La estrategia del bienestar en el nuevo régimen de competencia mundial
- Los "años
gloriosos" del capitalismo, o el fulgor de la
socialdemocracia - Las respuestas a la
crisis, o cuando el liberalismo tentó a la
socialdemocracia - Como un
último corolario, fue preciso reformular el alcance de
la propia política
económica. - La
economía de los noventa: el desorden como
contexto. - La amenaza permanente
de la inestabilidad financiera. - El nuevo
régimen de competencia
internacional. - La
amenaza de la creciente fragmentación
social. - Bibliografía
citada
Todos los indicadores
sociales muestran que en los últimos quince o veinte
años se ha deteriorado la calidad de
vida en el mundo y que el grado de bienestar del que
disfrutan los ciudadanos ha disminuido, tanto en los
países atrasados como incluso en los más
desarrollados. La tónica de crecimiento
económico y de ampliación de las expresiones de
bienestar que habían caracterizado los "años
gloriosos" que antecedieron a la crisis
económica de los años setenta está rota
desde hace bastantes años.
Aunque en esos largos treinta años no se
eliminaron los problemas de
desigualdad, de subdesarrollo,
de concentración de capitales y otros signos de
desequilibrio, de ineficiencia y malestar social, lo cierto es
que gracias al pleno empleo, a la
masiva provisión pública de bienes
colectivos, al aumento de los salarios, tanto
directos como indirectos o diferidos, y a la utilización
de políticas
de carácter redistributivo, se habían
logrado niveles aceptables de satisfacción social. Hasta
el punto de que esos años se hayan conocido como los de
gestación y generalización del llamado "Estado del
Bienestar".
Los "años
gloriosos" del capitalismo, o
el fulgor de la socialdemocracia
Todo ello fue posible gracias a que después de la
segunda posguerra mundial se llevó a cabo un proceso de
acumulación generalizada que facilitó, primero en
Estados Unidos
y después en las demás economías
occidentales, la obtención de niveles de beneficios
elevados, la expansión de las actividades industriales y,
en definitiva, la satisfacción de necesidades cada vez
más amplias y en todas las capas de la población.
En ese período de fuerte acumulación de
capitales, de expansión económica casi
ininterrumpida y de consenso social (de ahí que se haya
hablado de "pax keynesiana" o "pax americana", con matizaciones
diferentes pero como expresión de un fenómeno
común), las estrategias
reformistas o socialdemócratas pudieron adquirir un claro,
y podríamos decir que merecido, protagonismo.
La vía reformista hacia el bienestar general
parecía ser efectivamente una fórmula adecuada para
lograr crecimiento económico, redistribución de las
rentas y el mantenimiento
de estándares suficientes de justicia
social, sin provocar convulsiones sociales y respetando en su
esencia el orden capitalista dominante. Constituía, por lo
tanto, una referencia virtual de progreso, por un lado, frente a
los excesos del capitalismo y, por otro, frente a las
limitaciones (que llegarían a ser absolutas) de los
estados del "socialismo real",
en donde la burocratización, la falta de libertades
públicas y la competencia con el orden capitalista eran
algo más que constricciones secundarias.
Sin embargo, cuando ese modelo de
crecimiento y consenso se rompe, las políticas reformistas
van a encontrarse con graves problemas de definición, de
eficacia y,
sobre todo, de capacidad para mantener el status de bienestar que
se había logrado con anterioridad.
La ruptura del sistema de
bienestar se produce como consecuencia de que las contradicciones
internas del modelo de crecimiento de posguerra
terminarían dando lugar a una crisis de gran envergadura
que tendrá tres grandes manifestaciones y una principal
consecuencia: la caída en el nivel de beneficio de las
empresas, lo
que llevaría consigo la disminución de las inversiones y
el desempleo
masivo.
La primera expresión de la ruptura del modelo es
la crisis de producción. A finales de los años
sesenta los mercados
comenzaron a saturarse. El consumo de
masas ya no era capaz de corresponderse con las estrategias de
producción intensiva y que se habían desarrollado
ajenas a cualquier plan de
producción que tuviese en cuenta los programas de
necesidades de la población y la capacidad real de los
mercados antes de llegar a la saturación.
Además, al socaire de la acumulación se
había modificado la estructura de
los mercados mundiales, lo que limitaba las expectativas de
realización para las empresas que habían sido hasta
esos momentos dominantes. Al igual que sucediera con la deuda
familiar y empresarial, las naciones menos desarrolladas
(atraídas en su día por los bajos tipos de interés)
habían acumulado deudas tan ingentes que al producirse la
inestabilidad monetaria internacional verían como sus
montantes se elevaban hasta reducir casi a la nada su capacidad
de compra. Por otra parte, las empresas europeas y japonesas
estaban ya a la altura de las americanas, de forma que
había más competidores en mercados que estaban
saturados. En suma, los mercados resultaban ya incapaces de
absorber la producción y las empresas comenzarían a
sufrir el crecimiento de sus stocks y la caída de sus
ventas.
La segunda manifestación fue la crisis
financiera. El recurso permanente al crédito, en lugar de favorecer la
realización de una oferta en
permanente expansión dio lugar a una monetización
excesiva y al endeudamiento generalizado; mientras que el
desmantelamiento del sistema monetario internacional basado en la
fortaleza del dólar favoreció la
multiplicación desordenada de los activos
financieros rentables y la inseguridad
cambiaria. Todo eso originó un desarrollo de
la actividad financiera sin proporción con la actividad
productiva que llevaba necesariamente consigo la inestabilidad
monetaria y el desarrollo exacerbado de la circulación
financiera.
Por último, se produjo una no menos importante
crisis social. La que se llamó la "cultura del
más", propia de aquellos años y que era el
resultado del consenso fordista, del Estado Benefactor y
permanente suministrador de bienes públicos, de la
publicidad y
de la expansión del crédito, provocó un
auténtico desbordamiento social y productivo. Como tantas
veces se ha señalado, el pleno empleo y la abundancia son
los peores enemigos de la estabilidad social y de la paz laboral
(naturalmente, en una sociedad
escindida). El pleno empleo había dado "alas" a los
asalariados, de manera que -como había previsto Kalecki-
no sólo reivindicarían más salarios sino que
llegarían a poner en entredicho el propio orden
jerárquico. Se multiplicaban las demandas salariales, se
perdía la disciplina en
las fábricas y se generaba el descontento de los
trabajadores y ciudadanos que no estaban sino deseosos de
satisfacer la necesidad de más bienes, más ocio y
más protección que al amparo del
consenso se les había ofrecido.
Pero esa relajación laboral (con muy poco coste
de oportunidad para el trabajador cuando no hay apenas desempleo)
y la pérdida de la medida en las reivindicaciones
salariales (cuando la indiciación no respeta la evolución de la productividad)
deterioraba el equipo productivo y reducía
drásticamente la productividad hasta el punto en que los
beneficios llegaron a estar efectivamente amenazados.
Todo ello iba acompañado, lógicamente, de
un creciente desequilibrio macroeconómico. Bajo el peso de
una progresiva burocratización, el sector
público de las economías occidentales se
había ido convirtiendo en un saco sin fondo donde iban a
parar las actuaciones no rentables para el sector privado, la
protección social que reivindicaba permanentemente una
población trabajadora que ya no la encontraba en el
ámbito de la fábrica y todo un ejército de
funcionarios que hacían aumentar sin medida los
desembolsos necesarios para que el aparato administrativo, sin
los condicionantes de productividad propios de la iniciativa
privada, ejerciera de benefactor de la sociedad.
Y cuando la crisis se desató, los gobiernos no
sólo mantendrían el ritmo de gasto (que al fin y al
cabo era un soporte principal de la legitimación del sistema), sino que al
producirse desempleo, al aumentar la entrada al mercado de nuevas
franjas de población activa y al verse en la necesidad de
reducir (bien de forma automática o discrecional) la
recaudación impositiva, los ingresos
públicos mermarían. Eso provocó la
aparición de importantes déficits públicos
que, además de ir a más, significarían una
hipoteca fundamental a la hora de aplicar las recetas de política
económica tradicionales, las que habían
permitido gobernar con éxito
los leves desajustes macroeconómicos de los años de
expansión.
En este contexto de crisis, las políticas
reformistas que sirvieron de sostén a la expansión
económica no sólo dejaban de ser apropiadas, sino
que constituían un serio obstáculo para la
recuperación del beneficio.
En los primeros años de la crisis, la respuesta
político económica predominante fue todavía
de carácter keynesiano, típicamente
socialdemócrata. De hecho, las primeras reacciones de los
gobiernos a los impactos de la crisis en los primeros años
setenta, y en especial al shock del petróleo, fueron claramente de esta
naturaleza.
Incluso se ha señalado que la depresión
de los años 74 y 75 fue debida, precisamente, a la
deflación provocada por una pérdida de impulso de
la demanda y no
tanto a la subida del precio del
petróleo
(Gauthier 1989, p. 73). Mientras que la recuperación
operada a partir de ese último año (expresada en
términos de crecimiento del Producto
Interior Bruto, pues el paro no
disminuiría sustancialmente) y que duraría hasta
finales de los setenta presenta, por el contrario, connotaciones
típicamente keynesianas: aumento del gasto
público, de los salarios reales, de los gastos de
protección social y del crédito en el conjunto de
las economías.
Pero es justamente en esta recuperación
económica "keynesiana" de la segunda mitad de los setenta
cuando se puso de manifiesto que las políticas de esta
naturaleza podían, en efecto, generar crecimiento, pero
que no garantizaban la recuperación del beneficio; por el
contrario, propiciaban una distribución de la renta que terminaba por
favorecer al salario.
De hecho, en la recuperación de esta segunda
mitad de los setenta se registra un incremento de los salarios
reales que se traduce en el aumento de entre un 3 y un 4 por cien
de la renta familiar de 1975 a 1979 para el conjunto de los
países de la O.C.D.E.; mientras que, por el contrario, la
participación del beneficio no llegaba a ser suficiente
para impedir la caída de la inversión en capital fijo
que precisaba la reestructuración productiva (Armstrong,
Glyn, Harrison 1991, pp. 233 y ss.).
La O.C.D.E. (1990, pp. 42-43), se quejaría
años más tarde de que al amparo de estas
situaciones se había producido una "corriente de
militancia sindical…cuya herencia iba a
ser duradera" y se había favorecido el mantenimiento de
las políticas de inspiración keynesiana, lo que
"creó fuertes presiones para una expansión
continuada de los privilegios, para la aceptación de
medidas restrictivas en los mercados de factores y de productos, y
para la proliferación de compromisos de gasto que
desbordaron ampliamente el margen suministrado por el crecimiento
económico".
Es decir, que era precisamente el papel de estas
políticas keynesiano-socialdemócratas como elemento
integrador de los conflictos
sociales lo que iba a ser puesto en entredicho, precisamente
porque tendían a dificultar el objetivo
principal que requería una salida a la crisis
consustancial al sistema de propiedad
dominante: la redistribución de las rentas a favor del
beneficio.
En los años de gran acumulación, la
ambición del propio capitalismo era el diálogo
social como forma de garantizar la disciplina colectiva que no
pusiera en cuestión el status distributivo existente y
ahí jugaban un papel fundamental este tipo de
políticas. Pero cuando se rompió la tónica
del beneficio, de lo que se trataba era, precisamente, de
reconsiderar este status para hacer posible la
recuperación de la ganancia, una vez que se hubiera
modificado el orden productivo y acondicionado un nuevo espacio
para la competencia internacional. Y, entonces, la
solución socialdemócrata, incluso en su
versión más puramente reformista, pasaba a ser un
obstáculo en la medida en que no hiciera suyo, plenamente,
el argumento de la recuperación del beneficio a costa de
las rentas salariales. Así lo reconoce claramente F. W.
Scharpf (1.991, p. 325): "La debilidad argumentativa
socialdemócrata-keynesiana radicaba ante todo en su
negativa a reconocer la necesidad de la redistribución" (a
favor del beneficio).
Las
respuestas a la crisis, o cuando el liberalismo
tentó a la socialdemocracia
La salida natural a la crisis del modelo de crecimiento
de la posguerra, es decir, la que mantenía
básicamente intacto el sistema de propiedad y privilegio
dominante, necesariamente debía resolver las
manifestaciones a las que he aludido antes. Por lo tanto,
debería expresarse en las siguientes
estrategias.
Frente a la crisis de producción, era necesario,
por una parte, la incorporación de una nueva base
tecnológica que permitiera: A) La producción de
gamas de productos en lugar de series homogéneas para
hacer posible, en condiciones menos costosas, la
diferenciación que permite conquistar nuevos espacios de
venta en mercados
ya saturados. B) Formas más flexibles de organización de la producción
(toyotismo en todas sus variantes) que permitieran ahorro de
trabajo, un
uso más versátil y productivo de la mano de obra y
una gestión
de los stocks y los materiales
más económico. C) La posibilidad de disgregar los
procesos de
producción para lograr economías de integración más ventajosas y la
vinculación más estrecha entre procesos de
producción y distribución. Por otra parte, era
necesario crear las condiciones que permitieran la mayor libertad
posible para los movimientos de ajuste en la dotación de
capitales (financieros y físico) que se iban a producir en
la búsqueda de costes más bajos que galvanizaran la
rentabilidad
empresarial.
Frente a la crisis financiera y ante la
consolidación de la circulación monetaria como un
nuevo espacio de ganancia, se hará preciso un nuevo tipo
de regulación monetaria que, a través
fundamentalmente de los tipos de interés, salvaguarde el
beneficio de los poseedores de activos financieros, toda vez que
éstos se erigen en alternativa a la inversión
productiva cuando ésta no genera el beneficio adecuado, y
que tienda a internalizar los costes derivados de una mayor
inestabilidad e inseguridad monetarias.
En tercer lugar, frente a la crisis del consenso social
se hará también necesaria una nueva fórmula
de legitimación social. Cuando la productividad ha
caído y cuando no sólo está sin garantizar
el alza salarial, sino incluso el propio puesto de trabajo,
cuando los gobiernos (que no renuncian a la asistencia prestada a
los capitales privados en forma de reducciones fiscales, de
privatizaciones o de asunción de las nueves
redes e
infraestructuras necesarias para la incorporación de las
nuevas
tecnologías en condiciones rentables para el
interés privado) comienzan, por el contrario, a
desentenderse del capital social que habían venido
financiando y de la protección que procuraban, el consumo
privado y el disfrute de bienes colectivos deja de ser el
cemento
integrador que hace posible la armonía social.
La existencia de millones de pobres, de parados o
marginados no permite alcanzar el consenso desde la
producción, desde la fábrica. No puede frenarse la
rebeldía potencial que provoca una sociedad desigual y
fragmentada tan sólo haciendo funcionar al máximo
los aparatos productivos, porque ahora quienes pudieran rebelarse
no están en condiciones de disfrutar de sus logros, como
sucediera antaño. Y porque, incluso en ese caso,
orientados los mecanismos redistribuidores hacia la
recuperación de las ganancias de capital en detrimento de
las rentas del trabajo, la desigualdad irá en aumento y
cada vez serán más numerosos quienes no disfrutan
del consumo.
Por lo tanto, no puede haber más
legitimación que la que procede de la sumisión,
bien a través de la generación de vínculos
autoritarios de regulación social que la fuercen, bien a
través de la aceptación de la individualidad, de la
competencia y del posibilismo como expresión más
sublime de los comportamientos humanos.
Todos estos cambios se realizaron al amparo de un nuevo
diseño
de los fines y los instrumentos de las políticas
económicas así como de una nueva filosofía
económica que pronto fue difundida con inusitado vigor
desde el establishment académico, cultural y
político.
El renacimiento del
viejo liberalismo enterró la pretensión de conjugar
la libertad con la igualdad y la
democracia
formal con la satisfacción social. La renuncia, la condena
y desincentivación de todo lo colectivo permitieron
recobrar la práctica social más hedonista que evita
la mirada del conciudadano insatisfecho, mientras que una turba
de medios de
comunicación promovieron la quimera de que es el
esfuerzo individual lo que puede llevar al éxito y a la
satisfacción sin medida.
Paralelamente, se rechazaban los mecanismos de
provisión y asignación distintos al mercado,
institución abstracta que se entroniza como remedio de
todos los males y como garantía de la mayor eficiencia. Pero
soslayando, sin embargo, que no se trata de mercados perfectos,
sino que los que se protegen y fortalecen están poblados
de oligopolios y monopolios, que a lo sumo compiten entre ellos
pero con resultados de eficiencia muy lejanos a los que
debería producir la teórica competencia
perfecta de los manuales.
Con estos presupuestos
se llevaron a cabo amplios programas de reprivatización
que, sin embargo, no supusieron menos Estado, sino que más
bien respondieron a los diferentes tipos de economías de
integración que hacía posible la
incorporación de nuevas tecnologías, como pone de
evidencia el que fuese el sector público quien siguiese
sufragando (como en el caso paradigmático de las telecomunicaciones) las infraestructuras y las
redes necesarias para el desarrollo rentable de los intereses
ahora privados. Verdaderamente, el viejo criterio de socializar
las pérdidas y privatizar los beneficios no ha dejado de
tener validez en las economías capitalistas.
Como tampoco el Estado
dejó de disponer las condiciones generales del intercambio
cuando se procedía a realizar amplios programas de
"desregulación". Esta constituía más una
regulación de distinto tipo, o como se ha dicho, con
diferente ética,
pero nunca la negación de la función de
arbitrio que el sector público asume para intervenir en el
conflicto
entre intereses colectivos y privados. De hecho, no disminuye la
intervención sino que más bien aumenta ésta
aunque, ciertamente, orientada ahora a eliminar trabas y
obstáculos que, en la mayoría de los casos,
habían sido establecidos precisamente para paliar los
efectos perversos que conlleva un régimen de
producción y consumo que supedita cualquier otra
circunstancia al lucro privado.
Como un último
corolario, fue preciso reformular el alcance de la propia
política
económica.
La negación de la política
fiscal por intervencionista y generadora de incentivos
ineficientes oculta, sin embargo, la reducción pretendida
y alcanzada en el gasto público -especialmente en el gasto
redistributivo y social- y la disminución de la presión
fiscal que
soportan las empresas y las rentas más elevadas, en un
proceso sin parangón de redistribución pero a favor
de los sectores más pudientes de la sociedad.
Al mismo tiempo, la
política
monetaria cobró un vigor inusitado. Primero, porque
requiere menos aparato administrativo y se instrumenta desde los
bancos
centrales, organismos más resguardados y defendidos del
control
parlamentario y ciudadano; segundo, porque evita la
redistribución a favor de las rentas bajas al dejar hacer
al sistema de intercambio que reproduce la desigualdad; y,
finalmente, porque permite regular directamente y con una gran
autonomía la circulación monetaria, que es el lugar
privilegiado de realización de los beneficios, si se tiene
en cuenta que la reconversión productiva destruye tejido
industrial y libera recursos
financieros, masas monetarias ingentes destinadas a la
especulación financiera y a la inversión no
productiva, para cuya rentabilización son imprescindibles
políticas de tipos de interés adecuadas.
En definitiva, la salida a la crisis que respetara las
coordenadas básicas del sistema requería, en primer
lugar, nuevos espacios productivos y nuevas formas de
producción, para lo cual había que alterar la pauta
redistributiva vigente que había consolidado al
keynesianismo socialdemócrata como alternativa atractiva
de progreso; en segundo, distintos comportamientos, valores
diferentes y nuevos tipos de aspiraciones sociales, lo que
implicaba subvertir el abanico de aspiraciones sociales que
había contribuido a forjar la socialdemocracia.
Finalmente, nuevas prioridades en la instrumentación de las políticas
económicas, de forma que, a diferencia de la
situación anterior, el papel del gobierno no fuese
encaminado a corregir las disfunciones de todo tipo del mercado,
sino a procurar que su funcionamiento (aun imperfecto) fuese
mucho más libre, es decir, negar también la
razón de ser del propio keynesianismo, el más
eficaz sustento teórico de la socialdemocracia.
En consecuencia, la alternativa a la que se enfrentaban
los gobiernos socialdemócratas desde finales de los
años setenta era particularmente dramática: el
mantenimiento de sus postulados tradicionales, que les
habían garantizado apoyo social y un papel privilegiado
como bisagra en la definición de los horizontes
políticos, les llevaría necesariamente a bloquear
la estrategia de recuperación del sistema. O dicho de otra
manera: para mantener su natural condición reformista
tendrían que aceptar que sus principios se
negaran a sí mismos.
De ahí proviene la "tentación liberal" a
la que tuvo que enfrentarse la socialdemocracia y frente a la
cual no puede decirse que haya presentado, sobre todo la que
estaba en el ejercicio del poder,
demasiadas resistencias.
Más bien todo lo contrario.
La
economía
de los noventa: el desorden como contexto.
El problema principal que comportó la
asunción de esas estrategias, que tuvieron su
expresión más explícita en la llamada
"revolución conservadora" de M. Thatcher y
R. Reagan, pero que han sido secundadas por los gobiernos
occidentales con mayor o menor disciplina en los últimos
años y, por tanto, también por los de
carácter socialdemócrata, es que no terminan de
cuajar como soluciones
definitivas que eviten la inestabilidad, las crisis recurrentes y
el crecimiento del malestar social. Así lo prueba, por
ejemplo, la envergadura de la crisis de los primeros noventa y la
predicción elemental de que la reactivación que se
inicia en los primeros meses de 1.994 no permitirá
resolver de forma duradera los desequilibrios principales, como
el desempleo o los déficits públicos, que padecen
nuestras economías, por no hablar de la asimetría
creciente entre las naciones o del empobrecimiento de regiones ya
amplísimas del planeta.
En particular, agudizaron el proceso de
"financierización" generado como secuela del progresivo
endeudamiento generalizado, no consiguieron consolidar el
necesario marco de competencia internacional renovado que
requería la nueva base tecnológica del sistema y,
sin embargo, provocaron una situación de progresiva
fragmentación social que debilitó la demanda agregada
a la vez que hacía cada vez más insostenible
mantener la bandera del liberalismo como elemento integrador y
legitimador ante los conflictos sociales que laten más
fuertemente a medida que aumenta el malestar social.
La amenaza
permanente de la inestabilidad financiera.
El enorme endeudamiento familiar y empresarial, la gran
cantidad de activos financieros que fueron acumulando las
empresas multinacionales y los bancos, la inversión
creciente procedente ya no sólo de Estados Unidos sino
también de Japón,
Alemania o el
Reino Unido, la necesidad de inyectar volúmenes cada vez
mayores de recursos financieros para tratar de controlar las
oscilaciones de los tipos de cambio y la
introducción de nuevas tecnologías
que permiten operar más rápidamente en los mercados
financieros, han sido los fenómenos principales que
han dado lugar a la hipertrofia de los flujos financieros que
circulan en la economía
mundial.
En 1992 el movimiento
total neto diario de los nueve principales mercados de divisas alcanzaba
el valor de
910.000 millones de dólares, prácticamente el doble
de las reservas totales de oro de todos
los países industriales. Por su parte, el volumen de
activos financieros pertenecientes al sector privado es
aproximadamente cinco veces mayor que el que pertenece a los
gobiernos (FitzGerald 1994, p.134), lo que muestra
además lo difícil que resulta controlar el flujo de
activos privados desde los poderes públicos.
Se ha generado, pues, un proceso en virtud del cual los
mercados financieros han cobrado vida independiente,
autónoma de los movimientos reales de la economía,
constituyéndose además en ámbitos
alternativos y de gran rentabilidad para la aplicación de
recursos.
A ello ha contribuido especialmente el papel
desempeñado por la política monetaria que, en lugar
de erigirse en un instrumento de control de esos flujos para
evitar que la inestabilidad que llevan consigo se traslade a la
actividad productiva, se ha convertido, gracias a la estrategia
de altos tipos de interés que se corresponde con su
pretensión deflacionista, en la palanca que proporciona
una enorme redistribución a favor de los poseedores de
liquidez.
De todo ello se deriva necesariamente el incremento de
la inestabilidad, el mayor coste de oportunidad al que debe hacer
frente la inversión productiva y, como una especie de
efecto perverso, que, a la postre, los bancos centrales terminen
siendo cada vez más impotentes para controlar la dinámica errática y volátil
que caracteriza a los movimientos financieros.
Un efecto añadido de la financierización
de las economías es la generalización de la
especulación, en el sentido peor del término. Y una
de sus consecuencias que ha tenido también importantes
efectos sobre el papel gubernamental de la socialdemcoracia han
sido los fenómenos de corrupción
que han poblado la historia reciente y que
lógicamente tienen una trascendencia mucho más
dañina en los gobiernos y/o partidos de tradición
de izquierdas, que solían levantar con más
ahínco la bandera de la transparencia y la honestidad en la
gestión pública.
El nuevo
régimen de competencia internacional.
Las condiciones en que se ha incorporado la nueva base
tecnológica y bajo las que se ha llevado a cabo el
"ajuste" necesario para facilitar la recuperación del
beneficio también generan un estado de cosas caracterizado
por la inestabilidad y por sus efectos nocivos para el
bienestar.
Lógicamente, el nuevo orden tecnológico no
se instaura de manera simultánea en el tiempo y en el
espacio. Eso provoca escalonamientos entre las empresas y las
industrias, de
forma que se altera el régimen de competencia, es decir,
las coordenadas en que deben actuar para lograr colocar sus
productos con éxito en el mercado.
Las industrias o empresas tradicionales que no terminan
de incorporar de manera generalizada la nueva tecnología o que no
asumen la nueva forma de gestión de la mano de obra se
encuentran en muy débiles condiciones a la hora de hacer
frente a la competencia. De hecho, sólo tienen una
alternativa para mantener cuotas de mercado, para ser
competitivas: reducir al máximo los costes de
producción o gozar de protección suficiente en su
respectiva zona de influencia que permita subvencionar una
producción más cara en términos
relativos.
Puesto que esta segunda posibilidad no puede estar muy a
la mano de forma generalizada la solución será
reducir la principal componente de los costes totales en este
tipo de industria
tradicional: los salarios.
Cuando eso es posible, se puede mantener una cierta
dinámica industrial tradicional en los países
más desarrollados, aunque a costa de menos ingresos y peor
calidad de
vida para los asalariados. Pero lo normal ha sido y es que las
empresas que se encuentran en estas condiciones tiendan a
relocalizarse en las zonas geográficas donde el nivel
salarial es más bajo (a veces hasta setenta veces
más bajo para las mismas tareas) que en los países
donde estaban instaladas antes.
En consecuencia, en los países de salarios
más altos (o lo que es lo mismo, en los que habían
gozado de mayor protección social, de más seguridad en
el trabajo y
de mejores condiciones laborales) se produce una
"desindustrialización selectiva", esto es una
pérdida de tejido productivo y un aumento del
desempleo.
El problema es, sin embargo, que el traslado de la
industria de carácter más tradicional a
países del Sur no conlleva una mejora sustancial en la
condición de los mismos. Unas veces, porque la
operación la realizan empresas multinacionales que operan
con precios de
transferencia, de manera que los países receptores no se
apropian de las ganancias reales del traslado. Otras, porque la
operación provoca una competencia desenfrenada que lleva
consigo una caída en los precios internacionales y, en
consecuencia, de los ingresos percibidos. Y siempre, porque la
nueva industrialización se basa en cualquier caso en
salarios muy bajos e incapaces de generar la suficiente demanda
interna que actúe de catapulta del crecimiento
económico y garantía de una mayor
satisfacción. Más bien sucede lo contrario: alienta
la urbanización acelerada, el abandono de las fuentes de
abastecimiento autóctono y el deterioro de los lazos de
interacción social.
De esta forma, la situación en que quedan tales
industrias tradicionales es causa de conflicto a nivel
internacional y expresión de una contradicción
evidente: desalientan el crecimiento en los países
más ricos, en donde generan altos volúmenes de
desempleo, no procuran el desarrollo real de los que las reciben,
y exacerban, sin embargo, la competencia mundial, lo que se
traduce en guerras de
precios que finalmente expulsan a más empresas de los
mercados.
Otras empresas o industrias se desenvuelven con un alto
nivel de sofisticación en diseño y
producción, pero no tienen una complejidad o dificultad
suficiente como para quedar fuera del alcance de los nuevos
productores. Por ello, pueden dedicarse a producir a gran
escala con un
notable contenido de nueva tecnología, pero con un gran
peso de la mano de obra barata que es característica de
los países de reciente industrialización con acceso
a esa tecnología intermedia.
La estrategia de penetración en el mercado de las
empresas de esta naturaleza puede sustentarse, entonces, bien en
la capacidad de obtener una mayor calidad o un diseño
más atractivo, bien en la disminución de precios
que permite el régimen de bajos salarios y exiguos
derechos
laborales (lo que luego se condena como "dumping
social").
Generalmente, es esta última la dominante, porque
la otra exige una gran inversión y disponer de mejor
tecnología. Pero esto llega a ser tan prohibitivo que las
industrias afincadas en países de altos salarios que no
logran mejoras muy sustanciales en el diseño y/o en la
producción no consiguen hacerse un hueco en mercados donde
los precios vienen impuestos desde
los países de reciente
industrialización.
Por ello, la industria de esta naturaleza ubicada en
países de salarios altos está condenada al fracaso,
pues tampoco resulta fácil que pueda lograr su
relocalización selectiva. Como dice Ohmae (1991, p. 138),
"por mucho que se esfuerce por encontrar un paraíso
estable, una compañía que emigre en busca de mano
de obra barata, sólo logrará una vida
semicompetitiva de cinco años". Por lo tanto, la
consolidación de éstas industrias conlleva
también, a medio o largo plazo, la
desindustrialización en los países de salarios
relativamente más altos.
Pero tampoco dejan de originar problemas a los
países en donde se ubican por razón de los menores
costes salariales. Normalmente, esta industria es, en palabras de
Ohmae (1991, p. 140), "maquilladora"; es decir, que recibe
componentes claves de los países más desarrollados,
los transforma gracias a su base tecnológica semi-compleja
agregando sobre todo mano de obra y los reexporta de nuevo a los
países en donde se encuentra el tercer tipo de industria
que analizaré después, las de muy alto componente
de investigación y desarrollo.
Y, además, las industrias de estos países
se enfrentan a un problema principal para dar el salto
cualitativo que es de carácter endógeno. Es
necesario un mercado interno potente como punto de partida de una
industria exportadora, como demuestra el caso de los
países más desarrollados. Pero ello es
difícil de lograr, precisamente, sobre la base de salarios
reducidos y, en consecuencia, de muy baja capacidad de
compra.
Finalmente, se encuentran lo que llamaremos las empresas
y/o nuevas industrias de alto valor añadido, es decir, las
que son capaces de incorporar el innovación
tecnológica más avanzada y las pautas de
organización interna más apropiadas para lograr una
combinación de costes óptima. Sus principales
características son las siguientes: A) La
sustitución de la competencia por disponer de nuevos
productos por la encaminada a poner en práctica nuevos
procesos que permitan la penetración más
fácil en el mercado y a menor coste. B) La difusión
muy rápida de la innovación tecnológica que no
permite mantener durante mucho tiempo una posición
ventajosa de monopolio
tecnológico. C) La necesidad de posicionarse en el mercado
mundial para ser competitivas, lo que obliga a constituir
costosas redes de distribución internacional. D) Que al
tratarse de empresas cuyo componente de mano de obra tiene un
valor muy reducido (que generalmente se sitúa en torno al 10 por
cien del coste total de producción), no se obtienen
grandes ventajas de intentar reducir la componente salarial. Por
ello, estas empresas no tienden a localizar su producción
fuera de los países desarrollados, a veces ni tan siquiera
la de sus componentes intermedios de mayor valor añadido.
E) Por último, y para hacer viable la estrategia de
mundialización de las ventas, la producción de
estas industrias más avanzadas tecnológicamente se
suele llevar a cabo constituyendo "redes", es decir en una
organización sin fronteras. Esta característica es
importante porque significa que se llevará a cabo -bajo
las relaciones de propiedad vigentes- preferentemente en el seno
de las grandes empresas multinacionales.
La dinámica muy competitiva que conlleva lo que
acabo de señalar origina un proceso permanente de
desaparición de las empresas menos eficientes, un ritmo
vertiginoso en la innovación que obliga a destinar
recursos muy cuantiosos a la investigación y al desarrollo
(que o bien hipotecan los beneficios si los canaliza la empresa
privada o aumentan los déficits públicos si los
proporcionan los gobiernos) y, en suma, una situación de
inestabilidad, de cambios en el empleo y de crecimiento
económico "a saltos", como consecuencia de las rupturas
permanentes a que se da lugar.
Además, los mercados internos se encuentran en
una situación de franca debilidad. Como he
señalado, la relocalización y los incrementos
continuados de productividad generan paro, las políticas
de control salarial impuestas para tratar de evitar el
desplazamiento de la industria con mayor componente de mano de
obra debilitan el gasto privado; y la "financierización" y
el endeudamiento drenan recursos cuya disposición
sería necesaria para impulsar la inversión y el
gasto.
Si a ello se añade que se renuncia expresamente a
impulsar la actividad económica por la vía de la
demanda (sobre todo para soslayar cualquier compromiso de mayor
protección social que pudiera derivarse) resultará
que incluso los países más avanzados encuentran en
su propio mercado interno un escollo fundamental a la hora de
lograr el impulso necesario para hacerse un sitio definitivo en
el nuevo orden económico.
Por otro lado, la necesidad de revitalizar el mercado
interno también choca con la exigencia de alcanzar un
grado suficiente de mundialización. Mientras que esto
último requeriría que las industrias más
dinámicas encontraran abiertas las puertas de los mercados
internacionales, el fortalecimiento de los mercados internos
invita a proteger las industrias nacionales menos avanzadas y a
establecer bloques comerciales que actúan verdaderamente
como compartimentos estancos del comercio
mundial. Por este motivo, se incrementa el proteccionismo para
evitar el lastre de la desindustrialización y el declive
de los sectores tradicionales; pero eso, como ha señalado
entre otros Gilpin (1987), es justamente lo contrario de lo que
requiere la industria más innovadora, sobre la que
realmente descansa el impulso principal de las
economías.
Puesto que la dinámica de competencia exacerbada
también afecta a los propios gobiernos que constituyen los
focos principales de las decisiones mundiales (Japón,
C.E., Estados Unidos), resulta que se produce una coordinación internacional insuficiente y
una falta de liderazgo
claro que provoca que la competencia mundial se produzca de
manera muy desordenada, que el posicionamiento
de las grandes empresas en los mercados se realice de forma
agresiva, ocasionando caídas sustanciales en los
márgenes de ganancias, y en un contexto general de gran
incertidumbre.
La amenaza de la creciente
fragmentación social.
La generalización del desempleo y la
disminución de los programas de bienestar social han
generado estratos sociales sin ingresos salariales que han de
refugiarse en el subsidio limitado en cantidad y tiempo, en la
economía informal o, simplemente, en la delincuencia;
pues, como ponen de manifiesto reiteradamente los estudios sobre
pobreza, el
desempleo sigue siendo el principal factor que la genera
(Schiller 1989, pp. 44 y ss).
A ello hay que añadir la paulatina
precarización del empleo y la generalización del
empleo de baja calidad. La terciarización de las
economías tiende a disminuir el empleo capaz de
proporcionar ingresos suficientes a las familias para crear
legiones de vendedores, camareros, secretarias, cajeros,
aprendices y otros empleos sin cualificación y normalmente
a tiempo parcial, cuyos salarios son comparativamente mucho
más bajos. Lo que provoca que el momento de entrada en los
mercados de trabajo de estos empleados sea también el de
su inclusión en las estadísticas de pobreza.
Mientras que las políticas liberales consolidan,
por un lado, a una minoría más o menos exigua de
grupos
sociales saciados, por otro multiplican el número de
los colectivos de insatisfechos. Son éstos últimos
los que forman las "familias desfavorecidas (que) se encuentran
cada vez más marginadas y políticamente aisladas.
No tienen "voz"; están dispersas e internamente
diversificadas, compiten entre sí por unos recursos
decrecientes y se ven también abandonadas por los partidos
políticos de la izquierda. Se les empuja a la
apatía o a la acción
individualista y terminan por convertirse en un simple problema
de "orden legal", al menos, cuando la pobreza y la
marginación social no se concentran mucho en
términos sociales o espaciales" (Mingione 1993, p.
541).
La fisonomía de nuestras sociedades es
claramente dual. La opulencia y la insatisfacción conviven
de momento en equilibrio,
pero es evidente que esa polarización lleva en su seno el
germen del desorden. No en vano, un economista tan consagrado
como Galbraith (1992, p. 173) afirma que una de las amenazas que
origina este tipo de políticas, que él llama de la
satisfacción, las destinadas a privilegiar aún
más a los ya satisfechos, es "la rebelión, en la
forma que sea, de la subclase".
El problema principal de este fenómeno consiste
en que la dualidad y la fragmentación no sólo
llevan consigo un espectro cada vez mayor de malestar social o un
deterioro incluso de la capacidad de generar demanda interna que
no es de soslayar. Es que, además, pueden llegar a poner
seriamente en cuestión el orden de los valores
sociales en tanto que son una expresión explícita
de que las bondades con que se arropa ideológicamente la
política dominante no son sino señuelos, nunca
realidades. Y en la medida en que eso llegara a generalizarse,
las políticas conservadoras se quedarían sin
interlocutores sociales a los que poder convencer, desnudas
entonces de todo poder legitimador.
La estrategia para el bienestar. )Más de lo mismo
con insatisfacción, o un cambio de rumbo hacia la
necesaria transformación social?
En el contexto que acabo de analizar, las
políticas socialdemócratas que sucumbieron ante la
tentación liberal se enfrentan ya -y más aún
en un futuro inmediato- a graves contradicciones.
El privilegio concedido a la política y a las
instituciones
monetarias independientes del poder
ejecutivo (resultado de la nueva regulación monetaria
que requiere la financierización de las economías),
privará a los gobiernos de una importante capacidad de
actuación en el ámbito de la política
económica. En el supuesto previsible de que esta
circunstancia será cada vez más determinante, se
puede deducir que en el futuro se fortalecerá la
"restricción monetaria", en palabras de Altvater (1994), a
la que estarán sometidas las políticas de
regulación económica nacionales. De manera que
será aún más difícil que la
estrategia reformista pueda ser percibida y asumida socialmente
como una forma de interlocución política frente al
sistema, esto es, como un contrapeso efectivo frente a la
insatisfacción que deriva de él.
A tenor de lo que he señalado sobre las
características del nuevo régimen de competencia y
de las coordenadas en que debe realizarse el ajuste productivo,
también creo que pueden deducirse limitaciones importantes
para que la socialdemocracia "reconvertida" al credo liberal
pueda mantener su coherencia como estrategia plausible y
duradera.
No puede olvidarse que la razón de ser de toda
estrategia reformista, la clave de su éxito en
términos de aceptación social, radica en ser capaz
de proporcionar un nivel de satisfacción que sea
perceptible de manera inmediata por los agentes sociales. Se
puede constatar fácilmente que sus momentos de mayor auge
coinciden precisamente con aquellos en que se ha podido impulsar
con éxito y equilibrio el crecimiento económico. En
ese sentido, se podría decir que la perspectiva
reformista, como la que corresponde a la socialdemocracia, se
asienta con eficacia en la sociedad cuando la dinámica
social responde a expectativas crecientes, mucho mejor que cuando
éstas son limitadas.
En consecuencia, y si se tiene en cuenta que las
tensiones inherentes a la "respuesta liberal" conllevan un alto
grado de perturbación permanente y crisis recurrentes,
resulta que la reconversión liberal de la socialdemocracia
implica que ésta última se desprende también
de su carácter de estrategia trascendente,
connotación que le es es necesaria, sin embargo, para
poder conformar en torno a sí un bloque social de apoyo
permanente; lo que también es la condición
necesaria para protagonizar el pilotaje de la acumulación
y actuar como referente de la legitimación.
En particular, estas circunstancias afectan a dos
soportes básicos de la estrategia socialdemócrata.
Por un lado, al aceptar el tipo de restricción monetaria
que he señalado, se encuentra especialmente hipotecada la
posibilidad de utilizar políticas de demanda, aquellas en
las que se expresa más claramente la vocación
compensadora en lo redistributivo del reformismo, y que, por lo
tanto, facilitan la legitimación a su
través.
Por otra parte, la asunción del criterio de
redistribución en contra del salario, para facilitar
así la reestructuración productiva que salvaguarda
el beneficio, implica necesariamente invertir el discurso que
es consustancial a la socialdemocracia: en lugar de tratar de
reajustar el resultado desigual del mercado para procurar una
distribución más justa de la renta, se debe pasar a
abanderar una solución de reparto que viene a fortalecer
la asimetría y la desigualdad que origina el mercado. Pero
este cambio de perspectiva lleva consigo dos problemas
fundamentales.
Por un lado, esa es una estrategia que, a la postre, no
va a poder evitar los desequilibrios (déficits
públicos), ni va a eliminar tampoco el problema cuya
solución le sirve de coartada (el desempleo), porque los
primeros son el resultado de tensiones estructurales que se
originan, precisamente, por la creciente desigualdad en el
disfrute, y porque el paro no es sólo consecuencia de la
tensión salarial.
Por otro lado, la asunción de la alternativa de
redistribución a favor del beneficio sitúa a quien
la asume claramente enfrente de las demandas sindicales y, en
general, de las aspiraciones del bloque asalariado; lo que
inevitablemente derivará en el agotamiento del modelo de
socialdemocracia liberal, toda vez que la única
posibilidad que tiene una estrategia de esa naturaleza para
asentarse socialmente radica en llegar a ser la expresión
política de aquellos.
En suma, como dice Sharpf (1991, p. 332): "Una
política socialdemócrata y sindical que hubiera de
poner su orgullo masoquista en ser capaz de organizar de forma
más efectiva la redistribución
económicamente necesaria en favor del capital de lo que
serían capaces de hacerlo los propios capitalistas, puede
que esté en condiciones de producir a sus protagonistas un
cierto placer y alegría funcionales, pero no cabe duda de
que de ella no podría deducirse ya ninguna visión
de futuro, plausible y capaz de generar
integración"
Finalmente, habría que señalar un
fenómeno adicional que tiene que ver con el necesario
cambio en el sistema de valores sociales que requiere la
instrumentación de políticas liberales como las que
vienen aplicándose en nuestro contorno.
El cultivo del individualismo, el desprecio de lo
público y el rechazo de la política que lleva
consigo, la banalización de los códigos morales de
conducta
ciudadana, la gubernamentalización, a lo sumo, de las
prácticas solidarias y la contribución efectiva que
desde los gobiernos se hace para propiciar un consumo cultural
tan vacío de contenidos como carente de expectativas de
cambio social, contribuyen a diseñar un ciudadano estanco
y renuente a ejercer como parte de la acción colectiva,
porque se la hace ajeno a la situación del otro.
Justamente, el prototipo de ser social egoísta y
ensimismado que se corresponde nítidamente con la
dinámica de la competencia basada en la responsabilidad individual, la que no contempla la
insatisfaccción generalizada como un problema
colectivo.
Resulta entonces, que cuando la socialdemocracia cae en
la tentación liberal termina forjando un ciudadano que
apenas se va a sentir identificado con sus referencias
ideológicas originarias y que le dan personalidad
propia. Deja, pues, de ser socialdemocracia, para confundirse
intrínsecamente con el proyecto liberal,
convirtiéndose, entonces, tan sólo en el semillero
que hará posible que éste germine, al final, sin
socialdemócratas.
Ahora bien, si tiene sentido preguntarse sobre el papel
de la socialdemocracia en la encrucijada económica actual
es, justamente, porque ésta (en las diferentes
manifestaciones partidarias del socialismo democrático) ha
sido la expresión política de un bloque social
específico, al que corresponden objetivamente las mismas
aspiraciones sociopolíticas por encontrarse bajo un umbral
semejante de satisfacción/insatisfacción. Y que,
por tanto, tiende a identificarse con los proyectos que
apuntan a conseguir la elevación de ese umbral de
bienestar.
Lo que interesa entonces no es tanto el devenir de la
estrategia socialdemócrata cuando ésta se desvanece
al transformarse en un remedo de la respuesta
liberal-monetarista, como la naturaleza de la estrategia que
puede satisfacer efectivamente la demanda de bienestar de ese
bloque social, es decir, las condiciones en que puede
reconstituirse una expresión política del mismo que
garantice su satisfacción y que, sin embargo, no llegue a
ser una estrategia baldía o autoparalizante.
En este sentido, entiendo que habría que partir
de dos grandes hipótesis. La primera es que no es factible
reproducir la solución de bienestar característica
de los períodos pasados de crecimiento económico
intensivo y autosostenido.
Esto es así, a mi parecer, por varias razones.
Porque manteniendo las grandes coordenadas del actual modelo de
crecimiento no es posible generar niveles de ocupación de
pleno empleo. Porque el crecimiento económico, o
está vinculado a actividades que sustituyen capital por
trabajo y entonces no genera empleo, o, cuando lo genera, es que
está basado en actividades muy poco productivas que
proporcionan fundamentalmente empleo de baja calidad. En
consecuencia, si se respeta la tónica de
acumulación existente, se tendrá que soportar o una
creciente fragmentación social o un desequilibrio
financiero progresivo, lo que indica que será imposible la
regulación social desde la óptica
del bienestar general (en el más simple sentido de
proporcionar ingresos que garanticen la satisfacción de
las necesidades sociales elementales).
Porque, en un contexto de perturbación más
recurrentes, tampoco será viable la utilización de
políticas estabilizadoras que permitan, al mismo, una
redistribución correctora de la desigualdad y una
recomposición eficaz de los desequilibrios
macroeconómicos. Primero, por la más fuerte
restricción monetaria que señalé; y segundo
porque, al acortarse temporalmente el ciclo económico, al
estrecharse la distancia entre la expansión y la crisis,
las políticas de "enfriamiento" y "recalentamiento" de la
actividad económica llegan a superponerse, ocasionando el
efecto contrario al propuesto de contraponerse a las fases del
ciclo. Esto es, que no se podrá conjugar la
redistribución con la estabilidad.
Porque las condiciones de reducción salarial en
que se lleva a cabo la mundialización del régimen
de competencia no permiten lograr una regulación
"nacional" que garantice, simultáneamente, la
inserción en el sistema global de intercambios y la
generación de una demanda interna suficiente y soporte de
la oferta interior.
Finalmente, porque, incluso la hipotética
posibilidad de lograr incrementos muy sustanciales en los ritmos
de acumulación que permitieran soslayar las cuestiones
anteriores se encontraría con una gran limitación
(de la que no puedo ocuparme aquí con más detalle):
la externalidad medio ambiental y la saturación de la base
energética del sistema.
La segunda hipótesis se
deriva de la primera. Si no es posible reproducir la
solución típica de una expansión
económica prolongada, resulta que deben encontrarse
fórmulas alternativas si se quiere, no ya mejorar
radicalmente, sino tan sólo recobrar los niveles de
bienestar social anteriores. Y si, como he tratado de apuntar, la
estrategia puramente redistribuidora (la que procura una
distribución de las rentas secundarias más
satisfactoria que la de las rentas primarias que genera el
mercado) es inviable en las condiciones actuales, no puede
concebirse un proyecto que se proponga sinceramente elevar el
nivel de satisfacción social que no apunte,
principalmente, a la intervención sobre la
distribución originaria de las rentas.
En este sentido, se podrían indicar los
siguientes seis grandes ámbitos de reflexión en
torno a los que habría que diseñar los contenidos
más concretos de una estrategia alternativa, posible y
útil para lograr mayor satisfacción:
1. Los poderes de apropiación que constituyen hoy
día el marco institucional de los intercambios de mercado
(y no éste en sí mismo) son la principal fuente de
desigualdad y, al mismo tiempo, la causa de que de él no
se derive la eficiencia, sino el despilfarro.
Por tanto, es preciso establecer mecanismos de
limitación de esos poderes, que no podrán proceder
sino del Estado, en su sentido de no-mercado, de lugar de la
preferencia colectiva. Sin embargo, hay que tener también
en cuenta que el Estado no se sustraer necesariamente a la
influencia de poderes de apropiación de idéntica
naturaleza, lo que obliga también a replantear la forma en
que se generan, se expresan y se hacen efectivas las preferencias
sociales.
Esto implica replantear, desde la naturaleza de la
intervención estatal hasta los mecanismos de control del
gasto público, pasando por el diseño de
políticas de cooperación interempresarial, o de
nuevos mecanismos que garanticen la recaudación
fiscal.
2. La creciente financierización de las
economías, y la vinculación creciente de recursos a
actividades especulativas y no productivas, es una
expresión paradigmática del caracter despilfarrador
e ineficiente del capitalismo en las condiciones actuales. Es
impensable que puedan llevarse a cabo políticas de
progreso que no terminen siendo autoparalizantes si no se aborda
prioritariamente el control de los flujos financieros, bien
estableciendo mecanismos de control ("al dinero le pasa
lo contrario que al hombre -dice
E. Galeano-, cuanto más libre peor"), bien generando
sistemas de
incentivos que faciliten la aplicación de los recursos
para la generación de riqueza productiva.
3. La única forma de conseguir en nuestras
sociedades un estado de ocupación generalizada y que
proporcione el ingreso necesario es la desmercantilización
progresiva del trabajo, toda vez que los mercados laborales no
pueden generar ya el pleno empleo.
Esto implica que debe profundizarse en el análisis/propuesta de fórmulas de
"reparto del trabajo", de aportación de trabajo
comunitario con remuneración, etc.
4. El régimen de los intercambios internacionales
no puede limitarse a ser una simple imagen refleja
del desorden de la mercancía. Debe regularse de manera
que, primordialmente, se protega el desarrollo de las capacidades
endógenas, lo que no tiene por qué limitar la
búsqueda de la mayor libertad en los
intercambios.
En particular, habría que considerar como punto
de partida que una regulación más justa y eficiente
del comercio mundial debería basarse en la
recuperación de las economías más
débiles, teniendo en cuenta, además, que esa
debilidad ha sido sobrevenida, consecuencia del mantenimiento -la
mayoría de las veces por la fuerza– de un
sistema económico internacional que ha primado el expolio
y que ha vuelto la cara siempre a la secuela de empobrecimiento
que ha ido dejando.
5. La escasez no puede
ser entendida como expresión de la imposible
generalización de la abundancia, sino como la
limitación que lleva consigo un sistema cuyo orden
técnico y de propiedad tiende a agotar toda fuente de
sintropía.
Esto implica replantear los modos de consumo, la
desmercantilización de la protección del medio ambiente
y, fundamentalmente, a considerar que hacer frente al
condicionante de la escasez implica impedir la opulencia y el
despilfarro.
6. Frente a los procesos de desintegración
social, son necesarias estrategias de desfragmentación
social que favorezcan el reconocimiento de lo colectivo como
fundamento de la transformación social
autogratificante.
Lógicamente, avanzar en estas líneas es ir
algo más lejos de hasta donde alcanzan los planteamientos
más convencionales; pero es que éstos suelen ser
los que nunca miran de frente ni a la insatisfacción ni al
padecimiento de tantos seres humanos y, en consecuencia, lo que
terminan siendo, con demasiada frecuencia, verdaderos
cómplices de las políticas que provocan del
sufrimiento humano y el malestar social. Por el contrario, me
parece que el riesgo de asumir
un posicionamiento reflexivo más radical es la
única garantía de lograr una acción social
nítidamente transformadora, con verdaderas posibilidades
de protagonismo en el futuro y de no terminar siendo una simple
evanescencia de las políticas conservadoras, verdaderas
causantes de la situación de frustración que afecta
a la inmensa mayoría de la Humanidad.
Y, además, la única condición que
permitirá a los que aspiran sinceramente a soluciones de
progreso y satisfacción para la mayoría, que no
tengan que limitarse, también frustrados, sólo a
reivindicar el orgullo de tener ideales.
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