JOHN STUART MILL: LA
MORAL COMO UTILIDAD
"Si puede haber alguna posible duda acerca de
que una persona noble
pueda ser más feliz a causa de su nobleza, lo que
sí no puede dudarse es de que hace más felices a
los demás y que el mundo en general gana inmensamente con
ello. El utilitarismo, por consiguiente, sólo
podría alcanzar sus objetivos
mediante el cultivo general de la nobleza de las
personas."
"Cuando las personas que son tolerablemente
afortunadas con relación a los bienes
externos no encuentran en la vida goce suficiente que la haga
valiosa para ellos, la causa radica generalmente en la falta de
preocupación por lo demás."
—Utilitarismo
John Stuart Mill (1806-1873), el heredero
intelectual del movimiento
utilitarista en Inglaterra, se
dedicó a clarificar las enseñanzas de su padre,
James Mill, y las de Jeremy Bentham. En su
Autobiografía, una historia de su "desarrollo
moral e
intelectual", Mill describe el exigente "experimento educativo"
al que fue sometido por su padre, de los tres a los catorce
años. A la edad de tres años, estudió griego
y aritmética; a los ocho, agregó latín a su
currículo, y cuando cumplió doce
años, lógica,
filosofía y teoría
económica. Su entrenamiento,
sin embargo, no fue nunca un ejercicio de memorización,
sino que estaba diseñado para producir un pensador
original.
A la edad de 21 años, Mill cayó
víctima de una crisis
emocional, que él mismo caracterizó luego como el
resultado de una pérdida súbita del entusiasmo por
las metas que se había propuesto en la vida; lo que en
terminología corriente se llamaría una depresión
nerviosa. Sin embargo, después de varios años de
descanso, logró reiniciar su carrera, y llegó a
cumplir la meta que se
había propuesto. Cuando tenía 25 años, Mill
conoció a Harriet Taylor, con quien
se casó. Él creía que el carácter y la habilidad de Harriet
constituyeron una de las grandes influencias en su vida, que
además le ayudó a dar forma a su pensamiento.
En 1823, después de un corto período de estudios
legales, Mill, siguiendo el consejo de su padre, aceptó
una posición en la Compañía de las Indias
Orientales. Por treinta años Mill desempeñó
este cargo de gran responsabilidad, mientras dedicaba sus ratos
libres a escribir sus libros. Al
retirarse, cuando intentaba dedicarse exclusivamente a escribir,
Mill fue propuesto como candidato al Parlamento. A pesar de
rehusarse a hacer campaña, fue elegido. Sobre su conducta política, William
Gladstone, Primer Ministro Británico, dijo lo siguiente:
"Tenía el buen sentido y el tacto de un político,
unido al pensamiento independiente de un recluso. A todos nos
hizo bien".
Los principales trabajos de Mill cubren una gran
variedad de temas, pero sus Sistema de Lógica
(1843) es considerado como su mayor contribución a la
filosofía. En esa obra defiende el método
inductivo en lógica, mostrando que las reglas generales o
los principios
universales deben derivarse de datos
empíricos. Otros trabajos suyos sobresalientes son:
Principios de Economía
Política (1848), que contiene los enunciados
clásicos de su filosofía social y política,
y su ensayo
Utilitarismo (1861), su única contribución
específica a la ética.
Durante los últimos años de su vida escribió
su Autobiografía y Tres ensayos sobre
religión, ambos publicados
póstumamente.
A diferencia de la mayoría de los filósofos, Stuart Mill no se propuso
generar una teoría ética, sino defender la
teoría ética en la cual nació. En su
defensa, sin embargo, su profundidad intelectual y su deseo
interior de encontrar una ética que diera cuenta de los
hechos de la vida lo condujo a modificar y a ir más
allá de la doctrina utilitarista que era defendida por su
padre y por Jeremy Bentham. Bentham basaba su filosofía
utilitarista en el principio de que el objetivo de
la moral es la
promoción de la mayor felicidad para el
mayor número de personas. Se fundamentaba en la premisa
deque la felicidad de cualquier individuo
consiste en un balance favorable de los placeres sobre los
dolores. Consecuentemente, aquellas acciones que
tendieran a incrementar el placer eran llamadas buenas, y
aquellas que tendieran a incrementar el dolor, malas. Para
Bentham, sin embargo, el utilitarismo era menos importante como
sistema
ético que como soporte filosófico para la
legislación social.
Bentham estaba motivado por la idea de que "el
bien público debe ser el objetivo del legislador: la
utilidad
general debe ser el fundamento de su razonamiento. Conocer el
bien auténtico de la comunidad es lo
que constituye la ciencia de
la legislación; el arte consiste en
encontrar los medios para
realizar ese bien". Para hacer efectivo este ideal social y
político, Bentham constituyó un "cálculo
hedonista", por medio del cual se podían medir los
placeres y los dolores. De esta forma, las buenas y las malas
acciones y, consecuentemente, la buena y la mala
legislación, podían ser evaluadas en
términos de factores como intensidad, duración y
extensión.
En su ensayo, Mill se interesa menos por las
implicaciones políticas
de la doctrina de Bentham que por proporcionar una defensa de sus
principios subyacentes. Además de responder a las
objeciones planteadas por los opositores del utilitarismo y de
corregir las malas interpretaciones, Mill reformula la doctrina.
En su reformulación, va más allá de la
aseveración de Bentham de que las diferencias esenciales
entre los placeres y los dolores son cuantitativas, manteniendo
que esas diferencias están sujetas también a una
significativa diferencia cualitativa. Por ejemplo, cualquiera que
haya experimentado el placer que sobreviene a la
resolución de un problema intelectual atestiguará,
sostiene Mill, que es superior en clase al
placer de comer un delicioso platillo.
Aunque Mill se distancia de la concepción
de Bentham de que todas las diferencias significativas entre los
placeres son cuantitativas, acepta en principio sus doctrinas
sobre el papel básico de los placeres y los dolores en la
vida moral, esto es, el hedonismo psicológico individual,
y el hedonismo ético universal. Según el primero,
el único motivo de una acción
es el deseo de cada individuo de su felicidad, esto es, que en su
vida exista más placer que dolor. De acuerdo al segundo
principio, "la mayor felicidad para el mayor número" debe
ser la meta del individuo y el estándar de su conducta. El
hedonismo psicológico es primeramente una doctrina
descriptiva, ya que pretende ser una descripción de los motivos reales de la
conducta humana.
Por contraste, el hedonismo ético universal es una
teoría normativa, en la que se estipula qué es lo
que se debe hacer. Es un principio por el que se evalúan
las acciones en términos de sus consecuencias, y no se
considera la naturaleza de
los motivos.
Sin embargo, existen dos aporías a la hora
de vincular el hedonismo psicológico individual y el
hedonismo ético universal: (1) si cada individuo
está motivado solamente por el deseo de su propia
felicidad, no existe razón para suponer que las acciones
personales promoverán al mismo tiempo y
siempre los intereses de la sociedad, y
(2) el hecho descriptivo de que la gente desea su propia
felicidad no implica el principio normativo que la gente deba
actuar de acuerdo con tal deseo. Mill reconoce que una adecuada
defensa del utilitarismo debe mostrar que se puede hacer la
transición de un interés
por la propia felicidad a un interés por la de los
demás, y de una teoría psicológica a una
teoría moral. Mill se propone zanjar la primera de estas
dos lagunas recurriendo al concepto de
sanciones, los incentivos para
actuar que proporcionan fuerza
coercitiva a las reglas morales. No existe acuerdo sobre que Mill
o cualquier otro haya logrado zanjar la segunda
cuestión.
En el sistema ético de Mill, las sanciones
están enraizadas en el motivo hedonista, esto es, las
reglas morales son reconocidas y obedecidas en virtud de la
anticipación de placeres o de dolores. Existen sanciones
"internas" y "externas". Las externas son aquellas fuerzas de
premio y castigo en el universo
alrededor de nosotros que controlan las acciones de las personas
a través del miedo al dolor y de su propensión al
placer. Por ejemplo, en nuestra sociedad, el miedo a la
desaprobación social y a la prisión son disuasivos
del crimen. Pero –advierte Mill–, la conformidad con
la letra de la ley en presencia
de tales sanciones externas no debe ser tomada como signo de un
auténtico sentido de obligación moral: la
última sanción moral debe proceder del
interior.
La fuerza de una sanción interna deriva
del sentimiento de placer que se experimenta cuando una ley moral
es obedecida, y el sentimiento de dolor que acompaña a su
violación. Que el principio de la mayor felicidad puede
ser sancionado desde dentro, es atestiguado por la observación. En algunas personas, al menos
–sostiene Mill–, el sentimiento de simpatía
por otros está tan bien desarrollado que la felicidad del
individuo depende del bienestar de los otros. Así, por
medio de la doctrina de las sanciones internas, Mill está
en capacidad de reconciliar la teoría psicológica
según la cual la gente desea su propia felicidad con la
teoría moral que dice que uno debe actuar para servir al
bien común.
Sin embargo, Mill reconoce que su argumento en
soporte de las sanciones no constituye una demostración
lógica del principio de la mayor felicidad para el mayor
número. De hecho, él arguye que no es posible dar
ninguna prueba directa de ningún primer principio o fin
último, y que el problema de la prueba en realidad se
reduce al problema del asentimiento racional:
El carácter de prueba mediante razonamiento
es algo común a todos los primeros principios, tanto por
lo que se refiere a las primeras premisas de nuestro conocimiento
como a las concernientes a nuestra conducta. Sin embargo, las
primeras, siendo cuestiones fácticas, pueden ser objeto de
una apelación directa a las facultades que juzgan de los
hechos, a saber nuestros sentidos y nuestra conciencia
interna…
La única prueba de que un sonido es audible
es que la gente lo oiga. Y, de modo semejante, respecto a todas
las demás fuentes de
nuestra experiencia. De igual modo, entiendo que el único
testimonio que es posible presentar de que algo es deseable es
que la gente, en efecto, lo desee realmente. Si el fin que la
doctrina utilitarista se propone a sí misma no fuese, en
teoría y en la práctica, reconocido como fin, nada
podría convencer a persona alguna de que era tal cosa. No
puede ofrecerse razón alguna de por qué la
felicidad general es deseable excepto que cada persona, en la
medida en que considera que es alcanzable, desea su propia
felicidad. (Utilitarismo, Cap. IV).
Fragmento 1. El Utilitarismo, Cap.
II
El primer objetivo de Mill al defender el
utilitarismo es clarificar la doctrina. Intenta hacer esto de dos
maneras: exponiendo los equívocos y exponiendo el
principio en forma correcta. Comienza por oponerse a aquellos que
erróneamente asocian "utilidad" con placer y
dolor.
No merece más que un comentario de pasada
el despropósito, basado en la ignorancia, de suponer que
aquellos que defienden la utilidad como criterio de lo correcto y
lo incorrecto utilizan el término en aquel sentido
restringido y meramente coloquial en el que la utilidad se opone
al placer. Habrá que disculparse con los oponentes del
utilitarismo por tan siquiera la impresión que pudiera
haberse dado momentáneamente de confundirlos con personas
capaces de tal absurda y errónea interpretación. Interpretación que,
por lo demás, resulta de lo más sorprendente en la
medida en que la acusación contraria, la de vincular todo
al placer, y ello también en la forma más burda del
mismo, es otra de las que habitualmente se hacen al
utilitarismo.
Como ha sido atinadamente señalado por un
autor perspicaz, el mismo tipo de personas, y a menudo
exactamente las mismas personas, denuncian esta teoría
como «impracticablemente austera cuando la palabra
'utilidad' precede a la palabra 'placer', y como demasiado
voluptuosa en la práctica, cuando la palabra 'placer'
precede a la palabra 'utilidad'». Quienes saben algo del
asunto están enterados de que todos los autores, desde
Epicuro hasta Bentham, que mantuvieron la teoría de la
utilidad, entendían por ella no algo que ha de
contraponerse al placer, sino el propio placer junto con la
liberación del dolor y que en lugar de oponer lo
útil a lo agradable o a lo ornamental, han declarado
siempre que lo útil significa, entre otras, estas
cosas.
Con todo, la masa común, incluyendo la masa
de escritores no sólo de los diarios y periódicos
sino de libros de peso y pretensiones, están cometiendo
continuamente este trivial error. Habiéndose apoderado de
la palabra 'utilitarista', pero sin saber nada acerca de la misma
más que como suena, habitualmente expresan mediante ella
el rechazo o el olvido del placer en alguna de sus formas: de la
belleza, el ornato o la diversión. Por lo demás, no
sólo se utiliza erróneamente este término
por motivos de ignorancia, a modo de censura, sino, en ocasiones,
de forma elogiosa, como si implicase superioridad respecto a la
frivolidad y los meros placeres del momento. Y este uso viciado
es el único en el que la palabra es popularmente conocida
y aquél a partir del cual la nueva generación
está adquiriendo su única noción acerca de
su significado. Quienes introdujeron la palabra, pero durante
muchos años la descartaron como una apelación
distintiva, es posible que se sientan obligados a recuperarla, si
al hacerlo esperan contribuir de algún modo a rescatarla
de su completa degradación.
Framento 2. Ibid.
Concisamente, Mill define la doctrina de la
utilidad.
El credo que acepta como fundamento de la moral la
Utilidad, o el Principio de la mayor Felicidad, mantiene que las
acciones son correctas (right) en la medida en que tienden
a promover la felicidad, incorrectas (wrong) en cuanto
tiende a producir lo contrario a la felicidad. Por felicidad se
entiende el placer y la ausencia de dolor; por infelicidad el
dolor y la falta de placer. Para ofrecer una idea clara del
criterio moral que esta teoría establece es necesario
indicar mucho más: en particular, qué cosas incluye
en las ideas de dolor y placer, y en qué medida es
ésta una cuestión a debatir. Pero estas
explicaciones suplementarias no afectan a la teoría de la
vida sobre la que se funda esta teoría de la moralidad
–a saber, que el placer y la exención del
sufrimiento son las únicas cosas deseables como
fines–; y que todas las cosas deseables (que son tan
numerosas en el Proyecto
utilitarista como en cualquier otro) son deseables ya bien por el
placer inherente a ellas mismas, o como medios para la
promoción del placer y la evitación del
dolor.
Fragmento 3. Ibid.
Aun cuando se entienda claramente que el
principio de utilidad se dirige a los placeres y dolores,
permanece la acusación de que es una doctrina "de
puercos". Este equívoco se debe a un fallo en reconocer
que los placeres varían tanto en grado como en
clase.
Ahora bien, tal teoría de la vida
provoca en muchas mentes, y entre ellas en algunas de las
más estimables en sentimientos y objetivos, un fuerte
desagrado. Suponer que la vida no posea (tal como ellos lo
expresan) ninguna finalidad más elevada que el placer
–ningún objeto mejor y más noble de deseo y
búsqueda– lo califican como totalmente despreciable
y rastrero, como una doctrina sólo digna de los puercos, a
los que se asociaba a los seguidores de Epicuro en un principio,
siendo, en algunas ocasiones, los modernos defensores de esta
doctrina igualmente víctimas de tan corteses comparaciones
por parte de sus detractores alemanes, franceses e
ingleses.
Cuando se les atacaba de este modo, los
epicúreos han contestado siempre que no son ellos, sino
sus acusadores, los que ofrecen una visión degradada de la
naturaleza
humana; ya que la acusación supone que los seres
humanos no son capaces de experimentar más placeres que
los que puedan experimentar los puercos. Si esta
suposición fuese cierta, la acusación no
podría ser desmentida, pero ya no sería un
reproche, puesto que si las fuentes del placer fueran exactamente
iguales para los seres humanos y para los cerdos, la regla de
vida que fuera lo suficientemente buena para los unos
sería lo suficientemente buena para los otros. Resulta
degradante la comparación de la vida epicúrea con
la de las bestias precisamente porque los placeres de una bestia
no satisfacen la concepción de felicidad de un ser humano.
Los seres humanos poseen facultades más elevadas que los
apetitos animales, y una
vez que son conscientes de su existencia no consideran como
felicidad nada que no incluya la gratificación de aquellas
facultades. Desde luego que no considero que los epicúreos
hayan derivado, en modo alguno, de forma irreprochable su
teoría de lo que se sigue de la aplicación del
principio utilitarista. Para hacerlo de un modo adecuado
sería necesario incluir muchos elementos estoicos,
así como cristianos. Con todo, no existe ninguna
teoría conocida de la vida epicúrea que no asigne a
los placeres del intelecto, de los sentimientos y de la
imaginación, y de los sentimientos morales, un valor mucho
más elevado en cuanto placeres que a los de la pura
sensación.
Debe admitirse, sin embargo, que los
utilitaristas, en general, han basado la superioridad de los
placeres mentales sobre los corporales, principalmente en la
mayor persistencia, seguridad, menor
costo, etc. de
los primeros, es decir, en sus ventajas circunstanciales
más que en su naturaleza intrínseca. En todos estos
puntos los utilitaristas han demostrado satisfactoriamente lo que
defendían, pero bien podrían haber adoptado la otra
formulación, más elevada, por así decirlo,
con total consistencia. Es del todo compatible con el principio
de utilidad el reconocer el hecho de que algunos tipos de placer
son más deseables y valiosos que otros. Sería
absurdo que mientras que al examinar todas las demás cosas
se tiene en cuenta la calidad
además de la cantidad, la estimación de los
placeres se supusiese que dependía tan sólo de la
cantidad.
Fragmento 4. Ibid.
La superioridad de un tipo de placer sobre otro
la determina propiamente quien tiene experiencia de ambos. Tales
jueces competentes, sostiene Mill, prefieren los placeres de las
facultades superiores a aquellos de las
inferiores.
Si se me pregunta qué entiendo por
diferencia de calidad en los placeres, o qué hace a un
placer más valioso que a otro, simplemente en cuanto
placer, a no ser que sea su mayor cantidad, sólo existe
una única posible respuesta. De entre dos placeres, si hay
uno al que todos, o casi todos los que han experimentado ambos,
conceden una decidida preferencia, independientemente de todo
sentimiento de obligación moral para preferirlo, ese es el
placer más deseable. Si aquellos que están
familiarizados con ambos colocan a uno de los dos tan por encima
del otro que lo prefieren, aun sabiendo que va acompañado
de mayor cantidad de molestias, y no lo cambiarían por
cantidad alguna que pudieran experimentar del otro placer,
está justificado que asignemos al goce preferido una
superioridad de muy poca importancia.
Ahora bien, es un hecho incuestionable que quienes
están igualmente familiarizados con ambas cosas y
están igualmente capacitados para apreciarlas y gozarlas,
muestran realmente una preferencia máximamente destacada
por el modo de existencia que emplea las capacidades humanas
más elevadas. Pocas criaturas humanas consentirían
en transformarse en alguno de los animales inferiores ante la
promesa del más completo disfrute de los placeres de una
bestia. Ningún ser humano inteligente admitiría
convertirse en un necio, ninguna persona culta querría ser
un ignorante, ninguna persona con sentimientos y conciencia
querría ser egoísta y depravada, aun cuando se le
persuadiera de que el necio, el ignorante o el sinvergüenza
pudieran estar más satisfechos con su suerte que ellos con
la suya. No cederían aquello que poseen y los otros no, a
cambio de la
más completa satisfacción de todos los deseos que
poseen en común con estos otros. Si alguna vez imaginan
que lo harían es en casos de desgracia tan extrema que por
escapar de ella cambiarían su suerte por cualquier otra,
por muy despreciable que resultase a sus propios ojos. Un ser con
facultades superiores necesita más para sentirse feliz,
probablemente está sujeto a sufrimientos más
agudos, y ciertamente los experimenta en mayor número de
ocasiones que un tipo inferior. Sin embargo, a pesar de estos
riesgos, nunca
puede desear de corazón
hundirse en lo que él considera que es un grado más
bajo de existencia.
Podemos ofrecer la explicación que nos
plazca de esta negativa. Podemos atribuirla al orgullo, nombre
que se da indiscriminadamente a algunos de los más y a
algunos de los menos estimables sentimientos de los que la
humanidad es capaz. Podemos achacar tal negativa al amor a la
libertad y la
independencia,
apelando a lo cual los estoicos conseguían inculcarla de
la manera más eficaz. O achacarla al amor al poder, al amor
a las emociones, cosas
ambas que están comprendidas en ella y a ella contribuyen.
Sin embargo, lo más indicado es apelar a un sentido de
dignidad que
todos los seres humanos poseen en un grado u otro, y que guarda
alguna correlación, aunque en modo alguno perfecta, con
sus facultades más elevadas y que constituye una parte tan
esencial de la felicidad de aquellos en los que este sentimiento
es fuerte, que nada que se le oponga podría constituir
más que un objeto momentáneo de deseo para ellos.
Quien quiera que suponga que esta preferencia tiene lugar al
precio de
sacrificar la felicidad –que el ser superior es, en
igualdad de
circunstancias, menos feliz que el inferior– confunde los
dos conceptos totalmente distintos de felicidad y contento. Es
indiscutible que el ser cuyas capacidades de goce son
pequeñas tiene más oportunidades de satisfacerlas
plenamente; por el contrario, un ser muy bien dotado siempre
considerará que cualquier felicidad que pueda alcanzar,
tal como el mundo está constituido, es imperfecta. Pero
puede aprender a soportar sus imperfecciones, si son en
algún sentido soportables. Imperfecciones que no le
harán envidiar al ser que, de hecho, no es consciente de
ellas, simplemente porque no experimenta en absoluto el bien que
hace que existan imperfecciones. Es mejor ser un ser humano
insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates
insatisfecho que un necio satisfecho. Y si el necio o el cerdo
opinan de un modo distinto es a causa de que ellos sólo
conocen una cara de la cuestión. El otro miembro de la
comparación conoce ambas caras.
Fragmento 5. Ibid.
Mill pasa a descartar los juicios de aquellos que
abandonan los placeres superiores por los inferiores, explicando
que ellos son incapaces, ya sea por incapacidad inherente o por
falta de oportunidades, de disfrutar de los placeres superiores.
Los únicos jueces finales y competentes son los que han
experimentado el espectro completo de placeres.
También puede objetarse que muchos que al
principio muestran un entusiasmo juvenil por todo lo noble, a
medida que adquieren más edad se dejan sumir en la
indolencia y el egoísmo. Sin embargo, yo no creo que
aquellos que experimentan este cambio, muy habitual, elijan
voluntariamente los placeres inferiores con preferencia a los
más elevados. Considero que antes de dedicarse
exclusivamente a los primeros han perdido la capacidad para los
segundos. La capacidad para los sentimientos más nobles
es, en la mayoría de los seres, una planta muy tierna, que
muere con facilidad, no sólo a causa de influencias
hostiles sino por la simple carencia de sustento; y en la
mayoría de las personas jóvenes se desvanece
rápidamente cuando las ocupaciones a que les ha llevado su
posición en la vida o en la sociedad en la que se han
visto arrojados no han favorecido el que mantengan en ejercicio
esa capacidad más elevada. Los hombres pierden sus
aspiraciones elevadas al igual que pierden sus gustos intelectuales,
por no tener tiempo ni oportunidad de dedicarse a ellos. Se
aficionan a placeres inferiores no porque los prefieran
deliberadamente, sino porque o ya bien son los únicos a
los que tienen acceso, o bien los únicos para los que les
queda capacidad de goce. Puede cuestionarse que alguien que se
haya mantenido igualmente capacitado para ambos tipos de placer
haya jamás preferido de forma deliberada y ponderada el
más bajo, aunque muchos, en todas las épocas, se
hayan destruido en un intento fallido de
combinarlos.
Considero inapelable este veredicto emitido por
los únicos jueces competentes. En relación con la
cuestión de cuál de dos placeres es el más
valioso, o cuál de dos modos de existencia es el
más gratificante para nuestros sentimientos, al margen de
sus cualidades morales o sus consecuencias, el juicio de los que
están cualificados por el
conocimiento de ambos o, en caso de que difieran, el de la
mayoría de ellos, debe ser admitido como definitivo. Es
preciso que no haya dudas en aceptar este juicio respecto a la
calidad de los placeres, ya que no contamos con otro tribunal, ni
siquiera en relación con la cuestión de la
cantidad. ¿Qué medio hay para determinar
cuál es el más agudo de dos dolores, o la
más intensa de dos sensaciones placenteras, excepto el
sufragio
universal de aquellos que están familiarizados con ambos?
¿Con qué contamos para decidir si vale la pena
perseguir un determinado placer a costa de un dolor particular a
no ser los sentimientos y juicio de quien 1os experimenta?
Cuando, por consiguiente, tales sentimientos y juicio declaran
que los placeres derivados de las facultades superiores son
preferibles como clase, aparte de la cuestión de la
intensidad, a aquellos que la naturaleza animal, al margen de las
facultades superiores, es capaz de experimentar, merecen la misma
consideración respecto a este tema.
Fragmento 6. Ibid.
El principio de la máxima felicidad queda
reformulado para incluir la distinción hecha entre los
aspectos cuantitativos y los cualitativos del
placer.
Me he detenido en este punto por ser un elemento
necesario para una concepción perfectamente adecuada de la
Utilidad o Felicidad considerada como la regla directriz de la
conducta humana. Sin embargo, no constituye en modo alguno una
condición indispensable para la aceptación del
criterio utilitarista, ya que tal criterio no lo constituye la
mayor felicidad del propio agente, sino de la mayor cantidad
total de felicidad. Si puede haber alguna posible duda acerca de
que una persona noble pueda ser más feliz a causa de su
nobleza, lo que sí no puede dudarse es de que hace
más felices a los demás y que el mundo en general
gana inmensamente con ello. El utilitarismo, por consiguiente,
sólo podría alcanzar sus objetivos mediante el
cultivo general de la nobleza de las personas, aun en el caso de
que cada individuo sólo se beneficiase de la nobleza de
los demás y la suya propia, por lo que a la felicidad se
refiere, contribuya a una clara reducción del beneficio.
Pero la simple mención de algo tan absurdo como esto
último hace superflua su
refutación.
Conforme al Principio de la Mayor Felicidad, tal
como se explicó anteriormente, el fin último, con
relación al cual y por el cual todas las demás
cosas son deseables (ya estemos considerando nuestro propio bien
o el de los demás), es una existencia libre, en la medida
de lo posible, de dolor y tan rica como sea posible en goces,
tanto por lo que respecta a la cantidad como a la calidad,
constituyendo el criterio de la calidad y la regla para
compararla con la cantidad, la preferencia experimentada por
aquellos que, en sus oportunidades de experiencia (a lo que debe
añadirse su hábito de auto-reflexión y
auto-observación), están mejor dotados de los
medios que permiten la comparación. Puesto que dicho
criterio es, de acuerdo con la opinión utilitarista, el
fin de la acción humana, también constituye
necesariamente el criterio de la moralidad, que puede definirse,
por consiguiente, como «las reglas y preceptos de la
conducta humana» mediante la observación de los
cuales podrá asegurarse una existencia tal como se ha
descrito, en la mayor medida posible, a todos los hombres. Y no
sólo a ellos, sino, en tanto en cuanto la naturaleza de
las cosas lo permita, a las criaturas sintientes en su
totalidad.
Fragmento 7. Ibid.
Se continúa con el proceso de
clarificación a través de la exposición
de distintas objeciones a la doctrina y de su respectiva
respuesta. Por ejemplo, el argumento de que el utilitarismo es
inválido porque la felicidad no puede ser alcanzada es
respondido por Mill con una descripción realista de la
felicidad, y una sugerencia sobre los medios sociales para
alcanzarla.
Cuando, sin embargo, se afirma de este modo,
positivamente, que es imposible una vida humana feliz, se trata
si no de una especie de juego de
palabras, sí por lo menos de una exageración. Si
por felicidad se entiende una continua emoción altamente
placentera, resulta bastante evidente que esto es imposible. Un
estado de
placer exaltado dura sólo unos instantes, o, en algunos
casos, y con algunas interrupciones, horas o días,
constituyendo el ocasional brillante destello del goce, no su
llama permanente y estable. De esto fueron tan conscientes los
filósofos que enseñaron que la felicidad es el fin
de la vida, como aquellos que los vituperan. La felicidad a la
que se referían los primeros no es la propia de una vida
de éxtasis, sino de momentos de tal goce, en una
existencia constituida por pocos y transitorios dolores, por
muchos y variados placeres, con un decidido predominio del activo
sobre el pasivo, y teniendo como fundamento de toda la felicidad
no esperar de la vida más de lo que la vida pueda dar. Una
vida así constituida ha resultado siempre, a quienes han
sido lo suficientemente afortunados para disfrutar de ella,
acreedora del nombre de felicidad. Y tal existencia, incluso
ahora, ya le ha tocado en suerte a muchas personas durante una
parte importante de su vida. La desafortunada educación actual,
así como las desafortunadas condiciones sociales actuales
son el único obstáculo para que sea patrimonio de
todo el mundo.
Quienes ponen objeciones a esto tal vez
pondrán en duda el que los seres humanos, si se les
enseña a considerar la felicidad como el fin de la vida,
se puedan sentir satisfechos con una porción tan moderada
de felicidad. Sin embargo, gran número de personas se han
contentado con mucho menos.
Los principales factores de una vida satisfactoria
resultan ser dos, cualquiera de los cuales puede por sí
solo ser suficiente para tal fin: la tranquilidad y la
emoción. Poseyendo mucha tranquilidad muchos encuentran
que pueden conformarse con muy poco placer. Con mucha
emoción, muchos pueden tolerar una considerable cantidad
de dolor. Con toda seguridad, no existe ninguna imposibilidad
a priori de que sea factible, ni tan siquiera para la gran
masa de la humanidad, el reunir ambas cosas, ya que éstas,
lejos de ser incompatibles, forman una alianza natural, siendo la
prolongación de cada una preparación para la
excitación del deseo de la otra. Sólo aquellos para
quienes la indolencia se convierte en un vicio no desean
emociones después de un intervalo de reposo. Sólo
aquellos para quienes la necesidad de emociones es una enfermedad
experimentan la tranquilidad que sigue a las emociones como
aburrida y estúpida, en lugar de placentera en
razón directa a la emoción que la
precedió.
Cuando las personas que son tolerablemente
afortunadas con relación a los bienes externos no
encuentran en la vida goce suficiente que la haga valiosa para
ellos, la causa radica generalmente en la falta de
preocupación por lo demás. Para aquellos que
carecen de afectos tanto públicos como privados, las
emociones de la vida se reducen en gran parte, y en cualquier
caso pierden valor conforme se aproxima el momento en el que
todos los intereses egoístas se acaban con la muerte;
mientras que aquellos que dejan tras de sí objetos de
afecto personal, y
especialmente aquellos que han cultivado un sentimiento de
solidaridad
respecto a los intereses colectivos de la humanidad, mantienen en
la víspera de su muerte un
interés tan vivo por la vida como en el esplendor de su
juventud o su
salud.
Después del egoísmo, la principal causa de una vida
insatisfactoria es la carencia de la cultura
intelectual. Una mente cultivada –no me refiero a la de un
filósofo, sino a cualquier mente para la que estén
abiertas las fuentes del conocimiento y a la que se le ha
enseñado en una medida tolerable a ejercitar sus
facultades– encuentra motivos de interés perenne en
cuanto le rodea. En los objetos de la naturaleza, las obras de
arte, las fantasías poéticas, los incidentes de la
historia, el comportamiento
de la humanidad pasada y presente y sus proyectos de
futuro.
Fragmento 8. Ibid.
Otra objeción que Mill responde es que el
utilitarismo es moralmente incompatible con las acciones de
sacrificio personal que son tan reverenciados en nuestra cultura
cristiana. En un análisis más cercano, los actos de
autosacrificio que consideramos buenos, obtienen su valor de la
promoción del bien general, aunque conlleven la
negación de la felicidad individual. Esto no se debe tomar
como que la felicidad de un individuo es menos importante que la
de otro cualquiera.
Entre tanto, no deben dejar de proclamar los
utilitaristas la moralidad de la abnegación
(self-devotion) como una posesión a la que tienen
tanto derecho como los estoicos o los transcendentalistas. La
moral utilitarista reconoce en los seres humanos la capacidad de
sacrificar su propio mayor bien por el bien de los demás.
Sólo se niega a admitir que el sacrificio sea en sí
mismo un bien. Un sacrificio que no incremente o tienda a
incrementar la suma total de la felicidad se considera como
inútil. La única auto-renuncia que se aplaude es
el amor a la
felicidad, o a alguno de los medios que conducen a la felicidad,
de los demás, ya bien de la humanidad colectivamente, o de
individuos particulares, dentro de los límites
que imponen los intereses colectivos de la
humanidad.
Debo repetir nuevamente que los detractores del
utilitarismo raras veces le hacen justicia y
reconocen que la felicidad que constituye el criterio
utilitarista de lo que es correcto en una conducta no es la
propia felicidad del agente, sino la de todos los afectados.
Entre la felicidad personal del agente y la de los demás,
el utilitarista obliga a aquél a ser tan estrictamente
imparcial como un espectador desinteresado y benevolente. En la
regla de oro de
Jesús de Nazaret encontramos todo el espíritu de la
ética de la utilidad: «Compórtarte con los
demás como quieras que los demás se comporten
contigo» y «Amar al prójimo como a ti
mismo» constituyen la perfección ideal de la moral
utilitarista. Como medio para alcanzar más aproximadamente
este ideal, la utilidad recomendará, en primer
término, que las leyes y organizaciones
sociales armonicen en lo posible la felicidad o (como en
términos prácticos podría denominarse) los
intereses de cada individuo con los intereses del conjunto. En
segundo lugar, que la educación y la
opinión
pública, que tienen un poder tan grande en la
formación humana, utilicen de tal modo ese poder que
establezcan en la mente de todo individuo una asociación
indisoluble entre su propia felicidad y el bien del conjunto,
especialmente entre su propia felicidad y la práctica de
los modos de conducta negativos y positivos que la felicidad
prescribe; de tal modo que no sólo no pueda concebir la
felicidad propia en la conducta que se oponga al bien general,
sino también de forma que en todos los individuos el
impulso directo de mejorar el bien general se convierta en uno de
los motivos habituales de la acción y que los sentimientos
que se conecten con este impulso ocupen un lugar importante y
destacado en la experiencia sintiente de todo ser humano. Si los
que rechazan la moral utilitarista se la presentasen ante su
intelecto en este su auténtico sentido, no sé
qué cualidades por cualquier otra moral podrían
afirmar en modo alguno que echaban en falta, o qué
desarrollo más armónico y profundo de la naturaleza
humana puede esperarse que propicie algún otro sistema
ético, o en qué motivaciones, no accesibles al
utilitarismo, pueden basarse tales sistemas para
hacer efectivos sus mandatos.
Fragmento 9. Ibid.
A la objeción de que la gente no
está constituida para estar motivada siempre por el
interés social, Mill responde que esto es cierto, pero que
en ninguna forma invalida su tesis. El
principio de la mayor felicidad no es esencial como motivo de
conducta, pero es esencial como regla por medio de la cual la
conducta se juzga y se sanciona. La cuestión
psicológica de la
motivación es distinta de las cuestiones éticas
de obligación y evaluación. La evaluación moral se
dirige a acciones y a la manera en la cual afectan la felicidad
general.
Afirman que es una exigencia excesiva el pedir que
la gente actúe siempre inducida por la promoción
del interés general de la sociedad. Pero esto supone no
entender el verdadero significado de un modelo de
moral y confundir la regla de acción con el motivo que
lleva a su cumplimiento. Es tarea de la ética la de
indicarnos cuáles son nuestros deberes o mediante
qué pruebas
podemos conocerlos, pero ningún sistema ético exige
que el único motivo de nuestro actuar sea un sentimiento
del deber. Por el contrario, el noventa y nueve por ciento de
todas nuestras acciones se realizan por otros motivos, cosa que
es del todo correcta si la regla del deber no los condena.
Resulta totalmente injusto hacer objeciones al utilitarismo en
base a lo anteriormente mencionado cuando precisamente los
moralistas utilitaristas han ido más allá que casi
todos los demás al afirmar que el motivo no tiene nada que
ver con la moralidad de la acción, aunque si mucho con el
mérito del agente. Quien salva a un semejante de ser
ahogado hace lo que es moralmente correcto, ya sea su motivo el
deber o la esperanza de que le recompensen por su esfuerzo. Quien
traiciona al amigo que confía en él es culpable de
un crimen, aun cuando su objetivo sea servir a otro amigo con
quien tiene todavía mayores obligaciones
(3). Pero si nos limitamos a hablar de acciones realizadas por
motivos de deber y en obediencia inmediata a principios, es
interpretar erróneamente el pensamiento utilitarista el
imaginar que implica que la gente debe fijar su mente en algo tan
general como el mundo o la sociedad en su
conjunto.
La gran mayoría de las acciones
están pensadas no para beneficio del mundo sino de los
individuos a partir de los cuales se constituye el bien del mundo
y no es preciso que el pensamiento del hombre
más virtuoso cabalgue, en tales ocasiones, más
allá de las personas afectadas, excepto en la medida en
que sea necesario asegurarse de que al beneficiarles no
está violando los derechos, es decir, las
expectativas legítimas y autorizadas de nadie más.
La multiplicación de la felicidad es, conforme a la
ética utilitarista, el objeto de la virtud: las ocasiones
en las que persona alguna (excepto una entre mil) tiene en sus
manos el hacer esto a gran escala –en
otras palabras ser un benefactor público– no son
sino excepcionales; y sólo en tales ocasiones se le pide
que tome en consideración la utilidad pública. En
todos los demás casos, todo lo que tiene que tener en
cuenta es la utilidad privada, el interés o felicidad de
unas cuantas personas. Sólo aquellos cuyas acciones
influyen hasta abarcar la sociedad en general tienen necesidad
habitual de ocuparse de un objeto tan amplio. Por supuesto que en
el caso de las omisiones, es decir, las cosas que la gente deja
de hacer a causa de consideraciones morales, aun cuando las
consecuencias de un caso particular pudieran ser beneficiosas,
sería indigno de un agente inteligente no percatarse
conscientemente de que la acción es de un tipo tal que, si
se practicase generalmente sería dañina, y que este
es el fundamento de la obligación de omitir tal
acción. El grado de consideración del
interés público implícito en este
reconocimiento no es mayor que el que exigen todos los sistemas
morales ya que todos aconsejan abstenerse de aquello que es
manifiestamente pernicioso para la sociedad.
Fragmento 10. El Utilitarismo, Cap.
III
Después de aclarar las mayores
incomprensiones acerca del principio de utilidad, Mill se propone
investigar cuál puede ser su última
justificación.
Se formula a menudo la cuestión, con toda
propiedad,
respecto a cualquier supuesto criterio moral: ¿Cuál
es su sanción? ¿Cuáles son los motivos de
obediencia? O, de modo más específico:
¿Cuál es la fuente de la que deriva su
obligatoriedad? ¿De dónde procede su fuerza
vinculante? Es una tarea necesaria de la filosofía moral
la de proporcionar respuesta a esta cuestión que, aun
cuando con frecuencia se presupone que es una objeción a
la moralidad utilitarista –como si tuviera una mayor
aplicación a esta doctrina que a las demás–,
se origina, en realidad, con relación a todos los
criterios. De hecho, se plantea siempre que se le pide a alguien
que adopte un criterio, o que refiera la moralidad a
alguna base en la que no tiene costumbre de fundamentarla.
Sólo la moralidad establecida, aquella que la
educación y la opinión pública han
consagrado, es la única que se presenta ante la mente como
siendo en sí misma obligatoria. Cuando a una
persona se le pide que considere que esta moralidad deriva
su obligatoriedad de algún principio general en torno al cual la
costumbre no ha colocado el mismo halo, tal
afirmación le resulta una paradoja: Los supuestos
corolarios parecen poseer una fuerza más vinculante que el
teorema original. La superestructura parece componérselas
mejor sin aquello que se presenta como su fundamento. La persona
que se encuentra en tal situación se dice a sí
misma: Siento que estoy obligada a no robar, no matar, no
traicionar, no mentir, pero ¿por qué estoy obligada
a promover la felicidad general? Si mi propia felicidad radica en
algo distinto, ¿por qué no he de darle
preferencia?
Fragmento 11.
Ibid.
Mill argumenta que, aunque las sanciones externas
–sociales y sobrenaturales– refuerzan el principio
utilitarista, no nos obligan a seguirlo. Por sí mismas,
las sanciones no pueden obligarnos satisfactoriamente a
ningún principio moral, ya que las personas quedan
verdaderamente obligadas sólo cuando sienten en su
interior que el principio es vinculante. Es nuestro "sentimiento
de la humanidad" el que nos proporciona la última
sanción del principio de utilidad, y Mill llama a esto
sanción interna.
El principio de la utilidad, o bien cuenta con
todas las sanciones con las que cuenta cualquier otro sistema
moral, o por lo menos no hay razón alguna para que no
pudiera contar con ellas. Dichas sanciones son ya bien externas o
internas. De las sanciones externas no es necesario hablar
demasiado. Se trata de la esperanza de conseguir el favor y el
temor al rechazo de nuestros semejantes o el Regidor del Universo, junto
con los sentimientos efectivos o de empatía que podamos
sentir hacia ellos, o el amor o temor que nos inspire,
inclinándonos a cumplir su voluntad independientemente de
las consecuencias consideradas desde un punto de vista
egoísta. Evidentemente no hay razón por la que
estos tres motivos en su conjunto no puedan vincularse con la
moralidad utilitarista con la misma intensidad y fuerza como con
cualquier otra. De hecho, aquellas sanciones que se refieren a
nuestros semejantes es seguro que
serán más eficaces en proporción a la
aceptación general de que gocen. Exista o no exista
algún otro fundamento de la obligación moral que no
sea la felicidad general, los hombres efectivamente desean la
felicidad y, por muy imperfectos que sean en su propia
actuación al respecto, desean y recomiendan en los
demás toda conducta hacia ellos mismos mediante la cual
consideren que se promociona su felicidad.
Respecto a la motivación
religiosa, si los hombres creen, como la mayoría de ellos
mantiene, en la bondad de Dios, quienes piensan que el hecho de
ser conducente a la felicidad general es la esencia, o incluso el
único criterio, de la bondad deben creer, necesariamente,
que eso es también lo que Dios aprueba. Por consiguiente,
tanto la fuerza toda de las recompensas y castigos externos, ya
sean físicos o morales, ya procedan de Dios o de nuestros
semejantes, junto con todo aquello que la capacidad de la
naturaleza humana presenta como desinteresada devoción por
ambos, pueden ser utilizados para reforzar la moralidad
utilitarista, en tanto en cuanto tal moralidad sea reconocida, y
tanto más en la medida en que la educación y el
cultivo general de la persona contribuyen a tal
propósito.
Hasta aquí, por lo que a las sanciones
externas se refiere. En cuanto a la sanción interna del
deber, cualquiera que sea nuestro criterio del deber, es siempre
la misma: un sentimiento en nuestro propio espíritu, un
dolor más o menos intenso que acompaña a la
violación del deber, que en las naturalezas morales
adecuadamente cultivadas lleva, en los casos más graves, a
que sea imposible eludir el deber. Este sentimiento cuando es
desinteresado y se relaciona con la idea pura del deber y no con
alguna forma particular del mismo, o con alguna de las
circunstancias meramente accesorias, constituye la esencia de la
conciencia. Ocurre, sin embargo, que en este fenómeno tan
complejo, tal como ahora se presenta, el hecho desnudo aparece en
general arropado con asociaciones colaterales derivadas de la
simpatía, el amor, y todavía en mayor medida el
temor, como asimismo de todas las formas de sentimiento
religioso, de los recuerdos de nuestra infancia y
vida pasada, de la autoestima,
del deseo de estimación por parte de los demás e
incluso, en ocasiones, de
autohumillación.
Estas complicaciones extremas, en mi
opinión, son el origen del tipo de carácter
místico que –debido a una tendencia del
espíritu humano del que contamos con otros muchos
ejemplos– suele atribuirse a la idea de la
obligación moral, que lleva a la gente a creer que dicha
idea no puede asociarse en modo alguno a otros objetos que no
sean aquellos que, a causa de una supuesta misteriosa ley,
encontramos en nuestra experiencia actual que la
producen.
Sin embargo, su fuerza vinculante se debe a la
existencia de una serie de sentimientos que deben violentarse
para llevar a cabo lo que se opone a nuestro criterio de lo
correcto, los cuales, a su vez, si no obstante contravenimos
dicho criterio, probablemente reaparecerán posteriormente
en forma de remordimiento. Cualquiera que sea la teoría de
la que dispongamos acerca de la naturaleza u origen de la
conciencia, esto es en esencia lo que la
constituye.
Siendo, por consiguiente, la sanción
última de toda moralidad (al margen de los motivos
externos) un sentimiento subjetivo de nuestro propio
espíritu, no veo ninguna dificultad para aquellos que
siguen el criterio de utilidad, a la hora de enfrentarse a la
cuestión de cuál es la sanción de ese
criterio en particular. Aquí podemos contestar, al igual
que con respecto a todos los restantes criterios morales: los
sentimientos conscientes de la humanidad. No cabe duda de que
esta sanción no tiene fuerza vinculante en aquellos que no
poseen los sentimientos a los que se apela. Sin embargo,
también es cierto que estas personas tampoco
estarán más dispuestas a obedecer a ningún
otro principio moral distinto al utilitarista. Sobre ellos no
ejerce influencia alguna la moralidad de cualquier signo que sea,
a no ser a través de sanciones externas. Por lo
demás, existen sentimientos, como hecho de la naturaleza
humana, cuya realidad, así como el gran poder que son
capaces de ejercer en aquellos que han sido debidamente educados,
es algo probado por la experiencia. Jamás se ha demostrado
que no puedan ser cultivados por los utilitaristas tan
intensamente como por cualquier otra regla
moral.
Fragmento 12.
Ibid.
Independientemente de si este "sentimiento de la
humanidad" es innato o adquirido, Mill sostiene que puede ser una
fuerza poderosa y una base sólida para el principio
utilitarista.
No es necesario, para los fines presentes, decidir
si el sentimiento de deber es innato o adquirido. Presuponiendo
que sea innato, queda por resolver a qué objetos se une
naturalmente, ya que los que apoyan filosóficamente dicha
teoría coinciden ahora en que lo que se percibe
intuitivamente son los principios de la moralidad, no sus
detalles. De haber algo innato de este tipo, no veo la
razón por la que el sentimiento innato no pudiera ser el
de la consideración de los placeres y los dolores de los
demás. Si existe algún principio moral que sea
intuitivamente obligatorio, yo diría que éste debe
serlo. De ser así la ética intuicionista
coincidiría con la utilitarista y ya no habría
lugar a más disputas entre ambas. Incluso tal como
están ahora las cosas los moralistas intuicionistas,
aunque consideran que existen otras obligaciones morales intuidas
ya consideran, en efecto, que ésta es una de ellas, por
cuanto unánimemente mantienen que una gran parte de
la moralidad consiste en la consideración debida de los
intereses de nuestros semejantes. Por consiguiente, de ser cierto
que la creencia en el origen trascendental de la
obligación moral otorgue alguna eficacia
adicional a la sanción interna, considero que el principio
utilitarista ya puede disfrutar de este
beneficio.
Por otra parte, si, como yo creo, los sentimientos
morales no son innatos sino adquiridos, no son por ello menos
naturales. Es natural que un hombre hable, razone, construya
ciudades, cultive la tierra,
etc., aunque ello implique facultades adquiridas. Los
sentimientos morales no son, desde luego, una parte de nuestra
naturaleza en el sentido de encontrarse en grado perceptible
presentes en todos nosotros, cosa que tienen que admitir
forzosamente aquellos que creen con más fuerza en su
origen trascendental. Al igual que las demás capacidades
adquiridas a las que nos hemos referido anteriormente, la
facultad moral, si bien no es parte de nuestra naturaleza, es un
producto
natural de ella. Puede desarrollarse, como las anteriormente
citadas capacidades, en un determinado grado,
espontáneamente, siendo susceptible de alcanzar, mediante
su cultivo, un elevado grado de desarrollo. Desafortunadamente,
también es susceptible, mediante un uso suficiente de
sanciones externas y la fuerza de las impresiones primeras, de
ser cultivado casi en cualquier sentido, de modo que no hay nada,
por absurdo y maligno que sea, que no pueda hacer que
actúe, mediante dichas influencias, sobre el
espíritu humano con toda la autoridad de
la conciencia. El dudar de que pueda conferírsele,
utilizando los mismos medios, una fuerza igual al principio de la
utilidad, aun cuando careciese de fundamento en la naturaleza
humana, supondría dar la espalda a la
experiencia.
Sin embargo, las asociaciones morales que son
totalmente una creación artificial, conforme avanza el
cultivo del intelecto, se rinden poco a poco a la fuerza
disolvente del análisis, de suerte que si el sentimiento
del deber cuando se asocia con la utilidad se presentase como
igualmente arbitrario, si no existiese una parte importante de
nuestra naturaleza, o alguna clase de sentimientos poderosos con
los que pudiese armonizarse tal asociación, y que nos
hiciese sentirla como algo propio, inclinándonos no
sólo a desarrollarla en los demás (para lo cual
contarnos con bastantes motivos interesados), sino incluso a
apreciarla en nosotros mismos, si no existiese, en suma, una base
sentimental natural para la moralidad utilitarista, bien pudiera
ocurrir que también esta asociación, incluso
después de haber sido implantada mediante la
educación, pudiera desvanecerse mediante el
análisis.
Sin embargo, esta base de sentimientos
naturales potentes existe, y es ella la que, una vez que el
principio de la felicidad general sea reconocido como criterio
ético, constituirá la fuerza de la moralidad
utilitarista. Esta base firme la constituyen los sentimientos
sociales de la humanidad –el deseo de estar unidos con
nuestros semejantes, que ya es un poderoso principio de la
naturaleza humana y, afortunadamente, uno de los que tienden a
robustecerse incluso sin que sea expresamente inculcado dada la
influencia del progreso de la
civilización.
Fragmento 13.
Ibid.
La descripción que Mill hace del origen y
naturaleza del sentimiento de la humanidad puede servir como
conclusión adecuada a su exposición del principio
de la mayor felicidad.
El concepto profundamente arraigado que todo
individuo, incluso en el presente estadio, tiene ya de sí
mismo como ser social, tiende a hacerle experimentar que uno de
sus deseos naturales es el de que se produzca una armonía
entre sus sentimientos y objetivos y los de sus semejantes. Si
las diferencias de opinión y de cultura intelectual hacen
que le sea imposible compartir los sentimientos reales de los
demás tal vez incluso le hagan condenar y rechazar tales
sentimientos –sin embargo, tiene que ser consciente de que
su objetivo real y el de los demás no son
excluyentes–. Es decir, tiene que comprender que no se
opone a lo que los demás realmente desean con vistas,
pongamos por caso, a su propio bien, sino que, por el contrario,
está contribuyendo a su consecución. En la
mayoría de los individuos este sentimiento es mucho menos
profundo que los sentimientos de tipo egoísta, y a menudo
se carece de él por completo. Mas, quienes lo
experimentan, son poseedores de algo que presenta todas las
características de un sentimiento natural. No lo
consideran como una superstición fruto de la
educación, o una ley impuesta despóticamente por la
fuerza de la sociedad, sino como un atributo del que no
deberían prescindir. Esta convicción es la
sanción última de la moralidad de la mayor
felicidad. Ella es la que hace a cualquier mente a la que
acompañen sentimientos bien desarrollados trabajar
conjuntamente con, y no en contra de, los motivos exteriores que
nos llevan a preocuparnos de los demás, motivos que son
promovidos por lo que yo he denominado sanciones externas. Cuando
no existen estas últimas sanciones, o actúan en
dirección opuesta, la convicción
mencionada constituye en sí misma una poderosa fuerza
interna vinculante, que guarda proporción con la
sensibilidad y madurez del individuo. Sólo aquellos que
carecen de toda idea de moralidad podrían soportar llevar
una vida en la que se planease no tornar en consideración
a los demás a no ser en la medida en que viniese exigido
por los propios intereses privados.
JOHN STUART MILL
(1806 – 1873): UTILITARIANISM
by Gordon L. Ziniewicz
1. The ultimate good (end or purpose) of human
life is happiness, not simply of a single individual in isolation
from others, but of all individuals together (greatest happiness
of the greatest number of individuals — Greatest Happiness
Principle).
2. "Actions are right in proportion as they tend
to promote happiness, wrong as they tend to produce the reverse
of happiness." What makes an act right or wrong is its
consequences, how it affects individuals, whether it causes them
pleasure or pain. "By happiness is intended pleasure, and the
absence of pain; by unhappiness, pain, and the privation of
pleasure."
3. Some pleasures, particularly pleasures of the
mind (knowledge and imagination) and pleasures associated with
virtue, are better than other pleasures, those associated with
the "animal appetites." "It is quite compatible with the
principle of utility to recognize the fact that some kinds of
pleasure are more desirable and more valuable than others."
[Epicurus understood that mental pleasures are better than bodily
pleasures and that quality of pleasure is more important than
quantity.] Higher pleasures correspond to the exercise of higher
human faculties or capacities (as opposed to animal sensations).
[Mill implies that these "higher capacities" can be cultivated or
developed through education or "nurture."]
4. Ability to judge higher from lower pleasures
depends upon experience. Those who have experienced only lower
pleasures cannot distinguish higher from lower pleasures. Those
who have experienced the pleasures of the mind and virtue as well
as sensual pleasures (who are "competently acquainted with both)
are capable of judging. "Of two pleasures, if there be one to
which all or almost all who have experience of both give a
decided preference, irrespective of any feeling of moral
obligation to prefer it, that is the more desirable pleasure."
[Compare to Aristotle's cultivated Athenian gentlemen, who are
most able to judge the noble from the base.] Higher pleasures
make up in quality what they lack in quantity. Pleasures are not
homogeneous (they are of different kinds or classes). Happiness
for human beings is different from happiness for pigs. Humans can
lose their capacity for enjoying higher
pleasures.
5. [Note: It is presupposed that human nature is
in everyone basically the same. What distinguishes "beings of
higher faculties" from beings of lower faculties is not nature,
but nurture. A "taste" for higher pleasures, especially those
relating to the "social welfare," must be cultivated. Universal
quality of education in an ideal society would ensure that all
human beings would find pleasure in the exercise of their highest
faculties and would feel pleasure in devotion to the common
welfare.]
6. The utilitarian standard is a social standard
("what is right in conduct is not the agent's own happiness, but
that of all concerned"). The utilitarian must be "as strictly
impartial as a disinterested and benevolent
spectator."
7. The utilitarian ideal is one with the
Christian ideal — the golden rule and "love your neighbor
as yourself." What is required to achieve this kind of
reciprocity between the individual and the common good, is
summarized by Mill (see the text of his Utilitarianism: "As the
means of making the nearest approach… …may fill a large and
prominent place in every human being's sentient existence." [Note
the importance of education.]
8. The duty to regard the general well-being does
not apply to all situations of life. Ethics is not all of life;
we act from other motives than that of duty, motives that need
not conflict with duty. Furthermore, even ethical situations do
not usually extend to "society at large," so that we have to
conceive of a widespread benefit; rather, most involve only a
very few persons, whose welfare we must keep in mind. Yet, in
this case, nothing must be done which would conflict with the
interests of society at large.
9. The external sanctions (or motives for
promoting the happiness of others) are social approval (and
disapproval), combined with sympathy and affection for others,
and divine approval (and disapproval), along with love and awe of
God. The internal sanction is that of duty or conscience
(including feelings of regret). The "firm foundation" of
utilitarian morality is "that of the social feelings of mankind
— the desire to be in unity with our fellow creatures,
which is already a powerful principle in human nature, and
happily one of those which tend to become stronger, even without
express inculcation, from the influences of advancing
civilization."
10. The Happiness Principle is the first
principle of ethics. Like all first principles, it cannot be
proved. The utilitarian belief that the end-in-itself (an end
which is never also a means) of human action is happiness is
based not upon some rational argument, but upon the fact that
"people do actually desire it." [Compare to Aristotle's statement
that all men desire to be happy. Contrast to Aristotle's
understanding of "happiness" as "well-being" or right functioning
of one's capacities and powers.] Each person desires his own
happiness as a good, "and the general happiness, therefore, a
good to the aggregate of all persons."
11. The desire for virtue is intimately connected
with a desire for happiness. Even where the exercise of virtue
seems to cause pain in the individual agent, it is conducive to
the general happiness. The love of virtue is so linked to
beneficial consequences for all that it may be treated as a "good
in itself" and worth pursuing on its own account. Other desires,
such as "love of money, of power, or of fame" may often go
against the general happiness; but love of virtue always promotes
the general happiness. It is implied that being happy because of
the happiness of others is a higher pleasure, despite the
quantitative lower pain it may cause.
Evaluación de John Stuart
Mill
¿Qué dice el "principio de
utilidad"? ¿Por qué Mill pensó que
tenía que defenderlo?
¿En qué aspectos difiere el
utilitarismo de Mill del de Bentham?
¿Cuál es la respuesta de Mill a la
crítica
de que el principio de la mayor felicidad es una "doctrina de
puercos"?
Distinga entre el hedonismo psicológico y
el hedonismo ético. ¿Es necesario sostener ambos si
se acepta cualquiera de los dos? ¿Es necesario rechazar
uno si se acepta el otro?
¿Por qué Mill distingue entre
diferentes clases de placeres? ¿Qué criterio emplea
para juzgar las diferencias en la calidad de los
placeres?
Discuta el papel de las sanciones en la
teoría ética de Mill, con especial atención al "sentimiento de la
humanidad"
Elabore la distinción de Mill entre un
motivo de conducta y una regla de conducta.
¿Qué es lo que Mill quiere decir con su
afirmación de que el motivo no tiene nada que ver con la
moralidad de la acción?
Discuta la afirmación de Mill de que no es
posible probar los primeros principios o los fines
últimos. ¿Está de acuerdo con él?
¿Puede nombrar al menos dos filósofos morales que
no estarían de acuerdo con la posición de
Mill?
Reconstruya las réplicas de Mill a: (1) la
acusación de que la doctrina utilitarista es incompatible
con el ideal cristiano de sacrificio personal, y (2) el argumento
que dice que la doctrina es inválida porque no es posible
para las personas alcanzar la felicidad.
¿Cree que la doctrina utilitarista, como
Mill la presenta, tiene valor para nuestro
tiempo?
Evaluación de John Stuar Mill en
línea: http://www.jcu.edu/philosophy/gensler/ms/mill–00.htm
KARL MARX: LA MORAL
COMO IDEOLOGÍA
Los fantasmas
formados en la mente humana son también, necesariamente,
sublimaciones del proceso de su vida material, la cual es
empíricamente verificable y ligada a premisas materiales. La
moral, la religión, la metafísica, todo resto de ideología y su correspondiente forma de
conciencia, no mantienen ya ningún signo de
independencia.
El más exitoso reformador social del siglo
XIX, Karl Marx
(1818-1883), nació en la ciudad prusiana de Trier. Karl
era el hijo mayor de una familia numerosa
de origen judío, pero él fue educado como
protestante. Sus padres se habían convertido al
luteranismo poco después de la entrada en vigencia de las
leyes antijudías de 1816, que prohibían a los
judíos
ejercer carreras profesionales. De esta forma, al padre de Karl
se le permitió continuar ejerciendo su carrera legal y
proveer modestamente al sostenimiento de su
familia.
En su juventud, Karl Marx fue influido por su
futuro suegro, Ludwig von Westphalen, un servidor
público prusiano muy culto. Es posible que el gusto de
Marx por la literatura clásica y
su sentido de confianza en sus propias habilidades intelectuales
se deba al trato con Westphalen. Después de unos cortos
estudios de leyes en la Universidad de
Bonn, se trasladó a la de Berlín, donde sus
intereses cambiaron hacia la filosofía. En 1841
recibió su doctorado en la Universidad de Jena. Dos
años más tarde, en contra de los deseos de muchos
de sus familiares, se casó con Jenny von Westphalen. A
pesar de pruebas y tribulaciones, su largo matrimonio fue
feliz y de mutua devoción.
Mientras estudiaba en la Universidad de
Berlín, Marx fue influido por Hegel
(1770-1831), cuyo idealismo
absoluto era entonces la filosofía dominante en Alemania. Karl
se unió a un grupo
hegeliano radical que creía en la tesis de Hegel de que
"todo lo real es racional y todo lo racional es real". Esto
implica que la Mente o el Espíritu Absoluto que se crea a
sí mismo, del cual el ser humano es su encarnación,
es la esencia de la realidad en todos sus aspectos y
configuraciones temporales (la historia). El neófito Marx
y otros estaban más preocupados en aplicar concretamente
la filosofía de Hegel que en ocuparse de sus problemas
internos.
Poco después de terminar su tesis, Marx
conoció el trabajo de
un filósofo relativamente poco importante: Ludwig
Feuerbach (1804-1872), y quedó impresionado. Feuerbach
proponía una "corrección" al hegelianismo, la cual,
después de ser laboriosamente desarrollada por Marx, se
convirtió en clave del marxismo.
Feuerbach argumentaba que es el orden material el que determina
el orden mental, y no al contrario. Además,
sostenía que la idea de un Espíritu Absoluto o Dios
es meramente una proyección de los sentimientos o deseos
humanos, los cuales son a su vez consecuencia de las condiciones
materiales prevalecientes. Marx estaba convencido de que, con
ajustes y reinterpretaciones, la estructura y
los conceptos de la filosofía hegeliana podía
resistir este cambio radical del idealismo al materialismo. Por
ejemplo, en Hegel, la historia humana refleja la sucesión
de estadios dialécticamente relacionados en la
autorrealización del Espíritu Absoluto; en Marx, en
cambio, refleja la sucesión de estados
dialécticamente relacionados en la evolución del ambiente
material (económico).
La reputación de Marx como reformador
político y social se convirtió en un problema para
el gobierno
alemán, y tomaron medidas para suprimir su trabajo. Marx
y su esposa se trasladaron a París, centro de artistas y
de intelectuales de todas las tendencias. Allí conocieron
a Friedrich Engels (1820-1895), que llegó a ser su colega
y amigo de toda la vida. Después de ser expulsado de
París —una medida tomada para agradar a
Alemania—, Marx se retiró a Bruselas, donde, en
compañía de Engels, fundó la Liga
Internacional Comunista, y escribieron el Manifiesto del
Partido Comunista (1848) como su enunciado de principios.
Como resultado de su participación en la abortada revolución
de París de 1849, Marx fue expulsado de todos los centros
de poder en el continente. Encontró asilo político
en Inglaterra, donde él y su familia vivieron por el resto
de sus días.
Aunque hizo trabajo periodístico,
incluyendo entregas regulares de artículos sobre asuntos
europeos para el
periódico radical New York Daily Tribune
durante diez años, pasó la mayor parte de su tiempo
perfeccionando su teoría del socialismo. Su
tratamiento sistemático inicial de la economía
apareció en 1859, y el primer volumen de su
trabajo monumental El Capital, apareció en 1867
(los otros dos volúmenes, editados por Engels, fueron
publicados en 1885 y 1894). Cuando murió a la edad de 65
años, Karl Marx era una figura mundial, reconocido por sus
escritos.
Impresionado por la rudeza de los aspectos
económicos de la Revolución
Industrial, tal como la explotación de las clases
trabajadores, y convencido de la visión histórica
de que los cambios sociales son el resultado de los conflictos
entres clases, Marx y Engels concluyeron que una reforma de la
sociedad era inevitable y conveniente. Comprender el desarrollo
de la perspectiva filosófica de Marx, en la cual hay
elementos de ética pero no un sistema conscientemente
formulado, requiere un análisis de por lo menos cuatro
conceptos: materialismo
histórico, ideología, alineación y
plusvalía.
Según la doctrina marxista del
materialismo histórico, todas las instituciones
humanas, el pensamiento y la acción tienen una base
económica. El desarrollo intelectual, político y
social de un individuo está condicionado por el modo de
producción de los medios materiales de
subsistencia. Quienes controlan el sistema económico en el
que viven y trabajan los seres humanos, determinan qué
ideas sobre la historia, el arte, la religión y la
filosofía prevalecerán en una época dada.
Las ideas y los estándares morales, falsamente
considerados por los filósofos tradicionales como
provenientes de la razón pura, están condicionados
por las condiciones materiales de la
existencia.
Como se ha visto, Marx creía que todos los
sistemas auténticos de pensamiento estaban
inextricablemente conectados con los intereses de la clase social
que controla los medios materiales de subsistencia. En contraste,
él consideraba los sistemas filosóficos abstractos
como un engaño, como "formas de ideología". Para
Marx, la ideología representaba una falsa conciencia de
los factores económicos y sociales de la vida.
Según él, la ideología aparece
típicamente en las creencias de los pensadores
tradicionales que no se dan cuenta del motivo impulsor (las
realidades económicas) de sus concepciones, y que creen,
erróneamente, que sus sistemas son creaciones puras de la
mente. De esta forma pueden entenderse las razones que Marx
tenía para criticar a los teóricos de la
ética que formulan principios universales de conducta.
Estos moralistas fallan al no reconocer que las exigencias de la
moral son meras racionalizaciones diseñadas por las clases
económicas dominantes y que, en cuanto cambia la clase,
cambia la moral. Así expresaban Marx y Engels este
punto:
Cada nueva clase, que se coloca en lugar de la
anterior clase dominante, es impulsada para alcanzar su fin a
presentar sus intereses como los intereses de todos los miembros
de la sociedad, puestos de forma ideal; les dará la forma
de universalidad y los presentará como los únicos
racionales y válidos (Karl Marx y Friedrich Engels, La
idelogía alemana).
La filosofía moral de Kant, basada en
el imperativo formal de la razón llamado imperativo
categórico, constituye una forma específica de
ideología que Marx critica. De hecho, cuando Marx afirma
que "los comunistas no predican ninguna moral", está
proclamando que la moral, en general, no tiene
sentido.
Sin embargo, Marx no pensó siempre lo
mismo sobre la moral. Algunos filósofos
contemporáneos piensan que sus escritos apoyan el
relativismo moral, esto es, la doctrina de que lo que es correcto
(bueno, obligatorio) para una sociedad no es necesariamente
correcto (bueno, obligatorio) para otra, aun si las situaciones
en ambos grupos son
similares. Según está interpretación, Marx
sostendría la concepción ética de que cada
juicio de valor (de lo que es correcto o erróneo) sirve a
los intereses de una particular clase social en un determinado
tiempo. Por ejemplo, la economía capitalista sería
condenada (críticamente evaluada) desde el punto de vista
de la clase trabajadora como sirviendo a sus intereses (los de
los capitalistas). Diferentes evaluaciones podrían ser
apropiadas para otras clases. Sin embargo, como consecuencia,
Marx negaría que pueda existir un juicio de valor
objetivo, completamente independiente de la clase social, pues
tal cosa sería un punto de vista tradicional, tipificado
por Kant, a quien Marx rechazaba. Esto es, de hecho, lo que Marx
tenía en mente cuando caracterizaba toda moral como
ideología. Pero la última palabra sobre la correcta
interpretación de la concepción de Marx sobre la
ética no ha sido escrita.
Elementos de ética se encuentran
claramente presentes en el tratado Manuscritos
Económicos y Filosóficos (1844). Marx adopta la
concepción moral de Hegel sobre la alineación, y le
da una interpretación materialista, comparando el trabajo
alienado con la actividad productiva. Al tratar sobre este tema,
empieza con las preguntas tradicionales de la ética:
¿Cómo alcanzan su realización los seres
humanos? La respuesta a esta pregunta es el trabajo. Para Marx,
la historia proporciona suficiente evidencia de que la vida
humana no solamente es sostenida por el trabajo, sino que
también es moldeada por él. La calidad de nuestras
vidas depende de la calidad del trabajo en el que comprometemos
nuestra existencia. Los seres humanos alcanzan su
realización (esto es, adquieren sentido de identidad,
orgullo y dirección en la vida) a través de un
trabajo lleno de significado. Pero esto puede alcanzarse
solamente bajo condiciones sociales en las que los trabajadores
estén íntimamente vinculados a sus creaciones, en
el sentido de que los productos son
la realización de sus ideas y aspiraciones.
Desafortunadamente, insiste Marx, lo contrario es lo que sucede
en una sociedad donde el trabajo es alienado o externalizado. Es
una condición lóbrega en la que los trabajadores no
encuentran satisfacción en sus actividades porque no se
comprometen en un trabajo lleno de significado para ellos,
relacionado con sus propios fines. Más bien, están
obligados a despojarse de sus productos con el fin de tener
sustento para sus cuerpos. El sistema capitalista ejemplifica el
trabajo alienado porque los trabajadores producen bienes para
alguien más y con ello consiguen simplemente existir,
sobrevivir. Más aún, cada trabajador queda alienado
de los otros, al convertirse en un engranaje aislado, una pieza
de la gran maquinaria productiva. Los trabajadores no pueden ni
siquiera compartir esperanzas y aspiraciones. En términos
marxistas, la codicia —simbolizada por el deseo capitalista
de dinero y
propiedad privada— es la causa de la alineación y la
explotación. Estos males podrán ser superados
solamente cuando los trabajadores se revelen y tomen el control de los
medios de producción.
Explicar cómo sucede la revolución
de los trabajadores (proletarios) requiere explicar el concepto
marxista de plusvalía. En El Capital, Marx sostiene
que el valor significa la cantidad de trabajo socialmente
necesario para producir un bien, mientras que la plusvalía
se refiere al porcentaje del trabajo social
que excede lo que es necesario para mantener a la clase
trabajadora con vida. Los que los capitalistas (burgueses)
compran de los trabajadores es su "fuerza de trabajo", esto es,
su capacidad para trabajar, pero no su resultado. Si los
productos terminados no exceden el costo de la manutención
de los trabajadores, el capitalista no tendría
ningún motivo para contratarlos. A los trabajadores se les
paga solamente el valor de su trabajo, pero producen más
que lo que reciben. El exceso es la plusvalía (ganancia),
con la que se queda el capitalista. Para Marx, esta
plusvalía es la medida del grado de la explotación
de los trabajadores.
Por supuesto, la competencia entre
quienes controlan los medios de producción los fuerza a
utilizar la fuerza laboral de la
mejor forma posible. Esto conduce a la
organización a gran escala, que constituye la
cúspide de la organización empresarial. La
consolidación y la acumulación de capital van de
la mano. Los capitalistas se vuelven más ricos mientras
los trabajadores se empobrecen más, haciendo inevitable la
lucha de clases y la victoria final del proletariado.
Según Marx, el sistema capitalista "disemina la semilla de
su propia destrucción". Este estado de cosas es seguido
por el auge del proletariado, que toma el control de los
instrumentos de producción y distribución para formar una "sociedad sin
clases" (esto es, una "asociación libre de productores
bajo su propio control con vistas a sus propios fines"). El
proletariado, al ser mayoría, representará los
intereses de toda la sociedad. Marx concluye que la resultante
sociedad socialista (comunista), con su nueva estructura
económica, será libre de todas las formas de
alineación y de explotación. Además, la
desorganización social y los conflictos terminarán,
porque las causas de ambos, la división de clases, no
existirá. Las diferencias de clase serán vistas
como reliquias del capitalismo y
estadios tempranos de desarrollo
social.
Fragmento 1
En su análisis de la naturaleza de un
individuo, Marx dirige su atención hacia las
circunstancias históricas reales y concretas de la
persona, en lugar de caracterizar al agente en términos de
abstracciones lógicas vacías. Las vidas de los
seres humanos están indisolublemente ligadas al modo de
producción predominante (esto es, a la forma en que los
seres humanos se organizan para producir los bienes que
necesitan).
Las premisas de las que partimos no son
arbitrarias ni son dogmas, sino son las premisas reales a partir
de las cuales se hacen abstracciones en la imaginación.
Estas premisas son los individuos reales, su actividad y las
condiciones materiales en las que viven, tanto las que ya
encuentran dadas como las que ellos producen con su actividad.
Estas premisas, por lo tanto, pueden ser verificadas de forma
puramente empírica.
La primera premisa de toda historia humana es, por
su puesto, la existencia de individuos humanos vivientes. Por
tanto, el primer hecho que debe establecerse es la
organización física de estos
individuos y su consecuente relación con el resto de la
naturaleza. Por supuesto, no podemos adentrarnos dentro de la
naturaleza física real del hombre, o en las condiciones
naturales en las que el hombre se
encuentra (geológicas, geográficas,
climáticas y demás). La escritura de
la historia debe siempre partir de estas bases naturales y su
modificación en el curso de la historia por la
acción de los hombres.
Los hombres pueden distinguirse de los animales
por la conciencia, por la religión, o lo que se quiera. A
sí mismos, los hombres comienzan a distinguirse de los
animales tan pronto como comienzan a producir sus medios de
subsistencia, paso que es condicionado por su organización
física. Al producir sus medios de subsistencia, los
hombres están indirectamente produciendo su vida material
real.
La forma en la que los hombres producen sus medios
de subsistencia depende primero que todo en la naturaleza de los
medios de subsistencia que ya existen y que ellos tienen que
reproducir. Este modo de producción no debe considerase
simplemente como la producción de la existencia
física de los individuos. Más bien, es una forma
definida de actividad de estos individuos, una forma definida de
expresar su vida, un modo definido de vida de su parte. Como los
individuos expresan sus vidas es como ellos son. Lo que son, por
lo tanto, coincide con su producción, tanto con lo que
producen como con la forma en que lo producen. La naturaleza de
los individuos depende, por tanto, de las condiciones materiales
que determinan su existencia. (Marx, Selected Writings,
pp. 160-161.)
Fragmento 2
Marx sostiene que las formas más
sofisticadas de la inteligencia
humana (la moral, la religión, la política y
demás) están determinadas por las condiciones
económicas de una sociedad dada, y que no tienen estatus
independiente. Por ejemplo, los valores
morales son ideológicos, pues son los efectos de las
fuerzas materiales que son su fuente y no productos de la
razón pura.
La producción de ideas, de concepciones, de
conciencia, está directamente interconectada con la
actividad material y los intercambios materiales de los hombres,
el lenguaje de
la vida real. Concebir (una idea), pensar, el intercambio
intelectual de los hombres, aparece en esta etapa con el flujo
directo de su conducta material. Lo mismo aplica para la
producción material como queda expresada en el lenguaje de la
política, de las leyes, de la moral, de la
religión, de la metafísica, etc., de la gente. Los
hombres son los productores de sus concepciones, ideas, etc. (los
hombres reales, activos, tal y
como son condicionados por un desarrollo definido de sus fuerzas
de producción y del intercambio correspondiente a
éstas). La conciencia no puede ser nada más que la
existencia consciente, y la existencia de los hombres es su
proceso vital. Si en toda ideología los hombres y sus
circunstancias aparecen invertidas como en una camera
obscura, este fenómeno se origina en el proceso
histórico-vital de la misma forma en que los objetos en la
retina se originan en sus procesos
físico-vitales.
En contraste directo con la filosofía
alemana que desciende del cielo a la tierra,
nosotros ascendemos de la tierra al cielo. Esto es: nosotros no
partimos de lo que los hombres dicen, imaginan, conciben; ni de
los hombres en cuanto narrados, pensados, imaginados o
concebidos, para llegar al hombre de la carne. Nosotros partimos
de los hombres reales, que actúan, y sobre la base de sus
procesos vitales reales demostramos el desarrollo de sus reflejos
ideológicos y los ecos de este proceso vital. Los
fantasmas formados en la mente humana son también,
necesariamente, sublimaciones del proceso de su vida material, la
cual es empíricamente verificable y ligada a premisas
materiales. La moral, la religión, la metafísica,
todo resto de ideología y su correspondiente forma de
conciencia, no mantienen ya ningún signo de independencia.
No tienen historia ni desarrollo; pero los hombres, desarrollando
su producción material y sus relaciones de intercambio
material, alteran, junto con su existencia real, su forma de
pensar y los productos de sus pensamientos. La vida no
está determinada por la conciencia, sino la conciencia por
la vida. En el primer método de aproximación el
punto de inicio es la conciencia tomada como el individuo
viviente; en el segundo método, que se conforma a la vida
real, el punto de inicio es la vida real de los individuos, y la
conciencia es considerada solamente como su
conciencia.
Este método de aproximación no
está desprovisto de premisas. Comienza a partir de las
premisas reales y no las abandona ni un momento. Sus premisas son
los hombres, no en un aislamiento fantástico y
rígido, sino en su proceso real, empíricamente
perceptible, de desarrollo bajo condiciones definidas. Tan pronto
como este proceso vital activo es descrito, la historia deja de
ser una colección de hechos muertos como la consideran los
empiristas (incluso ellos víctimas de la
abstracción), o una actividad imaginada de individuos
imaginados, como los consideran los idealistas.
Donde termina la especulación —en la
vida real—, empieza la ciencia real,
positiva: la representación de la actividad
práctica, de los procesos prácticos del desarrollo
del hombre. Cesan los discursos
vacíos sobre la conciencia y el conocimiento real toma su
lugar. Donde se pinta la realidad, la filosofía como rama
independiente de conocimiento pierde su medio de existencia. A lo
mejor, su lugar puede ser tomado solamente al hacer un resumen de
los resultados más generales, de las abstracciones que
surgen de la observación del desarrollo histórico
de los hombres. Vistas aparte de la historia real, estas
abstracciones no tienen ningún valor (Ibid., pp.
164-161).
Fragmento 3
No existen filosofías morales que valgan
para todas las culturas y todos las épocas. Los que
gobiernan (es decir, quienes controlan los medios de
producción y de distribución) determinan qué
concepciones prevalecerán en una sociedad
dada.
Las ideas de la clase dominante son en cada
época las ideas dominantes, esto es, la clase que es la
fuerza material dominante de una sociedad es al mismo tiempo su
fuerza intelectual dominante. La clase que tiene los medios de
producción material a su disposición tiene el
control al mismo tiempo sobre los medios de producción
mental; de esto se sigue, hablando en general, que las ideas de
quienes carecen de los medios de producción mental les
están sujetas. Las ideas dominantes no son más que
la expresión ideal de las relaciones materiales
dominantes; las relaciones materiales dominantes convertidas en
ideas (…). Los individuos que componen la clase dominante
poseen, entre otras cosas, conciencia, y por lo tanto, piensan.
En tanto gobiernan como una clase y determinan la
extensión y el alcance de una época, es evidente
que hacen esto en su propio rango, entre otras cosas
también como pensadores, como productores de ideas, y
regulan la producción y distribución de las ideas
en su época, de tal forma que sus ideas son las ideas
dominantes de una época. Por ejemplo, en una época
y en un país donde el gobierno real, la aristocracia y la
burguesía luchan por el poder y donde, por lo tanto, el
gobierno está compartido, la doctrina de la
separación de poderes proporciona la idea dominante y se
expresa como una "ley eterna" (…). Las relaciones sociales
están estrechamente unidas a las fuerzas de
producción. Al adquirir nuevas fuerzas productivas los
hombreas cambian sus modos de
producción, y al cambiar su modo de producción,
al cambiar la forma en que se ganan la vida, cambian sus
relaciones sociales. El molino de viento da una sociedad feudal,
y el molino de vapor, una sociedad capitalista
industrial.
Los mismos hombres que establecen sus relaciones
sociales en conformidad con su productividad
material también producen principios, ideas y
categorías en conformidad con sus relaciones
sociales.
Así, estas ideas, estas categorías,
son tan poco eternas como las relaciones que expresan. Son
productos históricos y transitorios.
Existe un movimiento continuo de crecimiento en
las fuerzas productivas, de la destrucción de las
relaciones sociales, de formación de ideas. La
única cosa inmutable es la abstracción del
movimiento (Ibid., pp. 176, 202)
Fragmento 4
Se define el concepto clave de
"alineación". En las sociedades
capitalistas, los seres humanos se vuelven meros objetos, donde
el producto de su trabajo ya no es suyo y donde sus actividades
son controladas por otros.
Empezamos con un hecho contemporáneo de
economía
política:
El trabajador se vuelve cada vez más pobre
entre mayor es su productividad. El trabajador se vuelve un bien,
más barato entre más mas bienes produce. La
depreciación del mundo humano progresa en
proporción directa con el incremento de valor del mundo de
las cosas. El trabajo no solamente produce bienes; también
se produce a sí mismo y al trabajador como un bien
(…).
Lo que ese hecho expresa es meramente esto: el
objeto que el trabajo produce, su producto, le sale al paso como
un ser alienado, como un poder independiente del productor. El
producto de su trabajo es trabajo que se ha solidificado en
objeto, es la solidificación del trabajo. La
realización del trabajo es su objetivación. En
economía política esta realización del
trabajo aparece como una pérdida de realidad para el
trabajo, la objetivación como una pérdida del
objeto o como volverse esclavo de ella, y la apropiación
como alineación, como
externalización.
La realización del trabajo aparece como una
pérdida de realidad al extremo de que el trabajador pierde
su realidad al morir de hambre. La objetivación aparece
como una pérdida del objeto al extremo de que el
trabajador es robado, no solamente de los objetos necesarios para
su vida sino también de los objetos que necesita para
trabajar. De hecho, el trabajo mismo se vuelve un objeto que
solamente puede tener en su poder con el mayor de los esfuerzos y
a intervalos irregulares. La apropiación del objeto
aparece como alineación a tal extremo que entre más
objetos produce el trabajador, menos puede poseer y más
cae bajo la dominación de su producto: el
capital.
Todas estas consecuencias se siguen del hecho de
que el trabajador se relaciona con el producto de su trabajo como
con un objeto extraño. Es evidente de este presupuesto que
entre más el trabajador se externaliza a sí mismo
en el trabajo, más poderoso se vuelve el mundo alienado,
objetivo, que él crea en oposición a sí
mismo, y más pobre se vuelve a sí mismo en su vida
interior. Es lo mismo con la religión. Entre más
pone el hombre en Dios, menos retiene de sí mismo (para
sí mismo). El trabajador pone su vida en el objeto y esto
significa que no le pertenece al él sino al objeto. Lo que
es el producto de su trabajo, él no es. Así que
entre mayor el producto, menor el trabajador. La
externalización del trabajador en su producto implica no
solamente que su trabajo se vuelve un objeto, una existencia
exterior, sino que existe fuera de él, independiente y
alienado, y se vuelve un poder autosuficiente que se le opone
(…).
Tratemos con más detalle con la
objetivación, la producción del trabajador, y la
alineación, la pérdida del objeto, su producto
(…).
El trabajador no puede crear nada sin la
naturaleza, el mundo sensible externo. Esta es la materia en que
el trabajo se realiza, en el que es activo, y a partir del cual
produce.
Pero mientras la naturaleza proporciona los medios
de vida para el trabajo en el sentido de que el trabajo no puede
vivir sin objetos en los que se ejecuta, también
proporciona los medios de vida en un sentido más
restringido, esto es, los medios para la subsistencia
física del propio trabajador (Ibid., pp.
78-79).
Fragmento 5
Marx analiza en detalle las consecuencias de la
alineación humana: la pérdida de la dignidad
personal y la reducción de los seres humanos a funciones al
nivel de los animales.
¿En qué consiste la
externalización del trabajo?
Primeramente, que el trabajo es exterior al
trabajador, esto es, no pertenece a su esencia. En consecuencia,
no se confirma a sí mismo en su trabajo: se niega a
sí mismo, se siente miserable en lugar de feliz, no
desarrolla energía física ni intelectual, sino que
mortifica su cuerpo y arruina su mente. Así, el trabajador
se siente como un extraño. Él esta en casa cuando
no está trabajado, y cuando trabaja no está en
casa. Su trabajo es en consecuencia no voluntario sino
obligatorio, trabajo forzado. Esto es, por lo tanto, no la
satisfacción de una necesidad sino solamente un medio para
satisfacer las necesidades extrañas a él.
Qué tan alienante es realmente, es evidente del hecho de
que cuando no existe compulsión física el trabajo
se evita como una plaga. El trabajo externo, el trabajo en el que
el hombre se externaliza a sí mismo, es un trabajo de
autosacrifico y de mortificación. Finalmente, el
carácter externo del trabajo para el trabajador se
muestra a
sí mismo en el hecho de que no es su propio trabajo sino
el de alguien más, que no le pertenece a él, que
él no se pertenece a sí mismo en su trabajo, si a
alguien más. Como en la religión, la actividad de
la imaginación humana, la actividad de la cabeza del
hombre y de su corazón, reacciona independientemente en el
individuo como una actividad alienante de dioses o demonios,
así la actividad del trabajador no es una actividad
espontánea. Pertenece a otro y es la pérdida de
sí mismo.
El resultado al que llegamos entonces es que el
hombre (el trabajador) solamente se siente a sí mismo
libre en sus funciones animales de comer, beber y procrear, y si
mucho en su vivienda y vestido, y se siente a sí mismo
como un animal en sus funciones humanas.
Comer, beber, procrear, etc., son de hecho
auténticas funciones humanas. Pero en la
abstracción que las separa de las otras actividades
humanas y las convierte en fines terminales y exclusivos se
vuelven animales.
Hemos tratado el acto de la alineación de
la actividad humana práctica, del trabajo, a partir de dos
aspectos: (1) la relación entre el trabajador y el
producto de su trabajo como un objeto alienado que tiene poder
sobre él. Esta relación es al mismo tiempo la
relación del mundo sensible externo y de los objetos
naturales con un mundo alienado y hostil opuesto a él. (2)
La relación del trabajo con el acto de la
producción dentro del trabajo. Esta relación es la
relación del trabajador a su propia actividad como algo
que es ajeno y no pertenece al trabajador; es su actividad la que
es pasividad, poder que es debilidad, procreación que es
castración, la energía física e intelectual
del trabajador, su vida personal (¿para qué es la
vida sino para la actividad?) como una actividad dirigida en
contra de sí mismo, independiente de él y no
perteneciente a él. Es auto-alienación, como era la
alineación del objeto (Ibid.,
pp.80-81).
Fragmento 6
Según Marx, el capitalismo crea
división entre los individuos al crear división de
clases de acuerdo al trabajo. La actividad propia (la que es
creativa y llena de significado) cesa en el régimen
capitalista, porque las personas se vuelven meros engranajes de
la producción industrial. Este estado de cosas será
rectificado solamente cuando la inevitable revolución del
proletariado tome lugar. En suma, la auténtica libertad
será expresada cuando las masas tomen control de los
medios de producción.
Nuestra investigación hasta ahora comenzó
con los instrumentos de producción, y ha mostrado que la
propiedad privada era una necesidad en ciertos estadios
industriales. En la industria
extractiva (la industria de los materiales crudos) la propiedad
privada aun coincide con el trabajo; en la pequeña
industria y en la agricultura
hasta ahora, la propiedad es la consecuencia necesaria de los
instrumentos de producción existentes; en la gran
industria, la contradicción entre el instrumentos de
producción y la propiedad privada aparece por primera vez
y es el producto de la gran industria; más aún, la
gran industria debe ser altamente desarrollada para producir su
contradicción. Y así, solamente con la gran
industria es posible la abolición de la propiedad
privada.
En el régimen de gran industria y
competencia, todas las condiciones de la existencia, las
limitaciones, los prejuicios de los individuos, están
fusionados en dos formas simples: la propiedad privada y el
trabajo. Con el dinero cada
forma de intercambio, y el mismo intercambio, es considerado
fortuito para los individuos. De esta forma el dinero implica que
todo previo intercambio era solamente intercambio de individuos
bajo particulares condiciones, no de individuos como individuos.
Estas condiciones quedan reducidas a dos: trabajo acumulado o
propiedad privada, y trabajo real. Si ambos o uno de estos cesa,
el intercambio se paraliza. Los modernos economistas (…) oponen
"asociación de individuos" a "asociación de
capital". Por una parte, los mismos individuos están
enteramente subordinados a la división del trabajo y por
lo tanto son llevados a la más completa dependencia de uno
a otro. La propiedad privada, en tanto es algo opuesto al
trabajo, surge de la necesidad de acumulación, y tiene
todavía, para comenzar, más bien la forma de la
comunalidad; pero en su desarrollo posterior se aproxima
más y más a la moderna forma de propiedad privada.
La división del trabajo implica desde su inicio la
división de las condiciones de trabajo, de las herramientas y
de los materiales, y conlleva la separación del capital
acumulado entre los diferentes propietarios, y así,
también, conlleva la división entre capital y
trabajo, y las diferentes formas de propiedad. Entre más
se desarrolle la división del trabajo y crezca la
acumulación, más agudas son las formas que ese
proceso de diferenciación asume. El trabajo mismo puede
sólo existir sobre la premisa de esta
fragmentación.
Se revelan, entonces, dos factores. Primero, las
fuerzas productivas aparecen como un mundo para sí mismas,
bastante independiente y divorciado de los individuos; la
razón de esto es que los individuos, que son la fuerza de
producción, existen divididos y en oposición entre
sí, mientras, por otra parte, estas fuerzas son reales
solamente en el intercambio y la asociación de los
individuos. Así, por una parte, tenemos una totalidad de
fuerzas productivas, que han tomado forma material y para los
individuos no son ya las fuerzas de los individuos sino de la
propiedad privada, y por lo tanto de los individuos solamente en
cuanto son propietarios. Nunca, en un período anterior,
las fuerzas productivas han tomado una forma tan indiferente al
intercambio de los individuos como tales, porque su intercambio
era restringido. Por una parte, permaneciendo en contra de estas
fuerzas productivas, tenemos a una mayoría de individuos
para quienes estas fuerzas han sido arrebatadas, y quienes,
privados de todo contenido en la vida, se han vuelto individuos
abstractos, pero que han sido puestos, sin embargo, sólo
por este hecho, en relación con otros
individuos.
La única conexión que todavía
los vincula con las fuerzas productivas y con su propia
existencia (el trabajo) ha perdido toda semejanza con la
actividad propia (como fin en sí misma), y sólo
sostiene la vida impidiendo su crecimiento. Mientras en los
anteriores períodos la actividad propia y la
producción de la vida material estaban separadas (en
cuanto se desarrollaban en diferentes personas), y mientras la
producción de vida material era considerada como un
subordinado de la actividad propia, ahora divergen a tal extremo
que la vida material aparece como el fin, y lo que produce esta
vida material (el trabajo), como el medio.
Las cosas han llegado a tal extremo que los
individuos deben apropiarse de la totalidad existente de las
fuerzas de producción, no sólo para alcanzar
actividad propia, sino también simplemente para
salvaguardar su propia existencia. Esta apropiación queda
determinada en primer lugar por el objeto que va a ser apropiado
—las fuerzas productivas—, que han sido desarrolladas
en una totalidad y que sólo pueden existir con el
intercambio universal. Sólo desde este punto de vista, la
apropiación debe tener un carácter universal,
correspondiente a las fuerzas productivas y al
intercambio.
La apropiación de estas fuerzas es en
sí misma nada más que el desarrollo de las
capacidades individuales correspondientes a los instrumentos
materiales de producción. La apropiación de la
totalidad de los instrumentos de producción es, por la
misma razón, el desarrollo de una totalidad de capacidades
de los mismos individuos.
Esta apropiación está determinada
por las personas que se apropian de los medios. Sólo los
proletarios del presente, que están completamente
despojados de la capacidad de actividad propia, están en
la posición de alcanzar una actividad completa y no
restringida, que consiste en la apropiación de la
totalidad de los medios de producción y en el postulado
desarrollo de la totalidad de las capacidades. Todas las
anteriores apropiaciones revolucionarias fueron restringidas; los
individuos, cuya actividad propia estaba restringida por un crudo
instrumentos de producción y un intercambio limitado, se
apropiaron de este instrumento y por lo tanto simplemente
alcanzaron una nueva limitación. El instrumento de
producción se convirtió en su propiedad, pero ellos
mismos permanecieron subordinados a la división del
trabajo y a sus propios instrumentos. En todas las expropiaciones
que se han llevado a cabo hasta la fecha, una gran masa de
individuos permaneció como servidora de un único
instrumento de producción; en la apropiación
proletaria, una masa de instrumentos de producción debe
ser puesta al servicio de
cada individuo, y la propiedad al servicio de todos. El moderno
intercambio universal puede ser controlado por individuos
solamente cuando es controlado por todos.
La apropiación está determinada,
también, por la manera en la que se hace. Sólo
puede ser realizada por la unión, la cual por el
carácter del proletariado sólo puede ser universal,
y a través de la revolución, en la que, por una
parte, el poder del anterior modo de producción y de
intercambio, y la forma de organización social, es
destruido, y, por otra parte, se desarrolla el carácter
universal y la energía del proletariado, sin el cual la
revolución no puede alcanzarse.
Sólo en este estadio la actividad propia
coincide con la vida material, la cual corresponde al desarrollo
de los individuos en individuos completos, y en el rechazo y
abandono de todas las limitaciones. La transformación del
trabajo en actividad propia corresponde a la
transformación del anterior intercambio limitado al
intercambio entre individuos completos. Con la apropiación
de la totalidad de las fuerzas de producción a
través de la unión de los individuos, se acaba la
propiedad privada. Mientras que antes en la historia una
condición particular siempre aparecía como
accidental, ahora el aislamiento de los individuos y de una
ganancia particular privada para cada hombre se vuelve
accidental. (176-178)
Fragmento 7
Marx señala que cuando la sociedad no
tiene una estructura de clases, el antagonismo y oposición
que priva en sus relaciones desaparece. Y como los principios
morales se originan en conflictos de clase, no habrá ya
necesidad de ninguna autoridad en la sociedad. (Existe un
paralelo con la visión de Kant: Kant observa que los
ángeles, en comparación con los humanos, no tienen
necesidad de moral, porque no tienen inclinaciones que entren en
conflicto con
sus capacidades racionales.)
De lo que hemos dicho se sigue que la
relación comunitaria en la que participaban los individuos
de una clase (y que estaba determinada por sus intereses en
contra de terceros), era siempre una comunidad a la que estos
individuos pertenecían solamente como individuos promedio,
sólo en tanto vivían dentro de las condiciones de
existencia de su clase (una relación en la que
participaban no como individuos sino como miembros de una clase).
Con la comunidad del proletariado revolucionario, por otra parte,
que controlan sus condiciones de existencia y las de todos los
miembros de la sociedad bajo su control, es justo al contrario:
participan como individuos. Es solamente esta combinación
de individuos (asumiendo el estadio avanzado de las modernas
fuerzas de producción) que pone las condiciones de libre
desarrollo y de movimiento de los individuos bajo su control
(condiciones que fueron previamente abandonadas a la suerte y
habían ganado una existencia independiente en contra de
los individuos […] y a través de su separación se
había vuelto una obligación extraña a
ellos). La combinación hasta ahora (…) era un acuerdo
entre estas condiciones, dentro de las que los individuos eran
libres de disfrutar los caprichos de la fortuna
(compárese, por ejemplo, la formación de los
Estados Unidos y de las repúblicas sudamericanas). Este
derecho al disfrute imperturbado, hasta cierto punto, de la
casualidad y la oportunidad, había sido llamado hasta
ahora libertad personal. Estas condiciones de existencia son, por
supuesto, solamente las fuerzas productivas y las formas de
intercambio en un tiempo dado (…)
Para los proletarios, por una parte, las
condiciones de su existencia (el trabajo), y con ello todas las
condiciones de la existencia que gobiernan la sociedad moderna,
habían llegado a ser algo accidental, algo sobre lo cual
ellos, como individuos, no tenían control, y sobre lo que
ninguna organización social puede darles control. La
contradicción entre la individualidad de cada proletario y
el trabajo, la condición de vida forzada sobre él,
se vuelve evidente a él mismo, pues es sacrificado desde
la juventud hasta la vejez, dentro
de su propia clase, y no tiene oportunidad de llegar a las
condiciones que lo colocarían en otra
clase.
Así, mientras el siervo refugiado solamente
deseaba ser libre de desarrollar y asegurar esas condiciones de
existencia que ya estaban dadas, y por lo tanto, al final,
sólo alcanzadas con trabajo libre, los proletarios, si
quieren afirmarse a sí mismos como individuos,
tendrán que abolir las condiciones de su propia
existencia; es decir, el trabajo. Por lo tanto, los proletarios
se encuentran a sí mismos en directa oposición a la
forma por la que, hasta ahora, los individuos se han dado a
sí mismos una expresión colectiva, esto es,
el Estado. Con
el fin, por lo tanto, de asegurarse a sí mismos como
individuos, deben destruir el Estado (…)
Ya hemos mostrado arriba que la abolición
del estado de cosas en el cual las relaciones se vuelven
independientes de los individuos, en la cual la individualidad
está sujeta al azar y a las relaciones generales de clase,
etc., está determinada en último análisis
por la abolición de la división del trabajo.
También hemos mostrado que la abolición de la
división del trabajo está determinada por el
desarrollo del intercambio y de las fuerzas de la
producción, al grado de universalidad que la propiedad
privada y la división del trabajo se vuelven grilletes
para ellas. Luego hemos mostrado que la propiedad privada puede
ser abolida solamente bajo la condición de un desarrollo
completo de los individuos, porque el carácter
prevaleciente de las fuerzas de intercambio y de
producción es omniabarcante, y solamente los individuos
que se desarrollan de una manera completa pueden apropiarse de
ellas, esto es, pueden convertirlas en manifestaciones libres de
sus vidas. Hemos mostrado que al presente los individuos deben
abolir la propiedad privada, porque las fuerzas productivas y las
formas de intercambio se han desarrollado de tal forma que, bajo
el dominio de la
propiedad privada, se han vuelto fuerzas destructivas, y porque
la contradicción entre las clases ha alcanzado su
límite máximo. Finalmente, hemos mostrado que la
abolición de la propiedad privada y la división del
trabajo es en sí mismo la unión de los individuos
sobre las bases creadas por las modernas fuerzas de
producción y de intercambio.
Dentro de la sociedad comunista —la
única sociedad en la que el desarrollo original y libre de
los individuos deja de ser una mera frase—, el desarrollo
está determinado precisamente por la relación entre
los individuos, una relación que consiste en parte en
condiciones económicas y en parte en la necesaria
solidaridad del libre desarrollo de todos, y finalmente, en el
carácter universal de la actividad de los individuos sobre
la base de las fuerzas productivas existentes. Aquí, por
tanto, el tema concierne a los individuos en un estadio
histórico definido de desarrollo, y de ninguna forma
sólo de individuos escogidos al azar, aun sin considerar
la indispensable revolución comunista que en sí
misma es una condición general de su libre desarrollo. La
conciencia de los individuos de sus mutuas relaciones
llegará, por supuesto, a ser algo diferente, y, por lo
tanto, no será más el "principio del amor" o de
dévouement (attachment). (pp. 181-182,
190-191)
Fragmento 8
El utilitarismo, una teoría ética
popular en el siglo diecinueve, refleja la misma forma de
explotación que se encuentra en la burguesía (clase
media) en todas las sociedades capitalistas, según
Marx.
La estupidez de mezclar todas las relaciones
humanas en una relación de utilidad, esta
abstracción metafísica aparente, surge del hecho de
que, en la moderna sociedad burguesa, todas las relaciones
están subordinadas en la práctica a una
relación abstracta comercial y monetaria. Esta
teoría se puso de moda con Hobbes y
Locke, al mismo tiempo que la primera y segunda revolución
inglesa, esas primeras batallas por medio de las cuales la
burguesía ganó poder político. Se encuentra
incluso antes, por supuesto, entre los escritores de
economía política, como premisa tácita
(…)
Todo esto es justamente lo que pasa con la
burguesía. Para ella solamente una relación es
válida en sí misma: la relación de
explotación. Todas las otras relaciones tienen validez
para ella solamente en cuanto pueden incluirlas bajo esta
relación, e incluso donde ella encuentra relaciones que no
pueden ser directamente subordinadas a la relación de
explotación, por lo menos las subordina en su
imaginación. La expresión material de este uso es
el dinero, la representación del valor de las cosas,
personas, y relaciones sociales. Incidentalmente, uno ve de
entrada que la categoría de la "utilización" es
primero que nada abstraída de las relaciones actuales de
intercambio que tengo con otras personas (pero no por medio de
reflexión y mera voluntad), y luego estas relaciones se
convierten en la realidad de la categoría que ha sido
abstraída de ellas mismas, un método totalmente
metafísico de proceder (…)
Los avances hechos por la teoría de la
utilidad y la explotación, sus varias fases, están
conectadas con los distintos períodos del desarrollo de la
burguesía. En el caso de Helvetius y Holbach, el contenido
real de la teoría nunca fue mucho más allá
de pafrasear el modo de expresión de los escritores del
tiempo de la monarquía absoluta. Con ellos era un
método diferente de expresión; reflejaba no tanto
el hecho real sino más bien el deseo de reducir todas las
relaciones a las de explotación, y a explicar el
intercambio de personas a partir de las necesidades materiales y
las formas de su satisfacción. El problema estaba
planteado. Hobbes y Locke tenían ante sus ojos tanto el
desarrollo temprano de la burguesía holandesa (ambos
habían vivido un tiempo en Holanda) y las primeras
acciones políticas por las cuales la burguesía
inglesa emergió de sus limitaciones locales y
provinciales, así como un desarrollo comparativamente alto
de las manufacturas, del comercio exterior
y de la colonización. Esto se aplica particularmente a
Locke, quien escribió durante el primer período de
la economía inglesa, al tiempo del surgimiento de las
compañias de bolsa, del Banco de
Inglaterra y del dominio inglés
de los mares. En su caso, y particularmente en el de Locke, la
teoría de la explotación aún se conectaba
con el contenido económico.
Helvetius y Holbach se enfrentaron no sólo
con la teoría inglesa y el desarrollo previo de la
burguesía holandesa e inglesa, sino también con la
burguesía francesa que aún estaba luchando por su
libre desarrollo. El espíritu comercial, universal en el
siglo diecisiete, había tomado posesión,
especialmente en Francia, de
todas las clases, en la forma de especulación. Las
dificultades financieras del gobierno y las disputas resultantes
sobre los impuestos
ocuparon la atención de toda Francia, incluso en aquel
tiempo. Además, en el siglo dieciocho París era la
única ciudad mundial, la única ciudad donde
existía intercambio personal entre individuos de todas las
naciones. Estas premisas, combinadas con el carácter
más universal de los franceses en general, dio a la
teoría de Helvetius y Holbach su peculiar color universal,
pero al mismo tiempo la privó del contenido
económico positivo que aún se encuentra entre los
ingleses. La teoría que para los ingleses era simplemente
el registro de un
hecho se vuelve para los franceses un sistema filosófico.
Esta generalidad desprovista de contenido positivo, tal como la
encontramos en Helvetius y Holbach, es esencialmente diferente de
la visión sustancialmente comprehensiva que se encuentra
en Bentham y Mill. El primero corresponde al batallar,
todavía a una burguesía subdesarrollada, y el
último al de una burguesía gobernante,
desarrollada.
(…) La subordinación completa de todas
las relaciones existentes a la relación de utilidad, y su
incondicional elevación al único contenido de todas
las demás relaciones, se encuentra por primera vez en [los
escritos de] Bentham, en los cuales, después de la
Revolución
Francesa y del desarrollo de la industria a gran escala, la
burguesía no aparece más como una clase especial,
sino como la clase cuyas condiciones de existencia son las de
toda la sociedad.
Cuando las paráfrasis sentimentales y
morales (que para los franceses eran todo el contenido de la
teoría de la utilidad) se habían agotado, todo lo
que quedaba para su futuro desarrollo era la pregunta sobre
cómo se iban a utilizar los individuos y las relaciones,
para ser explotadas. Mientras tanto, la respuesta a esta
cuestión había sido dada ya en la economía
política; el único paso adelante posible era por
medio de la inclusión de contenido económico.
Bentham logró este avance. Pero la idea había sido
ya propuesta en la economía política, que las
principales relaciones de explotación eran determinadas
por la producción, independientemente de la voluntad de
los individuos, que se encuentran ya en existencia. De
aquí que no quedara ningún otro campo de
pensamiento especulativo para la teoría de la utilidad que
la actitud de los
individuos hacia estas importantes relaciones, la
explotación privada de un mundo ya existente por los
individuos. Sobre esta materia Bentham y su escuela se
permitieron largan reflexiones morales. Con lo cual, toda la
crítica del mundo existente ofrecida por la teoría
utilitarista también avanzó lentamente. Prejuiciada
a favor de las condiciones de la burguesía, podría
solamente criticar aquellas relaciones que habían sido
puestas por una época pasada y eran un obstáculo
para el desarrollo de la burguesía. De aquí que,
aunque la teoría utilitarista expone la conexión de
todas las relaciones existentes con las relaciones
económicas, lo hace sólo de una forma
restringida.
Desde el inicio la teoría utilitarista
tenía el especto de una teoría de la utilidad
general, sin embargo este aspecto sólo se llenó de
significado cuando las relaciones económicas,
especialmente la división de trabajo y el intercambio,
fueron incluidas. Con la división del trabajo, la
actividad privada del individuo generalmente se vuelve
útil. La utilidad general de Bentham queda reducida a la
misma utilidad general que opera en la competencia. Al tomar en
cuenta las relaciones económicas de renta, ganancia y
salarios, se
introducen las relaciones definidas de explotación de
clases separadas, ya que la manera de la explotación
depende de la posición en la vida del explotador. Hasta
este punto la teoría de la utilidad era capaz de basarse a
sí misma en hechos sociales definidos; su posterior
explicación de la manera de la explotación equivale
a una mera recitación de frases de
catecismo.
El contenido económico gradualmente
convirtió la teoría de la utilidad en una mera
apología del estado de cosas existente, en un intento de
probar que bajo las condiciones existentes las relaciones mutuas
entre las personas hoy en día son más ventajosas y
generalmente útiles. Generalmente tiene este
carácter entre los economistas modernos. (pp. 185-186,
186-187, 188-189)
Fragmento 9
Marx mezcla un análisis desapasionado y
científico del capitalismo con una evaluación moral
crítica de su sistema económico. Su visión
representa una acusación neutral del sistema capitalista,
pero no está claro si los valores
expresados por Marx son los de una clase social
particular.
Dentro del sistema capitalista todos los métodos
para elevar la productividad social del trabajo se alcanzan a
costa del trabajador individual. Todos los medios para el
desarrollo de la producción se transforman a sí
mismos en medios de dominación y de explotación de
los productores; mutilan al trabajador, lo degradan al nivel de
apéndice de las máquinas,
destruyen todo remanente de encanto en su trabajo y lo convierte
en un afán odioso. Estos métodos alienan al
trabajador de sus posibilidades intelectuales en la misma
proporción en la que la ciencia se incorpora a ellos como
un poder independiente. Distorsionan las condiciones en las que
trabaja, y lo sujetan durante el proceso laboral a un despotismo
odioso por su carencia de significado. Transforman su vida en
tiempo de trabajo, y arrastran a su mujer y sus hijos
bajo las ruedas de la fuerza ciega y destructora del capitalismo.
Pero todos los métodos de producción de valor
añadido (plusvalía) son al mismo tiempo
métodos de acumulación, y cada extensión de
la acumulación se vuelve de nuevo un medio para el
desarrollo de los mismos métodos. Se sigue, por lo tanto,
que en la proporción en la que se acumula el capital, el
lote del trabajador, sea su pago poco o mucho, empeora. La ley,
finalmente, que siempre equilibra la relativa población adicional (…) establece una
acumulación de miseria, correspondiente a la
acumulación de capital. La acumulación de bienes en
un extremo, por lo tanto, equivale a la acumulación de
miseria, agonía, esclavitud,
ignorancia, brutalidad, degradación mental, etc., en el
extremo opuesto, en el lado de la clase que produce su propio
producto en la forma de capital. (pp. 482-483)
Moris Polanco
Universidad Francisco
Marroquín
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