Expedición Vilcabamba – Romanticismo, ciencia y aventura (página 6)
La ciudad ha sido considerada, desde los tiempos
clásicos, foco de civilización, humanidad e
ímpetu antropocéntrico. Ideal mismo de
elevación intelectual y moral, la
ciudad occidental es protagonista de un proceso
secular, iniciado aproximadamente en el siglo XIII d.C., y en el
que se concretizó, durante los siglos XV y XVI, una nueva
mentalidad que generalizamos con el nombre de burguesa.
Ésta, más fáctica, materialista y profana
que la medieval, toma cuerpo y preponderancia en una Europa que se
abría al mundo, después de centurias de encierro y
repliegue en sí misma. Así todo, los
descubrimientos geográficos inaugurados por
Cristóbal Colón en 1492, revivieron antiguas
fantasías, profecías, leyendas y
mitos,
mostrando que las viejas estructuras
clásicas y medievales aún permanecían
ocultas, pero vigentes, detrás de los novedosos
comportamientos modernos. Y esto es comprensible; ya que,
como escribió Johan Huizinga, los cambios en historia nunca son
verticales (abruptos), sino que se dan transversalmente,
permitiendo que lo viejo conviva con lo nuevo; especialmente
en el campo del imaginario colectivo.
La inmensidad del continente americano, sus espacios
incultos (según la óptica
eurocéntrica), sus selvas, montañas e inimaginables
sociedades
aborígenes, conformaron el escenario de maravillas en
donde todos los sueños mediterráneos eran posibles.
Antiguos mitos y leyendas resurgieron; esos que el historiador
Juan Gil llama "mitos áureos de la frontera".
Y fueron en esas fronteras (entre lo urbano y lo rural; entre la
civilización y la barbarie) desde donde se proyectaron, a
zonas desconocidas, todo aquello que Europa no había
logrado dar.
Un sentimiento milenarista los embarcó a todos, y
el delirio aumentó ante lo ignoto, imposibilitando el
dejar de soñar. La riqueza fácil, el honor, el
prestigio, como también el hecho concreto de
poder
encontrar las míticas localidades, aludidas en la bibliografía
teológica y profana de la Edad media, se
exacerbó en suelo americano.
Posteriormente, y pasados unos siglos, cuando nuevas porciones de
tierra se
abrieron a los intereses de Occidente, esos mismos mitos, aunque
acondicionados a los nuevos tiempos, volvieron a aparecer. Y
tanto el oro, como las
ciudades
perdidas fueron (y siguen siendo) una constante interesante
de analizar.
Desde el mítico El Dorado (nombrado y
perseguido por los conquistadores españoles del siglo XVI)
a la legendaria ciudad perdida de Zinj, que la
tradición ubica en las selvas tropicales de África
Central (y que el novelista Michael Crichton rescatara del olvido
para colocarla como centro de su novela
Congo), las ciudades perdidas han venido enriqueciendo a
la literatura y a
la exploración. Su atractivo se mantiene vigente y,
temporada tras temporada, los románticos que quedan en el
mundo alistan sus mochilas y siguen partiendo en su
búsqueda. Las hay de todos los metales y tipos.
Están las habitadas y las deshabitadas; las ubicadas en lo
alto de las montañas, en las impenetrables marañas
selváticas o, incluso, las construidas bajo tierra. Pueden
ser de oro, plata o marfil. Puede que estén encantadas, o
simplemente protegidas por mil peligros, para impedir el acceso
de extraños. Pero el encanto que todas las ciudades
perdidas encierran es que, precisamente, están
perdidas.
No nos vamos a detener aquí a analizar las
infinitas expediciones españolas de la época de la
conquista, que salieron tras las huellas de El Dorado; para ello
remitimos al lector al capítulo de este libro,
titulado "La Noticia Rica del
Paititi", en el que intentamos
una aproximación al mito
más duradero y fascinante de los Andes peruanos. En este
apartado, que por supuesto se complementa con el capítulo
mencionado, trataremos de mostrar aquellas ideas fuerza que se
siguen asociando con la temática de las ciudades perdidas,
refiriéndonos específicamente a las
búsquedas practicadas durante los siglos XIX y XX, en
territorio americano.
Como hemos sostenido anteriormente, las exploraciones
estuvieron siempre incentivadas por el misterio de ciertas
regiones y sociedades. Lo legendario y lo prohibido, lo
mítico o lo perdido, aparecen con frecuencia como los
más profundos movilizadores de hombres, y estructuran un
componente indispensable del ser romántico. De todas las
cosas que pueden haberse extraviado a lo largo de la historia no
existe nada más atractivo que una ciudad.
Del enorme catálogo de ciudades perdidas que
existen, sólo un pequeño porcentaje de ellas ha
sido efectivamente encontrado. Sucede que, en su gran
mayoría, aquellas que se han buscado por décadas,
jamás tuvieron una realidad concreta. Como en el caso de
los monstruos, estas elusivas urbes se niegan a revelar
fácilmente sus secretos; razón por la cual son
difíciles de olvidar y fáciles de convertirse en
obsesión. Paradójicamente, los lugares que nunca
existieron han sido los depositarios de una inversión de capital y de
sacrificio humano enorme.
Pero el mito rara vez desaparece y los descubrimientos
que se realizan no hacen otra cosa que transformarlos y
aumentarlos. "Si tal ciudad que se creía perdida para
siempre ha sido hallada, ¿por qué no puede suceder
lo mismo con tal otra?". Este sencillo argumento ha sido
encontrado en boca de grandes exploradores que, con mayor o menor
fortuna, se lanzaron en la búsqueda.
En 1839, un joven abogado norteamericano, llamado John
L. Stephens, ingresó en Honduras con los manuscritos de un
cierto coronel Garlindo en la mano. El militar hacía
mención de extraños monumentos perdidos en la selva
de Yucatán y América
Central; y refería que, en un documento del año
1700, se hablaba de antiguas edificaciones a orillas del
río Copán, en Honduras. Stephens se
entusiasmó con la idea y, junto al magnífico
dibujante Frederic Catherwood, decidió partir para
descubrir el misterio.
Tras innumerables contratiempos (entre los que se
encontraron la cárcel misma), el abogado contrató
algunos guías nativos y se internó en la selva
tropical. Luego de largos días de caminatas, martirizados
por los insectos, la humedad y las lianas, los exploradores
alcanzaron una pequeña aldea india a
orillas del tan buscado río. Nadie conocía nada
sobre las ruinas que referían los documentos que
habían leído los gringos. Desalentados,
decidieron hacer una visita final por los alrededores y, como en
las novelas, a
último momento, después de despejar una cortina de
ramas, Catherwood se topó con una estela de tres metros de
alto, cuadrangular y completamente esculpida en sus cuatro caras.
Era una muestra de
arte
completamente desconocida en las Américas. Entusiasmados
con el hallazgo siguieron explorando y sacaron a la luz otras trece
estelas; más tarde escaleras, pirámides y palacios.
Una nueva civilización acababa de salir del olvido: la
maya.
Stephens y Catherwood registraron y dibujaron todo lo
que pudieron, y cuando la oportunidad se presentó (bajo la
figura de un indio llamado José María, que
poseía un arrugado título de propiedad
sobre los terrenos), compraron las tierras, con ruinas incluidas,
al exorbitante precio de
cincuenta dólares. Ya de regreso a los Estados Unidos,
Stephens escribió y publicó el relato de su viaje,
enriquecido con los dibujos de su
compañero, logrando un éxito
enorme.
Otro afortunado explorador de fines del siglo pasado fue
el arqueólogo americano Edward Herbert Thompson, quien, en
las soledades de la retorcida selva al norte de Yucatán,
descubrió, junto con su guía indio, las
monumentales ruinas de la ciudad más famosa del nuevo
imperio maya: Chichén Itzá. Al igual que Stephens,
Thompson había sido conducido por una crónica; la
del primer obispo de Yucatán, Diego de Landa, quien en
1566 escribiera su Relación de las cosas de
Yucatán.
Bastante más al sur, en territorio peruano, el
historiador norteamericano Hiram Bingham, experimentaba, en 1911,
la inmensa sorpresa de encontrar, tapada por el follaje, la
majestuosa ciudadela de Machu Picchu, centro ceremonial inca que
permanecía "perdido" desde hacía más de
cuatrocientos años. También Bingham, respetando la
tradición de todo explorador, había sido conducido
por los manuscritos de un cronista español
del siglo XVII, Fernando de Montesinos.
En estos, y en muchos otros casos, ciertas variables se
repiten. Variables que la literatura de ficción hizo
propias y que consiguen todavía captar el interés de
miles de lectores contemporáneos. Cuando uno se mete en la
piel de
cualquier explorador reconocido, y accede a sus propios relatos
de viaje, se detectan una serie de pasos que parecieran ser
obligatorios.
En primer lugar, la fuente documental encontrada al
azar, en alguna polvorienta biblioteca, y a
la que nunca nadie antes le prestara atención. La interpretación original del futuro
descubridor es ahí la protagonista principal, y luchando
contra viento y marea trata de imponer su alocada hipótesis (a un ambiente
académico que se presenta escéptico) de que la ruta
señalada por el olvidado documento puede llevar a los
muros de una ciudad, aún más perdida que el
manuscrito que la nombra. Es el momento de la soledad; de la
exploración intelectual sobre mapas inseguros;
de la incomprensión de los colegas; de la burla. Ya
vendrá la época de la revancha; pero, antes de
ello, tendrá que soportar largas horas de conflicto
entre la razón, la duda y la fe.
En segundo término ubicamos a la
expedición propiamente dicha, con sus sacrificios,
sinsabores y peligros. El explorador queda en un segundo plano y
el paisaje, los insectos y el clima pasan a
ocupar la escena. Tomemos como ejemplo las descripciones hechas
por el escritor francés André Malraux, en su novela
La Vía Real, en la que puntillosamente hace
referencia e este paso del que hablamos:
"Desde hacía cuatro días, la
selva.
Desde hacía cuatro días, campamentos
cerca de los poblados nacidos de ella […], del suelo blando,
semejantes a monstruosos insectos; descomposición del
espíritu en esa luz de acuario, de un espesor de agua.
Habían encontrado ya pequeños monumentos derruidos,
con las piedras apretadas por las raíces que las fijaban
al suelo como patas que ya no parecían haber sido erigidos
por los hombres, sino por seres desaparecidos, habituados a esa
vida sin horizontes, a esas tinieblas marinas. Descompuesta por
los siglos, la Vía solo mostraba su presencia por esas
masas minerales
podridas, con los dos ojos de algún sapo inmóvil en
un ángulo de las piedras. ¿Eran promesas o rechazos
aquellos monumentos abandonados por la selva como esqueletos?
¿La caravana alcanzaría por fin el templo esculpido
hacia el que los guiaba el adolescente que fumaba sin cesar[…]?
Deberían de haber llegado hacía ya tres horas…
Sin embargo, la selva y el calor eran
más fuertes que la inquietud […]. Las sombras se
hinchaban, se alargaban, se pudrían fuera del mundo en que
el hombre
cuenta, que le separaba de sí mismo con la fuerza de la
oscuridad. Y por todas partes, los insectos" .
El investigador, pues, se agazapa; toma impulso, para
poder hacer su entrada triunfal a último momento. Se llega
así al instante crucial del relato: el del descubrimiento
mismo, en el que pasado y presente se funden en frases de
admiración y sorpresa. La ciudad ha sido encontrada. La
leyenda se ha vuelto realidad. El ciclo tradicional ha sido
cubierto y la iniciación concluida.
Pero no todos los buscadores de ciudades perdidas
han tenido la suerte de Stephens, Thompson o Bingham. Ellos son
algunos de los pocos afortunados que alcanzaron el éxito.
Constituyen una pequeña legión de tenaces
soñadores que, comparados con los infinitos fracasos que
se registran, son una minoría casi insignificante. Y se
los recuerda sólo por haber tenido suerte. Detrás
de ellos se aglomeran anónimos exploradores que, sin tanta
fortuna, invirtieron tiempo y
dinero
buscando irreales reinos,
pletóricos de riquezas. Un precio que la mayoría
jamás lamentó de haber pagado; puesto que fue lo
que les dio sentido a sus vidas.
En casi todos los continentes existieron esos imanes
poderosos. Muchas selvas y montañas del mundo conservan
leyendas sobre ciudades extraviadas, pero el continente americano
es el más privilegiado al respecto. En él muchos
productos de
la fantasía literaria cobraron una existencia
supuestamente real. "De los libros, y
más de la poesía,
salieron una muchedumbre de fantasmas,
encaminados a rellenar los vacíos del hemisferio que nadie
había visitado" ; y a pesar de los cinco siglos
transcurridos, muchos de ellos continúan tan vigentes como
al principio. La lista de estos lugares es larguísima y
han arrastrado a más gente, por más tiempo, que
ningún otro mito.
Como escribió Arturo Uslar
Pietri, "El mito de El Dorado ha sido la concreción
más tenaz de la noción mágica de la riqueza
que caracterizó a los pueblos de Occidente. La riqueza era
algo que se encontraba por azar y fortuna. Fortuna y azar eran la
misma cosa, aquella deidad que rodaba insegura sobre una alada
rueda. La riqueza era el tesoro oculto que se topaba por suerte o
por revelación sobrenatural. Desde el tesoro del Rey
Salomón y la cueva de Alí Babá hasta las
hadas amigas que regalaban palacios, ciudades y reinos […], el
descubrimiento de
América (o el de cualquier zona inexplorada, FJSR) le
dio, a esas viejas creencias en la riqueza prodigiosa, un asiento
y una posibilidad ciertos" .
Sorprende, pues, observar cómo detrás de
toda ciudad perdida brilla siempre el oro. Son pocas las
referencias que aluden a ellas que no consignen de alguna forma
la existencia de grandes tesoros; y ya sea que se los busque por
un interés puramente artístico o
arqueológico (estatuillas, platería, adornos de
orfebrería, ajuares funerarios etc.), o por una fiebre de
prestigio y riqueza puramente material, el oro ha sido, es y
será, el más extraordinario símbolo de la
ambición occidental. Tras él se disfrazaron
proyectos,
intentando legitimar su búsqueda anteponiendo argumentos
científicos o políticos que, a la postre,
resultaron ser sólo excusas. La fiebre del oro (a la que
todavía no se le ha encontrado una vacuna) reavivó
la hipocresía, la traición y la muerte.
Conjugó los sueños de poder y de riqueza en una
danza que
resultó siendo macabra por sus resultados en sacrificios y
pérdidas humanas. El imaginario de muchas regiones
de América conserva historias prototípicas de esas
traiciones y nos hablan de hombres (amigos y hermanos) que se han
dado muerte al
encontrar esos recursos de
poder. Historias moralizantes, casi infantiles, que revelan los
siniestros resultados que producen los reflejos metálicos
y confirman que, siendo "[…] por esencia el mito
áureo propio de la frontera, la frontera es de suyo
violenta" .
Buscado en oscuros laboratorios, que la
imaginación oscurece aún más, el oro fue
perseguido, sin partir, por los primeros alquimistas del siglo
III d.C.. En América, varias centurias más tarde,
los alquimistas vistieron como soldados, almirantes y
adelantados, siempre en pos del codiciado metal; que las
rebuscadas fórmulas de los gabinetes de
experimentación no habían logrado conseguir. Se
había desechado la idea de producirlo, por lo que se
intentó hallarlo en su estado natural
y en un Nuevo Mundo que prometía darlo a mansalva. Primero
se filtraron los ríos, más tarde se saquearon los
templos aborígenes y, sólo después, se
explotaron los socavones de las minas. Pero siempre quedaba la
esperanza de que, sin gran esfuerzo ni inversiones,
era posible toparse con un nuevo templo escondido en las
inmensidades americanas. Este sueño se mantuvo,
persistió largamente; y, aún hoy, en países
como el Perú, es imposible no pasar un día sin
escuchar hablar de tesoros o "tapados" perdidos.
La riqueza fácil sigue siendo un sueño
compartido por muchos, máxime si la época es de
crisis.
Loterías, bingos y demás juegos de azar
encierran una raíz semejante a la búsqueda de
ciudades perdidas y sus tesoros. Y aunque haya más
posibilidades de ganar la lotería que de encontrar el
mítico Dorado, todo explorador prefiere dar con la ciudad
que tener el billete ganador en sus manos. Y en parte esto se
debe a que todo el mundo sabe que nadie, que sea acreedor de un
premio moderno, recibirá lingotes o estatuillas de oro.
Los billetes no guardan el encanto que se mantiene en las
llamadas "lágrimas del sol". Por otro lado, el prestigio
del pasado se encarna de manera muy especial en todo objeto
antiguo y su posible hallazgo no sólo da riqueza, sino
también historia. Una historia que absorbe al descubridor
y lo hace parte de ella. Nadie recuerda hoy al ganador de la
lotería de 1911, pero sí el apellido
Bingham.
El oro ha estado siempre ligado a aspectos
sobrenaturales. Acceder a un filón de semejante metal
implica, en casi todas las leyendas y rumores, superar
obstáculos terribles, probarse a sí mismo. Con
frecuencia el tesoro se encuentra en un lugar difícil de
alcanzar y las penalidades y trabajos sufridos para llegar a
él pueden ser equiparados, según J. G. Cirlot, con
un proceso de iniciación.Todo lo bueno o todo lo malo se
condensa en el oro. Metal ambivalente que al tiempo de despertar
codicias se transforma en emblema de superación y
perfeccionamiento. Luz condensada que ilumina, pero que
también encandila y pierde.
América, lejos de desechar los viejos mitos, los
alimentó y ofreció nuevas fuerzas. Sus regiones,
aún inexploradas a fines del siglo XIX, especialmente en
la zona amazónica, continuaron conservando la posibilidad
de encontrar en ellas los restos de civilizaciones perdidas. Una
de ellas, citada por Platón
en el siglo IV a. C., y revivida, con enorme éxito, por la
Teosofía y la prédica de místicos y
charlatanes, pareció ponerse de moda. Estamos
haciendo referencia a la misteriosa Atlántida; esa que se
hundiera en una sola noche, llevándose sus avances
y conocimientos al fondo del mar, pero dándole tiempo a
sus últimos y precavidos habitantes a viajar hacia
América y dar origen a las sorprendentes culturas
precolombinas.
Esta "teoría", refutada por los miles de estudios
arqueológicos que se han practicado desde hace casi
doscientos años, tuvo un enorme éxito y una
difundida prédica en distintos sectores de la
intelectualidad europea, a fines del siglo pasado y principios del
actual. Pero, aún así, casi todos los
océanos del planeta siguieron teniendo sus respectivos
continentes perdidos. El Pacífico, generó al
Continente de Mu, inventado en 1931 por el coronel James
Churchward; quien sostuvo haber recibido de un sacerdote de la
India unas misteriosas tablillas en las que descubrió
(tras una laboriosa traducción) la historia de los
orígenes de la civilización y del continente en
cuestión (el tema de las tablillas misteriosas se
repetirá una y otra vez en excéntricos trabajos de
exploración, pasando a formar parte del imaginario de
muchos relatos de viajes). Por
su parte, el océano Índico es depositario de la
legendaria Lemuria, otra porción de tierra hundida que
arrastró a más de uno en su búsqueda. Pero
la Atlántida es la que mayor cantidad de tinta ha
demandado por parte de escritores y viajeros.
Según cuenta Platón en
su diálogo
entre Timeo y Critias, hace casi doce mil años
existía en el corazón
del océano Atlántico una gran isla y que
"[…]en aquel tiempo podía atravesarse dicho mar.
[…]Esa isla era más grande que Asia y Libia
reunidas. Y los viajeros de aquel tiempo podían pasar de
dicha isla a otras islas y desde aquellas alcanzar todo el
continente, en la ribera opuesta de ese mar que merecía
verdaderamente su nombre"(Platón, Timeo, 24,
25).
Este relato, que el filósofo griego puso en boca
de su personaje (y que por supuesto es mucho más extenso),
es el único, primer y último documento de la
antigüedad que hace referencia a la Atlántida. Todos
los que hablaron del tema posteriormente no hicieron otra cosa
que tomar como base ese texto. Como ha
probado el arqueólogo francés Jean Pierre Adam, la
leyenda de la Atlántida no es más que una
parábola del pensador heleno para dar una enseñanza moral e histórica de su
propio país. La Atlántida nunca existió,
más que en su imaginación. Pero los incontenibles
deseos por encontrarla realmente se fueron acumulando a lo largo
de los siglos. Incluso en nuestros días una
expedición británica intenta rescatar el pasado
atlante en el Altiplano boliviano (!).
Con fecha 23 de marzo de 1998, una agencia noticiosa
lanzó al mundo la primicia de que el explorador John
Blashford-Snell, junto con un equipo de arqueólogos
bolivianos, había localizado a orillas del río
Desaguadero (que desemboca en el lago Titicaca) un gran pedestal
y dos estatuas correspondientes a la civilización
preincaica de Tiahuanaco y que, según el explorador
inglés,
podrían indicar que están bien encaminados en la
búsqueda de los restos de la mítica ciudad de
Atlántida, que él ubica en el sitio del lago
Poopó. Pero Blashford-Snell no es, ni ha sido el
único, en buscar la imaginaria tierra de Platón en
suelo americano. Tuvo un antecesor más audaz y
soñador. Ya hemos hecho referencia a él, y volvemos
a hacerla porque quizás sea el último gran
romántico que invirtió toda su vida tras una
quimera. Nos referimos, pues, al coronel Percy Harrison
Fawcett.
Las ciudades perdidas fueron su gran debilidad y es, con
seguridad, el
explorador que mejor supo captar la emoción que despiertan
los rumores y las leyendas de la selva, respecto de ellas. Todo
su peregrinar por Bolivia,
Perú y Brasil estuvo, de
algún modo, motivado por esos cuentos, que
lo guiaron e hicieron ver aquello que, efectivamente, deseaba
ver. En Fawcett se condensan, como en pocos, los más
exóticos delirios exploratorios; esos que van desde
monstruos prehistóricos, hasta ruinosos restos, cubiertos
de moho, pertenecientes a la legendaria Atlántis. En
él, el rumor fue una fuente fidedigna de información. Indios, caucheros, bribones y
poco confiables funcionarios públicos, se transformaron en
las catapultas que lo impulsaron a recorrer miles de
kilómetros de insumisa selva, tras comentarios que raras
veces trataba de confirmar. Pospuso toda su vida la "gran
expedición", en la que encontraría la ciudad que
él denominaba con la letra "Z"; y quiso el destino que en
ese proyecto,
celebrado en 1925, perdiera su vida.
En su crónica de exploraciones, Fawcett relata
las circunstancias prototípicas de un encuentro casual con
ruinas perdidas (circunstancias que todavía en la
actualidad son posibles escuchar cuando uno se interna en la
selva amazónica). En cierta oportunidad cuenta que "Se
habían descubierto aquí (Matto Grosso)
inscripciones en las rocas y […]
cerca del pueblo de Conquista un anciano que regresaba de Ilheos
una noche perdió un buey, y siguiendo sus huellas por el
matto, se encontró en la plaza de una antigua ciudad.
Pasó debajo de los arcos, encontró calles de piedra
y vio, en el centro de la plaza, la estatua de un hombre.
Aterrorizado, huyó de las ruinas.[…]Esto me hizo pensar
que quizá este anciano había tropezado con la
ciudad de 1753 (ciudad que Fawcett buscaba, y de la que
había leído por primera vez en una antigua
crónica portuguesa, con la fecha en
cuestión).
La obsesión del coronel inglés por
encontrar la ciudad "Z" se sostuvo firme durante toda su vida. La
desaparición que sufriera en la jungla brasileña
(1925) y la publicación postmortem de su libro, desataron
las ansias reprimidas de muchos por imitarlo y, detrás de
sus esquivos pasos, siguieron desapareciendo exploradores. El
misterio de la ciudad se agigantó con el misterio de su
muerte y, aún después de haber transcurrido setenta
y tres años desde que se tuviera la última noticia
de Fawcett, la leyenda sigue atrayendo al público, y el
Times de Londres manteniendo vigente la recompensa por tener
noticias
fidedignas del explorador.
El ejemplo de Percy H. Fawcett es paradigmático.
Su relato condensa el espíritu de muchas de las
crónicas, españolas y portuguesas, de la
época de la conquista de América; sus comentarios y
actitudes (que
creemos recreadas y adornadas, varios años después
de haber vivido sus experiencias en la selva) recibieron
también el innegable aporte de la literatura de
ficción y aventura de su época. Las referencias que
el propio autor hace de Arthur Conan Doyle ya han sido
analizadas; pero hay otro ejemplo que permite intuir que Fawcett
escribió en realidad una novela de su propia
vida.
En el capítulo I de A Través de la
Selva Amazónica, tras contarnos los esfuerzos de
un anónimo cronista del siglo XVIII, que él bautiza
antojadizamente con el nombre de Francisco Raposo, Fawcett hace
pública una historia que define como "fascinante". Cuenta
del hallazgo de un documento portugués, "que aún
se conserva en Río de Janeiro" , en el que se
especifican los pasos seguidos por un grupo de
aventureros, encabezados por el tal Raposo, y las circunstancias
fortuitas del encuentro con una ciudad perdida.
Dejemos que Fawcett nos las relate:
"Buscando leña para el fuego en el monte bajo,
divisaron […] un ciervo […] al otro lado del riachuelo.
Preparando sus arcabuces, […] lo siguieron tan
rápidamente como pudieron ya que con él
tendrían carne suficiente para varios días. El
ciervo se había esfumado, pero más allá de
picacho se encontraron con una profunda hendidura frente al
precipicio y vieron que era posible llegar a la cumbre de la
montaña escalándola.
[…]Penetraron en fila india por la hendidura para
descubrir que se ensanchaba a medida que se adentraba en la
montaña; se hacía difícil caminar, pero
aquí y allá existían rastros de antiguo
pavimento y en algunos lugares las escarpadas paredes de la
hendidura mostraron borrosas marcas de
herramientas.
El ascenso era tan difícil que transcurrieron
tres horas antes que surgieran […] en una ladera mucho
más alta. Desde allí hasta la cumbre existía
un terreno limpio, y pronto se encontraron en lo alto […]
contemplando, alelados, el asombroso espectáculo que se
extendía a sus pies.
Allí abajo, a cuatro millas de distancia, se
alzaba una gran ciudad.
[…] No divisaron signo alguno de vida, no se alzaba
humo en el aire quieto, ni
un rumor venía a quebrar el silencio total[…]. El lugar
estaba desierto […]. descendieron hasta llegar a una entrada
bajo tres arcos formados de enormes losas. Quedaron tan
impresionados con esta estructura
ciclópea – semejante a las que todavía pueden
admirarse en Perú -, que ningún hombre se
atrevió a pronunciar una sola palabra y se deslizaron
[…] por la senda de piedra ennegrecida.
En lo alto del arco se veían caracteres
grabados profundamente en la piedra gastada por el tiempo […].
Los arcos estaban todavía en buen estado de
conservación pero uno o dos de los colosales soportes se
habían retorcido ligeramente en sus bases. Los hombres
avanzaron […] en lo que un vez fuera amplia calle […]. A
ambos lados había casas de dos pisos, construidas de
grandes bloques unidos por junturas sin mezcla, de una
perfección increíble; los pórticos […]
estaban decorados con esculturas elaboradas que a ellos les
parecieron figuras demoníacas.
[…] Por todas partes existían ruinas, pero
muchos edificios estaban techados con grandes losas que
aún se mantenían en su sitio. […] Los hombres
continuaron calle abajo hasta llegar a una vasta plaza. En el
centro se alzaba una columna colosal de piedra negra y sobre ella
la efigie de un hombre en perfecto estado de conservación
con la mano descansando en la cadera y la otra apuntando al
norte. […] Obeliscos esculpidos de la misma piedra negra […]
se levantaban en cada esquina de la plaza, mientras en uno de sus
costados se alzaba un edificio tan magnífico por su
diseño
y decorado que probablemente era un palacio […]. Sus grandes
columnas cuadradas aún se conservaban intactas. Una amplia
escalera […] conducía a un gran vestíbulo que
aún conservaba rastros de pintura en sus
frescos y esculturas.
[…] La figura de un adolescente estaba esculpida
sobre lo que parecía ser la entrada principal.
Representaba a un hombre sin barba, desnudo de la cintura para
arriba, con un escudo en la mano y una banda atravesada sobre un
hombro. La cabeza adornada con […] una corona de laureles y
[…] al pie una inscripción escrita con caracteres
parecidos a los de la antigua Grecia […].
Más allá de la plaza y de la calle principal, la
ciudad yacía completamente en ruinas. […]Casi no
existía duda de la catástrofe que había
desbastado el lugar.
[…] Joâo Antonio – el único miembro de
la partida a quien se lo anuncia por su nombre en el documento –
encontró una pequeña moneda de oro […]. En una de
sus caras mostraba la efigie de un joven arrodillado y en la otra
un arco, una corona y un instrumento musical no identificado.
[…] El documento sugiere el descubrimiento del tesoro, pero no
da detalles.
Francisco Raposo […] decidió seguir la
corriente de un río, esperando que los indios
recordarían las señales
cuando regresasen con una expedición mejor equipada
[…].
Los aventureros […]se pusieron de acuerdo en no
revelar una palabra a nadie, con excepción del virrey
[…].Volverían tan pronto como les fuera posible a tomar
posesión de todos los tesoros de la ciudad.
Después de algunos meses de dura
travesía […] alcanzaron Bahía. Desde allí
envió el documento, cuya historia acabo de contar, al
virrey, don Luiz Peregrino de Carvalho Menezes de
Athayde.
Nada hizo el virrey, y tampoco se puede decir si
Raposo regresó o no al lugar donde hiciera su
descubrimiento. En todo caso, no se volvió a saber nada de
él" .
Fue este relato sobre una ciudad incierta, basado en un
cronista anónimo y plasmado en un documento
sospechosamente real 71a, lo que movió a
Fawcett durante varias décadas. La historia mezcla los
ingredientes tradicionales del azar, del valle perdido, de los
tesoros irrecuperables y de los restos de una cultura que,
por las descripciones, no corresponden a ninguna
civilización americana conocida.
No cabe duda que los métodos
victorianos del coronel inglés fueron poco convencionales,
máxime si, tras leer el capítulo II de su libro,
advertimos que llegó a consultar a un espiritista (!) para
certificar el origen de otro "misterio": el ídolo de
piedra.
Inscripciones esotéricas (adjudicadas,
indistintamente, a fenicios,
hebreos, romanos, egipcios o vikingos) han venido siendo
encontradas en América por un sin fin de exploradores
desde hace tiempo. Nunca ninguno pudo certificar la autenticidad
de esas escrituras ni entregar, a un cuerpo de técnicos
especialistas, un ejemplar material de ellas. Sólo
comentarios, rumores, pruebas
perdidas en accidentes,
pero jamás un dato seguro, una
datación comprobable o un sitio específico en donde
encontrarlas. Siempre un imaginario desaforado que devora
cualquier resto de sentido común y cientos de investigaciones,
responsables y serias. Así todo, la perdurabilidad del
culto al misterio (tan atrayente, por cierto) se mantiene; y se
mantuvo en Fawcett cuando anunció al mundo haber tenido en
su poder una imagen de basalto
negro en la que se representaba una figura humana, sonriente, con
una corta barba y sosteniendo sobre su pecho una plancha con un
gran número de caracteres jeroglíficos no
identificados.
¿De dónde sacó Fawcett esa
estatuilla? Él mismo responde la pregunta: "Me la dio Sir
H. Rider Haggard, quien la obtuvo en Brasil, y yo creo que
procede de una de las ciudades perdidas".
Cuestión de fe. Pero también influencia de
la literatura. Rider Haggard no es otro que el escritor de una de
las más famosas novelas de aventura de fines del siglo
XIX, Las Minas del Rey Salomón (1885), en la
que relata el hallazgo de un reino perdido en el centro de
África, rebosante de riquezas y producto de
una antigua civilización blanca olvidada.
Otro mundo perdido vuelto a la realidad por la
imaginación del excéntrico coronel
británico.
Otro ejemplo de la débil frontera existente entre
la novela y la
exploración.
A partir del relato de Raposo, del de la estatuilla, y
de un sin fin de leyendas recogidas en las selvas sudamericanas,
Fawcett resucitó a la Atlántida en América;
sosteniendo su heterodoxa postura teórica en los dichos de
psíquicos y novelistas. Platón tenía
razón y el imaginario se organizó para avalar los
dichos del filósofo griego.
De todos los organizadores, P. H. Fawcett, fue el
más consecuente.
"Sobre esta parte del mundo cayó la
maldición de un gran cataclismo, recordado en las
tradiciones de todos los pueblos[…]. Puede haber sido una serie
de catástrofes locales […], o también un desastre
repentino y arrollador. Su resultado fue cambiar la faz del
océano Pacífico y levantar Sudamérica en
algo semejante a su forma actual.[…] No requiere mucho esfuerzo
de imaginación comprender la desintegración y
degeneración gradual de los sobrevivientes, después
del cataclismo, con espantosas pérdidas de vida.[…]
Sabemos que tanto los nahuas como los incas fundaron
sus imperios sobre las ruinas de una civilización
más antigua" .
La ciudad que buscó pertenecía a esa
gran civilización.
Y la fuerza del imaginario lo
arrastró.
TRIBUS Y EXPLORADORES PERDIDOS
Las inquietudes y especulaciones que han despertado, y
despiertan, las expediciones perdidas son otras de las
constantes que se repiten dentro del imaginario de Occidente. Un
sentimiento recurrente que, no excento de morbo, moviliza a la
opinión
pública y facilita, al ocasional escritor, captar la
atención de sus lectores a través de la
romantización del drama, y su posterior conversión
en aventura. Y es que, generalmente, el escenario de la
"atrayente" pérdida no está en el ajetreado mundo
urbano, en el que la mayoría vivimos. Las expediciones no
se pierden en las grandes metrópolis, sino en un marco
natural que suele tener como telón de fondo a la selva y
la montaña; sitios no controlados y en los que toda
nuestra tecnología suele
convertirse en un adorno
inoperante que, si bien ayuda, en muchos de los casos (reales o
literarios) termina convirtiéndose en el ajuar funerario
de los audaces e inconscientes exploradores.
Ya desde la época de la conquista de
América se vienen registrando historias sobre
náufragos o huestes perdidas en las selvas, que han
alimentado las tramas de inolvidables novelas y películas.
La narración de las penalidades y sufrimientos de
exploradores desaparecidos han dejado flotar mil y una
interpretación sobre la suerte corrida; y en torno a ellos se
tejieron rumores y leyendas que terminaron haciendo, de muchos
incautos, verdaderos héroes. Así, aquel que buscaba
lo exótico, al desaparecer, se volvía, él
mismo, en objeto exótico de otros.
Enrique de Gandía, el brillante historiador
argentino que analizara con detenimiento los mitos y leyendas de
la conquista americana, escribe: "En verdad ninguna
fantasía humana podrá superar en belleza y en
misterio el hechizo que rodea el recuerdo de aquellos
náufragos y conquistadores [exploradores, FJSR]
olvidados, cuyas voces parecerían llegar desde el fondo
de las selvas sombrías y las costas heladas, hasta los
oídos de sus hermanos que los buscaban
empeñosamente sin poderlos hallar" .
Hombres perdidos en tierras desconocidas. Una
conjunción ideal para el imaginario. Una oportunidad
más para recrear emocionalmente la tragedia y
transformarla en objeto de indagación, especulación
y búsqueda. Una constante que adquirió mil rostros
y personajes a lo largo del tiempo. Un incentivo extraño a
la curiosidad que nace del dolor.
El tópico del explorador perdido despierta
una singular atracción debido a las múltiples
posibilidades que se encierran en el acto mismo de desaparecer.
Quien desaparece no termina de morir del todo, y la
agónica esperanza de volver a encontrarlo con vida
facilita el despliegue de toda una serie de especulaciones que
prolongan la presencia del desafortunado viajero más
allá de los límites
normales del duelo.
Ante la dificultad de resolver el misterio, el
explorador desaparecido abre una ventana a "otro mundo",
de lleno imaginario. Un mundo caracterizado, fundamentalmente,
por la distancia y el aislamiento, en el cual es posible
construir las más fantásticas o realistas
hipótesis; esas
que van de la pura y sencilla muerte en manos de
aborígenes y animales
salvajes, hasta la irresistible fantasía de imaginarlo
siendo el rey de un nuevo país en el que ejerce su fuerte
personalidad
de "hombre blanco".
En el Amazonas y en el Orinoco subsistió largo
tiempo la creencia de que por aquellas regiones había
españoles perdidos desde hacía muchos años.
Esta creencia se viene arrastrando aproximadamente a partir de
1528, cuando, desde Venezuela
empezó a divulgarse el rumor de que en lo profundo de las
selvas había cristianos perdidos. De igual modo, los
naufragios en costas americanas generaron comentarios semejantes,
y la imaginación, que nunca olvidó a aquellos
desafortunados viajeros, los supuso con vida pero apartados del
mundo, lejos de la civilización y "barbarizados" por el
entorno que los devorara.
Se oyó decir también que estaban rodeados
de riquezas en maravillosas ciudades perdidas, reconstruyendo
sociedades ideales y conservando los secretos que tanto
habían deseado desvelar. Irónico destino para un
explorador y clara mezcla de impotencia y de crítica
al mundo del que provenían. Ambivalencia de una
situación límite que conserva en sí misma
dos posibilidades, repetidas una y otra vez en cientos de mitos y
leyendas: la de recuperar el Paraíso Perdido o la de ser
prisionero en un infierno terrestre, húmedo,
selvático y controlado por celosos salvajes pertenecientes
a razas desconocidas.
El explorador perdido pega, así, un salto
y sale del tiempo. Adquiere, de algún modo, cierto halo de
eternidad y su no presencia, producto de un fracaso, se convierte
en ejemplo, símbolo y modelo de
futuros exploradores. ¿Pulsión de muerte? Es
posible, ya que parece no existir mayor impulso para un
aventurero que el fracaso de una expedición anterior.
Deseo de una muerte romántica; ansias de perdurabilidad,
que se sostuvieron activas hasta bien entrado el siglo XX y que
todavía se detectan en los marginales exploradores que
recorren las selvas en nuestros días.
Pero hay un aspecto que las expediciones y exploradores
perdidos revelan: la permanente existencia de fronteras abiertas
hacia Terras Incógnitas.
Una y otra vez, los mismos argumentos se repiten en
diarios de viajes y novelas. Como en los viejos cuentos
infantiles, que reiteran constantemente hasta el cansancio
idénticas situaciones (que no son lícitas
modificar, a menos que se pretenda quitarles el efecto emocional
que éstas encierran), cuando se hace referencia a personas
desaparecidas en regiones alejadas de la civilización,
suele caerse en argumentaciones de este tipo: "Imagine la
superficie de la Tierra,
reste los océanos, los desiertos, las montañas y
las regiones árticas. ¿Qué queda? Un 20 %
aproximadamente. Habitamos una quinta parte del planeta y creemos
que estamos en todas partes, que no hay espacio para nadie
más o que todo está completamente explorado y
conocido".
Suena emocionante, atrayente; el mundo inacabado perdura
de algún modo. Los espacios en blanco de los mapas
picanean la curiosidad y hacia ellos continúan marchando
expediciones, de las que, en muchos casos, jamás
recibiremos noticias. Los espacios en blanco (que existen) se
transforman, así, en verdaderos agujeros
negros.
Una selva inmóvil y en movimiento a
la vez; insumisa, barnizada de musgos húmedos y con
senderos desconocidos. Árboles gigantescos cubiertos de
lianas y espesura. Un universo nacido
de las crónicas. Un lugar al cual sólo los suicidas
pueden desear encaminar sus botas; pero, como dijo André
Malraux, "nadie se mata sino para existir".
Esa fue la suerte que corrieron muchos exploradores que
hoy engrandecen los libros de geografía. Ese es el
sendero que transforma a un hombre en leyenda.
Mato Grosso, Brasil. Mayo de 1925. Desde el campamento
bautizado "Caballo Muerto", localizado a 11º 43’ Sur y
54º 35’ Oeste, tres hombres envían las
últimas cartas a sus
familiares y se internan en plena jungla. A partir de entonces:
silencio. Jamás se supo de ellos. Desaparecieron mientras
iban tras una supuesta ciudad perdida. El coronel Percy H.
Fawcett, su hijo Jack y un amigo de éste, Raleigh Rimmell,
entraron a formar parte de las estadísticas.
A partir de ese momento se desató desde Inglaterra, y
otros países, una verdadera fiebre por encontrar a Fawcett
y los suyos. A la misteriosa desaparición se le
sumó un nuevo incentivo, casi deportivo: el de la
búsqueda. Hallar al militar británico podría
significar encontrar también la evanescente ciudad "Z", y
en pos de ambos se organizaron, a lo largo de casi
veintiséis años, costosas expediciones de rescate
(muchas de ellas financiadas por periódicos, que supieron
detectar la enorme veta comercial que despertaba la estampa del
explorador perdido).
En 1927, comenzaron a circular rumores sobre un anciano
blanco, y aparentemente loco, que deambulaba solo por las selvas
amazónicas. La bola de nieve no dejó jamás
de crecer y la imagen del europeo asalvajado por la jungla
impactó fuertemente en la imaginación de lectores y
viajeros.
Personas respetables contaban historias
fantásticas sobre el malogrado explorador. Por ejemplo, un
ingeniero francés dijo haber visto a Fawcett en la
región Minas Gerais, dos años después de su
desaparición. Era como si la antigua aventura de Henry
Stanley, en su búsqueda de Livingstone, volviera a
reeditarse. En 1928, la North American Newspaper Alliance (NANA)
colocó al comandante George Dyott al frente de una
expedición en la que se pretendía averiguar la
suerte corrida por Fawcett. Tras internarse en la selva y
alcanzar una aldea de indios anaqua, Dyott llegó a la
penosa conclusión de que el coronel británico y su
hijo habían sido asesinados por una tribu vecina, los
kalapalos.
Como era de prever, la familia del
militar se negó a aceptar tal contundente y pesimista
hipótesis. Rechazaron las conclusiones de Dyott y
continuaron proponiendo las más románticas
explicaciones acerca de la suerte corrida por su esfumado
pariente. Según éstas, Fawcett aún
conservaba la vida en alguna parte de la selva, sugiriendo
posibilidades que iban más allá de todo sentido
común.
En 1930, el periodista Albert de Winton siguió
los pasos de Dyott hasta alcanzar la propia aldea de los
kalapalos. En el sitio, Winton reconfirmó la
opinión de su predecesor, quedando convencido de que
Fawcett había sido muerto por los aborígenes de la
región. Por desgracia, jamás pudo debatir con los
testarudos familiares del coronel inglés: Winton no
volvió a aparecer con vida. También a él la
selva se lo tragó para siempre.
Dos años más tarde, en 1932, un suizo
llamado Stefan Rattin regresó del Matto Grosso diciendo
que había encontrado a Fawcett prisionero de una tribu, al
norte del río Bamfin. Juró haber hablado con
él y, para poder probar que sus dichos eran ciertos,
organizó una expedición a fin de ubicar
definitivamente al inglés perdido. Ingresó en la
selva y nunca más volvió a salir de
ella.
Las desapariciones se acumulaban (Fawcett, Dyott,
Rattin…) y junto con ellas la fascinación por la
región aumentó. El Matto Grosso se tragaba a la
gente. Eso era noticia. Y los periódicos colaboraron en
hacer más grande el misterio, o directamente en
construirlo.
Se llegó a sostener que los tres exploradores
estaban prisioneros de ciertas tribus amazónicas pero
impedidos de abandonar esas aldeas. Brian Fawcett, hijo
sobreviviente del coronel, escribió: "He oído decir
que los indios salvajes gustan de mantener cautivo a un hombre
blanco. Esto aumenta su prestigio ante los ojos de las tribus
vecinas y el prisionero, generalmente bien tratado pero
estrechamente vigilado, ocupa una posición similar a la de
una mascota" .
El mundo al revés. Así era conceptualizada
la selva. En ella, hasta el más insigne representante del
Imperio Británico podía llegar a convertirse en un
simple trofeo de guerra o un
objeto de diversión de seres humanos que encarnaban el
salvajismo más primitivo. Occidente creaba un nuevo
mártir, un héroe detrás de las
"líneas enemigas"; un símbolo de fortaleza y
no-resignación que, aún diez años
después de su desaparición, seguía siendo
imaginado con vida y enviando crípticos mensajes desde la
espesura. Mensajes que sólo podían ser descifrados
por la "inteligencia
blanca" y en los que se indicaban los caminos a seguir para el
descubrimiento de la civilización perdida que lo
retenía. Así, cualquier objeto que se encontrara
pudriéndose en la humedad de la jungla era una pista.
Brújulas, valijas o teodolitos oxidados abrían
puertas inesperadas tras los pasos de Fawcett.
En 1933 ya se hablaba de indios blancos descendientes de
Jack; y en 1935 se pusieron en marcha dos fracasadas expediciones
que terminaron divulgando informes sobre
esqueletos y cabezas reducidas. Pero ninguna de estas
exóticas noticias fueron nunca confirmadas. Recién
en 1951 un tal Orlando Vila Boas sostuvo haber escuchado de boca
de un cacique kalapalo que él había asesinado a
Fawcett y sus compañeros. Incluso encontró los que
podían llegar a ser sus huesos. Pero
guiados por un esperanzado romanticismo, la
esposa del coronel y su hijo, siguieron negando los
hechos.
Brian Fawcett (que escribiera el epílogo del
libro de su padre) supuso en aquella oportunidad que sus amados
familiares "Pueden haber penetrado la barrera de tribus
salvajes y haber alcanzado su objetivo [la ciudad perdida de
"Z", FJSR]. Si esto hubiese pasado realmente, y si es verdad
que los últimos sobrevivientes de las razas antiguas han
protegido el refugio, rodeándose a sí mismos de
fieras salvajes ¿Qué esperanza habían tenido
de regresar, divulgando con ello el secreto conservado tal
fielmente durante miles de años?" .
La leyenda de Fawcett estaba firme y resistió por
décadas los embates del racionalismo
más derrotista; tanto así que, en 1996, se
organizó otra expedición para recabar los datos que se
pudieran sobre el elusivo explorador inglés. Por supuesto
que no se esperaba encontrarlo con vida, pero aún
así, sus huesos continuaron atrayendo a curiosos y
estimulando el imaginario de fines del siglo XX.
Más o menos por la misma fecha en que Brian
Fawcett lanzaba la esperanzada prórroga de encontrar con
vida a su padre, un joven explorador francés llamado
Raymond Maufrais desaparecía en las selvas de la Guayana
Francesa..
Corría el mes de noviembre de 1950 cuando este ex
– soldado y deportista se internó solo en lo más
desconocido de la selva septentrional de América del Sur.
Tenía como único acompañante a su perro,
Bobby; y según el escritor Barros Prado (que describe la
desastrosa experiencia de Maufrais en su libro) "[…] el
joven galo, de 24 años de edad, había decidido
lanzarse en busca de las civilizaciones prehistóricas
seguro (como todos los que lo hicieron antes que él) de
hallar la tan codiciada Atlántida de Platón y las
famosas minas de Los Martirios y Araés, en cuya existencia
mucha gente de reconocida intelectualidad insiste en creer"
.
Es posible que Maufrais se halla sentido atraído
por la leyenda de Fawcett y de su inalcanzable ciudad "Z", pero
lo cierto es que, contrariando todo buen juicio se internó
sin más guía que sus fantasías en una de las
regiones más duras del continente.
Meses más tarde, un indio encontró, en la
zona de los ríos Tamaurí y Onaguy, las pertenencias
del francés. Una cámara de fotos, un saco,
un sombrero y un revelador diario de viajes en el que estaban
consignadas las penurias que sufriera. Éstas iban desde el
cansancio físico y las durezas del ambiente, hasta el
hambre más terrible (Maufrais terminó por comerse a
su propio perro). La última anotación tenía
fecha 13 de enero de 1950. Desde entonces la jungla no
devolvió nunca al inexperto explorador, aunque sí
atrajo un buen número de expediciones de rescate. La
primera (de las ocho que organizara) fue la de su padre, Edgar
Maufrais, quien repitiendo el guión de la familia Fawcett,
creía que Raymond se encontraba prisionero de alguna
tribu, en la zona fronteriza entre Guayana y Brasil.
Recién en 1955 regresó solo a Francia, sin
éxito, pero manteniendo la convicción de que su
hijo aún estaba con los indios.
Pero, la pregunta es: ¿con qué
indios?
Toda exploración en regiones consideradas
vírgenes posee distintos momentos de dramatismo, pero no
existe instante más sobrecogedor que aquel en el que el
expedicionario se topa con alguna sociedad
desconocida. Entonces, el "Otro" toma forma concreta, se
materializa señalando diferencias, indicando
también similitudes y despertando, siempre, sentimientos
contradictorios que van de la admiración al desprecio.
Todo un arsenal contenido de adjetivos calificativos se desploma
sobre la "nueva raza" y, como hemos dicho antes, el imaginario
cumple allí una función
inevitable. Hombres distintos, creencias incomprendidas, rituales
extraños y morfologías condimentadas con mil
suposiciones fantásticas, llevan al "indio" a recorrer una
escala
ontológica que va de lo monstruoso a lo angelical; del
caníbal agresivo al "buen salvaje". Una vieja costumbre
que, en América, se arrastra desde los días de
Cristóbal Colón.
Aquella persona que
estuvo alguna vez en las selvas sudamericanas podrá
reconocer que cientos de leyendas, referidas a tribus
misteriosas, tienen clara vigencia aún hoy en día.
En las selvas de Perú, Bolivia o Brasil se comenta a
diario sobre la aparición (siempre esporádica) de
"indios blancos, rubios y con ojos claros", miembros de una
perdida tribu no catalogada, que buscan constantemente mantenerse
aislados de la civilización. Los rumores se acumulan, se
difunden en las tertulias celebradas alrededor de las cervezas
nocturnas y, en esas condiciones, los "indios blancos" cobran una
realidad muy difícil de ser negada. Se les adjudican
poderes fuera de lo común; vestimentas que no concuerdan
con el estereotipo del selvícola tradicional y,
últimamente, un elevadísimo grado de espiritualidad
que los acerca más a los iluminados gurúes de la
New Age, que
los degenerados politeístas de las crónicas
españolas del siglo XVII.
Cuando los europeos se desplazaron por el mundo, en
momentos de la última gran expansión imperialista
(fines del siglo pasado y principios del XX), creando colonias y
explorando regiones hasta entonces intransitadas por
occidentales, supieron recopilar extraños informes sobre
aborígenes de piel muy clara, habitando rincones que el
sentido común jamás hubiera considerado propicios
para el desarrollo de
comunidades blancas. El mito del indio rubio se propagó
como una mancha de aceite por los
cinco continentes y no tardaron en ser considerados los
responsables de las más magníficas obras
arquitectónicas de la antigüedad. Ya sea en
África, Asia o América, la raza blanca se
endosó todo aquel pasado que, a ojos de un explorador
europeo, resultaba admirable.
Las selvas sudamericanas conservaron ese arraigado
mito.
Cuenta Eduardo Barros Prado que hacia 1951 le llegaron
noticias, provenientes de cazadores, que habían sido
avistados indios extraños, con todo el aspecto de hombres
blancos, en la cuenca del río Alto Sucundurí
(Brasil). Intrigado y con el deseo vehemente de comprobar la
realidad de tal extraño hallazgo decidió consultar
al célebre Mariscal Rondón, el gran explorador
brasileño fundador del Servicio de
Protección a los Indios (S.P.I.) de Brasil. En la
oportunidad Rondón le dijo: "Mire, mi amigo, solamente
en el estado de
Amazonas habrá todavía unas cincuenta tribus sin
clasificar, además de las doscientas treinta y cinco que
mis ayudantes y yo hemos catalogado. Pero, lamentablemente el SPI
no puede respaldar un compromiso tan grande [asegurar o negar
la existencia de los indios blancos] por la carencia absoluta
de recursos para la investigación.
Han tenido que pasar cuarenta y siete años para
reconocer, junto con Rondón, que las partidas
presupuestarias siguieron siendo exiguas. Esto lo prueba una
noticia publicada por el diario Clarín de Buenos Aires, con
fecha 9 de junio de 1998, y titulada: "Encuentran en la
Amazonia una tribu desconocida". El artículo,
difundido por EFE y France Press, refiere que "Entre las
plantas
gigantescas, hundidas en la humedad caliente de la selva,
están las casas de una tribu que los blancos vieron por
primera vez la semana pasada.[…]En la frontera entre Brasil y
Perú, un grupo de antropólogos brasileños
vio una docena de construcciones de 15 metros de largo y personas
que corrían. Habían encontrado un grupo
aislado".
La noticia no elude el lenguaje
emocional. Repite adjetivos y describe situaciones que podemos
encontrar en cualquier novela o diario de viaje. Y si lo hace es
porque llama la atención de la gente. Se pretende rescatar
la alteridad cuando se describen a las plantas como "gigantes", o
cuando se dice que las "casas están hundidas en la humedad
caliente de la selva". Lo desmesurado, lo perdido, lo aislado, lo
desconocido…¿Cuántos futuros exploradores
saldrán la próxima temporada en busca de esas
"extrañas" gentes?
Pero esto no es todo, ya que repitiendo casi las mismas
palabras de Rondón en 1951, la Fundación Nacional
del Indio de Brasil (Funai) "[…] considera que existen en el
país 55 grupos
indígenas aislados, y que todos están en la
Amazonia sin haber hecho contacto con la civilización
blanca’".
Las tribus perdidas, las sociedades aisladas, parece que
todavía son posibles de encontrar y de seguir adornando
desde la distancia, dejando abierto el mito de los indios
blancos, que durante tanto tiempo ha venido difundiéndose
de boca en boca por los senderos de las selvas; aunque hallarlos
haya implicado siempre emprender actos temerarios y contar con
una indispensable cuota de suerte. Pero volvamos a los
testimonios recogidos por Eduardo Barros Prado a mediados del
siglo y tratemos de entrever qué características
poseían (¿poseen?) los miembros de la elusiva
comunidad de
indios rubios del Alto Sucundurí.
Cuenta un serengueiro (cauchero), llamado Deodoro
Cavalcanti, que hacia 1918 llegar a territorios de los
extraños indios implicaba sortear penalidades de distinto
tipo. En principio, ríos tempestuosos y traicioneros
durante 16 días de navegación; después,
sortear rápidos y saltos que ponían en peligro a la
embarcación y los tripulantes; y, por último,
atravesar las comarcas controladas por tribus de reconocida
agresividad. Toda una iniciación que culminaba al alcanzar
el rancherío de los indios blancos, "que poseían
todo el aspecto de los europeos, pero que andaban completamente
desnudos". También dijo que se convenció de que
eran indios por su "promiscuidad y modales primitivos". El
serengueiro creyó que se había topado con los
descendientes de los primeros caucheros blancos que, desde
hacía tres o cuatro generaciones, se habían perdido
y adaptado a la selva…"degenerándose".
No hablaban portugués ni holandés,
sólo un dialecto selvático desconocido.
Vivían de la caza y de la agricultura; y
habían mantenido una actitud de
total apatía frente a la comitiva de los caucheros
recién llegados. Su nudismo los acercaba a las bestias y
la promiscuidad (que no detalla) era un claro signo de
salvajismo. Esa tribu sólo compartía un rasgo
propio de lo humano: era blanca. Pero eso no bastaba.
Deodoro regresó sano y salvo a la
civilización y transmitió la historia cuarenta (!)
años después de vivida. Barros Prado, que fue quien
la recogió, trata de darle una explicación lógica
sosteniendo que la hipótesis de los europeos perdidos no
termina de convencerlo ya que el lapso de 1877 (fecha de ingreso
de los primeros caucheros blancos a la zona del río
Sucundurí) a 1918 (fecha del supuesto encuentro) es
extremadamente corto para que "[…] aquella gente hubiese
sufrido tan grande transformación" . Pero, si los
indios blancos no son descendientes de europeos extraviados,
¿de dónde provenían? Es aquí cuando
el autor se deja llevar por la moda mística de su tiempo y
entreabre la posibilidad de acordar con Raymond Maufrais y Percy
H. Fawcett; quienes sostuvieron que los miembros de la
extraña tribu serían los restos de una raza blanca
antiquísima que había poblado la
Atlántida.
Este argumento, del que ya hemos hecho referencia en
páginas anteriores, posee una dosis peligrosamente oculta
de racismo.
Expliquemos, brevemente, por qué.
Cuando, en el siglo pasado, el auge de la
arqueología, y el interés por las antiguas
civilizaciones orientales o precolombinas, empujaron a los
estudiosos europeos a abandonar sus ciudades y trasladarse a los
rincones más extraños del planeta, para practicar
in situ sus investigaciones, se llevaron la gran sorpresa
de toparse con testimonios culturales que jamás
habían imaginado. El régimen colonial les
abría las puertas a nuevos mercados, a
más y variadas materias primas, pero también a un
pasado totalmente ignorado y que no encajaba con los prejuicios
del hombre culto, burgués y europeo de
entonces.
Las ruinas egipcias, mayas e incaicas
que salían a la superficie, tras siglos de olvido, no
parecían concordar con la situación social de los
países en las que se levantaban. Regiones pobres,
dependientes, con un sistema
educativo deficiente o inexistente, como así
también una tecnología por completo importada de
Europa, habían poseído en el pasado antecesores
maravillosamente creativos y con una disposición
técnica que sus descendientes contemporáneos
habían perdido u olvidado. ¿Cómo era posible
que "simples indios o negros" pudieran haber construido obras de
arquitectura e
ingeniería tan fabulosas?
¿Cómo adjudicarles a sociedades semisalvajes logros
tan magníficos en el campo de las artes? No cabía
otra explicación que ésta: sus constructores eran
miembros de una raza desaparecida, superior y, por supuesto,
blanca.
Así, pues, fenicios y romanos, cartagineses y
griegos, vikingos o atlantes, habrían difundido sus
legados
culturales por todo el mundo, enseñando, a los pobres
salvajes, métodos y técnicas
que luego éstos olvidarían para siempre. Estas
teorías
difusionistas fueron muy convenientes para los colonizadores
europeos de los siglos XIX y XX, puesto que con ellas creaban un
precedente histórico para la ocupación y
explotación imperialista. Si se fijaba un origen
extranjero ("blanco") a los monumentos arqueológicos que
se encontraban, se legitimaba y justificaba la apropiación
de ricas regiones del planeta. "Nosotros, los blancos, hemos
estado primero aquí. Les hemos enseñado todo y
ustedes lo perdieron. Aquí estamos, nuevamente, para
civilizarlos". Ninguna sociedad cobriza o negra era
considerada capaz, por sí misma, de alcanzar un nivel de
civilización y progreso propio del hombre blanco. Racismo
puro.
Por lo tanto, los rumores sobre "indios rubios" en las
selvas amazónicas venían a confirmar los postulados
del imaginario racista que analizamos ( por más que los
mismos exploradores o arqueólogos no fueran conscientes
del arraigado prejuicio que
cargaban).
Misioneros y censistas; cazadores y exploradores;
aventureros y contrabandistas, sean del grupo étnico que
sean (indios, blancos, mestizos, mulatos, negros),
continúan (actualmente) denunciando avistamientos de
indios rubios que, como las sombras de la selva, pasan y
desaparecen, sin saberse nunca a dónde van.
Pero no todas las tribus perdidas son blancas y rubias.
Están también las negras y enanas (el otro extremo
de la escala imaginaria de la alteridad) o aquellas que conservan
el más atávico de los
primitivismos por ser caníbales, violentas y completamente
peludas. Seres a mitad de camino entre la bestia y el hombre. El
verdadero, y tan buscado, "eslabón perdido".
Las historias sobre hombres salvajes se proyectan
en el imaginario desde los más remotos tiempos. Su
presencia en la antigua Epopeya de Gilgamesh, bajo la figura de
Enkkidu (un semihumano que vive entre las bestias), y datada en
el segundo milenio antes de Cristo, es bastante sugerente. Por su
parte, la Edad Media tampoco olvidó al hombre salvaje de
los bosques y lo representó de cientos de formas distintas
haciendo resaltar, en todos los casos, las características
paradigmáticas de la bestia con el objeto de confrontarla
con el civilizado habitante de la ciudad.
El salvaje es la otra cara de lo urbano, el lado
negativo del hombre, lo primitivo, lo instintivo. Su estampa,
esculpida en las catedrales europeas desde el siglo XIII, ha
podido perdurar hasta nuestros días en leyendas
contemporáneas, como las del Yeti o Pie Grande. Su hirsuta
figura y sus hábitos, muchas veces nocturnos, lo
convierten en un negativo de lo que nosotros somos. Marca contrastes
y evidencia, así mismo, el prejuicio racial que se
derivó (renovado) de la teoría evolucionista del
siglo XIX.
Para el hombre salvaje su ámbito es el
bosque, la montaña o la selva, y mantiene con la naturaleza una
relación que en mucho se diferencia a la que el occidental
tiene desde los tiempos clásicos de Grecia y Roma. Él
conservó un íntimo contacto con el reino animal
(cuyo destronamiento se inicia en el período
Neolítico) sin dejar del todo de pertenecer al universo de
lo humano. Representa lo inculto y, por ello, se lo suele ubicar
en regiones poco conocidas o exploradas. Simboliza el aspecto
bestial del ser humano, su faceta irracional e indomable, motivo
por la cual lo transferimos fuera, con el objeto de poder
combatirlo con mayor facilidad.
El hombre salvaje del que hablamos (el del imaginario),
es, al mismo tiempo, objeto de curiosidad y de legitimación para la tarea "civilizadora"
del hombre blanco y su ciencia.
Compleja y confusa, la imagen del salvaje de los
bosques, es encontrada en casi todos los continentes, y a
pesar de ser un producto típico de la imaginación
humana, aguijoneó búsquedas verdaderas hasta la
actualidad. Como las ciudades perdidas, los monstruos o los
tesoros ocultos, el hombre salvaje encarna la fuerza, la
rareza, lo misterioso y lo secreto. Es otro claro ejemplo de que
la imaginación y la conducta se
prestan mutuo apoyo, ejerciendo una acción
conjunta que arrastra a la vivencia de sucesos y lances
extraños; en otras palabras, a la aventura.
La explicación más popular sobre el origen
de la creencia en los hombres salvajes es que fue un vestigio de
los tiempos paganos, el recuerdo distante y distorsionado de una
creencia anterior en tales dioses de la selva; deidades que se
ubicaban más allá de los límites
cultivados.
Otra teoría afirma que estos seres son en
realidad las personificaciones del anhelo del hombre civilizado
por liberarse de las restricciones del mundo moderno.
Finalmente, la última postura teórica
sostiene que las leyendas se inspiraron por el encuentro con un
ser bípedo, peludo y semihumano real, pero aún no
identificado por la ciencia .
Es ésta la que a nosotros más nos interesa puesto
que constituye la materia prima
indispensable del gran número de historias que
extravagantes novelistas y exploradores han difundido con gran
éxito.
"Los salvajes […] no se conocen todavía; hay
tribus cuya existencia ni se sospecha. Tribus que […]no viven
cerca de los ríos navegables, sino que se retiran
más allá del alcance del hombre civilizado. En todo
caso, cuando se presume su existencia son temidos y evitados (por
mi parte, yo siempre los he buscado). Tal vez por esto, la
etnología del continente (Americano)ha sido basada sobre
un concepto
erróneo que trataré de
rectificar[…]".
Con estas presuntuosas palabras, Percy H. Fawcett nos
introduce en otra de sus extravagantes exploraciones por el
Amazonas, mezclando, una vez más, realidad y
fantasía; y tomando, como base para su relato, la novela
que al parecer tanto le impactara: El Mundo
Perdido, de Arthur Conan Doyle.
Cuenta que hacia 1913, mientras recorría las
Sierras de Parecis, en Bolivia, se topó, junto con su
grupo, con un camino ancho que les condujo hasta unas grandes
cabañas, semejantes a colmenas. La tribu que las habitaba
era la de los Maxubis (aparentemente un pueblo sumiso y
pacífico, que Fawcett lo hace "descender" de una
civilización elevada -y perdida- por el solo hecho de
advertir en ellos un color de piel
más claro que el normal en los indios). Fueron los maxubis
quienes les hablaron de otro grupo aborigen, caníbal y
violento, denominados los Maricoxis, y que habitaban "en una
selva sin huellas" a pocos días de camino.
El coronel inglés no pudo contener su curiosidad
y encaminó sus pasos hacia la tan temida comunidad. Cinco
días después, según él, los
encontró:
"Eran hombres grandes y velludos, de brazos
extremadamente largos y con frentes huidizas que empezaban en
prominentes arcos superciliares; hombres en realidad de un tipo
muy primitivo y completamente desnudos" .
Y prosigue:
"[…] Sus guaridas eran primitivas, y en ellas se
agazapaban los salvajes de aspecto más ruin que
había visto jamás. […] Brutos con aspecto de
orangutanes, que parecían haber evolucionado muy poco
sobre el nivel de las bestias […]. Eran horribles hombres-monos
[…], para quienes el lenguaje
humano estaba más allá de sus facultades de
comprensión" .
Y termina con su galería prehistórica,
diciendo:
"Antes de partir supe que […] hacia el Este
había otra tribu de caníbales, los Arupi, y hacia
el N.E. otra más distante de gente pequeña y
oscura, cubierta de pelo, que ensartaban a sus víctimas en
un bambú sobre el fuego y una vez cocinadas les sacaban
los trozos para comérselas […]. Yo había
oído hablar antes de toda esta gente y ahora sé que
las narraciones están bien fundadas" .
Las descripciones de Fawcett son significativas porque,
en muy pocas líneas, condensan gran parte de los
prejuicios racistas de su época (comunes en la
mayoría de los grandes exploradores del siglo pasado),
combinándolos con elementos de un imaginario que pueden
rastrearse hasta bien entrada la edad antigua y medieval. Sus
primitivos aborígenes encarnan el atraso, el salvajismo y
la violencia que,
a principios del siglo, solían atribuirse a los miembros
de las comunidades prehistóricas, de los albores de la
humanidad.
Las características del rostro (alargado,
huidizo, con fuertes arcos superciliares), como también el
aspecto tosco y velludo de los cuerpos desnudos, nos alejan
bastante del mito roussoniano del "Buen Salvaje" y nos aproxima
más a la estereotipada imagen que de los neandertales se
tenía en las últimas décadas del siglo XIX.
Encorvados, semi-estúpidos y violentos por naturaleza, los
hombres-monos de Fawcett señalan no sólo
contrastes, sino límites bien precisos entre la modernidad del
hombre blanco y el salvajismo incivilizado del
primitivo.
Por otra parte, la crónica del coronel
inglés introduce un elemento, repetido hasta el cansancio
en las novelas de aventuras, y es ese que hace referencia a la
convivencia, en un mismo tiempo, de individuos pertenecientes a
diferentes especies homínidas (cada una en su propio
estadio evolutivo). Según Fawcett, la selva
amazónica es un verdadero mosaico de razas. En ella pueden
encontrarse grupos humanos semisalvajes, que comportan
características propias de los niños
(bondadosos, inocentes, pacíficos,… conquistables) y que
facilitan la aplicación de una política paternalista
por parte del sector maduro, civilizado y superior de los
blancos. En el lado opuesto de la línea evolutiva
están los hombres-monos, a los que cuesta ubicarlos dentro
de la escala humana. Curiosamente, Conan Doyle utilizó
(varios años antes) el mismo artificio para resaltar las
capacidades intelectuales
del europeo por sobre encima de negros, mestizos y, como
él los denomina en su novela, los
"monos-hombres".
Nadie encontró, después de Fawcett, a los
Maricoxis, ni volvieron a reportarse hombres peludos en las
Sierras de Parecis. Los elusivos "yetis" sudamericanos quedaron,
pues, confinados al ámbito en el que siempre estuvieron:
el de la literatura de viajes, la novela y la
imaginación
Pero las puertas permanecen abiertas. Seguirán
descubriéndose viejos sitios con nuevos ojos y a ellos
continuaremos transfiriendo todos aquellos aspectos, preciados o
despreciados, de nuestra propia cultura. El imaginario se
adaptará a las circunstancias por venir, manteniendo
siempre viva (en lo más profundo de nosotros mismos) la
posibilidad de seguir soñando con otros mundos, con la
diferencia, con lo ajeno. Porque "[…] por más que
algunos afirmen que el mundo ha sido explorado en su totalidad
[…], la aventura bien podría estar a punto de
comenzar".
AGRADECIMIENTOS
Queremos agradecer muy profundamente a las siguientes
instituciones
y personas que, con tanta generosidad y paciencia, ayudaron a que
la Expedición Vilcabamba '98 fuera una exitosa
realidad:
Al señor Intendente Municipal de la ciudad de
Mar del Plata, Prof. Elio Aprile, por confiar en nosotros y
declarar a nuestro proyecto de Interés Municipal,
colaborando activamente en la publicación de este libro; a
la Secretaría de Turismo de la Ciudad de Mar
del Plata, quien por intermedio de su director, señor
Carlos Patrani, tuvo la generosidad de concedernos el
título de "Embajadores Turísticos de la
Ciudad", permitiéndonos realizar contactos en el
Cusco, en el ámbito oficial. Gracias a la señora
Norma Mario, Jefa del Departamento de Relaciones
Institucionales de la Municipalidad de General
Pueyrredón, su fe, entusiasmo, paciencia y generosa
amistad
permitieron que la expedición se llevara a
cabo.
Muchísimas gracias al señor Fernando
Cuesta, Secretario General de la Asociación Bancaria
Delegación Mar del Plata, quien supo en
primerísima instancia darnos el espaldarazo inicial para
encarar esta emocionante iniciativa exploratoria. Su apoyo
incondicional hizo que "La Bancaria" se convirtiera en la
institución que apadrinara nuestro proyecto. Muchas
gracias, también, al señor Claudio Bocero,
Secretario de Educación de la
Asociación Bancaria, que nos permitió acceder a
los medios de
comunicación locales, haciendo de la expedición
un proyecto genuinamente local; y agradecer a la
Asociación Bancaria de la República Argentina en
general, por habernos equipado de todas las vacunas y
medicamentos necesarios para ingresar en la selva
Asimismo, estamos en deuda con el Instituto de
Educación
Superior Universitas de Mar del Plata, quien a
través de sus autoridades, el Prof. Mario Mainardis, Prof.
Alejandra Andrade y Prof. Cristina Rosaroli, contribuyó
moral y económicamente con la expedición. Del mismo
modo, va nuestro más profundo agradecimiento al plantel
docente y no docente del Colegio Universitas, queriendo
personalizar las gracias en las personas de Cristina Paderni,
Virginia, Claudia, Cristina y Sandro.
Gracias a la señora Ada Gaibe, por su
desinteresado apoyo y colaboración. Del mismo modo,
agradecemos las gestiones hechas por el señor Director de
CENS Nº 25 de Mar del Plata, Prof. José Luis Arias y
a los alumnos de dicha institución educacional, muy
particularmente a Isabel Cáceres, Mirta Borlandelli,
María Cristina García, Pablo Guazzeti, Claudia
López, Ariel Martínez, Julio Oro, Liliana Levy,
Silvia Romero, Ana Sutera, Ester Tort, Miguel Vidal, Guillermo
Recockfki, Verónica García, Corrían
Rodríguez, Ester Toledo, María Vega, Mariano
Sánchez, Jorge Coria y Patricia de Llames.
Gracias al señor Francisco Rodríguez
Santos (Frank), promotor y consejero, quien con su romanticismo y
empuje siempre estuvo a nuestro lado, alentándonos en los
momentos más difíciles. Es él, seguramente,
el cuarto integrante de esta expedición.
Gracias al Diario La Capital y al señor
Tanni Kessler, periodista que oficializara a la expedición
a través de un importante artículo
periodístico. Va también nuestro agradecimiento al
diario El Atlántico y al señor Claudio
Avellaneda, por hacernos varias notas en los inicios mismos del
proyecto.
Muchas gracias al Instituto Nacional de
Epidemiología y a los Doctores Padula y Cotela,
quienes nos asesoraron respecto de las prevenciones a tener en
cuenta frente a las enfermedades tropicales y a
la Delegación de Puertos y Fronteras, por la
aplicación de las vacunas necesarias. También
estamos en deuda con el Lic. Juan Farina, entomólogo del
Museo de Ciencias
Naturales, por sus consejos preventivos respecto de insectos
selváticos, y al Lic. Patricio de la Gamba, de la
Subsecretaria de Medio Ambiente
de la Municipalidad de General Pueyrredón, por su
interesante charla sobre ofidios. Todos sus consejos fueron muy
tenidos en cuenta a lo largo del viaje. Gracias al Lic. Leonardo
Giampietri por sus contactos y apoyo.
Queremos agradecer a los periodistas y comunicadores de
la ciudad, quienes nos cedieron generosamente sus espacios de
trabajo para
comentar y difundir el proyecto. Va nuestro agradecimiento al
señor Ricardo Pérez Bastida, señora Silvia
Chumilla, señor Eduardo Zanolli, Ingeniero Zaqueo y
señor Eduardo Alem.
Por otra parte, muchísimas gracias a las
siguientes personas, por el tiempo y colaboración que nos
brindaron: Adrián Palomo, Fernando Celzo, Mauro Scandali y
Ezequiel González (por diagramar en computadora el
logotipo de la expedición); César Giulinao (por
transcribir, en más de una oportunidad, los bocetos
iniciales del proyecto); Prof. Susana Pruneda (por sus servicios en
computación); señores Paulo y
Fabián, experimentados escaladores marplatenses que nos
prestaran el instrumental de medición necesario.
Asimismo queremos agradecer al señor
Ruggiero Giovanni y su empresa por la
generosa contribución que hizo al entregarnos el material
fotográfico, necesario para plasmar toda la
expedición.
Muchas gracias al señor Tito Balbuena, por su
colaboración y amistad incondicional. Gracias al Club de
Padres del Colegio Arturo Illia de Mar del Plata, por el servicio
de telex y a las siguientes Instituciones educativas: Colegio
Galileo Galilei;
Colegio Illia; Colegio Huinco, Colegio Pueyrredón; EDEM
Nº 10 Y Colegio Nº 66, por el apoyo que constantemente
recibimos de todas ellas.
Ya en el exterior, queremos dar nuestro más
profundo agradecimiento al Ingeniero Enrique Palomino
Díaz, historiador y proyectista cuzqueño que nos
abriera muchas puertas en el Perú; al Dr. Manuel
Chávez Ballón, célebre arqueólogo
peruano que desde su experiencia siempre nos apuntaló y
entusiasmó; gracias a nuestro guía y amigo
Francisco Cobos Umeres y a los arrieros, Jorge Quintanilla y
Renato Pampañaupa Paniagua.
Muchas gracias al Dr. Fermín Díaz y al
Lic. Wilfredo Yépes Valdés, autoridades
departamentales del Instituto Nacional de Cultura de
Cusco, por la autorización brindada a la
expedición y por la aprobación dada a sus objetivos.
Gracias a la Municipalidad de la Ciudad de
Quillabamba y a su alcalde, señor José
Figueroa, por el apoyo brindado. También va nuestra
gratitud al Ingeniero Fredy Guillén Pacheco, jefe del
Proyecto Integral de Desarrollo La Convención
Región Inca, por su generosa ayuda.
Finalmente, deseamos hacer público nuestro
más profundo agradecimiento a la señora Rebecca
Martin, Directora del Consejo de Exploración de la
National Geographic Society, por haber aprobado nuestra
iniciativa como "muy interesante", dejando abierta la posibilidad
de trabajar junto con tan prestigiosa institución en el
futuro.
Ya para terminar, muchas gracias a quienes, preocupados
pero resignados, nos impulsaron a que la expedición fuera
una realidad, ya que sin ellos nada hubiera sido posible:
nuestras esposas, hijos y padres.
FJSR, ECR Y JCG
MARZO DE 1999.
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia, explorador
arqueológico
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