Sobre el peso del humor negro en "Asesinato en la Catedral" de T. S. Eliot
La siguiente es una construcción libre, paralela, casi
independiente del drama de T.S.Eliot
Asesinato en la Catedral. La aclaración inicial vale,
quizá, como autojustificación a priori de un
análisis particular hecho a partir de una
lectura que
observa la victoria de lo cómico, a través de la
ironía, por sobre lo trágico. Una ironía
llevada al extremo se convierte, casi como un fenómeno
físico-químico, en caricatura. La caricatura es
mascarada carnavalesca, y la mascarada carnavalesca es comedia
humorística. Pese a mi completa convicción de que
la búsqueda del autor jamás ha tenido que ver con
todo esto, sino más bien al contrario, creo, no obstante,
apreciar, desde un análisis muy particular, que el
poder de la
ironía, de la comicidad es, por varias razones, demasiado
superior al del drama en esta obra. Para llegar a ver la victoria
del humor por sobre lo trágico, será determinante,
como el campo de disputa entre ambos, las situaciones de
contraste, que hacen a la "tensión (al principio)
dramática" de la obra. De estas situaciones de contraste,
intentaré discernir cuándo el autor logra reflejar
lo que se propuso, es decir, lo dramático del contraste, y
cuándo su propuesta dramática, a mi
construcción de lector, se pierde y se invierte, pasando,
el drama, a ser comedia.
En la primera página de la edición
de la editorial EPESA, el prologuista del drama de Eliot se
ahorra todo su trabajo en una
cita valiosísima que dura lo que el Prólogo. La
cita es del profesor
Walter Starkie, cuyas apreciaciones fueran hechas en el marco de
la presentación de su versión de "Asesinato en la
Catedral" en el Paraninfo de la Universidad de
Luis Vives. Sus palabras constituyen un breve análisis de
Eliot y esta obra, y servirán como punto de apoyo para
algunas reflexiones nuestras que, pese a que de lo disparatado de
su sugerencia se deduzca pura invención personal,
están inspiradas en un concepto clave de
Starkie y en la posterior lectura de este drama.
En uno de los apartados que dedica a Eliot, Starkie
apunta: "Eliot es humorista, pero su humor es casi como el humor
pirandelliano, surge por antítesis. En su
imaginación no aparece un pensamiento
sin que, al mismo tiempo, surja
otro completamente opuesto…" (p.17). Y es así:
Asesinato en la Catedral es una obra que puede dividirse sin
dificultad alguna en antinomias contundentes: el poder temporal y
el poder espiritual, lo político y lo espiritual, el
arraigo a la vida y el selfesness (auto-negación), el
presagio y el desconocimiento del porvenir, lo temporal y lo
intemporal, entre otras. Cada una de estas antinomias pareciera
estar regida como constitutiva de la esencia de todas las cosas:
como si Eliot sostuviera el principio de la indivisibilidad de
los opuestos, principio eminentemente oriental y cuyo signo
más reconocido en Occidente (y más reducido y
superficializado) es el Yin-Yang.
La pregunta es: ¿por qué Starkie, sin
más desarrollo que
el citado, asocia el humor a la antítesis, si estas
antítesis, como se adelantó en el primer párrafo, son las que mantienen la
tensión dramática de la obra?
La antítesis, como recurso o visión del
mundo, es lo que, quizás, marque la distancia de un solo
paso que existe entre la tragedia y la comedia: una
antítesis lo que puede determinar la producción de una de las tragedias griegas
más maravillosas: Edipo, la tragedia del sabio que ignora,
es la antítesis paradójica en sí misma.
También, sin embargo, la antítesis puede construir
la esencia del humor; Woody Allen ha dicho: "La comedia es
tragedia más tiempo": es decir, en la prolongación
de lo trágico comienza a gestarse lo cómico, como
su antítesis; y Alfredo Casero distinguió: "De la
tragedia a la comedia hay una sola vuelta de tuerca; la imagen de un
velorio, del llanto colectivo por el ser querido, es
trágica; pero, con una sola vuelta de tuerca, con el
llanto desenfrenado de una gorda que abraza el cajón y se
lo quiere llevar a su casa, tenemos una comedia". Veremos que
estas definiciones son, salvo por algunos detalles, casi del todo
congruentes con las que luego daremos a modo personal.
Algo homólogo a la antítesis ocurre con la
paradoja; con la diferencia que, mientras que una
antítesis puede definirse como la identificación de
dos opuestos, la paradoja es, además de esta
identificación, la consciencia de fusión
indivisible que la constituye como tal; una antítesis es
una distinción; en la paradoja, la distinción puede
hacerse, pero no es eso lo indispensable, porque su esencia es la
fusión de opuestos en una armonía de la
des-armonía, en una estabilidad de la inestabilidad.
Antítesis es contradicción que puede no convivir;
paradoja es contradicción que convive. La paradoja
contiene a la antítesis; la antítesis puede no ser
paradójica. Edipo es paradoja, y porque es paradoja es
también antítesis.
El contraste hace, como se dijo, tanto a la tragedia
como a la comedia. ¿Por qué es de uno y de otro
género?
¿Cuándo hace reír y cuándo llorar?
¿Por qué los claroscuros de Hamlet son
trágicos, dolorosos, y los maravillosos diálogos
paradojales de Enrique Jardiel Poncela en La "Tournée" de
Dios son desencajadoramente cómicos?:
"-¿Y a pesar del niño piensas separarte
de ella?
-No aguardaba más que el nacimiento del
pequeño para hacerlo.
-Realmente siempre he creído que en amor lo
único que desune es los hijos.
-En cuanto Natalia pueda levantarse y se reponga, nos
iremos cada uno por nuestro lado. Ella volverá al teatro.
-La gloria no da dinero: pero
nutre -aforismó Perico.
-Al niño le acostumbraremos al
biberón.
-Bien hecho: respecto a la lactancia, no
hay más que una cosa superior a los procedimientos
naturales: los procedimientos artificiales.
-Luego le buscaremos una ama seca que consienta en
tenerlo en su casa.
-También me parece una idea excelente para que
el niño se críe bien. Sólo los padres poseen
el arte de criar mal
a sus hijos.
-Y cuando el chiquillo tenga cuatro o cinco
años, lo traeré a que viva conmigo.
-Acertadísimo y lógico. El instinto
maternal es exclusivo del padre.
-Lucharé por él, me sacrificaré
por él…
-Lo justo. Uno debe sacrificarse por las cosas que no
compensan.
-Y el día de mañana -siguió
Federico con tristeza- cuando el niño sea ya un hombre,
querrá a Natalia más que a
mí.
-Naturalmente. Siempre se ama lo que no
conviene.
-Yo le suplicaré: "Debes quererme; soy tu
padre"
-y él te contestará: "te quiero a pesar
de lo que eres".
(-La "Tournée" de Dios, p.102-)
¿En dónde termina lo trágico, en
dónde lo cómico, dónde comienzan? ¿En
dónde son ambiguos? El destino cómico o
trágico de paradoja y antítesis es el núcleo
de esta reflexión que intenta identificar la causa de que
Asesinato en la Catedral tenga un componente demasiado
cómico para ser etiquetado ligeramente como un
"drama".
Voy a permitirme, para intentar dilucidar de una vez el
recurso, narrar una experiencia personal que hizo del contraste
una situación humorística y no
trágica:
En una de nuestras mañanas felices en la escuela
secundaria, durante uno de los recreos, acompañado por mis
amigos Fabián San Martín y Mauricio Márquez,
una situación de contraste nos acometió de repente:
una niña, acongojada, lloraba sobre el hombro del
vicedirector, que intentaba consolarla de la muerte de
su padre. La escena no tenía nada de absurdo ni de
exagerado ni de sobre-dramatizada: era realmente penosa.
Nuestro estupor y compasión por ese acontecimiento era
genuino, hasta que San Martín, que era el "líder
natural" (definición siniestra y hasta un poco
estúpida, pero gráfica) del trío que
constituíamos, de pronto soltó una carcajada que
aparentemente había contenido hasta desaparecer de la
vista de la niña, y nosotros dos, al verlo, nos
sentímos contagiados y lo imitamos; así, tres
bárbaros se reían inhumanamente de una muerte que
golpeó a toda la institución.
¿Qué explica esto, y por qué, como
espectadores, fuimos contagiados por lo cómico y no por lo
trágico?
Este episodio es clave: esa escena, (luego lo
entendí) estaba dividida por jerarquías: en primer
lugar, la situación de contraste entre nuestra felicidad,
nuestro ánimo vital y descomprometido de adolescente sin
demasiados conflictos,
con aquella escena opuesta a nuestra condición,
trágica, sin salida: se habían juntado los
elementos indispensables para que se de un contraste, que en este
caso es reducible a: situación "feliz"/situación
"infeliz". En segundo lugar, la escena cuenta con un
interpretador "oficial", que era San Martín, ya que, al
ser el "líder" del trío, en cierta medida nuestros
criterios apreciativos esperaban primero al suyo para
constituirse en función de
él, como ocurre siempre en personas débiles como
los adolescentes
que se subordinan a prismas ajenos. Nuestro interpretador
"oficial", al ver esto, se puso nervioso por la situación
tensa, como confesara luego, y lo canalizó en risa.
Nosotros, al creer haber visto que la interpretación suya de la escena
había sido esa, vimos, a través de su prisma, el
contraste como comedia, y comenzamos a reírnos.
El contraste se definió por el humor, en este
caso, porque el "lector" principal, San Martín, lo
sugirió. Si hubiera permanecido serio, no nos
habríamos reído (a menos, y esto no tiene
importancia, que la presión de
la escena nos hiciera responder con ese estímulo). San
Martín rió por sus nervios, pero lo que nosotros
leímos de él no fue eso, sino una
interpretación del contraste. Como "lectores" de su
interpretación, respondimos a lo que parecía su
óptica
de la situación. Aquí hubo una situación de
contraste y un "lector primero" que condicionó a dos
"lectores segundos" hacia lo cómico y no hacia lo
trágico.
Nuevamente: ¿qué se desprende de esto? Es
sencillo: todas las situaciones de contraste son potencialmente
trágicas o cómicas; lo que las desvía para
uno u otro lado es la lectura que
el primer lector de todos, parece darle al asunto.
¿Quién es, ahora en Literatura, ese "primer
lector"? ¿Quién es ese "líder" que
condiciona nuestra lectura de estas situaciones posibles de
contraste? Si en literatura, el autor es quien reproduce o
ficcionaliza una situación de contraste, al mismo tiempo
su prisma, incapaz de lo objetivo,
leerá con alguna de las dos tendencias esa
situación; de ahí que él es considerado como
"el primer lector". De este modo, la recepción, creyendo
decodificar a su vez con cuál de ambas tendencias se narra
la situación, reirá o llorará por
ella.
Pero la recepción de ese "lector primero" (el
autor), de ningún modo será pasiva, ya que es
ésta la idea que puede desprenderse, sin aclaraciones, de
aquí: ya que la recepción es la que, precisamente,
debe construir a su vez una interpretación de la lectura
de ese "lector primero", del mismo modo como, equivocadamente,
Márquez y yo, como recepción, habíamos
construido una lectura de ese "lector primero" que era San
Martín, que en realidad no había reído por
la escena en sí, sino por la presión que
tenía al saber que no podía
reírse.
Sostengo que algo similar le ha pasado a T.S.Eliot en
Asesinato en la Catedral; al menos, para la construcción
(con esta categoría comenzó mi ensayo) que
este receptor se ha hecho de la tendencia de ese "lector primero"
que es Eliot. Podríamos decir, para usar una
analogía con el ejemplo dado, que con una de las
situaciones más antinómicas, es decir, más
"de contraste" de esta obra: el asesinato de un Santo y las
explicaciones terrenas y un poco superfluas de los asesinos, mi
construcción de la "lectura primera" eliotiana deriva en
esta conclusión: pese a que Eliot mismo se encarga de
aclarar que "(…) mi [su] trabajo se había de
ceñir a presentar el hecho del asesinato lo más
dramáticamente posible" (Prólogo a la
edición en español,
EPESA, p.28), no he podido evitar reírme a carcajadas con
la posterior aparición contrastante de los asesinos y su
patéticos argumentos, inútiles, por mejores que
hubieran sido, para salvar el asesinato del "Santo más
famoso de Inglaterra" como
lo llama el propio autor.
Cuando San Martín nos explica a mí y a
Márquez que su verdadera intención no había
sido construir una interpretación cómica de esa
situación de contraste, Eliot está en el
Prólogo a la edición en español
diciéndonos algo asombrosamente similar: que no ha querido
hacer algo cómico, sino trágico y "lo más
dramáticamente posible".
La construcción del "lector primero", que es
siempre el autor, aunque terminemos no comprando su propia
lectura, o ramificándola en otras, debe, en un principio,
ser lo más coherente posible con sus propias intenciones.
Y en ese Prólogo a la edición en español, a
Eliot se le ha escapado "lo que en realidad quiso hacer", que es
coherente, al menos para la apreciación de este
receptor-constructor, sólo hasta la aparición de
los asesinos y sus ridículas intenciones de justificar el
asesinato de un santo.
Conocemos las intenciones del "lector primero" que es
Eliot; conocemos, también, las lecturas que han sido
guiados por la que fue su idea de autor, es decir, por aquellos
que interpretaron la obra concordantemente al primer
interpretador: un ejemplo de este tipo de lectores es el propio
profesor Walter Starkie, quien califica a Eliot de "asceta"
(p.16) y "puritano" (p.15), adjetivos, mínimamente el
segundo, que sospecho hubiera rechazado, pero estimo un poco
menos que el de "tragicómico", que es el que estoy
sutilmente intentando otorgarle. Con los elementos dados,
comenzaré, como receptor-constructor, a desplegar, ya
sobre la propia obra, algunas apreciaciones que quizá
pueden sostener mi construcción. Haremos un breve
análisis de las situaciones de contraste que aparecen en
los bloques más importantes de la obra, y trataremos de
discernir en cuál de éstas Eliot y su
propósito entran en conflicto, es
decir, en cuál de ellas el drama se convierte en
comedia.
Estamos, primeramente, frente a una historia que posee como
núcleo el regreso del queridísimo (en la ciudad)
Arzobispo Thomas Becket a la Catedral de Cantorbery, tras siete
años de ausencia. Su regreso tiene dos recepciones
distintas según la percepción
de los personajes; por un lado, y esto también constituye
un contraste dramático, se presenta la visión de
los sacerdotes sobre la llegada del Arzobispo; esta visión
es optimista, se espera ansiosamente su llegada y no soportan por
más tiempo la falta de asidero espiritual que a causa de
su ausencia hay en la Catedral:
"Nos marcará el camino y nos dará sus
órdenes.(…)
es roca en que apoyarnos; es del pie firme
asiento
contra el eterno flujo de fuerzas encontradas"
(Primera Parte, P. 44)
Esta es la posición del Sacerdote segundo,
apoyado por sus compañeros. La otra clase de
recepción de la noticia de la llegada del Arzobispo, y la
que constituye precisamente la situación de contraste, es
la forma presagiante en que el Coro no quiere de ningún
modo que regrese, no por desprecio a su figura, sino por los
malos augurios que tienen de su porvenir:
"¡Oh, Tomás! Vuelve, Arzobispo; vuelve,
vuélvete
a Francia" (Primera Parte, p.45)
Estas dos citas denotan claramente el contraste entre
dos posiciones: la que, en situación homóloga a la
de Casandra de Troya, presiente y no es escuchada, y la que no
sabe del porvenir, y desea el regreso; ¿cómo
está confeccionada la construcción de este
contraste? El "lector primero" de esta situación,
intercala el dolor del que conoce y la ignorancia testaruda y
sorda del que no conoce, con gran maestría. Este contraste
es dramático, porque el público, conociendo el
final de la historia, ve con horror que comienza a producirse lo
inevitable. Posteriormente, Thomas Becket, cuando arriba a su
pueblo y a la Catedral, escucha con cierta actitud de
reconocimiento de esos presagios, al coro de damas:
"[A los sacerdotes:]La paz para vosotros y que en paz
queden ellas.
Hablan mejor que saben; no podéis
entenderlas,
saben y no lo saben qué es obrar o sufrir,
(…)" (Primera Parte, p. 49)
Una vez más, la tensión trágica
clásica: el público, conocedor del desenlace,
observa con impotencia las voces no escuchadas del coro; observa
la ignorancia de los sacerdotes; y observa, entre medio de ellos
dos, la voz que sí es escuchada: la de Thomas Becket, en
una ambiguedad que concilia las voces del desconsuelo y las de la
esperanza.
El otro bloque importante de esta obra es el diálogo
que Thomas Becket mantiene con las personifiaciones de las cuatro
tentaciones de la carne: la astucia mundana, el deseo del poder
temporal y la soberbia espiritual; por último, la
más sugestiva e impredecible: el orgullo del martirio,
tentación que el Arzobispo…
¿derrota?
Esta parte es importante, debido a que tanto la Parte
Intermedia como el episodio de la disputa entre los sacerdotes
por salvar al Arzobispo y su auto-negación (selfesness) de
la Segunda Parte, serán contacto permanente con el
último de los representantes de las tentaciones: el del
orgullo del martirio. Aquí, como en el bloque anterior,
también se muestra y
desarrolla una situación de contraste: la de las
tentaciones mundanas y la liberación espiritual. Este
contraste sigue siendo dramático, porque el trasfondo
religioso que la permanente elección del Arzobispo supone,
remite a un intento épico de recuperación de
valores
divinos, y por lo tanto es casi moralizante o, por lo menos, el
ejemplo de una convicción de búsqueda.
La Parte Intermedia es el discurso dado
en la Navidad de
1170 por el Arzobispo, fecha clave para comenzar la "cuenta
regresiva" de su existencia, por un lado, y por otro sus
permanentes aclaraciones y enriedos con el tema que el cuarto
tentador le había traído a colación: el
martirio… ¿puede ser ambicionado? Y en ese
caso… ¿el martirio voluntario es pecaminoso? Como
la respuesta es obvia, Thomas Becket argumenta la imposibilidad
de hacer voluntario un martirio debido a que las condiciones para
que se de no las determina el hombre,
sino Dios: maravilloso argumento, arriesgo, del que se vale para
martirizarse luego sin cargos de conciencia. La
paradoja que se presenta aquí es maravillosa: no llorar a
los mártires por su sufrimiento, ya que a causa de
él, un santo más nos protege en los cielos; pero
tampoco festejar este hecho con tanta ligereza, porque su dolor
terrenal no es motivo de festejo exacerbado. La paradoja remite a
la correcta interpretación de la religión y a una
correcta lectura de las Navidades y el nuevo año; es casi
filológica, extremadamente lúcida; sigue siendo del
mismo color que el
resto de la obra: dramático, porque, además,
condice con el conocido final de mártir que al propio
orador le espera.
En cuanto a la Parte Segunda, es, diría,
literalmente una cuenta regresiva inconsciente de los Sacerdotes
sobre el martirio de Thomas Becket. La tensión del pronto
desenlace se prolonga magistralmente, ayudada por el Coro que se
aparece profundamente reflexivo; el contraste del episodio en que
los Sacerdotes intentan salvar la vida terrenal del Arzobispo con
las respuestas de un Thomas ya casi en estado de
"iluminación" a juzgar por su calma, es
verdaderamente logrado: esta contraste entre tensión y
calma, entre desesperación y sabiduría, entre
debilidad y temple, es lo que constituye el fundamento por el
cual conocemos la mayor prueba de sabiduría religiosa de
Becket: la humildad con que hasta el final se entregó al
orden Divino. La muerte de Becket, entre esta escena, las
trágicas reflexiones del Coro de damas y la
desesperación de los Sacerdotes, es abordada, como dijo y
logró Eliot, "lo más dramáticamente
posible".
Es hasta aquí donde llega mi construcción
en frecuencia con la del profesor Walter Starkie, para encarnar
en alguien la lectura más ortodoxa de esta
obra.
Los Caballeros, asesinos de Thomas Becket, salen a
escena luego del homicidio, y,
presentándose espectacularmente unos a otros como si
estuvieran en Hollywood, comienzan a ejercer su derecho a
réplica. Toda la tensión trágica, el saber
supremo de Becket en vísperas de su muerte y la gloria de
la muerte honrosa del santo "más famoso de Inglaterra",
entra en la última situación de contraste con la
aparición de los asesinos, "la otra parte", como ellos
mismos lo dicen (p.124), del hecho. ¿Qué diferencia
a esta situación de contraste con las demás? Esta
obra parece poseer un tema central primario esencial: la
glorificación del Arzobispo por parte de T.S.Eliot; tal
es, de hecho, la intención con que, según lo
sostiene el propio Eliot en el prólogo a la edición
en español, ha escrito la obra. El Arzobispo, más
allá de sus crisis y de
ciertas ambiguedades, como por ejemplo la herida que no le cierra
en toda la obra del diálogo con el cuarto tentador, es el
mártir: si esto es una tragedia o un drama, es posible que
haya un héroe: es claro que él sea el héroe
de este drama. El "código
de inmunidad" para con Thomas Becket, como una ley moral que
mantiene Eliot a lo largo de toda la obra, es hecho añicos
con la aparición de los Caballeros. Su discurso es bajo,
porque seguramente, más allá de la falsa
intención de Eliot de mostrar "las dos partes" del drama,
los Caballeros están caricaturizados y su conducta es
propia de bufones o payasos:
"CABALLERO 3:
Temo no encontraréis en mí un orador tan
experto como quizá os haya hecho creer las palabras de mi
viejo amigo Reginaldo Fitz Urse. Pero hay algo que me
gustaría decir y tal vez sea mejor que lo diga en seguida.
Es lo siguiente. En lo que hemos hecho, lo creáis o no,
fuimos totalmente desinteresados.
(Los otros caballeros: "¡Bravo,
bravo!")
(…)" (Parte segunda, p. 124)
Esta conducta se mantiene en contraste con la sublimidad
anterior. Hasta aquí, creo que no habría que
alarmarse; no hay una falta de concordancia con el "código
implícito" de respeto y
glorificación a Thomas Becket que parece tener esta obra.
Pero, posteriormente, Eliot parece hacernos guiños de
ojos, y, en medio de esta burla que constituye la presencia de
los "malos" asesinos del gran Santo, las ironías y el
humor con que Eliot hace hablar a los Caballeros es tan burlesco
y satírico, que lo sublime se despedaza y nos viene, de
pronto, una carcajada, por el extraordinario uso que estos
hombres le dan a su descarga; el humor de los Caballeros parece
dejar de estar en su voz para ser el propio Eliot quien se presta
a esta mofa de todo lo que antes había sido
sagrado:
"Pero desde el momento en que fue nombrado Arzobispo,
invirtió por completo su política, mostrando
ser por completo indiferente al destino del país y
conduciéndose como un monstruo de egoísmo. Este
egoísmo creció en él de forma tal que
llegó a convertirse en indudable manía. Tengo
prueba irrecusable de que antes de dejar Francia
profetizó ante numerosos testigos que no le quedaba mucho
tiempo de vida y que en cuanto llegara a Inglaterra lo
matarían. Nos provocó con todos los medios a su
alcance; no puede sacarse otra consecuencia de su conducta sino
que estaba resueltamente decidido a conseguir el martirio.
Aún a última hora pudo habernos dado explicaciones,
pero ya visteis de qué forma eludió nuestras
preguntas. Y cuando nos hubo exasperado deliberadamente,
más de lo que p[uede soportarse, todavía no le
hubiese sido difícil escapar hasta dejar que se enfriara
nuestra justa cólera.
(…) ¿habré de decir más? Creo que con
estos hechos no dudaréis en emitir veredicto de suicidio
producido por su mente enferma. Es el único veredicto
caritativo que podéis pronunciar sobre el que,
después de todo, fue un gran hombre.
CABALLERO 1
Muchas gracias, Brito. Me parece que ya no queda
más, y opino que todos vosotros debéis dispersaros
silenciosamente y marcharos a vuestras casas. Os ruego que no
forméis grupos en las
esquinas y que no hagáis nada que pueda provocar
diosturbios populares" (Parte Segunda, pp. 130 – 131)
Tras dispensarme por la extensión de esta cita,
debo decir en mi descarga que era necesaria, ya que refleja el
carácter paródico con que los
Caballeros se comportan hacia el propio público, que, no
debemos olvidar, anteriormente a esto estaban conmovidos por la
fuerza
dramática enorme de la tragedia; ocurre que estas palabras
denotan tal calidad de humor,
que esta situación de contraste es inconscientemente
invertida en su propósito por T.S. Eliot; como San
Martín, Eliot comienza a interpretar, sin quererlo, una
tragedia con una carcajada, y yo, nuevamente, como constructor
interpretativo de ese "lector primero" del asunto, no puedo
más de reír con él, reír con su
liderazgo
interpretativo. Porque, si bien Eliot no ha querido producir este
efecto final, la forma de hacer hablar a los viles asesinos del
Arzobispo hubiera sido, quizás, prestarles menos talento
en su discurso, menos ironía; la falta de respeto de los
Caballeros tiene tanta calidad y su osadía es tan
imaginativa y talentosa, que se coloca a la misma altura que toda
la fuerza dramática anterior, caricaturizándola
monstruosmente, y logrando una tragicomedia verdaderamente
contundente, cuyo final, que intenta regresar a lo sagrado a
través del maravilloso Coro, no logra, pese a su
profundidad de transmisión emocional, hacer olvidar los
disparates de los Caballeros contra el propio Arzobispo a quien,
para hacerlo peor, ellos mismos habían asesinado. El humor
negro llega, creo sin que Eliot lo haya querido, a uno de los
niveles más logrados de mi experiencia como lector,
porque:
- Es contra "el Santo más famoso de
Inglaterra" - Es contra el "código moral" mismo de la
obra - Es formulado después de una muerte de una
dignidad
notoria y lograda, lo cual genera un contraste aún
mayor. - Es puesto en boca de un "enemigo" que, por su
talento, terminamos aplaudiendo y pidiendo que sigan
justificándose.
Debo, sin embargo, reconocer que este análisis
debería ser más exhaustivo en la
delimitación teórica de algunas categorías
manejadas con cierta ligereza. Asimismo, se hace necesario, para
ser honesto con el autor de este maravilloso texto, citar
una intuición acertada en lo que respecta a este trabajo
ensayístico:
"No me atrevo a esperar que una obra sobre este
asunto pueda tener el mismo interés
para un público extranjero" (Prólogo a
la edición en español, p. 29 EPESA)
Tiene, indiscutiblemente, un gran interés; pero
la aprehensión de las direccionalidades que una obra
extranjera pueda representar para el público
"no-original", es impredecible: respaldo con ahínco la
posibilidad de que, en la recepción original: el
público inglés,
el peso del humor de los Caballeros no esté a la altura de
la tensión dramática anterior, y que, por tanto,
ese humor pueda convivir sin alarma con la vileza de quienes lo
emiten, sin alterar el perfil trágico de la
obra.
Lo presentado fue una construcción; una
construcción confeccionada a partir de lo que esperaba de
la obra tras leer las palabras de Eliot y el profesor Walter
Starkie, y la estruendosa carcajada que me produjo, para mi
propia sorpresa, el talento justificatorio final de los asesinos
y satirizadores del Arzobispo; la combinación me dio idea
de incongruencia entre el "asceta" de antes de la lectura y el
"humorista negro" de después. La inquietud me llevó
a un breve análisis del humor, que es a lo que me
gustaría seguir dedicándome con cierta seriedad, y
esta construcción es despertadora de múltiples
aclaraciones y de nuevas líneas teóricas en lo
sucesivo. No he querido ser demasiado contundente, y he deseado
siempre aclarar el carácter de, valga la redundancia,
"ensayo" que tiene mi trabajo, para no caer, según mi
experiencia de lectura, en las categóricas falsedades que
un escritor como Nabokov se ha atrevido a sostener en la
Universidad de Harvard sobre Don Quijote de la
Mancha.
Serafín Campaña