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Teorías Éticas: los grandes autores (página 4)




Enviado por Moris Polanco



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El ESTOICISMO: EL IDEAL DE LA
IMPERTURBABILIDAD

EPICTETO

La filosofía de Epicteto, un estoico romano, se
desarrolló a partir de las enseñanzas de
Zenón (336-264 a.C.), fundador de la Stoa Poikile
(pórtico decorado con pinturas), la última de las
cuatro famosas escuelas de la Atenas antigua. La dependencia del
pensamiento
griego es típica de la filosofía romana; en la
larga historia del
imperio romano,
no se produjo ninguna filosofía que tuviera algún
valor. De
todos los sistemas
filosóficos griegos transplantados a Roma, el
estoicismo fue probablemente el más exitoso. Al final del
siglo II a.C., la filosofía estoica estaba firmemente
asentada en su nuevo ambiente, y en
los siglos siguientes fue aceptada por los miembros de las clases
altas y bajas de la sociedad.
Llegó a ser bastante popular entre los soldados romanos
como filosofía que predicaba la indiferencia frente a las
adversidades, y por su apelación a la "ciudadela interior"
resultó atractiva para intelectuales
de la talla de Cicerón, Séneca, el emperador Marco
Aurelio y Epicteto. La urgente necesidad de los poderes
profilácticos de la filosofía estoica era generada
por la sordidez y depravación de la época, la cual
queda reflejada en una de las observaciones de Epicteto: "[Los
hombres] muerden y se envilecen unos a otros, y toman
posesión de las asambleas públicas, como las fieras
salvajes hacen con los parajes solitarios y con las
montañas; y convierten las cortes de justicia en
antros de ladrones. Son intemperantes, adúlteros,
seductores".

Existe poca información sobre la historia personal de
Epicteto. La fecha y el lugar precisos de su nacimiento son
desconocidos, pero la evidencia existente indica que nació
en la ciudad griega de Hierápolis, en Frigia, hacia el 50
de nuestra era. Se dice que cuando niño fue vendido como
esclavo por sus padres, y que llegó a ser parte de
la familia de
un soldado romano bastante libertino. (…) Según la
costumbre romana, a Epicteto le fue permitido asistir a las
lecciones de un filósofo estoico, ya que mostraba gran
habilidad intelectual. Cuando murió su señor,
Epicteto obtuvo su libertad. Por
esa época, ya había ganado notoriedad como
filósofo, y eligió permanecer en Roma como maestro.
Cuando, en el 89 d.C., el déspota emperador Domiciano
obligó a todos los filósofos a abandonar Roma, Epicteto
emigró a Nicópolis.
Allí comenzó otra escuela, en la
que enseñó hasta su muerte, en el
130.

Epicteto se distinguió más como orador que
como escritor. Nada se conserva de sus escritos originales, pero
Arrio, uno de sus discípulos, trascribió sus
lecciones de ética y
las editó en ocho volúmenes. El más
importante de estos volúmenes es Discursos, y el
Enchiridion, o Manual. La meta de
Epicteto era "mover a sus oyentes a practicar la virtud", y
cuando daba sus conferencias, decía Arrio que "la
audiencia no podía evitar ser conducida a dónde
él pretendía".

Los estoicos sostienen que las personas morales son las
que viven de acuerdo con los dictados de la razón, y se
ven a sí mismos como individuos autosuficientes, capaces
de disciplinar sus deseos y de permanecer totalmente indiferentes
a las vicisitudes de la vida. En virtud de sus principios
morales y de su concepción de la vida buena, los estoicos
se consideraban a sí mismos como pertenecientes a la
tradición socrática. Ellos sostienen, como sus
predecesores los cínicos, que la lección que se
debe sacar de la vida y enseñanzas de Sócrates
es que la virtud humana y la felicidad dependen no del éxito
material, sino de la formación del carácter, el cual debe ser fiel a lo
más propio de nuestra naturaleza: la
racionalidad. Además, sostienen los estoicos, es a
través de la conducta en
conformidad con la naturaleza racional que la gente se une entre
sí y con el universo. El
significado de la exhortación socrática:
"conócete a ti mismo", es claro, pues es sólo a
través del conocimiento
propio que la gente puede participar en la comunidad
moral y
cumplir con su función en
el gran diseño
del universo.

La visión estoica del universo, elaborada a
partir de otras teorías
cosmológicas griegas por el fundador de la Estoa,
Zenón, y por sus brillantes sucesores, Cleantes (c.
310-230 a.C.) y Crisipo (280-209 a.C.), proporciona soporte a la
ética estoica. Basándose sobre todo en la doctrina
de Heráclito (c. 500 a.C.), ellos ven el
universo como una unidad orgánica en la cual la forma y
propósito de cada parte está determinada por Dios,
quien es pensado como el principio racional inmanente al todo.
Los estoicos ven a Dios como la fuerza vital
que crea todas las cosas en este universo interconectado, y como
la inteligencia
cósmica que lo gobierna desde dentro. Esta
concepción de Dios –llamada panteísmo–,
sirve de base para las intuiciones éticas de los estoicos,
ya que el individuo,
como un ser racional, es un "fragmento separado de Dios". Todas
las personas poseen la habilidad de comprender la naturaleza
divina, y la vida buena cosiste en vivir en conformidad con ella.
Pues, como dice Epicteto, "donde está la esencia de Dios,
también está la esencia del bien.
¿Cuál es la esencia de Dios?… ¿La
razón correcta? Ciertamente. Aquí, entonces, sin
más, hay que buscar la esencia del bien".

Epicteto está más interesado que otros
estoicos romanos en metafísica, y permanece más leal que
ellos a la posición original de la Stoa. Sin embargo, su
actitud hacia
la especulación acerca de la naturaleza de las cosas es
más piadosa que probatoria, más religiosa que
filosófica, más práctica que teórica.
Para Epicteto, el valor inherente a la humanidad es la
adoración de Dios, y su deber es ser digno de Dios. Los
obstáculos que la gente encuentra en sus intentos para
vivir noblemente son la materia hacia
la que el filósofo debe dirigir su atención. Las condiciones y limitaciones de
la vida moral están dadas en la naturaleza
humana:

¿Qué es lo que dice Zeus? "Epicteto, si
fuera posible habría hecho tu cuerpo y todas tus
posesiones (todas esas bagatelas que aprecias), libres e
ilimitadas. Pero como son las cosas –nunca olvides
esto–, este cuerpo no es tuyo, es sólo una mezcla
inteligente de barro. Pero ya que no puedo hacerla libre, te doy
una porción de mi divinidad, esta facultad de actuar o no
actuar, la voluntad de adquirir o de evitar".

La misión del
sabio es urgir a las personas a examinarse a sí mismas y a
llevar una vida conforme a la razón.

Según Epicteto, la persona que
valora la virtud por sí misma es feliz. La virtud, nos
dice, es una condición de la voluntad en la cual
ésta es gobernada por la razón, con el resultado de
que la persona virtuosa busca sólo aquellas cosas que
puede alcanzar y evita aquellas que están fuera de su
alcance. La infelicidad es el pago inevitable de aquellos que
desean lo que no pueden obtener. Los sabios se resignan a limitar
sus deseos a lo que pueden controlar. Con respecto a los deseos
que no pueden satisfacerse, ellos son literalmente
apáticos, esto es, no tienen ningún sentimiento
sobre ellos. Además, saben que todo lo que está
más allá del control de una
persona es irrelevante para la ética. Las personas
virtuosas encuentran en ellas mismas todo lo que es necesario
para alcanzar la felicidad –moralmente, son enteramente
autosuficientes.

Al responder a la pregunta: "¿Qué es lo
que está bajo nuestro control?", Epicteto reafirma una de
las doctrinas distintivas del estoicismo: son nuestras actitudes
hacia los eventos, no los
eventos mismos, lo que podemos controlar. Nada es por su propia
naturaleza calamitoso –incluso la muerte es
terrible sólo si la tememos. De nuevo, aunque uno pueda
fallar al llevar a cabo los actos señalados por la
providencia divina –porque al tratar de realizar nuestros
deberes las circunstancias nos lo impidan– uno
debería permanecer imperturbable. Por ejemplo, si debido a
la pobreza los
padres no pueden alimentar a sus hijos, no deberían
preocuparse, siempre y cuando hagan todo lo posible por proveer
para sus hijos. Si ellos desean cumplir con su deber,
están cumpliendo con su obligación, pues
sólo esto está dentro de su poder.
Aún más, ellos deben estar seguros de que
todo lo que sucede es por necesidad divina, y que sea lo que sea
que Dios haga, es por su bien.

Epicteto, como consejero moral, nos recomienda cultivar
una actitud de indiferencia hacia la buena o la mala fortuna, ya
que los eventos externos escapan a nuestro control. Por
consiguiente, los individuos prudentes no se dejan esclavizar por
las demandas de su cuerpo, ni se vuelven emocionalmente
dependientes de personas u objetos.

TEXTOS DE
EPICTETO

Manual y Conversaciones (selección)

Manual 1. De todas las cosas del mundo, unas
dependen de nosotros, y las otras no. Las que dependen de
nosotros son la opinión, el querer, el deseo y la
aversión; en una palabra, todas nuestras acciones.

2. Las que no dependen de nosotros son el cuerpo, los
bienes,
reputación, las dignidades; en una palabra, todas las
cosas que no son acción
nuestra.

3. Las cosas que dependen de nosotros son libres por su
naturaleza, nada puede detenerlas ni estorbarlas; las que no
dependen de nosotros se ven reducidas a impotencia, esclavizadas,
sujetas a mil obstáculos, completamente extrañas a
nosotros.

4. No olvides pues que si consideras libres las cosas
que, por su naturaleza están esclavizadas, y tienes como
propias las que dependen de otro, encontrarás
obstáculos a cada paso,, estarás triste, inquieto y
dirigirás reproches a los dioses y a los hombres. En
cambio, si
sólo consideras tuyo lo que te pertenece y extraño
a ti lo que pertenece a otro, nadie nunca te obligará a
hacer lo que no quieres, ni te impedirá hacer tu voluntad.
No recriminarás a nadie. No harán nada, ni la cosa
más pequeña, contra tu voluntad. Nada te
causará ningún daño, y
no tendrás ningún enemigo, pues no te
ocurrirá nada que pueda perjudicarte.

10. Lo que inquieta a los hombres no son las cosas, sino
sus opiniones de las cosas. Por ejemplo, la muerte no es un mal,
porque si lo fuera, así se lo habría parecido a
Sócrates. Pero el mal es la opinión que se tiene de
que la muerte es un mal. Por consiguiente, cuando nos sentimos
contrariados, inquietos o tristes, no debemos acusar a nadie
más que a nosotros mismos, es decir, a nuestras
opiniones.

11. Es propio de un ignorante echar la culpa a los otros
de sus desgracias; en cambio acusarse sólo a sí
mismo, es propio de un hombre que
empieza a instruirse; y no acusar ni a los demás, ni a
sí mismo, es lo que hace el hombre
instruido.

14. No pretendas que las cosas ocurran como tú
deseas, sino desea que ocurran tal como se producen, y
serás siempre feliz.

22. El verdadero dueño de cada uno de nosotros es
aquel que puede darnos o quitarnos lo que queremos o lo que no
queremos. Por tanto, si quieres ser libre, no desees o no huyas
de nada de lo que dependa de los otros, si no, serás
necesariamente esclavo.

25. No olvides que eres actor en una pieza en que el
autor ha querido que intervengas. Si quiere que sea larga,
represéntala larga, si la quiere corta,
represéntala corta. Si quiere que desempeñes el
papel de mendigo, hazlo lo mejor que puedas. E igualmente si
quiere que hagas el papel de un príncipe, de un plebeyo,
de un cojo. A ti te corresponde representar bien el personaje que
se te ha dado; pero a otro corresponde
elegírtelo.

27. Si quieres ser invencible, no te comprometas en una
lucha más que cuando de ti dependa la victoria.

42. Debes saber que el principio de la religión consiste en
tener opiniones acertadas sobre los dioses, creer que existen,
extienden su providencia a todo, que gobiernan el mundo con
sabiduría y justicia, que tú has sido creado para
obedecerles, para aceptar todo lo que te sucede y para
conformarte con ello voluntariamente como cosas que proceden de
una providencia muy buena y sabia. De este modo nunca
reprocharás a los dioses, y nunca los acusarán de
no cuidar de ti. Pero sólo puedes tener estas
disposiciones apartando el bien y el mal de las cosas que no
dependen de nosotros, y situándolos en las que dependen de
nosotros. Porque si consideras un bien o un mal alguna de las
cosas que nos son extrañas, es de toda necesidad que,
cuando estés frustrado en lo que deseas, o te suceda lo
que temes, te lamentes y odies a los que son la causa de tu
desgracia.

44. Igual que cuando caminas tienes cuidado de no pisar
un clavo o de no torcerte el tobillo, también debes cuidar
de que no dañes la parte que es dueña de ti, la
razón que te conduce. Si en todas las acciones de nuestra
vida observamos este precepto, obraremos rectamente.

81. Empieza todas tus acciones y todas tus empresas con esta
súplica [de Cleanto]: «Condúceme, gran Zeus,
y tú, poderoso Destino, al lugar donde habéis
fijado que debo ir. Os seguiré resueltamente y sin duda. Y
si quisiera resistirme a vuestras órdenes, además
de volverme malvado e impío, siempre debería
seguiros aún en contra de mi voluntad.»

Conversaciones 1, 9. Si es cierto que hay un
parentesco entre Dios y los hombres, como pretenden los
filósofos ¿qué pueden hacer los hombres,
sino imitar a Sócrates, y no responder nunca a quien les
pregunta cuál es su país: «Soy [ciudadano] de
Atenas, o de Corinto», sino: «Soy ciudadano del
mundo»? Si hemos comprendido la
organización del universo, si hemos comprendido que
«la principal y más importante de todas las cosas,
la más universal, es el sistema compuesto
por los hombres y Dios, que de él proceden todos los
orígenes de todo lo que tiene vida y crecimiento en
la tierra,
especialmente los seres racionales, porque ellos solos por
naturaleza participan de la sociedad divina, por estar unidos a
Dios por la razón», ¿por qué no nos
hemos de llamar ciudadanos del mundo? ¿Y por qué no
nos hemos de llamar hijos de Dios? ¿Por qué hemos
de temer los acontecimientos, cualesquiera que sean? En Roma, el
parentesco con César, o con algún hombre poderoso,
basta para vivir con seguridad, para
estar por encima de todo desprecio y de todo temor ¿y el
hecho de tener a Dios por autor, por padre y por protector, no
podrá bastarnos para liberarnos de pesares y
terrores?

1, 12. El hombre de bien somete su voluntad al que
gobierna el universo, como los buenos ciudadanos lo hacen a la
ley de su
ciudad. Y el que se instruye debe preguntarse:
«¿Cómo podré seguir a los dioses en
todo, y vivir contento bajo el mandato divino, y cómo
podré llegar a ser libre?» Porque es libre aquel a
quien todo le ocurre según su voluntad y a quien nadie
puede obstaculizar. —Pero yo quiero que todo suceda
según mi deseo, cualquiera que sea. —Tú
desvarías. ¿No sabes que la libertad es algo bello
y precioso? Y desear que se produzca lo que me place, puede no
sólo no ser bello, sino ser lo más horrendo que
hay. ¿Qué hacemos si se trata de escribir?
¿Me propongo escribir el nombre de Dios como me place? No,
sino que me enseñan a escribirlo como debe hacerse.
¿Y cuando se trata de música? Lo mismo.
¿Y para las artes y las ciencias? [Lo
mismo.] Sería inútil aprender las cosas, si cada
uno pudiese acomodar sus conocimientos a su voluntad. ¿Y
únicamente en el dominio
más serio y más importante, el de la libertad, me
sería permitido querer al azar? De ningún modo,
sino que instruirse consiste precisamente en querer que cada cosa
suceda como sucede. ¿Y cómo sucede? Como lo ha
mandado el Ordenador.

II, 5. Es difícil unir y combinar estas dos
[actitudes]: el cuidado del que está sometido a las
influencias de las cosas, y la firmeza del que permanece
indiferente. Pero no es imposible. Es como cuando debemos
navegar. ¿Qué está en mis manos? La
elección del piloto, de los marineros, del día, del
momento. Después viene una tempestad: ¿qué
debo hacer? Mi papel se ha terminado, corresponde actuar a otro,
al piloto. Pero el barco se hunde: ¿qué debo hacer?
Me limito a hacer lo que está en mi poder: ahogarme sin
miedo, sin gritos, sin recriminar a Dios, sino pensando que lo
que ha nacido debe también perecer. Yo no soy eterno, soy
hombre, parte del todo como la hora [es parte] del día.
Debo venir como hora y pasar como la hora. ¿Qué me
importa cómo paso, si es ahogándome o por una
fiebre? Debe
pasar por cualquier medio de esta clase.

III, 19. Observaos a vosotros mismos, y
descubriréis a qué secta pertenecéis. La
mayoría descubriréis que sois epicúreos,
algunos peripatéticos, y otros relajados. Porque
¿dónde habéis demostrado con vuestros actos
que consideráis la virtud como igual y aún superior
a todo lo demás? Mostradme un estoico, si tenéis
alguno. (… ) Mostradme un hombre enfermo y feliz, en peligro, y
feliz, moribundo y feliz, exiliado y feliz, despreciado y feliz.
Pero no podéis mostrarme al hombre así modelado.
Mostradme al menos al que está orientado en esta dirección. ¿Creéis que
debéis mostrarme al Zeus de Fidias o a la Atenea, un
objeto de marfil o de oro? Es una
alma lo que
uno de vosotros debe mostrarme, una alma de hombre que quiera
conformarse con el pensamiento de Dios, no proferir quejas contra
Dios o contra un hombre, no caer en falta en sus empresas, no
chocar con los obstáculos, no irritarse, no ceder a la
envidia o los celos, sino (¿por qué usar
circunloquios?) hacerse un Dios abandonando al hombre, y en este
Cuerpo Mortal querer la sociedad de Zeus. Mostradlo. Pero no
podéis.

TEXTOS DE MARCO
AURELIO

Meditaciones, Libro
V

1. Cuando por la mañana te cueste trabajo
despertar, ten presente este pensamiento: «Me despierto
para llevar a cabo mi tarea como hombre.» ¿Voy a
estar de mal humor por tener que hacer aquello para lo que he
sido hecho y colocado en el mundo? ¿Acaso he sido
constituido para permanecer calentito debajo de la manta?
«¡Eso es más agradable!», pero
¿has sido hecho entonces para el placer? En general
¿has sido hecho para la pasividad o para la
actividad?

¿No ves que las plantas, los
pájaros, las hormigas, las arañas, las abejas hacen
las tareas que les corresponden, contribuyendo así a la
armonía del mundo? Y ¿tú no quieres hacer lo
que corresponde a un hombre, ni apresurarte a lo que está
de acuerdo con tu naturaleza? «También hay que
descansar.» Sí, de acuerdo, pero la naturaleza ha
fijado sus límites al
reposo, igual que al comer y al beber, y sin embargo, tú
traspasas esos límites y vas más allá de lo
que es suficiente, excepto en tus acciones, en las que te quedas
por debajo de tus posibilidades. Eso es porque no te amas, pues
si lo hicieras amarías a tu naturaleza y su
propósito. Otros, por los oficios que aman, se desviven
dedicándose a ellos sin comer ni lavarse, ¿estimas
tú menos a tu naturaleza que el cincelador su arte, o el
bailarín la danza, o el
avaro su dinero, o el
vanidoso la jactancia?

Estos, cuando se apasionan, no quieren comer ni dormir,
sino sólo ver progresar las cosas por las que se afanan.
¿Te parecen inferiores y que merecen menos cuidados las
cosas útiles a la comunidad?

2. ¡Qué fácil es dejar de lado
cualquier imaginación enojosa o extraña, y
encontrar así, inmediatamente, una calma
perfecta!

3. Considérate digno de cualquier palabra o hecho
que estén en armonía con la naturaleza y no te
retraigan las críticas. Si está bien hacer algo o
decir algo, no te consideres indigno de ello. Los demás
tienen su propio guía interior y siguen sus propias
inclinaciones. No te inquietes y sigue derecho tu camino, guiado
por tu propia naturaleza y la naturaleza universal, pues ambas
siguen el mismo camino.

4. Avanzo de acuerdo con el camino de la naturaleza
hasta que caiga y descanse, exhalando mi último aliento en
este aire que respiro,
al caer sobre esta tierra de la
que mi padre recogió la semilla, mi madre la sangre, mi
nodriza la leche, tierra
que desde hace tanto tiempo me da
alimento y bebida, que me lleva cuando ando, y de la que obtengo
tantos beneficios.

5. ¿Que no pueden admirar tu agudeza? Sea, pero
todavía existen otras muchas cosas para las que has nacido
con un don natural. Haz acopio, pues, de aquellas que dependen
únicamente de ti: sinceridad, dignidad,
fortaleza, moderación frente a los placeres,
resignación ante el destino, necesidad de poco, bondad,
libertad, sencillez, seriedad en los propósitos, grandeza
de ánimo. ¿Te das cuenta de cuántas cosas
puedes adquirir ya, sin que tengas ninguna incapacidad o
insuficiencia natural que te sirva de excusa? Y sin embargo, de
forma voluntaria, te encuentras todavía por debajo de tus
posibilidades. ¿Es por culpa de un defecto en tu constitución por lo que te ves obligado a
refunfuñar, a ser avaro, a adular, a culpar a tu cuerpo, a
darte gusto, a andar sin rumbo, a hacer sufrir a tu alma tales
oscilaciones? No, desde luego. Hace tiempo que podías
haberte librado de estos defectos, y ser culpable sólo de
cierta lentitud y torpeza para comprender. E incluso la lentitud
puedes ejercitarla, y no resignarte ni complacerte en
ella.

6. Existe un tipo de hombre dispuesto a cobrarse el
favor que ha hecho a alguien. Un segundo tipo no obrará
así, pero en su interior considerará al favorecido
su deudor y será muy consciente de lo que ha hecho. Un
tercero, en cierto modo, ni siquiera será consciente de su
acción, pues es como una vid que, después de
producir sus frutos, nada reclama, como un caballo que ha
corrido, un perro que sigue el rastro, una abeja que produce
miel. Del mismo modo que la vid pasa a producir nuevos frutos,
este hombre que hizo un favor hará a continuación
otro sin buscar beneficio. ¿Hay que ser como estos hombres
que no son conscientes de lo que han hecho? Alguno
responderá: «Sí, pero es preciso ser
consciente, pues lo propio del hombre sociable es darse cuenta de
que obra de acuerdo con el bien común y, ¡por Zeus!
querer que su vecino también se dé cuenta.»
Lo que dices es cierto, pero tuerces el verdadero sentido siendo
como los que he mencionado, que se dejan engañar con
argumentos aparentemente 1ógicos.

Intenta comprender el verdadero sentido de mis palabras
y no temas que por ello vayas a dejar de hacer algo bueno para la
sociedad.

7. Súplica de los atenienses: «Zeus amado,
envíanos lluvia, envíanos lluvia a nuestros campos
y cultivos.» O no se reza, o se hace de esta manera,
sencilla y francamente.

En el mismo sentido que decimos: «Asclepio
ordenó a éste equitación, baños de
agua
fría, o caminar descalzo», decimos también:
«La naturaleza universal le ha ordenado una enfermedad, una
mutilación, una pérdida, o alguna otra cosa
semejante.» Pues en el primer caso,
«ordenó» significa: «le mandó
esto como apropiado para su salud», y en el
segundo caso, «ordenó» significa que «le
ha mandado esto como apropiado de alguna manera a su
destino». Así, decimos que los acontecimientos nos
convienen, igual que los albañiles dicen que las piedras
cuadrangulares encajan unas con otras, en los muros o
pirámides, según determinada combinación.
Porque, en definitiva, no hay más que una sola
armonía, y del mismo modo que un cuerpo como el mundo se
completa con todos los cuerpos, una causa como el destino se
completa con todas las causas. Hasta los más ignorantes
entienden lo que quiero decir, pues dicen: «esto le
traía el destino», por consiguiente, esto le era
traído y esto le era ordenado. Aceptémoslo, pues,
como prescripciones de Asclepio. Muchas de ellas son duras, pero
las aceptamos con la esperanza de sanar. Considera del mismo modo
lo que decide y hace la naturaleza común. Acoge todo lo
que acontece, aunque te parezca duro, porque conduce a la salud
del mundo, a la prosperidad y bienestar de Zeus. Todo lo que
acontece a cada uno beneficia al conjunto, y todo lo que produce
la naturaleza se adapta al ser que la gobierna. Así pues,
hay dos razones para que estés contento con lo que te
ocurra: una, porque ocurre por ti, para ti fue ordenado, y, de
alguna manera, estaba relacionado contigo desde arriba, en una
cadena de causas muy antiguas; la segunda, porque lo que ocurre a
cada cual condiciona la prosperidad, perfeccionamiento y
existencia misma del que gobierna el todo. Pues el todo queda
mutilado si cortas cualquier conexión o encadenamiento,
sea de sus partes o de sus causas. Y esto ocurre, en lo que de ti
depende, cuando muestras disgusto por los acontecimientos o los
destruyes de algún modo.

9. No te enfades, abandones, ni pierdas la paciencia, si
a menudo no consigues actuar de acuerdo con principios rectos.
Más bien, después de un fracaso, vuelve a
intentarlo de nuevo y alégrate si la mayor parte de tus
acciones son dignas de un ser humano. Ama aquello a lo que
vuelves otra vez, y no regreses a la filosofía como a un
maestro de escuela, sino con la misma disposición que el
que padece una dolencia ocular recurre a aplicarse una esponja o
huevo, o como el que se vale de un emplasto o un fomento. De esta
manera, mostrarás que obedecer a la razón no es un
gran asunto, sino que más bien encontrarás alivio
en ello. Recuerda también que la naturaleza sólo
quiere lo que está de acuerdo con tu propia naturaleza,
mientras que tú querías otra cosa en desacuerdo con
la naturaleza. ¿Qué es más agradable que
seguirla? ¿Acaso no nos vence el placer por el agrado que
nos produce? Examina si la magnanimidad, la libertad, la
sencillez, la benevolencia, la piedad no son más
agradables. Y en cuanto a la sabiduría ¿existe algo
más agradable, si consideras que la capacidad para
comprender y el
conocimiento siempre procuran estabilidad y
éxito?

10. Las cosas están cubiertas, por decirlo
así, de un velo que hace que los principales
filósofos las consideren incomprensibles, y que incluso a
los estoicos les resulten difíciles de comprender.
Cualquier asentimiento nuestro frente a las percepciones puede
cambiar, pues ¿dónde está el hombre que no
cambia jamás? Considera las cosas sujetas a la
experiencia, ¡qué breves son, carecen de valor y
pueden ser poseídas por un disoluto, una ramera o un
bandido! Considera a continuación los caracteres de los
que viven contigo, incluso el mejor de ellos es difícil de
soportar; hasta es difícil soportarse a sí mismo.
Entre tanta confusión y suciedad, tan rápido flujo
del tiempo y la sustancia, y tanto movimiento,
¿qué hay que merezca nuestra mayor estima y
afán? Yo no lo veo. Es preciso animarse a esperar la
liberación natural y no irritarse por su demora, sino
apaciguarse con estas dos ideas: una, que nada puede ocurrirme en
desacuerdo con la naturaleza del conjunto; la otra, que
está en mi poder el no hacer nada contrario a mi dios y
genio interior. Pues nadie me obligará a ir contra
éste.

Es preciso que siempre me haga esta pregunta:
¿para qué estoy usando ahora mi alma?, y que
averigüe qué tengo en este momento en eso que llaman
guía interior y qué clase de alma poseo ahora
¿la de un niño, un muchacho, un pusilánime,
un déspota, una bestia, una fiera?

12. Qué cosas considera bienes la gente ignorante
puedes entenderlo por lo siguiente. Si un hombre considerara que
son auténticos bienes la sabiduría, la
moderación, la justicia, la fortaleza, no le
encajaría como apropiado el verso del poeta Menandro:
«¡Es más rico que … !» Sonaría
a falso. Sin embargo, si de antemano considerara como bienes los
que el vulgo considera como tales, oirá y aceptará
estas palabras del poeta como adecuadas. ¡Hasta tal punto
el vulgo percibe la diferencia! Si no fuera así, estas
palabras aplicadas al primer caso no ofenderían y no
serían rechazadas, mientras que en el caso de la riqueza y
los beneficios que llevan al lujo y a la fama, nos parecen
adecuadas las mismas palabras. Sigue, pues, y averigua si se
deberían respetar y considerar como bienes las cosas que
hicieran que al que las poseyera en abundancia, cuando uno las ha
considerado bien, fuera posible concluir: «No tiene
dónde evacuar.»

13. Estoy compuesto de una causa formal y de materia.
Ninguna de ellas pasará a la nada igual que no vinieron de
la nada. Así pues, a cualquiera de las partes de las que
estoy compuesto se le asignará, por transformación,
cualquier otra parte en cualquier lugar del universo; a su vez se
transformará en otra, ésta en otra, y así
hasta el infinito. Gracias a una transformación semejante
he nacido yo, y también mis padres, y así
podríamos remontarnos hasta otro infinito. No hay motivo
para no hablar así, aunque el universo se gobierne por
periodos finitos.

14. La razón y el método de
la razón son capacidades que se bastan a sí mismas
y a sus propias operaciones.
Tienen un punto de partida propio y caminan recto a la meta
propuesta. Por eso, los actos racionales se denominan
«acciones rectas» pues con este nombre se indica la
rectitud de la vía.

15. Nadie debe apreciar ninguna cosa que no corresponda
al hombre en tanto que hombre. No son requisitos del hombre, la
naturaleza del hombre no anuncia ninguna de ellas, ni son
perfecciones de ella. En ninguna de estas cosas está el
fin del hombre, ni lo que completa su fin: el bien.
Todavía más, si alguna de estas cosas le
correspondiera, no sería atributo suyo el despreciarlas o
sublevarse contra ellas. Tampoco sería alabado el hombre
que pretendiera no tener necesidad de ellas, ni sería
considerado hombre de bien el que tomara de ellas menos de lo que
pudiera, en el caso de que realmente fueran bienes. Ahora bien,
cuanto más se desprende un hombre de una o varias de
ellas, o cuanto mejor soporta ser despojado, más hombre de
bien es.

16. Tu inteligencia será lo que la hagan tus
ideas, pues el alma se impregna de las ideas. Impregna, pues, la
tuya con ideas como éstas: allí donde es posible
vivir, es posible vivir bien. Si uno puede vivir en la corte,
entonces también allí puede vivir bien.
Todavía más: cada ser es conducido al fin por el
que fue formado.

17. Sólo los locos persiguen lo imposible.
Imposible es que los malos no cometan maldades.

18. Nada ocurre a nadie que no pueda soportarlo por
naturaleza. Lo mismo que acontece a uno, le ocurre a otro que
permanece firme e incólume porque desconoce lo que le pasa
o por hacer gala de un gran espíritu. Terrible es que la
ignorancia y la presunción puedan más que la
sabiduría.

19. Las cosas, por sí solas, no tienen el
más mínimo contacto con el alma; no pueden
alcanzarla, modificarla ni ponerla en movimiento. A sí
misma se modifica y ella sola se mueve, y hace que las cosas a
ella sometidas se parezcan a los juicios que estima dignos de
ella misma.

20. En el sentido de que debemos hacer el bien a los
hombres y soportarlos, el hombre es lo más ligado a
nosotros. Pero en el sentido de que algunos puedan serme
obstáculos para llevar a cabo las tareas que me son
propias, me resultan tan indiferentes como podrían serlo
el sol, el
viento o una bestia salvaje. A causa de ellos, alguna de mis
acciones podría verse estorbada, pero, gracias a mi
capacidad de adaptación y de respuesta no hay
obstáculos a mi impulso y disposición, pues el
entendimiento transforma y altera cada obstáculo que se
presenta para conseguir el objetivo
propuesto, resultando que cada estorbo a una tarea se convierte
en una ayuda, y cada obstáculo puesto en el camino se
convierte en un impulso.

21. Reverencia lo más excelso que hay en el
mundo: lo que de todo se sirve y todo cuida. De la misma manera,
reverencia lo que es más excelso en ti mismo; es de la
misma clase que lo anterior. Porque, en ti, eso es lo que se
sirve de lo demás y dirige tu manera de vivir.

22. Lo que no es perjudicial para la ciudad, tampoco lo
es para el ciudadano. Cuando pienses que se te ha perjudicado,
aplica esta regla: si la ciudad no ha resultado perjudicada,
tampoco yo. Y, si eso daña a la ciudad, no debes
enfadarte, sino sólo mostrar lo que ha hecho al que la ha
dañado.

23. Considera con frecuencia la rapidez con la que seres
y acontecimientos pasan y desaparecen. Como un río, la
sustancia fluye eternamente, las fuerzas cambian perpetuamente,
las causas se modifican de mil maneras. Casi nada es estable, y
los abismos del pasado y del futuro en los que todo se desvanece
están muy próximos. ¡Qué loco el
hombre que en semejante contexto se envanece o se desespera o se
apesadumbra, como si algo le hubiera causado una
perturbación durante un tiempo considerable!

24. Acuérdate de que sólo eres una
mínima parte de la sustancia total, de que sólo
dispones de un breve intervalo del tiempo global, y de que
sólo dispones de un pequeñísimo lugar en el
destino.

25. ¿Alguien comete una falta contra mí?
Es cosa suya: tiene su propio temperamento, su propia forma de
actuar. Yo, en ese momento, tengo lo que la naturaleza quiere que
tenga y hago lo que mi propia naturaleza quiere que
haga.

26. Que el guía interior y señor de tu
alma permanezca indiferente al movimiento, suave o violento, que
tiene lugar en la carne, que no se mezcle con ella sino que la
rodee y limite esas pasiones al cuerpo. Cuando éstas
llegan hasta la inteligencia por efecto de la simpatía que
une, unas a otras, las partes de tu persona, que es indivisible,
no te opongas a la sensación, pues es un fenómeno
natural, ni emita tampoco tu guía interior, por sí
mismo, el juicio de que se trata de algo bueno o malo.

27. «Vivir con los dioses.» Así hace
el que se muestra siempre
satisfecho con la parte que le ha tocado, y cumple la voluntad
del dios interior que a todos ha dado Zeus, parte de sí
mismo, como señor y guía. Y este dios interior es
la inteligencia y la razón.

28. ¿Te molesta el hombre que huele mal, o el
hombre al que le huele la boca? ¿Qué puede hacer si
su boca y sus axilas son así? Es inevitable que de tales
causas se produzcan semejantes efluvios. «Pero el hombre es
un ser racional y, si se detiene a pensar, puede entender que
resulta ofensivo.» ¡Bendito seas! También
tú tienes razón. Estimula, pues, con tu capacidad
lógica
la suya, indícaselo, adviértele. Si te escucha, se
curará, y no habrá necesidad de cólera.
¡Ni actor, ni prostituta!

29. Puedes vivir aquí de la misma forma que
piensas que lo harás después de partir. Si no te lo
permiten, abandona la vida, pero convencido de que con ello no
sufres ningún mal. Como dice el dicho:

«Hay humo y me voy.» ¿Por qué
ver en ello un negocio? Mientras una razón semejante no me
expulse, viviré libre sin que nadie me prohiba hacer lo
que quiero, pues lo que quiero está de acuerdo con la
naturaleza de una criatura racional y sociable.

30. La inteligencia del todo es sociable. Por ejemplo,
ha hecho lo inferior a causa de lo superior, y ha relacionado
unas con otras a las cosas superiores. Puedes ver cómo ha
subordinado, coordinado y asignado a cada uno lo que merece, e
inducido a los seres superiores a vivir en buena
armonía.

31. ¿Cómo has sido hasta ahora con los
dioses, con tus padres, tus hermanos y hermanas, tu mujer, tus hijos,
tus maestros, tus preceptores, tus amigos, tus familiares, tus
criados? ¿Has observado con ellos el precepto de «no
hacer ni decir nada malo a nadie»? Acuérdate de lo
que has pasado y soportado, y de que la historia de tu vida ya
está escrita y tu servicio
consumado. Cuántas cosas hermosas has contemplado,
cuántos dolores y placeres has despreciado, cuántas
ambiciones ignorado, con cuántos ingratos te has
comportado con bondad.

32. ¿Cómo es que almas ignorantes e
incultas confunden a otra sabia e instruida? ¿Qué
alma es sabia e instruida? La que conoce el principio y el fin, y
la razón que da forma a la sustancia toda y que, desde
siempre, gobierna el todo siguiendo cielos fijados.

33. Pronto no serás más que ceniza o
esqueleto, y un nombre (y tal vez ni siquiera eso); y el nombre,
ruido y
eco.

34. Puedes encaminar tu vida adecuadamente si tomas la
senda correcta, si eres capaz de pensar y actuar con rectitud.
Dos cosas son comunes al alma de dios y a la de las criaturas
racionales: no ser estorbado por otro, hacer que el bien consista
en una disposición y actuación rectas, y poner en
ello el límite al deseo.

35. Si esto no es una maldad mía ni fruto de
maldad mía, y no daña a la comunidad ¿por
qué me preocupo? ¿Cuál es el daño
para la comunidad?

36. ¡No te dejes arrastrar por tu
imaginación! Ayúdalos conforme a tu capacidad y su
mérito, aunque sólo hayan perdido cosas sin
importancia. No sigas, no obstante, la mala costumbre de imaginar
que se ha perdido algo. Como el anciano que al partir
pedía la peonza a su hijo, sin olvidar nunca que
sólo era una peonza, ¡haz tú lo mismo ahora
que te lamentas! ¿Acaso has olvidado lo que realmente
valen esas cosas? «No, pero otros ponen gran empeño
en ellas.» ¿Es eso razón suficiente para
dejarte enloquecer?

37. Dices: «Hubo un tiempo en que fui afortunado,
siempre y en cualquier lugar.» Pero ser un hombre
afortunado significa que tiene una buena fortuna, y una buena
fortuna son las buenas inclinaciones del alma, los buenos
impulsos, las buenas acciones.

 

TEXTOS DE
SÉNECA

Cartas morales a Lucilio
(selección)

CARTA II

Viajes y lecturas

Por lo que me escribes, y por lo que siento,
concibo buenas esperanzas, ya que no andas vagando y no te afanas
en cambiar de lugar. Estas mutaciones son de alma enferma; creo
que una de las primeras manifestaciones con que un alma bien
ordenada revela serlo es su capacidad de poder fijarse en un
lugar y de morar consigo misma. Atiende, empero, a que esta
lectura de
muchos volúmenes y muchos autores no tengan algo de
caprichoso e inconstante. Precisa demorarse en ciertas
mentalidades, y nutrirse de ellas, si quieres alcanzar provecho
que pueda permanecer confiadamente asentado en tu alma. Quien
está en todo lugar no está en parte alguna. A los
que pasan su vida corriendo por el mundo les viene a suceder que
han encontrado muchas posadas, pero muy pocas amistades. Y
asimismo es menester que acontezca a los que no quieren dedicarse
a familiarizarse con un pensador, sino que prefieren pasar por
todos somera y presurosamente. No aprovecha, no es asimilado por
el cuerpo el alimento que se vomita a poco de haber penetrado en
el estómago. Nada hay tan nocivo para la salud como un
continuo cambio de remedios; no llega a cicatrizarse la herida en
la cual los medicamentos no han sido más que ensayados; la
planta que ha sido trasplantada repetidamente, no cobra vigor;
nada llega a mostrarse tan útil que pueda rendir provecho
sólo de pasada. Muchedumbre de libros disipa
el espíritu; y por tanto, no pudiendo leer todo lo que
tienes, basta que tengas lo que puedas leer. «Pero»,
me dices «harto me place hojear, ora este libro, ora
aquél.» Es propio de un estómago inapetente
probar muchas cosas, las cuales, siendo opuestas y diversas,
lejos de alimentar, corrompen. Lee, pues, siempre autores
consagrados, y si alguna vez te viene en gana distraerte en otro,
vuelve a los primeros. Procura cada día hallar alguna
defensa contra la pobreza y contra
la muerte, así como también contra otras
calamidades; y luego de haber pasado por muchos pensamientos,
escoge uno a fin de digerirlo aquel día. Yo también
lo hago así: entre las muchas cosas que he leído,
procuro retener alguna. La de hoy es ésta que he cazado en
Epicuro —ya que acostumbro a pasar también a los
campos enemigos, no como desertor, sino como explorador—:
«Es cosa de mucha honra», dice, «la pobreza
alegre». La pobreza, empero, ya no es pobreza si es alegre,
por cuanto no es pobre quien poco posee, sino quien desea
más de lo que tiene. Porque, ¿qué importa
cuánto tiene aquel hombre en sus arcas, cuánto
esconde en sus graneros, cuántos rebaños apacienta
o cuántos réditos cobra, si anda codicioso de las
riquezas ajenas, si no cuenta las cosas adquiridas, antes bien
las que piensa poseer? ¿Me pides cuál es la medida
de las riquezas? En primer lugar tener lo que es necesario;
después, lo que es suficiente. Consérvate
bueno.

CARTA VII

Es menester huir de la
turba

Me pides qué cosa hemos de evitar
más: y te diré, la turba. Pero no puedes dejar de
confiarte a ella sin peligro. Por lo que a mí
atañe, harto te confesaré mi flaqueza: nunca vuelvo
de ella con el mismo temple de alma con el que a ella
había acudido. Tal como a los enfermos, que tras
prolongada debilidad no pueden salir sin perjudicarse, nos
acontece a nosotros, convalecientes de una prolongada enfermedad
espiritual. El trato con la multitud es dañoso, pues entre
ella no hay nadie que deje de recomendarnos un vicio, o no lo
deje impreso en nosotros, o, sin que nos percatemos de ello, nos
manche. Y cuanto mayor sea la muchedumbre con la cual nos
mezclemos, tanto mayor será el peligro. Pero nada existe
tan perjudicial a las buenas costumbres como la asistencia a
espectáculos, ya que entonces, por medio del placer, los
vicios penetran más fácilmente en nosotros.
¿Qué imaginas que quiero decir? Que voy
tornándome más avaro, más ambicioso,
más sensual, y hasta más cruel y más
inhumano, por haber estado entre
los hombres. Vino a acontecer que me hallase por azar en un
espectáculo de mediodía, en el cual aguardaba
juegos y
jolgorio y algunas expansiones que descansasen los ojos del
hombre de la vista de. la sangre humana. Y todo fue al contrario.
Tal como se había luchado antes, no era más que
simple benignidad; ahora ya no son juegos, antes verdaderos
homicidios;
los luchadores no tienen nada con qué protegerse, todo su
cuerpo queda expuesto a los golpes, y la mano no acomete sin
herir. La mayoría prefiere esto a los combates ordinarios
y a los de favor. ¿Cómo no preferirlos? Ni casco,
ni escudos protegen del hierro.
¿Por qué armaduras y arte de esgrima? Todo ello no
son más que dilaciones para la muerte. Por la
mañana los hombres son colocados ante osos y leones; al
mediodía, ante los espectadores. Estos mandan que los que
han matado luchen con los que ahora los tienen que matar,
reservándose el ganador para otra matanza; el fin de estos
luchadores es la muerte; y la tarea se lleva a término por
el hierro y el fuego. Así en la arena se ocupan los
intermedios. «Pero es que tal o cual ha robado, ha matado
hombres.» Pues, ¿qué te has creído?
Aquél tiene que sufrir estos males por haber matado;
¿qué merecerías, tú, miserable, por
haberlo contemplado? «Hiere, azota, quema. ¿Por
qué va contra el hierro con tan poco coraje? ¿Por
qué muere de mala gana? Que de los azotes lo lleven a las
heridas, que ambos presenten el pecho desnudo a los
golpes.» El espectáculo se interrumpe:
«Mientras, para no quedarnos sin hacer nada, que ahoguen
hombres.» Muy bien, ¿pero no comprendes aún
que el ejemplo del mal vuelve sobre aquel que lo realiza? Dad
gracias a los dioses inmortales, que estáis
enseñando a ser cruel a quien no puede aprenderlo. Es
menester apartar del contacto con el pueblo a toda alma delicada
y poco firme en la rectitud, ya que ponerse al lado de los
más es cosa fácil. Aun Sócrates y
Catón y Lelio habrían podido ver removida su virtud
por una multitud tan desemejante: cuanto menos habríamos
podido resistir el empuje de los vicios que vienen con tan
numerosa compañía, nosotros que, a lo más,
sólo estamos comenzando a poner orden en nuestra alma. Un
solo ejemplo de lujuria o de avaricia ocasiona gran daño;
el trato con un hombre voluptuoso nos enerva insensiblemente y
nos ablanda, un vecino rico excita la codicia, un
compañero maldiciente mancha con su herrumbre a la persona
más franca e inocente; ¿qué piensas, pues,
que va a ser de la moralidad de
aquel sobre el cual recae la acometida de todo un pueblo? Precisa
que seas o su imitador o su enemigo. Y es menester evitar tanto
una cosa como otra: ni seas semejante a los malos porque son
muchos, ni enemigo de muchos porque son desemejantes.
Retírate en ti mismo todo cuanto sea posible;
trátate con aquellos que pueden hacerte mejor, admite a
aquellos a los cuales puedas mejorar; estas cosas tienen
condición de reciprocas, ya que los hombres aprenden
enseñando. Guárdate que la vanagloria de hacer
notorio tu talento no te decida a presentarte ante el
público a fin de leer o disertar; cosa que te
dejaría hacer si pudieses ofrecer una mercancía
adecuada a este pueblo, pero nadie de ellos puede entenderte. Tal
vez sólo podrás ganar a uno o dos, y aun
tendrás que formarlos y educarlos para que te entiendan.
«Entonces, ¿para quién has aprendido estas
cosas?» No temas haber trabajado en vano si las aprendiste
para ti.

Pero, a fin de no sentirme solo en aprovechar de
lo que hoy llevo aprendido, te comunicaré unas egregias
frases que acabo de descubrir, casi sobre el mismo
propósito, de las cuales una servirá para pagar la
deuda de esta carta, y las
otras dos recíbelas a manera de anticipo. Dice
Demócrito: «Un solo hombre es para mí como
todo un pueblo, y todo un pueblo es para mí como un solo
hombre». Bellas también son las palabras de aquel,
fuera quien fuese, ya que son de autor dudoso, el cual,
preguntado por qué ponía tanta solicitud en unas
obras que habían de llegar a poquísimos, dijo:
«Aún me bastan pocos, me basta uno, puedo
contentarme con ninguno». Y magnífica es la tercera
sentencia, de Epicuro, que dijo escribiendo a uno de sus
compañeros de estudio: «Esto no es para muchos, sino
para ti, ya que somos el uno para el otro un gran
espectáculo». Deposita, querido Lucilio, estas cosas
en tu alma a fin de que llegues a menospreciar el afán de
ser aplaudido por la muchedumbre. Una muchedumbre te alaba:
¿en qué puedes sentirte complacido si eres tal que
esa muchedumbre te comprenda? Es en tu interior donde tienen que
ser admiradas tus cualidades. Consérvate
bueno.

CARTA XVII

Es menester dejarlo todo por la
filosofía

Tira todas estas cosas si eres sabio, y más
aún si te afanas por serlo; a grandes pasos y con todas
tus fuerzas tiende a la perfección de tu entendimiento: si
alguna cosa te detiene, o desiste de tal empresa o
córtala. «Me detiene», dices, «el ansia
del patrimonio; el
querer componer las cosas en forma que me rindan bastante sin
trabajar, a fin de que la pobreza no pese sobre mí ni yo
pese sobre otra persona.» Al decir estas cosas no pareces
conocer la fuerza y el poder del bien que meditas; ves, bien
cierto, la parte poco profunda de la cuestión, es decir,
el gran provecho de la filosofía, pero no distingues
aún con la claridad necesaria, uno por uno, sus
beneficios, ni llegas a comprender la gran ayuda que de ella
recibimos en todo caso, cómo, usando una frase de
Cicerón, nos asiste en las grandes necesidades y desciende
hasta las más pequeñas. Llámala a consejo,
créeme; ella sabrá persuadirte de que no es
menester sentarte a sacar cuentas. Lo que
buscas, lo que quieres conseguir con estos aplazamientos es no
verte en la necesidad de temer la pobreza. Pero, ¿y si la
pobreza fuese deseable? En muchos se da el caso de que para
filosofar les estorban las riquezas; la pobreza resulta libre de
obstáculos y segura. Cuando suena el clarín, sabe
que no la llaman; cuando tocan a fuego, busca la manera de salir,
pero no las cosas que tiene que llevarse. Cuando tiene que
navegar, no llena de rumor los puertos, no conmueve las riberas
con el acompañamiento de un solo hombre siquiera; no le
rodea una turba de esclavos, para alimentar a los cuales precisa
toda la fertilidad de las regiones ultramarinas. Es cosa
fácil alimentar pocos vientres y bien acostumbrados, que
no pretenden más que saciarse; el hambre sale barata, la
desgana, muy cara. A la pobreza le basta con satisfacer las
necesidades urgentes; ¿por qué, pues, rechazas este
comensal del cual los ricos sensatos imitan las costumbres? Si
quieres cultivar el espíritu precisa que seas pobre o que
te hagas semejante a los pobres. El estudio de las cosas
saludables no puede hacerse sin atender a conservar la
frugalidad, y la frugalidad no es más que una pobreza
voluntaria. Abandona, pues, semejantes excusas: «Aun no
tengo lo suficiente; en cuanto alcance tal suma me
entregaré por entero a la filosofía».
¡Pero si lo primero que precisa preparar es esto que
tú difieres y dejas para lo último! ¡Si por
ahí se ha de comenzar! «Primero —dices—
quiero adquirir lo suficiente para poder vivir.»
Adquiérelo mientras vas aprendiendo; la cosa que te impide
vivir bien no te impide morir bien. No existe ninguna
razón que pueda hacernos creer que la pobreza, y ni tan
sólo la indigencia, nos alejen de la filosofía. Los
que se afanan por llegar a ella han de soportar incluso el
hambre, como algunos han tenido que soportarla en ciudades
sitiadas; ¿y qué premio podían recibir
éstos de sus fatigas si no fuese el de no quedar a merced
del vencedor? Cuánto mejor lo que aquí se promete:
¡la libertad perpetua y no vernos obligados a obedecer a
ningún dios ni a ningún hombre! Hemos de alcanzar
esta meta aunque sea pasando hambre. Los ejércitos han
soportado, a lo peor, toda suerte de penalidades; a menudo han
tenido que vivir de raíces, han tenido que saciar el
hambre con cosas que produce asco mencionar. Y todo ello lo han
padecido por un reino, y lo que maravillará más,
por un reino que no era suyo. ¿Dudará nadie en
soportar la pobreza a fin de liberar el alma de la furia de las
pasiones? No precisa, pues, adquirir antes el dinero; a
la filosofía puede llegarse incluso sin escote de viaje.
¿Es verdaderamente así? Cuando ya lo tengas todo,
¿querrás entonces también la
filosofía? ¿Será la postrer cosa útil
de la vida, y, para decirlo así, el añadido final?
Tú, al contrario, si ya tienes alguna cosa
—¿no has pensado si ya tienes en exceso?—
entrégate a la filosofía; si no tienes nada, sea
ella el primer bien de que vayas en pos. «Pero me
faltaría lo necesario.» En primer lugar no puede
faltarte, ya que la Naturaleza pide muy poca cosa y el sabio se
acomoda a la Naturaleza. Pero si le sobrevienen calamidades
extremas, procurará desasirse pronto de la vida y
así terminará de ser molesto por sí mismo. Y
si son estrechos y menguados los recursos que
halle para prolongar la vida, tomará en pago la
razón, y sin ansia ni angustia, por lo sobrero,
pagará la deuda de alimento al vientre y de abrigo a las
espaldas y se reirá con toda seguridad y alegría de
los tráfagos y competencias de
los ricos que andan desazonados tras las riquezas, diciendo:
«¿Por qué aplazas tanto tu bienestar?
¿Aguardas tal vez las ganancias de la usura, o los
beneficios de una operación, o el testamento de un viejo
rico, pudiendo así volverte rico de repente? La
sabiduría substituye a las riquezas, ya que las concede a
aquel para el cual son inútiles». Ello no reza para
ti, que te hallas cerca de la opulencia. Cambia de siglo y
encontrarás que tienes demasiado; en cambio, la
suficiencia es igual en todos los siglos.

Aquí podría terminar la carta si no
fuese porque te tengo mal acostumbrado. Nadie podía
saludar a los reyes partos que no fuese con un presente; de igual
manera no es posible despedirse de ti con las manos
vacías. ¿Qué haré, pues?
Pediré prestado a Epicuro: «Para muchos, haber
ganado riquezas no fue acabamiento de sus miserias, sino cambio
de unas por otras.» No me causa esta sentencia ninguna
extrañeza puesto que el mal no está en las cosas,
sino en nuestra alma. Aquello mismo que nos hacía
insoportable la pobreza nos hará insoportable la riqueza.
Tal como es indiferente que pongas un enfermo en un lecho de
madera o en
uno de oro, pues donde sea que le acomodes llevará consigo
la enfermedad; tampoco tiene ninguna importancia que una alma
enferma se encuentre entre la riqueza o entre la pobreza: su mal
le sigue por todas partes. Consérvate
bueno.

CARTA XXVIII

Los viajes no
curan el espíritu

¿Por ventura crees que sólo a ti ha
sucedido, y te admiras de ello como de algo nuevo, si en un viaje
tan largo y por tanta variedad de países no has conseguido
liberarte de la tristeza y la pesadez de corazón?
Es el alma lo que tienes que cambiar, no el clima. Ni que
cruces el mar, tan vasto, ni que, como dice nuestro
Virgilio,

«se pierdan ya tierras y
ciudades»,

los vicios te seguirán doquiera que vayas.
A uno que le preguntaba esto mismo, le respondió
Sócrates: «¿Por qué te admiras de que
los viajes no te aprovechan para nada si por todo vas contigo
mismo? Va en pos de ti la misma causa que te empujaba a
marcharte». ¿De qué puede servir la novedad
de las tierras, el conocimiento de ciudades y países?
Todos estos cambios son en vano. ¿ Me preguntas por
qué no has hallado consuelo en tu huída? Porque
escapaste contigo mismo. Es el hato del alma lo que precisa
abandonar; sin haber hecho esto no encontrarás agradable
ningún lugar. Piensa que tu estado es el que Virgilio
presta a aquella profetisa agitada y espoleada y llena de un
espíritu extraño a ella:

«La profetisa se agita para expeler de su
pecho al gran dios».

Vas de acá para allá a fin de
sacudirte el peso que te acongoja, que se vuelve más
imperioso con las mismas oscilaciones, tal como en las naves los
fardos fijos pesan menos; si se mueven de un lado para otro,
hunden aquella banda sobre la cual cargan. Cualquiera cosa que
hagas lo haces contra ti mismo, y hasta el movimiento te
daña porque sacudes a un enfermo. Pero cuando te hayas
liberado de este mal, todo cambio de lugar te resultará
delicioso; aunque te veas lanzado a las tierras más
remotas o que te encuentres en un rincón cualquiera de un
país bárbaro, toda estancia te resultará
hospitalaria. Lo más importante no es adónde vas,
sino quién eres tú que vas. Es menester vivir con
este convencimiento: «Yo no he nacido para un
rincón, mi patria es todo el mundo», Si vieses esto
bien claro, no te extrañaría no encontrar consuelo
en la diversidad de los países a los cuales emigras a
menudo, fastidiado de aquellos donde vivías antes, ya que
aquellos primeros te habrían gustado si todos los hubieses
tenido por tuyos. Ahora, en realidad, no viajas, vas errante,
eres impelido, y cambias de lugar, de un sitio a otro, siendo
así que lo que buscas, es decir, vivir bien, se encuentra
en todas partes. ¿ Puede existir un lugar tan agitado como
el Foro? Y, a pesar
de todo, si precisa, se puede vivir allí tranquilamente.
Pero si se pueden componer libremente las cosas, es preferible
huir de la vista y de la vecindad del Foro; pues así como
los lugares malsanos ata. can la más firme salud, existen
también lugares poco sanos para el alma convaleciente, no
llegada aún a la perfección. Disiento de aquellos
que se lanzan de cara a la borrasca y que, atraídos por la
vida tumultuosa, luchan cada día con virilidad contra toda
suerte de dificultades. El sabio lo soportará, pero no lo
elegirá; preferirá mejor vivir en paz que en lucha.
No servirá mucho haber abandonado los propios vicios si
nos precisa luchar con los ajenos. «Treinta tiranos»,
me dirás, «rodearon a Sócrates y no pudieron
quebrantar su espíritu.» ¿Qué importa
el número de los dueños? La esclavitud es
sólo una, y quien la ha menospreciado es libre, por
numerosa que sea la banda de gente que le
domine.

Es tiempo de acabar, si antes pago los portes.
«Principio de la salud es el conocimiento del
pecado.» Egregia me parece esta sentencia de Epicuro, pues
quien ignora que ha pecado no quiere ser corregido; antes que
quepa la enmienda cuenta sus vicios como virtudes? Por esto,
repréndete tú debes reconocer tu culpa. Algunos se
jactan de sus vicios.

¿Por ventura crees que se preocupa de los
remedios quien mismo tanto como puedas, infórmate contra
ti mismo; desempeña primero el oficio de acusador,
después el de juez, defensor y alguna vez
castígate. Consérvate bueno.

CARTA XXXI

Desdén de la opinión del
vulgo

Reconozco a mi Lucilio: ahora comienza a mostrarse
tal como prometía. Ve siguiendo este empuje el
espíritu que te conduce a todos los bienes superiores,
haciendo que el vulgo te menosprecie; no te deseo ni que seas
más grande ni más bueno de lo que aspiras a ser.
Tus fundamentos ocupan gran espacio: realiza, pues, todo aquello
que te has propuesto y pon en orden todos los planes de tu alma.
En una palabra: alcanzarás la sabiduría si te
obturas los oídos, aunque no basta con cubrirlos con un
poco de cera, sino que precisa un espesor más duro que
aquel que se cuenta que fue usado por Ulises con sus
compañeros. La voz que entonces se temía era
seductora, mas no era la de todos; pero la que tememos ahora no
resuena en un único escollo, antes en todos los puntos de
la Tierra. Se percibe, no en un lugar determinado peligroso por
las asechanzas de los placeres, sino en todas las ciudades; hazte
sordo incluso ante aquellos que más te quieren, pues, aun
con la mejor intención, sólo te desean males. Y si
quieres ser feliz, pide a los dioses que no te acontezca nada de
lo que ésos te desean. No son verdaderos bienes aquellas
cosas de las que ellos quieren verte colmado: el bien no es
más que uno, causa y sostén de la vida feliz, la
confianza en sí mismo. Pero este bien no podremos captarlo
si no menospreciamos la fatiga, contándola entre aquellas
cosas que no son ni buenas ni malas; ya que no es posible que una
misma cosa sea unas veces mala y otras buena, unas veces liviana
y soportable, otras temible. La fatiga no es un bien.
¿Qué es, pues, un bien? El menosprecio de la
fatiga. Por esta razón atacaría a los que se afanan
por nada; al contrario, aprobaría a los que luchan por ser
honestos, tanto más cuanto más se esfuercen en
ello, sin dejarse vencer ni detener. Yo exclamaré
dirigiéndome a ellos: «Valor, erguíos y
respirad ampliamente, y ascended, si podéis, esta cuesta
de un solo aliento». La fatiga es el alimento de las almas
nobles. No quieras, pues, elegir, según los antiguos votos
de tus padres, lo que querrías obtener, lo que
desearías; a un varón que ha seguido todo el mundo
de los honores tiene que serle vergonzoso importunar a los
dioses. ¿Qué necesidad existe de expresarles
nuestros deseos? Hazte tú mismo feliz, y ciertamente lo
conseguirás si comprendes que es bueno todo aquello que va
acompañado de una virtud y que es deshonesto todo lo que
va acompañado de malicia. Así como sin la
compañía de la luz no hay nada
que sea brillante ni que sea negro, a menos que en sí
mismo contenga la tiniebla o implique alguna oscuridad;
así como sin obra del fuego no existe nada caliente, ni
nada frío sin el aire, así también lo
honesto y lo deshonesto resultan de la compañía de
la virtud o de la malicia. ¿Qué es, pues, el bien?
La ciencia.
¿Qué es el mal? La ignorancia. El varón
prudente y diestro elegirá o rechazará,
según el tiempo, las cosas, sin temer, empero, lo que
rechace ni admirar aquello que elija, si es que tiene una alma
grande e invencible. Te he prohibido deprimirte y desfallecer. Es
poco aún que no rechaces el trabajo: es
menester que lo andes buscando. «¿Pues, qué
—me dices—, el trabajo frívolo y superfluo, y
el inspirado por causas innobles, ¿no es malo? » No
lo es más que aquel que aplicamos a causas nobles, por
cuanto es siempre la misma paciencia del alma, que exhorta ella
misma a las cosas ásperas y duras diciendo:
«¿Por qué desfalleces? No es propio de hombre
temer la propia fatiga». Para que la virtud sea perfecta
precisa añadir a todo ello una igualdad de
vida y un tono sostenido, siempre de acuerdo consigo mismo, lo
cual no puede ser si no se posee la ciencia y el
arte que hace conocer las cosas humanas y las divinas. He
aquí todo el bien supremo; si lo alcanzas comienzas a ser,
no el suplicante de los dioses, sino su compañero.
«¿Cómo se llega a este lugar?», me
dices. No por la montaña Apenina, ni por la Graciana, ni
por el desierto de Candavia; no es menester que pases por las
Sirtes, ni por Scila y Caribdis, por entre las cuales, a pesar de
todo, pasaste por la golosina de un pequeño gobierno: el
camino, para el cual la Naturaleza te ha provisto adecuadamente,
es seguro y
agradable. Ella te ha procurado dones, que si no los abandonas te
elevarán a la altura de Dios. Pero el dinero no te
sabrá hacer igual a Dios, porque Dios no tiene nada. No te
hará igual a Dios la pretexta , porque Dios está
desnudo. No te hará igual a Dios la fama, ni la
ostentación propia, ni la notoriedad del nombre difundido
por los pueblos, ya que nadie conoce a Dios, y además
muchos piensan en él con malos pensamientos sin recibir
castigo por ello. Como tampoco una banda de servidores
conduciendo tu litera por los paseos urbanos y en los largos
viajes, puesto que Dios máximo y poderosísimo es el
que conduce todas las cosas. Como tampoco podrán hacerte
feliz la belleza ni la fuerza, ya que ninguna de estas cosas
resiste el paso del tiempo. Es menester encontrar algo que no
desmerezca con la edad, que no pueda encontrar obstáculo.
¿ Cuál es? El alma; pero el alma recta, buena,
grande, a la que, ¿cómo nombrarás si no es
llamándola un dios habitador del cuerpo humano?
Esta alma tanto puede pertenecer a un caballero romano como a un
liberto y como a un esclavo. Porque, ¿qué cosas son
un caballero romano, un liberto, un esclavo? No son sino nombres
nacidos de la ambición o de la injusticia. Es posible
ascender al cielo desde un rincón, con tal que te yergas
«y tomes una forma digna de un dios». No
tomarás esta forma por medio del oro ni de la plata, pues
con estas materias no es posible reproducir la imagen divina;
recuerda que cuando los dioses nos eran propicios eran de
arcilla. Consérvate bueno.

CARTA LII

Elección de
maestro

¿Cuál es, Lucilio, esta fuerza que
nos atrae en un sentido cuando nosotros tendemos hacia otro, y
nos empuja al lugar adonde no queremos ir? ¿Qué es
esto que lucha contra nuestra alma y que no permite que nosotros
queramos una cosa de una vez para siempre? Fluctuamos entre
diversos propósitos: no queremos nada con voluntad libre,
absoluta, perpetua. «Es», me dices «la
estulticia, Que no se detiene ante nada, a la que nada place
mucho tiempo.» Pero ¿cómo y cuándo nos
desasiremos de ella? Nadie por sí mismo tiene poder
bastante para elevarse por encima de la estulticia; es menester
que alguien le tienda la mano, que alguien le levante. Dice
Epicuro que algunos alcanzaron la verdad sin ayuda de nadie, pues
ellos mismos se abrieron camino. Es a éstos a quienes
dedica las mayores alabanzas, por haber sabido ponerse en marcha
por sí mismos, por haber sabido provocar el cambio
espontáneamente; pero muchos otros precisan de ayuda
extraña, incapaces de caminar si no hay quien les preceda,
mas harto capaces de seguir. Dice que pertenece a este segundo
grupo
Metrodoro, espíritu noble, sin duda, aunque de segundo
orden. Nosotros no somos del primer grupo, y bien contentos si
nos vemos aceptados en el segundo. No menosprecies, pues, al
hombre que se sal. va por influjo de otro: ya es mucho el deseo
de salvarse. A más de estos dos gr4os encontrarás
otro, que tampoco debe ser rechazado, de hombres que pueden ser
arrastrados, y aun forzados, al bien; a estos hombres les precisa
no sólo que les guiemos, sino que les ayudemos, y casi que
les coaccionemos. Ello constituye el tercer matiz. Si
también de éstos quieres un ejemplo, Epicuro dice
que Hermarco era uno de ellos. Epicuro felicita al primero, pero
admira más al segundo, porque, por más que ambos
alcancen el mismo fin, merece ser más alabado haber hecho
lo mismo con un carácter más difícil.
Figúrate que se han alzado dos edificios, desiguales en
sus cimientos, pero iguales en altura y magnificencia; mientras
uno de ellos, establecido sobre basamentos firmes, ha podido
alzarse rápidamente, el otro, empero, tiene los cimientos
trabajosamente construidos sobre tierra blanda y húmeda y
ha sido menester grande esfuerzo antes de que se haya podido
alcanzar la roca firme. Quien contemple las dos obras realizadas
deberá comprender que la segunda oculta una labor
más grandiosa y difícil. Existen caracteres
fáciles y prontos; otros han de ser trabajados a mano,
según suele decirse, y para sentarlos sobre buenos
cimientos dan. mucho trabajo. Yo no tendré por más
feliz aquel que no haya tenido que luchar con su propio
temperamento; pues no cabe duda que ha merecido más de
sí mismo quien ha tenido que vencer el desorden de su
naturaleza, y, más que encaminarse, ha tenido que
arrastrarse hacia la filosofía. Sobre que este
temperamento duro y laborioso es el que nos ha sido dado:
caminamos entre obstáculos. Nos precisa, pues, luchar y
reclamar el auxilio de alguien. «¿A quién
reclamaré?», me dices. A uno u otro. Pero vuelve a
los primitivos, que siempre encontrarás a tu
disposición; pues no sólo pueden prestarnos ayuda
los que son, sino también los que han sido. Y entre los
que son actualmente no debemos escoger aquellos que hablan
atropelladamente, que revuelven muchedumbre de lugares comunes y
no son pocos los mitones que Les rodean, antes bien, aquellos que
enseñan con el ejemplo, que después de haber
expuesto lo que debe hacerse, lo corroboran con sus actos, que
nos muestran lo que es obligado evitar y nunca aparecen
sorprendidos por las cosas que dieron por vedadas. Escoge un
auxiliar que te despierte más admiración cuando lo
veas que cuando lo oigas. No por esto te prohibiré
escuchar a aquellos que acostumbran admitir a la turba en sus
discursos,
siempre que su propósito al hablar ante la multitud sea el
de tornarse mejores y hacer que los demás también
progresen en la virtud, siempre que no obren por ambición.
Pues, ¿qué cosa puede ser más vergonzosa
para la filosofía que andar a la zaga de las aclamaciones?
¿Por ventura el enfermo alaba al médico que le
corta las carnes? Callad, mostrad reverencia, prestaos a ser
curados; aunque me dedicaseis vuestras aclamaciones no
haría mayor caso que si, tocando vuestros vicios en lo
vivo, os pusieseis a gemir. ¿Queréis dar pruebas de lo
atentos que sois y de la emoción que sentís por las
cosas grandes? Sea. ¿Cómo no permitir que
juzguéis y emitáis sufragio sobre
lo que sea más excelente? En la escuela de
Pitágoras, los discípulos tenían que callar
durante cinco años; ¿por ventura crees que
después se les concedía de buenas a primeras el
derecho de hablar y alabar? ¡Cuán grande es la
demencia de aquel que sale sonriendo del auditorio de ignorantes
que le ha aplaudido! ¿Por qué te alegras de ser
alabado por aquellos hombres que tú no puedes alabar?
Fabiano disertaba en público, pero era escuchado en
silencio; si de vez en cuando estallaban las aclamaciones y los
elogios, eran provocados por la grandeza de sus ideas y no por la
sonoridad del discurso
pronunciado con voz muelle e inofensiva. Es menester que haya
alguna diferencia entre los elogios del teatro y los de
la escuela, pues no dejan de existir alabanzas indiscretas. Si se
observa bien, todas las cosas tienen sus indicios, y aun de los
actos más pequeños puede sacarse argumento bastante
para conocer las costumbres: el impúdico es traicionado
por su andar, por el movimiento de su mano, a veces por una
simple respuesta, por la manera de dar en su cabeza con un dedo,
por la mirada extraviada; la risa delata al malvado; el rostro y
el continente, al orate. Estos defectos son puestos de manifiesto
por los respectivos síntomas: sabrás cómo
cada uno es, si consideras cómo elogia y cómo es
elogiado. Aquí y allá ciertos filósofos son
aplaudidos por los oyentes, y la turba de los admiradores
está pendiente de ellos; pero si entiendes bien la cosa,
no es que los alaben, los aclaman. Pero, con todo, hay que dejar
estas aclamaciones para aquellas profesiones que se proponen
agradar a la turba; la filosofía tiene que ser adorada. Es
preciso permitir a los jóvenes que alguna vez sigan los
impulsos del corazón, pero sólo cuando se abren,
por impulso y no sean capaces de imponerse silencio: tal elogio
es como si prestase ánimo al auditorio y obra como un
estimulante en los adolescentes.
Es de desear que se conmuevan por las ideas, no por las palabras
sonoras, pues de otro modo la elocuencia podría serles
nociva; no les despertaría el afán de la verdad,
sino de la elocuencia en sí misma. Por ahora
diferiré esta cuestión, pues exigiría un
desarrollo
más propio y más extenso para tratar de cómo
se ha de hablar al pueblo, qué debemos permitirnos delante
de él, y qué ha de permitir el pueblo ante
él. No existe duda alguna que la filosofía ha
sufrido grandes daños por haberse mercantilizado; pero
puede mostrarse en su santuario a condición de ser
servida, no por un mercader, sino por un sacerdote.
Consérvate bueno.

CARTA LXII

Empleo del tiempo

Mienten aquellos que quieren hacer ver que la
multitud de asuntos les impide atender a los estudios liberales,
simulan ocupaciones y las multiplican, y se estorban ellos.
mismos; yo, querido Lucilio, tengo mi ocio, y dondequiera que me
encuentre me pertenezco. No me entrego a las cosas, sino que me
doy a ellas de prestado; no ando corriendo detrás de las
ocasiones de perder tiempo, antes bien, me detengo en cualquier
lugar, me entrego a mis pensamientos y medito alguna cosa
saludable. Cuando me doy a los amigos, no por ello me substraigo
a mí mismo, ni me detengo con aquellos con quienes me ha
reunido alguna circunstancia o algún deber cuidadoso, sino
que permanezco con los mejores de los hombres: en cualquier
lugar, en cualquier siglo que hayan existido, hacia ellos dirijo
mi alma. Siempre traigo conmigo a Demetrio, el mejor de los
hombres, y, abandonando a los purpurados, hablo con aquel hombre
medio desnudo y le admiro. ¿Cómo no admirarlo si
veo que no le falta nada? Podemos menospreciar todas las cosas,
pero a nadie le es posible tenerlas todas: el camino más
breve hacia la riqueza es el menospreciarla. Y nuestro Demetrio
vivió no como quien menosprecia todas las cosas, sino como
quien las cede a los otros. Consérvate
bueno.

CARTA LXXV

De la simplicidad del
estilo

Te quejas que mi estilo carece de pulimento. Pero,
¿quién es el que pretende hablar con elegancia sino
aquel que desea hablar amaneradamente? Tal como sería de
llana y espontánea nuestra conversación si
estuviéramos sentados platicando, o anduviésemos
juntos de camino, así quiero que sean mis cartas, que no
tengan nada de rebuscado ni de fingido. Si fuese posible,
preferiría presentar aquellas cosas que oído
decir. Ni en una discusión pernearía o
bracearía o levantaría la voz, antes bien,
dejaría estas cosas a los oradores, contentándome
con que mis pensamientos llegasen a ti sin adornarlos ni
envilecerlos. De una sola cosa querría convencerte: de que
siento cuanto digo, y no solamente lo siento, sino que le tengo
afecto. Los hombres besan de una manera a su amiga, y de otra a
sus hijas; con todo, también en este beso, tan honorable y
casto, se manifiesta claramente el afecto. No querría,
¡por Hércules!, que fuesen secas y áridas las
palabras que expresen tan grandes cosas, pues la filosofía
no renuncia al ingenio, pero tampoco es menester gastar grandes
esfuerzos en las palabras. Todo nuestro propósito debe
reducirse a decir lo que sentimos y a sentir lo que andamos
diciendo: nuestra palabra tiene que estar de acuerdo con nuestra
vida. Ha cumplido rectamente su encomienda aquel que encuentras
igual tanto cuando es visto como cuando es oído. Ya
veremos qué especie de hombre es y dónde llega,
pero sea primero sólo un hombre. No es placer, sino
provecho que tienen que producir nuestras palabras. Pero si
podemos contar con la elocuencia sin buscarla, si se tiene a
mano, lléguese en buena hora a ponerse al servicio de las
ideas nobles, pero compórtese de manera que más que
enseñarse ella misma nos enseñe las ideas. Las
otras artes sólo atienden al ingenio de la
expresión, pero aquí se trata del gran negocio del
alma. El enfermo no busca un médico que sea elocuente; mas
si acierta a suceder que el que sabe curar sea por otra parte
capaz de expresarse con elegancia, todo eso tendrá de
más. Pero no hallará motivo alguno para felicitarse
de estar en manos de un médico elocuente, pues esta
cualidad es para un médico como la belleza para un piloto
hábil. ¿Por qué me cosquilleas los
oídos? ¿Por qué me los llenas de delicias?
Bien otra cosa es lo que conviene: el cauterio, el cuchillo, la
dieta. Para ello has sido llamado: tienes que curar una
enfermedad antigua, grave, general; tienes entre manos un asunto
tan serio como el de un médico en una epidemia. ¿Y
te preocupas de las palabras? Puedes sentirte contento si prestas
alcance a las cosas. ¿Cuándo aprenderás
tantas como precisa aprender? ¿Cuándo las
asimilarás tan íntimamente que ya no puedas
olvidarlas? ¿Cuándo las probarás con la
experiencia? Pues no es suficiente, como en otras materias,
confiarlas a la memoria:
precisa ensayarlas en la práctica. «¿Pues,
qué? ¿No existen entre los sabios grados
intermedios? ¿No hallamos el precipicio junto a la
sabiduría?» No lo creo así, pues aquel que
progresa se puede contar aún entre el número de los
faltos de juicio, pero ya le separa de éstos una gran
distancia, y aun entre los mismos que progresan existen grandes
diferencias. Según algunos, se dividen en tres clases: los
primeros son aquellos que aun no han adquirido la
filosofía, pero ya han conseguido sentar la planta en sus
contornos; mas una cosa cercana queda, a pesar de todo,
todavía fuera. ¿Me preguntas quiénes son
ésos? Aquellos que ya han dejado todas las pasiones y
todos los vicios, que ya han escogido aquellas cosas en las que
pretenden asentar su afecto, aunque la confianza que abrigan no
ha sido experimentada aún. No gozan todavía del uso
de su bien, pero ya no pueden recaer en aquellas cosas de las
cuales huyeron. Ya han alcanzado aquel punto del cual no se puede
resbalar hacia atrás, mas esto no consta aún a su
propio espíritu: según recuerdo haber escrito en
una carta, en aquella sazón «no sabemos que
sabemos». Tienen la fortuna de gozar de su bien, pero no la
de confiar en él. Algunos definen esta especie de
proficientes de que estoy hablando, diciendo que ya se han
liberado de las dolencias del alma, pero aun no de las pasiones,
y que se encuentran todavía en terreno resbaladizo; por
cuanto nadie se encuentra fuera de todo peligro de mal si no se
lo ha sacudido del todo de encima, y sólo lo ha sacudido
del todo quien ha puesto en lugar de él la
sabiduría. La diferencia entre las enfermedades del alma y las
pasiones ya ha sido expuesta por mí repetidas veces. Pero
te la voy a recordar una vez más: las enfermedades son los
vicios inveterados y endurecidos, como la avaricia y la
ambición, las cuales han atado el alma con gran violencia y se
han convertido en dolencias permanentes. Para definirla
brevemente te diré que la enfermedad del alma es la
pertinacia del juicio en el mal, como, por ejemplo, creer que es
deseable en gran manera aquello que sólo lo es levemente;
pero, si lo prefieres, podemos definirla así: buscar con
demasiado afán las cosas poco deseables o indeseables del
todo, o tener en gran estima aquello que sólo merece poca
o ninguna. Las pasiones son movimientos reprobables,
súbitos e impetuosos del alma, los cuales, si se hacen
frecuentes y son desatendidos, acarrean la enfermedad, tal como
un catarro que no se ha tornado crónico causa tos, pero un
catarro persistente e inveterado produce la tisis. Así
vemos que los que han progresado mucho quedan fuera del alcance
de las enfermedades, mas a pesar de hallarse cerca de los
perfectos experimentan todavía las pasiones. La segunda
clase es la de aquellos que han abandonado las más
peligrosas dolencias del alma y también las pasiones, pero
no tienen una posesión firme de su seguridad, ya que
pueden recaer en aquéllas. La tercera clase se ha liberado
de muchos y grandes vicios, mas no de todos. Se ha desasido de la
avaricia, pero aun experimenta la ira; ya no le tienta la
lujuria, aunque sí la ambición; ya no tiene
apetitos, pero todavía tiene temores en los cuales se
muestra bastante firme delante de ciertas cosas, pero cede
delante de otras; menosprecia la muerte, mas le asusta el dolor.
Meditemos un poco sobre ésta clase. Estemos contentos de
nuestra suerte si somos admitidos en aquélla. Precisa un
temperamento muy afortunado y una asidua aplicación al
estudio para ocupar el segundo rango, pero el tercero tampoco es
despreciable. Piensa cuánta copia de males ves en derredor
tuyo, fíjate cómo no hay ningún crimen sin
ejemplo, cómo de día en día avanza la
maldad, cómo se peca en privado y en público, y
entenderás que bastante hemos conseguido si no somos de
los pésimos. «Pero yo —dices— espero
poder penetrar en un rango más honorable.» Para
nosotros lo desearía más que lo prometería:
el mal nos ha captado por adelantado, nos esforzamos hacia la
virtud con el impedimento de los vicios. Da vergüenza
tenerlo que decir: cultivamos la virtud en los momentos de ocio.
¡Pero qué premio tan grande nos aguarda si quebramos
todos los estorbos y las malas tendencias tan tenaces! Ya no nos
maltratarán los apetitos ni el temor; inmóviles
ante todos los terrores, incorruptibles ante todos los deleites,
ni la muerte ni los dioses nos aterrorizarán, pues
sabremos que la muerte no es ningún mal y que los dioses
no son poderes malignos. Tan débil cosa es lo que mueve
como lo que es movido: las cosas excelentes están faltas de
virtud nociva. Si llegamos a levantarnos de este fango hacia
aquella región sublime y excelsa, nos aguarda allí
una gran tranquilidad de espíritu y una absoluta libertad
franca de todo error. ¿Preguntas qué libertad? No
temer a los hombres ni a los dioses, no desear nada deshonesto ni
desmesurado, tener absoluta posesión de sí mismo:
tesoro inestimable es hacerse dueño de nuestro propio ser.
Consérvate bueno.

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