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Teorías Éticas: los grandes autores (página 7)




Enviado por Moris Polanco



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

DAVID HUME: LA MORAL COMO
SENTIMIENTO

La hipótesis que defendemos es sencilla.
Mantiene que la moralidad es
determinada por el sentimiento. Define que la virtud es cualquier
acción
mental o cualidad que dé al espectador un sentimiento
placentero de aprobación; y vicio, lo
contrario.

Sin duda alguna, David Hume (1711-1776) es una de
las figuras más influyentes de la historia del pensamiento.
Sin embargo, cuando en 1739 publicó anónimamente su
Tratado sobre la naturaleza
humana
, existían pocos indicios de que alguna vez se
fuera a emitir tal juicio. La primera —y algunos
dirían que la más importante— de sus obras
filosóficas, que era básicamente un ataque
devastador a la metafísica
tradicional, prácticamente pasó inadvertida por sus
contemporáneos. Una versión revisada y popularizada
de los argumentos del Libro I del
Tratado apareció en 1748 como Ensayos
filosóficos sobre el entendimiento humano
(más
tarde llamado Investigación sobre el entendimiento
humano
), y marcó el principio de la modesta
reputación como filósofo que Hume mereció
hasta el final de sus días.

En 1751, Hume publicó Una investigación sobre los principios de la
moral
, que era una ampliación de la teoría
de la moral que
había esbozado en el libro III del Tratado.
Años más tarde Hume dijo de ese trabajo que
era "de todos mis escritos, históricos, filosóficos
o literarios, incomparablemente el mejor". Otro de sus trabajos
filosóficos, los Diálogos sobre la religión natural,
escritos en los tempranos 1750 pero publicados
póstumamente, merece especial atención. En esos diálogos Hume
declara su escepticismo sobre las pruebas de
demostración de la existencia de Dios y sobre la
posibilidad de describir su naturaleza. Es irónico que
incluso después de su muerte, muchas
personas menospreciaban a Hume como un molesto ateo, y no lo
veían como un filósofo de primera
categoría.

Más extraña aún, sin embargo,
fue que la fama de que Hume disfrutó durante su vida se
debió sobre todo a sus trabajos literarios e
históricos, más que a los filosóficos. Su
Historia de Inglaterra, en seis volúmenes
(1754-1762) llegó a ser un clásico en su campo,
logrando que en los trabajos de historia se tomaran en cuenta los
eventos
sociales y literarios, no solamente los acontecimientos
políticos. El ilustre historiador Edward Gibbon
(1737-1794) abiertamente se reconocía deudor de
Hume.

Como podría esperarse de alguien nacido de
familia
aristocrática en Edimburgo (Escocia), Hume asistió
a la Universidad de
Edimburgo. Como tal vez no era de esperarse, sin embargo, fue que
sus esfuerzos por obtener una cátedra de filosofía,
tanto en Glasgow como Edimburgo, fueron inútiles. Como
resultado de ello, pasó cinco años trabajando como
bibliotecario en la Facultad de Derecho de Edimburgo, y fue
además secretario de la embajada inglesa en
París.

Hombre brillante, pero modesto, Hume
comentó de sí mismo lo siguiente, poco antes de su
muerte: "yo fui, diría, un hombre de
disposición amable, de temperamento tranquilo, de humor
abierto, alegre y sociable, capaz de afecto, poco susceptible a
la enemistad, y de gran moderación en las
pasiones".

Atribuyendo el éxito
de la filosofía natural (así se llamaba en su
tiempo a la
física),
al método
experimental, Hume estaba convencido de que tal
investigación empírica podía y debía
ser empleada en otros dominios de la investigación
filosófica. Para Hume, este método prueba que nada
está presente a la mente excepto sus propias percepciones,
las cuales son o bien impresiones sensibles, o bien ideas basadas
en tales impresiones; de aquí que todo conocimiento
consista en juicios acerca cosas de hecho, o de relaciones entre
ideas. Es, por lo tanto, una tesis central
de la comprensión que Hume tenía del método
experimental que el
conocimiento factual solamente surge a partir de datos
suministrados por los sentidos, y
que su utilidad se
extiende por medio de inferencias basadas en la creencia de la
relación de causalidad. Para Hume, la idea de causalidad
tiene su raíz en la creencia, la cual es una idea asociada
a una impresión presente. Tomada débilmente, esta
tesis de que el conocimiento factual es conocimiento sensorial
habría sido aceptable para muchos científicos y
filósofos de la era newtoniana, pero, en
rigor, constituía un punto de vista radicalmente distinto
de su pensamiento, y del pensamiento de sus
predecesores.

La divergencia más sorprendente e
innovadora de Hume, sin embargo, tenía que ver con la
visión tradicional de la causalidad. Según esta
concepción, existe una conexión necesaria entre una
causa A y su efecto B. El conocimiento de hecho de esta
relación implica la unión constante en el tiempo y
en el espacio de eventos como A y B, proporcionados por los
sentidos, así como la conexión real y necesaria,
aportada por la razón, entre ese tipo de eventos. Hume
ataca la idea de tales conexiones necesarias, y argumenta que la
visión tradicional confunde un hábito mental con la
supuesta relación real: la expectativa, pues estamos
acostumbrados a ver que el evento pasado B siempre sigue al
evento A, y así llamamos A la "causa metafísica" de
B.

Ciertos resultados de la investigación de
Hume en filosofía moral por medio de su método
empírico de investigación están como
anticipados por su explicación de la causalidad. En ellos
se sugiere que se comparen y contrasten Humelas explicaciones
causales de los temas éticos, con los datos
empíricos. Primero, existe una semejanza general entre las
afirmaciones de tipo moral —por ejemplo, "ayudar al herido
es bueno"— y las afirmaciones científicas —por
ejemplo, "el ácido causa que el papel tornasol se vuelva
rojo". Ambas afirmaciones tienen que ver con cuestiones de hecho,
y como todos los demás juicios de hecho son solamente
contingentemente verdaderos, no necesariamente verdaderos.
Además, las cuestiones de hecho en las tesis
científicas descansan en el objeto, mientras que las
cuestiones de hecho de los juicios morales descansan en los
sentimientos humanos, o en la naturaleza
humana. Seguidamente, Hume sostiene que debe hacerse una
distinción. La justificación de un enunciado causal
está basado en la conjunción de dos clases de
eventos de experiencia, que pueden ser considerados
externos. Pero la base de una afirmación moral es
la experiencia conjunta, no de dos eventos externos, sino de un
evento externo de conducta y un
evento mental interno. Más concretamente, un evento
consiste de acciones
voluntarias, mientras que el otro de sentimiento de
aprobación o de rechazo
. Finalmente, Hume sugiere una
posible comparación: así como estamos
psicológicamente predispuestos para atribuir necesidad
causal a la constante conjunción de dos clases de eventos
empíricos, estamos también psicológicamente
predispuestos a atribuir calidad o
propiedad
moral a una acción externa que constantemente se une con
nuestros sentimientos de aprobación o
desaprobación.

Bastante de lo dicho hasta aquí queda
condensado en el resumen que el propio Hume hace de su
teoría moral en el Tratado:

Tome cualquier acción considerada como
viciosa: asesinato premeditado, por ejemplo. Examínela a
todas las luces, y vea si puede encontrar ese hecho, o existencia
real, que llama vicio…. Nunca lo encontrará,
hasta que se vuelva a su interior, y encuentre el sentimiento de
desaprobación, que se despierta en usted, hacia esa
acción. Aquí hay una cuestión de hecho; pero
ella es el objeto de un sentimiento, no de la razón. Se
encuentra en usted mismo, no en el objeto. Así que cuando
usted dice que una acción o carácter es vicioso, no quiere decir nada,
a no ser que en su naturaleza tiene un sentimiento de culpa al
contemplar tal acción o carácter.

Uno no puede reflexionar en esta cita sin dejar de
preguntarse si Hume reduce la ética al
gusto. De hecho, algunos filósofos que han sido influidos
por Hume sostienen esta interpretación. El propio Hume reconoce que
si él fracasa en establecer que nuestros sentimientos de
aprobación o desaprobación son más que
respuestas idiosincrásicas, no puede existir una moral que
sea objetiva y pública. El cree, sin embargo, que al
abandonar la razón por el sentimiento ha evitado el
relativismo radical o el mero subjetivismo. Dado que las personas
tienen la misma naturaleza, dice Hume, sus respuestas morales
serán, en su mayor parte, semejantes. Por supuesto, no
está diciendo que todas las personas estarán de
acuerdo sobre el valor moral de
cada acción particular. Más bien, está
subrayando el hecho de que si las personas conocen los mismos
hechos, tenderán a responder de igual manera. Así,
por ejemplo, en circunstancias normales, la gente cree que
el sol se
levanta en el este y se pone en el oeste, porque su naturaleza
común está expuesta a los mismos hechos. De igual
manera, son semejantes en sus naturalezas cognitivas y
pasionales, de manera que cuando dos personas comprenden el mismo
conjunto de datos y las consecuencias que le acompañan,
tenderán a emitir el mismo juicio moral. En suma, Hume
confía bastante en la observación de que los desacuerdos
éticos generalmente proceden no de diferencias en nuestras
naturalezas, sino de la falta de comprensión de las
circunstancias que rodean un hecho dado, o de un análisis incompleto de las consecuencias
que se derivan del mismo.

Hume insiste, además, en que el estudio de
las valoraciones morales de un individuo
revela que los actos socialmente útiles son aprobados,
mientras que los que son perjudiciales para la sociedad son
desaprobados. Y a partir de esto argumenta que, dado que
generalmente juzgamos los actos por su conformidad con la
utilidad social, más que por las preferencias personales
inmediatas, existe una fuerte probabilidad de
que la imparcialidad prevalecerá cuando emitamos juicios
morales.

Algunos críticos han objetado que las tesis
empíricas de Hume acerca de la utilidad social no pueden
proporcionar una base adecuada para nuestras obligaciones
morales. Una línea de crítica, por ejemplo, comienza con la
observación de que el concepto de
justicia debe
ser parte integral de cualquier teoría moral. La
característica principal de ese concepto consiste en una
obligación de actuar en conformidad con un conjunto
inflexible de reglas; no parece incluir, sin embargo, la idea de
promover la utilidad social. La respuesta de Hume toma esto en
consideración. De hecho, es obligatorio ser justo,
señala Hume, pero la razón de que adoptemos el
concepto de justicia y guiemos nuestras acciones en conformidad
con él es que es útil para la sociedad que obremos
así. Hume no niega que un caso específico de
injusticia pueda ser más beneficioso para la sociedad que
su correspondiente caso de justicia (por ejemplo, si a una
persona pobre
con muchos hijos se le concede el derecho de
propiedad sobre un inmueble o terreno perteneciente a un
soltero rico). Pero, después de reflexionar, vemos que
tales casos no son realmente excepciones. Al volvernos
conscientes de lo complicado de las circunstancias y de las
consecuencias sin fin de nuestras acciones, descubrimos que
solamente apegándonos a la regla de la justicia podemos
servir a la humanidad.

TEXTOS DE
HUME

Fragmento 1

Hume se pregunta si la fuente de la moralidad
se encuentra en la razón o en las pasiones. Al principio,
le parece que en ambas
.

Ha existido una controversia (…) sobre los
fundamentos de la moral; si se encuentran en la razón o en
el sentimiento; si los comprendemos por medio de argumentos y de
inducción, o por intuición; si, como
todo juicio correcto sobre la verdad y la falsedad,
deberían ser los mismos para todo ser racional, o si, como
la percepción de la belleza y de la
deformidad, se encontrarían en la constitución de cada
individuo.

Los filósofos antiguos, aunque a menudo
afirman que la virtud no es sino conformidad con la razón,
en general, sin embargo, tienden a considerar que la moral deriva
del gusto y del sentimiento. Por otra parte, nuestros
investigadores modernos, aunque hablan mucho sobre la belleza de
la virtud y la deformidad del vicio, han logrado establecer la
diferencia por medio del razonamiento metafísico y por
deducciones a partir de los principios más abstractos del
entendimiento. Tal confusión reina en estas materias, que
se puede establecer una oposición muy marcada entre un
sistema y otro, e
incluso entre partes de cada sistema (…)

Debe reconocerse que ambos lados de la disputa
pueden aportar sólidos argumentos. Las distinciones
morales, es preciso reconocer, pueden hacerse con solo la
razón; de aquí las grandes discusiones que reinan
en la vida ordinaria, así como en filosofía, sobre
este tema; la larga cadena de pruebas producidas por ambos lados;
los ejemplos citados, las autoridades a las que se apela, las
analogías que se emplean, las falacias que se detectan,
las inferencias que se sacan, y las conclusiones a las que se
llega, ajustadas a los propios principios. Sobre la verdad se
disputa, no sobre el gusto. Lo que existe en la naturaleza de las
cosas es la regla de nuestro juicio. Lo que cada hombre siente
dentro de sí es la medida de su sentimiento. Se deben
probar las proposiciones de geometría; los sistemas de
física pueden ser refutados; pero la armonía del
verso, las tendencias de la pasión, la agudeza de ingenio
deben dar placer inmediato. Ningún hombre razona sobre la
belleza de otro, pero sí sobre la justicia o injusticia de
sus actos. En todo juicio criminal el primer objetivo del
prisionero es refutar las acusaciones y negar las acciones que se
le imputan; lo segundo, probar que, aun cuando esas acciones
fueran reales, pueden justificarse. El primer objetivo se logra
con deducciones; ¿cómo vamos a suponer que se
emplea una facultad diferente de la mente para lograr el
otro?

Por otra parte, aquellos que convierten todas las
determinaciones morales en sentimientos, pueden luchar por
mostrar que es imposible para la razón sacar conclusiones
de esta naturaleza. A la virtud, dicen, le pertenece por
naturaleza se amable, mientras que al vicio le es propio ser
detestable. Esto forma parte de su esencia o naturaleza. Pero
¿puede la razón o la argumentación
distribuir estos epítetos a cualquier cosa, y decir por
anticipado que tal cosa debe producir amor y otra
odio? ¿O qué otra razón podemos asignar a
estos afectos, si no es el tejido original de la mente humana,
que está adaptada a recibirlos? (pp.
2-4)

Fragmento 2.

Hume sugiere que sería interesante
encontrar una forma de unir ambas
posiciones
.

Los argumentos de cada parte (y muchos más
que se puedan producir) son tan factibles, que sospecho que unos
pueden ser tan sólidos y satisfactorios como los otros, y
que, de hecho, la razón y el sentimiento concurren en casi
todos nuestros juicios y determinaciones morales. Es probable que
la opinión final, que declara que algunos caracteres y
acciones son amables u odiosas, dignas de aprobación o de
reprobación; aquella opinión que les pone la
marca del
honor o de la infamia, de la aprobación o la censura; la
que considera la moral como un principio activo y hace de la
virtud nuestra felicidad y del vicio nuestra miseria; es
probable, digo, que esta opinión final dependa de
algún sentimiento interno, que la naturaleza ha vuelto
universal en todas las especies. Pues ¿qué otra
cosa puede tener una influencia de este tipo? Pero con el fin de
preparar el camino para tal sentimiento, y ofrecer un apropiado
discernimiento de su objeto, es a menudo necesario que sea
precedido de mucho razonamiento, que se hagan distinciones, que
se saquen conclusiones, que se hagan comparaciones, que se formen
relaciones complicadas, y que se determinen o verifiquen los
hechos. Algunos tipos de belleza, especialmente la belleza
natural, en su primera aparición, exigen nuestro afecto y
aprobación; y donde este efecto falla, es imposible a
cualquier razonamiento compensar su influencia, o adaptarlas
mejor a nuestro gusto y sentimientos. Pero en muchos otros
órdenes de belleza, particularmente en aquella de las
bellas artes,
es un requisito emplear mucho razonamiento, con el fin de sentir
el sentimiento apropiado; y una falsa valoración puede a
menudo ser corregida por medio de argumentos y reflexión.
Existen bases apropiadas para concluir que la belleza moral toma
mucho de este último tipo de belleza, y que demanda de la
asistencia de nuestra facultad intelectual, con el fin de ejercer
una influencia adecuada en la mente humana. (pp.
5-6)

Fragmento 3.

Según Hume, sin embargo, no puede
existir acuerdo sobre cuál de los dos, la razón o
el sentimiento, es la última fuente de la moralidad. Se
ofrecen dos argumentos decisivos en contra de la razón. El
primero es simplemente que la moralidad es práctica, esto
es, influye o regula nuestra conducta. El hecho de que la
razón en sí misma no proporcione una base para la
acción nos fuerza a
concluir que no puede ser la fuente de nuestra conducta
moral
.

La finalidad de todas las especulaciones morales
es enseñarnos nuestro deber; y, por la adecuada
representación de la deformidad del vicio y de la belleza
de la virtud, engendrar los hábitos adecuados y lograr que
evitemos uno y busquemos la otra. Pero ¿debemos esperar
esto de las conclusiones e inferencias de la razón, las
cuales por sí mismas no inciden en los afectos o incitan
las pasiones de los hombres? Ellas descubren verdades, pero
mientras las verdades que descubran sean indiferentes y no
engendren el deseo y la aversión, no podrán tener
influencia en la conducta. Lo que es honorable, justo, noble,
generoso, toma posesión del corazón, y
nos anima a abrazarlo y mantenerlo. Lo que es inteligible,
evidente, probable, verdadero, procura sólo el frío
asentimiento de la razón, y gratifica la curiosidad
especulativa, da un descanso a nuestra
inquisición.

Elimine todos los sentimientos cálidos y
las presuposiciones a favor de la virtud, todo el disgusto o
aversión del vicio; vuelva a los hombres totalmente
indiferentes hacia estas distinciones, y la moral no será
ya un estudio práctico, ni tendrá ninguna tendencia
a regular nuestras vidas y acciones. (pp. 4-5)

Fragmento 4.

El segundo argumento contra la razón es
sutil y claramente humeano. Aunque estamos conscientes de todos
los hechos objetivos que
se presentan en una situación inmoral —por ejemplo,
que A prometió pagar una deuda a B en cierta fecha, A no
tiene dinero para
cumplir con el pago, se niega a hacerlo y demás—, no
se pueden encontrar como un ítem de una lista de hechos
sobre los que reflexionamos al tratar de emitir un juicio moral.
Hume sostiene que la corrección o la incorrección
no se encuentra en las relaciones entre cualquiera de estos
hechos, ni siquiera entre la acción de A y una regla que
dice que se espera que uno pague sus
deudas
.

La razón juzga sobre cuestiones de hecho o
sobre relaciones. Busque primero, entonces, dónde
está ese hecho que llamamos crimen,
señálelo, determine el tiempo de su existencia,
describa su esencia o su naturaleza, explique el sentido o la
facultad que lo descubre. Reside en la mente de la persona que es
desagradecida. Ella debe sentirlo, y ser consciente de ello. Pero
nada está allí, excepto la pasión de la mala
voluntad o la absoluta indiferencia. Usted no puede decir que
estas cosas, por sí mismas, siempre y en todas las
circunstancias, son crímenes. No; solamente son
crímenes cuando se dirigen hacia personas que antes han
expresado y mostrado buena voluntad hacia nosotros.
Consecuentemente, podemos inferir que el crimen de ingratitud no
es un hecho particular, individual, sino que surge de una
complicación de circunstancias, las cuales, al ser
presentadas al espectador, excitan el sentimiento de culpa, por
la particular estructura y
composición de su mente.

Esta representación, dice usted, es falsa.
El crimen, de hecho, consiste, no en un evento particular, de
cuya realidad estamos seguros por la
razón, sino que consiste en cierta relación moral
descubierta por la razón, de la misma manera como
descubrimos por la razón las verdades de la geometría
o del álgebra.
Pero, ¿cuáles son las relaciones, pregunto, de las
que hablamos? En el caso mencionado arriba, veo, primero, buena
voluntad y buenas acciones en una persona; luego, mala voluntad y
malas acciones en otra. Entre estos existe la relación de
contrariedad. ¿Consiste el crimen en esta relación?
Pero suponga que una persona me quiso mal o me hizo algo malo, y
luego yo, en respuesta, me quedo indiferente, o le respondo con
bien; esta es la misma relación de contrariedad, y sin
embargo, mi conducta es muy laudable. Retuerza este problema todo
lo que quiera, nunca podrá poner la moralidad en la
relación, sino que debe recurrir a la decisión o al
sentimiento.

Cuando se afirma que dos más tres es igual
a la mitad de diez, puedo entender muy bien esta relación
de igualdad.
(…) Pero cuando usted compara relaciones morales, me temo que
no le comprendo. Una acción moral, un crimen tal como la
ingratitud, es un objeto complicado. ¿Consiste la
moralidad en la relación entre las partes?
¿Cómo? ¿De qué manera? Especifique la
relación, sea más particular y explícito en
sus proposiciones, y fácilmente verá su
falsedad.

No, dice usted, la moralidad consiste en la
relación de acciones a la regla de lo correcto, y ellas
están dominadas por el bien o por el mal, según si
están de acuerdo o en desacuerdo con él.
¿Cuál, entonces, es la regla de lo correcto?
¿En qué consiste? ¿Cómo se determina?
Por la razón, dice usted, que examina la moralidad de las
acciones. De manera que la moralidad de las acciones está
determinada por la comparación de una acción con su
regla, y esa regla está determinada por las relaciones
morales entre los objetos. ¿No es esto un razonamiento
demasiado fino? (pp. 127-129)

Fragmento 5.

Habiendo examinado las objeciones contra la
razón, Hume se declara abiertamente a favor del
sentimiento como fuente de la moralidad
.

Cuando un hombre, en cualquier momento, delibera
sobre su conducta (como cuando piensa si habría sido mejor
ayudar a su hermano o a un benefactor, en una emergencia), debe
considerar estas relaciones separadas, con todas las
circunstancias y situaciones de las personas, con el fin de
determinar el deber y la obligación mayor, así como
para determinar la proporción de líneas en un
triángulo es necesario examinar la naturaleza de esa
figura y la relación que las partes guardan entre
sí. Pero a pesar de la aparente semejanza de los dos
casos, existe una diferencia insalvable entre ellos. En cuanto a
triángulos o círculos, un pensador
especulativo considera las diferentes relaciones conocidas de las
partes de estas figuras, y de ahí infiere alguna
relación desconocida, la cual depende de las primeras.
Pero en las deliberaciones morales debemos estar familiarizados
de antemano con todos los objetos y todas las relaciones, de
manera que al compararlas con el todo podamos hacer nuestra
elección o dar nuestra aprobación. No se trata de
descubrir ningún dato o relación nueva. Se supone
que todas las circunstancias del caso se nos presentan, de manera
que podemos condenar o aprobar. Si cualquier circunstancia
material es desconocida o dudosa, debemos primero investigar para
salir de la duda, y debemos suspender el juicio por un tiempo.
Mientras ignoramos si un hombre es agresor o no,
¿cómo podríamos determinar si la persona que
lo mató es culpable o inocente? Pero después de
cada circunstancia, cada relación se conoce, y el
entendimiento no tiene espacio para operar, ni objeto en el cual
emplearse. La aprobación o la culpa que emite no puede ser
obra del juicio, sino del corazón; no es una sentencia
especulativa, sino sentimental. En las disquisiciones del
entendimiento, a partir de circunstancias y relaciones conocidas
inferimos algunas nuevas y desconocidas. En las decisiones
morales, todas las circunstancias y relaciones deben ser
previamente conocidas, y la mente, a partir de la
apreciación del conjunto, siente una nueva
impresión de afecto o de disgusto, de estima o de
desprecio, de aprobación o de
reprobación.

De aquí la gran diferencia que existe entre
un error de hecho y uno de derecho, y de aquí por
qué uno es criminal y el otro no. Cuando Edipo mató
a Layo, ignoraba la relación, y a partir de las
circunstancias, inocentes e involuntarias, se formó una
opinión errónea sobre la acción que
había cometido. Pero cuando Nerón mató a
Agripina, todas las relaciones entre él y esa persona, y
todas las circunstancias del caso, eran previamente conocidas
para él, pero el motivo de la venganza, el miedo o el
interés
prevalecieron en su salvaje corazón sobre los sentimientos
de deber y humanidad. Y cuando expresamos esa detestación
contra él —a la cual Nerón, en poco tiempo,
se volvió insensible—, no es que veamos ninguna
relación que fuera desconocida para él, sino que,
por rectitud de nuestra disposición, tenemos sentimientos
que para él son ajenos, por haberse acostumbrado a
practicar los más enormes crímenes. Son estos
sentimientos, por lo tanto, y no el descubrimiento de
ningún tipo de relación, en lo que consisten los
juicios morales. Antes de que pretendamos emitir un juicio de
esta clase, debemos
conocer todos los datos sobre el objeto o la acción. Nada
queda sino el sentimiento, de nuestra parte, de aprobación
o de reprobación, de aquí que digamos de una
acción que es criminal o virtuosa. (pp.
129-130)

Fragmento 6.

Hume habla sobre dos grandes virtudes sociales,
la benevolencia y la justicia, y observa que la primera es
universalmente estimada
.

Puede pensarse, quizás, que sea superfluo
probar que la benevolencia o las afecciones son estimables. Los
epítetos sociable, de buen corazón, humano,
compasivo, agradecido, generoso, amistoso, benefactor
y sus
equivalentes se conocen en todas las lenguas, y expresan siempre
el más alto mérito que la naturaleza humana es
capaz de alcanzar. Ya sea que estas cualidades se traigan de
nacimiento y se muestren en el buen gobierno o en la
instrucción de la humanidad, estas cualidades parece que
elevan a sus poseedores sobre el resto de la humanidad, y hace
que se aproximen a lo divino. Sublime capacidad, coraje
intrépido, éxito inquebrantable… estas cualidades
sólo exponen al héroe o al político a la
envidia y mala voluntad del público, pero en cuanto a
ellas se le agrega la de ser muy humano o benefactor, cuando sus
acciones se presentan como actos de suavidad o de benevolencia,
la envidia se calla, o consigue una voz general de
aprobación y de aplauso. (…) Ninguna cualidad es
más digna de aprobación y de buena
disposición por parte de la gente que la benevolencia o la
humanidad, la amistad y la
gratitud, el afecto natural y la preocupación por la
gente, o lo que proceda de la simpatía y la
preocupación general por nuestros semejantes. En donde sea
que estas cualidades aparezcan provocan en la gente los mismos
sentimientos favorables hacia sus poseedores.

Podemos observar que, cuando alabamos a cualquier
hombre benevolente y humano, se da una circunstancia que nunca
falla en ser reconocida: que en la sociedad a la cual sirve ese
hombre aumentan la felicidad y la satisfacción. (pp.
8-10)

Fragmento 7.

Con respecto a la virtud de la justicia, Hume
sostiene que su única fuente o justificación es la
utilidad. Hume llega a esta conclusión pidiéndonos
que imaginemos varias clases de circunstancias sociales y
humanas, y que notemos que en estas circunstancias, la virtud
estaría muerta, en el sentido de que sería
superflua o impracticable
.

Que la justicia es útil a la sociedad, y
consecuentemente que parte de su mérito, por lo menos,
debe proceder de esa consideración, sería superfluo
de probar. Que la utilidad pública sea el único
origen de la justicia y sus consecuencias benéficas sean
su único fundamento, es una afirmación que merece
nuestro examen.

Supongamos que la naturaleza ha proveído a
la raza humana de tal abundancia de bienes
externos, que, sin ninguna incertidumbre, sin ningún
cuidado o industria de
nuestra parte, cada individuo se encuentra a sí mismo
provisto con lo que sus más voraces apetitos le puedan
exigir. Su belleza natural, vamos a suponer, sobrepasa todos los
ornamentos; la perpetua clemencia de las estaciones le provee
todo lo que necesita: ropa, comida, agua… No
necesita ocuparse en trabajos fatigosos. La música, la poesía
y la contemplación son sus únicas ocupaciones; la
conversación, el regocijo y la amistad son su sola
distracción.

Parece evidente que, en tal feliz estado, todas
las virtudes sociales florecerían y tenderían a
incrementarse, y nunca se llegaría a imaginar la virtud de
la justicia. Pues, ¿para qué fin hacer
repartición de bienes, cuando todos tienen suficiente de
todo? ¿Por qué asegurar la propiedad, cuando nadie
se la va a quitar? ¿Por qué llamar a un objeto
"mío" cuando, para poseer cualquier otro del mismo valor
sólo necesito alargar la mano? La justicia, en este caso,
al ser totalmente inútil, sería una ceremonia
ociosa, y nunca podría llegar a ocupar un lugar en el
catálogo de las virtudes.

De nuevo: suponga que, si bien las necesidades de
la raza humana continúen siendo las mismas que ahora, la
mente ha ampliado tanto sus horizontes y está tan llena de
amistad y generosidad que todos los hombres sienten la mayor
ternura por los demás, y no sienten mayor interés
por sus propias cosas que por las de los demás; parece
evidente que el uso de la justicia, en este caso, quedaría
suspendido por tal benevolencia, y nunca se hubiera pensado en la
necesidad de las barreras de propiedad y obligación.
¿Por qué debería obligar a otro a que
actúe bien conmigo, cuando ya sé que él
está dispuesto, por la mayor inclinación, a buscar
mi felicidad, y por su propia voluntad realizaría lo que
yo más deseo, excepto si de ello se deriva un daño
para el mismo? (en este caso, él sabría que, por mi
innata buena voluntad y amistad, yo sería el primero en
oponerme a tan imprudente generosidad). ¿Qué es lo
que levanta barreras entre mi campo y el de mi vecino, cuando mi
corazón no ha establecido ninguna división entre
nuestros intereses, sino que comparte toda su alegría y
sus tristezas con la misma fuerza y vivacidad que si fueran
míos? Todo hombre, bajo este caso supuesto, considerando a
los demás como un segundo yo, confiaría todos sus
intereses a la discreción de todos los demás, sin
celos, sin distinciones. Y toda la raza humana sería una
sola familia, donde todo sería compartido y sería
usado con entera libertad, sin
hablar de propiedad.

Para hacer esta verdad más evidente,
invirtamos la anterior suposición, y llevando todo al
extremo opuesto, consideremos cuál sería el efecto
de esta nueva situación. Imaginemos una sociedad que cae
en tal necesidad de bienes, que la mayor frugalidad e industria
no pueden evitar que un número considerable de personas
perezca, y el resto caiga en la extrema miseria.
Fácilmente admitiremos, creo, que las estrictas leyes de la
justicia quedarían en suspenso, en tal caso de emergencia,
y darían lugar a la mayor necesidad de la
autopresevación. ¿Es un crimen, después de
un naufragio, procurarse cualquier medio o instrumento de
seguridad que
uno pueda conseguir, sin tomar en cuenta las limitaciones de la
propiedad? O en una ciudad sitiada, si la gente estuviera
pereciendo de hambre, ¿podríamos pensar que la
gente se arriesgaría a perder la vida por cuidar
escrupulosamente lo que en otras situaciones serían las
normas
ordinarias de la equidad y la
justicia? El uso y la tendencia de esa virtud es producir
felicidad y seguridad, preservando el orden en la sociedad; pero
en una sociedad que está próxima a perecer de
extrema necesidad, ningún mal mayor puede temerse que la
violencia y la
injusticia. En esa circunstancia cualquier hombre puede proveerse
para sí mismo por todos los medios que la
prudencia le dicte o que la humanidad le permita. La gente,
incluso en necesidades menos urgentes, abre los graneros sin el
consentimiento de los propietarios, o suponiendo justamente que
la autoridad o
los magistrados , actuando conforme a la equidad, lo
justificarían. ¿Sería considerado criminal o
injurioso que se hiciera una repartición de pan en una
hambruna, aunque se hiciera a la fuerza? (…)

Supongamos, de la misma manera, que fuera la
suerte de un hombre virtuoso caer en un grupo de
rufianes, alejado de la protección de las leyes o del
gobierno. ¿Qué conducta debería adoptar en
tan triste situación? Él ve que prevalece la
rapacidad, que no se respeta la equidad ni el orden; que la gente
permanece ciega ante las consecuencias nefastas que se
derivarán de sus acciones, que terminarán con la
destrucción de su sociedad. Sin embargo, él no
tiene otra opción que la de armarse, quitándole su
espada a quien sea, y aprovisionarse de todos los medios de
defensa y seguridad. En esa situación, la justicia que el
tanto valoraba no le serviría, ni para su propia seguridad
ni para la de los demás; él solamente debe
preocuparse por su propia supervivencia, sin interesarse por
aquellos que no valoran su mérito y la atención que
él podría brindarles. (pp. 15-20)

Fragmento 8.

Hume resume el argumento
anterior
.

De esta manera, las reglas de la equidad y de la
justicia dependen enteramente de estado y condición
particular en el cual los hombres se encuentran, y deben su
origen y su existencia a la utilidad pública, la cual
resulta de su estricto cumplimiento y regular observancia.
Invierta la condición de los hombres; produzca extrema
abundancia o extrema necesidad; siembre en los corazones de los
hombres perfecta moderación y humanidad, o perfecta
rapacidad y malicia. Al volver la justicia totalmente
inútil, destruirá totalmente su existencia, y
suspenderá su dominio sobre la
humanidad.

La situación común de la humanidad
es un término medio entre estos extremos. Somos
naturalmente parciales hacia nosotros mismos y hacia nuestros
amigos; pero somos capaces de aprender las ventajas que se
derivan de una conducta más equitativa. Pocos placeres nos
da la naturaleza, pero por medio del arte, el trabajo y
la industria, podemos conseguirlos en gran abundancia. De
aquí que la idea de la propiedad se vuelva necesaria en
toda la sociedad civil.
De aquí se deriva la utilidad de la justicia, y de
aquí solamente procede su mérito y
obligación. (pp. 20- 21)

Fragmento 9.

En un análisis final, la teoría
moral de Hume admite que algunas pasiones de los hombres no
tienen su origen en el interés personal.
Según esto, la moralidad de un individuo se basa en los
sentimientos que tienen origen en la preocupación por los
demás. Pero tales sentimientos son compartidos
universalmente, y no están afectados, por lo tanto, por el
relativismo de las consideraciones
personales
.

Parece suficiente para nuestro propósito
presente que se admita que existe en algunos de nosotros algo de
benevolencia, infundida en nuestro interior; alguna chispa de
amistad o de humanidad; alguna partícula de (la paz) de la
paloma, junto con los elementos del lobo y de la serpiente.
Supongamos que estos elementos son muy débiles; imaginemos
que son insuficientes para mover una mano o un dedo de nuestro
cuerpo; aun así deben dirigir las determinaciones de
nuestra alma, y donde
todo lo demás permanece igual, producir una débil
preferencia por todo lo que es útil a la humanidad, por
sobre lo que es pernicioso y peligroso. De esta manera, de
inmediato surge una distinción
moral
.

La noción de moralidad supone algún
sentimiento común a toda la humanidad, que recomienda el
mismo objeto a todos, y hace que todo hombre, o la mayoría
de los hombres, estén de acuerdo en la misma
opinión o decisión. También supone
algún sentimiento, tan universal y abarcador que se
extiende a toda la humanidad, que juzga las acciones y la
conducta como dignas de aplauso o de censura, según si
están de acuerdo con la regla de lo correcto que ha sido
establecida. Estos dos requisitos pertenecen solamente al
sentimiento de la humanidad sobre el que aquí se ha
insistido. Las otras pasiones generan muchos sentimientos de
deseo y de aversión, de afecto y de odio, pero ninguna de
ella se siente como tenida en común, ni es tan abarcadora
como para ser el fundamento de cualquier sistema general o
teoría establecida de aprobación o de
desaprobación.

Cuando un hombre llama a otro su enemigo, su
rival, su antagonista, su adversario, se entiende que está
hablando el lenguaje del
amor propio, y que está expresando sentimientos,
peculiares a él mismo y originados de una particular
circunstancia y situación. Pero cuando él atribuye
a un hombre epítetos como vicioso, odioso o depravado,
está hablando otro idioma, y expresa sentimientos por
medio de los cuales espera que el público que lo escucha
concuerde con él. Debe, por lo tanto, desprenderse de su
situación privada y particular y escoger un punto de vista
común a él y a otros; debe (…) tocar una fibra
que toda la humanidad reconozca y con la cual pueda sintonizar.
Si, por lo tanto, quiere decir que este hombre posee cualidades,
cuya tendencia es perniciosa para la sociedad, escogerá
este punto de vista común, y habrá tocado el
principio de humanidad, en el que todo hombre concuerda. Ya que
el corazón humano está compuesto de los mismos
elementos, nunca será totalmente indiferente al bien
común, ni del todo inmune a la tendencia de los caracteres
y las costumbres. Y aunque su afecto por la humanidad puede que
no sean tan fuerte como la vanidad o la ambición, sin
embargo, al ser común a todos los hombres, sólo
él puede ser el fundamento de la moral, o de cualquier
sistema general de alabanza o reprobación. La
ambición de un hombre no es la de otro, el ni el mismo
objeto o evento satisfará a ambos; pero la humanidad de un
hombre es la misma que la de los demás, y el mismo objeto
toca esta pasión en todas la criaturas
humanas.

Cualquier conducta que recibe mi
aprobación, al tocar mi humanidad, produce el mismo
aplauso en toda la humanidad, al afectar el mismo principio; pero
lo que sirve mi avaricia o mi ambición agrada a estas
pasiones en mí solamente, y no afecta la avaricia o la
ambición del resto de la humanidad. No hay circunstancia
de conducta en cualquier hombre (suponiendo una tendencia
beneficiosa) que no sea agradable a mi humanidad, aunque esa
persona sea extraña para mí
(109-113).

TEXTO 2

Investigación sobre los principios de la
moral
, apéndice I, fragmento

102. Si la hipótesis anterior es aceptada,
nos será fácil ahora determinar la primera
cuestión propuesta, relativa a los principios generales de
la moral; y aunque pospusimos la decisión de esta
cuestión para no envolvernos entonces en intrincadas
especulaciones, inadecuadas en discursos
morales, debemos proseguirla ahora y examinar en qué
medida la razón o el sentimiento entran en todas las
decisiones de alabanza o de censura.

Supuesto que un fundamento principal de la
alabanza moral está en la utilidad de cualquier cualidad o
acción, es evidente que la razón ha de tener una
participación notable en todas las decisiones de esta
clase; puesto que nada, sino esta facultad, puede instruirnos
sobre la tendencia de las cualidades y acciones y señalar
sus consecuencias beneficiosas para la sociedad y para su
posesor. En muchos casos es un asunto sujeto a gran controversia:
pueden surgir dudas, darse intereses opuestos y debe darse
preferencia a un extremo, por sutiles consideraciones y por un
pequeño predominio de la utilidad. Esto es de notar,
particularmente, respecto a la justicia, como es natural suponer
por esa especie de utilidad que acompaña a esta virtud. Si
cada uno de los casos de justicia fuera útil, como los de
la benevolencia, a la sociedad, la situación sería
más simple, y rara vez estaría sujeta a
controversia. Pero como los casos individuales de la justicia son
perniciosos con frecuencia en su primera e inmediata tendencia, y
como las ventajas para la sociedad resultan sólo de la
observación de la regla general y de la concurrencia y
combinación de varias personas en la misma conducta
equitativa, el caso aquí se vuelve más intrincado y
complejo. Las varias circunstancias de la sociedad, las varias
consecuencias de cualquier práctica, los varios intereses
que pueden proponerse: todo ello, en muchas ocasiones, es dudoso
y sujeto a gran discusión y encuesta.

El objeto de las leyes municipales es determinar
todas las cuestiones respecto a la justicia: los debates de los
ciudadanos; las reflexiones de los políticos; los
precedentes de la historia y archivos
públicos; todos ellos se enderezan al mismo
propósito. Y a menudo son necesarios una razón o
juicio muy certeros para pronunciar la determinación
verdadera entre tan intrincadas dudas, nacidas de utilidades
oscuras u opuestas.

103. Pero, aunque la razón plenamente
asistida y mejorada sea bastante para instruirnos sobre las
tendencias útiles o perniciosas de las cualidades y
acciones, no es, por sí sola, suficiente para producir
ninguna censura o aprobación moral. La utilidad es
sólo una tendencia hacia cierto fin; y, si el fin nos
fuera totalmente indiferente, sentiríamos la misma
indiferencia por los medios. Hace falta que se despliegue un
sentimiento para dar preferencia a las tendencias útiles
sobre las perniciosas. Este sentimiento no puede ser sino un
sentimiento por la felicidad del género
humano, y un resentimiento por su miseria, puesto que
éstos son los diferentes fines que la virtud y el vicio
tienden a promover. Por tanto, la razón nos instruye sobre
las varias tendencias de las acciones, y la humanidad distingue a
favor de las que son útiles y
beneficiosas.

104. De la anterior hipótesis aparece clara
la división entre las facultades del entendimiento y del
sentimiento en todas las decisiones morales. Mas supondré
que esta hipótesis es falsa: hará falta, pues,
buscar otra teoría que sea satisfactoria; y me atrevo a
afirmar que no se hallará ninguna, mientras supongamos que
la razón es la única fuente de la moral. Para
probarlo convendrá sopesar las cinco consideraciones
siguientes:

I. Es fácil para una hipótesis falsa
mantener una apariencia de verdad; mientras no se sale de
generalidades, usa términos indefinidos y emplea
comparaciones en vez de ejemplos. Esto es notable,
particularmente, en esa filosofía que adscribe el
discernimiento de todas las distinciones morales sólo a la
razón, sin que el sentimiento concurra. Es imposible que,
en ningún caso concreto,
pueda hacerse inteligible esa hipótesis, sea cual fuere la
especiosidad de la figura que tome en declamaciones y discursos.
Examínese el crimen de la ingratitud, por ejemplo; ocurre
éste siempre que observamos, por una parte, buena voluntad
expresada y conocida, junto con la prestación de buenos
oficios y, por otra, y a cambio, mala
voluntad o indiferencia, y malos oficios o descuido. Anatomizad
todas esas circunstancias y examinad, sólo con la
razón, en qué consiste el demérito o
censura. Nunca llegaréis a una
conclusión.

107. No, decís; la moralidad consiste en la
relación de las acciones morales con la regla de lo justo;
y son denominadas buenas o malas, según concuerden o no
con ella. ¿Qué es esa regla de lo justo? ¿En
qué consiste? ¿Cómo se determina? Por la
razón, decís, que examina las relaciones morales de
las acciones. De tal modo las relaciones son determinadas por la
comparación de la acción con la regla. Y esa regla
es determinada considerando las relaciones morales de los
objetos. ¿No es éste un razonamiento
refinado?

Todo esto es metafísica, exclamáis.
Basta, entonces; no hace falta más para tener una fuerte
sospecha de falsedad. Sí, contesto, aquí hay
metafísica, con toda seguridad, pero por vuestra parte,
que avanzáis hipótesis absurdas que nunca pueden
hacerse inteligibles, ni cuadrar con ningún caso ni
ejemplo concreto. La hipótesis que defendemos es sencilla.
Mantiene que la moralidad es determinada por el sentimiento.
Define que la virtud es cualquier acción mental o cualidad
que dé al espectador un sentimiento placentero de
aprobación; y vicio, lo contrario. Pasamos entonces a
examinar un caso concreto, a saber, qué acciones ejercen
esta influencia. Consideramos todas las circunstancias en las
cuales coinciden esas acciones y, de ahí, nos encaminamos
a extraer algunas observaciones generales respecto a estos
sentimientos. Si a esto lo llamáis metafísica y
halláis en ello algo abstruso, no tendréis otra
cosa que hacer, sino reconocer que vuestro tipo de mente no es
apropiado para las ciencias
morales.

108. II. Siempre que un hombre delibera sobre su
propia conducta (por ejemplo, si en una emergencia concreta
ayudará al propio hermano o a un benefactor), él
debe considerar estas relaciones separadas, con todas las
circunstancias y situaciones de las personas, para determinar el
deber y la obligación superiores; y, para determinar la
proporción de las líneas de cualquier
triángulo, es necesario examinar la naturaleza de esa
figura y las relaciones que sus varias partes guardan entre
sí. Pero, pese a esta aparente similaridad de los dos
casos, hay en el fondo una gran diferencia entre ellos. Un
razonador especulativo considera, respecto a los
triángulos y círculos, las relaciones dadas y
conocidas entre las partes de estas figuras y de ahí
infiere alguna relación desconocida que depende de las
primeras. Pero en las deliberaciones morales debemos estar
familiarizados de antemano con todos los objetos y todas sus
relaciones mutuas; y, de la comparación del todo,
determinamos nuestra elección o aprobación. No hay
ningún hecho nuevo del que cerciorarse, ni ninguna nueva
relación que descubrir. Se da por supuesto que todas las
circunstancias del caso están ante nosotros antes de que
podamos determinar una sentencia de censura o de
aprobación. Si una circunstancia material fuera
todavía desconocida o dudosa hemos de ejercer primero
nuestra investigación o nuestras facultades intelectuales
para asegurarnos de ella; y debemos suspender durante cierto
tiempo toda decisión o sentimiento moral. Mientras
ignoramos si un hombre fue el agresor o no, ¿cómo
podemos determinar si la persona que lo mató es criminal o
inocente?

Pero, después de ser conocidas todas las
circunstancias, todas las relaciones, el entendimiento no tiene
ya lugar para operar, ni objeto sobre el que emplearse. La
aprobación o la censura que se sigue no puede ser obra del
juicio, sino del corazón; y no es una proposición
especulativa, sino un sentir activo o sentimiento. En las
disquisiciones del entendimiento, a partir de circunstancias y
relaciones conocidas, inferimos otras nuevas y desconocidas. En
las decisiones morales, todas las circunstancias y relaciones
deben ser conocidas previamente; y la mente, por la
comparación del todo, siente una nueva impresión de
afecto o de disgusto, de estima o de desprecio, de
aprobación o de censura.

109. De ahí la gran diferencia entre un
error de hecho y otro de derecho; y de ahí la razón
por la que uno es criminal, por lo común, y no el otro.
Cuando Edipo mató a Laio, ignoraba la relación y,
por las circunstancias, de modo inocente e involuntario,
formó una opinión errónea de la
acción que realizó. Pero cuando Nerón
mató a Agripina, todas las relaciones entre él y la
persona, y todas las circunstancias del hecho, le eran conocidas
previamente; pero el motivo de la venganza, miedo o
interés, prevalecieron en su salvaje corazón sobre
los sentimientos del deber y de la humanidad. Y cuando abominamos
de él, a lo que en seguida se hizo insensible, no es
porque veamos relaciones que él ignoraba, sino que, por la
rectitud de nuestra disposición, experimentamos
sentimientos para los que él estaba endurecido por la
lisonja y una larga perseverancia en los más enormes
crímenes. En estos sentimientos, por tanto, y no en el
descubrimiento de relaciones de cualquier tipo, consisten todas
las determinaciones morales. Antes de pretender formar una
decisión de esta clase, todo debe ser conocido y
averiguado respecto al objeto o a la acción. Por nuestra
parte no queda sino experimentar un sentimiento de censura o
aprobación, a partir del cual decidimos si la
acción es criminal o virtuosa.

110. III. Esta doctrina se hará más
evidente todavía si comparamos la belleza moral con la
natural, con la que guarda semejanza en muchos aspectos. La
belleza natural depende de la proporción, relación
y posición de las partes; pero sería absurdo
inferir de ahí que la percepción de la belleza,
como la de la verdad en los problemas
geométricos, consiste totalmente en la percepción
de relaciones, y es realizada por entero por el entendimiento o
las facultades intelectuales. En todas las ciencias nuestra mente
investiga, a partir de las relaciones conocidas, las
desconocidas. Pero en todas las decisiones del gusto o de la
belleza externa todas las relaciones son, de antemano, obvias
para los ojos; y de ahí pasamos a experimentar un
sentimiento de complacencia o de disgusto, según la
naturaleza del objeto y la disposición de nuestros
órganos.

Euclides ha explicado completamente todas las
cualidades del círculo; pero en ninguna proposición
ha dicho una palabra sobre su belleza. La razón es
evidente. La belleza no es una cualidad del círculo. No
está en ninguna parte de la línea cuyos puntos
equidistan de un centro común. Es sólo el efecto
que esa figura produce sobre la mente, cuya peculiar estructura
la hace susceptible de tales sentimientos. En vano se
buscaría en el círculo, por los sentidos o por el
razonamiento matemático, en todas las propiedades de esa
figura.

Escuchad a Paladio y a Perrault, cuando explican
todas las partes y proporciones de una columna. Hablan de la
cornisa y del friso, de la basa y del entablamiento, del fuste y
del arquitrabe; dan la posición y descripción de cada uno de estos miembros.
Pero si les preguntarais por la posición y
descripción de su belleza, responderían al punto
que la belleza no está en ninguna de las partes o miembros
de una columna, sino que resulta del conjunto, cuando esa
complicada figura se presenta a una mente inteligente, capaz de
tener tales refinadas sensaciones. Hasta que aparece uno de esos
espectadores nada hay, sino una figura de dimensiones y
proporciones determinadas: su elegancia y belleza surgen
solamente de los sentimientos.

Escuchad también a Cicerón, cuando
pinta los crímenes de un Verres o de un Catilina. Debe
reconocerse que la torpeza moral resulta, de la misma manera, de
la contemplación del todo cuando es presentado a un ser
cuyos órganos tienen una determinada estructura y
formación. El orador puede pintar ira, insolencia,
barbarie, por una parte; mansedumbre, sufrimiento, tristeza,
inocencia, por la otra. Pero, si no sentís ni
indignación ni compasión en vosotros por estas
complicadas circunstancias, en vano le preguntaríais en
qué consiste el crimen o la villanía contra la que
tan vehemente clama. ¿En qué momento y en
qué sujeto empieza a existir por vez primera? ¿En
qué se ha convertido pocos meses después, cuando
todas las disposiciones y pensamientos de todos los actores se
han cambiado por completo o se han aniquilado? No se puede
responder satisfactoriamente a ninguna de estas preguntas desde
una hipótesis abstracta de la moral; y hemos de confesar,
al fin, que el crimen o la inmoralidad no es un hecho particular
o una relación, que puede ser objeto del entendimiento,
sino que surge por entero del sentimiento de
desaprobación, que, debido a la estructura de la
naturaleza humana, sentimos inevitablemente al aprehender la
barbarie o la traición.

111. IV. Los objetos inanimados pueden guardar
entre sí las mismas relaciones que observamos en los
agentes morales; aunque aquéllos no puedan ser nunca
objeto de amor o de odio, ni susceptibles, por ende, de
mérito o iniquidad. Un árbol joven que sobrepasa y
destruye a su padre guarda en todo las mismas relaciones que
Nerón cuando asesinó a Agripina; y si la moralidad
consistiera meramente en relaciones, sin duda alguna sería
igualmente criminal.

112. V. Parece evidente que los fines
últimos de las acciones humanas no pueden ser explicados,
en ningún caso, por la razón, sino que se
recomiendan por entero a los sentimientos y afecciones del
género humano, sin dependencia de las facultades
intelectuales. Pregúntese a un hombre por qué hace
ejercicio; contestará que porque desea conservar la
salud. Si se le
pregunta entonces por qué desea la salud,
responderá al punto, porque la enfermedad es penosa. Y si
se prosigue la encuesta y se desea saber la razón por la
que odia el dolor, no podrá dar ninguna. Es éste un
fin último, que no va referido a ningún otro
objeto.

Quizá a la segunda pregunta, por qué
desea la salud, pueda contestar también que es necesaria
para el ejercicio de su vocación. Si se le pregunta que
por qué desea esto, contestará, sin más, que
porque desea dinero. Si se le pregunta ¿por qué?,
contestará que es un instrumento de placer. Y es absurdo
preguntarle la razón de esto. Es imposible que haya un
proceso in
infinitum
; y que una cosa pueda ser siempre la razón
por la que otra es deseada. Algo debe ser deseable por sí,
y por su acuerdo y conveniencia inmediata con el sentimiento y el
afecto humanos.

Evaluación de
Hume

¿Está de acuerdo con la
opinión de Hume de que si la gente no experimentara
sentimientos de aprobación o de desaprobación no
haría juicios morales?

Discuta los argumentos de Hume en contra de la
razón como base de la moralidad.

¿Cuál es el papel de la razón
en la deliberación moral?

En el nivel teorético, la visión de
la moral de Hume se asemeja a su visión de la causalidad.
¿En qué forma son esas visiones similares y en
qué forma son diferentes?

¿Puede Hume ser defendido contra la
acusación de relativismo, si basa su moral en el
sentimiento?

¿Cómo muestra la
discusión de Hume de la justicia de que ésta se
basa en la utilidad social?

¿Hasta qué punto es Hume un
precursor del utilitarismo, la concepción de que las
acciones morales son aquellas que promueven la mayor felicidad
para el mayor número? Discuta.

Adoptando el punto de vista de Hume, proporcione
argumentos en contra del intuicionista ético, que sostiene
que sabemos que ciertas acciones, por su propia naturaleza, son
correctas, y otras, incorrectas.

¿Cuáles son algunas de las
características de la teoría psicológica que
subyacen en la ética de Hume?

Hume cree que la gente que no está
directamente implicada en situaciones morales puede, sin embargo,
hacer juicios morales. ¿Está de acuerdo?
Discuta.

Evaluacion de Hume en línea: http://www.jcu.edu/philosophy/gensler/ms/hume–00.htm

IMMANUEL KANT: EL DEBER
LIBERADOR

"Las inclinaciones mismas, como fuentes de las
necesidades, están tan lejos de tener un valor absoluto
para desearlas, que más bien debe ser el deseo general de
todo ser racional el librarse enteramente de ellas."
–Fundamentación de la metafísica de las
costumbres

Immanuel Kant (1724-1804), cuyos escritos son lectura
obligatoria para todo aquel que desee comprender el pensamiento
de los siglos XIX y XX, vivió una vida excepcionalmente
tranquila. Kant vivía rutinariamente, y, aunque
tenía muchos amigos, nunca se casó y nunca se
aventuró a salir más de 60 km de Königsberg,
Prusia Oriental, la ciudad de su nacimiento y de su muerte. El
escritor alemán Heine, ejerciendo sin duda alguna licencia
poética, ha inmortalizado a Kant al presentarlo como un
autómata: "Levantarse, tomar café,
escribir, dar clases, cenar, caminar: todo tenía su tiempo
prefijado. Y cuando Immanuel Kant, en su abrigo gris,
bastón en mano, aparecía a la puerta de su casa, y
caminaba hacia la pequeña avenida bordeada de tilos que
aún se llama ‘La caminata del
filósofo’, los vecinos sabían que eran
exactamente las tres y media en su reloj".

La familia
Kant pertenecía a la clase media baja y era muy religiosa.
En reconocimiento de la habilidad académica de su hijo y
por las convicciones religiosas de la familia, el padre de
Immanuel lo envió al colegio pietista local a prepararse
para el ministerio. Immanuel continúo sus estudios en la
Universidad de Königsberg, y se interesó mucho en las
ciencias
naturales y en la filosofía. Entre 1746 y 1755 fue
maestro privado de varias familias de su ciudad. Luego fue
nombrado instructor en su universidad y finalmente, en 1770,
obtuvo la cátedra. Kant fue un maestro muy popular y
exitoso. Tal vez pueda sorprender que alguien tan riguroso en su
propia forma de pensar, diera el siguiente consejo
pedagógico: "atiende a los estudiantes de mediana
habilidad; a los tontos es imposible ayudarles, y los genios se
ayudan a sí mismos".

La vida interior de Kant era tan dramática como
gris era su vida exterior: renunció al lado exterior y
emocional de la religión; de un filósofo "literato"
de estilo y pensamiento libre y fluido se convirtió en un
filósofo crítico de estilo trabajado que presentaba
pensamientos profundos, sin concesiones de ningún
género; transformó una curiosidad científica
espontánea en impulso por explorar los fundamentos de
la ciencia; de
ser un seguidor pasivo de escuelas filosóficas se
transformó en el innovador de una importante escuela de
pensamiento. Por otra parte, se interesó mucho en las
revoluciones francesa y americana. La fachada conservadora de
Kant ocultaba al verdadero Kant.

El escrito científico más importante de
Kant es su Historia natural general y teoría de los
cielos
(1755), en la cual trata de explicar el origen del
sistema solar
reformulando la hipótesis nebular. Su trabajo
filosófico revolucionario es la Crítica de la
razón pura
(1781), la cual se centra en la
demostración de que es posible tener conocimiento cierto
en las ciencias naturales y en las matemáticas. En su Crítica del
Juicio
(1790) analiza la estética y la biología. Kant se
propone la tarea de encontrar los fundamentos de una
auténtica moral en Fundamentación de la
metafísica de las costumbres
(1785) y en la
Crítica de la razón práctica. En esta
última investiga las implicaciones de la moral para la
religión.

La dirección de los intereses
filosóficos de Kant queda revelada en su famosa
afirmación: "dos cosas llenan la mente con una
admiración siempre nueva… los cielos estrellados encima
de mí y la ley moral dentro
de mí". A él le interesa la naturaleza y la moral.
En contra del escepticismo dieciochesco, que ponía en duda
los fundamentos del conocimiento
científico y de la moral, Kant propone un sistema
comprehensivo del universo en el
cual queda garantizada la certeza. Según Kant, el
escepticismo resulta del error de buscar las bases para la
certeza donde no pueden ser encontradas, esto es, en el contenido
de la experiencia. El fundamento de la certeza, dice Kant, se
encuentra en la forma de la experiencia. Siguiendo esta
hipótesis, hace un examen intenso de la naturaleza del
pensamiento para mostrar cómo podemos tener conocimiento
cierto tanto de los hechos científicos como de los deberes
morales.

Mediante un análisis del conocimiento, Kant
demuestra que la necesidad y la universalidad del conocimiento
científico se deben a las leyes a través de las
cuales se hacen efectivas las categorías (conceptos) de la
mente. Las categorías son las formas de todo posible
conocimiento y no están limitadas a un contenido
específico. Por ejemplo, pertenece a la naturaleza de la
mente pensar según el principio de que todo evento debe
tener una causa. El concepto de causalidad que implica este
principio es una de las categorías del entendimiento.
Así, a pesar de nuestra ignorancia de la causa de una
determinada enfermedad, estamos sin embargo seguros de que tiene
una causa, y esta certeza es producto de la
mente, no de la observación. Aunque es generalmente
admitido que la naturaleza en sí misma proporciona el
orden causal de nuestra experiencia, Kant le da la vuelta a esta
posición, insistiendo en que es la mente la que ordena
nuestra experiencia. De otra forma no podríamos estar
ciertos, como lo estamos, de la conexión causal entre los
eventos, ya que, mientras la experiencia nos muestra lo que
sucede de hecho, no nos muestra lo que sucede necesariamente. Las
categorías son a priori –esto es, no derivan
de la experiencia; son aplicables universalmente a la
experiencia, y son la precondición necesaria del
conocimiento empírico. Más aún, aunque todo
conocimiento necesariamente comienza con la experiencia, la
estructura a priori del mismo no puede ser adquirida por
inducción de la experiencia; sólo puede ser
comprendida a través del examen de los presupuestos
de nuestra experiencia ordenada de la naturaleza.

En su busca de los fundamentos de la validez de la
ética, Kant emplea el mismo método por el que
establece los fundamentos de la certeza de la ciencia. Un
principio moral válido, dice Kant, debe ser independiente
de los datos empíricos de moralidad si es que debe ser
vinculante para todos los seres humanos. En suma, una genuina
moralidad, esto es, una moralidad que es objetiva y
universalmente vinculante, requiere una fundamentación
a priori. Kant cree que la conciencia moral
ordinaria revela a todos los hombres que los preceptos morales
son universales y necesarios, esto es, válidos para todos
los seres racionales.

La obligación universal, según Kant, no
puede ser descubierta por medio del estudio de datos
empíricos tales como los deseos o las inclinaciones
humanas, ya que estos varían de persona a persona. Las
bases universales de la moralidad para las personas deben de
encontrarse en su naturaleza racional, ya que ésta
sí es igual en todos. Ninguna "ley moral" es válida
si no es racional, esto es, si no puede ser aplicada a todos los
seres humanos sin contradicción. O, puesto de otro modo,
un principio moral debe ser tal que uno pueda desear que todas
las personas, incluyéndose uno mismo, actúen de
acuerdo con él. Kant usa el examen de la consistencia como
el principal para la ley moral fundamental, que él
denomina el imperativo categórico: correctas son aquellas
acciones que se conforman a los principios que uno puede desear
consistentemente que sean los principios aplicables a todos, y
erróneas son aquellas acciones que se basan en
máximas que una criatura racional no podría desear
que todas las personas siguieran.

A través del
imperativo categórico, por lo tanto, estamos capacitados
para distinguir las acciones correctas de las incorrectas. Sin
embargo, dice Kant, el imperativo categórico no es
solamente el test, sino la
guía incondicional de nuestro comportamiento. Es vinculante para todos porque
todo ser racional reconoce la obligación de seguir la
razón. El imperativo categórico es, de hecho, la
única base para determinar nuestras obligaciones. Kant
argumenta que la validez de la ley fundamental no se vería
afectada aun si todos la violaran de hecho. La razón
prescribe el deber, y la ley moral se mantiene, con independencia
de que la gente la obedezca o no.

TEXTOS DE KANT

Fragmento 1: FMC, Primera
sección

Como un preámbulo a la construcción de una filosofía moral
pura, Kant hace un análisis crítico de las cosas
comúnmente consideradas "bienes", como la salud, la
riqueza y la amistad. Al preguntarse bajo qué condiciones
estas cosas pueden ser consideradas "bienes", concluye que no son
bienes bajo cualquier circunstancia, sino sólo en tanto y
en cuanto estén unidos a algo que es el único bien
sin reservas: la buena voluntad. Para Kant, la buena voluntad
representa el esfuerzo de los seres racionales por hacer lo que
tienen que hacer, en lugar de actuar por inclinación o por
interés propio.

Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo,
es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin
restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad.
El entendimiento, el gracejo, el Juicio, o como quieran llamarse
los talentos del espíritu; el valor, la
decisión, la perseverancia en los propósitos, como
cualidades del temperamento, son, sin duda, en muchos respectos,
buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser
extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha
de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y cuya peculiar
constitución se llama por eso carácter, no es
buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la
riqueza, la honra, la salud misma y la completa
satisfacción y el contento del propio estado, bajo el
nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a veces
arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y
acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con
él el principio todo de la acción; sin contar con
que un espectador razonable e imparcial, al contemplar las
ininterrumpidas bienandanzas de un ser que no ostenta el menor
rasgo de una voluntad pura y buena, no podrá nunca tener
satisfacción, y así parece constituir la buena
voluntad la indispensable condición que nos hace dignos de
ser felices.

Fragmento 2: Ibid.

La buena voluntad no es buena porque alcance buenos
resultados. Aun cuando no fuera capaz de alcanzar los fines que
persigue, sería un bien en sí misma, y
tendría un valor más alto que las cosas
superficiales alcanzadas por medio de acciones inmorales.
(Nótese que "inmoral" no quiere decir aquí malo,
sino hecho por otro motivo distinto al deber.)

La buena voluntad no es buena por lo que efectúe
o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar
algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo
por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada
por sí misma, es, sin comparación, muchísimo
más valiosa que todo lo que por medio de ella
pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna
inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las
inclinaciones. Aun cuando, por particulares enconos del azar o
por la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por
completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su
propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no
pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena
voluntad –no, desde luego como un mero deseo sino como el
acopio de todos los medios que están en nuestro
poder–, sería esa buena voluntad como una joya
brillante por sí misma, como algo que en sí mismo
posee su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni
añadir ni quitar nada a ese valor. Serían, por
decirlo así, como la montura, para poderla tener
más a la mano en el comercio
vulgar o llamar la atención de los poco versados; que los
peritos no necesitan de tales reclamos para determinar su
valor.

Fragmento 3: Ibid.

La experiencia muestra que la razón no es el
mejor instrumento para conseguir la felicidad. Si la naturaleza
hubiera pretendido que los seres humanos fuéramos felices,
nos habría proveído con un instinto para tal fin.
Lo que observamos es que entre más cultiva la gente la
razón, menos posibilidades tienen de alcanzar la
felicidad. Kant concluye que la razón no está
prevista para producir felicidad, sino para producir buena
voluntad.

Sin embargo, en esta idea del valor absoluto de la mera
voluntad, sin que entre en consideración ningún
provecho al apreciarla, hay algo tan extraño que,
prescindiendo de la conformidad en que la razón vulgar
misma está con ella, tiene que surgir la sospecha de que
acaso el fundamento de todo esto sea meramente una sublime
fantasía y que quizá hayamos entendido falsamente
el propósito de la naturaleza, al darle a nuestra voluntad
la razón como directora. Por lo cual vamos a examinar esa
idea desde este punto de vista.

Admitimos como principio que en las disposiciones
naturales de un ser organizado, esto es, arreglado con finalidad
para la vida, no se encuentra un instrumento, dispuesto para un
fin, que no sea el más propio y adecuado para ese fin.
Ahora bien, si en un ser que tiene razón y una voluntad,
fuera el fin propio de la naturaleza su conservación, su
bienandanza, en una palabra, su felicidad, la naturaleza
habría tomado muy mal sus disposiciones al elegir la
razón de la criatura para encargarla de realizar aquel su
propósito. Pues todas las acciones que en tal sentido
tiene que realizar la criatura y la regla toda de su conducta se
las habría prescrito con mucha mayor exactitud el
instinto; y éste hubiera podido conseguir aquel con mucha
mayor seguridad que la razón puede nunca alcanzar. Y si
había que gratificar a la venturosa criatura además
con la razón, ésta no tenía que haberle
servido sino para hacer consideraciones sobre la feliz
disposición de su naturaleza, para admirarla, regocijarse
por ella y dar las gracias a la causa bienhechora que así
la hizo, mas no para someter su facultad de desear a esa
débil y engañosa dirección, echando
así por tierra el
propósito de la naturaleza; en una palabra, la naturaleza
habría impedido que la razón se volviese hacia
el uso práctico y tuviese el descomedimiento
de meditar ella misma, con sus endebles conocimientos, el
bosquejo de la felicidad y de los medios a ésta
conducentes; la naturaleza habría recobrado para
sí, no sólo la elección de los fines, sino
también de los medios mismos, y con sabia
precaución hubiéralos ambos entregado al mero
instinto.

En realidad, encontramos que cuanto más se
preocupa una razón cultivada del propósito de gozar
la vida y alcanzar la felicidad, tanto más el hombre se
aleja de la verdadera satisfacción; por lo cual muchos, y
precisamente los más experimentados en el uso de la
razón, acaban por sentir –sean lo bastante sinceros
para confesarlo– cierto grado de misología u odio a
la razón, porque, computando todas las ventajas que sacan,
no digo ya de la invención de las artes todas del lujo
vulgar, sino incluso de las ciencias –que al fin y al cabo
aparécenles como un lujo del entendimiento–,
encuentran, sin embargo, que se han echado más penas y
dolores que felicidad hayan podido ganar, y más bien
envidian que desprecian al hombre vulgar, que está
más propicio a la dirección del mero instinto
natural y no consiente su razón que ejerza gran influencia
en su hacer y omitir. Y hasta aquí hay que confesar que el
juicio de los que rebajan mucho y hasta declaran inferiores a
cero los rimbombantes encomios de los grandes provechos que la
razón nos ha de proporcionar para el negocio de la
felicidad y satisfacción en la vida, no es un juicio de
hombres entristecidos o desagradecidos a las bondades del
gobierno del universo; que en esos tales juicios está
implícita la idea de otro y mucho más digno
propósito y fin de la existencia, para el cual, no para la
felicidad, está destinada propiamente la razón; y
ante ese fin, como suprema condición, deben inclinarse
casi todos los peculiares fines del hombre.

Pues como la razón no es bastante apta para
dirigir seguramente a la voluntad, en lo que se refiere a los
objetos de ésta y a la satisfacción de nuestras
necesidades –que en parte la razón misma
multiplica–, a cuyo fin nos hubiera conducido mucho mejor
un instinto natural ingénito; como, sin embargo, por otra
parte, nos ha sido concedida la razón como facultad
práctica, es decir, como una facultad que debe tener
influjo sobre la voluntad, resulta que el destino verdadero de la
razón tiene que ser el de producir una voluntad buena, no
en tal o cual respecto, como medio, sino buena en
misma,
cosa para lo cual era la razón necesaria
absolutamente, si es así que la naturaleza en la distribución de las disposiciones ha
procedido por doquiera con un sentido de finalidad. Esta voluntad
no ha de ser todo el bien, ni el único bien; pero ha de
ser el bien supremo y la condición de cualquier otro,
incluso el deseo de felicidad, en cuyo caso se puede muy bien
hacer compatible con la sabiduría de la naturaleza, si se
advierte que el cultivo de la razón, necesario para aquel
fin primero e incondicionado, restringe en muchos modos, por lo
menos en esta vida, la consecución del segundo fin,
siempre condicionado, a saber: la felicidad, sin que por ello la
naturaleza se conduzca contrariamente a su sentido finalista,
porque la razón, que reconoce su destino práctico
supremo en la fundación de una voluntad buena, no puede
sentir en el cumplimiento de tal propósito más que
una satisfacción de especie peculiar, a saber, la que nace
de la realización de un fin que sólo la
razón determina, aunque ello tenga que ir unido a
algún quebranto para los fines de la
inclinación.

Fragmento 4: Ibid.

Kant procede luego a explicar la relación
entre la buena voluntad y el deber: buena voluntad es aquella que
en todo busca cumplir con el deber. De hecho, las acciones
humanas tienen valor propio solamente si se hacen por deber. Las
acciones que resultan de la inclinación (sentimiento) o
interés propio, pueden ser dignas de alabanza si sucede
que, por cualquier razón, concuerdan con el deber, pero no
tienen valor moral en sí. Por ejemplo, una mujer que logra
mantenerse en una rutina de vida que se conforma con el deber,
estaría actuando por una inclinación que va de
acuerdo con su deber, pero que no procede del deber. Por otra
parte, preservar la vida que se ha convertido en una carga,
solamente porque el deber así lo manda, es moralmente
correcto.

Kant no quiere decir que cumplir con el deber es
siempre, o casi siempre, desagradable. Sin embargo, cuando
nuestros deseos nos conducen a acciones que de hecho se conforman
con el deber, no podemos estar seguros de que la conciencia del
deber, más que la inclinación, fue nuestro motivo.
Podemos discernir mejor el componente "deber" de nuestras
motivaciones, cuando lo aislamos de otras motivaciones. Por eso
es que Kant escoge ejemplos que son más bien fríos
y poco agradables.

Kant advierte que aquellos que no alcanzan a
comprender adecuadamente el concepto de deber pueden estar
tentados a actuar por motivos que no van de acuerdo con el deber
o que pueden ser contrarios a él. Pero cada acción
hecha en conformidad con el deber no es suficiente; sólo
el respeto por el
deber da a una acción valor moral
intrínseco.

Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de
ser estimada por sí misma, de una voluntad buena sin
ningún propósito ulterior, tal como ya se encuentra
en el sano entendimiento natural, sin que necesite ser
enseñado, sino, más bien explicado, para
desenvolver ese concepto que se halla siempre en la
cúspide de toda la estimación que hacemos de
nuestras acciones y que es la condición de todo lo
demás, vamos a considerar el concepto del deber, que
contiene el de una voluntad buena, si bien bajo ciertas
restricciones y obstáculos subjetivos, los cuales, sin
embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, más
bien por contraste lo hacen resaltar y aparecer con mayor
claridad.

Prescindo aquí de todas aquellas acciones
conocidas ya como contrarias al deber, aunque en este o aquel
sentido puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquiera
se plantea la cuestión de si pueden suceder por deber,
puesto que ocurren en contra de éste. También
dejaré a un lado las acciones que, siendo realmente
conformes al deber, no son de aquellas hacia las cuales el hombre
siente inclinación inmediatamente; pero, sin embargo, las
lleva a cabo porque otra inclinación le empuja a ello. En
efecto; en estos casos puede distinguirse muy fácilmente
si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por
una intención egoísta. Mucho más
difícil de notar es esa diferencia cuando la acción
es conforme al deber y el sujeto, además, tiene una
inclinación inmediata hacia ella. Por ejemplo: es, desde
luego, conforme al deber que el mercader no cobre
más caro a un comprador inexperto; y en los sitios donde
hay mucho comercio, el comerciante avisado y prudente no lo hace,
en efecto, sino que mantiene un precio fijo
para todos en general, de suerte que un niño puede comprar
en su casa tan bien como otro cualquiera. Así, pues, uno
es servido honradamente. Mas esto no es ni mucho menos suficiente
para creer que el mercader haya obrado así por deber, por
principios de honradez: su provecho lo exigía; mas no es
posible admitir además que el comerciante tenga una
inclinación inmediata hacia los compradores, de suerte que
por amor a ellos, por decirlo así, no haga diferencias a
ninguno en el precio. Así, pues, la acción no ha
sucedido ni por deber ni por inclinación inmediata, sino
simplemente con una intención egoísta.

En cambio, conservar cada cual su vida es un deber, y
además todos tenemos una inmediata inclinación a
hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que
la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor
interior, y la máxima que rige ese cuidado carece de un
contenido moral. Conservan su vida conformemente al deber,
sí; pero no por deber. En cambio, cuando las adversidades
y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto
por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo
más indignación que apocamiento o desaliento, y aun
deseando la muerte,
conserva vida, sin amarla, sólo por deber y no por
inclinación o miedo, entonces su máxima sí
tiene un contenido moral.

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