Los desórdenes que se producen en París
pueden, en cierto sentido, resultar gratificantes para nosotros,
que solemos padecer de una manera de pensar el mundo que pone a
Europa (o,
más genéricamente, al Occidente desarrollado) en un
pedestal. Esa admiración se da la mano con cierto
desprecio o con un resignado escepticismo acerca de las
posibilidades que tiene nuestro país o el conjunto de
América
latina en el sentido de acceder a niveles tan extremados de
civilización y/o eficiencia.
A pesar de que el Occidente ha exhibido muchas veces
características odiosas, cierto esnobismo cultural en el
país tiende, de forma consciente o inconsciente, a
aprobarlo como un todo.
Ahora bien, aunque son obvios los aportes que la
civilización occidental ha realizado a la humanidad,
así como también son ostensibles e innegables los
lazos de sangre y cultura que
nos unen a ella, también es verdad que América
latina representa una realidad diferente y, en algunos aspectos,
más benévola que la de esa realidad
trasatlántica que tanto nos fascina.
Ello no significa que esta parte del mundo esté
exenta de contradicciones. Todo lo contrario. La brutalidad de
los desniveles sociales y la situación de dependencia
económica en que nos encontramos incuban problemas muy
grandes.
Sin duda favorecidos por la disponibilidad de espacios
enormes y semivacíos, la fluidez social y el mestizaje (a
veces vergonzante, pero capilarmente difundido) que han
distinguido a nuestra trayectoria histórica, se configuran
hoy como un dato a tener en cuenta en un sentido favorable.
Gracias a ese rasgo de carácter, en efecto, hoy, cuando las
migraciones amenazan hacerse imparables y la xenofobia y el
racismo pueden
convertirse en los detonadores de una inclemencia social,
política y
en última instancia militar, esa faceta de la crisis
contemporánea, quizá, nos será
ahorrada.
El sistema mundial,
preso en la contradicción insanable que anida en su
naturaleza
más profunda y que deviene de su irremediable
pulsión a la acumulación desigual y a la
concentración de la ganancia cualesquiera sean las
consecuencias, no puede evitar el abandono en que deja a masas
cada vez más grandes, ni la confusa rebelión de
estas, poco proclives a resignarse a la condición de
parias en un mundo hipercomunicado, donde todo está al
alcance de la vista aunque no de la mano, y donde se pretende que
la
globalización sea en un solo sentido.
Esto es, tan sólo a través de un flujo de
capitales que trastoca las coordenadas sociales en todo el globo,
mientras se pretende atar en su lugar a millones de personas que
sólo pueden huir de su desesperada condición
trasladándose a los lugares donde presumen pueden
escaparse a la miseria.
En la tormenta que se ha desatado por París, y
que amenaza expandirse a los suburbios de otras ciudades
europeas, está presente una doble
ecuación.
Por una parte tenemos la manifestación de uno de
los hechos más duros de la vida contemporánea: la
ciudad ha dejado de ser sinónimo de comunidad, para
convertirse en un lugar sembrado de baluartes incomunicados,
determinados por la exclusión
social y por el miedo que causa esa misma exclusión a
quienes escapan a ella y se refugian en otro tipo de
exclusión, la del privilegio que se atrinchera en barrios
cerrados.
Esta exclusión es potenciada por el peso de la
historia. Los
disturbios que sacuden a la capital
francesa son la secuela o el rebote de la colonización
africana perseguida por Francia
durante más de un siglo y perpetuada, incluso
después de la guerra de
Argelia, por la asociación desigual entre la
metrópoli y sus viejos territorios de ultramar.
El fenómeno no es sólo francés,
desde luego: toda Europa es en este sentido un campo minado, y
también lo son los Estados Unidos,
donde la presión de
la migración
latinoamericana y la presencia de una importante población negra que ha sido asimilada de
manera superficial, configuran un panorama explosivo.
La mayor parte de las ciudades de Francia alojan hoy
minorías árabes y negras procedentes de los
países del Magreb o de Camerún o la Costa del
Marfil. Lo mismo pasa en gran parte de las ciudades europeas, con
la diferencia de que en estas la proveniencia de los inmigrantes
se da a partir de los territorios colonizados en su hora por
Italia, España o
Inglaterra. En
Alemania, que
no dispuso de colonias a partir de 1918, la oleada inmigratoria
es en general de origen turco o de Europa del este.
En el caso francés esas comunidades inmigrantes
se encuentran aisladas en guetos suburbanos, donde en ellas hacen
mella el desempleo, la
delincuencia
que suele ir asociada a esa situación y una
segregación implícita que alcanza incluso a los
descendientes franceses de los primeros inmigrantes que arribaron
al lugar. La discriminación está instalada
incluso en el lenguaje de
la sociedad
blanca, en el cual beurs y blacks son denominaciones de
connotación peyorativa –como "moros" y "sudacas" en
España–, y reconfirman la calidad de
ciudadanos de segunda que corresponde a sus
portadores.
En esas masas de individuos socialmente desajustados, y
muy en especial entre los jóvenes, la violencia que
se ejerce contra los pueblos árabes en el Medio Oriente de
parte del complejo imperial y la reacción confusa, pero
destructiva, que protagonizan el fundamentalismo y los
movimientos de resistencia
radical, no puede dejar de hacer su camino.
La intolerancia al estado de
cosas no aguardaba más que una chispa para manifestarse.
Esta fue suministrada por la muerte
accidental de dos adolescentes
franceses de origen árabe que se refugiaron en una
estación de alta tensión para escapar de la
policía y murieron electrocutados.
París siempre fue un foco de irradiación
revolucionaria, desde 1789 a 1968: ¿estaremos frente a los
prolegómenos de otra aventura histórica?
Conviene conservar los pies en la realidad, pero de
cualquier manera los sucesos parisienses y su proyección
están poniendo de relieve lo
inconfortable y precario de una situación que no
sólo afecta a los sectores menos privilegiados, sino que
puede también llegar a comprometer la estabilidad del
conjunto del mundo desarrollado.
En efecto, ¿qué hay de un movimiento
contestatario que se impregne de las consignas agitadoras que han
distinguido a la izquierda europea y apele al arma de la huelga para
canalizar su acción?
Aunque realizan trabajos no calificados, los europeos de segunda
son indispensables para tratar la basura,
remover los residuos patógenos, servir en los
geriátricos, atender los servicios
públicos, trabajar en la construcción y proveer al servicio
doméstico.
Aun en su condición subordinada, la mano de obra
primaria de una sociedad desarrollada es esencial, en especial
cuando la tasa declinante de la natalidad entre los sectores
mejor situados y el rechazo de los miembros de la sociedad blanca
a volver a desempeñarse como trabajadores manuales va
reduciendo su presencia demográfica o los torna
dependientes de otros.
Esto no se resuelve con expedientes militares. Ni
frenando el ingreso de nuevos inmigrantes.
El sistema mundial está encerrándose en un
callejón sin salida. La presión de la
financierización, la puja especulativa, la
concentración de la riqueza, la homogeneización de
la industria
cultural –que agrede a las singularidades identitarias y al
mismo tiempo, en
razón del desnivel de hierro
instalado por la acumulación desigual entre periferia y
centro, les impide acceder a esa misma
homogeneización–, van componiendo un todo explosivo
que sólo podría perder virulencia si se modificara
el sistema.
Esto no es probable, o al menos no lo resulta a partir
de las evidencias de
que disponemos hoy. Por el contrario, el incremento de la
agresión, la militarización de la política
en el Medio Oriente, las disposiciones puramente securitarias
adoptadas para enfrentarse a la situación –como el
toque de queda–, están preanunciando tormentas mucho
más fuertes que las que se han producido hasta ahora. Es
tiempo de "tsunamis".
Enrique Lacolla presenta su último libro: "El
Siglo Violento" Una lectura
latinoamericana de nuestro tiempo el Viernes 18 de noviembre a
las 19 horas en el teatro Verdi –
Alte Brown 736 – La Boca – Bs.As.
Publicado en "La Voz del Interior" el miércoles
16 del corrientes mes.
Enrique Lacolla / Periodista.
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