Indagar sobre la vigencia del pensamiento
keynesiano en nuestros días puede ser una cuestión
muy simple y, a la par, bastante compleja.
Si consideramos en términos generales en
qué medida la obra de Keynes ha
ocupado y preocupado a economistas posteriores no se
podría sino llegar a la conclusión de que se trata
de la obra económica de conjunto más influyente,
quizá todavía hoy mismo, de esta centuria que
acaba. Ya en 1980 Weintraub cifraba en 4.827 las diferentes
lecturas que se habían realizado de la Teoría
General hasta aquel momento. Y, aunque es cierto que su papel
central en la polémica económica ha disminuido
más recientemente, no puede decirse que haya desaparecido
completamente de los debates económicos.
Sus adversarios más modernos, algunos con la
furia compulsiva de los conversos, sólo estarían
dispuestos a reconocer hoy día que Keynes llevaba
únicamente razón cuando afirmaba que a largo plazo
todos muertos; más que nada, para reafirmar así que
Keynes ha muerto, la expresión un poco vulgar que tan a
menudo se ha convertido en el único argumento para
justificar, unas veces, el cambio de
bando intelectual, y otras la bondad de las posiciones
teóricas contrarias a las que el economista inglés
defendió con mucha más brillantez a lo largo de su
vida. Si se coteja la literatura económica
en toda su extensión y no sólo la que se
circunscribe al liberalismo
redivivo, quizá habría que afirmar respecto al lord
británico, como en el Tenorio, que los muertos que vos
matásteis gozan de excelente salud.
Pero si nos referimos sencillamente a su influencia
sobre las políticas
económicas que se llevan a cabo en los últimos
años o sobre la intelectualidad más relevante que
marca las
pautas de lo que debe ser lo teóricamente correcto en la
teoría y en la política
económica habría que concluir sin el menor
atisbo de duda que el keynesianismo no es sino una parte del
patrimonio
más olvidado del pensamiento económico.
De hecho, los académicos más de moda y poderosos
lo han confinado despectivamente en las asignaturas de
pensamiento económico de los planes de estudio de las
universidades, asignaturas, por cierto, que los adalides del
pensamiento único han procurado eliminar de los
currícula universitarios, única forma de demostrar
la superioridad de las ideas que mantienen. Como si la figura de
Keynes no fuese sino la de un molesto mensajero que, a pesar de
todo, siguiera advirtiendo que las cosas no son como los
partidarios del liberalismo más dogmático quieren
defender impertérritos contra el viento y la marea de los
hechos más irrefutables.
Por otra parte, si se deja de lado la influencia
puramente intelectual de Keynes y llevamos nuestra atención a las prácticas
gubernamentales, con independencia
de la filosofía que las inspira, encontraríamos
seguramente con sorpresa que muchas de las recetas de
intervención que había propuesto Keynes han seguido
siendo utilizadas en muchas ocasiones, a pesar de que quienes las
llevaron a cabo nunca asumirían la herencia
keynesiana y a pesar de que podrían incluso adoptarlas al
mismo tiempo que
adjuraban por contraproducente e inadecuada de la influencia o la
inspiración del británico. Lynn Turgeon, por
ejemplo, ha analizado no sólo la evolución del pensamiento económico
desde la segunda guerra
mundial, sino también la forma de hacer política
económica y ha comprobado que las recetas keynesianas no
han podido ser eludidas por muchos gobiernos, aunque es verdad
que se han aplicado de una manera muy distinta a la
concepción original del propio Keynes.
Se ha tratado, más bien, de una especie de
"keynesianismo bastardo" o reaccionario, pues la
intervención pública se ha vinculado al impulso de
la demanda
efectiva basado en el aumento de los gastos militares,
en la reducción de impuestos que ha
beneficiado sobre todo a las clases más altas y
enriquecidas y nunca con el fin de generar pleno empleo o una
mejor distribución de la renta, si bien fuera en
la perspectiva del mejor sostenimiento del capitalismo
que proponía Keynes.
Finalmente, si se entiende que la vigencia de un cuerpo
de conocimientos deriva de que no haya sido puesto en
cuestión por análisis teóricos alternativos
resulta también una curiosa paradoja. Mientras que el
común de los economistas proclama, al disciplinado
compás que marcan sus corifeos, la invalidez de las
formulaciones keynesianas, lo cierto es que el pensamiento
neoliberal alternativo no ha sido capaz de establecer con la
necesaria y exigible rotundidad su inconsistencia teórica,
su error analítico o su desapego a la realidad. Como dice
Michael Bleaney, "los argumentos keynesianos fundamentales no han
sido demolidos por el Monetarismo y
sus descendientes; simplemente lo han ignorado". Habría
que decir, entonces, que efectivamente las ideas de Keynes no
tienen la menor vigencia, pero casi en el sentido jurídico
del término, porque esa pérdida de vigencia deriva
de una especie de decreto de firma oculta que parece haber
determinado sin más la indeseabilidad del legado
keynesiano
Ocurre, pues, un fenómeno singular. La obra de
Keynes ha dejado de ser influyente en la teoría, en los
principios
inspiradores y en las propias formas de la política
económica pero eso no ha sido consecuencia de que los
puntos de vista alternativos hayan logrado mostrar un cuerpo de
conocimientos que la pusiera efectivamente en cuestión. Al
mismo tiempo, se instrumentan a veces recetas keynesianos de
manera vergonzante sin que el prosista que las aplica se atreva a
reconocer nunca que se expresa en la prosa, aunque infiel, del
keynesianismo.
Se trata en mi opinión de una paradoja que es el
resultado de que la obra de Keynes no es inadecuada o incorrecta
en sí misma, más bien todo lo contrario, sino del
hecho de que ahora se persigan objetivos
políticos distintos a los que él trataba de
alcanzar cuando formulaba sus propuestas. Sólo eso
justifica que quienes verdaderamente establecen las grandes
coordenadas de la acción
social no necesiten ya recurrir para sostener el sistema
económico y corregir sus deficiencias coyunturales a los
análisis keynesianos.
Trataré de exponer con más detenimiento
esta tesis en los
epígrafes siguientes, primero, estableciendo lo que en
realidad constituye el alcance de la obra keynesiana y más
adelante mostrando que fueron los cambios en el medio ambiente
social los que hicieron inadecuados o incluso contraproducente
los preceptos keynesianos. Siguiendo ese hilo se podrá
concluir sobre la vigencia del pensamiento de Keynes tomando en
cuenta las alternativas de actuación que hoy día se
abren ante los problemas de
la economía
internacional.
Toda buena obra científica es, en mayor o menor
medida, atemporal en el sentido de que contiene elementos y
claves de entendimiento que se pueden aplicar a otras
épocas y no sólo a su propio presente, aunque
incidir en ese mismo sea su principal intención.
Exactamente igual le ocurre a la obra de Keynes. Aunque se
trataba principalmente, y él lo reconocía de forma
explícita, de dar una respuesta concreta a la
situación del capitalismo de su época lo cierto fue
que sus propuestas trascendieron la coyuntura en la medida en que
incorporaban categorías de análisis capaces de
explicar el funcionamiento de la economía capitalista
y no sólo su funcionamiento en un periodo determinado. Es
curioso que lo que podríamos denominar las recetas de
Keynes (intervencionismo, manipulación de la demanda
efectiva, fiscalismo,…) hayan sido lo que ha merecido
más reconocimiento e influencia, cuando en realidad eran
la parte de su pensamiento menos novedosa si se tiene en cuenta
que muchos gobiernos de su época
–anticipándose como tantas veces a la más
laboriosa sistematización científica- las
habían aplicado antes de que el economista
británico las justificara teóricamente. Por el
contrario, sus reflexiones mucho más trascendentes y
categorizadas sobre la naturaleza de
los males de la sociedad
capitalista, de las claves de su funcionamiento y de los
equilibrios sobre los que se puede mantener su pervivencia han
sido siempre aspectos más secundarios, más
abundantemente matizados y más rápidamente
condenados al ostracismo.
Para explicar todo esto me parece necesario resaltar los
elementos que, a mi juicio, son los que permiten comprender la
naturaleza real del pensamiento keynesiano.
La pretensión principal de la reflexión
keynesiana es hacer frente al gran irrealismo en el que estaba
sumida la teoría económica clásica,
construida a partir de los equilibrios walrasianos y confiada
permanentemente a las capacidades autorreguladoras del mercado para
hacer frente a cualquier desequilibrio o problema del sistema.
Ese era, en opinión de Keynes, su principal problema. Por
lo demás, siempre reconoció las virtudes de la
economía clásica. Reconocía su prestigio
intelectual, según Keynes, derivado del "hecho de haber
llegado a conclusiones completamente distintas a las que una
persona sin
instrucción del tipo medio podría esperar"; su
belleza "al poderse adaptar a una superestructura lógica
consistente"; su autoridad,
ganada "por el hecho de que podía explicar muchas
injusticias sociales y aparente crueldad como un incidente
inevitable en la marcha del progreso, y que el intento de cambiar
estas cosas tenía, en términos generales,
más probabilidades de causar daño
que beneficio; y tampoco le cabía duda de que "el
proporcionar cierta justificación a la libertad de
acción de los capitalistas individuales" fue lo que "le
atrajo el apoyo de la fuerza social
dominante que se hallaba tras la autoridad".
Pero inmediatamente, sin embargo, afirmaría
que "aunque la doctrina en sí ha permanecido al margen de
toda duda para los economistas ortodoxos hasta nuestros
días, su completo fracaso en lo que atañe a la
posibilidad de predicción científica ha
dañado enormemente, al través del tiempo, el
prestigio de sus defensores…Después de Malthus los
economistas profesionales permanecieron impasibles ante la falta
de concordancia entre los resultados de su teoría y los
hechos observados". Eso es lo que lleva a Keynes a finalizar la
Introducción de su Teoría General
señalando con su fina ironía que "puede suceder muy
bien que la teoría clásica represente el camino que
nuestra economía debería seguir; pero suponer que
en realidad lo hace así es eliminar graciosamente nuestras
dificultades. Tal optimismo es el causante de que se mire a los
economistas como Cándidos que, habiéndose apartado
de este mundo a cultivar sus jardines, predican que todo pasa del
mejor modo en el más perfecto posible de los mundos, a
condición de que dejemos las cosas en
libertad".
Lo que preocupó, pues, a John Maynard fue algo en
principio bastante elemental: la concordancia de los postulados
de la teoría económica y de las propuestas
políticas que se derivaban de ella con la realidad. En su
opinión, para recuperarla se requería sencillamente
cambiar los puntos de partida de la comprensión
clásica de los fenómenos económicos y, en
particular, tres de ellos "que querían decir los mismo":
que el salario real es
igual a la desutilidad marginal de la ocupación existente,
que no existe eso que se llama desocupación involuntaria en sentido
riguroso y que la oferta crea su
propia demanda.
A partir de ahí desarrolla sus postulados
teóricos sobre los cuales no voy a detenerme aquí
puesto que lo que me interesa y quiero destacar ahora es que
todos ellos y las conclusiones a las que llega se mueven
claramente en el mismo espacio escénico en que se
desenvuelve la teoría clásica cuyo irreralismo
critica con toda la razón: dentro del sistema
económico capitalista. El realismo con
el que Keynes quiere contribuir a la teoría
económica clásica le lleva a reformularla haciendo
descansar su análisis sobre tipos de relaciones y variables
diferentes y eso significa que no hay una modificación
sustancial en lo que podríamos llamar la teoría del
sistema económico, sino tan sólo en la
concepción del equilibrio y,
más particularmente, en la teoría del uso de la
mano de obra en el sistema.
Keynes desnuda a los conceptos económicos de su
contenido utilitario y los reviste en términos reales
así como modifica la comprensión de las variables,
pasando del análisis de los volúmenes de stock al
de flujos, pero no hay, por el contrario, una modificación
esencial en el concepto de
volumen de
producción o de producción agregada
que permita contemplarlo como algo que llegue a no igualarse con
la satisfacción general, lo que verdaderamente hubiera
podido implicar un cambio en la comprensión
sistémica de los procesos
económicos. Keynes opera, pues, sin salirse de un universo
económico cuyas fronteras coinciden plenamente con las
establecidas tajantemente por la economía clásica y
que nunca osan sobrepasar los economistas ortodoxos, que
sólo por su candidez e irrealismo son objeto de la
crítica
keynesiana.
El propio Keynes lo reconoce explícitamente al
final de su obra más conocida, en un último
capítulo sintomáticamente titulado "Notas finales
sobre la filosofía social a que podría conducir la
Teoría General", donde afirma que "en lo que ha fallado el
sistema actual ha sido en determinar el volúmen de empleo
efectivo y no su dirección".
No puedo detenerme ahora en resaltar hasta qué
punto Keynes ofrece una lectura
analítica diferente de la teoría clásica,
justamente para dotarla de mayor realismo y capacidad predictiva,
bien sea en su crítica de la asunción de la
Ley de Say, de
la teoría de los determinantes de la inversión, del papel del dinero o de
los tipos de interés
que llevan a planteamientos políticos completamente
dispares al puro dejar hacer al mercado que terminaba aconsejando
siempre la economía clásica. Sólo pretendo
resaltar aquí que todo ello se llevaba a cabo sin alterar
los presupuestos
esenciales, "sin echar por tierra el
sistema de Manchester" e incluso con una pretensión de
fondo prácticamente idéntica: "al llenar los
vacíos de la teoría clásica… se indica la
naturaleza del medio que requiere el libre juego de las
fuerzas económicas para realizar al máximo toda la
potencialidad de la producción".
En suma, la pretensión última de Keynes no
era otra que rehabilitar a la teoría económica
clásica para que, dentro del sistema económico
capitalista, estuviera en condiciones de dar respuestas realistas
a los problemas económicos de su época ante los
cuales los economistas ortodoxos se mostraban verdaderamente como
simples visionarios incapaces de proporcionar claves intelectuales
que verdaderamente les dieran solución.
El contexto de la política keynesiana: consenso,
pérdida de perfil, inutilidad manifiesta
No hace falta señalar hasta qué
punto las propuestas keynesianas fueron efectivas, acertadas,
adecuadas y bien recibidas en el contexto preciso en que fueron
concebidas: frente a la crisis de
sobreproducción que se había desatado en los
años treinta y que requería, efectivamente,
impulsos acelerados en la demanda para reestablecer los
equilibrios que habían saltado por el aire cuando, ante
el desempleo que se
generaba masivamente, sólo se contestaba con la pasividad
derivada de la creencia en que el mercado resolvería, por
la vía de la reducción de los salarios, los
niveles de empleo y con ellos la actividad de las empresas y los
beneficios. No se trataba, además, de una simple crisis
que repercutiera sobre los procesos económicos, sino que,
acompañada de paro masivo y
desigualdades demasiado evidentes, provocaba también una
progresiva deslegitimación social, mucho más
peligrosa en aquel momento si se tiene en cuenta que la revolución
soviética había creado una referencia alternativa
de organización social y que los movimientos
obreros y sociales cobraban una fuerza cada vez mayor. Se
trataba, por lo tanto, de una situación cuya
solución, dentro del sistema, precisaba no sólo de
un nuevo entendimiento de las cuestiones económicas que
fuese realista a fuer de reconocer las imperfecciones del sistema
económico que la teoría económica
clásica permitía ocultar entre ecuaciones y
formalismos sofisticados; sino también, y quizá
sobre todo, de una nueva filosofía social que permitiese
cementar de nuevo a la sociedad fragmentada de los años
treinta en torno a un
proyecto que
volviera a presentar al capitalismo como el marco donde
conquistar el progreso sin límites y
el bienestar para todos.
Lo que vino después es bien conocido: con la
ayuda inestimable de la propia guerra mundial
que propició el establecimiento del adecuado campo de
operaciones,
la formulación keyenesiana de los problemas
económicos proporcionó la cobertura teorico
política pertinente para lograr crecimiento
económico estable y un gobierno
suficientemente efectivo de los desequilibrios a corto plazo del
sistema, todo lo cual, en el marco de instituciones
en donde se podría generar el consenso distributivo que
impidiese el cuestionamiento efectivo del sistema,
permitió vivir los que luego se llamarían los
años gloriosos de la economía
capitalista.
Naturalmente, el propio modelo
keynesiano necesitó puestas al día, que fueron
afectando tanto a su propia estructura
interna como a su alcance político. Se modificaron algunos
de sus fundamentos teóricos para poder soportar
propuestas de política económica más
versátiles y adecuadas a las nuevas situaciones que se
iban generando, sobre todo, reconsiderando del papel de la
política
monetaria. Además, y apoyándose en el desarrollo de
la econometría que hacía posible la
profundización en la determinación de las
componentes fundamentales del modelo así como en las
relaciones entre ellas, se procuró incorprar la
consideración del largo plazo y, en general, la
problemática del crecimiento
Podría parecer sorprendente, sin embargo, que a
medida que se avanzaba en la actualización y
reformulación más enriquecedora del modelo
keynesiano de partida, éste mismo fuese perdiendo
actualidad y vigencia en lugar de ganarla. Es más,
podría decirse que los retoques que sucesivamente iba
recibiendo más bien lo desplazaban, silenciosa pero muy
eficazmente, hacia las grandes coordenadas del modelo
clásico, justificando quizá de esa manera que Joan
Robinson hablara de la "bastarda progenie" que siguió a
Lord Keynes. La llamada "síntesis
neoclásica" o los intentos posteriores de Clower y
Leijonhufvud de releer la teoría keynesiana para asentarla
en modelos
distintos al de renta-gasto y, esencialmente, para reconsiderar
el papel de los tipos de interés frente a la tasa de
salarios como desencadenante del desequilibrio (con las
consecuencias "prácticas" que ello lleva consigo) son
ejemplos claros de la pérdida del perfil original, mucho
más realista y práctico, del modelo de
Keynes.
Pero, en realidad, lo que estaba ocurriendo era lo que
debería ocurrir y lo que el propio Keynes había
advertido que ocurriría sin remedio si las cosas se
hacían bien: la formulación adecuada de sus
propuestas permitirían que el sistema se recuperase hasta
el punto de que el propio modelo clásico (mucho más
atractivo para las fuerzas sociales dominantes por cuanto
justificaba mayor libertad de acción para los capitalistas
individuales) volviera a ser la referencia del análisis
teórico y de la política
económica.
También lo reconocía Keynes al final de la
Teoría General, cuando escribía que "nuestra
crítica de la teoría económica
clásica aceptada no ha consistido tanto en buscar los
defectos lógicos de su análisis, como en
señalar que los supuestos tácticos en que se basan
se satisfacen rara vez o nunca, con la consecuencia de que no
puede resolver los problemas económicos del mundo real.
Pero si nuestros controles centrales logran establecer un volumen
global de producción correspondiente a la ocupación
plena tan aproximadamente como sea posible, la teoría
clásica vuelve a cobrar fuerza de aquí en
adelante".
Un primer problema al que se enfrentaba el propio legado
keynesiano era, pues, que su propio remedio como rehabilitador de
los mecanismos de equilibrio del sistema implicaba su posterior
inutilidad. Así, en condiciones de pleno empleo como las
que se daban en la época dorada del capitalismo de
postguerra, no sólo el intervencionismo keynesiano, sino
la sobreabundancia de expectativas a que da lugar el crecimiento
sostenido, la cultura de
reivindicación permanente que se desata en un
régimen bienestarista, la seguridad en el
puesto de trabajo y una
filosofía social cuasi socializante como la que se
desprende de la política keynesiana, generarían una
situación mucho más crítica y con una
naturaleza muy distinta de que la que originariamente
motivó la respuesta keynesiana.
El propio proceso de
crecimiento intensivo auspiciado en la mayor medida por la
política keynesiana fue generando una serie de disturbios
internos y desajustes profundos que conformaban un espacio
problemático para el cual la política keynesiana
terminaría por se completamente inútil.
El primero y sin duda más importante de todos
ellos fue la pérdida progresiva de lo que Samir
Amín denominó la "flexibilidad normal" del sistema,
originada por factores muy diversos pero que la política
keynesiana contribuyó decisivamente a hacerlos resaltar:
la disminución de los fondos de reserva latentes de mano
de obra, la segmentación de los mercados
producida por la innovación
tecnológica y la generalización de lo que se
llegó a denominar la "cultura del más" que
provocaba una enorme rigidez "a la baja" en las pautas de
consumo y
gasto sociales.
Por otra parte, esta pérdida de flexibilidad,
especialmente agudizada en los mercados de trabajo y en los
mecanismos de reasignación productiva en el interior del
sistema, contribuyó de forma decisiva a fortalecer un
proceso de subida de precios, de
salarios y de tipos de interés que se veían
fortalecidos al solaparse con las actuaciones sobre la demanda
que imponía la inercia del keynesianismo
dominante.
En tercer lugar, resultaba que el desempleo que empezaba
a generarse ya no era de la misma naturaleza del que había
sido analizado por Keynes y al que éste había sido
capaz de encontrar respuestas efectivas en un contexto de
subcomsumo generalizado. Generalmente no resultaba ser
consecuencia de una insuficiente capacidad sino más bien
de la readecuación del sistema de dotación de
capitales, por lo que no se veía sustancialmente afectado
por actuaciones desde el lado de la demanda.
Además, desde la perspectiva original keynesiana,
a corto plazo podía razonarse "para un estado dado de
la técnica "cuando la salida a la crisis requería,
principalmente, modificaciones tecnológicas incesantes.
Eso hacía que la inversión no actuase como una
inversión de capacidad, tendente al incremento de las
capacidades productivas y de empleo, sino más bien como
una inversión de productividad,
orientada a mejorar el rendimiento de los diferentes factores, y
especialmente de aquellos que entonces resultaban más
costosos como el trabajo.
Los aumentos de inversión tendían, por lo tanto, no
a aumentar el grado de ocupación de los recursos
productivos sino a procurar una asignación distinta de los
mismos.
Todo ello implicaba que el mantenimiento
de una política de demanda de carácter tradicional keynesiano no
sólo mantenía la tónica de deterioro sino
que además impedía la readecuación
productiva, lo que provocaba que la única vía para
mantener la tasa de beneficios ante un proceso de subida de
costes fuese la inflación permanente o el
desempleo.
En cuarto lugar, el marco oligopolista en que se llevaba
a cabo generalmente la obtención y difusión de las
rentas tecnológicas provocaba una importante
segmentación en términos de productividad en los
diferentes mercados, el que los precios dejaran de estar en
condiciones de ser el instrumento de la competencia y
contribuía al divorcio entre
la circulación real y la monetaria del sistema.
Como diría O'Connor , "la competencia en los
mercados de mercancías de consumo se convirtió en
competencia por el producto,
incluso en competencia por el servicio y la
calidad" y
ello obligaba a un proceso incesante de renovación en la
producción de bienes de
consumo para colocar en el mercado nuevos productos a
precios mayores que los antiguos. Esta mutación en el
"ciclo del producto", que en opinión de este mismo autor
constituye un "proceso sistemático de autoexpansión
de los bienes de consumo", requiere un incremento de capacidad
que, sin embargo, no tiene como finalidad el abaratar la
obtención de los productos antiguos y tiene, por tanto,
algunas implicaciones importantes.
Para garantizar la realización de los productos
se hizo necesaria la expansión permanente del crédito
al consumo, lo que unido a la generalización del
endeudamiento exterior de las empresas multiplicó la
circulación del dinero, hasta el punto de que ésta
llegó a ser independiente de la propia circulación
de mercancias. Este fenómeno, junto a otros a los que no
haré ahora referencia , dio lugar al nacimiento de una
verdadera "economía de papel" cuyo efecto sobre el
sistema, en opinión de O'Connor, fue "el desarrollo de una
economía de deuda permanente, de crisis fiscal y de
liquidez e inflación y presión
impositiva muy altas". Y ello constituyó un reto que no
podría superar la práctica política
keynesiana.
Al contrario de lo que Keynes supuso en el
capítulo XII de su Teoría General, la
financiación de ésta deuda se realiza cada vez
menos en el mercado financiero y mucho más por medio de la
intermediación bancaria. Ello es importante, pues mientras
que en el primer caso los tipos de interés son resultado
de la oferta y la demanda, la intermediación hace que los
tipos de interés no sean precios de mercado sino
más bien precios de oferta. Además, este proceso
requiere, en todo caso, -al contrario de lo que plantea la
corriente monetarista y como parece que más acertadamente
postulan los postkeynesianos-, considerar a la oferta nominal de
dinero como variable endógena del propio modelo. Y ello
es, desde luego, un problema de reformulación importante
si se coincide con Joan Robinson cuando dice que "la
Teoría General es una "teoría monetaria"
sólo en el sentido de que las relaciones e instituciones
relativas al dinero, al crédito y a la financiación
son elementos necesarios en la economía "real" en que
están implicados".
En suma, resultaba que la política
económica keynesiana que desde el año 1.947 se
centraba en los objetivos de estabilidad y crecimiento
económico no estaba concebida para hacer frente a este
nuevo escenario y mucho menos a la inmensa
reestructuración productiva (desde el lado de la oferta)
que requería el agotamiento el modelo de crecimiento
forjado a su sombra. La insistencia en mantener políticas
de tipo keynesiano terminaba finalmente por bloquear las
posibilidades mismas de regeneración y agravaba los
problemas existentes.
Los instrumentos que eran reiteradamente utilizados para
canalizar el impulso de la demanda se resumían en el
incremento permanente y reiterado del gasto, esencialmente del
gasto militar, del gasto social y del que está ligado al
mantenimiento de los aparatos administrativos y
burocráticos. Y eso provocaba la asimilación
colectiva de unas pautas de gasto que generaban un
auténtico proceso de integración social que venía
favorecido, además, por la socialización de la cultura del consumo y
la difusión de servicios
sociales no mercantilizados suministrados por el Estado. Se
trataba de un auténtico consenso socio-político que
tenía su hilo conductor en la expansión de la
demanda y el crecimiento económico. Era eso lo que
permitiría decir a Walter Heller , "el éxito
de la política expansionista…ha minado la
posición y suavizado las diferencias doctrinales a
izquierda y a derecha. Las mentes se han abierto y el área
de apoyo común ha crecido… Otros se aferran a creencias
largo tiempo inestimables y pretenden ignorar los hechos. Pero
éstos se hallan, en forma creciente, fuera del centro
mismo del consenso de la política
económica".
Sin embargo, con el tiempo la opción de la
expansión de la demanda, del incremento del gasto, la
ausencia de disciplina en
el mercado de trabajo y el incremento de salarios, junto a la
práctica ausencia de acciones sobre
la oferta generaron lo que se denominó gráficamente
como una situación de inflación creciente e
inversión insuficiente. Lo que no podía dar lugar
más que a la caída de los beneficios, del valor de la
producción y del empleo. Es decir, a una situación
de estagflación que a su vez requería más
crédito, más demanda efectiva y, por consecuencia
del mayor desempleo y pobreza,
más gastos sociales y por tanto más
déficits.
La indisciplina laboral creciente
a la que siempre da lugar el pleno empleo y la mecánica macroeconómica keynesiana
provocaban efectos devastadores sobre el mercado de trabajo y la
tasa de beneficios: la política discrecional como los
estabilizadores automáticos desincentivaban la movilidad
laboral e incluso la propia conversión en capital fijo
de la propia fuerza de trabajo. El trabajo, como
señalaría Abraham-Frois , se convertía en
"cuasi-capital" llegando a ser un factor tan fijo como este
último.
Para restablecer la lógica del capital y
recuperar las condiciones que garantizan la obtención de
beneficios eran necesarias medidas de flexibilización o de
actuación desde la oferta, pero éstas no
sólo encontraban el escaso favor de los discípulos
más convencidos de Lord Keynes sino el rechazo de los
agentes sociales y de los propios administradores de los recursos
públicos que para no hacerles frente agudizaban los
efectos negativos de un expansionismo inadecuado al fortalecer la
dinámica del ciclo
político.
Fue así que el propio keynesianismo generaba una
inercia social y político económica que a la postre
dificultaba la reestructuración del sistema productivo,
que veía reducidas su posibilidades de expansión
por causa de las limitaciones y de la unidireccionalidad de la
propia economía keynesiana.
Lo peor, no obstante, no era que el keynesianismo hasta
entonces asumido generalizadamente no pudiera hacer frente a los
nuevos escenarios con éxito porque sus proposiciones
fueran teóricamente desacertadas sino, sobre todo, porque
lo que fundamentalmente demandaba el nuevo escenario productivo
era una nueva filosofía social.
De hecho, el "keynesianismo reaccionario" demostraba (y
todavía lo sigue haciendo hoy en día) que las
actuaciones desde la demanda son instrumentos imprescindibles y
seguramente insustituibles para generar estímulos a la
actividad, para aumentar la producción y para crear
empleos. Pero lo que estaba sucediendo era que el capital no
precisaba en esta nueva época de más
producción, más actividad o más empleo. Todo
lo contrario: en realidad, se buscaba provocar una profunda
deflación; no solucionar el problema del paro, sino
utilizar el desempleo masivo como elemento desmovilizador; no
aumentar las capacidades del sistema, sino reestructurar su base
estructural; no aprovechar al máximo los recursos
existentes, sino modificar su lógica de uso para abaratar
su utilización y hacerlos más rentables. Y, por
supuesto, no se deseaba una distribución de la renta
más igualitaria y más civilizada, como había
planteado Keynes, sino justamente todo lo contrario: dar una
potentísima vuelta de tuerca a la pauta distributiva que
había llegado a ser muy desfavorable para los rendimientos
del capital como consecuencia de la fortaleza de los movimientos
sindicales.
El keynesianismo no había dado todo lo que
podía dar de sí, los economistas keynesianos
podían seguir demostrando la validez de sus propuestas
más o menos remozadas al albur de los nuevos tiempos, pero
el capital ya no necesitaba de unas recetas que, en realidad, lo
iban a debilitar mucho más porque, aunque las respuestas
que podía dar el keynesianismo siguieran siendo
analíticamente válidas, no respondían ya a
las nuevas preguntas que el capital se estaba
planteando.
Comencé este artículo señalando que
la aportación teórica de Keynes se insertaba
claramente en el marco de la economía capitalista y si
terminase aquí tendría que concluir que ese sistema
repudia contundentemente respuestas teóricas y
políticas como las suyas.
Esto último me parece que es un aserto que puede
considerarse definitivo por varias razones.
Primero, porque creo que es imposible pensar que en el
actual contexto económico y político se admita
nuevamente, digamos que desde dentro del sistema, un papel
preponderante a la discrecionalidad y al intervencionismo
gubernamental. Máxime, cuando la filosofía social
monetarista ha logrado ya instituir nuevos poderes, al margen de
los democráticamente establecidos, para el gobierno de los
intereses económicos más poderosos, principalmente
los Bancos Centrales
independientes, las instancias informales de decisión
internacional o, simplemente, el reconocimiento expreso de la
influencia empresarial en la vida política. Todo ello es
lo que está permitiendo una redistribución de la
renta ingente a favor de las grandes corporaciones
multinacionales y de los grandes poderes financieros y
empresariales. Desde esas instancias difusas se puede implantar
el "liberalismo dirigido" hoy día dominante; tanto o
más regulador que en otras épocas, pero ejercido
desde una especie de clandestinidad institucional, bordeando
hábilmente los controles en la misma medida en que se
devalúan las instancias democráticas en donde se
supone que reside la soberanía popular ahora sustituida por la
más expedita del dinero y el comercio. No
es pensable, pues, que la instrumentación a través de la
demanda y de la política, que los gobiernos deben ejercer
de manera mucho más transparente, vuelva a estar en la
agenda de los grandes poderes. Siempre les va a ser mucho
más util que esa retórica se sustituya por la de la
"libertad" y la del mercado, aunque a la postre la realidad
muestre muy nítidamente que ni esa libertad está al
alcance de todos los individuos, ni los mercados son los mercados
perfectos que proclama la teoría económica al
uso.
En segundo lugar, porque la filosofía social que
inevitablemente sirve de apoyo al keynesianismo implica una
concepción de la integración social o incluso de la
equidad que
hoy día constituye una aspiración imposible. Dentro
de las coordenadas actuales de nuestro sistema económico
dado el nivel de desigualdad que genera y la fragmentación
social en la que inevitablemente se traduce la
generalización del intercambio en mercados imperfectos, el
paro masivo o la degeneración continua del trabajo que
produce la precarización del empleo, y el debilitamiento
de los mecanismos protectores típicos del Estado de
Bienestar.
Por demás, y a diferencia de lo que
ocurría cuando Keynes formuló sus teorías, la aspiración al pleno
empleo no sólo es innecesaria, sino incluso
contraproducente si se lleva a cabo en las condiciones salariales
que puedan permitir la integración del trabajador o el
sostenimiento de la demanda efectiva.
Por último, una razón definitiva para
pensar que los grandes poderes, la "fuerza social dominante" en
palabras del propio Keynes, no asumirán ya de nuevo sus
postulados es que no precisan de su realismo. Todo lo contrario:
temen hasta tal punto a la realidad que los propios
análisis keynesianos pasan a veces como radicales y casi
revolucionarios. Fue Keynes el que cerraba su Teoría
General diciendo que "los principales inconvenientes de la
sociedad económica en que vivimos son su incapacidad para
procurar la ocupación plena y su arbitraria y desigual
distribución de la riqueza y los ingresos". No
puede haber una descripción más directa y actual de
la economía de nuestra época, pero
¿qué neoliberal admite que esos sean los
inconvenientes de nuestra sociedad, a pesar de que son problemas
que hoy se sienten tanto o más agudizadamente que cuando
escribía Keybnes? El paro no solamente no se percibe como
un problema que se haya deseado resolver sino que se han
procurado implementar políticas que directamente lo han
generado para abaratarlo, y sólo entonces, se hace
más intensiva su utilización precaria, informal,
temporal y, muchas veces, incluso en condiciones de simple y pura
esclavitud
laboral.
El realismo con el que Keynes logró que los
intereses del capital se hicieran fuertes ya no es un arma
utilizable en una sociedad que, como dice Braudillard, ha
cometido el crimen perfecto: el asesinato de la realidad para
sumergirse en un mundo de hipótesis delirantes .
Ahora bien, lo que puede resultar definitivamente
paradójico es que el keynesianismo puede proporcionar, y
de hecho proporciona, sin embargo, claves de gran utilidad y
actualidad que permiten sostener perspectivas de análisis
y propuestas políticas que se sitúan más
bien fuera del sistema, o al menos en sus últimos
límites. Así pueden citarse, y aunque no todas
estas ideas son estrictamente provenientes de la obra de Keynes,
la ruptura con el individualismo metodológico, un punto de
partida esencial para entender la sociedad y no para inventarla
de la manera efectivamente delirante como lo hace el neoliberalismo; la concepción de la
producción en términos de flujos y de la actividad
en términos de producción y no de precios; en suma,
la negación del artificial esquema walrasiano que es
preciso para concebir la economía en términos mucho
más realistas; la comprensión del análisis
teórico vinculado a la práctica política y
no como pura retórica; el reconocimiento del papel de las
instituciones y de las circunstancias personales, en fin, la
necesidad de partir de una antropología que no se limite a contemplar
al ser humano como un simple construto abstracto; o incluso
algunos principios sobre la teleología de las relaciones
internacionales en un mundo en donde se ha llegado a
establecer que sólo lo que es bueno para la gran empresa
representa bienestar para los seres humanos. Fue Keynes, por
ejemplo, quien escribió: "Ideas, conocimientos, arte,
hospitalidad, viajes,
ésas son las cosas que deben ser internacionales por su
propia naturaleza. Pero dejad que los productos sean "caseros"
siempre que sea razonable y convenientemente posible; y, por
encima de todo, permitid que las finanzas sean
básicamente nacionales" .
Es obvio que estas ideas son completamente contrarias al
pensamiento económico dominante y muy cercanas a quienes
sostienen que el actual orden económico internacional
conforma una arquitectura tan
irracional como cínica en la medida en que, frente al
análisis mucho más sincero de Keynes, la actual
retórica librecambista sólo sirve para ocultar que
en la realidad los poderosos imponen a los más
desfavorecidos un proteccionismo reaccionario que nada tiene que
ver con la doctrina que aparentemente defienden.
De hecho, quienes se tienen por continuadores más
fieles del pensamiento keynesiano, los postkeynesianos, han
logrado llevar el pensamiento original del Keynes mucho
más allá de su carácter de respuesta a los
problemas coyunturales del capitalismo, enriqueciéndolo
notablemente y trasladando muchas de sus categorías a un
espacio de análisis que permite conocer la realidad de
nuestros días de forma realista y operativa, lo que
demuestra precisamente que el keynesianismo no ha sido rechazado
en los círculos de pensamiento dominantes como resultado
de limitaciones intrínsecas a su cuerpo analítico
sino, como he señalado, porque sus respuestas nunca iban a
favorecer hoy día a los intereses a los que termina por
defender la clase
académica mejor instalada y protegida o los partidos
políticos que directamente asumen su gestión
institucional.
Eso es lo que permite pensar que se seguirán
produciendo contribuciones teóricas y prácticas
como resultado de seguir leyendo la obra de Keynes aunque, a
pesar de ello, el keynesianismo seguirá teniendo una
limitación fundamental para servir de soporte de estrategias
político económicas alternativas. Su construcción teórica no sólo
se realiza en el seno de la economía capitalista, sino
dentro de lo que podríamos denominar gráficamente
"lo económico", esto es, sin tomar en consideración
que esto último, lo económico, se resuelve
finalmente en un espacio físico superior del que depende
en última instancia sus propia sostenibilidad. Por eso es
difícil que presupuestos básicamente establecidos
sobre el principio de la intensividad y del crecimiento
cuantitativo puedan servir de base a los planteamientos
alternativos que actualmente sería necesario establecer
para diseñar alternativas de asignación y reparto
frente al neoliberalismo dominante. Y eso es lo que justifica el
título de este artículo: es casi imposible que el
legado keynesiano, por muy revolucionario que fuese en su momento
o por muy adecuadas a la actualidad que puedan ser algunos de sus
presupuestos, de sus categorías y de sus análisis,
vuelva a convertirse, como antaño, en la referencia
inmediata de la política económica. En las
condiciones de explotación impuestas por el neoliberalismo
no hay lugar para el capitalismo más racional y de rostro
humano en el que pensó Keynes, y el hecho de que sus
propuestas estuvieran concebidas para generar un crecimiento
capitalista intensivo les hace muy poco útiles si lo que
se quiere verdaderamente es darle la vuelta al capitalismo de
nuestros días.
Juan Torres López