturales
experimentados por las sociedades a través del tiempo.
Ciertas capacidades reconocidas como relevantes y
distintivas en determinados sujetos permiten hablar de una
corriente de ideas y conceptos acerca de la vida de ultratumba
—y de las relaciones entabladas con ella— que hacen
del contacto con los muertos un hecho significativo, sujeto a un
mayor o menor horror, según la sociedad que se
analice o la época tomada en
consideración.
Cuando culturalmente la relación con los muertos
—con sus espíritus— es aceptada como
normal y natural, la posibilidad de experimentar miedo ante ellos
se diluye y normatiza. El respeto a ciertos
procedimientos
rituales —cánticos, invocaciones u oraciones—
y el carácter flotante concedido al universo mental
de antaño, permitirían una muy particular interacción entre la vida y la muerte,
entre el Más Allá y el
Más Acá.
Por lo tanto, la experiencia subjetiva del hombre frente
a los fantasmas adopta una historicidad que los ha desplazado a
un lado y otro del límite concedido a lo
real.
Muchos son los rituales funerarios que han estado
—y están— condicionados por el respeto y el
temor a los muertos. El evitar que el alma del
difunto se extravíe durante su viaje hacia el Otro Mundo
puede ser detectado no sólo en las llamadas sociedades
arcaicas de nuestros días (africanas, australianas,
americanas), sino también en testimonios escritos de la
Edad Media y Moderna de Occidente.
El miedo a los moribundos y al muerto reciente
llevó a comportamientos complejos, que rodean y
acompañan el proceso de la agonía y el deceso. Un
miedo mágico, según Jean Delumeau,
reguló las prácticas que intentaban disuadir al
espíritu a quedarse entre los vivos, por voluntad
propia.
El folklore popular ha conservado —tanto en Europa
como en América—, pero muy especialmente en el mundo
rural, una serie de procedimientos que se asocian con verdaderos
exorcismos. Espantar a quien espanta es la meta, y por
ello los rituales de tránsito se convierten
en instrumentos indispensables a la hora de conservar la paz a
ambos lados de la frontera que separa a muertos y
vivos.
El recitado o narración de las peripecias, que
trae aparejado el viaje hacia el Más Allá, implica
uno de los métodos
más convincentes para guiar con éxito al
espíritu del muerto hacia su nueva morada. En muchos
casos, estas ceremonias tienden a durar muchas horas, e incluso
días—como en el caso de los Dacayos, estudiados por
M. Eliade— o consisten en colocar junto con el
cadáver un texto que, a
modo de mapa mágico, llevará al difunto a
sortear los obstáculos, tentaciones y monstruos que surjan
a lo largo del misterioso camino posmortem (tal como
hacían los egipcios en la antigüedad).
Otro simbolismo encontrado entre la gente del Nilo, los
griegos y las culturas del medioevo europeo, es el de las
escaleras del alma, cuya función ha
sido la de permitir que los difuntos puedan abandonar su sepulcro
y subir al cielo. Ya sean estructuras escalonadas, cruces o
simples palos, estos ascensores místicos
—instalados sobre la tumbas— mitigan las
posibilidades de toparse, involuntariamente, con un
aparecido.
La colocación de pesadas piedras encima de los
cuerpos recién enterrados —hecho que se advierte
sobre todo en los países de Europa Oriental— nos
acerca a esta concepción de la muerte ligada
específicamente a lo corporal; en donde la amenaza ya no
reside en el alma etérea del fallecido, sino en su
cadáver reanimado por fuerzas misteriosas y ocultas. Esta
última creencia está conectada con las leyendas
sobre vampiros o muertos-vivos, que
todavía hoy siguen reclutando temerosos creyentes,
especialmente por la difusión de una exitosa
novelística de terror y del cine, desde
fines del siglo XIX y principios del XX .
Una creencia clásica durante toda la edad
moderna, recogida en los siglos XVII y XVIII por numerosos libros
de demonología y exorcismos, establecía la voluntad
de los muertos a regresar a sus lugares de existencia
previa.
En Grecia,
Hungría, Polonia, Rumania, Silecia y Bohemia, esta
creencia estaba muy difundida, promoviendo así soluciones
mágicas, orientadas a expulsar o exterminar a los
aparecidos, particularmente aquellos catalogados como
"chupadores de sangre". Desenterrar y quemar al
cadáver, clavarlo al suelo con una
estaca en el corazón
(para evitar que se reincorpore), decapitarlo o recubrirlo con
cal viva, han sido algunos de los métodos practicados (y
que se siguen practicando en los ámbitos montañeses
y rurales de la actualidad).
Según el historiador Rossell Hope Robbins, el
término vampiro —que se traduce al
latín con el nombre de strix
(lechuza)— se empleó por primera vez en Inglaterra,
alrededor del año 1734; describiéndose a esas
perturbadoras entidades de la siguiente manera:
"(…) son los cuerpos de los difuntos, animados por
espíritus malignos, que salen de sus tumbas por las
noches, chupan la sangre de muchos
vivos y los destruyen" .
Esas paralizantes historias de muertos revividos,
propias del folklore, nos trasladan a un imaginario diferente de
aquel que podemos hallar en sociedades etnográficas
("primitivas") actuales. La definición de vampiro
arriba citada, pertenece a un texto de principios del siglo
XVIII; es decir, que es propia de una época
posrenacentista, en donde la razón ha
desplazado —o intenta desplazar— creencias que desde
entonces serían caratuladas como supersticiosas, haciendo
imposible el reencuentro —antes cordial— entre los
muertos y los vivos (de allí el dramatismo y morbosidad
del texto).
Las fronteras entre fallecidos y
supervivientes se solidificaban, y el significado de una fractura
en dichos límites
sólo podía deberse a la ingerencia de una fuerza,
necesariamente, demoníaca; capaz de destruir y poner en
peligro a los desafortunados que quedaban en contacto con
ella.
Es sintomático que Agustín Calmet, en su
Tratado sobre las Apariciones de 1751, haya
declarado que la creencia en vampiros sólo se
conocía desde hacía escasos sesenta. A partir de
entonces, las epidemias y hambrunas que asolaron
periódicamente el sudeste de Europa, a fines del siglo
XVII y principios del XVIII, estuvieron irremediablemente
acompañadas por el supuesto accionar de los terribles
moroi o "muertos-vivos".
Si bien la historia de los vampiros es paralela a la de
los fantasmas —concretándose lazos evidentes entre
ambas—, no todos los aparecidos son ansiosos chupadores de
sangre, ni necesariamente estaban imbuidos de una innata
vocación por destruir. Lo que no significa que dejaran de
producir verdadero terror en las poblaciones que hacían
circular esas historias, propias de la tradición oral. De
hecho, Jean Delumeau habla de "epidemias de miedo",
desatadas en el oriente europeo, a inicios del siglo
XVIII.
Mantener lejos al aparecido del espacio de los
vivos ha sido también el objetivo de
una serie de gestos, puestos en práctica en la vida
cotidiana de Europa occidental:
- Tapar los espejos, para no demorar la partida del
difunto. - Abrir todas las persianas y correr las cortinas de
la casa, para no obstaculizar la salida del alma. - Colocar la cama del agonizante paralela a las vigas
del techo, para facilitar el acceso al cielo. - Depositar una moneda en la boca o en el
ataúd, para comprarle, simbólicamente, al
muerto los bienes que
deja, evitando futuros reclamos de ultratumba.
La tradición oral igualmente ha hecho de los
fantasmas eficaces "Correos de Muerte".
El historiador francés Philippe Ariés
mantiene que
"(…) algunos presentimientos de
muerte tenían carácter maravilloso: uno en
particular no engañaba, la aparición de un
espectro, aunque sólo fuera en sueños"
.
A partir de lo escrito podríamos suponer que toda
aparición fantasmal implicaba, irremediablemente, un
profundo sentimiento de terror, pero parece que no ha sido
así en todas la épocas.
Es muy común advertir entre la gente una
férrea seguridad cuando
afirman que tal o cual comportamiento
nos viene dado desde los orígenes del tiempo, asegurando
que los gestos, actitudes,
temores y creencias —colectivamente compartidos en la
actualidad— son eternos, ahistóricos, inamovibles y,
por lo tanto, naturales. Pero, a menos que queramos caer
en anacronismos, debemos admitir que todo eso es
falso.
Conceptos como los de fantasmas,
Más Allá,
espectros, e incluso muerte, fueron
pensados y sentidos de muy diferente manera según las
épocas; y los comportamientos derivados de esas
conceptualizaciones son muy distintos a los que nosotros (hombres
y mujeres de principios del siglo XXI) podemos considerar
naturales, racionales o moralmente
aceptables.
A partir de estas premisas, historiadores como Philippe
Ariés y Michel Vovelle, han intentado interpretar y
explicar las diferentes actitudes que el hombre ha
adoptado ante el fenómeno irreversible y universal de la
muerte. Tal como lo señalara el rey Alfonso X
(1254-1284),
"El relámpago de la muerte no
miente y sus rayos no yerra".
Inevitablemente, cada uno de nosotros tendremos que
bailar esa tan famosa Danza Macabra que, desde el siglo
XIV, ha sido ilustrada en el occidente cristiano cientos de
veces. Sin embargo, lo interesante es que no siempre la hemos
danzado al ritmo de la misma melodía. Las actitudes ante
la muerte —y ante los muertos— han sufrido cambios
con el correr de los siglos, y la tan temida Parca no
siempre fue recelada y resistida, como lo es
actualmente.
Ya lo señaló P. Ariés cuando
definiendo las reacciones antiguas y medievales ante el
óbito (él las describe como atenuadas,
indiferentes, familiares), las comparó con
la visión y el imaginario que, desde el siglo XIX, nos ha
venido acompañando y que se caracteriza por el predominio
del miedo, e incluso del asco. Es esto lo que motiva a muchos
sociólogos a hablar de una "muerte
pornográfica", a la que nadie que se precie
de tener "buen gusto" puede referirse directamente (se
acude a eufemismos).
La muerte se ha convertido en un tema tabú; de la
misma manera que antes lo era el sexo. Ha sido
relegada del ámbito de lo público. Ya no se muestra
tanto, como antaño; e incluso las manifestaciones de
dolor, duelo, luto y pésame, parecerían lentamente
ir desapareciendo. Los muertos se han divorciado de los vivos. Se
los camufla, maquilla y oculta, al mismo tiempo que se revela una
acentuada individualización del cadáver, muy
distinta a la que se experimentó a lo largo de la Edad
Media.
El estudio de los cementerios enseña que no
siempre el occidente cristiano reverenció a sus muertos de
la misma manera. Por ejemplo, durante la primera parte del
medioevo (siglos V al XII, aproximadamente) el cadáver era
abandonado en una iglesia, que
se encargaba de inhumarlo en la nave del edifico, si era un
personaje de relieve, o en el cementerio (conocido cambie como
atrium) si era un vecino
común.
Las fosas de pobres eran enterramientos
colectivos de varios metros de profundidad, en las que se
depositaban los restos envueltos en sábanas (mortajas),
sin féretros, hasta que quedaban repletas. Una vez
saturadas de cuerpos, las fosas eran tapadas y se abrían
otras, que anteriormente habían estado habilitadas. Se las
vaciaba, y los huesos retirados
pasaban a formar parte de los osarios, grandes
galerías en las que, "con todo arte", se
disponían las osamentas, a la vista de todos los
transeúntes. Incluso era muy común que esos
corredores fueran visitados por vendedores ambulantes y
mercachifles, quienes solían organizar en ellos bailes y
ruidosas fiestas, entre los restos de sus anónimos
antepasados.
Es significativo notar que en documentos
oficiales se testimonian las reiteradas prohibiciones, que
emanaban de las autoridades laicas y religiosas, respecto de esas
concentraciones festivas en terrenos consagrados. Por ejemplo, en
el año 1231, un Concilio reunido en la ciudad francesa de
Rúan, protestó y canceló los permisos a las
fiestas y juegos que se
practicaban en los cementerios locales.
Otro contraste muy característico —al
comparar nuestros rituales funerarios con los que se practicaban
durante la Edad Media— es que no existía la idea de
que el cuerpo debiera ocupar una morada física perpetua.
Para el hombre medieval, no importaba el lugar exacto en
dónde estaban los huesos de sus abuelos; siempre y cuando
descansaran en un terreno consagrado por la Iglesia
Católica, o se ubicaran cerca de algún personaje
santo. Lo espiritual primaba sobre lo corporal y el
cementerio no parecía representar en el imaginario
colectivo el sitio lúgubre, maloliente y
potencialmente peligroso que más tarde llegó a
ser.
Si bien la indiferencia por anonimato medieval de la
tumbas perduró casi hasta el siglo XV, de manera gradual
—y sin ser percibido por nadie— a partir de la
XIIº centuria se empieza a advertir el resurgimiento de las
inscripciones funerarias; ésas que individualizaban a los
restos de la persona fallecida. Esa práctica
—desaparecida en Europa durante casi novecientos
años— reinició un camino que nos trae a la
actualidad.
El renovado interés por el individuo
—notado en la aparición de la efigie funeraria, a
partir del siglo XIII — irá tomando fuerza durante
los siglos XIV y XV, paralelamente a la afirmación de un
nuevo estamento social: la burguesía comercial y
financiera de la Baja Edad Media.
La organización y administración de los cementerios, ligados
a la Iglesia hasta el siglo XVIII, estarán durante la
Modernidad
asociados a un individuo que pretende —en caso de que su
poder económico y social se lo permitiera—
trascender la muerte, exaltando, dramatizando y transformando el
recuerdo de su propia persona.
Por lo pronto, cuando a los vivos no les interesó
la ubicación exacta de sus tumbas, tampoco a los muertos
les preocupó que sus restos tuvieran un espacio definido y
privado, donde reposar eternamente; ni exigieron nada al
respecto. Las espectrales solicitudes, que tantas leyendas
populares ponen en boca de almas angustiadas, son el producto de
períodos y épocas específicas, que se
asocian con la exaltación del individualismo
(tan propio de la antigüedad grecolatina y del renacimiento
de los siglos XV y XVI).
H. P. Lovecraft, en El Horror Sobrenatural en la
Literatura, argumenta lo siguiente:
"Todas las ficciones se encarnaron primeramente en la
poesía,
y es por eso mismo que sorprende encontrar la irrupción de
los elementos sobrenaturales en la literatura clásica. Es
bastante curioso, sin embargo, que la mayoría de los
ejemplos estén en prosa, tales como el caso del hombre
lobo de Petronio (460 a.C.), los pasajes aterradores de Apuleyo
(114-186 d.C.), la breve pero famosa carta de Plinio
el Joven a Lucas Sura (siglo I d.C.), y la rara
compilación De los Hechos Maravillosos del liberto
griego Flegón, al servicio del
emperador Adriano" .
También Homero, en la Odisea, nos
relata el descenso de Ulises a los infiernos; y las apariciones
de espectros tienen lugar en las narraciones de Esquilo
(524-546 a.C.), de Sófocles (496-405 a.C.) y
Eurípides (486-407 a.C.).
Pero detengámonos un poco en la que quizás
sea la historia de fantasmas más conocida de la literatura
grecolatina, y que nos fuera transmitida por el orador y
estadista romano Cayo Plinio Cecilio Segundo, más
conocido como Plinio el Joven, que viviera entre los
años 61 y 114 de nuestra era.
En una de sus famosas cartas, Plinio
cuenta:
"[…] En Atenas había una casa muy grande, en
la que durante la noche atemorizaba a sus habitadores (que
acababan por abandonarla) con ruidos de hierro y de
cadenas y con golpes, un viejo asqueroso de cabello y barba
horribles.
Arredóla Atenodoro, filósofo que
sabiendo lo que pasaba, quiso habérselas con el fantasma.
Apareció éste […] y, siguiéndolo
Atenodoro, desapareció. Señaló Atenodoro el
sitio donde desapareció el fantasma. Al día
siguiente hizo cavar en el punto señalado y hallaron
debajo de la tierra, entre
grillos y cadenas, los restos de un cadáver. Recogidos y
sepultados quedó libre la casa de espectros y ruidos"
.
Este relato en particular llama la atención por las increíbles
similitudes que guarda con posteriores narraciones sobre
fantasmas, especialmente con aquellas escritas en los siglos
XVIII y XIX. La Novela Gótica y la
Ghost Story —inauguradas por Horace Walpolle
en 1764 y Joseph Sheridan Le Fanu— repitieron en numerosos
cuentos la estructura argumental de Plinio, aunque trasladando
deliberadamente el relato al espacio de la ficción
literaria.
La casa encantada, los ruidos de cadenas y
la solicitante figura del espectro, pasaron a ser una
parte básica de todas las historias sobrenaturales en las
que intervenían las almas en pena de los
muertos.
Por lo pronto, la historia del filósofo Atenodoro
ostenta tres características que, comparadas con los
relatos posteriores, nos resulta interesante señalar y
explicar.
r
En primer lugar, lo que nos llama la atención es
la preeminencia que se le otorga al sentido de la vista.
El protagonista / testigo ve al espectro,
convirtiendo dicho acto en una prueba segura de veracidad. Es la
visión —y no otro sentido– el que le permite
al pensador griego entender las reales motivaciones del
desgreñado anciano que se le aparece.
Esta relación visual con el espectro
contrasta profundamente con el tipo de contactos que los hombres
—supuestamente— mantuvieron con seres sobrenaturales,
durante la Edad Media y principios de la modernidad. Lucien
Febvre, en un apartado de su libro sobre la
historia de la incredulidad —subtitulado "Olores,
sabores, sonidos"—, refiriéndose al tema que
nos ocupa establece que durante el siglo XVI
"[…] no se hablará de una poesía
dominada por el sentido de la vista. No, no aparecen esas
evocaciones de fantasmas, de siluetas lívidas, perfiladas
sobre fondo sombrío, a la manera de las litografías
románticas; y sí, en cambio, rumores,
ruidos y silbidos".
Y a continuación cita un poema del francés
Pedro de Ronsard (1524-1585) que dice:
"Por la noche los flamantes
fantasmas
que castañean sus
furiosos picos
empavorecen mi alma con sus
silbidos […]".
La comparación entre el texto de Plinio y el
imaginario de fines del medioevo y principios de la Edad Moderna,
anuncia —después de una lectura
atenta— una relación con lo invisible que se
sustenta en sistemas epistemológicos y metafísicos
muy diferentes.
Tanto Atenodoro (siglo I d.C.) como los estudiosos y
juristas de la modernidad tardía (siglos XVII y XVIII),
comparten un mismo problema, es decir, el de la
visión. En ambos contextos culturales se
iguala lo real con lo visible, otorgándole al
ojo mayor preponderancia que a los otros órganos
sensoriales del cuerpo. "El conocimiento, la
comprensión, la razón (a diferencia de la Edad
Media) se establecen mediante el poder de la mirada, mediante
el ego y el yo del sujeto humano […]" .
r
En segundo lugar, están los requerimientos que
hace la aparición.
Plinio describe a un fantasma preocupado, en
última instancia, por su anonimato. Las materializaciones
del anciano persiguen algo que sólo Atenodoro logra
dilucidar, y es encontrar sus huesos, desenterrarlos y —de
alguna manera— identificarlos a través de una
sepultura visible, conocida y pública. Sólo
después de eso "(…) quedó libre la casa de
espectros". Por lo tanto, lo que importa en este caso es
el individuo; importan sus huesos y la posibilidad
de trascender a la muerte de un modo singular. Son estas
características las que permiten reconocer profundas
diferencias con las prácticas funerarias medievales, que
hacían de las fosas comunes, y los osarios, sitios
colectivos y anónimos; espacios de
indiferenciación, en donde cientos de cuerpos se mezclaban
denotando un interés sólo dirigido a las almas de
los difuntos.
En este punto se hace necesario aclarar que, si bien es
cierto que desde Pitágoras (582-504 a.C.),
los órficos y las religiones
mistéricas, pasando por Platón
(429-347 a.C.) y su idealismo,
existieron en el mundo griego y latino tendencias a enfatizar la
importancia del alma en detrimento del cuerpo, la ortodoxia
clásica continuó postulando la importancia del
reposo corporal, indispensable para el descanso eterno y el
recuerdo personal.
r
En tercer y último término, el discurso
de Plinio no deja entrever ninguna referencia —directa o
indirecta— a demonios, u otro tipo de seres en esencia
malignos.
En su carta a Lucas Sura, no se asocia al
fantasma del anciano con entidades demoníacas, como tiempo
después lo estarían (especialmente después
del siglo XVI; y por influencia de los libros de
demonología, que tanto iban a alterar el imaginario
referido a los aparecidos).
Por todo lo dicho, el testimonio de Plinio señala
una etapa importante en el devenir de la creencia en fantasmas;
encontrando en ella más puntos de contactos y similitudes
con leyendas contemporáneas, que con las medievales y
modernas
Lejos de los vampiros del siglo XVII —e incluso de
los íncubos y súcubos de los siglos XV y XVI—
el fantasma de Atenodoro y sus desatanizadas apariciones
no recrean la atmósfera de terror
sobrenatural que más tarde producirían las
fracturas practicadas en la línea de frontera existente
entre los vivos y los muertos.
Las concepciones espirituales del cristianismo
medieval, edificadas en parte sobre el neoplatonismo, exaltaron
la importancia de las visiones del Más Allá,
dándole a las apariciones una gradual autonomía
respecto de los poderes de Dios para retenerlas en el
Paraíso o en el Infierno. Este proceso —que
exacerbó la presencia del mundo espectral en la cultura
occidental— se encuentra íntimamente relacionado con
la invención de un tercer espacio imaginario de la
geografía de ultratumba: el
Purgatorio.
El historiador francés Jacques le Goff —que
estudió el nacimiento del purgatorio— ubica
cronológicamente la aparición del mismo en el
ultimo tercio del siglo XII; y considera que fue el tratado de un
monje cisterciense inglés
—titulado El Purgatorio de San Patricio,
escrito en 1190— el texto más importante a la hora
de explicar la exitosa difusión del concepto.
Escribe el medievalista francés:
"El verdadero nacimiento del Purgatorio se produce
durante una mutación de la mentalidad y de la sensibilidad
en el paso del siglo XII al siglo XIII, especialmente durante una
modificación profunda de la geografía del
Más Allá y de las relaciones entre las sociedades
de los vivos y la sociedad de los muertos" .
En aquella época muchas cosas estaban mutando. La
llamada revolución comercial (siglos XI-XIII)
alteró profundamente no sólo las relaciones que
refiere Le Goff, sino también la forma que los hombres
tenían de relacionarse entre ellos y con el mundo. Se
estructuró un nuevo individuo, una nueva clase de hombre,
que no temió practicar un mercado con Dios,
y exigirle al Creador la posibilidad de romper con el
inalterable destino del alma en lugares que, como el
Paraíso o el Infierno, no daban alternativa al
arrepentimiento o a la negociación. Esos eran sitios a los que se
iba sin pasajes de vuelta.
Pero el Purgatorio, con su aparición,
modificó el tablero por ser
"[…] un lugar abierto cuyas
fronteras no se ven […] y de la que se sale y escapa"
.
Surgía así (siglo XII), en el corpus
dogmático del cristianismo, una instancia trascendente que
hacía posible las esporádicas intercomunicaciones
con los muertos. Doscientos años más
tarde,
"[…] con el renacimiento se contempló el
retorno de los aparecidos porque el Purgatorio ya no
parecía seguir funcionando como lugar de encierro de las
almas en pena. Algunos historiadores del siglo XVI han puesto de
relieve la reanudación de los vagabundeos y las danzas de
los espectros en los cementerios, escapados del tercer espacio de
la geografía de ultratumba" .
Hacia principios de la Edad Moderna, Europa y su
heterogénea sociedad se vio inmersa en un complicado
proceso cultural en el que la incertidumbre se convirtió
en una de sus notas esenciales. La Reforma Protestante se
proyectó como una sombra amenazante y alternativa,
rompiendo el secular monopolio que
el catolicismo había mantenido en cuestiones de fe, y se
avizoró que el peligro se incrementaba dentro de las
fronteras mismas de la cristiandad. A los moros y paganos del
mundo exterior se sumaban ahora los acólitos de
Martín Lutero, armados con sus duras críticas a la
Iglesia Católica y sus tradiciones en crisis. La economía se afianzaba
en un capitalismo
comercial que, desde los siglos XII y XIII, venía
produciendo profundas transformaciones en el modo en que los
hombres conceptualizaban la pobreza, la limosna y
el status que los propios pobres (indigentes)
tenían en la sociedad ( gradualmente el pobre se
convirtió en una amenaza y en el depositario de todas las
sospechas). Por su parte, las ciudades adquirieron la relevancia
que habían perdido desde los días del imperio romano y
el rol del Estado se agigantó, abarcando ámbitos
que, hasta hacía poco, estaban reservados exclusivamente a
la institución religiosa.
Demasiadas cosas se estaban trastocando; y en este
contexto de ciudad sitiada (como dice Jean
Delumeau), el catolicismo reaccionó desplegando un
programa de
rigurosa moralización y de una vida cristiana más
ligada a la ortodoxia. Fue esa resistencia conservadora ante el
cambio la que terminó demonizando a todos los
contrincantes y ayudó a que se desatara una violenta
persecución de herejes. Por otro lado, la intolerancia se
dio también en los territorios reformados por el
Luteranismo, en los que el acoso religioso y la
satanización del enemigo confesional encontraron
fértil terreno para el despliegue de juicios
sumarísimos y hogueras.
No deja de sorprender que haya sido la Europa moderna de
los siglos XVI y XVII la que dedicara tantos esfuerzos
teológicos, jurídicos y políticos contra los
supuestos miembros de sectas satánicas. También la
demonología alcanzó su más alto grado de
sutileza y perfección intelectual durante la modernidad.
Obras de influyentes demonólogos vieron multiplicar sus
ediciones, testimoniando así el éxito que
tenían entre la elites cultas —religiosas y
laicas—, como así también entre los sectores
populares, gracias a las ediciones baratas y demás
mecanismos que permitían ampliar la circulación de
dichos contenidos.
El miedo al Diablo se incrementó, y junto con
él una serie de fantasías morbosas influenciaron el
imaginario de una sociedad que observaba cómo se alteraba
su entorno moral, social, político y económico.
Íncubos y súcubos —demonios asociados al
sexo—, sacrificios humanos, pactos demoníacos,
necrofilia ritual y espantosos espectros de ultratumba, afectaron
progresivamente la sensibilidad y actitud del hombre ante las
maravillas.
En este punto quisiéramos detenernos para
intentar explicar la forma en que la difusión de la
lectura influyó en la construcción de la figura del
fantasma como entidad maligna.
Los libros han ejercido desde la Edad
Moderna —y ejercen todavía— un poderos influjo
en los hombres. No sólo con sus textos, sino
también con sus formatos (soportes materiales de
lo escrito), la palabra impresa supo condicionar actitudes y
reacciones, consolar desilusiones y estimular la
imaginación de una buena parte de los europeos, entre los
siglos XV y XVIII. Cumplió un papel silencioso
—aunque nunca pasivo— en los complejos procesos
culturales que condujeron a la occidentalización del
imaginario extraeuropeo, y a la cristianización de las
comunidades rurales que, dentro de Europa, seguían
conservando —en plena modernidad— creencias, rituales
y festividades de raíces claramente paganas. El
condicionamiento de la palabra escrita tuvo, así mismo, un
rol significativo en la construcción de la frontera
levantada entre lo real y lo irreal. Por lo tanto, una
aproximación a estas influencias puede decirnos mucho
acerca del lugar y función que los espectros tuvieron en
dichas sociedades.
Es sabido que el relato verbal
excitó la imaginación de los oyentes
durante siglos. Al respecto, Louis Vax
escribió:
"[…] Lo llamado fantástico no tiene el mismo
significado cuando se refiere a una imagen que cuando se aplica a
la narración […]. El hombre no reacciona de la misma
manera ante una tela pintada y ante una historia […]. Mientras
que los espectadores de la Edad Media no ignoraban el
carácter imaginario de las obras de arte y la aceptaban
como tal, las narraciones de hechos fantásticos eran
tomados al pie de la letra" .
Pero la imprenta —difusora
fundamental del texto impreso— ofreció un soporte
(el libro) que prestó mayor
convicción a los contenidos extraordinarios de cientos de
relatos que venían circulando en la tradición oral
europea, desde hacía siglos. Creencia y rumores se
plasmaron en tinta y papel, convirtiéndose en
testimonios seguros de
veracidad.
El éxito editorial de muchísimos de esos
textos —y las cuantiosas ganancias obtenidas por editores,
libreros y buhoneros— permitieron y obligaron a que las
obras se reeditaran una y otra vez lo largo de la mayor parte de
la Edad Moderna.
En formatos elegantes y ediciones costosas —como
también a través de opúsculos, pliegos
sueltos o almanaques—, cientos de obras se readaptaron para
un público no experto en el arte de la lectura,
facilitando la transmisión, conservación y supuesta
confirmación de las múltiples amenazas que se
encarnaban en demonios, brujas y fantasmas.
Hoy sabemos que la gente tenía un acceso a lo
escrito mucho más amplio de lo que se creía hasta
hace poco. Por ello es posible arriesgar que, la difusión
de los textos arriba indicados, sirvieron de plataforma a
creencias, gestos y actos que en la actualidad se nos pueden
antojar como inverosímil.
El poder de los libros era
múltiple. Por un lado, la palabra escrita se
encontraba rodeada de una mística que hacía de la
lectura un acto cuasi-religioso, en donde el temor y el respeto
se confundían dando vía libre a la credulidad
más absoluta, permitiendo la convivencia con los aspectos
maravillosos o soportando los temores que generaba lo
sobrenatural.
La interacción entre lo imaginario y lo real
—esa mezcla sin solución racional entre dos
realidades distintas, la del lector y la del texto— no
cesaba una vez cerrado el libro. El compromiso emocional que se
le imprimía a la lectura (ya sea en voz alto o en voz
baja), prolongaba y alimentaba la secular concepción
mágico-religiosa del universo.
Por otro lado, la conjunción de la
palabra escrita y el dibujo
(los grabados) se constituyó en un instrumento muy
influyente de propaganda
contra los conventículos satanistas, que invocaban
(dentro del delirio tremendistas de muchos) a los muertos, en
ceremonias necrofílicas. Las posibilidades técnicas
de reproducir imágenes
en el interior —o tapas— de los libros, permitieron
que la credulidad supersticiosa exacerbara aún más
el temor ya presente en la sociedad.
Esos libros, que referían sucesos fuera de lo
común, explotaron el poder que la imagen y el texto
encerraban; materializando gráficamente, ante los ojos
sorprendidos de lectores u oyentes, peligros físicos,
riesgos
morales, prejuicios y miedos.
Como hemos visto, una lectura emocionalmente
comprometida volvía muy poco factible la duda, y casi
nadie criticaba a las sabias autoridades que publicaban
esos trabajos. La necesidad de comprobar a través de la
experiencia todo aquello que se sostenía por escrito no
estaba considerado un paso obligatorio. No obstante, esta
situación recién empezaría a cambiar hacia
fines del siglo XVII, aunque conservando muchas conductas que
impedirían el asentamiento de la duda y la
incredulidad en el seno profundo de la
sociedad.
Es evidente que no leían de la misma forma que
nosotros, ni la actitud ante lo escrito era idéntica. Sus
ideales, supuestos y nociones básicas los conducían
a interpretaciones que hoy rechazaríamos de plano. Como
bien escribe Robert Darnton:
"Los esquemas interpretativos dependen de las
cambiantes configuraciones culturales, a lo largo del tiempo.
Mundos diferentes, leen diferente".
Y fueron esas lecturas modernas, esa nueva manera de
acceder a lo escrito, lo que terminó por rodear a los
fantasmas de las características negativas que
conservarían por siglos.
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