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Inmigración y literatura: Festejos (página 3)



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Manuel Gálvez describe, en su novela Nacha
Regules
, un baile en un inquilinato: "de la guitarra y el
bandoneón surgían las frases compadronas de un
tango. Era una
música sensual, canallesca, arrabalera, mezcla de
insolencia y bajeza, de tiesura y voluptuosidad, de tristeza
secular y alegría burda de prostíbulo,
música que hablaba en lengua de
germanía y de prisiones, y que hacía pensar en
escenas de mala vida, en ambientes de bajo fondo poblados por
siluetas de crimen. (…) Linda sonreía mirando a algunas
parejas –a Saturnina que era abrazada por un conde lleno de
plumas, y a la encargada del inquilinato, una genovesa redonda
como una bola, que se zangoloteaba en los brazos de un Moreira
feroz-" (6).

En Las ingratas –novela de Guadalupe Henestrosa
que mereció el Premio Clarín de Novela 2002-, el
carnaval marca el inicio
de la relación entre la dueña de la pensión
y uno de sus huéspedes, que luego se convertiría en
su marido: "Así estaban las cosas, cuando una noche de
carnaval, mientras todo el mundo había ido hasta el corso
de la avenida para ver pasar las carrozas, Roca prefirió
quedarse en el patio fumando un cigarro y silbando bajito. Petra
iba de acá para allá con un balde, regando las
macetas. (…) Afuera sonaban los gritos de las comparsas, los
falsos alaridos de las mascaritas, las bombas de
estruendo a lo lejos; adentro, en ese mundo de macetas, baldosas
y sillas de mimbre, el silencio era más fuerte. En la
atmósfera
verde, Petra era otra, más blanda, tierna, casi indefensa:
Melchor Roca la miraba embobado, sumergido con ella en el
ambiente acuático y levemente corrupto de la noche de
carnaval" (7).

En su novela Hacer la América, Pedro Orgambide
evoca un carnaval de la década del 20: "Sonaban las gaitas
de los gallegos. Los vascos (pantalón y camisa blanca,
pañuelo al cuello, boinas, alpargatas) bailaban golpeando
sus palos, combatiendo en una esgrima de pies que se lanzaban al
aire y volvían en un paso de danza. Los
cosacos desenvainaban sus sables, degollaban a Israel Mitzer en
la puerta de la sinagoga y gritaban, sudados y coléricos,
fidelidad al zar y a la zarina. Bailaban los capoeiras del
Brasil y los
gitanos y los muchachos de Barracas. Bailaban los hombres
disfrazados de osos, de monos, de tigres, de gigantescos perros y
caballos. Bailaban los hombres disfrazados de mujeres y las
mujeres disfrazadas de hombre; bailaba el disfraz hermafrodita:
mitad hombre, mitad mujer, mitad novio, mitad novia; danzaba el
lanzador de dardos, el salvaje que besaba al explorador en la
boca; bailaban los enanitos, los viejos, los enclenques. En el
palco, las orquestitas de Retiro, de las viejas romerías,
tocaban los tanguitos de otro tiempo, puro flautín, pura
guitarra, pero ahora subía una orquesta típica
nacional que dirigía el maestro Arrieta" (8).

El protagonista de Barrio Gris, novela del inmigrante
asturiano Joaquín Gómez Bas, manifiesta: "En lo que
a mí respecta, el carnaval existe para recuadrar en rojo
tres días del almanaque. Ahora. Antes existía
también para que el pobre Cigüeña se
disfrazara de oso carolina. Ni de niño compartí el
disloque general. Jamás me exhibí pintarrajeado. Me
mantuve siempre ajeno al entusiasta afán de convertirse en
bufo gratuito para regodeo del prójimo. Repudio el
vocingleo desatado, inútil y bárbaro. Me enferma.
La primera vez que pretendí formar parte de la
baraúnda en un bailongo de la fecha, originé
descomunal batahola cuando un cocoliche de facón y talero
casi me deja sordo con su carraca. Por milagro no me ojalaron el
pellejo. Lo salvé entero, junto con el propósito de
esquivarle el bulto en lo futuro a la jauría de
carnestolendas. Definitivamente" (9).

Uno de los personajes de Mempo Giardinelli relata, en la novela
Santo Oficio de la Memoria: "Era una joda este
país, y los carnavales no te cuento: se jugaba con agua
todas las tardes y a la noche meta milonga" (10).

Victor Hugo Ghitta evoca el carnaval de la colectividad
gallega. Recuerda "las largas mesas familiares del Centro
Lucense, en una Buenos Aires cuyos esplendores y apego por las
fiestas populares irían menguando con los años, en
bulliciosas noches de carnaval en las que nos peleábamos
por una falda con fervor e inocencia mientras nuestros padres
batían palmas y meneaban caderas al ritmo del pasodoble o
la muñeira, después de haberse atragantado con las
sardinas españolas y las morcillas vascas y las batatas
asadas al carbón y los jamones tan perfumados como las
señoras que atiborraban la pista, atraídas por una
estridencia de trompetas y por las toreras de luces y las
fabulosas charreteras y los zapatos y los pantalones blancos de
los Gavilanes de España,
que era el conjunto musical que animaba las tertulias y las
verbenas" (11).

Nersés, un joven hijo de armenios que se crió en
Barracas, protagoniza la novela Memorias para no olvidar,
de Eduardo Bedrossian. El joven "se acordó de aquellos
años de su infancia, cuando se ponía un disfraz y
se agregaba a la murga que iba cantando por el barrio y
recogiendo algunas monedas en una vasija de lata o en un platito,
luego de algunas canciones de ablande" (12).

Santó Efendi recuerda los carnavales en Villa Crespo:
"En verano, el carnaval diurno servía para refrescarse un
poco… a globazos, baldazos y mangueras" (13).

Manuel Enrique Pereda evoca los carnavales en Villa
Pueyrredón: "Había una vez… allá por los
años 1922, una familia formada por Don Clemente Enrique
Pereda, argentino, nacido en el Bajo Belgrano, y Doña
Estrella Mon, española, de Galicia, con su hijo Manuel
Enrique (…), que se radicaron en una pieza alquilada en la
calle Argerich 4685 a un matrimonio de
italianos de apellido Pettorosi que tenían tres hijos
llamados Pascua, Armando y Pepa, siendo estas chicas mis primeras
compañeras de juegos (…)
Tengo presente a la tana Doña Emilia, de carácter fuerte y cerrado dialecto, cuando
al poco tiempo de convivir en su casa, siendo carnaval, mi viejo
le tiró un baldazo de agua. ¿Qué
‘rosca’ se armó! Se lo quería comer
crudo" (14).

Se disfrazaba Alberto Tarrío, hijo de inmigrantes
gallegos. Cuenta su hijo Fabián: "Mi viejo sabía
vivir y hacer de cada momento con los demás, un tiempo
grato. Lo que me viene a la cabeza es el espíritu que
tenía de buena vida. Divertido, atrevido; era de
disfrazarse para los carnavales o para fin de año, y
viajar disfrazado en un colectivo a los corsos de la Boca. A
nosotros nos daba un poco de vergüenza, pero hoy reconozco
que lo hacía porque tenía un espíritu muy
lindo" (15).

Luna de Avellaneda, película dirigida por Juan
José Campanella, se abre con la evocación del
carnaval de 1959 en el club -fundado por tres gallegos- que da
nombre al film. A criterio de Pablo Scholz, "Los protagonistas de
Campanella suelen recorrer un viaje interno. Nunca sienten que
pisan en terreno firme. Román (Ricardo Darín,
demostrando por enésima vez que solito es capaz de llevar
adelante cualquier proyecto, si
está bien escrito) se casó con la más linda
del barrio (Verónica, Silvia Kutica), fue activista en la
Facultad, pero se quedó. Es vocal en el Luna de
Avellaneda, el club de barrio donde nació en el carnaval
de 1959 —el año en que nació Campanella, otro
acierto del guión, y habrá más: incluir a
Alberto Castillo, ginecólogo, como quien lo haya
traído al mundo—. Por ese motivo y otros más,
que el espectador descubrirá si no se le nubla la vista,
el club significa mucho para Román" (16). "La nostalgia
-escribe Adolfo C. Martínez-, el presente enrarecido por
una sociedad siempre dispuesta a agotar las posibilidades del
hombre argentino y la fuerza del amor como
necesidad vital de recomponer la vida y las angustias son los
permanentes temas que Juan José Campanella y sus
coguionista Fernando Castets y Juan Pablo Domenech presentan en
la pantalla con esa pátina de calidez y de hondura
dramática, en la que no están ausentes el humor y
los fracasos" (17).

Durante el Carnaval, a veces, se suscitaban peleas. Escribe
Horacio Vázquez-Rial, en su novela Frontera Sur:
"En los primeros años del siglo, Buenos Aires vivía
sin sobresaltos. Era noticia comentada el enfrentamiento, en
1903, en los carnavales de Avellaneda, de la comparsa de
‘Los Leales’ con la de ‘Los Pampeanos’,
en la que formaban José Razzano, quien con el tiempo
haría dúo con Gardel, y el que muy pronto
sería intendente municipal de su ciudad, don Alberto
Barceló, en compañía de sus sobrinos y de su
futuro secretario, Nicanor Salas Chaves" (18).

La clase alta
aborrecía esa clase de festejo. Relata María Rosa
Oliver, en sus memorias: "En Europa el carnaval nos había
pasado inadvertido, quizá porque cae aún en
invierno, pero aquí, como broche del verano, era una
fiesta. Una fiesta larga e importante que tercamente mis padres y
parientes trataban de pasar por alto como, al leer los diarios,
salteaban las páginas en que, con semanas de
anticipación, se informaba sobre los preparativos para que
llegaran a su máximo esplendor las carnestolendas o el
reinado del dios Momo, nombres sugestivos que en casa nadie
pronunciaba pero que en las revistas iban enmarcados entre
guardas que evocaban las futuras serpentinas". A la
pequeña María Rosa le gustaban las máscaras:
"Me gustaban las que iban a los bailes infantiles de disfraz
organizados en el Hotel Bristol de
Mar del Plata. Pero la única vez que a duras penas, y
después de insistentes súplicas, nos permitieron ir
a la fiesta nos la aguaron bastante porque ‘…eso de
ponerse disfraz ¡qué esperanza…! Lo único
que faltaría… Eso, jamás…" (19).

También aborrecían los festejos algunos
inmigrantes. En "La levita gris", de Samuel Glusberg, el narrador
lleva a sus hermanos al corso de Palermo, que le causa una mala
impresión: "Aquello no tenía de infantil más
que el nombre; casi todas las máscaras habían
dejado de ser niños hacía tiempo; gente grosera que
atropellaba a los chicos y profería sandeces que todos
celebraban, sólo porque venían de quienes llevaban
antifaz. Pero qué otra cosa es el Carnaval? Me
volví a casa furioso, con gran descontento de los
pequeños, a quienes, para que no lloraran, tuve que hacer
promesa de llevarlos por la noche al corso de casa" (20).

Mauricio Kartun, en "El siglo disfrazado", analiza la
relación del Carnaval con la inmigración: "Fue con
el vendaval inmigratorio de principio de siglo que la farra
desbordó todo orden institucional, la mascarita se
independizó, y el disfraz pasó a ser un atributo de
fenomenal creatividad
individual, un orgullo familiar en el que las mujeres de la casa
lucían su solvencia con el molde y la aguja". Una vez
disfrazado el niño, debía fotografiárselo,
para enviar esa imagen al
país de origen: "Colas de una cuadra en Foto Bixio, o en
Pascale, bajo el sol calcinante de febrero, ese que aseguraba con
el resplandor de la primera tarde los mejores contrastes en la
vidriada galería de pose del estudio. ¿Cómo
testimoniar sino allá en el terruño el prodigio de
costura, las costumbres, el crecimiento y la belleza de los
chicos, engalanados y maquillados?" El afianzamiento de la
inmigración hizo que cambiaran los disfraces elegidos por
las madres para sus hijos: "Viejas fotos.
Sólo eso queda de aquella magnífica pasión
por el disfraz. De pierrot, sobre todo, hasta los
años 20 en que las colectividades tomaron peso propio. De
allí en más predominaron los baturros,
toreros y gaiteros asturianos, las majas,
las gitanas, y los vascos pelotaris con sus paletas
en miniatura, o su versión lechera con los tarros
también a escala. Napolitanas, damas
venecianas
, y polichinelas certificaban el amor a
Italia". Fotos que se enviarían a los parientes que tanto
se extraña: "Atrás unas líneas ya casi
ilegibles: ‘Cara mamma: le invio una fotografia del mio
Cesarino. Veda come cresce bello e grasso. Chi manca tanto. Sua
cara figlia, Renza’
. En la foto, un pequeño
soldadito garibaldino. Un sombrero emplumado, y una descolorida
mirada melancólica" (21).

Se enviaban, para ocasiones especiales, postales con retratos
familiares, editadas por los estudios de fotografía. "Hoy, los coleccionistas
aún las encuentran circulando en mercados de
Italia y España con sellos argentinos: habrían sido
enviadas por familiares que emigraron al país" (22).

"Los improvisados –comenta Andrés Carretero-
preferían cubrirse con una sábana, lucir
algún antifaz o pintarse la cara con corcho quemado. El
disfraz más frecuente en todos los corsos fue el de Oso
Carolina. También eran comunes los disfraces de Martín
Fierro o Juan Moreira, los más valientes
aparecían incluso montados a caballo, ganándose el
aplauso del público". Pero no todos los disfraces estaban
permitidos: "Las disposiciones municipales prohibían el
uso de disfraces de monja o sacerdote y aquellos trajes que
parodiaran uniformes militares en vigencia o que representaran
costumbres obscenas" (23).

Enrique Pinti enumera en una nota periodística algunos
de los disfraces que se podían elegir: "Piratas, gauchos,
damas antiguas, marqueses versallescos, zorros (negros y
blancos), diablitos, hadas, aldeanas, lagarteranas, baturros,
tiroleses y andaluces, gitanas y pajes medievales
aparecían en esas páginas como un convite a la
consagración y apoteosis del hermoso período anual.
(…) Vacaciones no tenía, pero disfraces sí,
¡y qué disfraces! Payaso, pollito, holandés,
bailarín ruso, gaucho, mexicano, sargento americano y
teniente argentino. Las fotos atestiguan mi felicidad y las poses
son las de un gordito decidido a ser estrella" (24).

Máximo Yagupsky evoca un carnaval bonaerense: "siendo
muchacho –estaba en segundo año del secundario
nacional- iba a acompañar a un tío mío que
organizó un remate en la provincia de Buenos Aires, en
Maza, cerca de La Pampa. Era Carnaval. Y en Maza vivían a
la sazón muchos italianos. En esa oportunidad nos han
hecho gozar de las canciones líricas italianas como nadie.
Aquella noche de carnaval la pasaron viviendo en Italia"
(25).

Notas

Dolina, Alejandro: "El corso triste de la calle Caracas", en
El Tiempo, Azul, 23 de febrero de 2003.

Sábato, Ernesto: Sobre héroes y tumbas
Edición definitiva
. Buenos Aires, Seix Barral,
1998.

Luna, Félix: Soy Roca. Buenos Aires,
Sudamericana, 1991, p. 92.

Walsh, María Elena: "Novios de antaño". Buenos
Aires, Editorial Sudamericana, 1990. En María_Elena_Walsh
La abuela Agnes.htm, página preparada con la
colaboración de Mirta Toledo y Luis Mandel

Pacheco, Carlos Mauricio: Los disfrazados, en
Sánchez, Trejo, Pacheco, Discépolo, Dragún:
Canillita y otras obras. Selección, prólogo
y notas de Jorge Lafforgue. Buenos Aires, CEAL, 1979. 189 pp.
(Capítulo, vol. 3).

Gálvez, Manuel: Historia de arrabal. Buenos
Aires, CEAL, 1980.

Henestrosa, Guadalupe: Las ingratas Novela sentimental.
Buenos Aires, Suma de Letras Argentina, 2005. 264 pp.

Orgambide, Pedro: Hacer la América. Buenos
Aires, Bruguera, 1984, pág. 237.

Gómez Bas, Joaquín: Barrio gris. Buenos
Aires, Compañía General Fabril Editora,
1963.

Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos
Aires, Seix Barral, 1991.

Ghitta, Víctor Hugo: "Elegía a Paco Rabal
dormido en Aguilas", en La Nación, Buenos Aires, 2
de septiembre de 2001.

Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar. Buenos
Aires, 1998.

Efendi, Santó: "Una infancia en Villa Crespo", en
SEFARaires N° 3, julio 2002.

Pereda, Manuel Enrique: Nuestra querida Villa
Pueyrredón
. Buenos Aires, Del Carril Impresora,
1986. Citado por Eduardo Criscuolo en "Páginas para el
recuerdo de Villa Pueyrredón", El Barrio Periódico
de Noticias
, Año 6, N° 62, Buenos Aires, Mayo de
2004.

Piotto, Alba (Texto y
producción); Rosito, Enrique y Digilio,
Rubén (fotos): "Mi papá", en Clarín
Viva
, Buenos Aires, 20 de junio de 2004.

Scholz, Pablo O.: "CINE: CRITICA", en Clarín,
Buenos Aires, 20 de mayo de 2004.

Martínez, Adolfo C.: "Un retrato costumbrista de la
Argentina actual", en La Nación, 20 de mayo de
2004.

Vázquez-Rial, Horacio:op. cit.

Oliver, María Rosa: La vida cotidiana. Buenos
Aires, Sudamericana, 1969.

Espinoza, Enrique (Samuel Glusberg): "La levita gris", en
La levita gris Cuentos judíos de ambiente
porteño
. Buenos Aires, BABEL.

Kartun, Mauricio: "El siglo disfrazado", en Clarín
Viva
, 20 de febrero de 2000.

Muzi, Carolina: "Fina estampa", en Clarín Viva,
Buenos Aires, 21 de julio de 2002.

Carretero, Andrés: Vida cotidiana en Buenos
Aires
. Planeta.

Pinti, Enrique: "La Argentina según Enrique Pinti.
Carnavales eran los de antes", en La Nación
Revista
, Buenos Aires, 6 de marzo de 2005.

Diament, Mario: op. cit

…..

Con más voluntad que medios, los inmigrantes festejaron
en el barco y en la nueva tierra sus acontecimientos privados y
sociales; se incorporaron a la comunidad sin olvidar por ello sus
raíces y sus tradiciones. Junto a sus descendientes
honran, hoy día, la tierra de sus mayores y la herencia cultural
que los vincula a ella, al tiempo que testimonian su gratitud a
la Argentina.

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