Monografias.com > Economía
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

La estrategia del bienestar en el nuevo régimen de competencia mundial




Enviado por juantorres@uma.es



    Todos los indicadores
    sociales muestran que en los últimos quince o veinte
    años se ha deteriorado la calidad de
    vida en el mundo y que el grado de bienestar del que
    disfrutan los ciudadanos ha disminuido, tanto en los
    países atrasados como incluso en los más
    desarrollados. La tónica de crecimiento
    económico y de ampliación de las expresiones de
    bienestar que habían caracterizado los "años
    gloriosos" que antecedieron a la crisis
    económica de los años setenta está rota
    desde hace bastantes años.

    Aunque en esos largos treinta años no se
    eliminaron los problemas de
    desigualdad, de subdesarrollo,
    de concentración de capitales y otros signos de
    desequilibrio, de ineficiencia y malestar social, lo cierto es
    que gracias al pleno empleo, a la
    masiva provisión pública de bienes
    colectivos, al aumento de los salarios, tanto
    directos como indirectos o diferidos, y a la utilización
    de políticas
    de carácter redistributivo, se habían
    logrado niveles aceptables de satisfacción social. Hasta
    el punto de que esos años se hayan conocido como los de
    gestación y generalización del llamado "Estado del
    Bienestar".

    Los "años
    gloriosos" del
    capitalismo, o
    el fulgor de la socialdemocracia

    Todo ello fue posible gracias a que después de la
    segunda posguerra mundial se llevó a cabo un proceso de
    acumulación generalizada que facilitó, primero en
    Estados Unidos
    y después en las demás economías
    occidentales, la obtención de niveles de beneficios
    elevados, la expansión de las actividades industriales y,
    en definitiva, la satisfacción de necesidades cada vez
    más amplias y en todas las capas de la población.

    En ese período de fuerte acumulación de
    capitales, de expansión económica casi
    ininterrumpida y de consenso social (de ahí que se haya
    hablado de "pax keynesiana" o "pax americana", con matizaciones
    diferentes pero como expresión de un fenómeno
    común), las estrategias
    reformistas o socialdemócratas pudieron adquirir un claro,
    y podríamos decir que merecido, protagonismo.

    La vía reformista hacia el bienestar general
    parecía ser efectivamente una fórmula adecuada para
    lograr crecimiento económico, redistribución de las
    rentas y el mantenimiento
    de estándares suficientes de justicia
    social, sin provocar convulsiones sociales y respetando en su
    esencia el orden capitalista dominante. Constituía, por lo
    tanto, una referencia virtual de progreso, por un lado, frente a
    los excesos del capitalismo y, por otro, frente a las
    limitaciones (que llegarían a ser absolutas) de los
    estados del "socialismo real",
    en donde la burocratización, la falta de libertades
    públicas y la competencia con el orden capitalista eran
    algo más que constricciones secundarias.

    Sin embargo, cuando ese modelo de
    crecimiento y consenso se rompe, las políticas reformistas
    van a encontrarse con graves problemas de definición, de
    eficacia y,
    sobre todo, de capacidad para mantener el status de bienestar que
    se había logrado con anterioridad.

    La ruptura del sistema de
    bienestar se produce como consecuencia de que las contradicciones
    internas del modelo de crecimiento de posguerra
    terminarían dando lugar a una crisis de gran envergadura
    que tendrá tres grandes manifestaciones y una principal
    consecuencia: la caída en el nivel de beneficio de las
    empresas, lo
    que llevaría consigo la disminución de las inversiones y
    el desempleo
    masivo.

    La primera expresión de la ruptura del modelo es
    la crisis de producción. A finales de los años
    sesenta los mercados
    comenzaron a saturarse. El consumo de
    masas ya no era capaz de corresponderse con las estrategias de
    producción intensiva y que se habían desarrollado
    ajenas a cualquier plan de
    producción que tuviese en cuenta los programas de
    necesidades de la población y la capacidad real de los
    mercados antes de llegar a la saturación.

    Además, al socaire de la acumulación se
    había modificado la estructura de
    los mercados mundiales, lo que limitaba las expectativas de
    realización para las empresas que habían sido hasta
    esos momentos dominantes. Al igual que sucediera con la deuda
    familiar y empresarial, las naciones menos desarrolladas
    (atraídas en su día por los bajos tipos de interés)
    habían acumulado deudas tan ingentes que al producirse la
    inestabilidad monetaria internacional verían como sus
    montantes se elevaban hasta reducir casi a la nada su capacidad
    de compra. Por otra parte, las empresas europeas y japonesas
    estaban ya a la altura de las americanas, de forma que
    había más competidores en mercados que estaban
    saturados. En suma, los mercados resultaban ya incapaces de
    absorber la producción y las empresas comenzarían a
    sufrir el crecimiento de sus stocks y la caída de sus
    ventas.

    La segunda manifestación fue la crisis
    financiera. El recurso permanente al crédito, en lugar de favorecer la
    realización de una oferta en
    permanente expansión dio lugar a una monetización
    excesiva y al endeudamiento generalizado; mientras que el
    desmantelamiento del sistema monetario internacional basado en la
    fortaleza del dólar favoreció la
    multiplicación desordenada de los activos
    financieros rentables y la inseguridad
    cambiaria. Todo eso originó un desarrollo de
    la actividad financiera sin proporción con la actividad
    productiva que llevaba necesariamente consigo la inestabilidad
    monetaria y el desarrollo exacerbado de la circulación
    financiera.

    Por último, se produjo una no menos importante
    crisis social. La que se llamó la "cultura del
    más", propia de aquellos años y que era el
    resultado del consenso fordista, del Estado Benefactor y
    permanente suministrador de bienes públicos, de la
    publicidad y
    de la expansión del crédito, provocó un
    auténtico desbordamiento social y productivo. Como tantas
    veces se ha señalado, el pleno empleo y la abundancia son
    los peores enemigos de la estabilidad social y de la paz laboral
    (naturalmente, en una sociedad
    escindida). El pleno empleo había dado "alas" a los
    asalariados, de manera que -como había previsto Kalecki-
    no sólo reivindicarían más salarios sino que
    llegarían a poner en entredicho el propio orden
    jerárquico. Se multiplicaban las demandas salariales, se
    perdía la disciplina en
    las fábricas y se generaba el descontento de los
    trabajadores y ciudadanos que no estaban sino deseosos de
    satisfacer la necesidad de más bienes, más ocio y
    más protección que al amparo del
    consenso se les había ofrecido.

    Pero esa relajación laboral (con muy poco coste
    de oportunidad para el trabajador cuando no hay apenas desempleo)
    y la pérdida de la medida en las reivindicaciones
    salariales (cuando la indiciación no respeta la evolución de la productividad)
    deterioraba el equipo productivo y reducía
    drásticamente la productividad hasta el punto en que los
    beneficios llegaron a estar efectivamente amenazados.

    Todo ello iba acompañado, lógicamente, de
    un creciente desequilibrio macroeconómico. Bajo el peso de
    una progresiva burocratización, el sector
    público de las economías occidentales se
    había ido convirtiendo en un saco sin fondo donde iban a
    parar las actuaciones no rentables para el sector privado, la
    protección social que reivindicaba permanentemente una
    población trabajadora que ya no la encontraba en el
    ámbito de la fábrica y todo un ejército de
    funcionarios que hacían aumentar sin medida los
    desembolsos necesarios para que el aparato administrativo, sin
    los condicionantes de productividad propios de la iniciativa
    privada, ejerciera de benefactor de la sociedad.

    Y cuando la crisis se desató, los gobiernos no
    sólo mantendrían el ritmo de gasto (que al fin y al
    cabo era un soporte principal de la legitimación del sistema), sino que al
    producirse desempleo, al aumentar la entrada al mercado de nuevas
    franjas de población activa y al verse en la necesidad de
    reducir (bien de forma automática o discrecional) la
    recaudación impositiva, los ingresos
    públicos mermarían. Eso provocó la
    aparición de importantes déficits públicos
    que, además de ir a más, significarían una
    hipoteca fundamental a la hora de aplicar las recetas de política
    económica tradicionales, las que habían
    permitido gobernar con éxito
    los leves desajustes macroeconómicos de los años de
    expansión.

    En este contexto de crisis, las políticas
    reformistas que sirvieron de sostén a la expansión
    económica no sólo dejaban de ser apropiadas, sino
    que constituían un serio obstáculo para la
    recuperación del beneficio.

    En los primeros años de la crisis, la respuesta
    político económica predominante fue todavía
    de carácter keynesiano, típicamente
    socialdemócrata. De hecho, las primeras reacciones de los
    gobiernos a los impactos de la crisis en los primeros años
    setenta, y en especial al shock del petróleo, fueron claramente de esta
    naturaleza.

    Incluso se ha señalado que la depresión
    de los años 74 y 75 fue debida, precisamente, a la
    deflación provocada por una pérdida de impulso de
    la demanda y no
    tanto a la subida del precio del
    petróleo
    (Gauthier 1989, p. 73). Mientras que la recuperación
    operada a partir de ese último año (expresada en
    términos de crecimiento del Producto
    Interior Bruto, pues el paro no
    disminuiría sustancialmente) y que duraría hasta
    finales de los setenta presenta, por el contrario, connotaciones
    típicamente keynesianas: aumento del gasto
    público, de los salarios reales, de los gastos de
    protección social y del crédito en el conjunto de
    las economías.

    Pero es justamente en esta recuperación
    económica "keynesiana" de la segunda mitad de los setenta
    cuando se puso de manifiesto que las políticas de esta
    naturaleza podían, en efecto, generar crecimiento, pero
    que no garantizaban la recuperación del beneficio; por el
    contrario, propiciaban una distribución de la renta que terminaba por
    favorecer al salario.

    De hecho, en la recuperación de esta segunda
    mitad de los setenta se registra un incremento de los salarios
    reales que se traduce en el aumento de entre un 3 y un 4 por cien
    de la renta familiar de 1975 a 1979 para el conjunto de los
    países de la O.C.D.E.; mientras que, por el contrario, la
    participación del beneficio no llegaba a ser suficiente
    para impedir la caída de la inversión en capital fijo
    que precisaba la reestructuración productiva (Armstrong,
    Glyn, Harrison 1991, pp. 233 y ss.).

    La O.C.D.E. (1990, pp. 42-43), se quejaría
    años más tarde de que al amparo de estas
    situaciones se había producido una "corriente de
    militancia sindical…cuya herencia iba a
    ser duradera" y se había favorecido el mantenimiento de
    las políticas de inspiración keynesiana, lo que
    "creó fuertes presiones para una expansión
    continuada de los privilegios, para la aceptación de
    medidas restrictivas en los mercados de factores y de productos, y
    para la proliferación de compromisos de gasto que
    desbordaron ampliamente el margen suministrado por el crecimiento
    económico".

    Es decir, que era precisamente el papel de estas
    políticas keynesiano-socialdemócratas como elemento
    integrador de los conflictos
    sociales lo que iba a ser puesto en entredicho, precisamente
    porque tendían a dificultar el objetivo
    principal que requería una salida a la crisis
    consustancial al sistema de propiedad
    dominante: la redistribución de las rentas a favor del
    beneficio.

    En los años de gran acumulación, la
    ambición del propio capitalismo era el diálogo
    social como forma de garantizar la disciplina colectiva que no
    pusiera en cuestión el status distributivo existente y
    ahí jugaban un papel fundamental este tipo de
    políticas. Pero cuando se rompió la tónica
    del beneficio, de lo que se trataba era, precisamente, de
    reconsiderar este status para hacer posible la
    recuperación de la ganancia, una vez que se hubiera
    modificado el orden productivo y acondicionado un nuevo espacio
    para la competencia internacional. Y, entonces, la
    solución socialdemócrata, incluso en su
    versión más puramente reformista, pasaba a ser un
    obstáculo en la medida en que no hiciera suyo, plenamente,
    el argumento de la recuperación del beneficio a costa de
    las rentas salariales. Así lo reconoce claramente F. W.
    Scharpf (1.991, p. 325): "La debilidad argumentativa
    socialdemócrata-keynesiana radicaba ante todo en su
    negativa a reconocer la necesidad de la redistribución" (a
    favor del beneficio).

    Las
    respuestas a la crisis, o cuando el
    liberalismo
    tentó a la socialdemocracia

    La salida natural a la crisis del modelo de crecimiento
    de la posguerra, es decir, la que mantenía
    básicamente intacto el sistema de propiedad y privilegio
    dominante, necesariamente debía resolver las
    manifestaciones a las que he aludido antes. Por lo tanto,
    debería expresarse en las siguientes
    estrategias.

    Frente a la crisis de producción, era necesario,
    por una parte, la incorporación de una nueva base
    tecnológica que permitiera: A) La producción de
    gamas de productos en lugar de series homogéneas para
    hacer posible, en condiciones menos costosas, la
    diferenciación que permite conquistar nuevos espacios de
    venta en mercados
    ya saturados. B) Formas más flexibles de organización de la producción
    (toyotismo en todas sus variantes) que permitieran ahorro de
    trabajo, un
    uso más versátil y productivo de la mano de obra y
    una gestión
    de los stocks y los materiales
    más económico. C) La posibilidad de disgregar los
    procesos de
    producción para lograr economías de integración más ventajosas y la
    vinculación más estrecha entre procesos de
    producción y distribución. Por otra parte, era
    necesario crear las condiciones que permitieran la mayor libertad
    posible para los movimientos de ajuste en la dotación de
    capitales (financieros y físico) que se iban a producir en
    la búsqueda de costes más bajos que galvanizaran la
    rentabilidad
    empresarial.

    Frente a la crisis financiera y ante la
    consolidación de la circulación monetaria como un
    nuevo espacio de ganancia, se hará preciso un nuevo tipo
    de regulación monetaria que, a través
    fundamentalmente de los tipos de interés, salvaguarde el
    beneficio de los poseedores de activos financieros, toda vez que
    éstos se erigen en alternativa a la inversión
    productiva cuando ésta no genera el beneficio adecuado, y
    que tienda a internalizar los costes derivados de una mayor
    inestabilidad e inseguridad monetarias.

    En tercer lugar, frente a la crisis del consenso social
    se hará también necesaria una nueva fórmula
    de legitimación social. Cuando la productividad ha
    caído y cuando no sólo está sin garantizar
    el alza salarial, sino incluso el propio puesto de trabajo,
    cuando los gobiernos (que no renuncian a la asistencia prestada a
    los capitales privados en forma de reducciones fiscales, de
    privatizaciones o de asunción de las nueves
    redes e
    infraestructuras necesarias para la incorporación de las
    nuevas
    tecnologías en condiciones rentables para el
    interés privado) comienzan, por el contrario, a
    desentenderse del capital social que habían venido
    financiando y de la protección que procuraban, el consumo
    privado y el disfrute de bienes colectivos deja de ser el
    cemento
    integrador que hace posible la armonía social.

    La existencia de millones de pobres, de parados o
    marginados no permite alcanzar el consenso desde la
    producción, desde la fábrica. No puede frenarse la
    rebeldía potencial que provoca una sociedad desigual y
    fragmentada tan sólo haciendo funcionar al máximo
    los aparatos productivos, porque ahora quienes pudieran rebelarse
    no están en condiciones de disfrutar de sus logros, como
    sucediera antaño. Y porque, incluso en ese caso,
    orientados los mecanismos redistribuidores hacia la
    recuperación de las ganancias de capital en detrimento de
    las rentas del trabajo, la desigualdad irá en aumento y
    cada vez serán más numerosos quienes no disfrutan
    del consumo.

    Por lo tanto, no puede haber más
    legitimación que la que procede de la sumisión,
    bien a través de la generación de vínculos
    autoritarios de regulación social que la fuercen, bien a
    través de la aceptación de la individualidad, de la
    competencia y del posibilismo como expresión más
    sublime de los comportamientos humanos.

    Todos estos cambios se realizaron al amparo de un nuevo
    diseño
    de los fines y los instrumentos de las políticas
    económicas así como de una nueva filosofía
    económica que pronto fue difundida con inusitado vigor
    desde el establishment académico, cultural y
    político.

    El renacimiento del
    viejo liberalismo enterró la pretensión de conjugar
    la libertad con la igualdad y la
    democracia
    formal con la satisfacción social. La renuncia, la condena
    y desincentivación de todo lo colectivo permitieron
    recobrar la práctica social más hedonista que evita
    la mirada del conciudadano insatisfecho, mientras que una turba
    de medios de
    comunicación promovieron la quimera de que es el
    esfuerzo individual lo que puede llevar al éxito y a la
    satisfacción sin medida.

    Paralelamente, se rechazaban los mecanismos de
    provisión y asignación distintos al mercado,
    institución abstracta que se entroniza como remedio de
    todos los males y como garantía de la mayor eficiencia. Pero
    soslayando, sin embargo, que no se trata de mercados perfectos,
    sino que los que se protegen y fortalecen están poblados
    de oligopolios y monopolios, que a lo sumo compiten entre ellos
    pero con resultados de eficiencia muy lejanos a los que
    debería producir la teórica competencia
    perfecta de los manuales.

    Con estos presupuestos
    se llevaron a cabo amplios programas de reprivatización
    que, sin embargo, no supusieron menos Estado, sino que más
    bien respondieron a los diferentes tipos de economías de
    integración que hacía posible la
    incorporación de nuevas tecnologías, como pone de
    evidencia el que fuese el sector público quien siguiese
    sufragando (como en el caso paradigmático de las telecomunicaciones) las infraestructuras y las
    redes necesarias para el desarrollo rentable de los intereses
    ahora privados. Verdaderamente, el viejo criterio de socializar
    las pérdidas y privatizar los beneficios no ha dejado de
    tener validez en las economías capitalistas.

    Como tampoco el Estado
    dejó de disponer las condiciones generales del intercambio
    cuando se procedía a realizar amplios programas de
    "desregulación". Esta constituía más una
    regulación de distinto tipo, o como se ha dicho, con
    diferente ética,
    pero nunca la negación de la función de
    arbitrio que el sector público asume para intervenir en el
    conflicto
    entre intereses colectivos y privados. De hecho, no disminuye la
    intervención sino que más bien aumenta ésta
    aunque, ciertamente, orientada ahora a eliminar trabas y
    obstáculos que, en la mayoría de los casos,
    habían sido establecidos precisamente para paliar los
    efectos perversos que conlleva un régimen de
    producción y consumo que supedita cualquier otra
    circunstancia al lucro privado.

    Como un último
    corolario, fue preciso reformular el alcance de la propia

    política
    económica.

    La negación de la política
    fiscal por intervencionista y generadora de incentivos
    ineficientes oculta, sin embargo, la reducción pretendida
    y alcanzada en el gasto público -especialmente en el gasto
    redistributivo y social- y la disminución de la presión
    fiscal que
    soportan las empresas y las rentas más elevadas, en un
    proceso sin parangón de redistribución pero a favor
    de los sectores más pudientes de la sociedad.

    Al mismo tiempo, la
    política
    monetaria cobró un vigor inusitado. Primero, porque
    requiere menos aparato administrativo y se instrumenta desde los
    bancos
    centrales, organismos más resguardados y defendidos del
    control
    parlamentario y ciudadano; segundo, porque evita la
    redistribución a favor de las rentas bajas al dejar hacer
    al sistema de intercambio que reproduce la desigualdad; y,
    finalmente, porque permite regular directamente y con una gran
    autonomía la circulación monetaria, que es el lugar
    privilegiado de realización de los beneficios, si se tiene
    en cuenta que la reconversión productiva destruye tejido
    industrial y libera recursos
    financieros, masas monetarias ingentes destinadas a la
    especulación financiera y a la inversión no
    productiva, para cuya rentabilización son imprescindibles
    políticas de tipos de interés adecuadas.

    En definitiva, la salida a la crisis que respetara las
    coordenadas básicas del sistema requería, en primer
    lugar, nuevos espacios productivos y nuevas formas de
    producción, para lo cual había que alterar la pauta
    redistributiva vigente que había consolidado al
    keynesianismo socialdemócrata como alternativa atractiva
    de progreso; en segundo, distintos comportamientos, valores
    diferentes y nuevos tipos de aspiraciones sociales, lo que
    implicaba subvertir el abanico de aspiraciones sociales que
    había contribuido a forjar la socialdemocracia.
    Finalmente, nuevas prioridades en la instrumentación de las políticas
    económicas, de forma que, a diferencia de la
    situación anterior, el papel del gobierno no fuese
    encaminado a corregir las disfunciones de todo tipo del mercado,
    sino a procurar que su funcionamiento (aun imperfecto) fuese
    mucho más libre, es decir, negar también la
    razón de ser del propio keynesianismo, el más
    eficaz sustento teórico de la socialdemocracia.

    En consecuencia, la alternativa a la que se enfrentaban
    los gobiernos socialdemócratas desde finales de los
    años setenta era particularmente dramática: el
    mantenimiento de sus postulados tradicionales, que les
    habían garantizado apoyo social y un papel privilegiado
    como bisagra en la definición de los horizontes
    políticos, les llevaría necesariamente a bloquear
    la estrategia de recuperación del sistema. O dicho de otra
    manera: para mantener su natural condición reformista
    tendrían que aceptar que sus principios se
    negaran a sí mismos.

    De ahí proviene la "tentación liberal" a
    la que tuvo que enfrentarse la socialdemocracia y frente a la
    cual no puede decirse que haya presentado, sobre todo la que
    estaba en el ejercicio del poder,
    demasiadas resistencias.
    Más bien todo lo contrario.

    La
    economía
    de los noventa: el desorden como contexto.

    El problema principal que comportó la
    asunción de esas estrategias, que tuvieron su
    expresión más explícita en la llamada
    "revolución conservadora" de M. Thatcher y
    R. Reagan, pero que han sido secundadas por los gobiernos
    occidentales con mayor o menor disciplina en los últimos
    años y, por tanto, también por los de
    carácter socialdemócrata, es que no terminan de
    cuajar como soluciones
    definitivas que eviten la inestabilidad, las crisis recurrentes y
    el crecimiento del malestar social. Así lo prueba, por
    ejemplo, la envergadura de la crisis de los primeros noventa y la
    predicción elemental de que la reactivación que se
    inicia en los primeros meses de 1.994 no permitirá
    resolver de forma duradera los desequilibrios principales, como
    el desempleo o los déficits públicos, que padecen
    nuestras economías, por no hablar de la asimetría
    creciente entre las naciones o del empobrecimiento de regiones ya
    amplísimas del planeta.

    En particular, agudizaron el proceso de
    "financierización" generado como secuela del progresivo
    endeudamiento generalizado, no consiguieron consolidar el
    necesario marco de competencia internacional renovado que
    requería la nueva base tecnológica del sistema y,
    sin embargo, provocaron una situación de progresiva
    fragmentación social que debilitó la demanda agregada
    a la vez que hacía cada vez más insostenible
    mantener la bandera del liberalismo como elemento integrador y
    legitimador ante los conflictos sociales que laten más
    fuertemente a medida que aumenta el malestar social.

    La amenaza
    permanente de la inestabilidad financiera.

    El enorme endeudamiento familiar y empresarial, la gran
    cantidad de activos financieros que fueron acumulando las
    empresas multinacionales y los bancos, la inversión
    creciente procedente ya no sólo de Estados Unidos sino
    también de Japón,
    Alemania o el
    Reino Unido, la necesidad de inyectar volúmenes cada vez
    mayores de recursos financieros para tratar de controlar las
    oscilaciones de los tipos de cambio y la
    introducción de nuevas tecnologías
    que permiten operar más rápidamente en los mercados
    financieros, han sido los fenómenos principales que
    han dado lugar a la hipertrofia de los flujos financieros que
    circulan en la economía
    mundial.

    En 1992 el movimiento
    total neto diario de los nueve principales mercados de divisas alcanzaba
    el valor de
    910.000 millones de dólares, prácticamente el doble
    de las reservas totales de oro de todos
    los países industriales. Por su parte, el volumen de
    activos financieros pertenecientes al sector privado es
    aproximadamente cinco veces mayor que el que pertenece a los
    gobiernos (FitzGerald 1994, p.134), lo que muestra
    además lo difícil que resulta controlar el flujo de
    activos privados desde los poderes públicos.

    Se ha generado, pues, un proceso en virtud del cual los
    mercados financieros han cobrado vida independiente,
    autónoma de los movimientos reales de la economía,
    constituyéndose además en ámbitos
    alternativos y de gran rentabilidad para la aplicación de
    recursos.

    A ello ha contribuido especialmente el papel
    desempeñado por la política monetaria que, en lugar
    de erigirse en un instrumento de control de esos flujos para
    evitar que la inestabilidad que llevan consigo se traslade a la
    actividad productiva, se ha convertido, gracias a la estrategia
    de altos tipos de interés que se corresponde con su
    pretensión deflacionista, en la palanca que proporciona
    una enorme redistribución a favor de los poseedores de
    liquidez.

    De todo ello se deriva necesariamente el incremento de
    la inestabilidad, el mayor coste de oportunidad al que debe hacer
    frente la inversión productiva y, como una especie de
    efecto perverso, que, a la postre, los bancos centrales terminen
    siendo cada vez más impotentes para controlar la dinámica errática y volátil
    que caracteriza a los movimientos financieros.

    Un efecto añadido de la financierización
    de las economías es la generalización de la
    especulación, en el sentido peor del término. Y una
    de sus consecuencias que ha tenido también importantes
    efectos sobre el papel gubernamental de la socialdemcoracia han
    sido los fenómenos de corrupción
    que han poblado la historia reciente y que
    lógicamente tienen una trascendencia mucho más
    dañina en los gobiernos y/o partidos de tradición
    de izquierdas, que solían levantar con más
    ahínco la bandera de la transparencia y la honestidad en la
    gestión pública.

    El nuevo
    régimen de competencia internacional.

    Las condiciones en que se ha incorporado la nueva base
    tecnológica y bajo las que se ha llevado a cabo el
    "ajuste" necesario para facilitar la recuperación del
    beneficio también generan un estado de cosas caracterizado
    por la inestabilidad y por sus efectos nocivos para el
    bienestar.

    Lógicamente, el nuevo orden tecnológico no
    se instaura de manera simultánea en el tiempo y en el
    espacio. Eso provoca escalonamientos entre las empresas y las
    industrias, de
    forma que se altera el régimen de competencia, es decir,
    las coordenadas en que deben actuar para lograr colocar sus
    productos con éxito en el mercado.

    Las industrias o empresas tradicionales que no terminan
    de incorporar de manera generalizada la nueva tecnología o que no
    asumen la nueva forma de gestión de la mano de obra se
    encuentran en muy débiles condiciones a la hora de hacer
    frente a la competencia. De hecho, sólo tienen una
    alternativa para mantener cuotas de mercado, para ser
    competitivas: reducir al máximo los costes de
    producción o gozar de protección suficiente en su
    respectiva zona de influencia que permita subvencionar una
    producción más cara en términos
    relativos.

    Puesto que esta segunda posibilidad no puede estar muy a
    la mano de forma generalizada la solución será
    reducir la principal componente de los costes totales en este
    tipo de industria
    tradicional: los salarios.

    Cuando eso es posible, se puede mantener una cierta
    dinámica industrial tradicional en los países
    más desarrollados, aunque a costa de menos ingresos y peor
    calidad de
    vida para los asalariados. Pero lo normal ha sido y es que las
    empresas que se encuentran en estas condiciones tiendan a
    relocalizarse en las zonas geográficas donde el nivel
    salarial es más bajo (a veces hasta setenta veces
    más bajo para las mismas tareas) que en los países
    donde estaban instaladas antes.

    En consecuencia, en los países de salarios
    más altos (o lo que es lo mismo, en los que habían
    gozado de mayor protección social, de más seguridad en
    el trabajo y
    de mejores condiciones laborales) se produce una
    "desindustrialización selectiva", esto es una
    pérdida de tejido productivo y un aumento del
    desempleo.

    El problema es, sin embargo, que el traslado de la
    industria de carácter más tradicional a
    países del Sur no conlleva una mejora sustancial en la
    condición de los mismos. Unas veces, porque la
    operación la realizan empresas multinacionales que operan
    con precios de
    transferencia, de manera que los países receptores no se
    apropian de las ganancias reales del traslado. Otras, porque la
    operación provoca una competencia desenfrenada que lleva
    consigo una caída en los precios internacionales y, en
    consecuencia, de los ingresos percibidos. Y siempre, porque la
    nueva industrialización se basa en cualquier caso en
    salarios muy bajos e incapaces de generar la suficiente demanda
    interna que actúe de catapulta del crecimiento
    económico y garantía de una mayor
    satisfacción. Más bien sucede lo contrario: alienta
    la urbanización acelerada, el abandono de las fuentes de
    abastecimiento autóctono y el deterioro de los lazos de
    interacción social.

    De esta forma, la situación en que quedan tales
    industrias tradicionales es causa de conflicto a nivel
    internacional y expresión de una contradicción
    evidente: desalientan el crecimiento en los países
    más ricos, en donde generan altos volúmenes de
    desempleo, no procuran el desarrollo real de los que las reciben,
    y exacerban, sin embargo, la competencia mundial, lo que se
    traduce en guerras de
    precios que finalmente expulsan a más empresas de los
    mercados.

    Otras empresas o industrias se desenvuelven con un alto
    nivel de sofisticación en diseño y
    producción, pero no tienen una complejidad o dificultad
    suficiente como para quedar fuera del alcance de los nuevos
    productores. Por ello, pueden dedicarse a producir a gran
    escala con un
    notable contenido de nueva tecnología, pero con un gran
    peso de la mano de obra barata que es característica de
    los países de reciente industrialización con acceso
    a esa tecnología intermedia.

    La estrategia de penetración en el mercado de las
    empresas de esta naturaleza puede sustentarse, entonces, bien en
    la capacidad de obtener una mayor calidad o un diseño
    más atractivo, bien en la disminución de precios
    que permite el régimen de bajos salarios y exiguos
    derechos
    laborales (lo que luego se condena como "dumping
    social").

    Generalmente, es esta última la dominante, porque
    la otra exige una gran inversión y disponer de mejor
    tecnología. Pero esto llega a ser tan prohibitivo que las
    industrias afincadas en países de altos salarios que no
    logran mejoras muy sustanciales en el diseño y/o en la
    producción no consiguen hacerse un hueco en mercados donde
    los precios vienen impuestos desde
    los países de reciente
    industrialización.

    Por ello, la industria de esta naturaleza ubicada en
    países de salarios altos está condenada al fracaso,
    pues tampoco resulta fácil que pueda lograr su
    relocalización selectiva. Como dice Ohmae (1991, p. 138),
    "por mucho que se esfuerce por encontrar un paraíso
    estable, una compañía que emigre en busca de mano
    de obra barata, sólo logrará una vida
    semicompetitiva de cinco años". Por lo tanto, la
    consolidación de éstas industrias conlleva
    también, a medio o largo plazo, la
    desindustrialización en los países de salarios
    relativamente más altos.

    Pero tampoco dejan de originar problemas a los
    países en donde se ubican por razón de los menores
    costes salariales. Normalmente, esta industria es, en palabras de
    Ohmae (1991, p. 140), "maquilladora"; es decir, que recibe
    componentes claves de los países más desarrollados,
    los transforma gracias a su base tecnológica semi-compleja
    agregando sobre todo mano de obra y los reexporta de nuevo a los
    países en donde se encuentra el tercer tipo de industria
    que analizaré después, las de muy alto componente
    de investigación y desarrollo.

    Y, además, las industrias de estos países
    se enfrentan a un problema principal para dar el salto
    cualitativo que es de carácter endógeno. Es
    necesario un mercado interno potente como punto de partida de una
    industria exportadora, como demuestra el caso de los
    países más desarrollados. Pero ello es
    difícil de lograr, precisamente, sobre la base de salarios
    reducidos y, en consecuencia, de muy baja capacidad de
    compra.

    Finalmente, se encuentran lo que llamaremos las empresas
    y/o nuevas industrias de alto valor añadido, es decir, las
    que son capaces de incorporar el innovación
    tecnológica más avanzada y las pautas de
    organización interna más apropiadas para lograr una
    combinación de costes óptima. Sus principales
    características son las siguientes: A) La
    sustitución de la competencia por disponer de nuevos
    productos por la encaminada a poner en práctica nuevos
    procesos que permitan la penetración más
    fácil en el mercado y a menor coste. B) La difusión
    muy rápida de la innovación tecnológica que no
    permite mantener durante mucho tiempo una posición
    ventajosa de monopolio
    tecnológico. C) La necesidad de posicionarse en el mercado
    mundial para ser competitivas, lo que obliga a constituir
    costosas redes de distribución internacional. D) Que al
    tratarse de empresas cuyo componente de mano de obra tiene un
    valor muy reducido (que generalmente se sitúa en torno al 10 por
    cien del coste total de producción), no se obtienen
    grandes ventajas de intentar reducir la componente salarial. Por
    ello, estas empresas no tienden a localizar su producción
    fuera de los países desarrollados, a veces ni tan siquiera
    la de sus componentes intermedios de mayor valor añadido.
    E) Por último, y para hacer viable la estrategia de
    mundialización de las ventas, la producción de
    estas industrias más avanzadas tecnológicamente se
    suele llevar a cabo constituyendo "redes", es decir en una
    organización sin fronteras. Esta característica es
    importante porque significa que se llevará a cabo -bajo
    las relaciones de propiedad vigentes- preferentemente en el seno
    de las grandes empresas multinacionales.

    La dinámica muy competitiva que conlleva lo que
    acabo de señalar origina un proceso permanente de
    desaparición de las empresas menos eficientes, un ritmo
    vertiginoso en la innovación que obliga a destinar
    recursos muy cuantiosos a la investigación y al desarrollo
    (que o bien hipotecan los beneficios si los canaliza la empresa
    privada o aumentan los déficits públicos si los
    proporcionan los gobiernos) y, en suma, una situación de
    inestabilidad, de cambios en el empleo y de crecimiento
    económico "a saltos", como consecuencia de las rupturas
    permanentes a que se da lugar.

    Además, los mercados internos se encuentran en
    una situación de franca debilidad. Como he
    señalado, la relocalización y los incrementos
    continuados de productividad generan paro, las políticas
    de control salarial impuestas para tratar de evitar el
    desplazamiento de la industria con mayor componente de mano de
    obra debilitan el gasto privado; y la "financierización" y
    el endeudamiento drenan recursos cuya disposición
    sería necesaria para impulsar la inversión y el
    gasto.

    Si a ello se añade que se renuncia expresamente a
    impulsar la actividad económica por la vía de la
    demanda (sobre todo para soslayar cualquier compromiso de mayor
    protección social que pudiera derivarse) resultará
    que incluso los países más avanzados encuentran en
    su propio mercado interno un escollo fundamental a la hora de
    lograr el impulso necesario para hacerse un sitio definitivo en
    el nuevo orden económico.

    Por otro lado, la necesidad de revitalizar el mercado
    interno también choca con la exigencia de alcanzar un
    grado suficiente de mundialización. Mientras que esto
    último requeriría que las industrias más
    dinámicas encontraran abiertas las puertas de los mercados
    internacionales, el fortalecimiento de los mercados internos
    invita a proteger las industrias nacionales menos avanzadas y a
    establecer bloques comerciales que actúan verdaderamente
    como compartimentos estancos del comercio
    mundial. Por este motivo, se incrementa el proteccionismo para
    evitar el lastre de la desindustrialización y el declive
    de los sectores tradicionales; pero eso, como ha señalado
    entre otros Gilpin (1987), es justamente lo contrario de lo que
    requiere la industria más innovadora, sobre la que
    realmente descansa el impulso principal de las
    economías.

    Puesto que la dinámica de competencia exacerbada
    también afecta a los propios gobiernos que constituyen los
    focos principales de las decisiones mundiales (Japón,
    C.E., Estados Unidos), resulta que se produce una coordinación internacional insuficiente y
    una falta de liderazgo
    claro que provoca que la competencia mundial se produzca de
    manera muy desordenada, que el posicionamiento
    de las grandes empresas en los mercados se realice de forma
    agresiva, ocasionando caídas sustanciales en los
    márgenes de ganancias, y en un contexto general de gran
    incertidumbre.

    La amenaza de la creciente
    fragmentación social.

    La generalización del desempleo y la
    disminución de los programas de bienestar social han
    generado estratos sociales sin ingresos salariales que han de
    refugiarse en el subsidio limitado en cantidad y tiempo, en la
    economía informal o, simplemente, en la delincuencia;
    pues, como ponen de manifiesto reiteradamente los estudios sobre
    pobreza, el
    desempleo sigue siendo el principal factor que la genera
    (Schiller 1989, pp. 44 y ss).

    A ello hay que añadir la paulatina
    precarización del empleo y la generalización del
    empleo de baja calidad. La terciarización de las
    economías tiende a disminuir el empleo capaz de
    proporcionar ingresos suficientes a las familias para crear
    legiones de vendedores, camareros, secretarias, cajeros,
    aprendices y otros empleos sin cualificación y normalmente
    a tiempo parcial, cuyos salarios son comparativamente mucho
    más bajos. Lo que provoca que el momento de entrada en los
    mercados de trabajo de estos empleados sea también el de
    su inclusión en las estadísticas de pobreza.

    Mientras que las políticas liberales consolidan,
    por un lado, a una minoría más o menos exigua de
    grupos
    sociales saciados, por otro multiplican el número de
    los colectivos de insatisfechos. Son éstos últimos
    los que forman las "familias desfavorecidas (que) se encuentran
    cada vez más marginadas y políticamente aisladas.
    No tienen "voz"; están dispersas e internamente
    diversificadas, compiten entre sí por unos recursos
    decrecientes y se ven también abandonadas por los partidos
    políticos de la izquierda. Se les empuja a la
    apatía o a la acción
    individualista y terminan por convertirse en un simple problema
    de "orden legal", al menos, cuando la pobreza y la
    marginación social no se concentran mucho en
    términos sociales o espaciales" (Mingione 1993, p.
    541).

    La fisonomía de nuestras sociedades es
    claramente dual. La opulencia y la insatisfacción conviven
    de momento en equilibrio,
    pero es evidente que esa polarización lleva en su seno el
    germen del desorden. No en vano, un economista tan consagrado
    como Galbraith (1992, p. 173) afirma que una de las amenazas que
    origina este tipo de políticas, que él llama de la
    satisfacción, las destinadas a privilegiar aún
    más a los ya satisfechos, es "la rebelión, en la
    forma que sea, de la subclase".

    El problema principal de este fenómeno consiste
    en que la dualidad y la fragmentación no sólo
    llevan consigo un espectro cada vez mayor de malestar social o un
    deterioro incluso de la capacidad de generar demanda interna que
    no es de soslayar. Es que, además, pueden llegar a poner
    seriamente en cuestión el orden de los valores
    sociales en tanto que son una expresión explícita
    de que las bondades con que se arropa ideológicamente la
    política dominante no son sino señuelos, nunca
    realidades. Y en la medida en que eso llegara a generalizarse,
    las políticas conservadoras se quedarían sin
    interlocutores sociales a los que poder convencer, desnudas
    entonces de todo poder legitimador.

    La estrategia para el bienestar. )Más de lo mismo
    con insatisfacción, o un cambio de rumbo hacia la
    necesaria transformación social?

    En el contexto que acabo de analizar, las
    políticas socialdemócratas que sucumbieron ante la
    tentación liberal se enfrentan ya -y más aún
    en un futuro inmediato- a graves contradicciones.

    El privilegio concedido a la política y a las
    instituciones
    monetarias independientes del poder
    ejecutivo (resultado de la nueva regulación monetaria
    que requiere la financierización de las economías),
    privará a los gobiernos de una importante capacidad de
    actuación en el ámbito de la política
    económica. En el supuesto previsible de que esta
    circunstancia será cada vez más determinante, se
    puede deducir que en el futuro se fortalecerá la
    "restricción monetaria", en palabras de Altvater (1994), a
    la que estarán sometidas las políticas de
    regulación económica nacionales. De manera que
    será aún más difícil que la
    estrategia reformista pueda ser percibida y asumida socialmente
    como una forma de interlocución política frente al
    sistema, esto es, como un contrapeso efectivo frente a la
    insatisfacción que deriva de él.

    A tenor de lo que he señalado sobre las
    características del nuevo régimen de competencia y
    de las coordenadas en que debe realizarse el ajuste productivo,
    también creo que pueden deducirse limitaciones importantes
    para que la socialdemocracia "reconvertida" al credo liberal
    pueda mantener su coherencia como estrategia plausible y
    duradera.

    No puede olvidarse que la razón de ser de toda
    estrategia reformista, la clave de su éxito en
    términos de aceptación social, radica en ser capaz
    de proporcionar un nivel de satisfacción que sea
    perceptible de manera inmediata por los agentes sociales. Se
    puede constatar fácilmente que sus momentos de mayor auge
    coinciden precisamente con aquellos en que se ha podido impulsar
    con éxito y equilibrio el crecimiento económico. En
    ese sentido, se podría decir que la perspectiva
    reformista, como la que corresponde a la socialdemocracia, se
    asienta con eficacia en la sociedad cuando la dinámica
    social responde a expectativas crecientes, mucho mejor que cuando
    éstas son limitadas.

    En consecuencia, y si se tiene en cuenta que las
    tensiones inherentes a la "respuesta liberal" conllevan un alto
    grado de perturbación permanente y crisis recurrentes,
    resulta que la reconversión liberal de la socialdemocracia
    implica que ésta última se desprende también
    de su carácter de estrategia trascendente,
    connotación que le es es necesaria, sin embargo, para
    poder conformar en torno a sí un bloque social de apoyo
    permanente; lo que también es la condición
    necesaria para protagonizar el pilotaje de la acumulación
    y actuar como referente de la legitimación.

    En particular, estas circunstancias afectan a dos
    soportes básicos de la estrategia socialdemócrata.
    Por un lado, al aceptar el tipo de restricción monetaria
    que he señalado, se encuentra especialmente hipotecada la
    posibilidad de utilizar políticas de demanda, aquellas en
    las que se expresa más claramente la vocación
    compensadora en lo redistributivo del reformismo, y que, por lo
    tanto, facilitan la legitimación a su
    través.

    Por otra parte, la asunción del criterio de
    redistribución en contra del salario, para facilitar
    así la reestructuración productiva que salvaguarda
    el beneficio, implica necesariamente invertir el discurso que
    es consustancial a la socialdemocracia: en lugar de tratar de
    reajustar el resultado desigual del mercado para procurar una
    distribución más justa de la renta, se debe pasar a
    abanderar una solución de reparto que viene a fortalecer
    la asimetría y la desigualdad que origina el mercado. Pero
    este cambio de perspectiva lleva consigo dos problemas
    fundamentales.

    Por un lado, esa es una estrategia que, a la postre, no
    va a poder evitar los desequilibrios (déficits
    públicos), ni va a eliminar tampoco el problema cuya
    solución le sirve de coartada (el desempleo), porque los
    primeros son el resultado de tensiones estructurales que se
    originan, precisamente, por la creciente desigualdad en el
    disfrute, y porque el paro no es sólo consecuencia de la
    tensión salarial.

    Por otro lado, la asunción de la alternativa de
    redistribución a favor del beneficio sitúa a quien
    la asume claramente enfrente de las demandas sindicales y, en
    general, de las aspiraciones del bloque asalariado; lo que
    inevitablemente derivará en el agotamiento del modelo de
    socialdemocracia liberal, toda vez que la única
    posibilidad que tiene una estrategia de esa naturaleza para
    asentarse socialmente radica en llegar a ser la expresión
    política de aquellos.

    En suma, como dice Sharpf (1991, p. 332): "Una
    política socialdemócrata y sindical que hubiera de
    poner su orgullo masoquista en ser capaz de organizar de forma
    más efectiva la redistribución
    económicamente necesaria en favor del capital de lo que
    serían capaces de hacerlo los propios capitalistas, puede
    que esté en condiciones de producir a sus protagonistas un
    cierto placer y alegría funcionales, pero no cabe duda de
    que de ella no podría deducirse ya ninguna visión
    de futuro, plausible y capaz de generar
    integración"

    Finalmente, habría que señalar un
    fenómeno adicional que tiene que ver con el necesario
    cambio en el sistema de valores sociales que requiere la
    instrumentación de políticas liberales como las que
    vienen aplicándose en nuestro contorno.

    El cultivo del individualismo, el desprecio de lo
    público y el rechazo de la política que lleva
    consigo, la banalización de los códigos morales de
    conducta
    ciudadana, la gubernamentalización, a lo sumo, de las
    prácticas solidarias y la contribución efectiva que
    desde los gobiernos se hace para propiciar un consumo cultural
    tan vacío de contenidos como carente de expectativas de
    cambio social, contribuyen a diseñar un ciudadano estanco
    y renuente a ejercer como parte de la acción colectiva,
    porque se la hace ajeno a la situación del otro.
    Justamente, el prototipo de ser social egoísta y
    ensimismado que se corresponde nítidamente con la
    dinámica de la competencia basada en la responsabilidad individual, la que no contempla la
    insatisfaccción generalizada como un problema
    colectivo.

    Resulta entonces, que cuando la socialdemocracia cae en
    la tentación liberal termina forjando un ciudadano que
    apenas se va a sentir identificado con sus referencias
    ideológicas originarias y que le dan personalidad
    propia. Deja, pues, de ser socialdemocracia, para confundirse
    intrínsecamente con el proyecto liberal,
    convirtiéndose, entonces, tan sólo en el semillero
    que hará posible que éste germine, al final, sin
    socialdemócratas.

    Ahora bien, si tiene sentido preguntarse sobre el papel
    de la socialdemocracia en la encrucijada económica actual
    es, justamente, porque ésta (en las diferentes
    manifestaciones partidarias del socialismo democrático) ha
    sido la expresión política de un bloque social
    específico, al que corresponden objetivamente las mismas
    aspiraciones sociopolíticas por encontrarse bajo un umbral
    semejante de satisfacción/insatisfacción. Y que,
    por tanto, tiende a identificarse con los proyectos que
    apuntan a conseguir la elevación de ese umbral de
    bienestar.

    Lo que interesa entonces no es tanto el devenir de la
    estrategia socialdemócrata cuando ésta se desvanece
    al transformarse en un remedo de la respuesta
    liberal-monetarista, como la naturaleza de la estrategia que
    puede satisfacer efectivamente la demanda de bienestar de ese
    bloque social, es decir, las condiciones en que puede
    reconstituirse una expresión política del mismo que
    garantice su satisfacción y que, sin embargo, no llegue a
    ser una estrategia baldía o autoparalizante.

    En este sentido, entiendo que habría que partir
    de dos grandes hipótesis. La primera es que no es factible
    reproducir la solución de bienestar característica
    de los períodos pasados de crecimiento económico
    intensivo y autosostenido.

    Esto es así, a mi parecer, por varias razones.
    Porque manteniendo las grandes coordenadas del actual modelo de
    crecimiento no es posible generar niveles de ocupación de
    pleno empleo. Porque el crecimiento económico, o
    está vinculado a actividades que sustituyen capital por
    trabajo y entonces no genera empleo, o, cuando lo genera, es que
    está basado en actividades muy poco productivas que
    proporcionan fundamentalmente empleo de baja calidad. En
    consecuencia, si se respeta la tónica de
    acumulación existente, se tendrá que soportar o una
    creciente fragmentación social o un desequilibrio
    financiero progresivo, lo que indica que será imposible la
    regulación social desde la óptica
    del bienestar general (en el más simple sentido de
    proporcionar ingresos que garanticen la satisfacción de
    las necesidades sociales elementales).

    Porque, en un contexto de perturbación más
    recurrentes, tampoco será viable la utilización de
    políticas estabilizadoras que permitan, al mismo, una
    redistribución correctora de la desigualdad y una
    recomposición eficaz de los desequilibrios
    macroeconómicos. Primero, por la más fuerte
    restricción monetaria que señalé; y segundo
    porque, al acortarse temporalmente el ciclo económico, al
    estrecharse la distancia entre la expansión y la crisis,
    las políticas de "enfriamiento" y "recalentamiento" de la
    actividad económica llegan a superponerse, ocasionando el
    efecto contrario al propuesto de contraponerse a las fases del
    ciclo. Esto es, que no se podrá conjugar la
    redistribución con la estabilidad.

    Porque las condiciones de reducción salarial en
    que se lleva a cabo la mundialización del régimen
    de competencia no permiten lograr una regulación
    "nacional" que garantice, simultáneamente, la
    inserción en el sistema global de intercambios y la
    generación de una demanda interna suficiente y soporte de
    la oferta interior.

    Finalmente, porque, incluso la hipotética
    posibilidad de lograr incrementos muy sustanciales en los ritmos
    de acumulación que permitieran soslayar las cuestiones
    anteriores se encontraría con una gran limitación
    (de la que no puedo ocuparme aquí con más detalle):
    la externalidad medio ambiental y la saturación de la base
    energética del sistema.

    La segunda hipótesis se
    deriva de la primera. Si no es posible reproducir la
    solución típica de una expansión
    económica prolongada, resulta que deben encontrarse
    fórmulas alternativas si se quiere, no ya mejorar
    radicalmente, sino tan sólo recobrar los niveles de
    bienestar social anteriores. Y si, como he tratado de apuntar, la
    estrategia puramente redistribuidora (la que procura una
    distribución de las rentas secundarias más
    satisfactoria que la de las rentas primarias que genera el
    mercado) es inviable en las condiciones actuales, no puede
    concebirse un proyecto que se proponga sinceramente elevar el
    nivel de satisfacción social que no apunte,
    principalmente, a la intervención sobre la
    distribución originaria de las rentas.

    En este sentido, se podrían indicar los
    siguientes seis grandes ámbitos de reflexión en
    torno a los que habría que diseñar los contenidos
    más concretos de una estrategia alternativa, posible y
    útil para lograr mayor satisfacción:

    1. Los poderes de apropiación que constituyen hoy
    día el marco institucional de los intercambios de mercado
    (y no éste en sí mismo) son la principal fuente de
    desigualdad y, al mismo tiempo, la causa de que de él no
    se derive la eficiencia, sino el despilfarro.

    Por tanto, es preciso establecer mecanismos de
    limitación de esos poderes, que no podrán proceder
    sino del Estado, en su sentido de no-mercado, de lugar de la
    preferencia colectiva. Sin embargo, hay que tener también
    en cuenta que el Estado no se sustraer necesariamente a la
    influencia de poderes de apropiación de idéntica
    naturaleza, lo que obliga también a replantear la forma en
    que se generan, se expresan y se hacen efectivas las preferencias
    sociales.

    Esto implica replantear, desde la naturaleza de la
    intervención estatal hasta los mecanismos de control del
    gasto público, pasando por el diseño de
    políticas de cooperación interempresarial, o de
    nuevos mecanismos que garanticen la recaudación
    fiscal.

    2. La creciente financierización de las
    economías, y la vinculación creciente de recursos a
    actividades especulativas y no productivas, es una
    expresión paradigmática del caracter despilfarrador
    e ineficiente del capitalismo en las condiciones actuales. Es
    impensable que puedan llevarse a cabo políticas de
    progreso que no terminen siendo autoparalizantes si no se aborda
    prioritariamente el control de los flujos financieros, bien
    estableciendo mecanismos de control ("al dinero le pasa
    lo contrario que al hombre -dice
    E. Galeano-, cuanto más libre peor"), bien generando
    sistemas de
    incentivos que faciliten la aplicación de los recursos
    para la generación de riqueza productiva.

    3. La única forma de conseguir en nuestras
    sociedades un estado de ocupación generalizada y que
    proporcione el ingreso necesario es la desmercantilización
    progresiva del trabajo, toda vez que los mercados laborales no
    pueden generar ya el pleno empleo.

    Esto implica que debe profundizarse en el análisis/propuesta de fórmulas de
    "reparto del trabajo", de aportación de trabajo
    comunitario con remuneración, etc.

    4. El régimen de los intercambios internacionales
    no puede limitarse a ser una simple imagen refleja
    del desorden de la mercancía. Debe regularse de manera
    que, primordialmente, se protega el desarrollo de las capacidades
    endógenas, lo que no tiene por qué limitar la
    búsqueda de la mayor libertad en los
    intercambios.

    En particular, habría que considerar como punto
    de partida que una regulación más justa y eficiente
    del comercio mundial debería basarse en la
    recuperación de las economías más
    débiles, teniendo en cuenta, además, que esa
    debilidad ha sido sobrevenida, consecuencia del mantenimiento -la
    mayoría de las veces por la fuerza– de un
    sistema económico internacional que ha primado el expolio
    y que ha vuelto la cara siempre a la secuela de empobrecimiento
    que ha ido dejando.

    5. La escasez no puede
    ser entendida como expresión de la imposible
    generalización de la abundancia, sino como la
    limitación que lleva consigo un sistema cuyo orden
    técnico y de propiedad tiende a agotar toda fuente de
    sintropía.

    Esto implica replantear los modos de consumo, la
    desmercantilización de la protección del medio ambiente
    y, fundamentalmente, a considerar que hacer frente al
    condicionante de la escasez implica impedir la opulencia y el
    despilfarro.

    6. Frente a los procesos de desintegración
    social, son necesarias estrategias de desfragmentación
    social que favorezcan el reconocimiento de lo colectivo como
    fundamento de la transformación social
    autogratificante.

    Lógicamente, avanzar en estas líneas es ir
    algo más lejos de hasta donde alcanzan los planteamientos
    más convencionales; pero es que éstos suelen ser
    los que nunca miran de frente ni a la insatisfacción ni al
    padecimiento de tantos seres humanos y, en consecuencia, lo que
    terminan siendo, con demasiada frecuencia, verdaderos
    cómplices de las políticas que provocan del
    sufrimiento humano y el malestar social. Por el contrario, me
    parece que el riesgo de asumir
    un posicionamiento reflexivo más radical es la
    única garantía de lograr una acción social
    nítidamente transformadora, con verdaderas posibilidades
    de protagonismo en el futuro y de no terminar siendo una simple
    evanescencia de las políticas conservadoras, verdaderas
    causantes de la situación de frustración que afecta
    a la inmensa mayoría de la Humanidad.

    Y, además, la única condición que
    permitirá a los que aspiran sinceramente a soluciones de
    progreso y satisfacción para la mayoría, que no
    tengan que limitarse, también frustrados, sólo a
    reivindicar el orgullo de tener ideales.

    Bibliografía
    citada

    ARMSTRONG, PH., GLYN, A.
    y HARRISON, J. (1991). "Capitalism since 1945". Basil Blacwell,
    Oxford.

    ALTVATER, E. (1994). "El precio del Bienestar". Edicions
    Alfons El Magnànim. Valencia.

    FITZGERALD, V. (1994). "Las finanzas
    internacionales y el problema de la regulación de
    flujos de capital a escala internacional", en BERZOSA, C. Coord.
    (1994). "La economía mundial en los 90. Tendencias y
    desafíos". FUHEM-Icaria. Madrid.

    GALBRAITH, J.K. (1992). "La cultura de la
    satisfacción. Los impuestos para qué,
    )quiénes son los beneficiarios". Ariel.
    Barcelona.

    GAUTHIER, Y. (1989). "La crise mondial. De 1973 a nos
    jours". Editions Complexe. Bruxelles.

    GILPIN, R. (1987). "The Political Economy of
    International Relations". Princeton University Press.
    Princeton.

    MINGIONE, E. (1993). "Las sociedades fragmentadas. Una
    sociología de la vida económica
    más allá del paradigma del
    mercado". Ministerio de Trabajo y Seguridad
    Social. Madrid.

    O.C.D.E. (1990). "Ajuste estructural y comportamiento
    de la economía". M1 de Trabajo y Seguridad Social.
    Madrid.

    OHMAE, K. (1991). "El poder de la triada. Las nuevas
    reglas de la competencia mundial". McGraw-Hill.
    Madrid.

    SCHARPF, F.W. (1991). "Socialdemocracia y crisis
    económica en Europa". Edicions
    Alfons El Magnànim. Valencia.

    SCHILLER, B.R. (1989). "The Economics of Poverty &
    Discrimination". Prentice Hall. N. Jersey.

    TORRES, J., dir.(1994). "La otra cara de la
    política económica. España
    1982-1994". Los Libros de la
    Catarata. Madrid.

    Juan Torres López

    Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

    Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

    Categorias
    Newsletter