La multiplicidad de roles del escritor
latinoamericano
RESUMEN
La historiografía de la literatura
latinoamericana ha dejado evidencia suficiente acerca de los
distintos roles que simultáneamente debemos ejercer
quienes tenemos que ver con los espacios literarios. A veces, sin
habérnoslo propuesto, y en muchos casos por razones de
supervivencia, los escritores debemos ejercer, casi en una
relación de interdependencia forzada, las funciones de
creadores, profesores, críticos, editores y, por supuesto,
lectores. Es obvio que esta particular situación haya
generado igualmente un muy particular modo de desarrollo de
nuestra literatura. Desde la perspectiva del Análisis del Discurso, en
este artículo, discuto y analizo el fenómeno con la
finalidad de explicarlo como una multiplicidad de roles
discursivos, relacionados no sólo con la actividad misma
sino también con el lenguaje
propio de cada una.
Palabras clave: literatura, crítica, docencia,
roles, discurso.
ABSTRACT
The historiography of the Latin-American literature has
left sufficient evidence brings over of the different roles that
simultaneously we must exercise who we have to see with the
literary spaces. Sometimes, without having proposed it, and in
many cases for reasons of survival, the writers we must practise,
almost in a relation of forced interdependence, creators’
functions, teachers, critics, publishers (editors) and,
certainly, readers. It is obvious that this particular situation
has generated equally a very particular way of development of our
literature. From the perspective of the Analysis of the Speech,
in this article, I discuss and analyze the phenomenon described
with the purpose to explain it as a multiplicity of discursive
roles, related (related) not only with every activity developed
but also with the own (proper) language of each one of
them.
Key words: literature, critique, teaching, roles,
speech.
No creo ser el primer sujeto o sujeta de este continente
preocupado por el curioso fenómeno de la quíntuple
relación lector-autorcrítico- profesor-editor, tan propia de los espacios
literarios latinoamericanos y hago consciente el problema de
desempeñar simultáneamente, aunque en distintos
contextos, los varios roles discursivos y fácticos
implícitos en esta polivalencia a veces
forzada.
Es cierto que, en un mundo orientado por el carácter eminentemente social del lenguaje, de
alguna manera y más allá de la literatura misma,
todos enfrentamos a diario una multiplicidad de roles y la misma
guarda una relación paralela con los discursos que
emitimos y percibimos: es decir, de acuerdo a lo que decimos y se
nos dice, actuamos distinto en diferentes momentos de la
cotidianidad.
Para hablar de la primera víctima, el lector,
(aquel individuo o
individua, casi siempre desconocido, anónimo y atemporal,
a quien va dirigida la literatura), hay que decir que se trata de
la única instancia que no puede ser obviada por alguien
que escriba. Salvo en casos de extremo y enfermizo narcisismo, es
difícil que alguien haga literatura para leerse a
sí mismo, sin plantearse la posibilidad de un otro con
quien compartir el texto. Nadie
se casa consigo mismo por muy hermafrodito o hermafrodita que se
considere. La escritura, cualquiera que sea, se elabora
generalmente para ese otro imprescindible en cualquier hecho
comunicativo. De modo que si hablo principalmente de lo
literario, debo reconocer que, por mucho que tremendistamente se
le desprecie, por muy limitado que resulte el horizonte de la
escritura literaria, como diría el escritor y
académico español
Fernando Lázaro Carreter (1980), el autor de literatura
mira siempre hacia un lector hipotético, quizás
desconocido, a veces inexistente, atemporal, anónimo, sin
rostro, pero ineludible y posible en algún
momento.
Pues, si se escribiera para uno mismo, publicar lo escrito se
constituiría en un acto de despilfarro insólito e
inexplicable. La literatura no se produce para los anaqueles,
aunque allí permanezca por mucho tiempo; su
único y definitivo destino descansa en la mirada
voluntaria del lector amable que se arriesga por quien escribe.
Claro que no faltan los ejemplos de quienes se leen y como
lectores se comentan a sí mismos en la prensa. Entre los
casos que he coleccionado, conozco de un escritor y periodista
venezolano que, descaradamente desdoblado en lector suyo propio
de sí mismo, y bajo seudónimo, llegó a
entrevistarse "a sí mismo" en el diario donde trabajaba.
Es natural que se hiciera las preguntas que él deseaba
auto-responderse. Un extraño caso no sólo de
egolatría sino también de hermafroditismo
discursivo.
Por lo que respecta a los cuatro roles restantes: autor,
crítico, editor y profesor, digamos que, cuando confluyen
en una sola persona, es como
tener varios trajes o disfraces y colocarse cada uno de acuerdo
con la situación. Es un poco jugar conscientemente a la
misma multiplicidad de roles que tipifica al discurso cotidiano y
sus contextos. Lo importante es tener conciencia sobre
la conducta y el
lenguaje que deben caracterizar cada rol, no confundirlos ni
inflar la vanidad de alguno de ellos para engordar al otro o los
otros. Porque lo que sí es cierto es que, aun bien
desempeñadas, ninguna de las actividades garantiza el
éxito
de las otras y, por el contrario, a veces más bien pueden
interperjudicarse.
La tarea del profesor de literatura muy poca
relación directa guarda con la del creador de literatura
que es el autor. Quizás tenga más vínculo
con quien desempeña complementariamente la labor de
crítico, puesto que es obvio que hay profesores a secas y
críticos secos, pero cómo dudar que un profesor de
literatura eleva sus posibilidades de éxito docente cuando
incorpora a su rutina pedagógica la tarea paralela de la
investigación y evaluación
crítica de la misma. Claro que no tienen por qué
guardar una relación uno a uno, pero una cosa es un
profesor que sencillamente repite juicios y criterios de manuales y otra
muy distinta es quien busca avanzar un poco más
allá de la mera reiteración y aprobación de
los argumentos emitidos por otros. En cambio, no
creo que por ser buen o mal escritor alguien resulte paralela y
necesariamente buen o mal profesor. El rol del escritor poco
tiene que ver directamente con la docencia en literatura y la
prueba estriba en que hay magníficos poetas, narradores y
ensayistas que resultan pésimos cuando les corresponde
hacer el papel de docentes o
críticos. Pero la situación puede confundirse
aún más cuando el profesor se asume sin autoridad
ninguna como crítico de lo que hacen otros o como supuesto
creador. Como creo firmemente en el poder
iluminador de la narración, citaré dos
anécdotas que guardo como ilustración y ejemplo de estas
confusiones.
Durante mis estudios de Letras tuve un entusiasta
compañero que, aunque parezca irreal, con el
propósito de ganar dinero como
profesor, escribía sus propios ensayos,
poemas y
cuentos para
dictar sus clases de literatura en un instituto de secundaria.
Manifestaba no creer en la validez de la literatura que
recomendaban los programas
oficiales y consideraba que lo mejor que podían leer sus
alumnos era lo que él escribía "especialmente para
ellos". Siempre me pareció uno de los más altos
niveles de egoletrismo por cuanto escribía sus obras por
la noche y las "analizaba" frente a sus alumnos por la
mañana.
Es decir, se estudiaba y se comentaba a sí mismo,
explicaba al grupo su
propio procedimiento de
escritura, descubría los "secretos" de sus propias
metáforas, desmontaba el carácter y la conducta de
sus personajes o justificaba las ideas de sus ensayos. O sea,
preparaba el menú, lo degustaba, lavaba la vajilla y
acomodaba la alacena. Pedantonamente, se justificaba argumentando
que para analizar la "basura" que
escribían otros, mejor lo hacía con la suya propia
y además se regocijaba en el hecho de que ningún
alumno podría desmentirlo ante lo expresado por él
porque "nadie conoce su propia literatura mejor que el autor".
Premisa por demás muy discutible a la luz de los
estudios contextuales del discurso, que señalan que los
significados de un texto (aunque sea literario) no dependen
sólo de quien lo ha elaborado sino de la interacción que ese texto origina entre sus
propios contenidos y lo que los especialistas denominan "los
marcos de conocimiento
del lector" (cfr. por ejemplo, van Dijk, 1980). Quiere decir que
un texto no significa nada por sí mismo, hasta que sus
contenidos no entran en contacto y se confrontan con los del
lector concreto que
lo aborda. Palabra de profesor. Lo juro.
Aparte de que la confusión discursiva y
contextual en la que caía mi compañero es obvia,
pues todos sabemos que los hijos feos y torpes siempre son los de
otros, nunca los nuestros. De allí la dificultad para que
un autor categorice autocríticamente su propia escritura
como mala, deficiente, poco convincente o mal escrita. Si
todavía no tiene conciencia de que la escritura es un
oficio de insistencia y persistencia que jamás concluye y
en el que no hay espacio para las vacaciones, desde su propio yo
deducirá que lo que hace está "chéveremente
escrito" y que sólo falta la crítica objetiva y
desprejuiciada que lo "descubra" o el jurado "justo" de
algún certamen que lo haga notar. De hecho, al menos la
experiencia de los escritores venezolanos indica que, sean
adolescentes,
jóvenes, maduros, viejos o ancianos, abundan los que
consideran que la obra que acaban de escribir constituye la
única opción posible para salvar a la literatura
continental.
El segundo caso anecdótico me trae a la memoria a
mi profesor de Castellano de
primer año de bachillerato, allá en Los Puertos de
Altagracia, pueblo zuliano de habitantes ferozmente
yoístas y autosuficientes, en el que pasé algunos
años de mi infancia y
adolescencia.
Alto y desgarbado como un quijote, aquel "profe" venía
expulsado por irresponsable de una contratista de las
compañías petroleras instaladas en el lugar, donde
se había desempeñado como "listero", es decir, se
encargaba de chequear la lista por las mañanas, a las
puertas de la empresa, para
verificar quiénes acudían al trabajo y
quiénes no. Una vez echado de aquel empleo por
llegar recurrentemente tarde, las autoridades educativas del
pueblo asimilaron que, como en el liceo también se pasaba
lista, podían dársele unas horas de "Castellano",
cuyos programas estaban repletos de listas de escritores y obras.
Así, llegó una mañana, con su lista en la
mano, a las puertas de nuestro salón de primer año.
Juro que en todo un lapso jamás fue puntual y casi siempre
llegaba enratonado. Aparte de andar usualmente con un diario
debajo del brazo (distintivo típico de los vagos del
pueblo), creo que nunca llegó a leer un libro
completo. Era experto, eso sí, en contar amenos chistes de
doble sentido y piropear con galantes y cursis frases a las
profesoras jóvenes y a las alumnas más agraciadas,
a quienes agrupaba bajo el calificativo común de "las
tucuquitas ricas". Para la mayoría de mis
compañeros era lo que se dice un magnífico profesor
de literatura: porque jamás hablaba de obras literarias y
aún así no había manera de salir reprobado
en sus cursos. Pero mi recuerdo particular de su persona obedece
a lo siguiente. Fui de los pocos que en una de las pruebas
parciales salió reprobado por dárselas de narrador.
Una mañana en que, como era costumbre, llegó con
ganas de hacer nada, nos indicó escribir un cuento.
—Un cuento —nos dijo— escriban ustedes
un cuento mientras yo reviso la prensa. Pasamos unos sesenta
minutos en aquella actividad. Durante la clase
siguiente fue llamando a uno por uno, tomaba café,
observaba el papel escrito por nosotros y nos lo devolvía.
Si movía los labios hacia la derecha, uno sabía que
había aprobado; si no lo hacía, el resultado era
negativo. A mí se me había ocurrido relatar una
historia tonta de
una niña también tonta, carente de un ojo, a quien
había atropellado un automóvil, conducido por un
chofer nada tonto pero borracho, en plena salida del colegio, y
la había dejado más tonta de lo que era, hasta el
punto de que, para que la reconocieran y la ayudaran en la calle,
sus padres le habían colocado un letrero en el pecho que
decía: "Soy tonta, mansa y tuerta". Cuando me llamó
el profesor y leyó
aquello, me miró casi con lástima, por supuesto no
movió para nada los labios y me dijo en tono definitivo:
—Yo les pedí que escribieran un cuento, ¡no
una tontería como ésta!
Después me enteré de que una de sus hijas
era tuerta, pero no tan tonta puesto que a los diecisiete
años ya tenía un par de morochos. Y juro que nunca
supe eso antes de escribir mi supuesto cuento. El hecho es que
nadie me salvó de la calificación reprobatoria y
que a partir de esa experiencia adolescente, siempre pienso en la
brumosa frontera entre
realidad y ficción que suele perturbar a algunos
profesores de literatura cuando malentienden y asumen
irremediablemente el rol de críticos literarios o autores.
No es suficiente la premisa según la cual una
situación "pelagógica" (la del desempleado) deriva
en actividad pedagógica (la del profesor). Igual que
ocurre con quienes jamás dieron una clase y viven
"ofreciendo lecciones" o despotricando de quienes, además
de escritores, son (somos) profesores. Al menos en Venezuela,
esta trifulca es de arcaica data. Como también lo es
además el supuesto desprecio que hacia la academia sienten
algunos que no viven de ella, o no pasaron por ella, o pasaron
por ella pero ella no pasó por ellos. O, el caso
más patético, intentaron pasar por ella mas no
pudieron con la múcura, abandonaron y se volvieron
"agentes libres" de la literatura. En fin, algo enredado el
asunto como para resolverlo en una disertación como
ésta. Aclaro, no creo que haya ninguna razón
imperativa para que una sola persona deba ser las tres cosas al
mismo tiempo (profesor, escritor de ficción y
crítico), pero tampoco encuentro motivos para pensar que
esto no pueda ocurrir. El meollo radica en saber cuál de
los roles se está desempeñando en cada momento. Y
estar claro en que cada uno implica una propuesta discursiva
diferente.
El crítico no debe confundir jamás esa
labor con sus propias creencias o vivencias, debe ver siempre la
literatura desde la mayor distancia posible, intentar evaluar lo
bueno y lo malo de ella, más allá de sus
preferencias y gustos particulares, sin detenerse en los
prejuicios que pudieran condicionar su percepción
de lo escrito por otros. Pero, eso sí, suena como
aberrante erigirse uno en crítico analista de lo escrito
por uno mismo. A los creadores de literatura, por su parte, muy
poco les conciernen ni son responsables de las argumentaciones a
que son tan cercanos los profesores y los críticos, pero
siempre deberán tener la mira en los lectores. Aparte de
que, como afirma nuestra exitosa novelista consumada Ana Teresa
Torres (2000: 36- 45), en su excelente libro A beneficio de
inventario, escribir sin la realimentación de la
crítica es una tarea bastante difícil para el
autor, pues no hay manera de percibir la mirada del otro y ello
genera un conflicto en
el creador.
Pero el fenómeno, muy latinoamericano en general,
y venezolanísimo en particular, se complica un poco
más cuando el escritor debe ejercer además el rol
de editor, fenómeno que en el país se ha
desarrollado notoriamente durante las últimas
décadas. Primero, porque al escritor-editor lo puede
acosar la tentación de editar y promover sus propios
libros sin la
debida humildad para autoevaluarse. Segundo, porque siempre
existirá la posibilidad de que la ceguera lo lleve a
editar sean sólo los textos de su agrado, sean sólo
los textos de sus amigos, sean sólo los textos escritos
contra sus supuestos enemigos. Y tercero, porque existe
adicionalmente el riesgo de
emprender sólo la edición
de textos críticos que promuevan su obra o las de su
grupo.
Por ejemplo, ante las dificultades crecientes para
publicar, algunos autores de nuestros países pasan a
ejercer el rol de editores, fundan pequeñas editoriales,
posmodernamente denominadas "alternativas" en el caso de
Venezuela, que principalmente obtienen financiamiento
del Consejo Nacional de la Cultura o de
otras dependencias gubernamentales. O que incluso con grandes
esfuerzos eco- nómicos de sus impulsores y de amigos
mecenas, se autofinancian.
Dada la existencia de muy pocas editoras privadas que
apuesten al autor local y también a las escasas
posibilidades de publicar a tiempo en las editoriales oficiales,
la moda de los
editores-críticos-profesores- lectores ha cobrado mucha
más fuerza desde
hace unos treinta o cuarenta años. Publican principalmente
a muchos autores jóvenes (principalmente afectos al grupo)
y traducen a algunos escritores extranjeros, pero en ciertos
casos igualmente editan trabajos críticos en los que
también se auto-evalúan muy positivamente (por boca
de ellos mismos o de intermediarios, aspirantes a
críticos, más interesados en publicar rápido
que en hacer carrera crítica). Continúa así
lo que a mi juicio ha sido una costumbre perversa entre nosotros:
por diversas razones los propios creadores nos trastocamos en
críticos, difusores y promotores de aquellos con quienes
guardamos vínculos generacionales o afinidades
estéticas. Y es natural que en estas condiciones quede
prácticamente invalidado el espacio para la crítica
y la investigación externas. No sólo porque son los
propios escritores quienes dictaminan el ritmo del trabajo
crítico (generalmente siempre a su favor, jamás en
su contra), igual que lo pudieran hacer con la imposición
de un gusto predeterminado por las aspiraciones de ciertos
grupos, sino
también porque los interesados se hipersensibilizan ante
la crítica adversa. Y pudiera ocurrir que esto finalice en
una perversión del proceso
natural de la literatura.
En suma, lectura,
crítica, enseñanza, investigación y
edición confluyen y generan la posibilidad de un peligroso
"entaramiento" del producto
literario. Y todo lo que degenera en taras, tiende a consumirse
en sus propias contradicciones. Aclaro que esta particular
situación no es ocasionada premeditadamente por ninguno de
los cinco roles, sino por la muy particular y deprimida
valoración social que la actividad escritural tiene en
nuestros países. Y añado, además, que la
situación no es ajena a otros espacios como Colombia,
Perú, Chile, e incluso en países con mayores
posibilidades editoriales e investigativas que Venezuela (casos
de México y
Argentina, por ejemplo).
No obstante, tratándose de una situación
inevitable, se hace necesario atenuar hasta el mínimo, las
consecuencias negativas que pueda acarrear tan particular
situación. Se trata, pues, de un espacio teatral en el que
hoy somos una cosa y mañana la otra, sin problemas,
siempre y cuando tengamos claro cuál es el papel que
estamos desempeñando en cada escena. Para decirlo con
terminología de la lingüística, las distintas labores son
simplemente problema de adecuada contextualización. A
decir verdad, quizás con exclusión del rol de
editor, ninguna de las otras cuatro es incompatible con las
demás si tenemos claro cuál es el condicionamiento
contextual y el rol discursivo que debemos desempeñar en
cada oportunidad. Lo que a mi juicio no tiene sentido en
ningún caso es hacerse el sueco y suscribir la
filosofía de Juan Palomo: "Yo me lo hago, yo me lo
como".
Es decir, no creer que como escritores nos orienta, por
ejemplo, el imperativo categórico de rechazar a la
academia por considerarla un campo minado de presuntos y
"fastidiosos" maestros, doctores doctorcillos y doctorejos.
Tampoco hay que asumir "magistralmente" que como críticos
nos las sabemos todas y no hay trampa literaria que no seamos
capaces de descubrir. O que alabemos o destrocemos en nombre de
la autoridad que concede el oficio. Ni mucho menos, suponer que
la labor profesoral consiste en una rutina policial en la que
sólo tiene valor la base
teórica sobre la cual sustentamos nuestro acercamiento a
lo literario.
Insisto y con ello casi concluyo, es un fenómeno
latinoamericano, no siempre podemos escapar de él; la
ínfima valoración social de la literatura y de
quienes la desempeñamos no puede ser soslayada en estos
casos. Sencillamente, hay que aceptar que se trata de un hecho
por ahora indiscutible y estar conscientes de que son camisas
discursivas distintas y como tales hay que colocárselas y
quitárselas de acuerdo con la ocasión. De otro
modo, si confundimos las acciones y
pasiones específicas de cada oficio, corremos el riesgo de
terminar sin ropa, con el ego a millón pero desnudos ante
los demás, como integrantes de una farsa a la que en
algún momento se le verán las costuras. Como ya he
manifestado en otras ocasiones, la literatura no es un santuario
para que cada cual levante su egoteca particular ni tampoco una
sociedad de
acólitos anónimos y conocidos en la que cada grupo
se atribuya el rótulo de "generación" y sienta que
ello le otorga derecho a imponerse un espacio sin haberse
dedicado al oficio con todas las condiciones que éste
exige.
El hecho de que en Venezuela y buena parte del resto del
continente la labor de la escritura conduzca siempre al camino de
la "pelagogía" y que esto nos imponga en no pocas
ocasiones la necesidad de desempeñar otros roles (entre
ellos el de la pedagogía), en nada debería
perjudicar la valoración de una obra, si se comprende que
el escritor nuestro no es "todero" por imperativo genético
sino por razones de supervivencia. Y quizás en un ambiente como
el nuestro, no tiene más remedio que auto-promocionarse,
aunque una cosa es promoverse y otra muy distinta cerrarse ante
cualquier disidencia del lector, que es a fin de cuentas para
quien se escribe. De cualquier manera, para quienes sólo
condenan sin haberse expuesto al juicio de los lectores,
valdría la pena recordarles el texto de Miguel
Ángel Asturias que se titula "La gallina pone huevos en
los astros", que dice: "Por un huevo que ponés, tanta
bulla que hacés. (a lo que la gallina responde)
"Vení, ponélo vos, pues".
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Luis Barrera Linares
En Revista
Virtual Contexto, Vol. 6, N° 8