Rentas nominales iguales pueden ser
sustancialmente desiguales por lo que se refiere al diverso
papel que en su determinación han tenido los elementos
de azar e incertidumbre; entonces la igualdad
formal de la alícuotas es una desigualdad sustancial y
desaparece el requisito del impuesto
general de no actuar respecto a la conveniencia de los
distintos empleos de la renta. Se puede demostrar, finalmente,
que no es posible, en la práctica por lo menos, eliminar
este obstáculo para formular un impuesto que sea
verdaderamente general, ya que no existen criterios
satisfactorios para reducir a magnitudes homogéneas
rentas de diversa naturaleza y
diferentes características. El concepto de
impuesto general solamente puede conservar un valor de
primera aproximación; cuando se discute sobre los
impuestos
tal y como son en realidad, no se puede suponer que dejen
realmente inalterada la conveniencia de los diversos
empleos.
e) La teoría tradicional no tiene en cuenta la
revisión de la teoría de los precios,
todavía en vigor. Las hipótesis de la teoría tradicional
son la libre concurrencia y el monopolio,
definidos de modo que en la concurrencia el comportamiento del empresario
está rígidamente vinculado a la necesidad de
aceptar los datos del
mercado, por
la imposibilidad de una acción dirigida a cambiarlos; y que en el
monopolio el comportamiento está determinado por la
necesidad de alcanzar el punto de Cournot, donde la renta neta
es máxima. Ya en estas hipótesis tan
estrictamente definidas, el artificio metodológico de
considerar automáticas las reacciones del empresario a
los datos del mercado puede dejarnos perplejos; por ejemplo, en
el caso del monopolio tal artificio requiere que se atribuya al
monopolista el único fin de maximizar el beneficio
monetario inmediato.
Basta suponer que el monopolista deba escoger entre
diversas cuantías y distribuciones del beneficio en el
tiempo y
diversas probabilidades de tales cuantías y
distribuciones (es decir, suponer que el monopolista no tenga
que resolver el problema de una situación
instantánea, sino, más realmente, el problema de
un intervalo de tiempo discretamente largo), para que las
reacciones del monopolista a los datos del mercado (y a las
previsiones sobre los mismos), no puedan determinarse de forma
precisa.
Pero aun concedido que en las dos hipótesis de
concurrencia y de monopolio perfectos se pueda suponer que el
comportamiento del empresario está determinado
rigurosamente, tal supuesto está rechazado radicalmente
en las hipótesis mixtas de elementos de concurrencia y
de monopolio, que, como está actualmente reconocido,
representan la mayor parte de las realidades del mercado en
nuestro tiempos. En estas hipótesis no es posible
considerar en unos pocos sistemas
simplificados los supuestos sobre el comportamiento de los
sujetos económicos.
Gran parte de éstos no están ya en
condiciones de tener que seguir de forma determinada los datos
del mercado, sino que pueden actuar conscientemente para
modificar tales datos. Si se tiene en cuenta tal
posición activa (y si, como es lo corriente, se desecha
como poco realista, sobre todo en el caso de las grandes
sociedades
por acciones, el
supuesto de que los empresarios tienden exclusivamente a
maximizar sus beneficios monetarios, así como una serie
de otros supuesto que supondrían la coincidencia entre
propiedad de
la empresa y
poderes de decisión) nos encontrarnos frente a una gran
variabilidad de acciones y reacciones de los sujetos aislados
frente a situaciones dadas y a la forma en que tales
situaciones se van modificando.
Las tentativas hasta aquí realizadas para
llegar a resultados determinados, no obstante tal
proliferación, son insatisfactorias, porque se limitan a
definir las configuraciones de mercado <<que proceden
solamente de dos o tres, entre todas las infinitas
combinaciones de los posibles comportamientos. Se deduce de
ello que no ofrecen una teoría del duopolio o del
oligopolio,
sino que solamente exponen algunos casos. Poco progreso se ha
hecho en este camino hacia un análisis del oligopolio, y poco puede
esperarse>>
Las consecuencias que tiene esta crisis de la
teoría del mercado, respecto a la traslación de
los impuestos, son evidentes. Para la teoría
tradicional, el impuesto, alterando los datos del mercado,
provocaba por parte de los empresarios económicos,
reacciones estrictamente necesarias (en el caso de la
concurrencia por la exigida igualdad del costo
marginal —incluido e1 impuesto— y el precio; en
el caso del monopolio, por la necesidad de situarse en el punto
de Cournot después del impuesto) a más de otras
reacciones respecto a los datos del mercado. Por lo tanto, para
todo tipo de impuestos y para toda situación de mercado
existía una solución unívoca al problema
de determinar las consecuencias del impuesto.
Pero la situación es muy diferente frente a la
crisis de la vieja teoría del mercado, y la incapacidad
de la nueva para reducir las reacciones de los empresarios
frente a los cambios de los datos del mercado dentro de
esquemas que tengan la misma precisión y el mismo
automatismo que los de la vieja teoría. Así, las
reacciones de los empresarios al impuesto no se prestan ya a
reducirse a esquemas con tales características; incluso,
frente al impuesto, el comportamiento de los empresarios es, en
una vasta serie de casos, arbitrario, en el sentido de que
tienen la posibilidad de escoger entre diversas alternativas; y
entre estas alternativas, la elección no se
efectúa según criterios determinables a
priori para grandes grupos de
casos, sino según criterios que dependen, en gran
medida, de la actitud
libremente adoptada por cada uno de ellos.
Y como estas actitudes se
influencian recíprocamente, podrá observarse la
dificultad del problema teórico y la diferencia entre
este problema y el que se afronta sobre la base de simples
hipótesis de concurrencia perfecta o de
monopolio.
Desde la crisis provocada por la teoría moderna
del mercado, todavía no se ha recuperado la
teoría de los efectos del impuesto y no se
recuperará fácilmente. La crisis no afecta; sin
embargo, con la misma profundidad a todos los puntos de la
teoría ,en el sentido de que las conclusiones obtenidas
basándose en las hipótesis tradicionales de la
teoría del mercado pueden extenderse también en
el caso de algunos tipos de impuestos, por lo menos en una
primera aproximación, a las hipótesis de
concurrencia monopolística; mientras que para otros
tipos de impuestos tal extensión es imposible, o, por lo
menos, tiene un valor muy pequeño.
En el primer caso se comprenden, naturalmente, los
impuestos personales sobre la renta; su instransferibilidad
rige como tesis de primera aproximación en cualquier
hipótesis de mercado, fundándose en la falta de
una relación inmedianta entre la imposición y la
política
de la empresa. Pero,
ciertamente, también para este tipo de impuesto resulta
tanto más difícil el estudio de posteriores
aproximaciones que tengan en cuenta las alteraciones del
problema de la demanda de
productos y
de la oferta de
los factores de producción, cuanto más complejas
son las hipótesis sobre la estructura
del mercado y sobre la conducta de
los sujetos económicos.
Para otros impuestos se ha intentado analizar sus
efectos en caso de concurrencia monopolística, tomando
como base las conclusiones a las que se llega en el caso de
libre concurrencia o de monopolio perfecto, y estudiando las
desviaciones de tales conclusiones. Por este camino se ha
creído, tal vez, poder
reducir a límites
modestos la importancia de las desviaciones, respecto a las
hipótesis tradicionales (así, por ejemplo, ha
hecho Due para los impuestos sobre la compra-venta y sus
conclusiones se extenderían a todos los impuestos sobre
la cantidad producida). Pero estos resultados siempre
están condicionados a una serie de hipótesis
simplificadoras, de forma que, también frente a
tentativas más apreciables, se puede decir que es
válida la conclusión general sobre el escaso
realismo de
los análisis de los efectos del impuesto en la
hipótesis de concurrencia
monopolística.
A diferencia de la teoría de la concurrencia
monopolística, la otra línea principal de
desarrollo
de la ciencia
económica moderna, la teoría de la demanda
global promete ser de resultados positivos por lo que se
refiere a la revisión de la teoría de los efectos
del impuesto.
La importancia del análisis de los efectos del
impuesto (y de los gastos) sobre
la demanda global ya se apercibió en los tiempos de
Ricardo, en las discusiones sobre si el impuesto podía
hacer creer el nivel de precios sin aumentar la cantidad de
dinero; la
respuesta a esta pregunta presuponía evidentemente
el
conocimiento de los efectos del impuesto sobre
la renta monetaria y la demanda -global. Esta forma de
considerar el problema de los efectos del impuesto fue
proseguida, sin .embargo muy débilmente, hasta que la
obra de Keynes
atrajo la atención sobre la teoría de la
demanda global.
La tentativa más interesante verificada en esta
dirección fue la de Kalecki), por lo que
se refiere a los efectos del período corto, en
condiciones en las que exista un excedente de toda clase de
trabajo. En
este caso, mediante el análisis de los efectos sobre la
demanda global se llega a las siguientes conclusiones: 1) que
los impuestos sobre el consumo (con
tasa uniforme ad valorem sobre todos los bienes
salario)
no cambian el volumen y la
estructura de la producción, pero tienen por efecto una
transferencia del poder de adquisición de los
trabajadores ocupados hacia los desocupados (se supone que el
producto de
los impuestos se gasta en subsidio a los desocupados, salarios a
los empleados, etc.). La renta real de las clases capitalistas
disminuye en medida inferior a la renta real de las clases
obreras ocupadas, porque las primeras gastan en bienes
salario un porcentaje de su renta mucho más
pequeño que estas últimas; 2) los impuestos sobre
la renta provocan inmediatamente un aumento de la
ocupación y de la producción que podría
compensarse rápidamente por los efectos negativos del
impuesto sobre los incentivos a
invertir.
Pero se puede suponer que el aumento de los beneficios
brutos experimentado inmediatamente después de la
introducción del impuesto compensa de
manera apreciable estos efectos negativos y que, por lo tanto,
la reducción del volumen de inversiones
es relativamente pequeña.
En conclusión, el efecto principal de la
impresión sobre la renta será el aumento de la
demanda de bienes salario por los trabajadores
desocupados y, por tanto, el aumento de la producción y
de los precios de tales bienes; así como la
disminución de la renta real de los trabajadores
ocupados (y en menor medida la de los,
capitalistas).
El aumento o la disminución de la tasa total de
salarios en términos reales dependerá de la
elasticidad
de la oferta de los bienes salario; c) un impuesto
proporcional sobre toda forma de capital no
reduce los incentivos a la inversión; por lo tanto, el aumento
inmediato de la ocupación no está contrarrestado
(como en el impuesto sobre la renta) por efectos negativos
sobre las inversiones. De esta forma, las inversiones
deberían aumentar (y con ellas las rentas de los
capitalistas, deducidos los impuestos) como consecuencia de las
mejores perspectivas of por el aumento de la ocupación.
El aumento o la disminución de la masa total de los
salarios en términos- reales depende, nuevamente, de la
elasticidad de la oferta de los bienes salario; pero el
aumento es más probable que en el caso de impuestos
sobre la renta, dado el incremento más sensible de la
ocupación.
La dificultad de este método
de análisis de los efectos de la hacienda, se basa en la
dificultad de insertar en los esquemas del análisis de
la demanda global —que presentan siempre un grado elevado
de simplificación y de abstracción —, la forma
de actuar de los impuestos y de los gastos públicos tal
y como son, y no modelos de
impuestos y de gastos demasiado simplificados y poco
realistas.
Pero, por otra parte, la fecundidad del método
se demuestra, sobre todo, en la posibilidad de considerar
problemas de
significado más amplio que los de la teoría
tradicional: pasar del estudio de variaciones de pequeña
entidad en mercados
aislados, al efecto conjunto de medidas de considerable
alcance; y en la ratificación de los efectos de la
hacienda publica sobre la distribución funcional de la renta. Tales
efectos, tras haber sido el centro de las preocupaciones de los
clásicos, fueron olvidados casi por completo en el
periodo de la preponderancia del análisis de las
variaciones marginales en mercados determinados (en los cuales
era naturalmente difícil destacar de forma significativa
los efectos respecto a la distribución de la
renta).
LA RELACION ENTRE HACIENDA
Y ECONOMIA
Finalmente puede darse el estudio de la
relación entre hacienda y economía, es
decir, en sustancia, las influencias de la hacienda sobre el
volumen de la renta nacional, a las cuales ya nos hemos referido
anteriormente y sobre las que volveremos cuando tratemos de la
política del presupuesto.
Este tipo de estudios se incluye en sentido lato en los
efectos económicos de la hacienda, pero ha encontrado
difícilmente un sitio en la teoría tradicional.
También en los escritos del siglo VIII y del siglo xxix se
encuentran referencias genéricas a las relaciones entre
hacienda y renta nacional o bienestar, en el caso de actividades
financieras dirigidas a crear algunos elementos institucionales
relativos a la actividad económica (la justicia, el
orden, y, en sentido no siempre general, la instrucción,
la sanidad, la red de comunicaciones, los ferrocarriles,
etc.).
Pero una vez que la hacienda hubiese asegurado un
determinado nivel de estos servicios
públicos, y sentadas así las condiciones de su
competencia para
permitir a los particulares desarrollar la renta nacional, se
hablaba de relaciones entre hacienda y renta casi exclusivamente
en el caso de una hacienda perjudicial, que con el desorden, la
inseguridad y
la detracción injustificada e improductiva de riqueza,
obstaculizaba la consecución del volumen de la renta
nacional que se hubiese podido obtener en otras
condiciones.
Como ya se ha recordado, esta forma de asentar las
relaciones entre hacienda y renta nacional es típico en
las concepciones económicas optimistas, para las cuales el
mercado aseguraba sin lugar a dudas —siempre que no fuese
obstaculizado—, el empleo
óptimo de los recursos
disponibles y, por lo tanto, el volumen máximo de la renta
nacional y su óptimo desarrollo a lo largo del tiempo. Al
declinar las concepciones optimistas se afirmaron las
posibilidades de una acción positiva de la hacienda
respecto al empleo de los recursos (y, por lo tanto, a la renta),
incluso fuera de los casos tradicionales de creación de
bases institucionales.
Este campo de estudios se ha considerado ampliamente,
sobre todo tras la crisis mundial de 1929 y según el
esquema teórico de la «teoría general»
de Keynes, y
todavía es objeto de amplias y vivas
discusiones.
A continuación nos referimos a la
concepción moderna de las relaciones entre hacienda y
renta nacional, al tratar del presupuesto como instrumento de la
política
financiera.
INSTRUMENTOS DE LA ACTIVIDAD
FINANCIERA.
1. El presupuesto. Pese a que una
parte de la actividad financiera se desenvuelve, como hemos
dicho, mediante intervenciones que no se traducen en
planteamientos presupuestarios, las dimensiones de las dos
partidas del presupuesto (entradas y salidas) y sus relaciones
(de equilibrio y
desequilibrio) representan todavía características
fundamentales de la actividad financiera y están en
primera línea entre los instrumentos con que esta alcanza
sus objetivos.
No es posible desarrollar aquí la teoría
jurídica y contable del presupuesto. Bastará
recordar que pueden tenerse presupuestos
preventivos o consuntivos (según que
expresen previsiones sobre la verificación de determinados
hechos o constaten que se han verificado), de competencia
o de caja (según que se refieran a autorizaciones
de entrada y destino de los gastos, o bien a ingresos y pagos
efectivos). Finalmente, en Italia se
distinguen en el presupuesto una categoría de gastos y
entradas efectivas (es decir, gastos y entradas que suponen
,respectivamente, un empeoramiento y una mejoría neta en
la situación patrimonial; por ejemplo, gastos en salarios,
ingresos tributarios) y una categoría de gastos e
ingresos por movimiento de
capital (gastos que tienen por contrapartida un mejoramiento
de la situación patrimonial; por ejemplo, extinción
de deudas; ingresos que tienen por contrapartida un empeoramiento
de la situación patrimonial; por ejemplo,
contracción de deudas). En los demás países
también se tienen distinciones análogas.
La política del presupuesto se resume
tradicionalmente en la regla del equilibrio de ingresos y gastos
efectivos en cada ejercicio anual. La exigencia del equilibrio
anual viene, sin embargo, afirmada frecuentemente sólo por
la parte ordinaria del presupuesto; se dice entonces que los
gastos recurrentes deben cubrirse con ingresos también
recurrentes, evitando de esta forma agotar reservas, que no se
reproducen, al afrontar gastos destinados a repetirse. Se admite,
sin embargo, que los gastos efectivos extraordinarios, al no
tener el carácter recurrente, se cubran
también con ingresos extraordinarios (por ejemplo,
empréstitos públicos).
En realidad, los confines entre gastos ordinarios y
gastos extraordinarios no se prestan a ser definidos con
exactitud. Aunque el criterio de la recurrencia puede aplicarse
con seguridad en
determinados casos bien definidos (por una parte, por ejemplo,
los intereses de la deuda pública; por otra, los gastos
para la financiación de una gran guerra), deja
una zona intermedia en la cual su aplicación es opinable
totalmente, y es precisamente esta zona intermedia la que plantea
los problemas efectivos en la política presupuestaria de
tiempos normales. En la práctica, los presupuestos
extraordinarios (no aceptados por los países de rigurosa
dirección financiera) son únicamente instrumentos
para hacer aceptar el déficit a los parlamentos y a las
opiniones públicas.
Tentativas más sutiles para justificar los
déficits presupuestarios se han dado con la hacienda
coyuntural (véase pág. 1), en la cual se ha dado un
puesto central a una política del presupuesto dirigida a
alternar déficits con funciones
compensadores de los insuficientes gastos privados en los
años de depresión.
Se teorizó, y en parte se ha practicado, sobre todo en los
países escandinavos, el abandono del equilibrio anual del
presupuesto en favor del equilibrio plurianual, que se extiende
sobre todo un ciclo económico.
Método del doble
presupuesto
En parte bajo la influencia de la hacienda coyuntural,
se ha elaborado el método del doble presupuesto,
que consiste en la división del presupuesto de los
organismos públicos en un presupuesto corriente y en una
cuenta de capital (que, como se verá inmediatamente, no
coincide con el movimiento de capitales del presupuesto
italiano).
En la cuenta de capital se inscriben en el
capítulo de salidas los gastos en bienes duraderos, y en
el capítulo de entradas, las cuentas de
financiación (superávit del presupuesto corriente;
cuotas de amortización de los bienes duraderos,
anotadas cada año en el presupuesto corriente; impuestos
extraordinarios y tal vez también ciertos impuestos
ordinarios, como el impuesto de sucesión, que se puede
suponer que se pague por los patrimonios en vez de por las rentas
de los particulares, y que por lo tanto, puede llevarse
oportunamente a los gastos en la cuenta de capital en lugar de a
los gastos corrientes; y, finalmente, empréstitos
públicos o enajenaciones de bienes
patrimoniales).
La esencia del sistema del doble
presupuesto consiste en no imputar completamente los gastos en un
bien duradero a cargo del presupuesto corriente del ejercicio en
el que se han verificado, sino más bien a cargo de la
cuenta de capital, y en gravar el presupuesto corriente,
acreditando la cuenta de capital con una cuota de
amortización distribuida a lo largo de los varios
años de vida del bien duradero. En otros términos,
se trata de repartir el costo del bien duradero entre todos los
ejercicios en que se empleará, en lugar de concentrarlo en
el ejercicio en que se ha adquirido.
En la hacienda coyuntural el doble presupuesto permite
mantener equilibrado el presupuesto corriente en los años
de crisis, efectuando, con cargo a la cuenta de capital, las
inversiones que se estimen necesarias para iniciar la
recuperación económica, y dedicar a la
amortización del débito que así se ha
contraído los superavits del presupuesto corriente en los
años de prosperidad.
Pero el presupuesto debería servir, en general,
para asegurar una mayor libertad en la
política presupuestaria, dando una definición menos
rígida del equilibrio. Se trataría de un
perfeccionamiento de la distinción entre presupuesto
ordinario y extraordinario, mediante una definición
más precisa de los gastos que se pueden excluir del
presupuesto ordinario.
Además el doble presupuesto deberla permitir un
planteamiento más adecuado de la política
financiera; en efecto, la distinción rigurosa entre gastos
de consumo y gastos en inversiones permitiría una evaluación
más precisa del mérito de los proyectos de
inversión, permitiendo la comparación entre la
renta anual y los gastos de ejercicio que reportan.
ampliándolos con las cuotas de amortización y de
intereses.
Sin embargo, las posibilidades del método del
doble presupuesto se supervaloraron frecuentemente. En efecto, el
método ofrece dos alternativas principales, y ambas se
prestan a objeciones fundamentales. La primera alternativa se
tiene cuando se asientan en la cuenta de capital sólo los
bienes capaces de una rentabilidad
directa (ferrocarriles, carreteras de peaje, instalaciones
hidroeléctricas, etc.); la segunda, cuando se asienten
todos los bienes duraderos independientemente de su rentabilidad.
En el primer caso se crea en quien prepara el presupuesto una
preferencia por los bienes de rentabilidad directa, que no gravan
el presupuesto corriente, respecto a los que tienen rentabilidad
indirecta (carreteras, ordenación de montes, etc.), que
deben cubrirse con ingresos corrientes. La preferencia parece
arbitraria si se considera que el efecto útil, para
el Estado y
para la economía en su conjunto, puede existir tanto en el
caso de bienes de rentabilidad indirecta como en el de bienes de
rentabilidad directa; y si se considera, además, que
frecuentemente la inclusión de las inversiones en una de
las dos categorías depende simplemente, de la forma en que
se carga el costo: como en el caso de las carreteras, que, entre
ciertos límites, aumentan la capacidad de renta para la
economía de un país independientemente del hecho de
que para su uso se haga pagar o no un peaje. Si además se
pueden asentar en la cuenta de capital bienes de rentabilidad
indirecta, se elimina la discriminación en perjuicio de estos
últimos, pero se sujetan a todas las incertidumbres que
pueden surgir al juzgar si la rentabilidad indirecta existe en
medida tal que pueda asimilarse a la rentabilidad
directa.
Sin embargo, si se inscriben en la cuenta de capital
todas las inversiones en bienes duraderos, se eliminan las
posibles discriminaciones entre inversiones de rentabilidad
directa o de rentabilidad indirecta o con funciones de simple
consumo, pero permanece la discriminación entre los gastos que se
traducen en bienes duraderos y los restantes. Entonces, una vez
abandonado el criterio de la rentabilidad, los gastos en bienes
duraderos deben preferirse respecto a los demás por lo que
se refiere a su mérito intrínseco y no por el
simple hecho de que se puedan cubrir sin gravar el presupuesto
corriente.
Tampoco la discriminación podría
justificarse suponiendo que en los bienes duraderos, y solamente
en ellos, esté implícita al menos una rentabilidad
indirecta, porqué en determinados bienes duraderos puede
faltar la rentabilidad, mientras que una rentabilidad indirecta
muy destacada puede derivar también de gastos que no se
traducen en bienes duraderos (por ejemplo, gran parte de los
gastos destinados a instrucción general y enseñanza profesional).
Por lo demás, y en general, la crisis del
criterio del equilibrio como norma de política financiera
están amplia que no puede ser resuelta en la forma que se
ha destacado anteriormente.
En condiciones en las cuales, errónea o
certeramente, se pensaba que el sector privado de la
economía tendiese al equilibrio y se mantuviese dentro de
un campo de modestas oscilaciones, la preocupación por el
equilibrio se originaba en la necesidad de evitar la ruptura
inflacionista de tal equilibrio por el excedente de los gastos
públicos (y la demanda consiguiente de bienes y servicios)
respecto a los ingresos (y la consiguiente retracción de
la demanda por parte de los contribuyentes). Que luego los
ingresos tuviesen que proceder de impuestos ordinarios
(así como de impuestos extraordinarios o
empréstitos) se derivaba, entre otras cosas, de la
hipótesis de una marcada eficacia de tales
impuestos para contraer la demanda privada.
Pero si se reconoce que en el sector privado pueden
manifestarse un exceso o una deficiencia de demanda respecto a la
necesaria para mantener el equilibrio, el presupuesto equilibrado
no es siempre una condición de equilibrio. Si en el sector
privado existe un inicio inflacionista o deflacionista, la regla
no deberá consistir en el equilibrio, sino en el
superávit o en el déficit. Naturalmente,
será necesario tener en cuenta no solamente el saldo
activo o pasivo del presupuesto, sino también las
repercusiones de la política financiera sobre las
componentes de la renta y de la demanda privada.
Estas pueden ser influenciadas, incluso manteniendo el
presupuesto equilibrado, bien cambiando el nivel conjunto de
ingresos y gastos (ha sido demostrado por Somers, Haavelmo,
Kaldor, Samuelson, etc., que en ciertas condiciones un aumento de
los gastos, cubierto por impuestos por una suma correspondiente,
se traduce en un aumento, en la misma medida, de la renta
nacional; en otras condiciones, el aumento de los gastos,
manteniendo siempre el presupuesto equilibrado, puede traducirse
en aumento de la renta en dimensiones mayores o menores), bien
cambiando la composición cualitativa de los ingresos y de
los gastos (por ejemplo, aumentando la parte de los impuestos que
comprimen el ahorro
fuertemente; o la parte de los gastos que forman rentas
destinadas al consumo en su mayor parte). Por otra parte, el
hecho de que exista un déficit o un superávit
determinará una renta y una demanda privada distintas de
las que se hubiesen tenido con un presupuesto
equilibrado.
Una política presupuestaria según estas
indicaciones no es simplemente un esquema teórico, sino
que tiende a transformarse en norma en muchos países, en
los cuales el equilibrio entre demanda y oferta global ha
formulado el criterio directivo de la política financiera,
en lugar del criterio contable del equilibrio. La función de
una política de este tipo se aclara si se estudian las
relaciones entre presupuestos del Estado
—del tipo tradicional— y presupuesto económico
nacional, del tipo que sirve para preparar las decisiones de
política económica y financiera en los
países que se plantean como objetivo
explícito el equilibrio entre demanda y oferta
global.
Las relaciones entre las componentes y el saldo del
presupuesto estatal, por una parte, y el equilibrio entre demanda
y oferta global, por otra son evidentes si se considera la cuenta
de capital de toda la economía nacional. En un país
con presupuesto estatal deficitario, y balanza de pagos con un
saldo pasivo compensado mediante empréstitos o donaciones
del exterior, la cuenta de capital, de forma abreviada, presenta
en el debe:
Ahorros privados.
Saldo desfavorable de la balanza de
pagos.
y en el haber:
Inversiones netas, públicas y
privadas.
Déficit del presupuesto estatal. (Gastos
corrientes menos ingresos corrientes).
Si se parte de una situación de equilibrio, un
aumento del déficit deberá compensarse con un
aumento del ahorro privado, que podrá derivarse bien de un
aumento de la renta producida, bien de una contracción de
los consumos privados; o también mediante una
disminución de las inversiones internas o del saldo
desfavorable de la balanza de pagos. Sucederá lo contrario
en el caso de una disminución del déficit. Se ve,
por lo tanto, que consumos, ahorros, inversiones, balanza de
pagos están ligados al saldo del presupuesto estatal, y
viceversa.
Supóngase ahora que partimos de una
situación de desequilibrio, por ejemplo, por un exceso de
inflación, y que el Gobierno la
quiere superar empleando los instrumentos ofrecidos por el
presupuesto estatal. Se podrá intentar reducir el
déficit presupuestario disminuyendo los gastos corrientes
(o las inversiones) y aumentando los ingresos corrientes (con la
advertencia de que sería inútil disminuir las
erogaciones que los destinatarios destinarían al ahorro; y
que sería asimismo inútil aumentar los ingresos que
no inciden sobre el consumo privado, sino sobre su ahorro. En
ambos casos, la reducción del déficit se
frustaría por una reducción igual del ahorro
privado).
Pero, además de esta acción directa, puede
existir una acción indirecta, que también puede
desenvolverse sin modificar el saldo del presupuesto; basta con
modificaciones cualitativas de los ingresos y de los gastos
(disminución de los gastos que se traducen principalmente
en incremento de los consumos privados; aumento de aquellos que
se traducen principalmente en ahorro; aumento de los ingresos,
que restringen principalmente el consumo o las inversiones,
etc.), o también con deducciones iguales de los ingresos y
de los gastos.
Basta recordar aquí, con las oportunas
adaptaciones, cuanto se ha dicho anteriormente sobre los efectos
expansivos de un presupuesto equilibrado. El freno a la
inflación podrá resultar, finalmente, por
combinaciones de gastos e ingresos que aumenten la renta anual
dejando aumentar en menor medida la demanda para consumos y para
inversiones.
Las maniobras financieras dirigidas, directa o
indirectamente, a contrarrestar la inflación no son
objetables. Al contrario, las maniobras financieras dirigidas a
contrarrestar depresiones cíclicas o estructurales son
objeto de objeciones que se derivan sustantivamente de la
preocupación de que maniobras de este tipo no son
compatibles con la conservación de un cuadro institucional
en el que la empresa privada mantenga una parte determinada.
Estas objeciones se dirigen más que nada a la
política de inversiones (o de subsidios a consumos)
efectuados mediante déficits presupuestarios, y tienen por
base la interferencia de tales políticas
en el campo de acción de la empresa privada y la crisis de
fe en el ambiente de
los negocios
respecto a la perspectiva del déficit.
Pero, en realidad, estos argumentos no se oponen a la
política de déficit en general. Y, de hecho, no se
dirigen, por regla general, contra los déficits inducidos
por gastos militares, ciertas obras públicas, exenciones
fiscales, subsidios a las empresas
privadas, etc. Pero escoger con preferencia estas formas de
déficits que «no minan la fe» podría
significar emplear los medios
disponibles en direcciones absurdas, como, por ejemplo, obras
públicas de escasísima utilidad, cuando
todavía existe amplio campo para obras de alta utilidad,
como la construcción de edificios para viviendas,
el desarrollo industrial directamente efectuado por organismos
públicos en zonas atrasadas (en las cuales podría
ser insuficiente el desarrollo realizado por la empresa privada,
aunque se estimulase), etc.
Por lo tanto respetando el cuadro institucional se
limita la política financiera de expansión en forma
no inspirada en un interés
común a toda la colectividad, o a una mayoría
exactamente determinada. Así pues, las objeciones
institucionales a la política de expansión no
sé puede pretender que se acepten si no es tras una
valoración de los intereses contrastados: una
ocupación máxima, por un lado, y la
conservación de un determinado cuadro institucional, por
otro. No es posible, pues, condenar ciertas políticas de
déficit únicamente porque no respetan determinadas
instituciones
que deberían considerarse inmutables; esto
contradiría la exigencia fundamental de que, en todo
estudio sobre los intereses económicos, todo el sistema
institucional debe considerarse como variable
Por otra parte, los contrastes de estos intereses no se
derivan solamente de políticas financieras de
expansión, sino que están presentes en casi todas
las medidas de la hacienda ordinaria. Por lo tanto, silos
contrastes
entre los intereses pueden ser una objeción
contra la política de déficit, y en general contra
la política expansiva, no son, sin embargo, un argumento
específico contra tales políticas; representan
simplemente una objeción que surgiría incluso en
una política financiera que se mantuviese en los limites
tradicionales de la hacienda ordinaria. También en
ésta el respeto a la
regla del equilibrio no es suficiente para asegurar por sí
misma la ventaja de todos, sin perjuicio de ninguno.
2. Los gastos
públicos.—Se han mencionado
anteriormente las relaciones entre las dimensiones de los gastos
públicos y el volumen de la renta nacional. Hay que hablar
ahora de las funciones del gasto
público como instrumento de redistribución de
la renta. La redistribución conjunta de la renta real
originada por la actividad financiera se debe a los efectos
combinados de la exacción del impuesto y la
distribución de los gastos.
En determinados casos, la acción de los gastos y
de los ingresos sé desenvuelve en el mismo sentido; por
ejemplo, en el caso de los gastos que aumentan la renta real de
los más pobres (asistencia médica, seguros sociales,
etc.), que se financian con impuestos que gravan principalmente a
los más ricos; o en el caso de gastos que benefician en
mayor medida a los ricos, financiados con ingresos que gravan en
la misma proporción las rentas altas y las bajas, o, a
mayor abundamiento, con ingresos que gravan principalmente las
rentas más bajas.
En otros casos, la acción de los gastos y la de
los ingresos serán opuestas y podrán
contrarrestarse en alguna medida; por ejemplo, cuando los gastos
que beneficien a los pobres se financien con ingresos que inciden
de forma predominante sobre las rentas más bajas. Gran
parte de los gastos sociales en los Estados modernos se financian
con impuestos que gravan en gran medida a las clases más
pobres. Para el Reino Unido, en 1937,o sea para uno de los
países donde los gastos sociales y la distribución
progresiva de la carga tributaria eran más avanzados, se
ha calculado que no existía diferencia sensible entre la
suma del impuesto pagado por los más pequeños
perceptores de renta (22,3 millones de personas con rentas de
hasta 250 libras esterlinas anuales) y los beneficios aportados
por los gastos sociales al mismo grupo de
contribuyentes.
Esto no debe inducir a la conclusión de que en
estos casos estemos frente a un círculo cerrado entre
gastos e ingresos, que podrían abolirse con ventaja de
simplicidad y economía de administración. Los gastos y los ingresos
de este tipo representan siempre una redistribución entre
el mismo grupo de contribuyentes (entre contribuyentes con renta
más o menos alta en los limites considerados; con o sin
cargas familiares), que puede tener sus
justificaciones.
Pero, aparte de esto, la exacción del impuesto y
la distribución de los gastos sociales implican una
alteración del consumo de los contribuyentes; por ejemplo,
mejores viviendas, mejor asistencia médica, mayores
posibilidades de instrucción, contra menores gastos para
diversiones, etc. Esta alteración del cuadro de consumos
de las clases más pobres no requiere necesariamente,
para’ su justificación, la hipótesis,
problemática, de que unos órganos tutores puedan
apreciar los intereses de los individuos mejor que los propios
individuos.
La redistribución del consumo puede justificarse
simplemente observando que, en ambientes miserables
principalmente, la acción privada para obtener
determinados servicios fundamentales (como la educación, la
asistencia médica, etc.) es necesariamente
insuficiente.
En tales ambientes, el aumento de la renta disponible
por los más pobres, como consecuencia de una
política de desgravaciones fiscales (correspondiente a la
reducción de los gastos sociales), difícilmente
podría constituir una premisa suficiente para que los
individuos, asociados libremente, emprendan las acciones
necesarias para mantener y mejorar organizaciones
sanitarias, de enseñanza, etc., aunque los individuos
tengan plena conciencia de su
conveniencia. Sobre todo existen las características
técnicas de determinados servicios
(incluidas en toda la literatura sobre los costes
del Estado como costes constantes) que hablan a favor de las
prestaciones
de tales servicios como servicios públicos
gratuitos.
Una distinción (muy importante a efectos
determinados) se puede hacer entre gastos para la
adquisición de bienes y servicios para uso de los
organismos públicos (sueldos de los funcionarios, obras
públicas, gastos militares, etc.) y gastos para
transferencias (intereses y amortización de la
deuda
pública, pensiones y subsidios) a las cuales no
corresponde la prestación actual de un servicio por
los beneficiarios de los gastos. Mientras los gastos para bienes
y servicios se incluyen en el cálculo
del producto nacional neto ,si bien con algunas limitaciones
importantes), los gastos para transferencias no se incluyen
(aunque entren en el cálculo de la renta disponible por
los sujetos individuales).
Se dice que los gastos en bienes y servicios reducen los
recursos disponibles por el sector privado de la economía,
mientras que los gastos para transferencias no reducen tales
recursos, sino que provocan una redistribución. Esto no es
exacto, porque los gastos en bienes y servicios se dirigen, en
parte al menos, a facilitar servicios a los particulares
(seguridad, justicia, instrucción, transportes, etc.), que
podrían procurarse únicamente a un costo no menor
al del Estado. Si se tienen en cuenta los costes que
correrían a cargo de los sujetos particulares en ausencia
de la acción estatal, no se puede decir que los gastos en
bienes y servicios reducen los recursos a disposición de
la economía privada. Además, si existen factores
desocupados, la demanda del Estado para bienes y servicios puede
ejercitarse sin contraer la demanda privada, sino estimulando la
oferta de los factores que permanecerían de otro modo
inactivos.
En Italia son de particular importancia los aspectos
interregionales de la distribución de los gastos
públicos. Los gastos públicos son, en efecto, un
instrumento para limar las diferencias de las condiciones
económicas y sociales entre las regiones más o
menos prósperas, teniendo una función
específica para crear las condiciones ambientales de
desarrollo
económico de las regiones deprimidas (carreteras,
reformas agrarias, etc.). Pero el peso de los factores que
tienden a concentrar las inversiones en las regiones
económicamente avanzadas es tal, que tal vez puede ser
imposible asegurar un acercamiento sensible entre las condiciones
de las regiones más pobres y las de las regiones
más ricas (a menos que los gastos públicos no
sólo se dirijan a crear las condiciones previas del
progreso donde éste falte, sino que también se
encaminen a crear iniciativas industriales, cargando sobre la
sociedad las
diferencias existentes inicialmente entre el rendimiento de los
factores en las regiones más avanzadas y el rendimiento en
las regiones de nueva industrialización).
3. Las empresas
públicas.—Una forma
característica de la actividad financiera es la que se
verifica mediante el ejercicio de empresas públicas
(en el término de empresa podemos incluir también
todas las formas de patrimonios fiscales, o sea todas las
propiedades de los organismos públicos que proporcionen a
los mismos una determinada renta monetaria).
En el período que ha precedido a la total
consolidación de la hacienda tributaria (fundada en la
exacción de tributos sobre
las economías privadas y en la distribución de las
sumas detraídas para la producción de los
diferentes servicios públicos), los ingresos patrimoniales
representaron la parte más importante para la cobertura de
los gastos públicos.
En el período actual, los ingresos
tributarios tienen una función más
importante que los ingresos patrimoniales (llamados
también originarios, para distinguirlos de los
derivados de la economía privada); la
alteración de la importancia relativa de los dos tipos de
ingresos se debe a la expansión de los ingresos
tributarios y a la liquidación de los conjuntos
patrimoniales de los organismos públicos (más que
nada propiedades rústicas).
Sin embargo, se realiza en muchos países un
fuerte desarrollo en las empresas públicas, bien sean
dirigidas por el Estado (especialmente ferrocarriles,
teléfonos, etc.), bien estén dirigidas por
entidades locales (empresas eléctricas, agua y
gas,
transportes urbanos, etc.). El desarrollo se ha acentuado en los
últimos veinte años por las nacionalizaciones
efectuadas deliberadamente, en parte por la exigencia de la
salvación de industrias que
estaban en peligro.
El aspecto más importante de la actividad
financiera verificada mediante la gestión
de empresas públicas no está, sin embargo, en el
hecho de que tales empresas tienen un superávit de
ejercicio para hacer frente a los ingresos corrientes del
presupuesto de los organismos públicos, junto a los
ingresos tributarios. Más importante es el significado de
los diferentes criterios de gestión de la empresa
pública respecto a los que tomarían los empresarios
privados; en esencia, mediante el ejercicio público se
verifican políticas de producción y de precios
distintas de las que seguirían los particulares, y, por lo
tanto, se altera la cantidad de los recursos empleados en la
producción, así como los criterios con que se
reparten entre la colectividad los resultados de la
producción. La importancia de estas alteraciones en el
empleo de los recursos y la distribución de la renta
nacional puede ser mayor que la que tengan los superavits de las
empresas públicas en el sistema de los ingresos
públicos.
Tradicionalmente, la circunstancia principal requerida
para justificar el ejercicio de una empresa
pública se tenía cuando la empresa llegaba
inevitablemente a una situación de monopolio, caso
típico de los ferrocarriles. En este caso se
reconocía que, para evitar la explotación
monopolística en perjuicio de los consumidores (y sobre
todo la explotación mediante monopolios discriminatorios),
podía ser necesaria la sustitución de la
dirección pública por la privada.
Los liberales más tenaces siempre han intentado
sostener que se podrían obtener los mejores resultados con
el control
público del ejercicio privado, es decir, fijando en
esencia, mediante leyes o normas
contractuales, las condiciones de oferta de los bienes o
servicios producidos en condiciones de monopolio. Pero una amplia
experiencia de estas tentativas de control (sobre todo por lo que
se refiere a los ferrocarriles) conduce a la conclusión de
que el control puede ser insuficiente para tutelar a los
consumidores (o garantizar la realización de otros fines
públicos) igual que puede disminuir peligrosamente el
interés de la empresa privada en las inversiones o en la
economía de ejercicio, etc. En la mayor parte de los casos
el dilema es por lo tanto, entre el ejercicio público y la
libertad (o un control escasamente satisfactorio) del ejercicio
privado.
Junto al elemento del monopolio se han enunciado otros
razonamientos en favor de la empresa pública. Así,
continuando en el ejemplo de los ferrocarriles, se observa que el
Estado puede desarrollar y explotar las líneas
ferroviarias teniendo en cuenta elementos de escasa importancia
para el empresario privado: interés militar de ciertas
líneas, interés político para mejorar las
comunicaciones entre las diferentes regiones, interés en
el desarrollo económico de las regiones atrasadas y, por
lo tanto, aplicación en ellas de tarifas de favor.
También frente, a estos argumentos, como frente a los del
monopolio, existe la tesis de que los resultados perseguidos se
obtendrían con una política de subsidios y control
de las tarifas de las empresas privadas; pero también
aquí se puede responder que, en general, los subsidios y
los controles son instrumentos técnicamente inferiores al
ejercicio público.
Estos argumentos de carácter
político-social, considerados sobre todo en el caso de los
ferrocarriles, se invocan actualmente en un número
más amplio de casos, siempre que se descubren nuevos
ejemplos de diferencias entre el cálculo económico
colectivo y el cálculo económico privado. Dos casos
típicos, con referencia particular al ambiente italiano,
son: 1) El cálculo del coste del trabajo. 2) El
cálculo de la rentabilidad de las nuevas empresas en
ambientes económicos deprimidos.
En el primer caso, el empresario privado no puede tener
en cuenta más que una parte del coste del trabajo
(mientras que la empresa pública sí puede), y un
costo constante que la colectividad debe soportar (bajo forma de
subsidios de desocupación, trabajos públicos
improductivos, etc.), aunque la empresa privada pudiese
descargarse de él mediante el licenciamiento.
Por lo tanto, la empresa pública podrá
hacer una política de precios (y de producción) en
la cual el coste del trabajo no se considere en su
dimensión contable, sino en menor medida, hasta el limite
fijado por la parte del coste del trabajo que no puede soslayar
la colectividad. A menudo se hacen consideraciones de este
género,
si bien no siempre explícitamente, en función de
políticas de salvación industrial y constitución de empresas
públicas.
En el segundo caso nos encontramos frente al hecho de
que en regiones atrasadas, las nuevas iniciativas
económicas, contribuyendo al mejoramiento de las
condiciones ambientales, ofrecen ventajas que pueden ser
también muy sensibles para las empresas existentes y las
que podrían surgir posteriormente, bien ampliando los
mercados o bien reduciendo los costes. Tales ventajas no
presentan, sin embargo, ningún rendimiento respecto a las
empresas que las crean, y, por lo tanto, no pueden entrar en los
cálculos del empresario. También aquí se
presentan diferentes direcciones de acción: o atribuir a,
la empresa privada, mediante premios, etc., parte de las ventajas
que crean éstas para la colectividad, o unificar los
resultados de diferentes empresas, de modo que las ventajas que
cada una de ellas cree para las demás empresas del grupo
se integren en el presupuesto unitario, o, finalmente, recurrir
al ejercicio por los organismos públicos, que pueden
calcular adecuadamente las ventajas indirectas. Como se ha dicho
más arriba para otro ,propósito, también se
puede afirmar aquí que las medidas indirectas de los
organismos públicos no serán siempre
técnicamente satisfactorias y que, en determinadas
circunstancias, será preferible recurrir a la empresa
pública.
4. El sistema
tributario,—Los tributos son el
instrumento más importante para cubrir los gastos
públicos. Pero junto a esta función, que puede
llamarse tradicional, existen otras que pueden llamarse
reguladoras del volumen y distribución de la renta
nacional.
Los principios con
los que se justifica una distribución determinada de la
carga tributaria entre los grupos y entre los individuos son dos
sustancialmente: la contraprestación y la
capacidad contributiva. El primer principio puede
aplicarse siempre que la prestación de un servicio
público se efectúa frente a grupos aislados o
personas aisladas, que demandan el servicio, siendo los
beneficiarios de forma exclusiva o, por lo menos, principalmente.
En este caso se tiene un criterio para medir el tributo
detraído en el beneficio obtenido por el contribuyente, y,
por lo tanto, para el reparto de todo (o parte) del costo de
servicio entre los beneficiarios. Los tributos que se aplican
según el criterio de la contraprestación se
denominan frecuentemente tasas.
En el caso de la mayor parte de los gastos
públicos, el criterio de la contraprestación es, no
obstante, inaplicable. Los gastos públicos más
importantes (servicios generales del Estado, seguridad interna,
defensa, y, en gran medida, también la justicia, la
instrucción y las obras publicas) no se hacen a demanda de
los contribuyentes, ni existe la posibilidad de comprobar si se
benefician, o en qué medida, los distintos grupos o los
individuos aislados.
Con el criterio de la capacidad contributiva se cubren
además los costes de servicios (instrucción,
servicios sociales, etc.) que van (en todo o en parte) a
favorecer a determinados grupos o individuos, pero que por
diversos motivos no se quieren cargar sobre los
beneficiarios.
La imposición es el instrumento de reparto
de los costes de los entes públicos a los que no
corresponden beneficios que puedan individualizarse (o que se
quieran individualizar) respecto a los beneficiarios de los
servicios. Por lo tanto, para determinar la medida del impuesto
correspondiente a cada ciudadano debe prescindirse del criterio
de la contraprestación. Se dice entonces, en gran parte de
la teoría, que se recurre al criterio de la capacidad
contributiva; el impuesto no corresponde a los beneficios que el
individuo
recibe por la acción de los organismos públicos,
sino a su capacidad de contribuir a las cargas públicas.
Se precisa naturalmente de un criterio para valorar esta
capacidad; criterio al que se intentó dar un contenido
utilitario con los principios del sacrificio. Se sostiene, a
veces, que la distribución del impuesto debe realizarse de
forma que el sacrificio (en términos de utilidad) del pago
del impuesto, sea igual para todos los contribuyentes; o que para
todos los contribuyentes sea igual la proporción entre la
suma de utilidad detraída por el impuesto y la utilidad
total de la riqueza poseída; o, finalmente, que sea
mínimo el sacrificio de utilidad originado por la
detracción del impuesto sobre toda la colectividad
(principio del sacrificio igual, proporcional y
mínimo).
El fundamento utilitario de los principios del
sacrificio se ha enfrentado con frecuentes críticas, y
aunque no han faltado tentativas para defenderlo, ha terminado
por ser abandonado por la mayor parte de los teóricos.
Solamente el principio del sacrificio mínimo tiene
todavía un puesto notable en la literatura, especialmente
inglesa, y autores como Edgeworth, Cannan y Pigou han intentado
demostrar que tal principio, que a primera vista
implicaría la igualación de las rentas (puesto que,
si se supone que el sacrificio originado por una determinada
detracción es igual, más o menos, para todos los
individuos que poseen la misma renta, y que decrece para todos
los individuos el sacrificio al aumentar la renta, la suma de los
sacrificios individuales es mínima cuando los ingresos
tributarios proceden totalmente de las rentas más altas),
puede no conducir a la igualación si en la
valoración del sacrificio se tienen en cuenta elementos
indirectos (como los efectos, aunque sean lejanos, de los
impuestos sobre el importe de las inversiones y la oferta de
trabajo, efectos que pueden requerir distribución no tan
decididamente igualitaria de la carga fiscal, a fin
de garantizar un determinado desarrollo de la renta a lo largo
del tiempo y, por lo tanto, la posibilidad de un mejor
satisfacción de las necesidades).
Pero en conjunto hay que destacar la renuncia a situar
el criterio de la capacidad contributiva sobre un fundamento
utilitario y la tendencia a considerarlo, en cambio, como
un criterio cuyo contenido se deriva de las
características políticas de los organismos
generadores del impuesto; estos son, entre los múltiples
índices de capacidad contributiva y las numerosas
consideraciones respecto a estos índices, los que
verifican una elección de la que se deriva la
distribución de la carga tributaria entre los diferentes
grupos y los diversos individuos.
En estos términos, el criterio de la capacidad
contributiva es poco más que una racionalización
a posteriori de las decisiones de los entes generadores
del impuesto. El contenido esencial que informa el principio
consiste simplemente en excluir la desigualdad en la
distribución de los tributos (personas que se encuentren
en las mismas circunstancias deben ser tratadas de la misma
forma) y en eliminar clasificaciones de la carga tributaria que
no procedan de diferencias en las condiciones económicas
del sujeto. Se trata de afirmaciones generales, porque siempre
queda abierta la cuestión de determinar concretamente en
qué casos son las condiciones iguales; así como las
diferencias que deban tenerse en cuenta y en qué medida
debe hacerse.
Por otra parte, según se defina el criterio de la
capacidad contributiva, su empleo en el reparto de la carga
tributaria tropieza con un limite importante por el hecho de que
en la hacienda moderna se asignan frecuentemente al impuesto
fines más complejos de loa que consisten en el simple
reparto de la carga fiscal según las condiciones de los
contribuyentes.
Se habla a este propósito de fines
fiscales o extrafiscales del impuesto, según
que nos propongamos solamente obtener un determinado ingreso
tributario o, alternativa o conjuntamente, desarrollar una
acción protectora, redistributiva, etc. La
distinción está evidentemente en la
contraposición entre aranceles
fiscales y aranceles protectores; en los primeros,
el fin de facilitar un ingreso se alcanza tanto mejor cuanto
mayores son las importaciones; en
el segundo, el fin de protección de la industria
interior se consigue mejor cuanto más escasas sean las
importaciones y, por lo tanto, los ingresos fiscales.
En realidad, aunque no falte algún ejemplo de
aranceles protectores, y otros impuestos, con alícuotas y
resultados prohibitivos, la acción extra-fiscal se
verifica más frecuentemente con impuestos que procuran un
ingreso fiscal no despreciable y a menudo importante. En cambio
es difícil que existan impuestos que desempeñen
únicamente la función de suministrar ingresos al
erario público sin provocar, al mismo tiempo, alteraciones
de mercado extrañas a los fines fiscales,
acercándose a los efectos del impuesto protector,
redistributivo, etc. La diferencia entre impuestos con fines
fiscales y extrafiscales es, por lo tanto, simplemente de grado y
de intención; en ocasiones el fin fiscal es directo y los
otros efectos son accidentales; otras veces el fin fiscal es
secundario, mientras que los otros efectos se persiguen directa e
intencionadamente.
Por otra parte, es una realidad que las funciones
extrafiscales o reguladoras del impuesto tienen un puesto cada
vez más importante en la hacienda moderna. A los fines
protectores tradicionales se suman los fines de
distribución de la riqueza, de estímulo o freno a
las inversiones o al consumo, con o sin funciones selectivas
entre inversiones y consumos, de estímulo a las exportaciones;
podría continuar la lista indefinidamente.
En estos casos no se puede pretender que la
distribución de la carga fiscal se verifique según
el criterio de la capacidad contributiva, definida
comúnmente. El Estado, que hace pagar fuertes impuestos de
consumo a los compradores de determinados bienes
(automóviles, tejidos finos,
etc.) para forzar la exportación, no se preocupa de saber si
estos impuestos se integran con los otros para llegar a una
determinada distribución de la carga tributaria entre
grupos e individuos; y no se detendrá frente a la
posibilidad de que pueda suceder, que a igualdad de renta, quien,
a pesar del elevado impuesto, adquiera bienes gravados, pague por
impuestos una suma mayor de aquella que satisface quien dirige
sus consumos hacia bienes no gravados.
En el caso de impuestos con funciones reguladoras, la
consideración de la capacidad contributiva de los sujetos
está des6uidada, por lo tanto, o subordinada al menos, a
la necesidad de realizar algunos fines específicos de los
entes públicos.
En conclusión, es preferible limitarse a afirmar
que el impuesto es el instrumento para el reparto con criterios
políticos de los costes de la actividad de los organismos
públicos, cuando no se pueda o no se quiera seguir el
criterio de la contraprestación; entendiéndose que
en los Estados modernos la elección de los criterios
políticos está limitada, en parte, por el principio
general de que, a condiciones iguales, deben corresponder
impuestos iguales.
En todos los países modernos la
distribución de la carga tributaria no se verifica
mediante un impuesto único, sino mediante un sistema de
impuestos múltiples. La multiplicidad responde a
exigencias diversas: rendimiento decreciente, por grandes
diferencias, de impuestos con tipos muy elevados (como deberla
ocurrir si existiese, por ejemplo un impuesto único sobre
la renta); compensación a las evasiones (y, en general, a
los errores de comprobación), que puede verificarse entre
diversos tipos de impuesto; equilibrio entre grupos de intereses
que incitan a diferentes repartos de los tributos, y, no en
último lugar, la voluntad de dificultar al contribuyente
la exacta percepción
de la carga tributaria que soporta.
Las características fundamentales de un sistema
tributario pueden reducirse a: 1) Relaciones entre
imposición directa e imposición indirecta. 2)
Estructura de la imposición directa. 3) Estructura de la
imposición indirecta.
Las definiciones corrientes de impuestos directos
e indirectos se ligan o al criterio de la capacidad
contributiva, o a los efectos de los impuestos. Se llaman
impuestos directos a los que afectan a manifestaciones inmediatas
de la capacidad contributiva (renta, patrimonio);
indirectos, a los que gravan manifestaciones mediatas
(intercambio de la riqueza, consumos). O bien se llaman impuestos
directos a los que no pueden transferirse; e indirectos aquellos
que transfieren los productores a los consumidores, comportando,
por lo tanto, un exceso de los precios de mercado de los bienes
respecto a la remuneración percibida por los productores
de los propios bienes.
La definición basada en el criterio de la
capacidad contributiva tiene un significado principalmente
formal; la fundada en los efectos de los impuestos supone la
posibilidad de conocer con seguridad y distinguir con nitidez la
incidencia de los diversos impuestos; pero tal posibilidad es,
cuando existe, muy limitada; de cualquier forma, ambas
distinciones coinciden, grosso modo, con la
distinción que prevalece en la práctica
administrativa, que considera directos los impuestos que tienen
como base imponible la renta o el patrimonio e indirectos los que
se basan en las transferencias, intercambios o
consumos.
Según la opinión vigente durante varios
decenios, los impuestos directos son instrumentos de
distribución progresiva (o por lo menos proporcional) de
la carga tributaria. Los impuestos indirectos son instrumentos de
distribución regresiva de la carga tributaria. Estos
gravitan directamente sobre los consumidores. y, frecuentemente,
han sido transferidos; y aunque afectasen igualmente a todos los
consumos, favorecerían a las rentas superiores, que
están destinadas al ahorro en cantidad mayor que las
rentas bajas; pero además tienden (por razones de eficacia
o por determinación política) a afectar sobre todo
los artículos de gran consumo, que tienen mayor peso en el
presupuesto de los más pobres.
La contraposición tan neta entre los efectos
distributivos de los impuestos directos o indirectos responde en
parte a una fe excesiva en las conclusiones de las teorías
de los efectos del impuesto. Actualmente, las dudas sobre la
pretendida intransferibilidad del impuesto sobre la renta y sobre
los efectos a largo plazo de los impuestos, tanto directos como
indirectos inducen a tomar con cautela la afirmación de
que los impuestos directos pagados por los más ricos no
afectan á los más pobres, y a no excluir, por otra
parte, que el peso de los impuestos indirectos pueda, a la larga,
compensarse en alguna medida por los precios más
favorables a los más pobres (por ejemplo, salarios
más altos).
Aunque se pueda discutir la validez absoluta, y a largo
plazo, de la contraposición absoluta entre
distribución mediante impuestos directos o indirectos,
ello no significa que se pueda negar el gravamen inmediato sobre
los más pobres cuando se introducen impuestos dirigidos a
ellos (o, por el contrario, el beneficio inmediato de la
desgravación de tales impuestos).
En efecto, los efectos compensadores del mercado se
tendrán (si se tienen) solamente tras un determinado
tiempo en el que el gravamen y la desgravación no se
compensen o se compensen solamente en parte. Es exacto, por lo
tanto, que una política gradual de desgravación de
impuestos indirectos, financiada con aumentos de los impuestos
directos sobre las rentas más elevadas, puede asegurar,
con toda probabilidad, una
gradual redistribución de la renta real que irá de
los más ricos a los más pobres.
Se entiende que la posibilidad de tal política
depende del volumen de la renta nacional y de su
distribución, así como de la entidad y calidad de los
gastos públicos. Tiene sentido estudiar la forma de
excluir la participación en los impuestos, tanto directos
como indirectos, de los ciudadanos con rentas inferiores a cierto
límite cuando el volumen de los gastos es tal que pueda
cubrirse exclusivamente con tributos a cargo de ciudadanos con
rentas superiores a aquel límite.
Pero si no se consiguen contener los gastos (o no se
consigue aumentar de forma adecuada la renta nacional), los
impuestos deben incidir necesariamente sobre los contribuyentes
con rentas inferiores al mínimo prefijado, porque
solamente así la masa de las rentas disponibles
será suficientemente amplia.
Entonces no se puede resolver a priori si es
preferible para estos contribuyentes que se les afecte con
impuestos directos o indirectos; solamente podrá hacerse
previa consideración del ambiente económico, de la
estructura y probables repercusiones de los diferentes tipos de
distribución y su conveniencia
técnico-administrativa.
Como ya se ha dicho, los impuestos directos tienen como
base imponible la renta producida o el patrimonio poseído.
El recurso a los impuestos sobre la renta en los sistemas
tributarios modernos, se utiliza con mayor frecuencia que los
impuestos sobre el patrimonio. De esta forma, si se
exceptúan los impuestos extraordinarios, y en muchos
países los impuestos de sucesión, son raros los
casos en los que el impuesto sobre el patrimonio tenga una
importancia notable.
El núcleo fundamental de la imposición
directa viene determinado, por lo tanto, por los impuestos sobre
la renta, y más exactamente, en los sistemas modernos, por
los impuestos sobre la renta deducidos los gastos de
producción.
Pueden pertenecer a los dos tipos de impuestos
reales o personales. La distribución real se
efectúa mediante impuestos que afectan aisladamente a los
conjuntos de producción (tierras, fábricas,
empresas industriales o comerciales, profesiones, relaciones de
trabajo) sin reconstruir la unidad de la persona a la cual
pertenecen tales conjuntos y sin considerar, por lo tanto, las
condiciones económicas en su totalidad del sujeto gravado;
que es, sin embargo, la característica del método
personal de
distribución del impuesto.
En la práctica, los impuestos reales son
generalmente proporcionales (la progresividad daría lugar
a graves discriminaciones entre perceptores de renta por un
motivo único o bien por muchos motivos, afectados por
diversos impuestos reales); no permiten detracciones por cargas
familiares y no permiten exenciones de un mínimo imponible
(todo lo más algunas exenciones modestas y solamente para
unos tipos de renta).
Los impuestos personales pueden ser (y de hecho lo son
siempre) aplicados de forma progresiva; permitiendo
mínimos imponibles que pueden ser elevados, y detracciones
por cargas familiares.
La opinión científica que prevalece, y en
general la tendencia política actual, están del
lado de la imposición personal, considerada como la
única que puede distribuir la carga fiscal
graduándola según todas aquellas condiciones del
contribuyente que se quieran tener en cuenta (renta o patrimonio
total, cargas de familia,
etc.).
El incremento del tipo del impuesto personal sobre la
renta sobre el total de los ingresos tributarios se debe en
parte, sobre todo durante la segunda guerra
mundial y en los años posteriores, a la
reducción de los mínimos imponibles y al aumento
consiguiente del número de contribuyentes afectados (en el
Reino Unido de 3,7 millones en 1937-1938 se pasó a 13,5
millones en 1945-1946). El hecho de que el aumento de los
ingresos procedentes de los impuestos personales se deba a su
extensión a nuevas categorías de nuevos
contribuyentes, no significa una traslación de la carga
tributaria desde los contribuyentes pobres a los contribuyentes
ricos.
Por lo demás, en los países donde no
existe una tradición en la aplicación de las rentas
personales y donde la renta media es más bien baja, las
ventajas distributivas que se obtengan extendiendo el campo de la
imposición personal no son tales que prevalezcan
decididamente sobre los inconvenientes dados por la mayor
complejidad administrativa de los impuestos personales respecto a
los impuestos reales y a los impuestos indirectos.
En tales países, los contribuyentes se concentran
en el campo de los tipos más bajos, con diferencias poco
destacadas de la carga tributaria (actualmente, en Italia, los
impuestos complementarios afectan, con un tipo del 3,17 %, la
renta de un millón; con 4,50 %, la renta de dos millones,
y con el 6 %, la renta de cinco millones), de modo que los
simples impuestos proporcionales o los impuestos indirectos, que
evitasen las características de regresividad,
podrían reducir mucho las fatigas administrativas del
contribuyente y del fisco, sin empeorar sensiblemente la
distribución. En conclusión, si no se puede excluir
completamente a las rentas menores de la participación de
la carga tributaria, puede convenir que se limite la
imposición personal a rentas bastante elevadas (y no
demasiado numerosas) y afectar las rentas menores con impuestos
más simples.
Históricamente, el sistema de los impuestos
directos fue constituido como resultado de los impuestos reales
sobre las diferentes categorías de renta (rústicas,
urbanas, industriales, comerciales y de trabajo). Con el
income tax inglés (1842, tras una experiencia de
guerra en el período 1797-1816) se tuvo el primer ejemplo
de un impuesto que, manteniendo la distinción entre las
diversas categorías, tomaba como sujeto la persona en
quien convergía el conjunto de las rentas, aunque
éstas fueran de distinta categoría. En el
income tax existía solamente una modesta
progresividad proporcionada por el juego de las
detracciones de la base, hasta que en 1910 se introdujo un solo
impuesto progresivo (super tax y ahora sur tax) a
partir de las rentas más bien elevadas. Como impuesto
personal, unitario y con tipos progresivos para toda la escala de rentas,
se concibió, sin embargo, la Einkommensteuer
prusiana (1891), que sirvió de modelo a otros
impuestos del mismo tipo.
En Italia, al sistema de los impuestos directos reales
(sobre bienes raíces, sobre bienes inmuebles, sobre la
riqueza móvil) se superpuso en 1923 (prescindiendo de una
experiencia provisional en los últimos años de la
primera guerra
mundial) un impuesto complementario con caracteres de
impuesto personal progresivo sobre toda la escala de las rentas.
La parte principal se basa, sin embargo, en los impuestos reales
y está actualmente sólo en sus principios la
gestión administrativa para aumentar el ingreso fiscal y
la importancia relativa del impuesto personal.
En los impuestos directos se habla de
discriminación cuantitativa de las rentas cuando
una renta mayor paga un impuesto con un tipo más alto del
que se aplica a las rentas inferiores (progresividad). Se
habla, en cambio, de discriminación cualitativa
cuando el diferente trato fiscal no se funda en la diversa
entidad de las rentas, sino en su diferente naturaleza; en los
impuestos directos modernos es general la discriminación a
favor de las rentas de trabajo en comparación con las
rentas procedentes del capital en todo o en parte. La
discriminación se funda en la distinta disponibilidad de
las rentas: la renta de trabajo, a diferencia de la renta neta de
capital, no puede gastarse íntegramente por quien quiera
mantener constante, a lo largo del tiempo, el flujo de sus
rentas, sino que debe ahorrarse en parte para garantizar la
percepción de una renta incluso después de
finalizada la edad de trabajo.
La discriminación cualitativa se realiza con
diversos tipos (tal vez con iguales tipos nominales, pero con
diversos tipos efectivos, por un diverso juego de mínimos
imponibles y detracciones), tipos máximos para las rentas
de capital, mínimos para las rentas de trabajo, e
intermedios para las rentas de empresa (consideradas como rentas
mixtas de capital y trabajo).
La discriminación cualitativa se puede efectuar
también con la aplicación de impuestos
patrimoniales, de modo que la renta del trabajo esté
sujeta únicamente al impuesto sobre la renta, mientras que
la renta de capital (o mixta) esté sujeta al impuesto
sobre la renta y al impuesto sobre el patrimonio.
Esta es una de las explicaciones tradicionales de los
llamados impuestos patrimoniales a intervalos irregulares
(impuesto sobre la transferencia de la propiedad inter
vivos y mortis causa). Se ha intentado ejercer la
misma función en algunos casos con impuestos ordinarios
sobre el patrimonio. A estos impuestos ordinarios sobre el
patrimonio se les reconoce también el mérito,
respecto a los impuestos sobre la renta, de que no afectan a
aquella parte de la renta que constituye una compensación
al riesgo y que, por
lo menos en teoría, no debería capitalizarse con el
valor patrimonial de una empresa, y no debería, por lo
tanto, someterse a la aplicación del impuesto; se le
reconoce también el mérito de que no reduce el
incentivo a la inversión (ya que, como es natural, las
cantidades poseídas en forma líquida están
sujetas al impuesto sobre el patrimonio, como cualquier otra
forma de riqueza). Contra el amplio empleo del impuesto cargado
sobre el valor patrimonial en vez de sobre la renta, se oponen
dificultades de determinación, que dependen probablemente,
en gran parte, de una experiencia administrativa más
pequeña que la que se tiene en la tasación de la
renta.
Entre los problemas actuales de la imposición
directa hay que destacar la coordinación entre la imposición
sobre las personas físicas y la imposición sobre
las sociedades. El principio que ha regido hasta ahora en la
teoría es que las rentas de las sociedades pueden
gravarse, por lo que se refiere a la sociedad en vez de a los
socios, basándose en impuestos reales; pero que al margen
de los impuestos reales, solamente deben estar afectadas en
cuanto distribuidas a los socios, excluyéndose, por lo
tanto, una imposición sobre las sociedades que pueda ser
paralela a la imposición personal de las personas
físicas.
Esta tesis teórica no ha sido acogida siempre en
la práctica. En efecto, en muchos países existen
impuestos sobre las sociedades, coordinados de alguna forma con
los impuestos personales sobre la renta. Estas desviaciones del
principio de que (al margen de la imposición real) la
renta de las sociedades debe gravarse únicamente por
impuestos personales sobre las personas físicas, y
solamente en cuanto distribuida a los socios se explica en parte
con la transformación que la vida de las sociedades por
acciones ha tenido en los últimos años (sobre todo
con la difusión y la acentuación de la
separación entre propiedad y control).
Como consecuencia de estos cambios en las condiciones
reales ha sido sostenida entre nosotros, sobre todo por Griziotti
y su escuela, la
oportunidad de considerar a las sociedades como sujetos
autónomos de impuestos, habiendo elaborado especialmente
los motivos que pueden justificar una imposición sobre las
sociedades independiente de la imposición sobre los
socios. Un trabajo en el mismo sentido encontramos también
en la reciente literatura extranjera, americana sobre todo,
respecto a este argumento: esta literatura ‘destaca, sin
embargo, algunas lagunas (y la consiguiente discriminación
respecto a las empresas individuales) que resultan en la
imposición sobre la renta de las personas físicas a
causa de los beneficios no distribuidos y, en general, por el
incremento del valor de las acciones; es decir, de incrementos
patrimoniales que no siempre están sujetos a la
imposición sobre la renta —y que en parte no
podrían estar sujetos sin grandes dificultades e
incertidumbres.
En esta materia se
puede partir de la afirmación de que las sociedades son
una mera ficción jurídica y que los sujetos reales
de las operaciones de la
sociedad son los socios pro quota, o bien se puede partir
de la concepción de la sociedad como entidad
económica autónoma. En el primer caso es
difícil evitar la conclusión de que la renta de los
socios, sujeta al impuesto personal, debe comprender,
además de los dividendos, las cantidades que les
correspondan de las utilidades no distribuidas, que serían
distintas del patrimonio de los socios únicamente por una
ficción jurídica.
Si se toma el punto de partida opuesto (que las
sociedades son una entidad económica distinta, en medida
más o menos grande, respecto a los socios), se abre la
puerta a la imposición independiente de las sociedades,
que puede justificarse por diversos motivos (principio del
beneficio, distribución de los costos sociales,
control de la industria; este último de importancia
más bien limitada, porque, admitido el principio de un
control público de las empresas de grandes dimensiones, el
método indirecto de control mediante el impuesto nos deja
algo perplejos).
Pero, además de esto, queda abierto incluso en
este segundo caso el problema de impedir el empleo de la forma
social para la evasión del impuesto sobre la renta de las
personas físicas, y, por lo tanto, parece que existen
serias razones para que se confirme de manera estable una
imposición sobre los beneficios de las sociedades que,
juntándose al impuesto sobre las personas físicas,
quede integrada, para superar las lagunas que las formas
económicas modernas crean respecto a la imposición
personal de las rentas según la forma clásica (la
cual no se olvida, estando delimitada a grandes líneas
como antecedente al desarrollo moderno de la sociedad por
acciones).
En la estructura de los impuestos indirectos se
está efectuando una profunda evolución, sobre todo a partir de – la
primera guerra mundial.
En el siglo xix, los impuestos indirectos se componían de
tres ramas principales: los aranceles aduaneros (fiscales
o protectores), los impuestos interiores sobre el
consumo (percibidos según el método del
monopolio fiscal, o el impuesto sobre la fabricación, o
los aranceles interiores de consumo en las haciendas locales),
los impuestos sobre las transferencias (principalmente
impuestos sobre los actos jurídicos y sobre los documentos).
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