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Expedición Vilcabamba – Romanticismo, ciencia y aventura (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

Partes: 1, , 3, 4, 5, 6

 

DIA 6

La mañana siguiente nos encontró ya en
pie, dispuestos a continuar la marcha.

Como de costumbre, los arrieros se nos adelantaron y, a
poco de abandonar Ututo, los perdimos de vista, detrás de
peñolerías y barrancos.

Íbamos a seguir el curso del río
Pampaconas escalando el camino Inca de los
fuertes
, así denominado por haberse detectado, en las
serranías vecinas, restos de pucarás, fortalezas y
puestos de vigías. Todos ellos, indicios de que nos
encontrábamos más cerca de Vilcabamba.

La fragosidad de la topografía es raramente imaginable mirando
un mapa y únicamente transitándola se puede tomar
conciencia de lo
que significa estar fatigado. Fue, sin duda, la jornada
más dura de toda la expedición y también la
más peligrosa. En más de una oportunidad estuvimos
apunto de despeñarnos por los precipicios; y en más
de un momento nos preguntamos qué demonios nos
había llevado a ese sitio. Pero, para entonces, rodeados
de montañas y ceja de selva, y a casi dos días del
último poblado, no nos quedaba otra opción que
seguir hacia adelante. Era impensable retroceder.

Las maltratadas y semienterradas escalinatas incas
subían y bajaban por empinados falderíos,
atravesando quebradas y numerosos riachuelos que bajaban, vaya a
saber uno de dónde. Las ramas, las rocas y el barro
hacían que esos pasajes fueran verdaderas torturas
musculares, obligándonos a vencer varios umbrales de
fatiga
en pocos metros.

El esfuerzo físico nos mantenía calientes
y transpirados, pero no eran sólo esos accidentados cerros
los únicos culpables del sudor que corría por
frentes y espaldas: la temperatura
ambiental subía con el paso de las horas, y para cerca del
mediodía llegaba a los 33º C. Lo único que
aliviaba nuestra marcha eran las frescas sombras que brindaba el
interminable manto de selva que nos envolvía por todas
partes.

Recién entonces comprendí las palabras
escritas por un anónimo soldado español,
en 1572: "ese era una camino más para demonios que para
cristianos
".

Los desfiladeros caían a plomo en dirección del Pampaconas, que corría
cientos de metros más abajo.

Caminábamos en fila india y con
todos los sentidos
puestos en la senda. No exagero un ápice al decir que la
más mínima distracción podía acarrear
una torcedura de tobillo o un "vuelo", en caída
libre, por el barranco. Millones de piedras sueltas se
arremolinaban por la trocha y debíamos tener en cuenta a
cada una en particular, para saber en dónde pisar
correctamente. Dicen que el mejor amigo del hombre es el
perro
; aunque en situaciones como esas no me cabe la
más mínima duda de que el proverbio es falso;
porque cuando se transita por lugares escarpados, quien se
convierte en el mejor amigo de uno es su
bastón.

Él es nuestra tercera pierna, que mantiene el
equilibrio;
nuestro tercer ojo, que detecta huecos y grietas, escondidas en
el suelo por el
follaje muerto de los árboles. Sin nuestros bastones dudo mucho
que hubiéramos podido llegar a Vilcabamba sanos y salvos.
A ellos y a Pancho, les debemos el pellejo.

Jamás olvidaré la soberbia imponencia de
la selva; ni la de los picos verdes de los Andes, que parecen
querer alcanzar al sol. Es un espectáculo maravilloso,
indescriptible, que, como las mujeres bellas, demanda del
caminante toda su atención. Es imposible avanzar y mirar al
mismo tiempo. Si uno
quiere sentir la insignificancia del ser humano en ese entorno
poderoso, debe buscar, primero, un lugar seguro,
después detenerse y, recién entonces, admirarlo con
los ojos y con el alma.

Pero de todos los inconvenientes con los que puede uno
toparse a lo largo del camino, dos constituyeron nuestras
más negras pesadillas: los puentes de palos y los
"conos de deslizamiento
".

Uno de los lugares comunes, en los que caen casi todos
los manuales de
arqueología peruana, consiste en alabar la maravillosa
capacidad que los incas tenían como ingenieros civiles;
colocando como ejemplo de tales destrezas a los puentes colgantes
y de piedras, que los españoles admiraron al momento de la
conquista. Todo ello es cierto, pero sucede que hoy en día
ninguna de esas obras se mantiene en pie. Actualmente, la
seguridad con
que los incas cruzaban los ríos, se ha convertido en una
aventura angustiante, mucho más teniendo en cuenta nuestra
condición de citadinos.

En más de media docena de oportunidades tuvimos
que poner en práctica nuestras dotes de equilibristas para
cruzar a la orilla opuesta. Eran simples troncos atados con
lianas que, al momento de pisarlos, se balanceaban como una
hamaca. Los pies, colocados transversalmente, sobresalían
a ambos lados, denunciando a gritos la inconsciencia de estar en
ese lugar; máxime cuando se miraba para abajo y
veíamos al río correr, literalmente, debajo de
nuestras suelas.

Pancho, habituado desde niño a tales peripecias,
hasta se tomaba el tiempo de pararse en el centro y ejercitar
movimientos cortos de péndulo. ¡Qué locura!
Pero a la hora de ayudarnos (o mejor dicho, ayudarme) su
actitud
socarrona desaparecía y ponía todo de sí
para terminar con éxito
la operación. Confieso que en dos oportunidades, las
rodillas me empezaron a temblar de tal modo que tuve que tomarme
unos minutos para calmarme y probar suerte. El hecho de poder escribir
estas líneas prueba que la tuve.

La otra amenaza a nuestra seguridad, mucho más
esporádica, pero amenaza al fin, fueron los deslizamientos
de piedras que bajaban desde las cumbres, arrasando todo cuanto
encontraban en su camino. No tenían un movimiento
continuo, es decir, no eran cataratas de rocas en permanente
caída, sino verdaderos toboganes que parecían estar
esperando que alguien los tocara para poder cobrar vida. A su
paso, la selva, los peñones y la propia senda por la que
caminábamos, desaparecía dejando un espacio
perpendicular que variaba su inclinación según el
cerro, o la fuerza del
arrastre inicial. El grosor también era fluctuante.
Estaban aquellos que se podían cruzar con sólo un
largo paso, y los otros, los que demandaban dos o tres
rápidas zancadas sobre un terreno inestable, en el que
producía una cascada de piedrecillas muy resbalosas, que
terminaban por caer en el río Pampaconas, unos
cuatrocientos metros más abajo.

Fue en uno de estos "conos" en donde casi pierdo la
vida.

Recuerdo que venía último en la fila,
agotado y con los reflejos aletargados, de tanto observar el piso
irregular por el que marchábamos. Delante de mí
iban Eugenio, Pancho y Juan (los arrieros caminaban a casi una
hora y media de distancia, adelante del grupo). Cuando
se toparon con el "tobogán", éste se veía
firme y, sin mucho esfuerzo, uno tras otros lograron pasarlo…y
"aflojarlo". Para cuando llegó mi turno, una delgada capa
de arena y piedras parecía buscar descanso en la base del
cerro.

Sin pensarlo demasiado me largué a dar los dos
pasos que se necesitaban para estar del otro lado. Pero algo
anduvo mal. De improviso, y a medio camino, un pánico
visceral se adueñó de todo mi cuerpo y
resbalé. Ante la desesperación, me tiré
contra la pared de la montaña, con tanta mala suerte, que
reboté en ella y me vi despedido hacia
atrás.

No sé en qué momento, o cómo, la
mano firme de Pancho me sujetó con fuerza de la
muñeca derecha; y ahí quedamos, mirándonos a
los ojos y dando gritos. No me podía mover, y contrariando
las ordenes del guía, de tanto en tanto, miraba hacia
abajo.

Tenía un pie en el aire y el otro
apoyado en una piedra, ridícula en tamaño. Gritaban
para que me impulsara con la pierna en la que tenía base,
pero era imposible, estaba paralizado. Fue entonces cuando
Pancho, con tono calmo, me dijo: "Haga el intento, jefe,
porque nos vamos abajo los dos
". No sé de dónde
saqué fuerzas, supongo que fue el tirón que me dio
el guía, pero para cuando abrí los ojos el maldito
cono de deslizamiento estaba a mis espaldas.

Desde ese momento el camino no fue el mismo. En cada
curva me imaginaba un escollo parecido, o peor, al que
había tenido la suerte de superar.

La montaña quiso que ése fuera el
último.

Finalmente, hacia las seis de la tarde llegamos a
Urpipata ("El Lugar de la Paloma"),una reducida uña pelada
de terreno, completamente rodeada de picos saturados de vegetación. Era la selva en su
máxima exponencia.

Levantamos el campamento y cenamos, a poco de caer la
noche. Tomé nota de los sucesos del día y me
metí en la carpa, liviano de ropas porque hacía
calor.
Recuerdo haberme dormido pensando en mi familia y en una
frase dicha por el guía, en tono de broma: "Dios en el
cielo y Francisco Cobos en la Tierra
".

DIA 7

Desde muy temprano empezamos a desgastar nuestras botas,
"devorando" lo que quedaba del camino a Vilcabamba "La
Vieja".

Veníamos cansados, sucios, transpirados y, en mi
caso particular, con una experiencia no del todo agradable, que
convertía, imaginariamente, cada recodo de la senda en un
infierno de posibilidades inciertas.

Añoraba un buen baño de agua caliente,
mis pijamas, mi cama y, por sobre todo, a mi familia. Pero
aquello estaba muy lejos… "más allá de las
montañas
".

Transitábamos ya por plena selva tropical y el
calor se volvía por momentos insoportable. El sonido del canto
de los pájaros y el ruido de los
insectos hacían las veces de telón musical y los
mosquitos (¡los malditos mosquitos!) pasaron a ser nuestra
peor pesadilla.

"Buscan la sangre
nueva
", nos decían sonriendo los arrieros, insensibles
a los ataques. Y algo de cierto debe haber en ello, porque esa
noche llegué a contar más de treinta y cinco
picaduras en sólo uno de mis brazos.

Si con algún mito antiguo
puedo comparar esa séptima jornada, es con el de
Sísifo; personaje griego condenado a arrastrar una gran
piedra hasta la cima de una montaña, y cuando casi estaba
llegando, la piedra volvía a caer hasta el llano, y
debía volver, así eternamente, a empezar su
trabajo.

Aquel día, nosotros fuimos los
"Sísifos".

El sendero subía, bajaba, volvía a subir y
volvía a bajar, y cuando en un descenso creíamos
haber terminado…subíamos otra vez. Era una lucha, entre
el hombre y la
montaña, que parecía eterna; y a muy a pesar de los
insultos y la bronca exteriorizada… seguíamos subiendo y
bajando.

Estábamos en el límites de
nuestras fuerzas, y para las tres de tarde le pedí a Coco
el favor de montar en uno de los caballos, que venía a
medio cargar. No le gustó mucho la idea. Cuidaba a sus
animales como
si fueran oro; y lo eran
de alguna manera, ya que el sustento de su familia
dependía del buen estado de las
bestias. Incluso, en cierta oportunidad, escuché
cómo le recriminaba a Pancho el no haberle advertido sobre
lo difícil y trabado del trayecto (que tanto para
él, como para Renato, era nuevo).

Finalmente, logré conmoverlo de algún modo
y accedió a cargar al caballo con el peso de mi
cuerpo.

Monté aproximadamente unos cuarenta y cinco
minutos, consiguiendo salvar dos o tres cuestas que me hubieran
demandado días remontar a pie, cansado como estaba.
Así, pues, relajé mis músculos, aunque no mi
corazón, que se mantuvo acelerado con cada
paso que el caballo daba al borde del abismo.

Marchábamos todos juntos. La consigna dada por
Pancho la noche anterior había sido "no separarse",
ya que los miles de recovecos que tiene la selva podían
convertirse en verdaderos laberintos. Y no se
equivocó.

En determinado momento, Juan Carlos se adelantó
más de lo conveniente y, sin conocer el terreno,
tomó por un atajo indebido. El resto, confiado de que nos
precedía en la marcha, seguimos por el sendero correcto,
que era otro, y nos separamos.

Al cabo de unos quince minutos, Coco nos anunció,
con tono preocupado, que no había huellas, y que por donde
andábamos hacía mucho tiempo que nadie transitaba.
¿En dónde estaba Gasques?

Como teníamos sólo tres horas de luz por delante y
(según Coco) un puma rondaba por el lugar, decidimos
seguir el camino hasta Vilcabamba mientras Pancho, que
sabía como moverse en la noche, en caso de que ésta
cayera antes de encontrar a nuestro compañero y arriero,
regresó, linterna en mano, tras sus pasos.

Durante la siguiente hora y media, se conjugaron
sentimientos de alegría y
preocupación.

Eugenio, y yo proseguimos la marcha hasta arribar a lo
que parecía un mirador, con un camino de piedras que
descendía a un valle exuberante, de cerrado follaje. La
panorámica nos cautivó. Sabíamos que
finalmente habíamos llegado.

Hicimos el último gran esfuerzo y a las 18:00
horas del 29 de julio de 1998 nos desplomamos sobre la
única planicie pelada del lugar. Una roca blanca, de
regulares dimensiones, dominaba el sitio. No nos quedaba ninguna
duda: habíamos arribado a Vilcabamba "La
Vieja".

Una hora más tarde, las siluetas de Juan Carlos y
Pancho se recortaron en el camino que bajaba. Afortunadamente,
los dos estaban a salvo y el sol daba sus
últimas puntadas al día. Llegaron con muy poca luz
natural. Fue entonces cuando supimos que, cansado y
abstraído con las formaciones geológicas de la
zona, Gasques había perdido el rumbo y que a causa de unas
sachavacas (vacas cimarronas de gran cornamenta que
merodean la selva) se había visto impedido de regresar.
Sólo la pericia de Panchito lo salvó de una cornada
o de tener que soportar, solo, los peligros de la selva
nocturna.

Aquella noche, debajo de un magnífico cielo
estrellado y sabiendo que a escasos dos kilómetros se
levantaban las ruinas de Vilcabamba, me fumé el cigarro
que, desde hacía meses, tenía reservado para esa
ocasión.

DIA 8

La antigua capital del
exilio se levanta en medio de un valle absolutamente cubierto de
árboles, plantas
trepadoras y lianas. Desde el lugar en donde acampábamos
era imposible ver construcción alguna y, según nos
comentara Pancho, muchos aventureros solitarios, que
pretendían conocerla, seguían de largo sin
percatarse de que, a muy pocos metros, los muros Vilcabamba
luchaban contra la humedad y las raíces.

Actualmente, en la zona habitan dos familias campesinas,
los Zaka Puma y los Wilka Puma, sufridos colonos que, sustentados
por una economía de subsistencia, pasan sus
días ignorando la relevancia simbólica de las
construcciones, que conocen desde siempre.

Ninguno de los miembros de esas familias sabían
algo sobre la historia del valle. Nunca
habían escuchado hablar de Manco Inca, de
Sayri Túpac, Titu Cusi o Túpac Amaru. El legado
arquitectónico de los incas era, para ellos, un mero
conjunto de "piedras", sin valor alguno.
Muy de vez en cuándo se internaban en la arboleda, y si lo
hacían era para "buscar tesoros", para huaquear; es
decir, desenterrar piezas de cerámica que, sólo ocasionalmente,
podían ser suplantadas por pequeños ídolos
de oro y plata, que más tarde cambiaban en Chaullay por
arroz y otros productos.

Pero, a pesar de este "saqueo al pasado", la
actitud general de los moradores es de respeto y temor.
Como ya hemos señalado en más de una oportunidad,
el nombre con el que hoy se conocen las ruinas es
"Espíritu Pampa", la "Pampa de los
Espíritus" o "de los fantasmas",
puesto que se asocian con ellas historias de "aparecidos"
(vistiendo indumentarias indias) y de extraños sonidos y
lamentos de dolor. Nadie se aventura por las ruinas,
especialmente de noche.

Es probable que estos relatos tenebrosos no hagan otra
cosa que revelar, de un modo inconsciente, el sentimiento de
pérdida por un mundo (el incaico), del que tanto los Zaka
como los Wilka Puma son sus directos herederos. Y hasta
podría llegar a pensarse que los "lamentos"
lúgubres, provenientes del "roquedal", son el signo
de la permanencia de un pueblo que se resiste a desaparecer, o
perder su digno prestigio. Todo, envuelto en forma de leyendas.

No obstante, ese solapado respeto se ve muchas veces
contrariado por la lucha que constantemente libran los campesinos
contra los restos arqueológicos de Vilcabamba, que pierden
construcciones y terreno ante el avance destructor de palos,
picos y arados de mano. Las rudimentarias actividades
agrícolas de la zona atentan contra la preservación
del patrimonio
arqueológico, especialmente en los sectores periféricos de las ruinas

Ya teníamos todo listo. Las mochilas cargadas de
rollos fotográficos; los flashes con pilas nuevas,
para poder vencer lo umbroso de la selva; los fragmentos de las
crónicas en la mano y todo el cuerpo rociado con
repelente, a fin de espantar las legiones de mosquitos que nos
rondaban.

Íbamos a internarnos en un sector sin sendas
definidas y, por esa razón, Pancho nos había
recomendado que marcháramos siempre juntos. Para mayor
seguridad, le pidió a uno de los moradores del lugar que
nos acompañara (a cambio de
medicamentos) y así, con nuestro guía encabezando
la fila y el otro cerrándola, nos dirigimos a observar lo
que quedaba de la legendaria capital de la resistencia
incaica.

A principios de
siglo, cuando Hiram Bingham encontró la ciudad de
Vilcabamba "La Vieja" (sin identificarla correctamente), toda la
región era un sector olvidado e inaccesible para la
mayoría de los peruanos. Sólo las tribus de los
Campas y de los Machiguengas (hoy retirados más adentro en
la selva) conocían las ruinas y llamaban al lugar con el
nombre de la Pampa Eromboni . Pero, actualmente,
más allá de los rumores que circulan en Cusco sobre
supuestas comunidades aborígenes "protectoras" del lugar,
ningún grupo de chunchos hizo acto de presencia
durante nuestra exploración y nadie, ni siquiera las
autoridades del gobierno,
protegían los restos de la ciudad. Sólo la violencia
clandestina de la vida vegetal ejercía su soberanía sobre los muros y plaza,
invadidos por la maleza.

Gracias a los movimientos, secos y efectivos, de los
machetes nos fuimos abriendo camino por la espesura. En un primer
momento no pude distinguir nada, a excepción de los
troncos y ramas entrecruzadas que impregnaban cada una de las
direcciones en las que miraba.

Me estaba desilusionando. El esfuerzo de los
últimos días había sido enorme y esperaba
encontrarme con algo que me impactara, que me dejara sin aliento,
como lo había hecho Machu Picchu, o Chan Chan, años
atrás.

Durante casi una hora avanzamos por aquel mundo,
pululante de mosquitos, incapaces de identificar ninguna roca que
nos anunciara al antigua presencia del hombre en la zona. El
silencio era prácticamente absoluto, señalando que
la vida salvaje de la tierra
sólo subía con la noche. Pero mi ansiedad fue
recompensada poco tiempo después.

Para las nueve de la mañana, una estructura
larga de piedras irregulares, pero perfectamente ensambladas,
emergió de la selva a nuestra izquierda. Fue una
experiencia mágica. Vilcabamba empezaba a resucitar de
entre las ramas.

¿Qué función
había cumplido ese recinto?, ¿Quién lo
había construido?, ¿De qué fiestas y
batallas había sido testigo?, ¿Qué era, en
realidad?.

Las preguntas empezaron a acumularse en mi mente y
trataba de esforzar la memoria,
reconstruyendo la historia que conocía de esos
últimos incas rebeldes. Pero ese primer muro
permaneció callado y yo ciego ante él, hasta que
mis mitos
sintonizaron con los suyos. Recién entonces, la "ciudad
perdida
" empezó a cobrar vida.

En su crónica, Fray Martín de
Murúa escribió:

"Tiene el pueblo, o por mejor decir tenía, de
sitio media legua de ancho a la traza del Cuzco y
grandísimo trecho de largo, y en él se crían
papagaios, gallinas, patos, conejos de la tierra, pabos
(…) y otros mil géneros de pájaros de diversos
colores y mui
hermosos a la vista; las casas y buhíos cubiertos de buena
paja; ai gran número de (…) diversos árboles
frutales y silvestres".

Cuatrocientos veintiséis años
después de esta descripción, las paredes de bloques
irregulares, que teníamos a nuestro frente,
carecían de los techos alabados por Murúa; no
distinguíamos ninguno de los animales domésticos
que aparecen en la crónica y los árboles silvestres
les habían ganado la batalla a los frutales, cultivados
por el Inca. Las construcciones se confundían con la
tierra y los sedimentos, acumulados durante siglos. Aún
así, pudimos apreciar el exquisito trabajo realizado y,
poco a poco, ese muro, de casi sesenta metros de longitud,
empezó a mostrarnos sus escondidos detalles: una
escalinata, canales para el agua y lo
que parecían piletones líticos en los que,
seguramente, se practicaban baños ceremoniales antes de
ingresar a la ciudad sagrada; aquella que el Padre Calancha
describiera como "ciudad principal y donde se encontraban la
Universidad de la
idolatría y los profesores de hechicerías, maestros
de abominaciones
".

Continuamos caminando por el sector que ya
identificábamos como la "entrada principal". Fue
maravillosos advertir cómo unas pocas "piedras" nos
permitían reconstruir mentalmente el antiguo esplendor de
Vilcabamba, y cómo la imaginación (que nunca
está ausente en momentos como ese) recomponía el
sitio, dándole la vida que los españoles le
quitaran en 1572.

A medida que nos internábamos por aquellas
indetectables sendas, pude comprobar que la ciudad era mucho
más grande de lo que pensaba, y para cuando terminamos la
exploración, sus denunciados 20 Km2. de
superficie eran prácticamente un hecho. No había
dudas: eran las ruinas más extensas e importantes de toda
la provincia.

Arribamos a las orillas de un arroyo angosto y
canalizado artificialmente, que cruzaba la ciudad con
dirección Norte/Sur. Sus aguas estaban estancadas,
obstaculizadas por piedras despeñadas, ramas y barro; pero
aún así, detectamos rápidamente un puente de
rocas, el mismo en el que Hiram Bingham se fotografiara en 1911,
y que es uno de los pocos ejemplos gráficos que de Vilcabamba se han publicado
hasta la fecha.

Andábamos por el mismísimo núcleo
urbano de la ciudad y, una vez más, advertimos que
Murúa estaba en lo cierto al escribir que Vilcabamba
"(…) poseía la traza de Cuzco", puesto que, de
idéntica manera al Ombligo del Mundo, la
última capital de Manco estaba dividida por un riacho, en
dos bien definidos sectores,.

Proseguimos la marcha observando, aquí y
allá, restos de paredes, hornacinas trapezoidales y
construcciones con grandes bloques de piedras, redondeados en sus
vértices. Los muros en talud (es decir, inclinados hacia
adentro) y las puertas pétreas de granito claro,
testimoniaban la factura
incaica de esos monumentos, prisioneros por las raíces de
árboles altísimos, que crecían encima de los
muros.

"Tenía la casa el Ynga con altos y bajos,
cubierta de tejas y todo el palacio pintado con grande diferencia
de pinturas a su usança, que era cosa mui de ver; y
tenía una plaza capaz de un gran número de gente,
donde ellos se regocijaban y aún corrían caballos.
Las puertas dela casa eran de mui oloroso cedro, que lo ay en
aquella tierra en suma (…), de suerte que casi no echaban de
menos los Yngas en aquella tierra apartada (…) la grandeza y
sumptuosidad del Cuzco, porque allí todo cuanto
podían aber de fuera les trayan los yndios para sus
contentos y placeres y ellos estaban allí con
gusto".

Los detalles enunciados en este párrafo
fueron corroborados en su totalidad. Si bien, hoy en día,
la "casa de altos" ya no existe, en el sector que suele
identificarse con el "palacio" de Titu Cusi, observamos restos de
tejas diseminadas por el piso y manchas blancas de estuco sobre
algunas piedras de las paredes de la construcción.
Paradójicamente, Bingham no había leído la
crónica de Murúa; y al detectar las tejas y
señales
de pinturas que nombramos, llegó a la errada
conclusión de que esas ruinas eran de fabricación
tardía y que no correspondían a la Vilcabamba que
tanto buscaba.

El hecho de encontrar estas señales "decorativas"
en el casco urbano de una ciudad incaica (señales que,
como las tejas, son claramente de origen español), nos
habla a las claras del alto grado de asimilación que
desarrollaron los últimos Hijos del Cusco en la selva. Por
otra parte, Murúa habla del uso del caballo, herramienta
de guerra que, en
esencia, también era peninsular.

La felicidad, "contentos y placeres", que refiere
la crónica, tampoco podían sentirse; y la plaza,
otrora escenario de fiestas y ceremonias, es hoy un bosque de
apretados troncos.

El estilo de construcción es variado y
ecléctico. Se mezclan los edificios de grandes piedras
pulidas, con los de pirca o de lajas finas y alargadas. El
llamado "estilo imperial" (aquel que ha hecho famosos a tantas
calles del Cusco) se presenta en Vilcabamba de manera más
esporádica y sin la magnificencia con que se lo puede
apreciar en Machu Picchu. Es probable que las futuras
excavaciones le devuelvan a la ciudad un esplendor que hoy
sólo cabe imaginar.

De los 300 edificios que denuncian los cronistas, las
terrazas o andenes agrícolas son los que mejor se
conservan, manteniéndose firmes sobre un terreno en el que
ya nadie cultiva nada. Muy cerca de allí, frente a otra
plazoleta, está instalada una gran roca sagrada (muy
semejante a otra que hay en Machu Picchu), de tres metros de
altura, varias toneladas de peso y sin señas de haber sido
tallada por la mano del hombre (aunque sí huaqueada
recientemente). Teniendo en cuenta el alto valor simbólico
que tenían las grandes piedras para los incas, es muy
posible que ésa haya representado uno de los lugares
más sagrados de la ciudad.

Proseguimos el reconocimiento durante horas, mirando las
piedras como queriendo que ellas nos transmitieran su historia.
Pero aquel taller lítico invadido por la selva se
guardó muchos secretos. Para las seis de la tarde,
cansados y picados por los insectos, regresamos al campamento, en
donde Renato nos esperaba con la comida lista.

El objetivo
propuesto por la expedición (seguir la ruta de Manco Inca
hasta alcanzar la ciudad de Vilcabamba) se había cumplido
y, como testimonio de ello, hoy flamea entre las ruinas la
moderna bandera del Tahuantinsuyu, dejada por el grupo tras una
emotiva ceremonia.

DIA 9

Amanecimos con las carpas húmedas. Durante la
noche había caído un pequeño
chaparrón que nos intranquilizó un poco, al
imaginar cómo quedarían los caminos que ese
día debíamos empezar a transitar. El cielo estaba
cubierto. Seguramente soportaríamos lluvias en el
trayecto. No nos equivocamos. A poco de dejar "Espíritu
Pampa" empezó a llover.

La jornada se inició a las siete de la
mañana. Me había mentalizado muy bien en soportar
la caminata de diez horas que tenía por delante,
escuchando una cassette de Frank Sinatra mientras me
mojaba las piernas en un arroyo de aguas muy frías. No hay
nada mejor para los miembros cansados que un baño con agua
helada. Reconforta y quita el cansancio. Fue un buen consejo dado
por Coco.

El primer gran escollo que tuvimos que pasar fue, una
vez más, un puente. Éste no era de palos, sino de
troncos y tierra superpuesta y con un grosor aproximadamente de
metro y medio. De todas formas su altura, a casi treinta metros
del río que corría abajo, fue suficiente como para
inquietarse y no sacar la vista de la tierra agrietada que
soportaba la estructura. ¿Cómo hacían los
caballos y los arrieros para traspasar esos lugares?
¿Cómo era posible que esas bestias, cargadas y
cansadas, hubieran transitado por los senderos antes descriptos?
La habilidad de Coco y Renato era admirable. Conocían a
sus animales y los manejaban como querían. Sólo en
una oportunidad, mientras cruzábamos un puente colgante
moderno, pero que se balanceaba de izquierda a derecha de una
manera un tanto agradable, casi pierden uno de los
caballos.

No están acostumbrados a estos puentes,
nos dijo Coco; y a pesar de taparles los ojos, los caballos
sintieron el balanceo y uno, color blanco,
corcoveó a mitad de camino. Sólo la insistencia de
Renato logró calmarlo y pasarlo al otro lado con todo
éxito.

Durante ese largo y caluroso día (la temperatura
llegó a los 39º C.) transitamos por cerros,
cañadas, quebradas y campos de cafetales. Las cuestas se
nos hicieron insoportables a causa de los rayos del sol, que
caían en picada sobre nuestras cabezas. Seguíamos
el cauce del rió Pampaconas rumbo al poblado de
Changuire, levantado en la confluencia con el río
San Miguel, al que llegamos promediando la noche.

Changuire no posee más de cincuenta casas en su
haber. Es un pueblo, típicamente selvático, muy
pobre, humilde, sucio y con una cancha de fútbol
(¡Oh, bendita religión laica!) en
el predio central. Un mercado
desvencijado, de toldos raídos y vendedores ensimismados,
anunciaba que allí se comercializaba el café
que los desperdigados colonos cultivan en la selva. Chanchos,
pollos y perros
hambrientos se arremolinaban en las esquinas, buscando en la
basura algo
que comer. Pero a pesar de todo, ¡Changuire era
París!

Después de los días transcurridos, tan
alejados de la civilización, fue en ese villorrio
maloliente en el que experimentamos el sentimiento de seguridad,
que sólo un conjunto de casas pueden dar, especialmente a
un grupo como el nuestro, nacido y criado en un ámbito
urbano.

Nos ofrecieron, muy gentilmente, pasar la noche en el
interior de una casa de adobe que tenía por uso cotidiano
el ser una cocina. Allí degustamos una sopa de gallina con
chuño, en compañía de Pancho, los arrieros y
tres hombres más de la comunidad. Las
mujeres comieron aparte y paradas,
atendiéndonos.

La cena fue memorable. Y aún hoy, lamento no
haber sufrido de amnesia.

Esa habitación era amplia y oscura (no
había luz eléctrica);con tres colchones tirados
sobre el piso de tierra: nuestros aposentos. Cuando nos
acostamos, linterna en mano, la perspectiva desde el ras del piso
fue terrible. La suciedad que se acumulaba parecía
centenaria y un entomólogo podría haber descubierto
especies no clasificadas de insectos caminando por el lugar. Y,
efectivamente, algo caminaba. Pudimos escucharlo.

Es común en el campo que se críen a los
cuy en la cocina de las casas. En más de una oportunidad
habíamos visto en Puquiura ese inusual espectáculo.
Pero dormir con la perspectiva de despertase con un roedor sobre
la cabeza fue demasiado.

Cuando terminó de anochecer, levantamos la
carpa en plena calle. A nadie pareció
molestarle.

DIA 10

Finalmente había llegado el día de la
despedida. Coco y Renato debían regresar a Puquiura y muy
temprano prepararon los caballos. Les quedaban por delante cuatro
días de viaje por esas tortuosas sendas, que ellos mismos
calificaron como muy peligrosas. Pero estaban acostumbrados. Eran
peregrinos natos.

Intercambiamos regalos y abrazos. Nos deseamos suerte
mutuamente y me quedé mirándolos fijamente hasta
que se perdieron detrás de los árboles.
Probablemente, jamás vuelva a encontrarme con ellos, ni
sepa nada de sus vidas; pero de lo que estoy seguro es que ni
Eugenio, Juan o yo mismo los olvidaremos. Habían dejado de
ser nuestros arrieros para transformarse en nuestros
amigos.

Permanecimos en Changuire hasta el mediodía.
Nuestra primera idea era partir a pie rumbo a la aldea de
Yubeni, pero tuvimos la suerte de encontrar una camioneta
que llevaba productos, una vez cada quince días, a esa
localidad. Pagamos y nos "embarcamos", junto con sendas bolsas de
café.

Para los dos de la tarde la temperatura ascendía
hasta los ¡43º C.! Nos estábamos deshidratando,
achicharrados bajo los rayos del sol.

Tardamos cinco horas en hacer unos treinta
kilómetros; lo que indica las condiciones del "camino",
que demás está decir, era de peligrosa cornisa y
semiabandonado

Rocas y troncos se interponían ante la camioneta
y debíamos bajar para retirarlos y proseguir la marcha.
Los choferes, verificaban las condiciones del las ruedas y de los
ejes cada media hora. El zarandeo era permanente y en más
de una ocasión estuve a punto de vomitar lo ingerido en
Changuire, antes de la partida. El único consuelo que
tenía era que ya no caminaba más, pero estaba a
merced del chofer y esa sensación de no poder controlar
uno mismo la situación me producía una profunda
ansiedad. Por otra parte, las ramas y hojas, que chocaban contra
la camioneta desde sus costados, dejaban caer una peculiar lluvia
de exóticos frutos desconocidos, arenilla e insectos. En
una ocasión un araña pollito de grandes dimensiones
se desplomó sobre una de las mochilas, produciendo una
verdadera estampida en todos los que viajábamos en la
caja. Supongo que el pobre bicho debió sentirse amenazado
por nuestros gritos y espasmódicos movimientos porque, tan
rápido como había llegado, se esfumó de
nuestra vista buscando algún recoveco seguro en los
oxidados hoyos que la movilidad poseía.

Yubeni es otro pueblo miserable, mucho más
pequeño que Changuire. Podría decirse que es
sólo una calle de tierra muy roja, atestada de gente que
comercia sus productos. Pero ese no era nuestro destino final.
Seguimos viaje hasta Kiteni (600 m.s.n.m.), en la
confluencia con el río Urubamba (¡otra vez el
sagrado río!) y desde allí, en otro camión
tan incómodo como el anterior, viajamos a Quillabamba, a
la que arribamos a medianoche, hechos polvo.

Con diez kilos menos, los músculos agarrotados y
completamente cubierto de tierra colorada, me di el primer
baño con agua tibia después de casi once
días.

DIA 11

Dedicamos toda la mañana a escribir y presentar
un reporte de la expedición al municipio, tras
entrevistarnos con el regidor y un importante funcionario
local.

Por la tarde descansamos.

DIA 12

La conferencia
acordada debió suspenderse a raíz de un
inconveniente que demandó la atención del alcalde
de Quillabamba. Fue un alivio, porque en realidad no
teníamos ganas de exponer ninguna de nuestras
apreciaciones, sin procesar previamente y con más tiempo
la información recopilada.

Deambulamos por Quillabamba. No había nada para
hacer. Empecé a añorar desesperadamente a mi
mujer y mis
hijos. Pancho también extrañaba a los
suyos.

A las 19:00 horas tomamos el colectivo que nos
trasladaría al Cusco, y en la madrugada del 4 de agosto
arribamos a la querida ciudad.

Permanecimos en Cusco cuatro días más,
aprovechando la oportunidad para consultar la biblioteca, leer
artículos muy difíciles de conseguir en Argentina y
recorriendo los sitios arqueológicos vecinos.
Estábamos relajados y felices.

Cuando subimos al avión, le eché mi
último saludo a la ciudad, prometiendo
volver.

La aventura había terminado

EXPEDICIÓN VILCABAMBA

ROMANTICISMO, CIENCIA Y
AVENTURA

ENSAYO

LA NOTICIA RICA DEL
PAITITI

POR

FERNANDO JORGE
SOTO ROLAND

PROFESOR EN
HISTORIA
-DIRECTOR DE LA EXPEDICIÓN Vilcabamba
‘98

El Perú encierra todavía muchos misterios.
Algunos son de muy corta data y producto de la
moderna moda
esotérica que invade los mercados del
desesperanzado mundo actual en que vivimos; otros, se remontan en
el tiempo hasta alcanzar la época de los conquistadores
españoles y sus crónicas, siendo éstos los
que revisten mayor prestigio, manteniéndose firmes,
permanentes, a pesar del inexorable paso de los siglos. El
misterio del Paititi combina las dos variantes nombradas de un
modo por cierto revelador, puesto que en dicha leyenda podemos
observar la mezcla de elementos nuevos y antiguos en una
yuxtaposición que se nos antoja sumamente interesante.
Ejemplo claro de la perdurabilidad de un imaginario de
estructuras
duras
, el Paititi denota la permanencia de los mitos de
frontera;
ésos que abren las posibilidades de una manera que,
sólo estando en la selva, puede uno considerar con un
espíritu tan amplio como subjetivo.

En el presente apartado intentaré describir,
explicar y entender toda la información recabada, a lo
largo de la EXPEDICION VILCABAMBA ‘98, respecto de la
legendaria ciudad perdida del Paititi, excitante realidad que nos
acompañara a lo largo de toda la exploración
practicada por la selva peruana.

EL IMPACTO DE UNA LEYENDA

Dicen en el Cusco que más allá de los
límites con la selva se levantan, majestuosas y olvidadas,
las ruinas del Gran Paititi, una supuesta ciudad incaica que
conserva, entre sus mohosos muros, los tesoros que los
últimos miembros de la elite inca escondieran ante la
conquista española. Tan evanescente como El Dorado, la
leyenda del Paititi sigue poseyendo febriles creyentes, como
también escépticos detractores que, en un debate no
oficializado por la ciencia,
mantienen viva la presencia de la mítica ciudad en el
imaginario colectivo de todo el Perú.

Mi primer contacto con la leyenda lo tuve hace ya varios
años cuando, en un viaje al Perú, practicado en
julio de 1985, un joven arqueólogo, destacado como
guía turístico en el Museo de Arqueología y
Antropología de Lima, me refirió
sobre la existencia de una ciudadela incaica, protegida por la
selva, en la que aún se conservaban, manteniendo sus
más tradicionales y ancestrales costumbres, los
últimos miembros de la dinastía inca, derrocada en
el Cusco en 1532.

Como por aquel entonces ningún libro de
arqueología o de historia, que yo hubiera leído,
explicaba con detenimiento qué era en realidad ese tan
mentado Paititi, empecé a recabar información oral
por todos los pueblos, caseríos y grandes ciudades por las
que anduve.

Fue recién entonces cuando entendí que su
presencia, más allá del conocimiento
libresco que había yo adquirido en mis primeros
años de universidad, estaba profundamente arraigada y
presente en todos los sectores sociales y culturales del
país andino. Casi todo el mundo tenía algo que
decir respecto de la perdida ciudad. Muchos "conocían" a
personas que se habían adentrado en sus calles, sin poder
conseguir las pruebas
objetivas necesarias para certificar su presencia en ella; otros,
se disponían a organizar la búsqueda, impulsados
por intereses que excedían lo meramente
arqueológico, para transformarse en simples huaqueros o
ladrones de tumbas.

Finalmente, estaban aquellos que, imbuidos de un
espiritualismo que me resultaba extraño, mezclaban
técnicas esotéricas y marihuana con
el fin de comunicarse con los "Hermanos Superiores" que habitaban
el Paititi.

Debieron pasar trece largos años para que yo
mismo, junto a mis compañeros de viaje, nos
viéramos envueltos en una búsqueda que no exagero
en definir como obsesionante. La leyenda del Paititi me
acompañó durante casi una década y media, y
a lo largo de ese tiempo pude acceder a las crónicas del
siglo XVI que hablaban de la maravillosa ciudad, como
también a las emocionantes descripciones de modernos
exploradores peruanos, que invirtieran dinero y
salud en pos de
lo que muchos dicen es una quimera.

Mi primera opinión sobre el tema
estuvo empapada de un fuerte racionalismo,
ateniéndome, en parte, a la hipótesis que sostuviera, años
más tarde, el historiador peruano Víctor Angles
Vargas en su libro El Paititi no Existe , y en el
que explica porqué motivo es un delirio seguir sosteniendo
que la existencia empírica de la ciudad incaica, con su
fortuna en oro y plata, es un hecho histórico comprobado.
Debo confesar que, aunque ese libro satisfizo muchas de mis dudas
intelectuales,
sus frías y documentadas opiniones derrumbaron gran parte
de las románticas fantasías que albergaba en mi
corazón. Muy dentro de mí me resistía a
descartar la posibilidad de que, perdidas en la selva de la
Amazonia peruana, pudieran seguir escondidas ciudades incas sin
descubrir, siendo una de ellas el famoso Paititi. Fue entonces
cuando orienté el ángulo de mis investigaciones
hacia el campo de la historia de las mentalidades e
intenté analizar la leyenda como parte del imaginario
peruano.

A través de este renovado enfoque
historiográfico pretendí encontrar una
solución a la lucha interna en la que me debatía:
¿fantasía o realidad?. Mi respuesta fue
contundente: fantasía; pero una fantasía actuante,
movilizadora y tan presente como las piedras mismas de Machu
Picchu. Armado, pues, con un arsenal teórico que encajaba
perfectamente con los cánones académicos
considerados "serios", me convertí, sin saberlo, en un
detractor del Paititi y negué de plano su
existencia.

Hoy las cosas han cambiado. Ya no niego
categóricamente. Hoy dudo, dejando abierta la puerta a
posibilidades que antes jamás hubiera permitido que
entraran. A diferencia de hace trece años, la rendija es
mayor, y el hecho de haber estado en plena jungla peruana ha
modificado la manera de percibir muchos hechos del pasado que
antes no me habría animado a discutir. La selva es tan
inmensa, tan llena de magia y con tantos bolsones sin explorar
que, ante la pregunta de si el Paititi existe o no, debo decir
que no me parece descabellado contestar
afirmativamente.

Pero, ¿qué es el Paititi? ;
¿cuáles son las diversas versiones que circulan
sobre él? ; ¿qué elementos de realidad y de
fantasía se conjugan en su historia? ; ¿por
qué está tan difundida su leyenda? ; ¿en
dónde, supuestamente, se ubican sus ruinas? ;
¿quiénes las protegen y por qué?

Estas, y otras preguntas, son las que intentaré
responder en las páginas que siguen.

EN LA RUTA HACIA EL PAITITI

Cuando en setiembre de 1997 empezamos a organizar la
expedición que nos llevara hasta las ruinas de la ciudad
de Vilcabamba La Vieja, éramos conscientes de que
íbamos a internarnos en una región en donde el
Paititi no es leyenda, sino una realidad que muy pocos discuten.
Por ese motivo decidimos tenerlo como un objetivo secundario y
recabar, a lo largo del camino, toda la información
posible que circulara oralmente entre los pocos colonos y
campesinos que habitan los valles de los ríos Vilcabamba y
Pampaconas.

Obvio es que no pretendíamos encontrarlo, pero su
presencia en cada fogón nocturno, en cada choza
selvática, en cada anécdota relatada por los
porteadores, nos obligaba a desviar nuestra atención,
alejándonos del mundo concreto de la
arqueología, para adentrarnos en una realidad tan
mágica como atrayente; una realidad en la que los tesoros
ocultos y las ciudades
perdidas parecían ser tangibles, y el concepto de
imposibilidad se desdibujaba abriendo un sin fin de
factibilidades que, analizadas desde la ciudad en la que escribo
estas líneas, parecerían ser sólo delirios,
producto de la excitación emocional que acarrea la
selva.

Aún no habíamos despegado de suelo
argentino cuando, en la sala de embarque del Aeropuerto
Internacional de Ezeiza (Buenos Aires), entramos en contacto con
un gentil caballero peruano que, a poco de iniciar la
conversación y enterarse de nuestra expedición a
las selvas de Vilcabamba, nos relató una historia que,
escuchada una y otra vez por boca de otros informantes,
terminó resultando arquetípica. De alguna manera,
con don Felipe Gutiérrez Sevilla, se iniciaba una larga
cadena de rumores, profundamente arraigados en tierras peruanas,
y que definieran, desde hace más de cuatrocientos
años, la búsqueda de sitios tan maravillosos como
El Dorado, El Candire, el reino de Omagua y el mismísimo
Paititi. La leyenda y la realidad empezaban a mezclarse en el
principio mismo del viaje, y por más que nos
propusiéramos sopesar críticamente las historias
que escucháramos, fue casi imposible no dejarnos llevar
por el folklore
local.

En cierta ocasión, el explorador inglés
Percy Harrison Fawcett escribió: "no hay día, en
el Perú, en el que uno no escuche historias sobre tesoros,
oro y ciudades perdidas"
; y es una de las pocas cosas ciertas
que pudo haber escrito. Nosotros lo hemos comprobado
empíricamente, conversando con la gente; con personas que,
como don Gutiérrez Sevilla, nos relataran sucesos como los
que a continuación consigno:

"Tengo un amigo que vive en el Callao (Lima), un
amigo personal, que
tiene en su poder un dedo de oro que procede de la ciudad perdida
que usted llama Paititi, y que nosotros denominamos Paykikin. Yo
mismo lo he visto, lo tiene en su casa, y me contó que
hace unos años, mientras se internaba en las selvas
más allá de Paucartambo, se topó con una
ciudad de grandes piedras y una amplia avenida. A lo largo de esa
calle había estatuas, en tamaño natural, hechas
íntegramente de oro. Como estaba solo y no podía
cargar con semejante tesoro, le cortó con su machete el
dedo pulgar a una de las estatuas. Tiempo más tarde me lo
mostró. El Paykikin no es una leyenda, existe; pero no es
la única fuente de oro que encontraran en el
Perú.

Todo el país tiene tapados escondidos en
cerros y lagunas. Mi hermano se ha dedicado durante mucho tiempo
a buscar esos tapados, y de hecho, a lo largo de toda su
vida encontró tres; uno de ellos en el piso de una
pequeña iglesia [los
tapados son tesoros, o pertenencias personales de gran valor,
enterradas o escondidas en las paredes y pisos de las antiguas
casonas coloniales; según el folclore, tanto los
españoles como los incas, tuvieron la recurrente costumbre
de esconder sus tesoros para luego olvidarlos o dejarlos
abandonados]. Hay mucha riqueza en el Perú, caballero.
Mire, sin ir más lejos, hace unos cuatro meses tres
personas (dos peruanos y un inglés) se metieron en la
selva en búsqueda de ruinas. Uno de ellos era el prefecto
de un pueblo y tuvo la mala suerte de morir ahogado. Bueno, eso
es lo que denunciaron sus dos compañeros cuando
regresaron, pero lo cierto es que se piensa que descubrieron el
Paykikin y que ellos mismos mataron al funcionario para que no
anunciara públicamente el descubrimiento y quedarse ellos
solos con las riquezas".

Son relatos como el precedente los que nos auguraban una
experiencia exploratoria fascinante. Las claras referencias a
leyendas, que datan de épocas pretéritas, y la
natural personalización que la gente hace de los mitos,
nos indicaban que el Paititi permanecía enquistado en la
cosmovisión andina contemporánea. Faltaban
todavía varios días para que encamináramos
nuestras botas por la selva; recién entonces, nosotros
mismos, nos veríamos arrastrados por los comentarios
referentes a la legendaria ciudad.

Generalmente, son pocas las personas que se cuestionan
acerca de los gustos, creencias y valores que
guían y dan contenido a sus actos. El pensamiento
sistemático no siempre está presente a la hora de
analizar el conjunto de actitudes y
aseveraciones que cotidianamente actualizamos en sociedad. Esto
es en parte una clara evidencia de que todos hemos heredado (y
aprendido) un pesado y complejo bagaje de prejuicios, temores,
esperanzas y sueños que, disparados de una forma u otra,
los protagonistas de una época determinada comparten de
acuerdo al contexto o coyuntura histórica que les toque
vivir.

Así pues, intentar una interpretación que permita aclarar los
extravagantes móviles que impulsaron, e impulsan, a
cientos de exploradores en la búsqueda de fabulosas
ciudades de oro y plata (quimeras siempre perseguidas pero nunca
alcanzadas) implica analizar aquellos mitos de descubrimiento y
conquista que aún siguen vigentes y que continúan
recreando las sobremesas de infinidad de familias que, hoy como
ayer, necesitan de sueños irrealizables para darle sentido
a una vida repleta de necesidades insatisfechas. El Perú
es uno de esos lugares.

Cuando aquel 18 de julio de 1998 arribamos a Cusco,
antigua capital del Imperio de los incas, fuimos recibidos por
una ciudad que renacía de sus propias cenizas, para el
turismo
internacional. Tras una década de guerrilla, terrorismo y
cólera,
el moderno Qosqo (así se escribe siguiendo la original
pronunciación en lengua
quechua) abría sus generosos brazos a los "gringos" de
diversas partes del mundo. No era ya la ciudad triste y
preocupada de hacía cuatro años. El temor a las
bombas se
había disipado y, aunque el consejo de muchos era que
tomáramos agua mineral, el paralizante virus del
cólera estaba perfectamente controlado. La región
Inca se despojaba así de la etiqueta de "zona
endémica", que tantas quiebras y problemas
económicos había acarreado durante largo tiempo. Se
respiraba un vivificante aire de esperanza, y no hubo hotelero,
taxista o camarero que no nos hiciera llegar su mensaje de
optimismo en el futuro. El orgullo cusqueño se tamizaba
así de fuerza, buena atención y…
dólares.

El Cusco es una ciudad mágica, un lugar en donde
el pasado y el presente se mezclan de una forma muy
difícil de describir con palabras. Allí
están los muros incas, con su majestuosidad e imponencia
monolítica soportando el peso de los siglos, de las
invasiones y de los terremotos.
Allí están los restos de los palacios desde los
cuales se controló
gran parte de la América
del sur, antes que los españoles pusieran sus pies en
estas tierras. Hoy convertidos en hoteles, museos o restaurantes, esas
prestigiosas obras de la arquitectura
precolombina siguen impactando y admirando al más
insensible de los viajeros. Cusco, el Ombligo del Mundo, fundada,
según reza el mito, hacia el año 1200 de nuestra
era por los héroes civilizadores más destacados de
la genealogía incaica: Manco Cápac, el primer
soberano, y Mama Ocllo, su hermana y esposa. Basta con tener un
poco de imaginación, y dejarse llevar por los olores y
claroscuros de sus calles, para poder recrear el momento mismo de
aquella fundación trascendental, cuando Manco, tras apoyar
su cetro de oro en lo que hoy es la gran Plaza de Armas, lo vio
desaparecer, como absorbido por la Madre Tierra, en el fangoso
suelo del valle, indicándole así el sitio exacto en
donde levantar la ciudad que fuera la capital de su imperio.
Así se lo había indicado el gran dios Viracocha, a
orillas del lago Titicaca, y así fue.

Pero junto a la escenografía quechua se yerguen,
vigilantes y orgullosos, los campanarios y torres de capillas e
iglesias, atiborradas de una riqueza barroca que ha sabido
controlar y emocionar, durante los últimos cuatrocientos
años, la espiritualidad y esperanza de los
cusqueños. Ellas, junto con las señoriales casonas
coloniales, son la otra cara del Cusco mestizo, la cara
híbrida de una ciudad que mezcló piedras y culturas
tan diferentes como la de incas y españoles. Se ha dicho
que todo el Cusco es un símbolo urbanístico de la
conquista ibérica y, de alguna manera, es cierto. Caminar
por sus callejuelas, sorteando a los mil y un vendedores
ambulantes, que impregnan de olores indescifrables cada
rincón empedrado, es advertir la imposición de una
cultura sobre
otra, de un olor sobre otro; porque no sólo son los adobes
pintados de blanco, las rejas y las tejas los que se
sobreimprimen a los basamentos de fría piedra incaica,
sino que son también las voces, las comidas y la música las que nos
indican que estamos en una ciudad mitad española y mitad
incaica. Una por encima de la otra.

Cusco sigue siendo un centro sagrado para muchos. Nunca
perdió su prestigio; todo lo contrario, lo ha conservado
en su gente, en sus tradiciones y en el respeto que
todavía le guardan los campesinos que llegan a él.
Por ello, si uno es atento y para bien la oreja,
todavía puede escuchar el saludo que se le brinda a la
vieja capital imperial: "Napaykukuykim hatum
K’osk’o" ("¡Oh, gran ciudad, yo te
saludo!")
.

Repetí esa frase cuando, por cuarta vez, puse
mis pies en tierra cusqueña.

A 3.394 metros sobre el nivel del mar uno se siente
extraño. El aire se vuelve insuficiente, las piernas pesan
toneladas y a la agitación exagerada, de caminar
sólo una cuadra, se le suma un punzante dolor de nuca.
Poco es lo que hace el mate de coca, que cortésmente
ofrecen todos los hoteles a los inadaptados turistas. La planta
sagrada de los Andes se vuelve inoperante, y por más que
se tomen litros de aquella infusión quechua, los efectos
del soroche (el mal de las alturas) se dejarán
sentir durante, por lo menos, cuarenta y ocho horas.

Para nosotros, gringos, los inconvenientes del
Cusco los constituyen sus calles empinadas y el aire rarificado
de la gran altitud. Cualquier esfuerzo físico se traduce
en un latir apresurado del corazón y en una respiración jadeante, entrecortada, que
obliga a detenerse a cada paso. Incluso el gusto de los
cigarrillos es distinto; supongo que eso se debe a que el
tabaco se
quema de diferente manera que al nivel del mar.

Por otra parte, el fumar se vuelve una tarea que implica
atención permanente, ya que al menor descuido la brasa se
apaga, dejándole a la boca un sabor amargo, de
consistencia pastosa y desagradable. Pero bastan dos días
para que el organismo se adapte a ese techo de América,
generando la cantidad necesaria de glóbulos rojos que
permiten oxigenar adecuadamente cada centímetro cuadrado
del cuerpo. Cuando el físico entra en consonancia con la
naturaleza
elevada de ese piso ecológico, recién ahí,
puede uno empezar a disfrutar plenamente de la maravillosa
ciudad.

El Qosqo supo tener en la antigüedad la forma de un
puma, ya que los incas no eran ajenos a la tradición del
culto al felino; animal mítico que encuentra sus
más profundas raíces en las primeras culturas del
área andina, como lo fueron Chavín de Huantar y
Tiahuanaco. Y aunque para los señores del Cusco el felino
no fue tan importante como en las dos culturas nombradas, el
prestigio de la ciudad se tradujo en una arquitectura, y en una
planificación urbanística, virtual y
sagrada que tuvo al puma como principal personaje. La capital
entera adquiría así un carácter simbólico, religioso y
mítico; una prueba más del arte monumental
de la América precolombina, y un evidente testimonio de
que nada era profano dentro de la cosmovisión incaica. Ni
siquiera el contorno de la gran urbe, o las montañas que
la rodeaban.

Efectivamente, todo el Cusco está cercado por
Dioses. Son los Apu, los Señores de las
Montañas, los espíritus protectores de los cerros
que no faltan en ninguna comunidad de la región de la
Sierra. A ellos se les rinde homenaje y ceremonia; se los respeta
y se les habla como a seres vivos. En ocasiones reciben
"pagos", es decir, ofrendas, para
que, en actos de dadivosa reciprocidad, les restituyan al hombre
devoto sus actos de fe sincrética, con buenas cosechas,
fertilidad y generosa procreación de los
ganados.

Cada Apu tiene jurisdicción sobre determinados
espacios y, como bien señala Jorge A. Flores Ochoa, "sus
alcances están en relación con su importancia
jerárquica, en cierto modo condicionadas por su
elevación con las cumbres circunvecinas" . En ellos, la
vieja y la nueva fe (la prehispánica y la católica)
entran en simbiosis, se mezclan, mostrando la clara resistencia y
continuidad de las creencias andinas. El culto a las alturas, tan
común entre los incas, se mantiene vivo, actuante; incluso
en la imaginería cristiana, que no dudó en
representar a la Virgen con el contorno piramidal de muchos
cerros. Excelente táctica para trasladar la fe aborigen de
la antigua a la nueva religión.

Desde el Cusco es posible distinguir, por lo menos,
cinco grandes Apu, vigías permanentes de la egregia
capital.

En primer lugar, y con dirección Norte, puede
observarse el imponente y blanco nevado de Salcantay. En segundo
término, y con orientación Sur, se levantan las
sagradas laderas del Apu Ausangate, en las que, anualmente, se
practica una de las peregrinaciones más caras a la fe
andina: la procesión al santuario del Señor de
Qoyllurit’i (el señor de las Nieves
Resplandecientes). Hacia el Este, el respetado Pachatusan, "El
Sostén del Universo", a
quien la gente de Cusco le rinde honores por tener fama de ser
sanador y curandero. Finalmente, a su lado, las sombras del Apu
Pikol y del Apu Anawarque terminan por darle al Qosqo la
prestigiosa seguridad que, como Centro del Mundo, merecía
y merece.

A uno de estos Apu, pero de la región de
Vilcabamba, debimos dirigirnos nosotros, antes de iniciar la
marcha. Para ello era necesario recurrir a una persona que
tuviera la capacidad técnica y espiritual, de poder
comunicarse con esa clase de
espíritus. La encontramos en la figura de Don Salvador
Blas, un chamán cusqueño de reconocido
prestigio.

El chamanismo, tal como lo define Mircea Eliade, "es
la técnica del éxtasis"
por medio de la cual
una persona "elegida" posee la extraordinaria facultad de
comunicarse con los muertos, los "demonios" y los
"espíritus de la naturaleza", sin convertirse por ello en
un instrumento de los mismos. Haciendo uso del trance, el
chamán "vuela" hacia el otro mundo con el objeto de
encontrar en él las soluciones que
sus pacientes le requieren. Ser chamán implica superar
diferentes pruebas de iniciación, que sólo una
minoría determinada logra concretizar con éxito al
alcanzar la mística de la religión
respectiva.

Este interesante fenómeno cultural y religioso ha
venido siendo estudiado desde hace décadas por importantes
antropólogos e historiadores de la religión, y hoy
estamos lejos de desechar las prácticas chamánicas
como costumbres primitivas e ignorantes, puesto que las mismas
encierran un riquísimo bagaje de información
antropológica, que permite entender cosmovisiones tan
ancestrales como vigentes.

En el Perú, y especialmente en la región
de la Sierra, los chamanes reciben el nombre de Pacos y a
ellos se acude para buscar salida a problemas tan complejos como
la cura de una enfermedad; un "daño";
el dolor de un amor no
correspondido o la necesidad de pedir permiso a un Apu para
practicar un acto determinado. Por todo ello, es común que
se empleen indistintamente los términos chamán,
curandero, hechicero o mago
, para hacer referencia a una
misma realidad cultural y social.

Los Pacos suelen utilizar ciertos instrumentos y
drogas para
facilitar el trance místico; de ahí que el uso de
tambores, sonajas y plantas alucinógenas están
directamente asociadas a la práctica chamánica.
Cada región tiene sus propias técnicas, con
variaciones peculiares, frases y "encantamientos" que les son
propios. Existen chamanes poderosos y otros que no lo son tanto.
Los hay "buenos" y los hay "malos", pero todos, en definitiva,
encarnan (junto con sus acólitos y creyentes) una manera
de ver el mundo muy diferente a la que nosotros, los
occidentales, estamos acostumbrados. Y por ser diferente es
interesante.

Cuando nuestros contactos en el Cusco supieron que el
objetivo a alcanzar por la expedición eran las ruinas de
Vilcabamba "La Vieja", nos recomendaron consultar al paco.
Según ellos, era indispensable solicitar esa
autorización sobrenatural y, al mismo tiempo, rogar la
protección de los Apu que se levantaban a lo largo
de un camino que se nos anunciaba peligroso e imprevisible. La
idea nos resultó atractiva. Ver a un chamán
auténtico practicar sus esotéricos rituales no
había estado dentro de nuestros planes iniciales. Al
parecer, el permiso oficial que nos diera el Instituto Nacional
de Cultura del Cusco (INC) era insuficiente. La región de
Vilcabamba, con todas sus ruinas, eran consideradas huaca,
por lo tanto, era preciso ganarse la voluntad no sólo de
los funcionarios del gobierno, sino también de las
etéreas entidades que, según los cusqueños,
protegen el valle.

Desde la época de la conquista del Perú
(siglo XVI), los cronistas españoles registraron la
vigencia del concepto, todavía muy extendido y vivo, de
huaca. Según el historiador norteamericano Burr
Brundage, que es quien proporciona una de las mejores síntesis
de este concepto:

"Una huaca era al mismo tiempo una
localización de poder y el poder mismo residente en un
objeto, una montaña, un sepulcro, una momia ancestral, una
ciudad ceremonial, un templo, un árbol sagrado, una cueva,
un manantial o un lago de origen, un río o una piedra
vertical, la estatua de una deidad o una plaza venerada o un
trecho donde se llevaban a cabo festividades o donde vivía
un gran hombre. El poder que permitía a los artesanos
dotados producir curiosas piezas de trabajo en oro o
tapicería fina, o ricas telas teñidas, y así
sucesivamente, era también huaca. La coca, la hoja
narcótica de la montaña, era huaca"
.

Aunque hoy en día el término suele
asociarse exclusivamente a las ruinas de los monumentos incas, el
concepto es tan amplio que, siguiendo a la especialista peruana
María Rostworowski, podemos darle a la palabra
huaca el abarcativo sentido de lo sagrado, que
contenía una variedad muy alta de significados, ya que en
el ámbito andino lo sagrado envolvía el
mundo y le comunicaba una dimensión y profundidad muy
particular.

Los valles de los ríos Vilcabamba (antes Vitcos)
y Pampaconas poseían esas connotaciones particulares; y el
hecho mismo de que Vilcabamba signifique la "Pampa
Sagrada"
nos obligaba, de alguna manera, a comulgar con esas
creencias.

Pero nuestra situación se hacía
aún más compleja.

El corredor, selvático y montañoso, que
conduce al lugar en donde están emplazadas las ruinas de
la última capital inca del exilio, es considerado como
parte del camino que lleva hacia el perdido Paititi; que es, de
todas las huacas reales e imaginarias del Perú, la
más importante. Por tal motivo, y con el fin de no ser
considerados por nuestros porteadores y amigos como impertinentes
gringos sacrílegos, convenimos visitar a don Salvador, el
chamán, y respetar los pasos que, obligatoriamente,
debían seguirse antes de tratar con espacios
sacros.

Y fue uno de esos amigos del Cusco, el Ingeniero Enrique
Palomino Díaz (conocido proyectista e historiador de la
ciudad), el que, no sólo nos presentara al Paco, sino
confirmara lo antes señalado cuando, con su natural tono
ceremonial, nos dijo:

"Lo cierto es que se cree que la región de
Espíritu Pampa [nombre que actualmente reciben las ruinas
de Vilcabamba "La Vieja"] es una de las entradas hacia el Gran
Paititi. Siguiendo el eje que va de Vitcos a Huancacalle y de San
Francisco al río Pampaconas, hacia el fondo, en la
quebrada, se piensa que, con toda seguridad, hay una ciudadela
que todavía no está a la vista.

Lo real es que muchos investigadores independientes,
aislados, han estado en la zona, pero no han dado a conocer sus
investigaciones, se entiende que por estrategia.
Todavía hay mucho que rebanar por ahí"
.

Eran cerca de las siete de la tarde cuando tomamos el
taxi que nos condujo hasta el barrio de San Sebastián, a
las afueras del Cusco. El dios sol se ocultaba detrás de
los cerros y, para cuando llegamos a destino, ya era de noche.
Todo el barrio estaba sumido en penumbras, siendo las luces de
los cafés y picanterías la única claridad
que permitía ver y sortear los pozos de la calle.
Caminamos hasta el frente de una humilde casa, muy baja, y
golpeamos la puerta.

No sé qué es lo esperábamos
encontrar, pero cuando la estampa menuda de Don Salvador Blas se
recortó en el marco de la entrada no nos produjo ninguna
sensación especial. Era un hombre bajo, de edad indefinida
(aunque sospecho que rondaba entre los cincuenta y cincuenta y
cinco años), pómulos prominentes, ojos oscuros muy
chicos y una nariz aguileña que anunciaba a las claras sus
raíces cusqueñas. Nos invitó a
pasar.

La recepción era un cuarto aún más
humilde que el frente de la casa. Pintado de celeste claro y con
dos largos bancos de
madera
colocados sobre las paredes. En uno de ellos se encontraba una
"cholita" (mestiza) con su pequeño hijo en brazos,
llorando a moco tendido. Apenas levantó la vista cuando
ingresamos y en ningún momento posterior se animó a
mirarnos directamente a los ojos.

El "Maestro", como lo llamaba Enrique, pidió que
lo esperáramos y desapareció tras una enclenque
puertecita de madera que daba a una reducida cabina: su
consultorio. Estaba curando a alguien. Seguramente, ese
bebé que lloraba delante de mí también
estaba enfermo. Viendo esa situación, tan ajena a mis
convicciones, confieso que me fue muy difícil reprimir los
juicios de valor. Mi fe en la medicina
clásica no encajaba con la fe que guiaba la esperanza de
esa mujer que tenía delante de mí. No podía
imaginarme llevando a mis hijos a un chamán, y
confiándole a un "brujo" la salud de ellos. Pero bastaron
pocos segundos para reconocer que el problema era esencialmente
cultural. En ese cuarto del barrio de San Sebastián los
que se enfrentaban no eran sólo bancas de madera, eran dos
culturas distintas, y lo más interesante es que ninguna
era mejor o superior que la otra.

Pasados unos minutos, Don Salvador nos invitó a
ingresar en la "cabina".

Ese reducido espacio (en el que apenas entrábamos
los cinco) era la materialización misma del sincretismo
religioso que se operó en el Perú desde la llegada
de los conquistadores y catequistas españoles. Objetos de
"poder" aborígenes se mezclaban con estampitas e
imaginería cristiana. Lo pagano y lo católico
convivían sin conflicto.
Junto a una lámina de San Jorge matando al dragón
se apoyaba una conopa (ídolo de piedra,
generalmente con la forma de una llama, que permite invocar a las
fuerzas de la fertilidad) y a los rezos cristianos se les
adosaban los pedidos (en quechua) a los espíritus de las
montañas.

Los chamanes quechuas, como Don Salvador, son los
herederos de una dilatada tradición en la que se sostiene
que ellos son capaces de efectuar magia blanca y magia negra
indistintamente, y son también adivinos y curanderos. Los
quechuas distinguen entre chamanes superiores, llamados alto
mesayoc (o altomesa)
, y chamanes inferiores, llamados
pampa mesayoc (o pampamesa). La diferencia esencial entre
ellos reside en su relación con los espíritus. El
altomesa puede conversar con los Apu, que son su medio
principal de adivinación; mientras que el pampamesa
sólo es guiado, por tener un poder menor. El
término Paco (o paqo) es un título
genérico que no toma en cuenta su poder y
especialidad.

Don Salvador era, técnicamente hablando, un
poderoso altomesa.

Una vez sentados frente a la mesa, y hechas las
presentaciones formales, nos preguntó qué
buscábamos allí. Le comunicamos brevemente nuestros
objetivos
exploratorios y, tras moler una serie de productos en una vasija
de cerámica e invocar a la Virgen
María, apagó todas las luces. Era la boca de un
lobo. No se podía ver absolutamente nada. La
situación se empezaba a poner interesante.

En eso, un repentino fogonazo iluminó todo el
lugar. Recuerdo que alcancé a ver al Paco manipular
la vasija antes nombrada. Pero fue sólo una décima
de segundo; sólo una silueta desdibujada en medio de la
total oscuridad. "Pólvora", pensé, "era
pólvora lo que molía". No me equivoqué, al
rato, el inconfundible olor a esa materia
inflamable impregnó la cabina. Fue recién entonces
cuando nos obligó a que lo siguiéramos con unos
rezos (el Ave María y parte del Padre Nuestro). Nuestras
voces retumbaban contra las débiles paredes de madera, y
de pronto, sin preverlo, se escuchó un prolongado silbido,
agudo y penetrante. Sin darnos tiempo a analizar ese sonido,
sentimos sobre nuestras cabezas (muy cerca de ellas) el furioso
aletear de lo que parecía ser un pájaro. El
sobresalto fue mayúsculo y todos nos agachamos temiendo
que ese "algo" nos lastimara. Recuerdo que pensé: "Se nos
metió una paloma en el consultorio". Pero no había,
ni hubo nunca un ave de ese tipo (al menos que nosotros hayamos
visto). Inmediatamente después del "aleteo" el
chamán habló.

Su voz no sonaba como la que tenía normalmente.
Era más fina y entrecortada (como si muchas palabras las
dijera tosiendo). Cuando nos dio la bienvenida advertimos
que ya no hablábamos con don Salvador, sino con el Apu
Espíritu Pampa.

Según los estudiosos del chamanismo andino,
estábamos presenciando (mejor dicho, escuchando, porque no
se podía ver nada) uno de los momentos más
relevantes del ritual: el del "vuelo mágico". En
él, el altomesa, liberado de la materia, asciende
hasta reinos de
conocimiento y de visión que están fuera del
alcance de la persona no iniciada. Ese viaje en espíritu
es lo que generalmente se denomina vuelo y lo que permite
que el chamán se vuelva igual que los Apu, o que el
espíritu de un muerto, que también tiene la
capacidad de convocar. Son estas transformaciones las que le dan
a un chamán su más alta reputación; son las
que marcan su calidad.

Por lo tanto, para esa ajena cosmovisión, quien
estaba delante de nosotros no era Don Salvador. Él se
encontraba muy lejos del Cusco, en la cordillera de Vilcabamba,
contactándose con el Apu que, en pocos días
más, nosotros conoceríamos. Pero esta subjetiva
experiencia que estábamos viviendo no era nueva; ya
había sido advertida a mediados del siglo XVI por
funcionarios del Cusco colonial, como por ejemplo el corregidor y
licenciado Juan Polo de Ondegardo, quien
escribió:

"Entre los indios había otra clase de brujos,
tolerados por los incas hasta cierto punto, que son como
hechiceros. Ellos toman la forma que quieren y viajan a una gran
distancia por el aire en poco tiempo; y ven lo que está
pasando, hablan con el diablo, que les contesta en ciertas rocas,
o en otras cosas que ellos veneran muchísimo. Sirven como
adivinos y dicen lo que sucede en lugares remotos antes de que
las noticias
lleguen o puedan llegar".

El "mensaje" que Don Salvador nos trasmitiera fue
más bien breve; y como tuve la impertinencia de grabarlo
subrepticiamente, lo transcribo a continuación:

"Bienvenidos, bienvenidos. ¿Para qué me
han hecho llamar? Si, para el viaje, lo sé…sean
bienvenidos. Yo los voy a recibir con todo cariño y amor.
Muy bien, todo va a ir bien. Yo los protegeré, tanto de
ida como de vuelta por pedir permiso. Pero es posible que hagan
otro viaje al Perú para llegar a la zona del Paititi.
Sí, es posible, pero tienen que llevar bastante pago, no
es por así llegar allá. Tienen que llevar bastante
pago. Sí pueden ir, yo los estaré aguardando
allá.

(Pregunta: ¿Usted conoce la puerta hacia el
Gran Paititi?).

¡Claro! Es una zona a la que hay que entrar por
quebrada. Sí, es por la puerta de la salida del sol, por
Paucartambo. Yo he entrado. Hay cosas muy buenas, pero hay que
tener mucho coraje para ir allí, porque ahí los
nativos no dejan entrar; ni tampoco te pueden contar cómo
es ni a dónde es.

(Pregunta: ¿Qué
nativos?).

Los chunchos, pues. Pero también hay otra
entrada por Quillabamba, por donde ustedes van a ir. Pero
también hay guardianes. Allí los guardianes son
víboras. Ahí no dejan pasar las víboras. Hay
una catarata y por ahí hay que pasar, pero están
las víboras. Se necesita un gran pago. Sí, de
ahí salen cáscaras de plátanos,
cáscaras de naranja y demás desperdicios.
¿Por qué? Porque ahí existen los incas.
Más adentro, en la selva, del otro lado, hay gente y son
incas".

Una vez más, la leyenda del Paititi impactaba en
nuestros oídos y en el sitio menos pensado. La voz de
chamán se unía, así, a las voces del
imaginario colectivo arrastrándonos hacia una selva que,
desde hacía siglos, escondía mucho más que
animales y sociedades
extrañas.

Dejamos la casa del altomesa con más dudas
y suspicacias que respuestas ciertas. No pertenecíamos a
ese mundo; y el corto abordaje hecho en él nos revelaba
mucho acerca de la importancia de la creencia.
Habíamos intentado abrir un poco nuestras mentes a
experiencias fuera de lo común, pero sólo
conseguimos crear una angosta rendija, aunque lo suficientemente
profunda como para permitir que nos introdujéramos en una
realidad mágica de leyendas y mitos.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
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