Expedición Vilcabamba – Romanticismo, ciencia y aventura (página 2)
La reunión estaba prefijada para las diez de la
mañana. Arribamos al lugar de la cita cinco minutos antes
y advertimos con sorpresa que el sitio en cuestión llevaba
un nombre que veníamos repitiendo a diario, desde
hacía meses: Hostal Vilcabamba. Descendimos del
taxi que nos llevara (cuya tarifa siempre se pacta antes de subir
en él) y entramos a la antigua casona.
Ya en patio central, la estampa de un hombre joven,
y más parecido a John Travolta que al estereotipo del
baquiano andino, nos recibió con amabilidad y respeto. Su
nombre era Francisco Cobos Umeres. Nuestro futuro
guía.
No fue difícil arreglar con él los
términos del contrato.
"Pancho", como lo conocían sus allegados, se
despachó con maestría, explicándonos las
posibles rutas de penetración, los lugares en donde
acamparíamos y las obligaciones y
precauciones que cada miembro del grupo
debía cumplir y tener en cuenta. Nos preguntó si
estábamos en buen estado
físico y dispuestos a soportar ascensos y descensos, que
se anunciaban penosos. En nuestra ignorancia, le contestamos que
no se preocupara y que intentaríamos llevar un ritmo
parejo a lo largo de toda la travesía. Por ese entonces,
sólo conocíamos el camino a partir de las dos
dimensiones que nos venía dando un viejo mapa, sacado de
un perimido libro de
arqueología de la década de los ‘60. No
podíamos imaginar el inmenso sacrificio físico que
teníamos en puerta.
Pancho era nativo de Puquiura (o Pucyura), uno de los
pocos pueblos que se levantan sobre el valle del río
Vilcabamba; y a pesar de que habitaba en Cusco desde hacía
unos diez años, mantenía férreas conexiones
con los parientes que vivían en su región
natal.
Era un hombre abierto y simpático, capaz de
conseguir lo imposible en el momento menos indicado y con una
capacidad nata para abrir aquellas puertas que a otros,
seguramente, se les hubieran cerrado. Según la
tradición oral de su familia, era
descendiente de un gran cronista español
del siglo XVII, el Padre Bernabé Cobo; y sus tíos y
primos habían servido como guías de dos grandes
exploradores de mediados de siglo: Gene Savoy y Edmundo
Guillén. Inclusive su tío/abuelo, Julio Cobos,
había sido el propietario de un fundo en la zona de
Espíritu Pampa (hoy Vilcabamba "La Vieja"), por lo que las
ruinas a las que nos dirigíamos habían estado
dentro de los territorios de su familia, mucho antes de que se
identificaran definitivamente como la última capital de los
Incas.
No podíamos haber dado con mejor
colaborador.
Nos apuramos a cerrar el trato y fijamos la partida para
el 23 de julio. Celebramos la "sociedad" con cerveza negra
cusqueña ("al tiempo", es decir templada) y, a
instancias de Pancho, le agradecimos a la Pachamama la suerte
tenida. Le rogamos su protección y ayuda "tincando"
con los dedos un poco de bebida sobre el suelo,
manteniendo viva la costumbre incaica de dar algo en reciprocidad
a la Madre Tierra. Por su
parte, Enrique Palomino se despachó con un ceremonioso
discurso,
rindiendo loas al gran dios Viracocha y enalteciendo, por
demás, nuestra iniciativa de seguir los pasos de Manco Inca
hacia la sagrada planicie de Vilcabamba "La Vieja".
Teníamos todavía que comprar las
provisiones, alquilar las carpas y contratar los arrieros y
porteadores. Faltaban aún muchas cosas por resolver y
temimos no poder
concretarlas en el tiempo
estipulado. Pero Pancho, fiel a una vieja tradición
cusqueña, y motivado por el salario que
acabábamos de pagarle, cumplió con lo prometido,
permitiéndonos dedicar los dos últimos días
en el Cusco a realizar una caminata preparatoria por las ruinas
vecinas a la ciudad y visitar las tan famosas
"picanterias" o rincones de peruanidad.
Las "picanterias" del Ombligo del Mundo son
espacios propios de los cusqueños. Es raro encontrar en
ellas a extranjeros, puesto que no ofrecen la apariencia "for
export" que suelen buscar los gringos adinerados que caminan
la América
Latina. Por lo general carecen de un cartel identificatorio y
se levantan en barrios a los que muy de vez en cuando, los no
nativos, dirigen sus pasos. Constituyen lugares típicos,
semejantes a los "bodegones" o "almacenes"
expendedores de vino y ginebra de nuestro país. La gran
diferencia es que en estos rincones mestizos se mezcla el quechua
con el español, la chicha (bebida alcohólica hecha
a base de maíz
fermentado) con la cerveza y la "frutillada". Si alguien
desea observar la simbiosis de las dos culturas que chocaron hace
500 años, debería visitar las "picanterias"
del Cusco.
Allí el sincretismo se manifiesta a primera
vista: en las estampas de los santos católicos (que no
faltan en ningún rincón) y el permanente
agradecimiento que se le tributa a la Madre Tierra; en el
juego de
barajas españolas y la espumosa chicha incaica; en las
comidas y en la música. Allí
el habitante del Qosqo se siente realmente
qosqoruna y el extranjero… en un mundo
exótico.
Alguien escribió una vez que el comer es una
experiencia que posee una dimensión sociológica e
histórica que pocos tienen en cuenta. El sentido del gusto
ha sido una constante en los relatos de viajes, y
existen cientos de miles de ejemplos que permiten asegurar que a
través del paladar juzgamos al "otro" y nos identificamos
más con nosotros mismos. Cuando nos llevamos a la boca
algo que jamás hemos probado estaremos, seguramente,
emitiendo un juicio de valor, que
excede la crítica
o el halago que le hagamos al cocinero.
Lo extraño puede estar en un simple menú,
en un nombre impronunciable o en la combinación de ciertos
alimentos. La
comida (de la que ningún viajero puede prescindir) se
transforma así en un método de
conocimiento
que implica, muchas veces, tanto arrojo como saltar una grieta
que da al abismo. Colores,
consistencias, olores, pueden ser también barreras
infranqueables.
A lo largo de mis travesías por Perú tuve
el privilegio de comer de todo. Desde el popular caldo de pollo
(con patas y uñas incluidas), pasando por la cabeza de
cordero con chuño (que no es otra cosa que una papa
deshidratada), mono, serpiente y cuy.
Es bien sabido que los antiguos incas no poseían
vacas, ovejas ni cerdos; todos ellos fueron herencia de
España.
Pero los viejos dueños del Cusco sí sabían
degustar un plato que, hasta la fecha, sigue siendo el
símbolo identificatorio de la buena cocina andina: el
cuy chaktado. ¿En qué consiste? Simple. Tome
un roedor, semejante a los conejillos de Indias;
despelléjelo; póngalo en aceite
hirviendo, bien condimentado; aplástelo luego con dos
piedras al rojo vivo y sírvalo en su mesa,
acompañado con papas. Es una delicia, y cuando está
bien cocido, hasta pueden comerse los huesillos del animal. Es un
majar que justificaría un viaje al Qosqo. Obviamente, no
dejamos de devorar unos cuantos antes de salir hacia la
selva.
Pero no todos los sabores agradan tanto al paladar. Los
peruanos, de igual forma que los bolivianos, son muy afectos al
"picante" (de ahí el nombre de
"picantería") y suelen combinar este explosivo
ingrediente con cualquier comida, inclusive con los tallarines.
De todos los ajíes que utilizan para condimentar el peor y
más potente es el rocoto. De apariencia parecida a
un morrón, este silencioso enemigo del aparato digestivo
y la tráquea, es capaz de quitarle la respiración a la persona que no
esté habituada a su sabor. Sus semillas son
literalmente volcánicas y, según me comentaron, no
han faltado los ingenuos que, en demostraciones de viril
voracidad, debieron ser intervenidos quirúrgicamente al
sufrir un espasmo de glotis. Demás está decir que
no llevamos rocoto entre las provisiones.
Durante el período republicano (siglo XIX)
existió en el Perú un profundo interés
por encontrar la ciudad perdida de Vilcabamba. Era un
símbolo de la resistencia
frente a España y los criollos de entonces consideraron
oportuno buscarla con el fin de insuflar el novedoso sentimiento
nacionalista en la joven república sudamericana. Eran los
días en que los propios americanos empezaban a escribir su
historia y
Vilcabamba podía llegar a cumplir el mismo rol que las
ruinas de Masada cumplieron para Israel, o los
restos del Gran Zimbabwe para los negros de la ex – Rhodesia
(África oriental): mostrar al mundo que existían
antecedentes suficientes para declarar la independencia
y la capacidad técnica para rechazar al imperialismo
extracontinental.
Según hemos podido averiguar en el Cusco, desde
principios del
siglo XIX a la fecha, se han registrado únicamente once
expediciones a Vilcabamba; y casi todas ellas con un mero
espíritu exploratorio. Se han practicado escasas
excavaciones en el sitio y la selva sigue siendo la única
vencedora.
En 1834, el Conde de Sartigi viajó a las
ruinas de Choquekirao (una imponente fortificación
incaica, cercana al valle del río Apurimac) y las
identificó con la mítica ciudad.
En 1865, Antonio Raimondi penetró en la
región de Vilcabamba hasta llegar al poblado de San
Francisco de la Victoria. De allí se desvió
siguiendo el camino de su predecesor (Sartigi) y alcanzó,
nuevamente, los restos arqueológicos nombrados
(Choquekirao), cometiendo el mismo error al re-confirmar la
identidad dada
por el primero.
En 1911, Hiram Bingham descubre Vitcos; cruza el
abra de Qolpacasa (o Qollpaqasa) y llega a Espíritu Pampa.
Tras un breve recorrido, dedujo, erróneamente, que no era
la Vilcabamba de Manco Inca Yupanqui y se marchó. Su
descubrimiento de las ruinas de Machu Picchu, pocos días
antes, lo habían llevado a creer que esa ciudad
recién encontrada correspondía a la capital incaica
de la resistencia.
En 1943, el cusqueño Luis Ángel
Aragón, intenta identificar la ciudad, sin demasiado
éxito.
En 1963, Carlos Neuenschwander Landa, un inquieto
explorador arequipeño, sobrevoló en
helicóptero la región sin agregar ni quitar nada al
debate.
En 1966, Antonio Santander Castelli y Gustavo
Alencastre, insinúan, por primera vez, que Espíritu
Pampa podría ser Vilcabamba "La Vieja".
En el mismo año, el explorador norteamericano
Gene Savoy llega a las ruinas, descubre nuevos complejos
habitacionales y certifica, públicamente, que
Espíritu Pampa correspondía, en efecto, a la ciudad
inca de Vilcabamba.
En 1971, Víctor Angles Vargas
recorrió parte del camino que conduce a la Pampa de los
Espíritus y ofreció datos sobre
distintos lugares citados por las crónicas e importantes
referencia sobre otros sitios arqueológicos relacionados
con Vilcabamba.
En junio de 1976, Edmundo Guillén llega a
la zona y revalida, con documentos y
observaciones in situ, la hipótesis de Savoy. Para Guillén
Espíritu Pampa es, sin duda alguna, Vilcabamba "La
Vieja".
También en 1976,el cabo Andrés
Ojeda Enriquez comandó una expedición/patrulla que
recorrió y cartografió todo el valle del río
Pampaconas, cuyas orillas conducen a la capital selvática
de Manco Inca y sus hijos.
Finalmente, en julio/agosto de 1997, la
Expedición Juan de Betanzos, a cargo de la Dra.
María del Carmen Martín Rubio, también logra
llegar a Vilcabamba, declarando que en el trayecto había
descubierto dos de las ciudades
perdidas que nombraban las crónicas del siglo XVI:
Pampaconas y Rangalla. Descubrimientos que en el Perú
están seriamente cuestionados.
Cuando aquel 23 de julio de 1998 amaneció,
estábamos a punto de iniciar la expedición
número doce.
Cargados como mulas, abandonamos el hostal de la calle
Fierro y trasladamos nuestro equipaje hasta las oficinas de
la empresa de
transporte que
nos conduciría a la ciudad de Quillabamba, levantada hace
ciento cuarenta y un años al norte de Machu Picchu y en el
borde mismo de la selva.
Teníamos por delante doce largas horas de viaje
en colectivo (bus, como los llaman en
Perú) por caminos a medio hacer y, en su mayor parte, de
cornisa. No habíamos tenido elección. El
fenómeno climatológico del Niño
había destruido por completo el ramal de vías
férreas que comunicaban las ruinas de Machu Picchu con
Quillabamba, y un viaje de seis o siete horas en tren se
convertía en un deambular, por cerros y nevados, de casi
un día entero. Aunque, de alguna manera, fuimos
afortunados: el desvío, por el valle de Amaybamba,
coincidía perfectamente con la ruta seguida por Manco
Inca, hacía cuatrocientos once años.
Mientras despachábamos el equipaje, y observaba
cómo se amontonaban unas sobre otras las seis mochilas, la
filmadora y otra media docena de grandes bolsas repletas de
provisiones, me preguntaba de qué manera íbamos a
poder manejar tanto equipaje. Acostumbrado a moverme sólo
con un portafolios, me parecía increíble poder
maniobrar tantos bultos; y lo que es más: poder
identificarlos correctamente en medio de la maraña de
cajas, bolsas y valijas con las que eran mezclados, dentro del
depósito del colectivo.
El trayecto a cubrir posee una vida comercial muy
fluida. Los campesinos de Quillabamba, tras recoger sus productos
tropicales del campo, viajan al Cusco para venderlos o
intercambiarlos. Los antiguos nexos entre nichos
ecológicos aún se mantienen vivos, por más
que las inclemencias meteorológicas intenten romperlos.
Por lo tanto, ya sea en tren o en bus, la gente se traslada, de
un extremo a otro de la ruta, cargando un promedio de cuatro a
cinco bolsas por persona. Una verdadera orgía de
equipajes.
Por suerte, para nuestras espaldas, el colectivo era
amplio, cómodo y sin "intermedios", es decir, sin
pasajeros que viajen parados (quienes, en viajes largos, suelen
convertirse en una verdadera pesadilla, especialmente cuando
deciden hacer sus negocios en
pleno trayecto). Finalmente nos pusimos en movimiento y
tras recorrer el barrio próximo al Hospital General
(curiosamente rodeado de funerarias), dejamos la ciudad,
escalando los cerros que la aprisionaban en el valle.
Atravesamos El Arco, que es la parte
más alta de Cusco (3.500 m.s.n.m.) y descendimos hasta el
poblado de Poroy, que fue en donde Pizarro hizo su
último descanso antes de entrar en la capital incaica,
allá por 1533. Seguimos bajando hasta
Cachimayo (3.300 m.s.n.m.), famoso centro urbano
por sus fertilizantes, y volvimos a subir hasta los 3.650
m.s.n.m., que es en donde se levanta el pueblo de
Chinchero, situado a 20 Km al noroeste del Cusco, y
en donde existen varios grupos
arqueológicos de factura
incaica de reconocida fama. Allí una de las gomas del
colectivo, literalmente estalló, y tras una compleja
maniobra del chofer (un excelente conductor), nos debimos detener
a la vera del camino, durante casi una hora. De haber sucedido
ese inconveniente pocos kilómetros más adelante,
hubiéramos corrido el riesgo de
despeñarnos por un precipicio.
Desde las planicies de Chinchero podíamos
divisar, a la distancia, la cordillera de Machu Picchu, como
así también, los picos nevados del Valle Sagrado de
los Incas; y sólo un poco más al fondo, casi
desdibujadas en un horizonte nuboso, las estribaciones del macizo
de Vilcabamba.
Después de solucionado el inconveniente
técnico, el colectivo prosiguió hasta llegar al
pueblo de Urubamba (2.850 m.s.n.m.), en donde es
posible degustar uno de los choclos más ricos del mundo
(los parakay), cuyos granos, tiernos como la manteca,
alcanzan a tener dimensiones fuera de lo común (1 a 2 cm.)
en su época de cosecha (diciembre/enero). Por ser el mes
de julio, debimos abandonar esta ciudad sin poder probarlos y
dirigir nuestra atención hacia las ruinas que se levantaban
en el próximo destino: Ollantaytambo, a 2.800
m.s.n.m.
La población actual de
Ollantaytambo, ubicada a 75 Km. del Cusco, se
asienta sobre los trazos de una llacta (ciudad) incaica, en la
que se distinguen sus viejas calles con muros de cantería
antigua, sus portadas de pulida piedra y los canales que, como
ayer, siguen transportando agua fresca y
cristalina desde las montañas. Pero lo que hace famoso a
Ollantaytambo es la fortaleza del mismo nombre. En ella
realizó Manco Inca su último mitin momentos previos
a internarse en la selva e iniciar la resistencia; pero mucho
antes de que este soberano cusqueño instalara fugazmente
allí sus cuarteles, Ollantaytambo (o simplemente
Tampu o Tambo) había sido el asiento de
señoríos independientes hasta que el Inca Pachacuti
ocupó la región, en uno de sus primeros pasos de
expansión territorial. Según el análisis de los arqueólogos, los
edificios del lugar muestran evidencias de
haber quedado inconclusos y de que Ollantaytambo surgió
como "el conciso discurso lítico final del
Imperio". Todavía se discuten las funciones
específicas del sitio, pero lo más probable es que
hayan tenido, además de las funciones militares, una
connotación sagrada orientada al culto solar. De todas
formas, el estilo, prolijidad y técnica, aplicadas en la
construcción de esta imponente obra de
cantería incaica, señalan a las claras su alto
valor simbólico y una magnífica capacidad para
tornar expresiva a la piedra.
Al dejar atrás estas monumentales construcciones,
también perdimos de vista a las vías del tren, que
nos acompañaban desde el Cusco. Ellas seguirían su
camino, internándose por el valle del Urubamba, hasta
alcanzar Puente Ruinas, en Machu Picchu. Nosotros
iniciaríamos una ascensión, hasta los 4.200
m.s.n.m., para llegar al Abra Málaga, o paso
de Panticalla; un paraje frío y desolado, por encima del
nivel de las nubes. Aquel punto fue nuestro "techo", y a partir
de entonces, el altímetro que portábamos,
empezó a registrar un descenso paulatino. Desde el Abra
pudimos divisar, en todo su esplendor, el valle del Amaybamba; y
no pude dejar de imaginar el enorme sacrificio de Manco y los
suyos, al atravesar esas alturas gélidas mientras
huían de los españoles. También fue posible
registrar fotográficamente los restos de
pucarás y fortalezas que los incas levantaran, con
el fin de frenar la persecución europea. Los cronistas no
se equivocaron ni exageraron al respecto. Ahí estaban los
restos.
A medida que bajábamos, la temperatura y
el paisaje empezaron a cambiar. Los cerros se fueron despojando
de sus glaciares y, paulatinamente, el color blanco
empezó a ser suplantado por el marrón de la puna y,
más tarde, por el verde de la ceja de selva.
Pasamos por las localidades de Carrizales
(3.600 m.s.n.m.) y de Alfamayo (3.4000 m.s.n.m.) a
toda velocidad.
Estábamos retrasados un par de horas, y no deseaba que se
hiciera de noche por dos motivos: en primer lugar, porque me
sería imposible disfrutar del impactante paisaje en el que
nos estábamos sumergiendo; y en segundo término,
porque los angostos caminos de cornisa, por los que corría
el colectivo, no eran lo suficientemente seguros como para
relajarse, imaginando las ruedas del mismo a milímetros
del abismo.
Para las cinco de la tarde arribamos a
Huyro (3.000 m.s.n.m.), un valle cálido y
agradable que hacía las veces de "puerta" a la zona
tropical. Su riqueza es esencialmente agrícola, siendo su
principal fuente de ingresos las
frutas y el té, que venden a otras regiones del
país. Aquí nos vimos obligados a bajar del bus para
presentar en un centro de sanidad nuestros certificados de
vacunación contra la fiebre amarilla.
Ingresábamos en una zona endémica, que cobra
cientos de vidas por año. Pero nosotros no teníamos
por qué temer. Estábamos cubiertos. Nuestros
organismos habían sido protegidos, por inyecciones y
comprimidos, desde el momento mismo de abandonar Argentina; y,
teóricamente, podíamos soportar tanto una epidemia
de malaria como de paludismo. De
todas maneras, el trámite sanitario nos
intranquilizó un poco. Por primera vez sentimos que nos
internábamos en la selva.
Seguimos bajando por el valle de Huayopata
(2.800 m.s.n.m.) y a la altura del pueblo de Santa
María (2.500 m.s.n.m.) nos reencontramos con lo
que quedaba de la línea férrea y el río
Urubamba. En este punto del camino nos retrasamos
muchísimo. La dantesca catástrofe que asolara la
región en febrero de 1998 (un alud de barro y rocas, producto de
las lluvias producidas por el Niño), había
borrado del mapa las vías, varios pueblos pequeños
y parte de la carretera de tierra que comunicaba con
Quillabamba.
Por lo menos cinco camiones, atestados de personas en
sus cajas, esperaban delante de nosotros que los operarios de
Vialidad terminaran de rellenar con tierra el fragmento de ruta
que faltaba (¡únicamente ayudados por picos y
palas!).
Fue entonces cuando Pancho me llamó y
señaló el curso del Urubamba, que corría
unos doscientos metros por debajo de nosotros. "Mire,
Jefe, – dijo, apuntando con el dedo índice –
allá tiene el caserío de
Chaullay".
Me quedé helado por la emoción. Una
sensación de satisfacción recorrió todo mi
cuerpo. Después de tanto años de lecturas, y viajes
con la imaginación, estaba observando los techos de paja y
chapas del mísero pueblo de Chaullay (1.500 m.s.n.m.),
aquel en el que se levantaba antiguamente el famoso puente de
Choquechaka (o Chukichaka): la puerta misma a la
región de Vilcabamba.
Un par de horas después reiniciamos la marcha; y
para las diez de la noche cruzábamos, por una enclenque
planchada hecha con tablones, hacia la margen izquierda del
Urubamba. "La Ciudad del Eterno Verano",
Quillabamba (1.050 m.s.n.m.), fiel a su
slogan, nos recibió con una nube de mosquitos y
33º C. de temperatura.
Nuestra primera jornada había
terminado.
Cuando me desperté, temprano por la
mañana, sentí todo mi cuerpo pegajoso y
transpirado. La modesta habitación del Hostal Alto
Urubamba, en la que habíamos pasado la noche,
carecía de la ventilación suficiente y, por
más que hubiera dormido en calzoncillos, el pesado
calor tropical
de Quillabamba afectaba cada uno de los poros de mi
epidermis.
El lugar en el que nos alojábamos era pintoresco.
Un patio rectangular; un árbol que luchaba por vivir en un
cantero, constantemente regado por una manguera; y dos pisos con
habitaciones, dando a ese espacio abierto. Me sorprendí al
ver el sol tan alto
siendo las 06:30 horas, y sin más dirigí el apetito
hacia el bar del hostal. Dos tostadas, un fortísimo
extracto de café y
un jugo de papaya fueron mi frugal desayuno. Una hora más
tarde, Eugenio, Juan y Pancho se incorporaron a la
mesa.
Quillabamba es una ciudad que podría definir
"como al ras del suelo". Sus edificios más altos
(por lo general sucursales de instituciones
bancarias) no exceden los cuatro pisos y la mayoría de sus
casas son chatas y con techos de tejas. Por otra parte, esta
sensación se ve agudizada por la perspectiva que dan las
altas montañas que rodean todo el casco urbano. Es un
típico pueblo de provincia a orillas del Urubamba y,
según me dijeron, con una elite campesina poderosa y
pudiente.
Igual que en Cusco, la Plaza Principal, es su centro
neurálgico. En ella se arremolinan vendedores y paseantes,
policías y mendigos; también se concretan negocios
y romances. Allí fue en donde Francisco, nuestro
guía, consiguió alquilar una camioneta 4X4, con
chofer incorporado.
Para las diez de la mañana la temperatura
había subido hasta los 36º C. y se podían ver
volar, por entre las calles, nubes compactas de polvo, anunciando
que estábamos en la época de seca, y que durante el
mes de julio rara vez llueve en Quillabamba. Era un calor seco,
soportable, pero bastaba quedarse unos minutos bajo los rayos del
sol para sentir que las sienes estallaban.
Por aquellos días, la ciudad estaba festejando su
141º aniversario y toda la población se preparaba a
disfrutar de los desfiles cívicos, paradas militares,
música y bebidas, que la alcaldía había
organizado para esa misma noche. Las fiestas en el Perú
siguen teniendo una importancia que nosotros hemos perdido;
conservando además una característica que no les
envidio: su "militarización". Si algo nos
llamó la atención fueron las prácticas que
los estudiantes y maestros realizaban por la avenida principal,
guiados por elementos armados del Ejercito Peruano y marchando
marcialmente con "paso de ganso". Se los veía
orgullosos, manteniendo en alto los portaestandartes que
identificaban a cada colegio; y fueron sus mandíbulas
apretadas y ceños fruncidos los que nos hicieron
comprender cuánto le falta a Latinoamérica para incorporar una conciencia, o
cultura
política,
plenamente democrática.
Pero nosotros no seríamos parte de la fiesta.
Para cuando ésta comenzara ya estaríamos
internándonos por el histórico valle del río
Vilcabamba (antes Vitcos).
Para el mediodía, ya teníamos todo el
equipaje cargado en la caja de la camioneta. Apenas había
espacio para nosotros, pero de igual modo insistimos en viajar en
la parte trasera, al aire libre, para
poder disfrutar mejor del paisaje.
Antes de dejar Quillabamba, debimos realizar nuestro
último trámite protocolar: visitar al alcalde y
dejar una copia del proyecto. Para
ello recibimos el apoyo de las oficinas del P.I.D. (Proyecto
Integral de Desarrollo) y
de dos de sus funcionarios, los gentiles
ingenieros Fredy Guillén Pacheco y Fernando Loayza Venero,
quienes se vieron sumamente interesados por la expedición
y nos dieron un excelente croquis de la zona a la que
marchábamos.
No sé por qué extraña causa, un
periodista/locutor de Radio Quillabamba nos estaba
esperando en la puerta de la hermosa casona colonial que
hacía las veces de alcaldía. A los saludos de
compromiso vinieron las gracias por visitar esas tierras,
y por "los nobles propósitos que guardábamos
hacia ella". Poco después apareció el regidor
del municipio y, tras una corta entrevista,
nos comprometió a dar una conferencia a
nuestro regreso.
Era hora de partir. Nos despedimos de esos afables
interlocutores. Subimos a la caja de la 4X4 y "pusimos
proa" hacia las márgenes del río Urubamba.
Nuestro próximo destino: el puente Choquechaka.
Dejar Quillabamba fue, de alguna forma, dejar la
civilización tal cual nosotros la concebimos. Ya no
tendríamos por delante centros urbanos tan grandes, a lo
sumo reducidos caseríos de barro y paja, carentes de
gas, agua
corriente y electricidad. El
ansiado sueño de "cortar amarras" estaba apunto de
concretarse
Nos alejamos de la ciudad serpenteando el camino de
ripio que corría junto a la orilla izquierda del sagrado
Urubamba, y durante la primera hora de viaje, sacudidos de un
lado a otro por el traqueteo de la camioneta, pudimos apreciar,
mejor que nunca, las terribles consecuencias de las fuerzas
naturales. Allí, delante de nosotros, la montaña
había sido cortada por la furia del alud del mes de
febrero. El cauce del río se había ensanchado y la
selva colindante se precipitaba al vacío, como buscando
las raíces que el aluvión se había llevado.
La moderna estación ferroviaria de Quillabamba ya no
existía y desde lejos podíamos observar los restos
de las vías, que parecían escalerillas, colgando de
altos acantilados.
Para cuando llegamos a la localidad de Chaullay, el
panorama era el mismo: desolación, tristeza y
destrucción. Más de la mitad del pueblo
había sido arrasado y del viejo puente Choquechaka (o
Chukichaka) sólo quedaba el recuerdo.
Descendimos de la camioneta y nos quedamos mirando en
silencio el único pilar de cemento que,
en pleno río, seguía luchando contra la corriente.
Constituía la única prueba material de que, hasta
hacía muy poco, en ese sitio se levantaba una pasarela que
unía ambas orillas.
Estábamos en un lugar histórico. Por
allí mismo había pasado, a mediados del siglo XV,
el gran Pachacuti, persiguiendo a los Chancas y, un siglo
más tarde, los incas que se refugiaron en Vilcabamba.
También fue el escenario de las tensas conversaciones
diplomáticas entre el oidor Matienzo y Titu Cusi, el 14 de
mayo 1565; y el punto por el que habían ingresado las
huestes españolas, en su ultima y exitosa campaña
de destrucción de 1572. Era el acceso, tan celosamente
custodiado, a la región de la resistencia.
Diego Rodríguez de Figueroa dice que en 1565, y
mientras encabezaba una comitiva de paz para conferenciar con el
Inca, debió cruzar el río Willkamayo
(Urubamba) por una "oroya" (soga extendida) metido en una
canasta de mimbre. El destino quiso que nosotros
experimentáramos una sensación parecida cuando, no
pudiendo resistir la curiosidad, atravesamos el mismo río
y por el mismo lugar, colgados de unas plataformas de madera
suspendidas por cables de acero. La
necesidad de mantener unidas las márgenes del Urubamba
había obligado a los escasos pobladores de Chaullay a
tender ese ingenioso y antiguo método de vadeo.
Fuimos y venimos, impulsados por las fuerzas de los
brazos, de una orilla a otra; y en determinado momento, cuando
nos detuvimos exactamente a mitad de camino, por encima de la
corriente, el cauce del río se convirtió en la
antigua línea divisoria que había sido cuatro
siglos atrás: la frontera entre
"la tierra de paz" (zona controlada por los
españoles) y "la tierra de
guerra" (territorios controlados por el Inca y su
gente).
Regresamos a la camioneta y, desviándonos hacia
la derecha, tomamos un camino muy angosto que ascendía la
montaña. Nos alejábamos del valle del Urubamba y
trepábamos el cerro con el objeto de alcanzar el imponente
corredor del valle del río Vilcabamba. Pocos minutos
después, el panorama que tanto había ansiado
conocer se desplegaba majestuoso ante mi mirada. Recuerdo haber
escrito en mi diario personal que
"si el Paraíso existe realmente, me lo imaginaba como
ese sitio".
Árboles de plátanos, eucaliptos, follaje
cerrado, cataratas y riachos frescos que bajaban de la
montaña, caseríos de barro y un camino
intransitado, hacían de aquella ciclópea obra de la
Naturaleza un
lugar indescriptible. Un lugar propicio para esconderse, para
aislarse del mundo y escapar de la
globalización.
Fueron cinco horas de experiencias inolvidables. La
camioneta subía y bajaba forzando la marcha para remontar
las cuestas y corcoveaba cuando el chofer pisaba el freno,
evitando caer al abismo, en aquellas curvas que venían en
descenso. Nos sentíamos libres, con el aire fresco
dándonos en la cara e intentando identificar con Pancho
aquellos lugares que las crónicas españolas del
siglo XVI describían.
Pasamos por Kukipata, Machaniyoq,
Ipal, Andaray y Paltaybamba. En este
último lugar almorzamos en la casa de una sobrina de
nuestro guía y pudimos recorrer un poco el caserío.
En realidad, todas estas localidades más que pueblos son
grupos familiares, uno o dos, que viven de las chacras que le
ganan a la montaña y a la selva. El tiempo parece haberse
detenido en estos sitios y hablar allí de Internet, computación o electricidad es
prácticamente de ciencia-ficción. Por eso, cuando escucho
ese discurso autista sobre la
globalización, el mundo interconectado y el año
2000, me pregunto si estos valles perdidos, con sus miles de
kilómetros cuadrados, sus medios de
subsistencia y la gente que los habita, son realmente el
mundo. ¿Quiénes se acuerdan de ellos?
¿Qué funcionario se ocupa, sinceramente, de sus
necesidades? ¿Qué se hace para mejorar sus niveles
sanitarios y educativos? Muy poco o nada… como en todas
partes.
Continuamos el camino, ascendiendo más y
más con cada curva que tomábamos, dejando
atrás muchas otras localidades: Aqorqona,
Tajamar, Choquellusca (desfiladero famoso por haber
sido testigo de un exitoso ataque emprendido por Manco Inca
contra Gonzalo Pizarro, en 1539), Marayniyoq,
Sigitay, Puramute y la Hoyara.
Sin dejar nunca de perder de vista (varios cientos de
metros por debajo) al río Vilcabamba, pasamos por
Quellomayo, Oyo, Cheqosqa, Yupanca y
Lucma, que es la capital del distrito de la región.
Finalmente, siendo las seis de la tarde, y cuando el sol
prácticamente se ponía detrás de las
montañas, llegamos a Puquiura (3.000
m.s.n.m.), nuestro centro de operaciones
durante los siguientes dos días.
Nos acomodamos en la casa de una familia apellidada
Quintanilla y mientras Pancho iniciaba, cerveza de por medio, las
negociaciones para el contrato de caballos y arrieros, Eugenio
Rosalini, Juan Gasques y yo, salimos a recorrer la calle
principal; que no era otra cosa que la prolongación del
camino por el que habíamos llegado, y que atravesaba a
Puquiura de punta a punta.
En 1865, el arqueólogo y explorador Antonio
Raimondi había hecho noche en ese pueblo y lo
describió como "una aldea miserable". No
podíamos, ahora, concordar con esas apreciaciones. La
"moderna" Puquiura (o Pucyura), humilde pero digna, levantaba sus
modestas casas nuevas con cierto orgullo, junto a la única
calle asfaltada en leguas. Una calle de sólo cinco
cuadras, que unía el destacamento de la P.N.P.
(Policía Nacional del Perú), en un extremo, con el
almacén
de ramos generales, en el otro. A medio camino, y justo frente a
la casa en donde nos alojábamos, se extendía una
plaza rectangular, grande, y con una media docena de chicos
jugando al fútbol. Sobre uno de los costados de la
explanada, se erigía una capilla de color blanco y con
techo de chapas. Estaba en plena remodelación, con
montones de escombros a su lado y completamente
cerrada.
Nos acercamos a ella comprendiendo que estábamos
en otro lugar significativo del camino: esa humilde iglesia
hundía sus cimientos en el mismo sitio en donde los padres
agustinos, García y Ortíz, levantaran en 1568 la
primera (y trágica) doctrina católica de
Vilcabamba, bajo la vigilante autorización de Titu Cusi
Yupanqui. Muy cerca de allí debería alzarse la
legendaria Vitcos, fortaleza incaica asediada por los
españoles en 1537 y escenario del asesinato de Manco Inca
en 1545.
Levantamos la vista intentando buscar indicios de
construcciones incas en las montañas colindantes, pero no
tuvimos suerte. De existir, estaban bien escondidas y protegidas
por la sombra del Apu Wiracochán (la
montaña protectora de Puquiura) y las elevaciones de un
cerro, que los lugareños llaman Rosaspata ("El
Lugar de las Rosas").
Escribió el padre Calancha, en su Crónica
Moralizadora del Perú (1636), que la Provincia de
Vilcabamba (como era conocida entonces) "Es un país
ardiente de los Andes montañosos e incluye partes que son
muy frías, elevados yermos intemperados […]. Una tierra
de comodidades moderadas, de largos ríos y lluvias
corrientes". Allí el padre Fray Marcos García
"abandonó toda precaución y enarboló el
estandarte de la cruz, construyendo una iglesia en Puquiura, a
dos largos días de la ciudad de Vilcabamba.
Y en Puquiura el rey [Inca]mantenía sus
ejércitos".
Pero en julio de 1998 no había en el pueblo
sacerdote, ni reyes o ejércitos incaicos. Puquiura
semejaba una villa fantasma, devorada poco a poco por la
oscuridad de la noche.
La temperatura bajó rápidamente
(¡Cuán lejos parecían estar los 36º C.
de esa mañana en Quillabamba!). A casi 3.000 m.s.n.m. las
condiciones nocturnas eran distintas y debimos concordar con el
Padre Calancha de que estábamos "en un país con
partes que son muy frías".
Para cuando regresamos a la propiedad de
los Quintanilla (familia que hunde sus raíces en la
región desde hace generaciones), Pancho acababa de cerrar
el trato con el anfitrión y dueño de casa. Ya
teníamos a nuestra disposición los dos arrieros y
los seis caballos necesarios para emprender la etapa más
dura de la expedición; ésa que, por supuesto,
todavía no había comenzado.
Hacia las 20:00 horas cenamos unos fideos muy
condimentados y, dado que la excitación era superior al
cansancio, decidimos colocarnos nuestras linternas/vinchas y
salir a recorrer los alrededores del pueblo. No había luna
y la oscuridad era total.
Caminamos rumbo a unos "puquios" (manantiales)
que bajaban de los cerros y permanecimos largos minutos
observándolos. En ellos se bañaba Pancho cuando era
un niño y, varios siglos antes, seguramente los incas
practicaban allí su culto al agua. Proseguimos la caminata
hasta que los haces lumínicos de las linternas iluminaron
el patio de una escuelita, tan cerrada y en penumbras como la
capilla.
Nos sentamos sobre las gradas de cemento de una cancha
de "baloncesto" y
apagamos nuestras luces. Nos costó acostumbrarnos a lo
negro de la noche, pero cuando las pupilas se dilataron lo
suficiente fuimos testigos del cielo más límpido, y
tachonado de constelaciones y estrellas aisladas, que
jamás hubiéramos visto. Un manto estrellado sobre
el que se contorneaban los picos azules de las
montañas.
Y allí, cigarrillos de por medio, nuestro
guía nos sumergió en un mundo de leyendas y
misterio, por el que deambularon "gallos gigantes" y fantasmas.
"En estos pueblos se mantienen muchas tradiciones y
creencias. Ustedes saben, la selva y las montañas
ayudan… Por ejemplo aquí, en Puquiura, se ha hablado
siempre de un Gallo Encantador que hacía asustar en las
noches. Por entonces, cuando todavía no teníamos la
carretera, había un camino peatonal entre Puquiura y
Huancacalle, que uno camina en treinta minutos, y tenemos una
quebrada, muy montañosa y oscura, en la que cada noche,
pasadas las siete o las ocho de la noche, la gente tenía
miedo de pasar por ahí; porque, apenas se aproximaba
algún peatón, salía un gallo. Pero una gallo
inmenso, de por lo menos un metro de altura. Entonces no dejaba
pasar a la gente, que de tanto miedo se ponía nerviosa, se
les encrespaban los cabellos y pasaban tantos escalofríos
que tenían que regresar. El gallo no dejaba pasar, porque
se ponía en el medio del camino. Y aquí, toda la
gente, todo el mundo, comentaba eso. Incluso los mismos peatones,
los mismos jinetes que pasaban a caballo, tenían todo el
temor. El mismo caballo al pasar comenzaba a relinchar y no
quería pasar. Tenía que ponerse fuerte, porque era
tanta la insistencia del jinete que debía pasar a una
velocidad tremenda. Entonces todo el mundo temía pasar
solo… Te estoy contando de hace veinte años
atrás, cuando no había carretera. Pero desde que
vino la carretera, hace ocho años, pasó esa
historia".
"Como todos sabemos, el perro es un fiel
compañero del hombre. Entonces, muchas personas, por
tradición, mantienen tener un perro negro, porque la
tradición dice que el perro negro es servicial al hombre
hasta en la muerte. El
perro blanco, no. Tal es el caso de una persona, que tenía
un animal que es el perro, y, murió. Y al morir, siempre
según las historias, dicen que sale nuestro
espíritu y camina de noche. Entonces, al salir el
espíritu de noche no puede cruzar un riachuelo de agua. Es
decir, los fantasmas, los espíritus, no pueden cruzar el
río de agua. Entonces, ¿qué pasa? Empieza a
dar vueltas el fantasma. En eso venía un hombre, un
peatón, en sentido contrario, y desde muy lejos ve a una
persona que iba para arriba, que iba para abajo; que no
podía cruzar el riachuelo. En ese momento aparece el
perrito negro, desde atrás del fantasma. Y se para un rato
el perrito negro, como si el espíritu conversara con el
perrito (esto está observando el peatón, del
frente). Y de un momento a otro, el fantasma aparece al frente.
Esto quiere decir que el perro negro lo hizo pasar por el lomo al
espíritu. Esta leyenda es general a nivel de todos los
pueblos, y la gente sigue viviendo esas tradiciones. Se comenta
mucho acá en Puquiura. Por eso cuando en todos los
riachuelos se ve un hombre que no puede cruzar un río, es
porque es un fantasma, un espíritu. De ahí que
importe el perro negro, porque es fiel hasta en la muerte. El
perro blanco, por no ensuciarse, no lo ayuda. Todas las familias
tienen un perro negro, hasta ahorita"
Era sumamente atractivo sentir esa sensación de
"risueño temor" al escuchar las historias tradicionales en
plena oscuridad de las montañas. Pero fue una pregunta de
Eugenio Rosalini la que hizo que la conversación derivara
hacia otro tema, tan misterioso y romántico como el
primero.
A continuación transcribo un fragmento la
grabación, que pude captar en esa
oportunidad.
(Pregunta: ¿Hay por acá lugares que no
estén explorados?).
En cuanto a lugares incas, mucha gente no conoce.
Sólo aquellos peatones que caminan buscando animales, ganados
que se han perdido, se chocan con esos lugares incas. Acá
detrás, en el Wiracochán, tenemos caseríos;
dos o tres caseríos. Yo fui cuando tenía diez o
doce años, cuando trabajaba con los animales y los
llevábamos para que pasteen, y nos topamos con
caseríos.
(Pregunta: ¿Y eso está catalogado por
en INC?).
No, no, no… El Instituto Nacional de Cultura no
conoce muchos lugares. Ha venido un arqueólogo sólo
a ver, así nomás. Incluso al encargado de las
ruinas de aquí, algunos arqueólogos le han pedido
fotografías: "Tráeme fotografías", le dicen.
"De Espíritu Pampa, tráeme fotografías".
Pero nunca han ido ha Espíritu Pampa. Puede que hayan ido
uno o dos, pero no muchos más.
(Pregunta: Pero, escuchame, Pancho, esos
caseríos que están aquí arriba, en el
Wiracochán, ¿No se podría ir al INC y
declararlos?).
¡Pero si existen caseríos más
importantes, allá en el Idma Colla [señaló
un cerro que se observaba a la distancia, camino de Lucma] y el
INC no los conoce!…Aquello, fue descubierto hace dos o tres
años y hay un palacio, una casa de dos pisos, en perfectas
condiciones. Solamente le falta el techo. Fue seguramente una
casa del Inca principal, y hay además caseríos,
como tres o cuatro caseríos más…
(Pregunta: ¿Y están sin
catalogar?).
No los conoce el Instituto Nacional de
Cultura.
(Pregunta: Pero, ¿Saben que
existen?).
Han llevado información de acá, algún
profesor de
Lucma. Pero, lo dejan en mesa de entrada y se acabó. Lo
único que conoce el INC es Rosaspata, Ñusta Ispana
y un pequeño comentario de Espíritu Pampa.
Así es no más, y ahí queda
todo.
Cuando esa noche me acosté di vueltas sobre
mí mismo más que de costumbre. Un flujo casi
permanente de adrenalina me mantuvo despierto hasta muy
tarde.
DIA 3
Hacia las siete y media de la mañana, puse mis
notas en la mochila, me calé el sombrero e iniciamos la
marcha a pie. Según Pancho, la exploración de ese
día iba a ser nuestra prueba de fuego, porque nos
esperaban unas doce horas de caminata, por cerros y senderos, a
más de 3.000 m.s.n.m.
Salimos de Puquiura, bordeando el río Vilcabamba
por su margen izquierda, y caminamos por la carretera de tierra
hasta el poblado de Huancacalle (o Wancacalle), a
sólo dos kilómetros de distancia. Allí
compramos unas naranjas y tras registrarnos en las oficinas de la
Policía (según parece para certificar nuestro
ingreso en la región y acelerar la identificación
de personas, en caso de que éstas no regresen), cruzamos
un viejo puente de piedras y troncos, hacia la orilla
opuesta.
A medida que ascendíamos por la ladera de un
cerro, observábamos cómo las montañas
vecinas se delimitaban en parcelas color amarillo, divididas
entre sí por muros de pirca. El color verde del bosque
sólo salpicaba de tanto en tanto el paisaje que nos
rodeaba, como en un cuadro impresionista; anunciándonos
que la presencia del hombre era muy activa en esa zona. En tanto,
Huancacalle se hacía cada vez más pequeña a
nuestros pies.
Después de una hora de forzada marcha, arribamos
a una planicie repleta de rocas desperdigadas. Tomamos agua, nos
comimos las naranjas (de ahí el nombre "Los Naranjales",
con que bautizamos el sitio) y, rodeando un gran corral hecho de
piedras, retomamos un sendero que parecía bajar
hacía el otro lado del cerro. Enfrente de nosotros, la
inmensidad de una pared montañosa, totalmente cubierta de
árboles
y plantas, nos
creaba una falsa perspectiva, dando la impresión de que el
camino se terminaba decenas de metros por delante
nuestro.
Seguimos caminando. El sendero descendía de
manera no muy pronunciada; y de pronto, sin ningún aviso,
vimos desplegarse debajo de nuestras botas un llano amarillento y
pelado, de no más de 600 metros de largo por 200 de ancho.
Había restos de construcciones antiguas por todos lados.
Bloques de granito perfectamente cortados y pulidos; "asientos"
líticos; muros a medio enterrar en el piso y una
gigantesca roca de color blanco, tallada con la maestría
que sólo los incas pudieron haber desarrollado.
Habíamos llegado a Yuracrumi (o Yuraqrumi), la gran
"Piedra Blanca".
Saqué el cuaderno de notas que traía y
leí en voz alta el testimonio del Padre Calancha, escrito
a principios del siglo XVII. Fue una especie de "ritual" que
siempre había querido practicar.
"Junto a Vitcos, en un pueblo que se dice Chuquipalpa
estava una casa del sol, i en ella una piedra blanca encima de un
manantial de agua, donde el demonio se aparecía visible i
era adorado de aquellos idólatras siendo el principal
mochadero de aquellas montañas […]. En esta piedra
blanca de aquella casa del sol, llamada Yuracrumi, asistía
un demonio capitán de una legión; éste y su
caterva mostraba grandes cariños a los indios
idólatras; grandes asombros a los católicos y daba
a los bautizados que no le mochaban espantosas crueldades, i
muchos morían de los espantos horribles que les
mostrava".
Más allá de las connotaciones
ideológicas y de los juicios de valor de la
crónica, todo lo dicho por Calancha era cierto. Ahí
estaba la piedra blanca y el manantial de agua, por
más que éste ya estuviera seco y sin las funciones
ceremoniales de entonces ; y también rondábamos muy
cerca de las ruinas Vitcos.
Si el documento estaba en lo correcto (como lo creen
casi todos los historiadores), estábamos caminando por uno
de los sitios más sagrados de la cordillera de Vilcabamba,
por el adoratorio y oráculo más significativo de la
época post-española. En él no sólo se
practicaron ritos relacionados con el agua, sino
que allí descansaron las momias de los incas que Manco
pudo rescatar del Cusco. También en este lugar se
adoró a Punchao, el Sol Resplandeciente, que
parece haber sido la modalidad colonial de la divinidad inca. Si
algo había suplantado al Coricancha (Templo del Sol) del
Cusco, el Yuracrumi era un buen candidato al respecto.
En 1911, Hiram Bingham había llegado a este
lugar, identificándolo como el gran adoratorio de los
incas rebeldes y convirtiéndolo en un mojón muy
importante para la correcta ubicación de la fortaleza de
Vitcos que, como se señalan en las crónicas, estaba
cercana a la gran piedra blanca.
El sitio es conocido con diferentes nominaciones:
Yuracrumi, Choquepalta (Chuquipalpa, para el padre Calancha) y
Ñusta Ispana. Este último nombre, según
indica Edmundo Guillén, es de inventiva popular y deviene
de las palabras quechuas Ñusta, "princesa", e
Ispana, "orinal". Recuerdo que Pancho nos ilustró
mejor al respecto: "Si usted se para arriba de la gran piedra
podrá ver claramente un asiento tallado en la misma y
justo debajo de él una rajadura, a modo de angosto canal,
que desciende siguiendo la inclinación del monumento.
Siempre me han dicho que en ese pequeño trono el Inca
sentaba a sus ñustas, o vírgenes del sol,
obligándolas a que orinaran. Si su castidad se
mantenía intacta, la orina se deslizaba perfectamente por
la rajadura. En caso de haber perdido su virtud, su pecaminosa
violación a las reglas quedaba de manifiesto al orinar
fuera del canal. Entonces, era sacrificada".
Estábamos sorprendidos ante la magnificencia de
semejante pieza lítica: 22 metros de largo por 8 metros de
alto. Una masa imponente que denotaba la trascendencia que la
piedra tenía dentro de la cosmovisión andina. Ante
ella (como ante cualquier otro resto pétreo del pasado)
uno se siente insignificante, finito, vulnerable. Porque la
piedra es, justamente, lo que el hombre no
es: incorruptible. Resiste el tiempo, y "su realidad
está equiparada con lo perenne".
En 1569, ese "Templo del Sol" había sido
"destruido" por los frailes agustinos. Por lo que
veíamos, muy mal habían practicado su
extirpación de idolatrías. De hecho, uno de
ellos había sido expulsado de Vilcabamba, el otro
asesinado y la gran piedra blanca se mantenía en pie,
más de cuatrocientos años
después.
Recorrimos el yacimiento durante un par de horas,
fotografiando y dibujando sus diversos sectores; siguiendo las
líneas de los cimientos y tratando de imaginar las
construcciones que antes complementaban el adoratorio. Detectamos
los restos de una media docena de habitaciones alrededor de la
piedra ceremonial y al menos dos pequeños muros rodeando
toda el área. A pesar de todo, no nos fue posible
imaginarnos cómo lucía el sitio en épocas de
los Incas.
Hacia el mediodía, la figura menuda de un hombre
se recortó en el cielo, justamente por el camino que
habíamos usado para ingresar a la planicie. Terminó
siendo don Genaro Quispikusi, encargado del cuidado y mantenimiento
de las ruinas y representante del INC en la región de
Vilcabamba.
Don Genaro es con seguridad el
personaje que mejor conoce toda la zona. Ha sido guía y
confidente de muchísimas expediciones anteriores y
colaborador de grandes arqueólogos. Debía tener
unos sesenta años de edad, pero su caminar y ritmo era de
un hombre de veinte. Hacía años que habitaba en
Huancacalle y a poco de conversar con él advertimos que
sus conocimientos se debían a la práctica, al andar
por esos montes y selvas, machete en mano.
Nos recibió con amabilidad y al rato
estábamos enfrascados en una interesante
conversación que nos conduciría a vivir uno de los
momentos más emocionantes de toda la
expedición.
En este lugar (Yuracrumi), tenemos un claro ejemplo
de los trabajos incas que todavía no se han podido
descifrar. Están en estudio, y quizás en unos cinco
o más años, o tal vez nunca, se podrá
descubrir la verdad de todo esto.
(Pregunta: ¿Qué funciones tuvo
Yuracrumi?).
Este fue un centro de santuario (sic) y, según
algunos arqueólogos, un observatorio astronómico
para poder medir y fijar las épocas de siembra y de
cosecha, pero son meras interpretaciones…
(Pregunta: Tenemos referencias de que usted fue el
guía de la Expedición española Betanzos
‘97 el año pasado, y que descubrieron dos de las
ciudades perdidas que aparecen nombradas en varias
crónicas del siglo XVI, Pampaconas y Rangalla,
¿Podría usted contarnos la experiencia, por
favor?).
¡Pero esas no eran ciudades nuevas! Pampaconas
estaba descubierta desde hace mucho tiempo. En ese mismo lugar
hay una posta médica y un centro educativo desde hace
cuarenta o cincuenta años. Además hay gente que ha
vivido en el sitio los comuneros. Ese equipo (el español)
encontró una terraza y dijo después que nunca
había sido descubierta, pero mintieron. ¡Lo han
conmovido al mundo diciendo de que habían encontrado una
ciudadela y es mentira! Además, tengo entendido que no
presentaron ningún informe. Cuando
yo llegué al INC, fui tomado por varios periodistas que me
dieron a conocer y cuando se me acercaron yo les dije: "La verdad
es que no ha habido ningún descubrimiento". ¡Son
unos intrépidos!
(Pregunta: ¿Pero cómo es posible?
¿Armaron todo un "circo" de la nada?).
Sí, señor. Cuando salimos de
aquí fuimos a Ututo, y desde allí subimos a
Pampaconas. En Pampaconas hemos estado todo el día y les
dije que no siguieran subiendo porque estaba por caer un temporal
y al cabo comenzaron a caer relámpagos. Y como ese sitio
está a 4.000 m.s.n.m. comenzó a enfriarse la
atmósfera,
se largó a llover y la neblina tapó todo. Y se
perdieron. Empecé a llamar y llamar, "¡Doctor
Santiago, doctor Santiago!", y nada. Sucede que en vez de bajar,
se habían ido hacia el camino que va para Ayacucho.
¡Para otro lado!, ¡Totalmente perdidos!…Casualmente
me encontré con un peatón que venía de Villa
Virgen y le pregunté por los cuatro caballeros. Me dijo
que estaban allá arriba. Cuando me reuní con ellos
me dijeron que habían encontrado una ciudadela. ¡Y
eran piedras naturales lo que habían
tomado!
Yo llegué desesperado, porque eran la una de
la tarde. Llego todo mojado, chorreando agua, y le digo: "Doctor,
¿qué pasa? No vamos a alcanzar a los arrieros.
Ellos siguieron y tenemos que apurarnos". Y él me dice:
"Encontramos cosas maravillosas, que nunca se han visto". Cuando
las vi le contesté: "¡Doctor, son piedras naturales,
rocas!". Y eso no es todo: cuando nos veníamos, llegamos a
una casa abandonada, la casa de Cabrera, un morador que la
había dejado ahí (un galpón), ¡y
también la descubrieron! ¿Pero en qué cabeza
entra?…
Llegamos a Ututo a las cinco de la tarde. Los
arrieros se habían ido, y como teníamos que caminar
unos 20 Km. para alcanzarlos se nos iba a hacer de noche.
Felizmente le había dicho al arriero que si veía
que se nos hacía tarde, se detuvieran en el río
Zapatero y no avanzaran muy rápido. ¡Menos mal! Pero
la noche nos sorprendió igual al comienzo de la selva y
¡llevaban una sola linterna! Cuando se quemó la
lámpara seguimos a tientas. Desesperados, por la noche,
tuvimos que caminar hasta que llegamos, a la una de la
mañana, donde estaban los arrieros. ¡Esta es la
famosa expedición Betanzos! Nada estaba organizado,
¡ni linternas! ¡Es una vergüenza que un
profesional diga "hemos descubierto", cuando no lo
hicieron!
(Pregunta: ¿Ésta ha sido la
última expedición, o ha habido otra
anterior?).
No, fue la última. Anterior así, no, no
han venido. Lo que sí les digo es que eso que han dicho,
que han encontrado una ciudadela en el corazón de
la selva es una mentira.
Salimos de la planicie en donde se levantaba Yuracrumi y
descendimos a un valle de reducidas dimensiones. Se lo
conocía con el nombre de Viracochapampa y pudimos
observar los muros de varias terrazas agrícolas,
construidas por los incas, pero aún en uso. Un
sinnúmero de piedras talladas se veían
desperdigadas por la zona y Don Genaro nos explicó sus
posibles significados. No eran demasiado impresionantes, por lo
que decidimos no perder más tiempo y dirigirnos hacia
Vitcos, antes que se nos hiciera demasiado tarde… como a los
españoles.
No recuerdo bien en qué momento fue, pero lo
cierto es que cuando menos lo esperamos nos encontrábamos
escalando la ladera de un cerro cubierto de árboles y
ramas. Seguíamos una senda estrecha que daba directamente
al vacío. De no haber sido por la espesa vegetación que nos impedía ver el
fondo, la sensación de vértigo nos habría
impedido avanzar.
Don Genaro se habría camino con su machete,
delante de mí. Teníamos las camisas y las mochilas
cubiertas de ramas y espinas, y estábamos un tanto
fatigados. La excitación nos impulsaba hacia delante.
Seguramente intuíamos algo.
Entonces, don Quispikusi nos comentó que
recorríamos un sendero recientemente descubierto, y que
ningún "gringo" había pasado por él.
Que la ruta tradicional a Vitcos estaba varios cientos de metros
por encima nuestro y que por la zona existían edificios
sin catalogar; verdaderos edificios sin
catalogar.
Sentí una fuerte taquicardia, no sabía
si era producto de la altura y el esfuerzo, o de la
emoción.
Hacia las dos o tres de la tarde, una forma
sombría y totalmente cubierta de ramas, árboles y
lianas, apareció sobre nuestra izquierda. Nos costó
identificar en un primer momento qué cosa era. Pero cuando
nos aproximamos a ella, contemplamos atónitos una prolija
superposición de piedras de regular tamaño. Era un
muro.
Don Genaro empezó a machetazo limpio contra las
enredaderas que aprisionaban la pared. No se veía turbado
ni demasiado sorprendido; en cambio,
nosotros, no lo podíamos creer. Ayudamos torpemente con
nuestros bastones a correr las ramas más gruesa y al cabo
de unos minutos, que no conté, pudimos distinguir una
abertura en el muro. Cuando nos colamos por ella, entramos en un
recinto casi cuadrado (19 metros de largo por 20 metros de ancho)
y dividido en dos sectores o habitaciones. Carecía de
techo (derrumbado, seguramente hacía siglos) y llegamos a
contar cuatro portadas trapezoidales y varias hornacinas,
incrustadas en la pared misma del edificio. Todo el interior
estaba cubierto de follaje.
Le preguntamos a Quispikusi qué lugar era ese y
nos contestó que no estaba seguro, pero que
si la memoria no
le fallaba, seguramente estábamos en lo que los antiguos
vilcabambinos llamaban el Quipuhuasi, o "Casa de
los Quipus", un sitio en donde los incas enseñaban el
arte de hacer
e interpretar los cordones anudados (quipus), que utilizaban para
contabilizar ganado y objetos.
Era un lugar no catalogado, y por más que su
"descubrimiento" no agregara ni quitara nada a la historia de los
Incas, nos sentimos tan felices y reconfortados como debió
haberse sentido Bingham al encontrar Machu Picchu.
Se hacía tarde y la sombra del Wiracochán
crecía conforme pasaban los minutos. Teníamos una
hora más de caminata hasta Vitcos y como no
estábamos autorizados, ni capacitados, para practicar
ninguna excavación (a menos que uno desee convertirse en
huaquero), decidimos dejar "nuestro templo";
comprometiéndonos, eso sí, a declararlo al INC una
vez terminada la expedición.
Continuamos subiendo durante media hora más por
esa enmarañada y angosta senda, semicubierta de hojas,
hasta llegar al pico del cerro (de unos 300 metros de altura).
Allí entroncamos con el camino principal, que previamente
se conocía, y vimos que, en la cima de la montaña
que teníamos enfrente, se elevaban construcciones
regulares de piedra. Sólo distinguíamos sus
contornos, en una zona completamente deforestada. Encaminamos
nuestros pasos por el sendero de tierra que unía ambos
picos y, recibidos por un sorpresivo chaparrón, arribamos
a Vitcos.
Numerosos cronistas mencionan la existencia de una
fortaleza llamada Vitcos (Pitcos, o Viticos), cercana a un
adoratorio prehispánico y muy próxima al pueblo de
Puquiura. Según Baltazar Ocampo Conejeros, un aventurero
español que vivió en la zona durante el siglo
XVI,
"La fortaleza de Pitcos está en una alta
montaña cuya vista domina gran parte de la provincia de
Vilcabamba".
¡No pudo haber hecho mejor descripción!
Efectivamente, desde los restos de edificios y plazas en
los que estábamos, podíamos apreciar todo el valle
del río Vilcabamba, en dirección al puente de Choquechaka. Una
vista estratégica de primer orden que nos llevó a
recordar (y leer) otro testimonio español, esta vez dejado
por Fray Marcos García:
"[…]La fortaleza principal estaba en una elevada
eminencia, rodeada de ásperos peñascos y selvas,
muy peligrosos para ascender y casi inexpugnable".
Cuando nos asomamos al vacío, buscando el cauce
del río que corría al pie del cerro, observamos el
caserío de Puquiura, cientos de metros por debajo
nuestro.
Todo coincidía a la perfección y no pude
entender por qué algunos investigadores se resisten
todavía a identificar este complejo arqueológico
con la Vitcos de los escritos españoles. Según he
leído (y escuchado de informantes serios), muchos siguen
creyendo que la "verdadera Vitcos" permanece perdida en la selva,
en algún otro lugar. Pero las descripciones de la
época colonial, y la factura de las construcciones que
teníamos delante de nosotros, evidenciaban que ese
había sido "un sitio principal" y que era muy
probable que fuera el lugar elegido por Manco Inca para iniciar
su resistencia.
Hoy conocidas como Rosaspata ("El Lugar de las Rosas"),
las ruinas de Vitcos están compuestas por construcciones
varias, restos de una muralla (que dan hacia el
Wiracochán) y bellos canales. Posee una gran plaza central
y los remanentes de suntuosos edificios, de los que sólo
quedan algunas pulidas puertas de doble jamba, hechas de granito
(signo inequívoco de que allí había residido
un dignatario de alto rango).
Los planos hechos por Vicent Lee, hace diez años,
nos facilitaron la identificación de los diferentes
sectores.
Vitcos fue durante mucho tiempo una leyenda, hasta que
Hiram Bingham la descubrió en 1911. En ella se
protagonizaron muchos de los acontecimientos más
importantes y trágicos de la historia de los Incas de
Vilcabamba. Allí buscaron asilo los soldados almagristas
que más tarde asesinaran a Manco Inca en la Plaza Central;
allí se alojó Diego Rodríguez de Figueroa
(1565), en su camino hacia Pampaconas; por allí predicaron
los frailes agustinos y también, más tarde, se
libraron encarnizadas batallas.
Vitcos era el primer candado que se debía abrir
para poder llegar, después de tres largos días de
viaje, a los límites de
la protegida y secreta capital del exilio: Vilcabamba "La
Vieja".
Agotados, decidimos terminar con el reconocimiento del
área. Nos despedimos de don Genaro Quispikusi y
después de cuarenta y cinco minutos de descenso, bajo una
fina lluvia intermitente, llegamos a Puquiura.
Pancho organizó la cena: un conejo al horno con
papas y rocoto. Celebramos con vino fino (cuya botella
salió, como por arte de magia, de una de las mochilas) y
para las nueve de la noche estábamos los cuatro
dormidos.
DIA 4
Cuando nos levantamos, los cuatro caballos ya estaban
ensillados. Pancho había dispuesto todo porque consideraba
necesario que nos familiarizáramos previamente con los
animales ya que, al día siguiente, nos esperaban unas
cuantas horas de viaje sobre ellos.
Por mi parte, hacía más de doce
años que no montaba y ninguno de mis compañeros era
ducho en el arte de la equitación. Pero, guiados por los
consejos del señor Quintanilla (propietario de las
bestias), pudimos rememorar las lecciones aprendidas en la
infancia y,
media hora después de ocupar las monturas, ya nos
animábamos a arriesgar trotes y galopes, por el camino que
nos llevaba a Lucma.
Entre bromas y carcajadas, bautizamos a nuestros
caballos con los nombres de "Stanley", "Livingstone" y "Fawcett",
en memoria de los
tres grandes exploradores ingleses, cuyas historias nos
habían hecho pasar momentos de maravillada
admiración, durante la adolescencia.
Eran animales muy sufridos. Habían sido criados y
adaptados para andar por la montaña y muy lejos estaban de
parecer los "pura sangre" de los
hipódromos. Eran más bien bajos, y por más
que no tenían genes extraños en su ADN, de lejos,
semejaban mulas. Les tomamos cariño rápidamente y
conforme aumentaba nuestra confianza en ellos, pudimos hasta
sacar buenas fotografías sin necesidad de apearnos. Blanco
("Stanley"), marrón ("Fawcett"") y negro ("Livingstone")
eran sus colores.
Estábamos volviendo sobre nuestros pasos, es
decir, en camino al puente de Choquechaka, pero nuestra
intención no era llegar tan lejos. Queríamos
alcanzar el vecino poblado de Lucma por dos motivos
fundamentales: el primero, porque era nombrado por las
crónicas españolas y era nuestra obligación
conocerlo, ya que había sido parte de la ruta seguida por
incas durante la huida en el siglo XVI; y el segundo, porque en
dicha localidad (capital del Distrito de Vilcabamba) vivía
un profesor que conocía bastante sobre leyendas e
historias locales.
Nos estaban esperando.
Recorrimos el pequeño poblado y, por ser domingo,
fuimos invitados a escuchar un acto litúrgico en la vieja
iglesia de la localidad. Recuerdo que no había sacerdote.
Sólo una niña entonaba una melodiosa
canción, alentando a una docena de personas a imitarla. En
el altar de madera, semidestruído, la vigilante mirada del
"Niño de Lucma" (adorada imagen del valle)
veía que nadie desentonara; y un cartel de papel
madera apuntaba a la concurrencia la letra del tema, que
hacía referencia a Don Bosco. Estábamos en
territorio salesiano.
Cuando la ceremonia terminó, nuestras poco
convencionales estampas (sombreros, filmadoras, máquinas
de fotos) llamaron
la atención de dos muchachos jóvenes, que tampoco
concordaban físicamente con el resto de los fieles. Se
acercaron a nosotros y se presentaron. Eran italianos, "laicos
consagrados" enviados por la orden de los salesianos a las selvas
y montañas del Perú para ayudar y evangelizar a la
gente. Nos invitaron a tomar café en un amplio chalet, que
también desentonaba con el contexto de casas de barro que
lo rodeaban. Era un diminuto mojón de Europa en medio
de la cordillera vilcabambina. La tarea iniciada en 1568 por los
padres agustinos, García y Ortíz,
continuaba.
El peso e influencia de la orden de Don Bosco en la zona
es muy fuerte. "Los italianos", como se los conoce en
todas partes, han podido levantar un importante bastión en
Lucma, ayudando a la educación de
muchos niños
que, gracias a ellos, podrán tener un oficio con que
ganarse la vida en el futuro.
Debo confesar que no soy muy afecto a ese tipo de
"paternalismo religioso", pero creo que en este caso
particular, en el que la ayuda del gobierno es
inexistente y nula, el trabajo de
esta gente es un acto de encomiable solidaridad.
Aunque, de todos modos, nunca dejé de percibir cierto
tufillo de "superioridad europea" en el discurso de
esos voluntarios.
A media mañana nos reunimos con Samuel, profesor
y director de la única escuelita de Lucma y coordinador de
un proyecto que pretende rescatar las tradiciones orales de la
zona. Sus generosos comentarios nos reconfirmaron que en el cerro
Idma Colla existían "caseríos Incas" y que la gente
se niega ir hasta el lugar por temor a los "espíritus
protectores". También nos hizo saber sus necesidades, que
son muchas, y el ciclópeo esfuerzo que hace, junto con sus
colegas, para mantener en pie esa escuela de
frontera, que es su orgullo. Hablamos de la supuesta competencia con
los salesianos y del absoluto olvido del gobierno nacional,
respecto de la educación oficial en
esa región. Como puede verse, "en todas partes se
cuecen habas".
Nos despedimos de Samuel y montamos hasta la siguiente
localidad, Yupanca, donde almorzamos un churrasco e hicimos
descansar a los caballos.
No había mucho para ver. Yupanca es un simple
caserío de casas de adobe y buena cerveza. Para las dos de
la tarde ya estábamos de regreso hacia Puquiura,
disfrutando de un paisaje maravilloso.
Teníamos el resto del día libre y
decidimos ir a relajarnos un poco a orillas del río
Vilcabamba. Fue una tarde inolvidable. Escribimos, dibujamos y
pudimos darnos el primer baño (muy frío),
después de casi cinco días. Nos sentíamos
como nuevos y con un cúmulo de experiencias que
enriquecían nuestros intereses comunes. Ahora se
venía la etapa más dura de la expedición,
podría decirse, la expedición propiamente dicha.
Pero decidimos no adelantarnos a los hechos y sacar provecho de
esos instantes que vivíamos, a los pies del cerro
Rosaspata. Cuando cayó el sol y nos refugiamos en la casa
de don Quintanilla, una muy rica sopa de vitina con papas fritas
fue nuestra única cena. Era la última noche que
pasábamos en Puquiura.
Amanecimos con la casa rodeada de caballos. A los cuatro
que habíamos utilizado el día anterior, se le
habían sumado otros ocho, que empezaban a ser cargados con
las provisiones y el equipo. Era un espectáculo digno de
admirar. Toda mi vida había esperado por un momento
así y finalmente había llegado.
Pancho nos presentó a los dos arrieros que iban a
venir con nosotros. Uno de ellos, primo de nuestro guía,
era Jorge "Coco" Quintanilla Pérez, un muchacho de unos
treinta años, sumamente colaborador y siempre preocupado
de sus animales. El segundo, Renato Pampañaupa Paniagua,
de edad incierta, era una mestizo con fuertes rasgos quechuas,
siempre ensimismado, callado y, hasta podría decir,
sumiso. El grupo ya estaba completo, sólo restaba ponerme
en marcha; cosa que hicimos, a las 7; 30 horas, rumbo el abra de
Qollpaqasa, a más de 4.000 m.s.n.m.
Una vez más empezamos a subir. Dejábamos
para siempre los centros poblados del valle, y tras rebasar la
aldea de Huancacalle, tomamos por un camino de herradura desde el
que era posible admirar los nevados de Colpa y decenas de
montañas que nos eran desconocidas. El paisaje se fue
tornando seco a medida que avanzábamos y para las diez de
la mañana transitábamos por plena puna.
Al ir montado sobre un animal, uno está, de
alguna manera, librado al azar del terreno y a la experiencia de
la bestia. Se puede percibir cómo cambia el entorno, no
sólo por medio de la mirada, sino en carne propia, en el
rostro, que sufre con el aire que se enfría y en los
músculos de las piernas, que se afirman a los lados del
animal cuando el camino sube o baja. Es una experiencia física que, en caso
de prolongarse mucho, puede transformarse en tortura.
Mi caballo, "Stanley", era fiel a las órdenes,
pero el esfuerzo de escalar esos cerros tan altos hizo que en
más de una oportunidad se detuviera y yo empezara una
ridícula danza de
saltitos sobre su lomo, con el objeto de motivarlo a seguir la
marcha. Eugenio y Juan veían muy graciosas mis habilidades
ecuestres, hasta que en cierta parte del trayecto "Stanley" me
desobedeció y se metió en una ciénaga. Tuve
que levantar las piernas para no empapármelas, y por un
instante creía que me iba a caer. Sentí los gritos
de don Quintanilla, que me decía que le soltara las
riendas y noté un cierto dejo de preocupación en su
tono. Nunca supe si era por mi seguridad o por la del
caballo.
Salvado ese inconveniente, la caravana arribó al
último centro poblado del camino: San Francisco de la
Victoria de Vilcabamba, más conocido como Vilcabamba
"La Nueva".
El pueblo colonial de San Francisco es una aldea pobre,
de adobe y paja; con una antigua iglesia (de idénticos
materiales)
que se yergue sobre una lomada, señoreando el valle que
conduce al abra. Una calle de tierra, poblada de cerdos; una
nueva residencia salesiana y un aire frío, que nos calaba
los huesos, fueron
los únicos atractivos del lugar; en el que permanecimos
más de lo previsto por habérsenos escapado unos
caballos, que don Quintanilla recuperó al cabo de una
hora, o más.
Según teníamos entendido el pueblo
había sido fundado en 1572, tras la derrota de los incas;
pero como la ubicación exacta del mismo no está del
todo clara (ya que muchos sostienen que se levantó en el
valle del río Vilcabamba, cerca de la actual Hoyara), no
podíamos afirmar taxativamente que ese conjunto de chozas
hubiera sido la histórica ciudad de la victoria
peninsular.
Después de abandonar el humilde villorrio
proseguimos nuestro ascenso y para el mediodía llegamos al
Abra de Qollpaqasa.
Almorzamos. Entonces, don Quintanilla tomó los
seis caballos que habíamos montado y pegó la vuelta
para Puquiura. Nos quedaba otra media docena de animales, pero
completamente cargados con el equipo y las provisiones. De
ahí en adelante no nos restaba más que caminar por
la senda que nos conduciría de la puna a la selva
tropical.
Coco y Renato se adelantaron con los animales. Nosotros
nos cargamos las mochilas y bien abrigados empezamos el descenso,
alejándonos de la civilización.
El Abra de Qollpaqasa es un nudo montañoso, a
4.000 m.s.n.m., que hace las veces de divisoria de aguas entre
dos ríos. Dejamos atrás la cuenca del Vilcabamba y,
encolumnados, bajamos en busca del cauce del Pampaconas. De tanto
en tanto, oteábamos el paisaje divisando la larga cadena
de cerros que se perdían en el horizonte. Allá, en
el fondo, las ruinas de la última capital de Manco nos
esperaban. Pero teníamos todavía tres largos
días de caminata por delante.
Pequeños pero torrentosos arroyos corrían
desde de los glaciares, y por puentes de palos y tierra
debíamos cruzarlos, balanceándonos como si
camináramos sobre un colchón de agua. Delante
nuestro, una planicie seca y amarillenta se extendía,
permitiéndoles a las fuertes ráfagas de viento
sacudirnos los sombreros y hacernos sentir que estábamos
lejos de la selva tropical, a la que nos
dirigíamos.
¡Qué contrastes maravillosos! En menos de
veinticuatro horas era posible experimentar casi todos los pisos
ecológicos; ésos que en nuestro país nos
llevarían semanas conocer. La altura, y sus
archipiélagos verticales, condicionan la vida y la
naturaleza en todo el Perú.
En momentos como esos, las lecturas hechas se arraciman
en la mente. Uno admira el panorama traduciéndolo a partir
de los textos devorados cómodamente en el sillón
del escritorio; sintiéndose parte de una aventura cien
veces leída, pero nunca sufrida. Nos internábamos
en una región poco o nada transitada y sabíamos
que, de suceder algo malo, a partir de ese momento
estaríamos encomendados a las suerte y a la pericia de
nuestro guía.
Tras pasar por un lugar conocido como Mollepunko,
retomamos las huellas de un antiguo camino incaico, hecho de
piedras, y nos abrimos paso al valle del río Pampaconas.
Era una escalinata irregular que descendía contorneando la
montaña; y ya para entonces, podíamos advertir que
el paisaje empezaba a tornarse verde/sepia. Seguimos la senda
hasta la quebrada de Maukachaka, en donde encontramos una
solitaria choza de piedras. Era el hogar de un tal Gregorio
Díaz y su familia. Allí descansamos unos minutos y
advertí, entre preocupado y dolorido, que tenía la
palma de mi mano derecha en carne viva.
El peso de mi cuerpo y el roce de la piel, sobre el
mango del bastón que portaba, habían desgastado la
epidermis, produciéndome una ampolla molesta y
lacerante. "Es la primera herida de guerra", bromeó
Eugenio, al tiempo que disfrutaba de un reconfortante café
caliente, gentileza del lugareño.
No podíamos detenernos mucho más tiempo.
Ya era la media tarde y teníamos un par de
kilómetros por recorrer. Nos despedimos, agradecidos, de
esos ermitaños andinos y proseguimos el camino. Un par de
horas después la puna había desaparecido y
majestuosos cerros, cubiertos de vegetación, enmarcaban la
trocha por la que andábamos. El bosque templado anunciaba
sus dominios.
Llegamos a la explanada de Ututo (o
Hututo), justo a orillas del Pampaconas, casi a las seis de la
tarde. El sol se escondía por detrás de los cerros
y, abandonado el ajetreante deambular, empezamos a sentir
frío. Pancho, junto a Coco y Renato, armaron el
campamento, tras liberar a los caballos de su peso; y para las
ocho de la noche, en una marmita caliente, se preparaba nuestra
cena.
Me desinfecté la herida de la mano y
comprobé que mi pie derecho también había
sufrido las consecuencias del andar: otra pulposa ampolla de agua
adornaba el espacio que iba del dedo gordo al dedo medio. Era el
"bautismo de fuego" a unas extremidades que habían
pasado treinta y cinco años de vida sedentaria.
En Ututo, según consta en la Razón
enviada al virrey Toledo, el 16 de junio de 1572, el
ejército español descansó, antes de lanzarse
contra la ciudad de Vilcabamba. Posiblemente, Loyolas o Arbieto
habían dormido en el mismo lugar en el que yo estaba en
ese momento: una explanada abierta y fría que,
contrariando todo pronóstico (estábamos en la
época seca del año), se cubría de pesados
nubarrones, amenazando llover. Las dos únicas carpas que
teníamos se levantaban insignificantes ante la naturaleza,
y me vino a la mente un viejo dicho que dice:
"respétala, porque ella nunca te respetará a
ti".
Al cabo de unos minutos, un manto denso de niebla
tapó todo el campamento. Los haces de luz de nuestras
linternas se veían compactos, casi sólidos, en su
intento por horadar las penumbras. Inclusive nuestras propias
sombras se reflejaban, fantasmagóricas, en la inquietante
presencia gaseosa, que nos impedía ver el
paisaje.
Cenamos, y aunque todos estábamos cansados,
permanecimos despiertos hasta la medianoche, relatando
anécdotas, contando chistes y
esperando que las manecillas del reloj anunciaran el nuevo
día. Había un motivo para todo ello:
queríamos recibir al 28 de julio (aniversario de la
Independencia del Perú) como es costumbre por aquella
latitudes: festejando con brebajes espirituosos.
Cuando me metí en la carpa, el ron, la
caña y la ¡champagna! que había tomado
aceleraron mi entrega a los brazos de Morfeo, casi
instantáneamente.
Los arrieros y el guía, por decisión
propia, insistieron en dormir a la intemperie… y en seguir
festejando.
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