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Sobre el peso del humor negro en "Asesinato en la Catedral" de T. S. Eliot



    La siguiente es una construcción libre, paralela, casi
    independiente del drama de T.S.Eliot
    Asesinato en la Catedral. La aclaración inicial vale,
    quizá, como autojustificación a priori de un
    análisis particular hecho a partir de una
    lectura que
    observa la victoria de lo cómico, a través de la
    ironía, por sobre lo trágico. Una ironía
    llevada al extremo se convierte, casi como un fenómeno
    físico-químico, en caricatura. La caricatura es
    mascarada carnavalesca, y la mascarada carnavalesca es comedia
    humorística. Pese a mi completa convicción de que
    la búsqueda del autor jamás ha tenido que ver con
    todo esto, sino más bien al contrario, creo, no obstante,
    apreciar, desde un análisis muy particular, que el
    poder de la
    ironía, de la comicidad es, por varias razones, demasiado
    superior al del drama en esta obra. Para llegar a ver la victoria
    del humor por sobre lo trágico, será determinante,
    como el campo de disputa entre ambos, las situaciones de
    contraste, que hacen a la "tensión (al principio)
    dramática" de la obra. De estas situaciones de contraste,
    intentaré discernir cuándo el autor logra reflejar
    lo que se propuso, es decir, lo dramático del contraste, y
    cuándo su propuesta dramática, a mi
    construcción de lector, se pierde y se invierte, pasando,
    el drama, a ser comedia.

    En la primera página de la edición
    de la editorial EPESA, el prologuista del drama de Eliot se
    ahorra todo su trabajo en una
    cita valiosísima que dura lo que el Prólogo. La
    cita es del profesor
    Walter Starkie, cuyas apreciaciones fueran hechas en el marco de
    la presentación de su versión de "Asesinato en la
    Catedral" en el Paraninfo de la Universidad de
    Luis Vives. Sus palabras constituyen un breve análisis de
    Eliot y esta obra, y servirán como punto de apoyo para
    algunas reflexiones nuestras que, pese a que de lo disparatado de
    su sugerencia se deduzca pura invención personal,
    están inspiradas en un concepto clave de
    Starkie y en la posterior lectura de este drama.

    En uno de los apartados que dedica a Eliot, Starkie
    apunta: "Eliot es humorista, pero su humor es casi como el humor
    pirandelliano, surge por antítesis. En su
    imaginación no aparece un pensamiento
    sin que, al mismo tiempo, surja
    otro completamente opuesto…" (p.17). Y es así:
    Asesinato en la Catedral es una obra que puede dividirse sin
    dificultad alguna en antinomias contundentes: el poder temporal y
    el poder espiritual, lo político y lo espiritual, el
    arraigo a la vida y el selfesness (auto-negación), el
    presagio y el desconocimiento del porvenir, lo temporal y lo
    intemporal, entre otras. Cada una de estas antinomias pareciera
    estar regida como constitutiva de la esencia de todas las cosas:
    como si Eliot sostuviera el principio de la indivisibilidad de
    los opuestos, principio eminentemente oriental y cuyo signo
    más reconocido en Occidente (y más reducido y
    superficializado) es el Yin-Yang.

    La pregunta es: ¿por qué Starkie, sin
    más desarrollo que
    el citado, asocia el humor a la antítesis, si estas
    antítesis, como se adelantó en el primer párrafo, son las que mantienen la
    tensión dramática de la obra?

    La antítesis, como recurso o visión del
    mundo, es lo que, quizás, marque la distancia de un solo
    paso que existe entre la tragedia y la comedia: una
    antítesis lo que puede determinar la producción de una de las tragedias griegas
    más maravillosas: Edipo, la tragedia del sabio que ignora,
    es la antítesis paradójica en sí misma.
    También, sin embargo, la antítesis puede construir
    la esencia del humor; Woody Allen ha dicho: "La comedia es
    tragedia más tiempo": es decir, en la prolongación
    de lo trágico comienza a gestarse lo cómico, como
    su antítesis; y Alfredo Casero distinguió: "De la
    tragedia a la comedia hay una sola vuelta de tuerca; la imagen de un
    velorio, del llanto colectivo por el ser querido, es
    trágica; pero, con una sola vuelta de tuerca, con el
    llanto desenfrenado de una gorda que abraza el cajón y se
    lo quiere llevar a su casa, tenemos una comedia". Veremos que
    estas definiciones son, salvo por algunos detalles, casi del todo
    congruentes con las que luego daremos a modo personal.

    Algo homólogo a la antítesis ocurre con la
    paradoja; con la diferencia que, mientras que una
    antítesis puede definirse como la identificación de
    dos opuestos, la paradoja es, además de esta
    identificación, la consciencia de fusión
    indivisible que la constituye como tal; una antítesis es
    una distinción; en la paradoja, la distinción puede
    hacerse, pero no es eso lo indispensable, porque su esencia es la
    fusión de opuestos en una armonía de la
    des-armonía, en una estabilidad de la inestabilidad.
    Antítesis es contradicción que puede no convivir;
    paradoja es contradicción que convive. La paradoja
    contiene a la antítesis; la antítesis puede no ser
    paradójica. Edipo es paradoja, y porque es paradoja es
    también antítesis.

    El contraste hace, como se dijo, tanto a la tragedia
    como a la comedia. ¿Por qué es de uno y de otro
    género?
    ¿Cuándo hace reír y cuándo llorar?
    ¿Por qué los claroscuros de Hamlet son
    trágicos, dolorosos, y los maravillosos diálogos
    paradojales de Enrique Jardiel Poncela en La "Tournée" de
    Dios son desencajadoramente cómicos?:

    "-¿Y a pesar del niño piensas separarte
    de ella?

    -No aguardaba más que el nacimiento del
    pequeño para hacerlo.

    -Realmente siempre he creído que en amor lo
    único que desune es los hijos.

    -En cuanto Natalia pueda levantarse y se reponga, nos
    iremos cada uno por nuestro lado. Ella volverá al teatro.

    -La gloria no da dinero: pero
    nutre -aforismó Perico.

    -Al niño le acostumbraremos al
    biberón.

    -Bien hecho: respecto a la lactancia, no
    hay más que una cosa superior a los procedimientos
    naturales: los procedimientos artificiales.

    -Luego le buscaremos una ama seca que consienta en
    tenerlo en su casa.

    -También me parece una idea excelente para que
    el niño se críe bien. Sólo los padres poseen
    el arte de criar mal
    a sus hijos.

    -Y cuando el chiquillo tenga cuatro o cinco
    años, lo traeré a que viva conmigo.

    -Acertadísimo y lógico. El instinto
    maternal es exclusivo del padre.

    -Lucharé por él, me sacrificaré
    por él…

    -Lo justo. Uno debe sacrificarse por las cosas que no
    compensan.

    -Y el día de mañana -siguió
    Federico con tristeza- cuando el niño sea ya un hombre,
    querrá a Natalia más que a
    mí.

    -Naturalmente. Siempre se ama lo que no
    conviene.

    -Yo le suplicaré: "Debes quererme; soy tu
    padre"

    -y él te contestará: "te quiero a pesar
    de lo que eres".

    (-La "Tournée" de Dios, p.102-)

    ¿En dónde termina lo trágico, en
    dónde lo cómico, dónde comienzan? ¿En
    dónde son ambiguos? El destino cómico o
    trágico de paradoja y antítesis es el núcleo
    de esta reflexión que intenta identificar la causa de que
    Asesinato en la Catedral tenga un componente demasiado
    cómico para ser etiquetado ligeramente como un
    "drama".

    Voy a permitirme, para intentar dilucidar de una vez el
    recurso, narrar una experiencia personal que hizo del contraste
    una situación humorística y no
    trágica:

    En una de nuestras mañanas felices en la escuela
    secundaria, durante uno de los recreos, acompañado por mis
    amigos Fabián San Martín y Mauricio Márquez,
    una situación de contraste nos acometió de repente:
    una niña, acongojada, lloraba sobre el hombro del
    vicedirector, que intentaba consolarla de la muerte de
    su padre. La escena no tenía nada de absurdo ni de
    exagerado ni de sobre-dramatizada: era realmente penosa.
    Nuestro estupor y compasión por ese acontecimiento era
    genuino, hasta que San Martín, que era el "líder
    natural" (definición siniestra y hasta un poco
    estúpida, pero gráfica) del trío que
    constituíamos, de pronto soltó una carcajada que
    aparentemente había contenido hasta desaparecer de la
    vista de la niña, y nosotros dos, al verlo, nos
    sentímos contagiados y lo imitamos; así, tres
    bárbaros se reían inhumanamente de una muerte que
    golpeó a toda la institución.

    ¿Qué explica esto, y por qué, como
    espectadores, fuimos contagiados por lo cómico y no por lo
    trágico?

    Este episodio es clave: esa escena, (luego lo
    entendí) estaba dividida por jerarquías: en primer
    lugar, la situación de contraste entre nuestra felicidad,
    nuestro ánimo vital y descomprometido de adolescente sin
    demasiados conflictos,
    con aquella escena opuesta a nuestra condición,
    trágica, sin salida: se habían juntado los
    elementos indispensables para que se de un contraste, que en este
    caso es reducible a: situación "feliz"/situación
    "infeliz". En segundo lugar, la escena cuenta con un
    interpretador "oficial", que era San Martín, ya que, al
    ser el "líder" del trío, en cierta medida nuestros
    criterios apreciativos esperaban primero al suyo para
    constituirse en función de
    él, como ocurre siempre en personas débiles como
    los adolescentes
    que se subordinan a prismas ajenos. Nuestro interpretador
    "oficial", al ver esto, se puso nervioso por la situación
    tensa, como confesara luego, y lo canalizó en risa.
    Nosotros, al creer haber visto que la interpretación suya de la escena
    había sido esa, vimos, a través de su prisma, el
    contraste como comedia, y comenzamos a reírnos.

    El contraste se definió por el humor, en este
    caso, porque el "lector" principal, San Martín, lo
    sugirió. Si hubiera permanecido serio, no nos
    habríamos reído (a menos, y esto no tiene
    importancia, que la presión de
    la escena nos hiciera responder con ese estímulo). San
    Martín rió por sus nervios, pero lo que nosotros
    leímos de él no fue eso, sino una
    interpretación del contraste. Como "lectores" de su
    interpretación, respondimos a lo que parecía su
    óptica
    de la situación. Aquí hubo una situación de
    contraste y un "lector primero" que condicionó a dos
    "lectores segundos" hacia lo cómico y no hacia lo
    trágico.

    Nuevamente: ¿qué se desprende de esto? Es
    sencillo: todas las situaciones de contraste son potencialmente
    trágicas o cómicas; lo que las desvía para
    uno u otro lado es la lectura que
    el primer lector de todos, parece darle al asunto.
    ¿Quién es, ahora en Literatura, ese "primer
    lector"? ¿Quién es ese "líder" que
    condiciona nuestra lectura de estas situaciones posibles de
    contraste? Si en literatura, el autor es quien reproduce o
    ficcionaliza una situación de contraste, al mismo tiempo
    su prisma, incapaz de lo objetivo,
    leerá con alguna de las dos tendencias esa
    situación; de ahí que él es considerado como
    "el primer lector". De este modo, la recepción, creyendo
    decodificar a su vez con cuál de ambas tendencias se narra
    la situación, reirá o llorará por
    ella.

    Pero la recepción de ese "lector primero" (el
    autor), de ningún modo será pasiva, ya que es
    ésta la idea que puede desprenderse, sin aclaraciones, de
    aquí: ya que la recepción es la que, precisamente,
    debe construir a su vez una interpretación de la lectura
    de ese "lector primero", del mismo modo como, equivocadamente,
    Márquez y yo, como recepción, habíamos
    construido una lectura de ese "lector primero" que era San
    Martín, que en realidad no había reído por
    la escena en sí, sino por la presión que
    tenía al saber que no podía
    reírse.

    Sostengo que algo similar le ha pasado a T.S.Eliot en
    Asesinato en la Catedral; al menos, para la construcción
    (con esta categoría comenzó mi ensayo) que
    este receptor se ha hecho de la tendencia de ese "lector primero"
    que es Eliot. Podríamos decir, para usar una
    analogía con el ejemplo dado, que con una de las
    situaciones más antinómicas, es decir, más
    "de contraste" de esta obra: el asesinato de un Santo y las
    explicaciones terrenas y un poco superfluas de los asesinos, mi
    construcción de la "lectura primera" eliotiana deriva en
    esta conclusión: pese a que Eliot mismo se encarga de
    aclarar que "(…) mi [su] trabajo se había de
    ceñir a presentar el hecho del asesinato lo más
    dramáticamente posible" (Prólogo a la
    edición en español,
    EPESA, p.28), no he podido evitar reírme a carcajadas con
    la posterior aparición contrastante de los asesinos y su
    patéticos argumentos, inútiles, por mejores que
    hubieran sido, para salvar el asesinato del "Santo más
    famoso de Inglaterra" como
    lo llama el propio autor.

    Cuando San Martín nos explica a mí y a
    Márquez que su verdadera intención no había
    sido construir una interpretación cómica de esa
    situación de contraste, Eliot está en el
    Prólogo a la edición en español
    diciéndonos algo asombrosamente similar: que no ha querido
    hacer algo cómico, sino trágico y "lo más
    dramáticamente posible".

    La construcción del "lector primero", que es
    siempre el autor, aunque terminemos no comprando su propia
    lectura, o ramificándola en otras, debe, en un principio,
    ser lo más coherente posible con sus propias intenciones.
    Y en ese Prólogo a la edición en español, a
    Eliot se le ha escapado "lo que en realidad quiso hacer", que es
    coherente, al menos para la apreciación de este
    receptor-constructor, sólo hasta la aparición de
    los asesinos y sus ridículas intenciones de justificar el
    asesinato de un santo.

    Conocemos las intenciones del "lector primero" que es
    Eliot; conocemos, también, las lecturas que han sido
    guiados por la que fue su idea de autor, es decir, por aquellos
    que interpretaron la obra concordantemente al primer
    interpretador: un ejemplo de este tipo de lectores es el propio
    profesor Walter Starkie, quien califica a Eliot de "asceta"
    (p.16) y "puritano" (p.15), adjetivos, mínimamente el
    segundo, que sospecho hubiera rechazado, pero estimo un poco
    menos que el de "tragicómico", que es el que estoy
    sutilmente intentando otorgarle. Con los elementos dados,
    comenzaré, como receptor-constructor, a desplegar, ya
    sobre la propia obra, algunas apreciaciones que quizá
    pueden sostener mi construcción. Haremos un breve
    análisis de las situaciones de contraste que aparecen en
    los bloques más importantes de la obra, y trataremos de
    discernir en cuál de éstas Eliot y su
    propósito entran en conflicto, es
    decir, en cuál de ellas el drama se convierte en
    comedia.

    Estamos, primeramente, frente a una historia que posee como
    núcleo el regreso del queridísimo (en la ciudad)
    Arzobispo Thomas Becket a la Catedral de Cantorbery, tras siete
    años de ausencia. Su regreso tiene dos recepciones
    distintas según la percepción
    de los personajes; por un lado, y esto también constituye
    un contraste dramático, se presenta la visión de
    los sacerdotes sobre la llegada del Arzobispo; esta visión
    es optimista, se espera ansiosamente su llegada y no soportan por
    más tiempo la falta de asidero espiritual que a causa de
    su ausencia hay en la Catedral:

    "Nos marcará el camino y nos dará sus
    órdenes.(…)

    es roca en que apoyarnos; es del pie firme
    asiento

    contra el eterno flujo de fuerzas encontradas"
    (Primera Parte, P. 44)

    Esta es la posición del Sacerdote segundo,
    apoyado por sus compañeros. La otra clase de
    recepción de la noticia de la llegada del Arzobispo, y la
    que constituye precisamente la situación de contraste, es
    la forma presagiante en que el Coro no quiere de ningún
    modo que regrese, no por desprecio a su figura, sino por los
    malos augurios que tienen de su porvenir:

    "¡Oh, Tomás! Vuelve, Arzobispo; vuelve,
    vuélvete

    a Francia" (Primera Parte, p.45)

    Estas dos citas denotan claramente el contraste entre
    dos posiciones: la que, en situación homóloga a la
    de Casandra de Troya, presiente y no es escuchada, y la que no
    sabe del porvenir, y desea el regreso; ¿cómo
    está confeccionada la construcción de este
    contraste? El "lector primero" de esta situación,
    intercala el dolor del que conoce y la ignorancia testaruda y
    sorda del que no conoce, con gran maestría. Este contraste
    es dramático, porque el público, conociendo el
    final de la historia, ve con horror que comienza a producirse lo
    inevitable. Posteriormente, Thomas Becket, cuando arriba a su
    pueblo y a la Catedral, escucha con cierta actitud de
    reconocimiento de esos presagios, al coro de damas:

    "[A los sacerdotes:]La paz para vosotros y que en paz
    queden ellas.

    Hablan mejor que saben; no podéis
    entenderlas
    ,

    saben y no lo saben qué es obrar o sufrir,
    (…)
    " (Primera Parte, p. 49)

    Una vez más, la tensión trágica
    clásica: el público, conocedor del desenlace,
    observa con impotencia las voces no escuchadas del coro; observa
    la ignorancia de los sacerdotes; y observa, entre medio de ellos
    dos, la voz que sí es escuchada: la de Thomas Becket, en
    una ambiguedad que concilia las voces del desconsuelo y las de la
    esperanza.

    El otro bloque importante de esta obra es el diálogo
    que Thomas Becket mantiene con las personifiaciones de las cuatro
    tentaciones de la carne: la astucia mundana, el deseo del poder
    temporal y la soberbia espiritual; por último, la
    más sugestiva e impredecible: el orgullo del martirio,
    tentación que el Arzobispo…
    ¿derrota?

    Esta parte es importante, debido a que tanto la Parte
    Intermedia como el episodio de la disputa entre los sacerdotes
    por salvar al Arzobispo y su auto-negación (selfesness) de
    la Segunda Parte, serán contacto permanente con el
    último de los representantes de las tentaciones: el del
    orgullo del martirio. Aquí, como en el bloque anterior,
    también se muestra y
    desarrolla una situación de contraste: la de las
    tentaciones mundanas y la liberación espiritual. Este
    contraste sigue siendo dramático, porque el trasfondo
    religioso que la permanente elección del Arzobispo supone,
    remite a un intento épico de recuperación de
    valores
    divinos, y por lo tanto es casi moralizante o, por lo menos, el
    ejemplo de una convicción de búsqueda.

    La Parte Intermedia es el discurso dado
    en la Navidad de
    1170 por el Arzobispo, fecha clave para comenzar la "cuenta
    regresiva" de su existencia, por un lado, y por otro sus
    permanentes aclaraciones y enriedos con el tema que el cuarto
    tentador le había traído a colación: el
    martirio… ¿puede ser ambicionado? Y en ese
    caso… ¿el martirio voluntario es pecaminoso? Como
    la respuesta es obvia, Thomas Becket argumenta la imposibilidad
    de hacer voluntario un martirio debido a que las condiciones para
    que se de no las determina el hombre,
    sino Dios: maravilloso argumento, arriesgo, del que se vale para
    martirizarse luego sin cargos de conciencia. La
    paradoja que se presenta aquí es maravillosa: no llorar a
    los mártires por su sufrimiento, ya que a causa de
    él, un santo más nos protege en los cielos; pero
    tampoco festejar este hecho con tanta ligereza, porque su dolor
    terrenal no es motivo de festejo exacerbado. La paradoja remite a
    la correcta interpretación de la religión y a una
    correcta lectura de las Navidades y el nuevo año; es casi
    filológica, extremadamente lúcida; sigue siendo del
    mismo color que el
    resto de la obra: dramático, porque, además,
    condice con el conocido final de mártir que al propio
    orador le espera.

    En cuanto a la Parte Segunda, es, diría,
    literalmente una cuenta regresiva inconsciente de los Sacerdotes
    sobre el martirio de Thomas Becket. La tensión del pronto
    desenlace se prolonga magistralmente, ayudada por el Coro que se
    aparece profundamente reflexivo; el contraste del episodio en que
    los Sacerdotes intentan salvar la vida terrenal del Arzobispo con
    las respuestas de un Thomas ya casi en estado de
    "iluminación" a juzgar por su calma, es
    verdaderamente logrado: esta contraste entre tensión y
    calma, entre desesperación y sabiduría, entre
    debilidad y temple, es lo que constituye el fundamento por el
    cual conocemos la mayor prueba de sabiduría religiosa de
    Becket: la humildad con que hasta el final se entregó al
    orden Divino. La muerte de Becket, entre esta escena, las
    trágicas reflexiones del Coro de damas y la
    desesperación de los Sacerdotes, es abordada, como dijo y
    logró Eliot, "lo más dramáticamente
    posible".

    Es hasta aquí donde llega mi construcción
    en frecuencia con la del profesor Walter Starkie, para encarnar
    en alguien la lectura más ortodoxa de esta
    obra.

    Los Caballeros, asesinos de Thomas Becket, salen a
    escena luego del homicidio, y,
    presentándose espectacularmente unos a otros como si
    estuvieran en Hollywood, comienzan a ejercer su derecho a
    réplica. Toda la tensión trágica, el saber
    supremo de Becket en vísperas de su muerte y la gloria de
    la muerte honrosa del santo "más famoso de Inglaterra",
    entra en la última situación de contraste con la
    aparición de los asesinos, "la otra parte", como ellos
    mismos lo dicen (p.124), del hecho. ¿Qué diferencia
    a esta situación de contraste con las demás? Esta
    obra parece poseer un tema central primario esencial: la
    glorificación del Arzobispo por parte de T.S.Eliot; tal
    es, de hecho, la intención con que, según lo
    sostiene el propio Eliot en el prólogo a la edición
    en español, ha escrito la obra. El Arzobispo, más
    allá de sus crisis y de
    ciertas ambiguedades, como por ejemplo la herida que no le cierra
    en toda la obra del diálogo con el cuarto tentador, es el
    mártir: si esto es una tragedia o un drama, es posible que
    haya un héroe: es claro que él sea el héroe
    de este drama. El "código
    de inmunidad" para con Thomas Becket, como una ley moral que
    mantiene Eliot a lo largo de toda la obra, es hecho añicos
    con la aparición de los Caballeros. Su discurso es bajo,
    porque seguramente, más allá de la falsa
    intención de Eliot de mostrar "las dos partes" del drama,
    los Caballeros están caricaturizados y su conducta es
    propia de bufones o payasos:

    "CABALLERO 3:

    Temo no encontraréis en mí un orador tan
    experto como quizá os haya hecho creer las palabras de mi
    viejo amigo Reginaldo Fitz Urse. Pero hay algo que me
    gustaría decir y tal vez sea mejor que lo diga en seguida.
    Es lo siguiente. En lo que hemos hecho, lo creáis o no,
    fuimos totalmente desinteresados.

    (Los otros caballeros: "¡Bravo,
    bravo!")

    (…)" (Parte segunda, p. 124)

    Esta conducta se mantiene en contraste con la sublimidad
    anterior. Hasta aquí, creo que no habría que
    alarmarse; no hay una falta de concordancia con el "código
    implícito" de respeto y
    glorificación a Thomas Becket que parece tener esta obra.
    Pero, posteriormente, Eliot parece hacernos guiños de
    ojos, y, en medio de esta burla que constituye la presencia de
    los "malos" asesinos del gran Santo, las ironías y el
    humor con que Eliot hace hablar a los Caballeros es tan burlesco
    y satírico, que lo sublime se despedaza y nos viene, de
    pronto, una carcajada, por el extraordinario uso que estos
    hombres le dan a su descarga; el humor de los Caballeros parece
    dejar de estar en su voz para ser el propio Eliot quien se presta
    a esta mofa de todo lo que antes había sido
    sagrado:

    "Pero desde el momento en que fue nombrado Arzobispo,
    invirtió por completo su política, mostrando
    ser por completo indiferente al destino del país y
    conduciéndose como un monstruo de egoísmo. Este
    egoísmo creció en él de forma tal que
    llegó a convertirse en indudable manía. Tengo
    prueba irrecusable de que antes de dejar Francia
    profetizó ante numerosos testigos que no le quedaba mucho
    tiempo de vida y que en cuanto llegara a Inglaterra lo
    matarían. Nos provocó con todos los medios a su
    alcance; no puede sacarse otra consecuencia de su conducta sino
    que estaba resueltamente decidido a conseguir el martirio.
    Aún a última hora pudo habernos dado explicaciones,
    pero ya visteis de qué forma eludió nuestras
    preguntas. Y cuando nos hubo exasperado deliberadamente,
    más de lo que p[uede soportarse, todavía no le
    hubiese sido difícil escapar hasta dejar que se enfriara
    nuestra justa cólera.
    (…) ¿habré de decir más? Creo que con
    estos hechos no dudaréis en emitir veredicto de suicidio
    producido por su mente enferma. Es el único veredicto
    caritativo que podéis pronunciar sobre el que,
    después de todo, fue un gran hombre.

    CABALLERO 1

    Muchas gracias, Brito. Me parece que ya no queda
    más, y opino que todos vosotros debéis dispersaros
    silenciosamente y marcharos a vuestras casas. Os ruego que no
    forméis grupos en las
    esquinas y que no hagáis nada que pueda provocar
    diosturbios populares" (Parte Segunda, pp. 130 – 131)

    Tras dispensarme por la extensión de esta cita,
    debo decir en mi descarga que era necesaria, ya que refleja el
    carácter paródico con que los
    Caballeros se comportan hacia el propio público, que, no
    debemos olvidar, anteriormente a esto estaban conmovidos por la
    fuerza
    dramática enorme de la tragedia; ocurre que estas palabras
    denotan tal calidad de humor,
    que esta situación de contraste es inconscientemente
    invertida en su propósito por T.S. Eliot; como San
    Martín, Eliot comienza a interpretar, sin quererlo, una
    tragedia con una carcajada, y yo, nuevamente, como constructor
    interpretativo de ese "lector primero" del asunto, no puedo
    más de reír con él, reír con su
    liderazgo
    interpretativo. Porque, si bien Eliot no ha querido producir este
    efecto final, la forma de hacer hablar a los viles asesinos del
    Arzobispo hubiera sido, quizás, prestarles menos talento
    en su discurso, menos ironía; la falta de respeto de los
    Caballeros tiene tanta calidad y su osadía es tan
    imaginativa y talentosa, que se coloca a la misma altura que toda
    la fuerza dramática anterior, caricaturizándola
    monstruosmente, y logrando una tragicomedia verdaderamente
    contundente, cuyo final, que intenta regresar a lo sagrado a
    través del maravilloso Coro, no logra, pese a su
    profundidad de transmisión emocional, hacer olvidar los
    disparates de los Caballeros contra el propio Arzobispo a quien,
    para hacerlo peor, ellos mismos habían asesinado. El humor
    negro llega, creo sin que Eliot lo haya querido, a uno de los
    niveles más logrados de mi experiencia como lector,
    porque:

    • Es contra "el Santo más famoso de
      Inglaterra"
    • Es contra el "código moral" mismo de la
      obra
    • Es formulado después de una muerte de una
      dignidad
      notoria y lograda, lo cual genera un contraste aún
      mayor.
    • Es puesto en boca de un "enemigo" que, por su
      talento, terminamos aplaudiendo y pidiendo que sigan
      justificándose.

    Debo, sin embargo, reconocer que este análisis
    debería ser más exhaustivo en la
    delimitación teórica de algunas categorías
    manejadas con cierta ligereza. Asimismo, se hace necesario, para
    ser honesto con el autor de este maravilloso texto, citar
    una intuición acertada en lo que respecta a este trabajo
    ensayístico:

    "No me atrevo a esperar que una obra sobre este
    asunto pueda tener el mismo interés
    para un público
    extranjero" (Prólogo a
    la edición en español, p. 29 EPESA)

    Tiene, indiscutiblemente, un gran interés; pero
    la aprehensión de las direccionalidades que una obra
    extranjera pueda representar para el público
    "no-original", es impredecible: respaldo con ahínco la
    posibilidad de que, en la recepción original: el
    público inglés,
    el peso del humor de los Caballeros no esté a la altura de
    la tensión dramática anterior, y que, por tanto,
    ese humor pueda convivir sin alarma con la vileza de quienes lo
    emiten, sin alterar el perfil trágico de la
    obra.

    Lo presentado fue una construcción; una
    construcción confeccionada a partir de lo que esperaba de
    la obra tras leer las palabras de Eliot y el profesor Walter
    Starkie, y la estruendosa carcajada que me produjo, para mi
    propia sorpresa, el talento justificatorio final de los asesinos
    y satirizadores del Arzobispo; la combinación me dio idea
    de incongruencia entre el "asceta" de antes de la lectura y el
    "humorista negro" de después. La inquietud me llevó
    a un breve análisis del humor, que es a lo que me
    gustaría seguir dedicándome con cierta seriedad, y
    esta construcción es despertadora de múltiples
    aclaraciones y de nuevas líneas teóricas en lo
    sucesivo. No he querido ser demasiado contundente, y he deseado
    siempre aclarar el carácter de, valga la redundancia,
    "ensayo" que tiene mi trabajo, para no caer, según mi
    experiencia de lectura, en las categóricas falsedades que
    un escritor como Nabokov se ha atrevido a sostener en la
    Universidad de Harvard sobre Don Quijote de la
    Mancha.

    Serafín Campaña

     

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