- 1. La desigualdad en la
sociedad capitalista - 2. Las nuevas formas
de la desigualdad social - 3. Nuevas fuentes
de desigualdad - 4. Problemas de
percepción - 5.
Bibliografía Citada
Este trabajo es una
primera aproximación al análisis de lo que podría ser una
manifestación novedosa del fenómeno de desigualdad
social característico de nuestras sociedades. Se
trata del primer avance de una investigación más completa en la que
tratamos de establecer empíricamente la realidad, la
naturaleza y
el alcance de dicho fenómeno, y que en estas
páginas se limita a presentar las hipótesis de partida.
1.
La desigualdad en la sociedad
capitalista
La historia de la sociedad
capitalista no ha podido ser sino la historia de la desigualdad.
Un sistema
socioeconómico basado en la escisión a la hora de
disponer de los derechos elementales de
apropiación y de los recursos que
permiten producir los medios de
satisfacción no puede traer otra consecuencia que el
desigual disfrute y la diferencia a la hora de hacer frente a la
necesidad.
Efectivamente, el fenómeno de la desigualdad
consustancial a nuestras sociedades es tan evidente como creo que
son claras sus connotaciones más significativas y a las
que me referiré brevemente para poder analizar
después los rasgos diferenciales de un nuevo tipo de
desigualdad emergente y que habría que empezar a tomar
también en consideración.
– Se ha manifestado claramente en expresiones
objetivables: niveles de renta, acceso a bienes o
servicios
públicos, nivel de educación, gasto
monetario, pauta de consumo, etc
(Una visión general para España en
Argentaria 1995).
– Se traduce en términos de diferencias entre
grandes colectivos o grupos de
población homogéneos, hasta el punto
de que el reconocimiento de éstos constituye el punto de
partida del análisis social más riguroso. El inicio
del pensamiento
económico como disciplina
científica no fue posible sin el desarrollo
coetáneo de la primitiva sociología, del reconocimiento de las
clases
sociales y, precisamente por ello, su objetivo
principal no pudo ser otro que el analizar la distribución de la renta y la riqueza entre
ellas.
– La desigualdad que hemos conocido a medida que se ha
desarrollado el sistema capitalista ha sido un fenómeno de
naturaleza plural, que no sólo afectaba a la propia
condición material de los individuos, sino a su nivel
cultural, a su ideología y a sus percepciones del mundo,
llevando así consigo proyectos o
visiones de la realidad también diferenciados.
– El análisis de la desigualdad ha permitido
siempre comprobar en qué efectiva medida no se trataba de
un fenómeno resultado de la condición individual
sino, por el contrario, que era la consecuencia de la
escisión grupal y de la conformación de la sociedad
en dinámicas estancas, pues está directamente
originada por la distribución desigual del ingreso y la
riqueza que es consustancial a la economía de mercado
capitalista.
– La desigualdad típica de la sociedad
capitalista que hemos conocido se ha caracterizado también
porque sus consecuencias de frustración relativa, de
insatisfacción absoluta o en términos comparativos,
no afectan solamente al individuo,
sino que son generalizables y propias del colectivo social del
que cada individuo se siente parte. Y, además, es
precisamente la percepción
de este tipo de desigualdad lo que ha permitido que se fortalezca
incluso el sentido de grupo, toda
vez que el individuo puede percibir que la padece como
consecuencia de su propia ubicación grupal. La
desigualdad, de esta forma, refuerza la imagen del
colectivo desigual y su percepción de la distancia
colectiva a la satisfacción.
– Justamente por ello, en la medida en que la existencia
y las consecuencias de la desigualdad se vinculan a las
dinámicas colectivas, los grupos
sociales incorporan el asunto de la desigualdad a estrategias de
satisfacción más inmediatas: la cuestión del
reparto, como reverso del desigual acceso y disfrute, pasa a
formar parte del corazón de
las demandas de los diferentes grupos sociales.
– Ha sido justamente la existencia de una gran
desigualdad lo que ha permitido que la historia de la sociedad y
la economía capitalistas haya sido, también, la
historia de una tensión distributiva permanente. Y,
más en concreto, que
el progreso social, en la medida en que ha ido proporcionando
instancias de participación y negociación más abiertas, haya
traído consigo un alivio evidente de los efectos de la
desigualdad. En la medida en que ha habido suficientes
oportunidades de negociación del reparto, el crecimiento
económico y la mejora en las condiciones de
participación democrática han permitido reducir la
desigualdad o, por lo menos, lograr que ésta no se
traduzca en niveles extremos de insastisfacción. Lo que
Keynes
expresó como "la paradoja en el seno de la abundancia" ha
sido una contradicción y un elemento desestabilizador
suficientemente potente como para abrir la puerta a estrategias
paliativas de la desigualdad social.
En resumen, éstos podrían ser los rasgos
esenciales de un tipo de desigualdad que podría
denominarse estructural, típica y consustancial a un
régimen social capitalista que produce y reproduce la
división social, la fragmentación y el mantenimiento
de grupos sociales con capacidades, recursos y posibilidades de
satisfacción restringidas por el acceso igualmente
desigual que tienen a la dotación de recursos
existente.
Sin embargo, la hipótesis que
trato de plantear es que en la época más reciente
de la economía y la sociedad capitalista, que coincide
precisamente con el dominio de lo que
conocemos como neoliberalismo, se está modificando la
naturaleza del fenómeno de la desigualdad, apareciendo
como añadido un proceso de
características mucho más dañinas y
difíciles de erradicar.
2. Las nuevas
formas de la desigualdad social
Trataré de señalar a continuación,
con la prevención de que se trata tan sólo de
formular hipótesis de partida o de vislumbrar tendencias
que quizá no estén del todo definidas, los rasgos
que me parecen más significativos y que hay que considerar
especialmente.
– En primer lugar, es un hecho que la desigualdad tiende
a crecer en cualesquiera que sean sus expresiones tomadas como
referencia, y tanto a nivel personal como
global, de regiones o países y bien si se mide en
diferencias, como si se considera en términos absolutos la
situación de insatisfacción.
Aunque no es necesario traer aquí a
colación pruebas
específicas de lo anterior, baste con recordar el
incremento de personas o familias pobres (en la Unión
Europea en 1970 había 30 millones de personas pobres y
en la actualidad, según los datos de Eurostat
hay a 57 millones), o la disminución en la parte de renta
global (del 2,3% al 1,4%) que corresponde al 20% de la
población más pobre del planeta, frente al aumento
del 70% al 85% que ha registrado el 20% más
rico.
En todos los países del mundo, la
proporción de las rentas totales que corresponden al
trabajo asalariado han disminuido en mayor o menor
cuantía, mientras que invariablemente ha aumentado la
correspondiente a los beneficios del capital. La
OCDE mostraba en un informe de 1996
que la participación en la producción mundial de la 1/5 parte
más pobre del planeta ha disminuído del 45% al 1%
en los últimos treinta años. Y, en la gran
mayoría de los países, las diferencias de renta
personal han tendido a agrandarse de manera a veces espectacular.
Así, en Estados Unidos
los salarios y
bonificaciones de los ejecutivos mejor pagados aumentaron un 951%
entre 1975 y 1995 (cuando la tasa de inflación
subió un 183%), mientras que los salarios de los
trabajadores sólo aumentaron un 142%. (Sebastián
1998:11).
En fin, es de sobra conocido que la anual
comparación que realiza el PNUD entre la riqueza de unas
pocas docenas de personas y la inmensa mayoría de la
población mundial es cada vez más desigual (PNUD
1998).
El aumento de las diferencias sociales de todo tipo,
suficientemente verificado en multitud de estudios
empíricos (Navarro 1997, Tortosa 1993), contrasta
enormemente con lo que se había considerado
convencionalmente que era el desarrollo "normal" de las
sociedades. La célebre hipótesis de Kuznets,
según la cual se irían reduciendo progresivamente
las desigualdades sociales a medida que se fuera generando
suficiente crecimiento económico, y la más
elemental convicción de que el desarrollo histórico
iba acompañado del propio crecimiento de la actividad
económica, no son hoy sino formulaciones con muy escaso
contenido real. Lo cierto ha sido que se ha debilitado el ritmo
de crecimiento económico con carácter general, a causa de las políticas
deflacionistas dominantes (Torres 1995) y que, además,
incluso cuando éstas se han dado no han sido capaces de
traer consigo una disminución sustancial, o incluso
mínima, de la desigualdad.
En resumen, una característica primera de los
fenómenos de desigualdad es que no sólo no
desaparecen, sino que aumentan en todo el mundo, con independencia
de que se produzcan fases de expansión o de
recesión económica.
– En segundo lugar, la desigualdad contemporánea
no se expresa solamente en términos de diferencias entre
grandes grupos, como era propio de la desigualdad estructural a
la que hice referencia más arriba. Se trata ahora de un
fenómeno que se manifiesta como un mosaico de distintas
intensidades y también desigualmente esparcido en la
estructura
social.
Como he señalado, tradicionalmente
habíamos percibido la desigualdad como una
característica perceptible principalmente por la
existencia de grandes y diferenciadas categorías sociales
que se correspondían con la existencia de grandes
morfologías colectivas. Se trataba de una desigualdad de
naturaleza básicamente intergrupal
Hoy día, la desigualdad tiende a darse
también en el seno de esos mismos grupos, de manera que el
hecho diferencial no aparece como consecuencia de la pertenencia
a un grupo y a partir de la cual se deriva una diferencia
respecto a los de otro cualquiera, sino que la desigualdad se
puede percibir con semejante intensidad entre los propios
miembros del macrogrupo al que se pertenece. La desigualdad,
pues, no se da sólo, ni principalmente, entre clases,
entre colectivos conformados objetivamente en virtud de una
determinada posición social frente a los derechos o al uso
de los recursos, sino que se produce en el mismo seno de estos,
lógicamente, por circunstancias que son, entonces, mucho
menos objetivables pero no por ello imperceptibles, como
trataré de señalar en seguida.
La consecuencia más inmediata de ello es que la
desigualdad no proporciona una imagen de la sociedad en
términos de grandes manchas, sino como una especie de suma
de muchas variedades, desdibujada, sin perfiles nítidos
entre los grupos, sin fronteras de desigualdad claramente
establecidas en términos de clases o estratos sociales. Y,
en consecuencia, con mucha menor posibilidad de establecer
diferencias nítidas en el orden de los intereses, de las
percepciones colectivas y de las demandas grupales.
– En tercer lugar, la desigualdad a la que estoy
refiriéndome como un fenómeno nuevo y reciente se
caracteriza porque es el resultado del devenir individual,
más que del pasado grupal.
Tradicionalmente, también podía deducirse
que la desigualdad era el resultado de la pertenencia a un
determinado origen, podríamos decir que de un conjunto de
condiciones heredadas. Sin embargo, en la actualidad, la
desigualdad deriva más bien del futuro que del pasado. Es
una condición que se va a generar a lo largo del recorrido
vital y, en una gran medida, con independencia del origen social.
No es, por lo tanto, el resultado de una determinada
condición (desigual) de partida sino, sobre todo, una
contingencia de destino.
La gran diferencia que hoy muestran nuestras sociedades
(en realidad, la gran paradoja de la dinámica de "progreso" que se ha generado)
es que, tradicionalmente, el ciclo vital parecía tender
preferentemente hacia la igualdad, toda
vez que el conflicto por
el reparto y la necesidad de evitar niveles inaceptables de
deslegitimación habían provisto a los grupos
sociales de instancias para paliar la desigualdad de partida o,
al menos, para aliviarla a lo largo de la vida, mientras que
actualmente puede estar sucediendo lo contrario. La
condición desigual, o su resultado en términos de
pobreza o
marginación, puede ser un punto de llegada aunque no haya
sido la condición de partida.
– En cuarto lugar, la desigualdad más reciente se
enfrenta a un problema muy agudo de predecibilidad. Se genera al
producirse contingencias no grupales que no se pueden abordar,
sin enormes efectos perversos, individualizadamente. La
desigualdad que hoy día se estaría añadiendo
a la que siempre hemos conocido en nuestras sociedades tiene que
ver con una incapacidad generalizada para la previsión,
con la incapacidad para incorporar las contingencias que la
generan a lo que los juristas llamarían "las condiciones
generales" en virtud de las cuales se contratarían los
remedios posibles para evitarlas.
Los regímenes tradicionales establecidos para
hacer frente a las consecuencias indeseadas de la desigualdad se
basaron en la formulación de una especie de contrato social
suscrito a partir de los grandes números y orientado a
proporcionar respuestas a contingencias colectivas o globales.
Hoy día, la gama de contingencias que provocan las nuevas
formas de desigualdad son, no sólo novísimas y por
ello aún no tenidas en cuenta, sino de muy difícil
singularización.
La creciente desigualdad de género,
por ejemplo, es bien expresiva de la aparición de nuevas
formas de desigualdad/discriminación que no sólo no son
paliadas por medio de los mecanismos tradicionales (Derecho de
Familia), sino
que, por el contrario, se ven agudizadas precisamente porque
estos mecanismos no están concebidos sino en
términos de riesgo
típico y de contingencias homogeneizables.
– Las nuevas situaciones de desigualdad están
causadas en una gran medida por dos tipos de circunstancias. En
primer lugar, porque la desigualdad que hoy día se produce
no está ligada tanto a la dotación inicial de
derechos y recursos, diríamos que al haz originario de
derechos de apropiación de cada sujeto social, a su punto
de partida, como a contingencias sobrevenidas muy marcadas por el
azar.
Hasta hace unos años era una evidencia general
que unas pocas circunstancias, y particularmente la educación,
podían explicar gran parte de la desigualdad existente.
Según Mincer (1975:73), hace veinticinco años "las
diferencias en capital humano
explicaban a grandes rasgos el 60% de las diferencias de los
ingresos en
Norteamérica". Hoy día, sin embargo, se comprueba
que se alcanza un alto nivel de desigualdad incluso entre grupos
de personas con el mismo nivel educativo (Sarbanes 1994:169). En
el caso español,
por ejemplo, ya es posible observar que una mayor igualdad global
va acompañada de mayor desigualdad en el seno de
diferentes grupos educativos (Pena:912-914).
En segundo lugar, porque resulta que lo que se
solía considerar como la dotación inicial de
recursos que permitiría alcanzar determinados
estándares de riqueza, ingreso o bienestar se hace mucho
más difusa. A grandes trazos, su expresión
monetaria, per se homogénea y homogeneizadora, puede ser
aún válida para poder diferenciar ventajas
relativas, condiciones de vida diferentes o posibilidades de
trayectoria vital determinadas. Pero es una medida que ya no
basta para percibir la situación de diferencia real entre
los colectivos o las personas. La misma condición
monetaria puede incorporar con toda seguridad
multitud de circunstancias y contingencias de desigualdad. El
divorcio, a
causa de un derecho de familia anquilosado; un accidente, en el
contexto de un sistema de responsabilidad
civil en crisis y con
tendencia creciente a (im)perfeccionarse a través del
establecimiento de estándares de seguridad; un despido, la
incertidumbre generalizada en un régimen de precariedad
laboral y
vital creciente… terminan por provocar situaciones de
diferencia en el seno de los grupos sociales homogéneos en
lo monetario (Kimenyi 1995).
Hoy día sabemos, por ejemplo, que el haber
establecido garantías de tipo general para lograr el
acceso universal de la población a la enseñanza no está garantizando que
eso repercuta en una dotación igualitaria de recursos
formativos. Precisamente, porque el establecimiento de un
mecanismo igualitarista que responde a un principio de reparto de
carácter universalista no elude la existencia de otras
contingencias intragrupales. Así, el fracaso escolar
motivado por circunstancias dispares o la diferente probabilidad de
empleo de los
egresados evidencia claramente que los factores de desigualdad no
tienen que ver con el establecimiento de pasarelas de alcance
intergrupal, porque es en el seno de los propios grupos sociales
y con una casuística muy difusa donde se generan las
causas de la desigualdad que va a ser sobrevenida.
– Por último, un efecto tremendamente importante
del origen intergrupal de la desigualdad es que éstas son
generadoras de exclusión.
Mientras que la desigualdad estructural, inter grupos,
tiende incluso a fortalecer las relaciones de pertenencia, la
imagen de colectivo y la capacidad de respuesta del propio grupo,
es decir, su posibilidad de encontrar coincidencias
estratégicas en la demanda de
mayor satisfacción frente a la frustración relativa
que se percibe nítidamente, la desigualdad intragrupal
deshilvana estas relaciones.
El efecto más dramático de la desigualdad
contemporánea es, precisamente por ello, la
marginación. El desfavorecido tiende a enajenarse del
grupo, porque es en relación con este mismo como comprueba
la consecuencia de su condición desigual.
Mientras que, quizá paradójicamente, la
desigualdad estructural de la sociedad capitalista incentiva la
aparición de lazos de solidaridad
grupal, la desigualdad reciente es la desigualdad excluyente, que
desdibuja los tejidos sociales
de referencia. )Dónde encuentra el profesional de clase media su
necesaria imagen vicaria para generar lazos de refortalecimiento
mutuo, en qué universo se
circunscribe el parado de larga duración, cuál es
la referencia, que antes hubiéramos llamado "de clase", de
la madre soltera, del joven sin empleo, del trabajador pobre, o
del jubilado forzoso a los 45 años, )cuál es el
vínculo entre el trabajador ocupado y sus vecinos
parados?
En definitiva, una condición
socioeconómica de esta naturaleza implicaría
reconocer que hoy día la desigualdad presenta una especie
de doble frente, de doble expresión. Por una parte, la
desigualdad estructural vinculada a la permanencia de una
sociedad escindida, en donde la existencia de clases y estratos
sociales de posición objetiva diferenciada tiene
todavía una repercusión evidente, una influencia
decisiva sobre las opciones, las condiciones de disfrute y sobre
las posibilidades de satisfacción. Es una desigualdad, de
todas formas, que no tiende a disminuir, pero que se entrelaza
con una nueva forma de discriminación.
3.
Nuevas fuentes de
desigualdad
Es muy importante advertir que estas nuevas expresiones
de la desigualdad no sustituyen a la desigualdad intergrupas
más tradicional y típica de las sociedades
capitalistas. Se trata, y eso es también su lado
aún más negativo, de una desigualdad
añadida. Puede decirse que se trata de la aparición
de nuevos generadores sociales de desigualdad, de nuevas fuentes
de la misma que, una gran medida, podemos ya
reconocer.
a) Por un lado, una crisis que ha afectado al papel del
Estado y de
las instituciones
colectivas en la sociedad, en particular las que tienen que ver
con las estructuras de
bienestar y de negociación sobre el reparto.
Sabemos que el llamado Estado de Bienestar (Guerrero y
Díaz 1998:137-166) no produjo una igualación
significativa, ni mucho menos, de los niveles de renta en
nuestras sociedades. Pero, a pesar de ello, repercutió de
manera muy positiva a la hora de extender niveles universales de
bienestar; permitió paliar los efectos más
desestabilizadores de la desigualdad, promoviendo mecanismos de
solidaridad colectiva y provisión de bienes
públicos gracias a las políticas redistribuidoras;
instituyó racimos de derechos de acceso general; y
permitió que se extendieran ciertos criterios de equidad como
principios
orientadores de las decisiones sociales esenciales.
Además, en la medida en que el tipo de riesgo al
que se deseaba hacer frente era de caracter global y susceptible
de homogeneizar, la inaccesibilidad a determinados bienes y
derechos de grandes colectivos de la sociedad podía ser
eficazmente combatida suministrando la posibilidad general de
acceso a los mismos, con independencia de las contigencias
intragrupales que no estaban afectando a esa posibilidad de
acceso sino de forma muy marginal.
El debilitamiento de todas estas estructuras,
instituciones, políticas y principios de bienestar o de
redistribución, por muy tímidas que hayan podido
ser en el contexto capitalista en que se dieron, ha provocado
lógicamente un incremento de la desigualdad estructural
pero también la pérdida de las necesarias
coberturas para hacer frente a las nuevas manifestaciones de
necesidad. Esto es lo que ha hecho que se hagan mucho más
vulnerables los Aextremos@ sociales, la población
especialmente sujeta a riesgos (que
no tiene por qué constituir una morfología
poblacional previa determinada) y que hayan aparecido, junto a
más desigualdad tradicional, sus nuevas
manifestaciones.
b) Por otro lado, la crisis de las relaciones sociales
de carácter general y la vida económica. El sistema
capitalista ha funcionado históricamente sobre la base de
extender el trabajo
asalariado como una relación ambivalente: el trabajo no
era sólo la prestación a partir de la cual
podía obtenerse un medio de vida, sino que era, a su vez,
la garantía para mantener una pauta de consumo y de
satisfacción material legitimadora.
Hoy día, el trabajo, a pesar de mantener
paradójicamente su centralidad como mecanismo de socialización, ocupa menos tiempo del
trabajador considerado en su conjunto, de la clase trabajadora,
y, al mismo tiempo, tampoco es la garantía esencial de
satisfacción.
La crisis del trabajo deriva, por demás, en
distintos fenómenos que producen y refuerzan la
desigualdad intragrupal. Primero, porque al hacerse escaso se
generaliza la exclusión del mercado de trabajo y se
desarticula así la primera y más importante
fórmula de fortalecimiento grupal: la condición
misma de asalariado. Segundo, porque la relación salarial
se desentiende de su función
mantenedora de la pauta de satisfacción. Tercero, porque
el trabajo se realiza cada vez más en condiciones de
inseguridad e
incertidumbre, bien por el mayor riesgo de perderlo sin
alternativa alguna, bien porque incluso los costes financieros y
de todo tipo que es preciso soportar para ejercerlo se elevan de
manera vertiginosa.
Finalmente, el incremento de las diferencias salariales,
la segmentación de las actividades laborales
y, en general, el cambio en las
condiciones de organización del trabajo modifican la
relación laboral al provocar el desmantelamiento de los
espacios del trabajo colectivo, la jerarquización
disipativa y la aparición de estrategias de competencia que
socavan los vínculos de acercamiento
tradicionales.
Todo ello ha tenido dos consecuencias más
específicas sobre la generación de nuevos procesos de
discriminación y desigualdad. Por un lado, la
pérdida del sentido de clase, la ruptura de los referentes
y la instauración de un universo del trabajo que ya no
propicia el encuentro sino que, por el contrario, conforma una
percepción atomística del mundo por parte de los
propios trabajadores. Por otro, la pérdida de
sindicación que hoy día constituye una variable
inmediatamente vinculada por la investigación
empírica con la mayor desigualdad obervada en nuestras
sociedades.
c) Estos dos procesos que acabo de mencionar provocan
igualmente una crisis en las propias morfologías grupales,
cambios sustanciales en las categorías y en las relaciones
de interacción social.
Actualmente, hablar de "trabajadores", de "clase obrera"
o, incluso, de "empresariado", apenas si equivale a decir algo.
La nueva forma de incidencia del tiempo, generador de
incertidumbre e inseguridad en la trayectoria vital (Beck 1998);
el papel diferente del espacio, que en lugar de referente de
estabilidad constituye un marco de movilidad permanente y de
instantaneidad; o las nuevas formas de concebir el trabajo
modifican las relaciones sociales hasta ahora objetivables, que
ya dejan de ser la forma elemental de incardinación, de
socialización. El género, la condición de
la familia, la
temporalidad, el paro (como un
fenómeno verdaderamente interclasista), el tipo de
cotidianeidad y toda una serie de condiciones sociales mucho
más difusas, auténticos lugares opacos de los
social o de lo colectivo, tal y como lo hemos entendido
común y convencionalmente, constituyen hoy día los
referentes a los que hay que mirar para contemplar el origen de
desigualdades que no están vinculadas a las condiciones de
grupo que se han objetivado tradicionalmente.
d) Finalmente, ha jugado un papel principal en estos
procesos una radical crisis antropológica, una verdadera
crisis del sujeto social que lo ha llevado a quedar sumido en
nuestra época en la individualidad humanamente más
inerme, porque no se ha producido como resultado de un proceso de
introspección trascendente sino como consecuencia de una
verdadera disipación del ser social en el uno mismo, o
mejor, en la dimensión más incapaz y frustrante del
yo.
Desde el aislamiento y la soledad los sujetos no pueden
hacer frente a la incertidumbre sino en términos de
inseguridad. Y ello, junto a la confusión con que se
presentan las referencias conformadoras de la identidad, ha
dado lugar a que los procesos de insatisfacción no se
conviertan en demandas colectivas de respuesta, sino en la
desidentificación o, en el peor de los casos cuando estos
procesos se hacen patológicos, en la asunción de
referentes perversos que se muestran en la numerosa criminalidad
iniciática de los jóvenes, en la
drogadicción, o en la asunción de la
paralegalidad como escenario vital de miles de
familias.
El individuo, desentendido de los demás, no
refuerza ni reclama entonces lo que no es distintivo suyo, sino
de él junto a éstos, y reduce su universo a una
aspiración desarraigada y fatal que termina por ser un
único y no-referente común. Enclaustrado en ese
universo de lo individual, sin asideros y sin conciencia de
vivir en una situación que no es aislada sino
común, su transcurso vital se limita a ser un simple
ejercicio de supervivencia y no la conquista de la libertad que
debería ser propia de cualquier experiencia
humana.
Las nuevas formas de desigualdad comportan serios
problemas de tratamiento, principalmente, porque no cabe
abordarlas desde políticas universalistas tradicionales y
porque precisan de una detección mucho más
singularizada y específica que las expresiones de la
desigualdad social. Me referiré aquí a los
problemas de percepción que hoy día tenemos para
poder determinar con precisión y rigor operativo su
verdadera presencia en nuestras sociedades.
El primero de ellos es que se produce en un contexto
social de gran y creciente opacidad.
A pesar de que se multiplican y mejoran nuestros medios
de análisis, es cada vez más complejo poder
detectar los rasgos de nuestra realidad desigual, sus
manifestaciones concretas, su presencia personal, su existencia
singular y no sólo estadísticamente
agregada.
En particular, en este aspecto nos encontramos con
varias limitaciones importantes:
a) El
conocimiento estadístico disponible y generalmente
utilizado está orientado a descubrir la situación
de grandes grupos homogéneos en cuyo seno se da una
distribución probabilística de los sucesos. Pero la
desigualdad a la que nos estamos refiriendo es, valga la
redundancia, de distribución muy desigual y aleatoria en
el propio seno de los grupos donde se produce, de manera que es
necesario modificar nuestra percepción de las
categorías sociales y de las referencias habituales a la
hora de establecer grupos y variables.
Un ejemplo específico de estas limitaciones es el
relativo al conocimiento
de la distribución funcional de la renta, tal y como
habitualmente está siendo utilizado. A la vista de la
mayor diferenciación salarial, de la multiplicación
de categorías y condiciones laborales, la
sustitución espuria de asalariados por trabajadores
legalmente autónomos, o la difuminación de las
diferentes rentas del capital, la distribución funcional
que solemos analizar deja de ser un reflejo exacto, incluso, de
la desigualdad entre los grandes grupos de rentas. Mucho menos,
de lo que sucede en su seno.
b) Además, la desigualdad se produce en una
dimensión individual de muy difícil
percepción porque está detrás, por
así decirlo, de todo un bosque de derechos formales
igualitaristas que no permiten contemplar con nitidez la
situación personal. Aparentemente, todos los ciudadanos
tienen iguales derechos reconocidos y la misma posibilidad de
acceder a bienes y servicios de
promoción, todos ellos conviven en
condiciones de igualdad de oportunidades, pero su
condición desigual no depende ya de la ausencia o no de
esos derechos de acceso, sino de su peor condición a la
hora de hacer frente a contingencias cuya casuística mucho
más singular, aleatoria y diversificada no puede ser
cubierta por derechos transversales.
El segundo problema es que ésta difícil
percepción de la desigualdad más moderna hace que
hoy día sea una desigualdad que los ciudadanos sienten,
pero que aún no se percibe como un problema objetivable.
Y, justamente por ello, se trata de un fenómeno social
todavía políticamente irrelevante. Aunque no
sólo por su opacidad.
El problema principal es que, como ya he apuntado, ni
las políticas redistributivas de la mejor intención
pero que toman como referencia los grandes grupos sociales, ni
las políticas de protección basadas en estrategias
de universalización pueden hacerle frente con la eficacia
necesaria.
El tercer problema es que al producirse estos
fenómenos de desigualdad como procesos centrífugos
en el seno de los grupos sociales de pertenencia y provocar la
exclusión del mismo, debilitando así pues el papel
del propio grupo como referente, la desigualdad excluyente se
realimenta permanentemente. En esta nueva condición
desigual, los individuos no tienden a contemplarse como
integrantes del colectivo desigual, sino que, excluidos, se
perciben a ellos mismos como la expresión única de
la desigualdad, sólo son imagen de sí mismos. De
ahí, el proceso continuado de fragmentación
(Minguione 1993) a través de la exclusión
permanente que actualmente constituye una de las connotaciones
más típicas de nuestras sociedades.
Por eso, esta nueva dimensión de la desigualdad
no puede comprenderse sólo como un asunto de diferencias o
de distancias. Es una evidencia que las situaciones a las que ha
coadyuvado de manera fundamental una crisis antropológica
y un grave desmoronamiento del sistema de valores
sociales no pueden resolverse, ni tan siquiera paliarse, operando
tan sólo en el reducido universo de las magnitudes y las
cantidades.
En resumen, en este trabajo preliminar tan sólo
me he propuesto llamar la atención, al socaire de un aniversario, de
la aparición de un nuevo tipo de fenómeno social al
que entiendo modestamente que deberíamos atender con
prontitud los científicos sociales. Como creo que queda
suficientemente planteado, se trata de un problema especialmente
complejo y arduo por varias razones, y no sólo por su
novedad: por su difícil percepción empírica,
que requiere nuevos estudios estadísticos, nuevos
instrumentos de análisis y nuevas definiciones; por su
viscosidad
social, toda vez que no aparece vinculado a grupos sociales
especialmente señalados y con conciencia de riesgo: porque
no puede ser abordado desde las políticas igualitaristas
convencionales y porque dada su naturaleza polisémica no
puede entenderse ni resolverse sin el concurso de diversas
especialidades del conocimiento. Tan inútiles serán
las aproximaciones economicistas como los intentos de abordarlo y
resolverlo sin modificar los procesos económicos que, en
todo caso, lo están provocando.
ALVARADO, E., coord. (1998). "Retos del Estado del
Bienestar en españa a finales de los noventa". Tecnos.
Madrid.
ARGENTARIA (1995). ALas desigualdades en España.
Síntesis Estadística@. Fundación Argentaria –
Visor Distribuciones. Madrid.
BECK, (1998). ALa sociedad del riesgo. Hacia una nueva
modernidad@.
Paidós. Barcelona.
FRANK, R.H. y COOK, P.J. (1995). "The winner-take-all
society". Penguin Books.
GUERRERO, D. y DIAZ, E. (1998). "Estado del bienestar y
redistribución de la renta nacional en España desde
la transición". En Alvarado (1998).
KIMENYI, M.S. (1995). "Economics of Poverty,
discrimination and public Policy". ITP. Cincinnati.
MINCER, J. (1975). "Education, experimental income and
human behaviour". McGrawHill. Nueva York.
MINGUIONE, E (1993). ALas sociedades fragmentadas. Una
sociología de la vida económica más
allá del paradigma de
mercado@. M1 de Trabajo y Seguridad
Social. Madrid.
NAVARRO, V. (1997). "Neoliberalismo y Estado del
Bienestar". Airel. Barcelona.
PAPADIMITRIOU, D.B. (1994). "Aspects of distribution of
wealth and income". St. Martin Press. N. York.
PENA, B. (1996). ADistribución personal de la
renta en España@. Pirámide. Madrid.
PNUD (1997). "Informe sobre desarrollo
humano 1997". Mundi Prensa.
Madrid.
SARBANES, P.S. (1994). "Growinhg inequality as an issue
for economic policy", en Papadimitriou (1994).
SEBASTIAN, L. de (1998). "La pobreza en
USA". Cuadernos Cristianisme i Justicia.
Barcelona.
TORRES, J. (1995). "Desigualdad y crisis
económica. el reparto de la tarta". Sistema.
TORTOSA, J.M. (1993). "La pobreza capitalista". Tecnos.
Madrid.
Juan Torres López