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Entre escritura pedagógica y literatura pedagógica




Enviado por Susana Marchán



    Monografía destacada

    La multiplicidad de roles del escritor
    latinoamericano

     

     

    RESUMEN

    La historiografía de la literatura
    latinoamericana ha dejado evidencia suficiente acerca de los
    distintos roles que simultáneamente debemos ejercer
    quienes tenemos que ver con los espacios literarios. A veces, sin
    habérnoslo propuesto, y en muchos casos por razones de
    supervivencia, los escritores debemos ejercer, casi en una
    relación de interdependencia forzada, las funciones de
    creadores, profesores, críticos, editores y, por supuesto,
    lectores. Es obvio que esta particular situación haya
    generado igualmente un muy particular modo de desarrollo de
    nuestra literatura. Desde la perspectiva del Análisis del Discurso, en
    este artículo, discuto y analizo el fenómeno con la
    finalidad de explicarlo como una multiplicidad de roles
    discursivos, relacionados no sólo con la actividad misma
    sino también con el lenguaje
    propio de cada una.

    Palabras clave: literatura, crítica, docencia,
    roles, discurso.

    ABSTRACT

    The historiography of the Latin-American literature has
    left sufficient evidence brings over of the different roles that
    simultaneously we must exercise who we have to see with the
    literary spaces. Sometimes, without having proposed it, and in
    many cases for reasons of survival, the writers we must practise,
    almost in a relation of forced interdependence, creators’
    functions, teachers, critics, publishers (editors) and,
    certainly, readers. It is obvious that this particular situation
    has generated equally a very particular way of development of our
    literature. From the perspective of the Analysis of the Speech,
    in this article, I discuss and analyze the phenomenon described
    with the purpose to explain it as a multiplicity of discursive
    roles, related (related) not only with every activity developed
    but also with the own (proper) language of each one of
    them.

    Key words: literature, critique, teaching, roles,
    speech.

    No creo ser el primer sujeto o sujeta de este continente
    preocupado por el curioso fenómeno de la quíntuple
    relación lector-autorcrítico- profesor-editor, tan propia de los espacios
    literarios latinoamericanos y hago consciente el problema de
    desempeñar simultáneamente, aunque en distintos
    contextos, los varios roles discursivos y fácticos
    implícitos en esta polivalencia a veces
    forzada.

    Es cierto que, en un mundo orientado por el carácter eminentemente social del lenguaje, de
    alguna manera y más allá de la literatura misma,
    todos enfrentamos a diario una multiplicidad de roles y la misma
    guarda una relación paralela con los discursos que
    emitimos y percibimos: es decir, de acuerdo a lo que decimos y se
    nos dice, actuamos distinto en diferentes momentos de la
    cotidianidad.

    Para hablar de la primera víctima, el lector,
    (aquel individuo o
    individua, casi siempre desconocido, anónimo y atemporal,
    a quien va dirigida la literatura), hay que decir que se trata de
    la única instancia que no puede ser obviada por alguien
    que escriba. Salvo en casos de extremo y enfermizo narcisismo, es
    difícil que alguien haga literatura para leerse a
    sí mismo, sin plantearse la posibilidad de un otro con
    quien compartir el texto. Nadie
    se casa consigo mismo por muy hermafrodito o hermafrodita que se
    considere. La escritura, cualquiera que sea, se elabora
    generalmente para ese otro imprescindible en cualquier hecho
    comunicativo. De modo que si hablo principalmente de lo
    literario, debo reconocer que, por mucho que tremendistamente se
    le desprecie, por muy limitado que resulte el horizonte de la
    escritura literaria, como diría el escritor y
    académico español
    Fernando Lázaro Carreter (1980), el autor de literatura
    mira siempre hacia un lector hipotético, quizás
    desconocido, a veces inexistente, atemporal, anónimo, sin
    rostro, pero ineludible y posible en algún
    momento.

    Pues, si se escribiera para uno mismo, publicar lo escrito se
    constituiría en un acto de despilfarro insólito e
    inexplicable. La literatura no se produce para los anaqueles,
    aunque allí permanezca por mucho tiempo; su
    único y definitivo destino descansa en la mirada
    voluntaria del lector amable que se arriesga por quien escribe.
    Claro que no faltan los ejemplos de quienes se leen y como
    lectores se comentan a sí mismos en la prensa. Entre los
    casos que he coleccionado, conozco de un escritor y periodista
    venezolano que, descaradamente desdoblado en lector suyo propio
    de sí mismo, y bajo seudónimo, llegó a
    entrevistarse "a sí mismo" en el diario donde trabajaba.
    Es natural que se hiciera las preguntas que él deseaba
    auto-responderse. Un extraño caso no sólo de
    egolatría sino también de hermafroditismo
    discursivo.

    Por lo que respecta a los cuatro roles restantes: autor,
    crítico, editor y profesor, digamos que, cuando confluyen
    en una sola persona, es como
    tener varios trajes o disfraces y colocarse cada uno de acuerdo
    con la situación. Es un poco jugar conscientemente a la
    misma multiplicidad de roles que tipifica al discurso cotidiano y
    sus contextos. Lo importante es tener conciencia sobre
    la conducta y el
    lenguaje que deben caracterizar cada rol, no confundirlos ni
    inflar la vanidad de alguno de ellos para engordar al otro o los
    otros. Porque lo que sí es cierto es que, aun bien
    desempeñadas, ninguna de las actividades garantiza el
    éxito
    de las otras y, por el contrario, a veces más bien pueden
    interperjudicarse.

    La tarea del profesor de literatura muy poca
    relación directa guarda con la del creador de literatura
    que es el autor. Quizás tenga más vínculo
    con quien desempeña complementariamente la labor de
    crítico, puesto que es obvio que hay profesores a secas y
    críticos secos, pero cómo dudar que un profesor de
    literatura eleva sus posibilidades de éxito docente cuando
    incorpora a su rutina pedagógica la tarea paralela de la
    investigación y evaluación
    crítica de la misma. Claro que no tienen por qué
    guardar una relación uno a uno, pero una cosa es un
    profesor que sencillamente repite juicios y criterios de manuales y otra
    muy distinta es quien busca avanzar un poco más
    allá de la mera reiteración y aprobación de
    los argumentos emitidos por otros. En cambio, no
    creo que por ser buen o mal escritor alguien resulte paralela y
    necesariamente buen o mal profesor. El rol del escritor poco
    tiene que ver directamente con la docencia en literatura y la
    prueba estriba en que hay magníficos poetas, narradores y
    ensayistas que resultan pésimos cuando les corresponde
    hacer el papel de docentes o
    críticos. Pero la situación puede confundirse
    aún más cuando el profesor se asume sin autoridad
    ninguna como crítico de lo que hacen otros o como supuesto
    creador. Como creo firmemente en el poder
    iluminador de la narración, citaré dos
    anécdotas que guardo como ilustración y ejemplo de estas
    confusiones.

    Durante mis estudios de Letras tuve un entusiasta
    compañero que, aunque parezca irreal, con el
    propósito de ganar dinero como
    profesor, escribía sus propios ensayos,
    poemas y
    cuentos para
    dictar sus clases de literatura en un instituto de secundaria.
    Manifestaba no creer en la validez de la literatura que
    recomendaban los programas
    oficiales y consideraba que lo mejor que podían leer sus
    alumnos era lo que él escribía "especialmente para
    ellos". Siempre me pareció uno de los más altos
    niveles de egoletrismo por cuanto escribía sus obras por
    la noche y las "analizaba" frente a sus alumnos por la
    mañana.

    Es decir, se estudiaba y se comentaba a sí mismo,
    explicaba al grupo su
    propio procedimiento de
    escritura, descubría los "secretos" de sus propias
    metáforas, desmontaba el carácter y la conducta de
    sus personajes o justificaba las ideas de sus ensayos. O sea,
    preparaba el menú, lo degustaba, lavaba la vajilla y
    acomodaba la alacena. Pedantonamente, se justificaba argumentando
    que para analizar la "basura" que
    escribían otros, mejor lo hacía con la suya propia
    y además se regocijaba en el hecho de que ningún
    alumno podría desmentirlo ante lo expresado por él
    porque "nadie conoce su propia literatura mejor que el autor".
    Premisa por demás muy discutible a la luz de los
    estudios contextuales del discurso, que señalan que los
    significados de un texto (aunque sea literario) no dependen
    sólo de quien lo ha elaborado sino de la interacción que ese texto origina entre sus
    propios contenidos y lo que los especialistas denominan "los
    marcos de conocimiento
    del lector" (cfr. por ejemplo, van Dijk, 1980). Quiere decir que
    un texto no significa nada por sí mismo, hasta que sus
    contenidos no entran en contacto y se confrontan con los del
    lector concreto que
    lo aborda. Palabra de profesor. Lo juro.

    Aparte de que la confusión discursiva y
    contextual en la que caía mi compañero es obvia,
    pues todos sabemos que los hijos feos y torpes siempre son los de
    otros, nunca los nuestros. De allí la dificultad para que
    un autor categorice autocríticamente su propia escritura
    como mala, deficiente, poco convincente o mal escrita. Si
    todavía no tiene conciencia de que la escritura es un
    oficio de insistencia y persistencia que jamás concluye y
    en el que no hay espacio para las vacaciones, desde su propio yo
    deducirá que lo que hace está "chéveremente
    escrito" y que sólo falta la crítica objetiva y
    desprejuiciada que lo "descubra" o el jurado "justo" de
    algún certamen que lo haga notar. De hecho, al menos la
    experiencia de los escritores venezolanos indica que, sean
    adolescentes,
    jóvenes, maduros, viejos o ancianos, abundan los que
    consideran que la obra que acaban de escribir constituye la
    única opción posible para salvar a la literatura
    continental.

    El segundo caso anecdótico me trae a la memoria a
    mi profesor de Castellano de
    primer año de bachillerato, allá en Los Puertos de
    Altagracia, pueblo zuliano de habitantes ferozmente
    yoístas y autosuficientes, en el que pasé algunos
    años de mi infancia y
    adolescencia.
    Alto y desgarbado como un quijote, aquel "profe" venía
    expulsado por irresponsable de una contratista de las
    compañías petroleras instaladas en el lugar, donde
    se había desempeñado como "listero", es decir, se
    encargaba de chequear la lista por las mañanas, a las
    puertas de la empresa, para
    verificar quiénes acudían al trabajo y
    quiénes no. Una vez echado de aquel empleo por
    llegar recurrentemente tarde, las autoridades educativas del
    pueblo asimilaron que, como en el liceo también se pasaba
    lista, podían dársele unas horas de "Castellano",
    cuyos programas estaban repletos de listas de escritores y obras.
    Así, llegó una mañana, con su lista en la
    mano, a las puertas de nuestro salón de primer año.
    Juro que en todo un lapso jamás fue puntual y casi siempre
    llegaba enratonado. Aparte de andar usualmente con un diario
    debajo del brazo (distintivo típico de los vagos del
    pueblo), creo que nunca llegó a leer un libro
    completo. Era experto, eso sí, en contar amenos chistes de
    doble sentido y piropear con galantes y cursis frases a las
    profesoras jóvenes y a las alumnas más agraciadas,
    a quienes agrupaba bajo el calificativo común de "las
    tucuquitas ricas". Para la mayoría de mis
    compañeros era lo que se dice un magnífico profesor
    de literatura: porque jamás hablaba de obras literarias y
    aún así no había manera de salir reprobado
    en sus cursos. Pero mi recuerdo particular de su persona obedece
    a lo siguiente. Fui de los pocos que en una de las pruebas
    parciales salió reprobado por dárselas de narrador.
    Una mañana en que, como era costumbre, llegó con
    ganas de hacer nada, nos indicó escribir un cuento.

    —Un cuento —nos dijo— escriban ustedes
    un cuento mientras yo reviso la prensa. Pasamos unos sesenta
    minutos en aquella actividad. Durante la clase
    siguiente fue llamando a uno por uno, tomaba café,
    observaba el papel escrito por nosotros y nos lo devolvía.
    Si movía los labios hacia la derecha, uno sabía que
    había aprobado; si no lo hacía, el resultado era
    negativo. A mí se me había ocurrido relatar una
    historia tonta de
    una niña también tonta, carente de un ojo, a quien
    había atropellado un automóvil, conducido por un
    chofer nada tonto pero borracho, en plena salida del colegio, y
    la había dejado más tonta de lo que era, hasta el
    punto de que, para que la reconocieran y la ayudaran en la calle,
    sus padres le habían colocado un letrero en el pecho que
    decía: "Soy tonta, mansa y tuerta". Cuando me llamó
    el profesor y leyó
    aquello, me miró casi con lástima, por supuesto no
    movió para nada los labios y me dijo en tono definitivo:
    —Yo les pedí que escribieran un cuento, ¡no
    una tontería como ésta!

    Después me enteré de que una de sus hijas
    era tuerta, pero no tan tonta puesto que a los diecisiete
    años ya tenía un par de morochos. Y juro que nunca
    supe eso antes de escribir mi supuesto cuento. El hecho es que
    nadie me salvó de la calificación reprobatoria y
    que a partir de esa experiencia adolescente, siempre pienso en la
    brumosa frontera entre
    realidad y ficción que suele perturbar a algunos
    profesores de literatura cuando malentienden y asumen
    irremediablemente el rol de críticos literarios o autores.
    No es suficiente la premisa según la cual una
    situación "pelagógica" (la del desempleado) deriva
    en actividad pedagógica (la del profesor). Igual que
    ocurre con quienes jamás dieron una clase y viven
    "ofreciendo lecciones" o despotricando de quienes, además
    de escritores, son (somos) profesores. Al menos en Venezuela,
    esta trifulca es de arcaica data. Como también lo es
    además el supuesto desprecio que hacia la academia sienten
    algunos que no viven de ella, o no pasaron por ella, o pasaron
    por ella pero ella no pasó por ellos. O, el caso
    más patético, intentaron pasar por ella mas no
    pudieron con la múcura, abandonaron y se volvieron
    "agentes libres" de la literatura. En fin, algo enredado el
    asunto como para resolverlo en una disertación como
    ésta. Aclaro, no creo que haya ninguna razón
    imperativa para que una sola persona deba ser las tres cosas al
    mismo tiempo (profesor, escritor de ficción y
    crítico), pero tampoco encuentro motivos para pensar que
    esto no pueda ocurrir. El meollo radica en saber cuál de
    los roles se está desempeñando en cada momento. Y
    estar claro en que cada uno implica una propuesta discursiva
    diferente.

    El crítico no debe confundir jamás esa
    labor con sus propias creencias o vivencias, debe ver siempre la
    literatura desde la mayor distancia posible, intentar evaluar lo
    bueno y lo malo de ella, más allá de sus
    preferencias y gustos particulares, sin detenerse en los
    prejuicios que pudieran condicionar su percepción
    de lo escrito por otros. Pero, eso sí, suena como
    aberrante erigirse uno en crítico analista de lo escrito
    por uno mismo. A los creadores de literatura, por su parte, muy
    poco les conciernen ni son responsables de las argumentaciones a
    que son tan cercanos los profesores y los críticos, pero
    siempre deberán tener la mira en los lectores. Aparte de
    que, como afirma nuestra exitosa novelista consumada Ana Teresa
    Torres (2000: 36- 45), en su excelente libro A beneficio de
    inventario
    , escribir sin la realimentación de la
    crítica es una tarea bastante difícil para el
    autor, pues no hay manera de percibir la mirada del otro y ello
    genera un conflicto en
    el creador.

    Pero el fenómeno, muy latinoamericano en general,
    y venezolanísimo en particular, se complica un poco
    más cuando el escritor debe ejercer además el rol
    de editor, fenómeno que en el país se ha
    desarrollado notoriamente durante las últimas
    décadas. Primero, porque al escritor-editor lo puede
    acosar la tentación de editar y promover sus propios
    libros sin la
    debida humildad para autoevaluarse. Segundo, porque siempre
    existirá la posibilidad de que la ceguera lo lleve a
    editar sean sólo los textos de su agrado, sean sólo
    los textos de sus amigos, sean sólo los textos escritos
    contra sus supuestos enemigos. Y tercero, porque existe
    adicionalmente el riesgo de
    emprender sólo la edición
    de textos críticos que promuevan su obra o las de su
    grupo.

    Por ejemplo, ante las dificultades crecientes para
    publicar, algunos autores de nuestros países pasan a
    ejercer el rol de editores, fundan pequeñas editoriales,
    posmodernamente denominadas "alternativas" en el caso de
    Venezuela, que principalmente obtienen financiamiento
    del Consejo Nacional de la Cultura o de
    otras dependencias gubernamentales. O que incluso con grandes
    esfuerzos eco- nómicos de sus impulsores y de amigos
    mecenas, se autofinancian.

    Dada la existencia de muy pocas editoras privadas que
    apuesten al autor local y también a las escasas
    posibilidades de publicar a tiempo en las editoriales oficiales,
    la moda de los
    editores-críticos-profesores- lectores ha cobrado mucha
    más fuerza desde
    hace unos treinta o cuarenta años. Publican principalmente
    a muchos autores jóvenes (principalmente afectos al grupo)
    y traducen a algunos escritores extranjeros, pero en ciertos
    casos igualmente editan trabajos críticos en los que
    también se auto-evalúan muy positivamente (por boca
    de ellos mismos o de intermediarios, aspirantes a
    críticos, más interesados en publicar rápido
    que en hacer carrera crítica). Continúa así
    lo que a mi juicio ha sido una costumbre perversa entre nosotros:
    por diversas razones los propios creadores nos trastocamos en
    críticos, difusores y promotores de aquellos con quienes
    guardamos vínculos generacionales o afinidades
    estéticas. Y es natural que en estas condiciones quede
    prácticamente invalidado el espacio para la crítica
    y la investigación externas. No sólo porque son los
    propios escritores quienes dictaminan el ritmo del trabajo
    crítico (generalmente siempre a su favor, jamás en
    su contra), igual que lo pudieran hacer con la imposición
    de un gusto predeterminado por las aspiraciones de ciertos
    grupos, sino
    también porque los interesados se hipersensibilizan ante
    la crítica adversa. Y pudiera ocurrir que esto finalice en
    una perversión del proceso
    natural de la literatura.

    En suma, lectura,
    crítica, enseñanza, investigación y
    edición confluyen y generan la posibilidad de un peligroso
    "entaramiento" del producto
    literario. Y todo lo que degenera en taras, tiende a consumirse
    en sus propias contradicciones. Aclaro que esta particular
    situación no es ocasionada premeditadamente por ninguno de
    los cinco roles, sino por la muy particular y deprimida
    valoración social que la actividad escritural tiene en
    nuestros países. Y añado, además, que la
    situación no es ajena a otros espacios como Colombia,
    Perú, Chile, e incluso en países con mayores
    posibilidades editoriales e investigativas que Venezuela (casos
    de México y
    Argentina, por ejemplo).

    No obstante, tratándose de una situación
    inevitable, se hace necesario atenuar hasta el mínimo, las
    consecuencias negativas que pueda acarrear tan particular
    situación. Se trata, pues, de un espacio teatral en el que
    hoy somos una cosa y mañana la otra, sin problemas,
    siempre y cuando tengamos claro cuál es el papel que
    estamos desempeñando en cada escena. Para decirlo con
    terminología de la lingüística, las distintas labores son
    simplemente problema de adecuada contextualización. A
    decir verdad, quizás con exclusión del rol de
    editor, ninguna de las otras cuatro es incompatible con las
    demás si tenemos claro cuál es el condicionamiento
    contextual y el rol discursivo que debemos desempeñar en
    cada oportunidad. Lo que a mi juicio no tiene sentido en
    ningún caso es hacerse el sueco y suscribir la
    filosofía de Juan Palomo: "Yo me lo hago, yo me lo
    como".

    Es decir, no creer que como escritores nos orienta, por
    ejemplo, el imperativo categórico de rechazar a la
    academia por considerarla un campo minado de presuntos y
    "fastidiosos" maestros, doctores doctorcillos y doctorejos.
    Tampoco hay que asumir "magistralmente" que como críticos
    nos las sabemos todas y no hay trampa literaria que no seamos
    capaces de descubrir. O que alabemos o destrocemos en nombre de
    la autoridad que concede el oficio. Ni mucho menos, suponer que
    la labor profesoral consiste en una rutina policial en la que
    sólo tiene valor la base
    teórica sobre la cual sustentamos nuestro acercamiento a
    lo literario.

    Insisto y con ello casi concluyo, es un fenómeno
    latinoamericano, no siempre podemos escapar de él; la
    ínfima valoración social de la literatura y de
    quienes la desempeñamos no puede ser soslayada en estos
    casos. Sencillamente, hay que aceptar que se trata de un hecho
    por ahora indiscutible y estar conscientes de que son camisas
    discursivas distintas y como tales hay que colocárselas y
    quitárselas de acuerdo con la ocasión. De otro
    modo, si confundimos las acciones y
    pasiones específicas de cada oficio, corremos el riesgo de
    terminar sin ropa, con el ego a millón pero desnudos ante
    los demás, como integrantes de una farsa a la que en
    algún momento se le verán las costuras. Como ya he
    manifestado en otras ocasiones, la literatura no es un santuario
    para que cada cual levante su egoteca particular ni tampoco una
    sociedad de
    acólitos anónimos y conocidos en la que cada grupo
    se atribuya el rótulo de "generación" y sienta que
    ello le otorga derecho a imponerse un espacio sin haberse
    dedicado al oficio con todas las condiciones que éste
    exige.

    El hecho de que en Venezuela y buena parte del resto del
    continente la labor de la escritura conduzca siempre al camino de
    la "pelagogía" y que esto nos imponga en no pocas
    ocasiones la necesidad de desempeñar otros roles (entre
    ellos el de la pedagogía), en nada debería
    perjudicar la valoración de una obra, si se comprende que
    el escritor nuestro no es "todero" por imperativo genético
    sino por razones de supervivencia. Y quizás en un ambiente como
    el nuestro, no tiene más remedio que auto-promocionarse,
    aunque una cosa es promoverse y otra muy distinta cerrarse ante
    cualquier disidencia del lector, que es a fin de cuentas para
    quien se escribe. De cualquier manera, para quienes sólo
    condenan sin haberse expuesto al juicio de los lectores,
    valdría la pena recordarles el texto de Miguel
    Ángel Asturias que se titula "La gallina pone huevos en
    los astros", que dice: "Por un huevo que ponés, tanta
    bulla que hacés. (a lo que la gallina responde)
    "Vení, ponélo vos, pues".

     

    REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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    En Revista Latina de
    Pensamiento y
    Lenguaje
    , 2 (1). México: (39-56).

     

    Luis Barrera Linares

    En Revista
    Virtual Contexto, Vol. 6, N° 8

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