Los Derechos Humanos y los Derechos Fundamentales en el estado social de Derecho colombiano
En una tablilla sumeria que tradujeron Kramer y Jacobsen
se narra la historia de cierta mujer acusada de
asesinato. Los hechos, sucedidos mil ochocientos cincuenta
años antes de Cristo demuestran que ya entonces la
administración de Justicia se
guiaba por el apotegma nullum crimen sine lege.
Lu Inanna era servidor del
templo. Por razones desconocidas tres hombres lo mataron, y
después de cometer el delito dieron
cuenta de su ejecución a la viuda del asesinato, Nin-dada.
Ella, según relata el historiador de su caso, no
abrió su boca y dejó que sus labios permanecieran
silenciosos. (Más tarde pudo saberse que Liu Inanna no era
un esposo ejemplar).
Denunciado el crimen ante el monarca de la
ciudad-estado de
Nippur, el rey Ur-Ninurta, éste hizo tomar prisioneros a
los homicidas y a la esposa del muerto. Los cuatros fueron
juzgados por la asamblea de ciudadanos que celebraba sus sesiones
en la explanada del monumento.
En aquella junta tomaron primeramente la palabra quienes
pedían la pena de muerte
para todos los procesados, por considerar que Nin-dada
había obrado como cómplice de los asesinos. Dudu,
el cazador de pájaros, y Alí-etalli, el liberto,
dijeron:
- Aquellos que han matado a un hombre no
son dignos de vivir. Estos tres hombres y esa mujer
deberían ser ejecutados…
Después se dio la palabra a quienes se
oponían a la ejecución de la silenciosa Nin-dada.
El funcionario Shu y el jardinero Ubar-Sin defendieron a la
acusada, negando que ésta hubiera prestado a los matadores
de su marido cualquier tipo de ayuda. Los defensores
decían:
- Estamos de acuerdo en que el marido de Nin-dada fue
asesinado. Pero, ¿qué hizo la mujer
para que se la mate a ella?
El tribunal, examinadas las pruebas y
oídos los pareceres de unos y otros, dio su fallo con
estas palabras:
Una mujer a la que su marido no daba
para vivir, aun admitiendo que ella conociera a los enemigos de
su marido, y que una vez muerto su marido se haya enterado de que
murió asesinado, ¿por qué no habría
de guardar silencio?(…) ¿Es, por ventura, ella la que ha
asesinado a su marido? El castigo de aquellos que lo han
asesinado realmente debería bastar.
Aprobada la sentencia, la viuda de Lu-Inanna fue puesta
en libertad.
Muchos siglos antes de que el mundo llegara a conocer la
Declaración Universal de los Derechos del hombre, los
jueces de Sumer aplicaron el principio hoy consagrado en su
artículo 11: Nadie
será condenado por actos u omisiones que en el momento de
cometerse no fueren delictivos
según el derecho nacional o
internacional. Nin-dada fue
absuelta por que la asamblea de ciudadanos de Nippur
aceptó la imposibilidad de sancionar a quien no
había violado la ley.
Casos como el aquí expuesto nos permiten asegurar
que desde el momento mismo en el que el hombre
alcanza el plano mental elevado que le diferencia de las otras
criaturas sostiene una interminable lucha entre sus juicios de
valor, entre
las pretensiones y las intenciones personales, así como
entre las necesidades generales y el ideal de bienestar, tanto
del individuo
mismo como de la sociedad en la
que se desenvuelve y a la que está atado desde antes del
nacimiento y, por lo general, para siempre. Está entonces
en la naturaleza del
hombre el sentido de justicia que le motiva al actuar, por encima
de las concepciones de Bien y Mal (que tantas religiones,
filosofías y problemas han
traído), o bien sea detrás de ellas, las decisiones
que sobre el destino de su vida tome el hombre se fundan en la
previa balanza de la ecuanimidad y el análisis, tarde o temprano, de las causas y
efectos de sus conductas. Así, ha creado para sí
mismo un conjunto de reglas o matrices de
comportamiento
que en un momento de la historia inyecta en la sociedad a
través de la costumbre, la cultura o
incluso la fuerza, y que
hoy, en los albores del nuevo milenio han permitido que se abran
paso en la historia los juicios de valor frente al ser humano con
una figura sólida que permita proyectar hacia el futuro a
nuestra especie asegurando para ella la existencia misma. Tras
varios siglos de evolución el hombre habla hoy por hoy con
toda entereza, de los Derechos Humanos.
La historia nos ha permitido ganar mucho en el desarrollo de
nuestras culturas y de la concepción misma del hombre,
circunstancias como las que Becaría describe en El
juicio de Damiens y que se repitieron y se repiten aún
hoy en tantas ocasiones terminarán un día por
aislarse de la figura natural humana para permitirnos alcanzar el
mundo ideal, pero hasta entonces, el reconocimiento, defensa,
protección y salvaguarda de los derechos fundamentales del
hombre deberán ubicarse en el encabezado de la lista de
las funciones de todo
individuo, pueblo y Estado.
LOS
DERECHOS HUMANOS Y LOS DERECHOS FUNDAMENTALES EN EL ESTADO
SOCIAL DE DERECHO COLOMBIANO
En su escritorio de la Plazuela de San Francisco,
rodeado por los seis mil volúmenes que formaban su
biblioteca,
don Antonio Nariño ojeaba con interés el
libro que esa
misma tarde le había traído en préstamo su
amigo el capitán Ramírez de
Arellano. Era el tercer tomo de la Histoire de la
Révolution de 1789 et de l’establishment d’une
constitution en France, obra de Kerveseau y Clavellin llegada
a Santafé con los bártulos y papeles del virrey
Ezpeleta.
Nariño hizo pasar rápidamente las
páginas hasta encontrar aquella que buscaba. Luego
tomó la pluma y empezó a escribir, teniendo ante
los ojos el pasaje cuya búsqueda lo había llevado a
valerse de Ramírez para obtener el libro: era el texto completo
de la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional de Francia el 26
de agosto de 1789.
En esa noche de diciembre de 1793 trabajó varias
horas en la tarea de verter al castellano las
siete páginas ocupadas por la famosa proclama, y al
día siguiente, un sábado, llevó a la
imprenta el
manuscrito de la traducción. Para el domingo ya estaban
impresos entre 80 y 200 ejemplares.
El Escándalo hizo erupción seis meses
después, cuando un escribiente denunció ante la
Real Audiencia que en Santafé circulaba un papel impreso
cuyo contenido era sobre las leyes
establecidas por la Asamblea Constituyente de Francia, papel
compuesto, conforme a las sospechas de quien daba parte, en la
imprenta de don Antonio Nariño.
En honor a la verdad, pocos ejemplares de la
traducción habían llegado a manos del
público. Uno fue vendido por el propio editor a don Miguel
Cabal, otros quedaron en manos de amigos, entre ellos don Luis
Francisco de Rieux, los restantes tuvieron la suerte de los
herejes, pues Nariño se apresuró a incinerarlos en
la huerta de su casa por consejo del señor Sánchez
de Tejada. Más tarde, en su confesión ante el oidor
Mosquera, el traductor manifestó que el motivo que tuvo
para quemarlos fue que "había comprendido
después el yerro que había
cometido".
El 29 de Agosto de 1794 Nariño fue puesto en
prisión. Se le culpaba de haber impreso sin licencia un
documento pernicioso, un papel abominable (así lo llamaba
la acusación), compuesto por hombres corrompidos y repleto
de cláusulas subversivas y anticatólicas. El 28 de
noviembre de 1795 lo condenaron a 10 años de presidio,
extrañamiento perpetuo de América
y la confiscación de todos sus bienes. La
sentencia dispuso también que el libro de donde se hizo la
traducción fuera quemado en la plaza mayor de
Santafé. En el artículo 11 de la Declaración
de los Derechos del Hombre habían proclamado los
representantes del pueblo francés: La libre expresión de sus pensamientos e ideas
es uno de los más preciados derechos del hombre. Por
consiguiente, todo ciudadano puede hablar, escribir e imprimir
libremente, con la única salvedad de responder del abuso
de esa libertad en los caos determinados por la ley.
En la América española, sin embargo, faltaba
todavía muchos años para que fuera abolido el
delito de imprimir.
Años más tarde, y con la consecuente
independencia
de España,
Colombia
inició el largo recorrido por la consolidación como
Estado, tal que en 1886 se proclamaría una Constitución Política que
buscó definir y establecer el orden y los perfiles bajo
los cuales se orientarían los destinos de nuestra nación.
Pero Colombia, y el mundo entero, serían a lo largo del
siglo siguiente testigos de la frialdad de la historia y de los
niveles tan grandes de degradación, indignidad y oscuridad
a los que puede someter el hombre a sus semejantes, de modo que a
fuerza de terribles acontecimientos la visión de la
humanidad cambió para enfocarse en una verdadera
persecución del fin altruista de proteger a la humanidad
casi "de sí misma".
Tiempo después, el 29 de abril de 1891, un
periódico francés llamado
Observador de Avesnes predijo, al comentar la
próxima celebración de un día
internacionalmente dedicado a exigir la reducción de la
jornada legal de trabajo a ocho
horas: El 1º de mayo transcurrirá en Fourmies con
la mayor tranquilidad del mundo. Llegado el día, los
trabajadores de Fourmies se disponía a cumplir el
pacífico programa de la
jornada, y entre los cantos y la marcha aparecieron las tropas
llegadas de Avesnes, al caer la tarde, asegura un historiador, la
sangre
corría por el pavimento y se extendía en largos
regueros bajo las mesas de los cafés al aire
libre.
El 4 de mayo la cámara de Diputados se
negó a nombrar una comisión investigadora de los
sucesos de Fourmies. Hizo algo más: por 356 votos contra
33 dio su voto de confianza al gobierno, once
días después el Papa León XIII firmó
la encíclica Rerun Novarum, sobre la
condición de los obreros. En aquel documento se
decía: …Unos cuantos
hombres, opulentos y ricos, han cargado sobre la innumerable
multitud de los proletarios un yugo que en poco difiere del de los antiguos
esclavos. Tarde llegaba ese
reconocimiento a los muertos y heridos de Fourmies.
La historia humana no pareció estar contenta de
contemplar su profundo y natural ánimo autodestructivo,
pues más adelante una nación
entera arremetería contra millones de hombres, mujeres y
niños
amparados en el ideal de la consecución de un orden global
en el que no había espacio para la imperfección
y la mediocridad. Uno de tantos ejemplos; el 19 de abril de
1943 los nazis se enfrentaban por vez primera a una resistencia
armada en el ghetto de Varsovia. La insurrección se
prolongó hasta el 16 de mayo, cuando cesaron de
oírse los últimos disparos de los combatientes
judíos
y las tropas alemanas recuperaron el control de lo que
habían convertido en un montón de cenizas y
escombros. Según Arnold J. Toynbee entre 5.000 y 6.000 de
los moradores de la judería perecieron entre el fuego y
las ruinas. Otros 6.929 irían a morir en
Treblinka.
Dos años más tarde Hans Frank, quien
ofició como Gobernador General de Polonia desde el 12 de
octubre de 1939 y durante los acontecimientos citados,
compareció ante el tribunal de Nuremberg, acusado de
crímenes de guerra y de
crímenes contra la humanidad. Antes de morir en la horca
agradeció la bondadosa sentencia que de sus jueces
había recibido.
En Colombia las cosas no eran muy diferentes, pues es de
considerar que nuestro país no ha dejado nunca de
atravesar una aguda crisis social
que nace en el individuo mismo y se extiende a su familia, grupo social y
en general a toda la esfera de la nación. Para anotar un
ejemplo, habrá que recordar aquel 12 de Noviembre de 1928
en que los invisibles obreros de la United Fruit Company se
declararon en huelga
después de solicitar durante varias semanas que la empresa
negociara con ellos un pliego de peticiones. El gerente
general de la frutera, Thomas Bradshaw, telegrafió el
día de la huelga al presidente Miguel Abadía
Méndez, dándole cuenta de que en la zona
había estallado una peligrosa revuelta planeada por
cabecillas irresponsables. El gobierno, en orden redactada por el
Ministro de Guerra Ignacio Rengifo, dispuso que el general Carlos
Cortés Vargas se trasladara al departamento del Magdalena
con tres batallones, para dar amparo a los
pacíficos trabajadores que allí estaban siendo
hostilizados por revoltosos. En la madrugada del 6 de diciembre
de 1928 el general hizo marchar a sus hombres hasta la plaza
principal de Ciénaga, donde se habían congregado
miles de huelguistas para comenzar una multitudinaria marcha de
protesta hacia la capital del
departamento. Entonces ocurrió la masacre.
Nunca se sabrá cuántas personas fueron
muertas en Ciénaga, el tren interminable y
silencioso que aparece en una de las novelas de
García
Márquez –un tren con miles de cadáveres
llevados hacia el mar-, siempre ha estado en las versiones
populares de la matanza. En cambio no hay
duda alguna sobre la veracidad de una violación terrible
como ésta a uno de los que sería más
adelante considerado como un derecho fundamental del ser humano,
y de qué manera.
Al año siguiente, en las sesiones septembrinas de
la Cámara de Representantes, un joven congresista
denunció los atropellos que en la zona bananera
habían perpetrado las tropas de Cortés Vargas. El
joven congresista demostró, ante la indiferencia de sus
colegas, la criminal complicidad entre la United Fruit Company y
los militares que allí actuaron, pero jamás se
investigó a uno de ellos, ciertamente, en 1948, cuando el
excongresista era ahora candidato presidencial, fue acribillado a
balazos en una plaza pública de Bogotá, en un
día que, como describe García Márquez,
significaba el "comienzo del siglo XX en
colombia".
Hechos como los mencionados, una nación que se
destruye a sí misma en un fatal ámbito de violencia e
injusticia social, junto con la necesidad marcada de empujar a
nuestro país hacia la modernización tanto a nivel
interno como en el ámbito internacional, motivó una
nueva empresa.
El 15 de Febrero de 1991 se reunió en
Bogotá la Asamblea Nacional Constituyente convocada e
integrada por los ciudadanos el 9 de diciembre inmediatamente
anterior. A éste órgano se la encargó la
tarea de debatir y estudiar una profunda reforma de la
Constitución Política, señalándole
para el efecto un término de 150 días.
La Asamblea estaba compuesta por 24 constituyentes del
partido Liberal, 29 de la Alianza Democrática M-19, 22 del
Movimiento de
Salvación nacional, 5 del Partido Social Conservador, 2 de
la Unión Patriótica, 2 de la Unión
Cristiana, 2 representantes de los indígenas, y del
Movimiento Estudiantil y 4 conservadores
independientes.
Junto a viejos dirigentes de los partidos tradicionales
allí se veían abogados, periodistas, expertos en
economía y
finanzas,
empresarios, profesores universitarios, líderes
sindicales, exguerrilleros, líderes protestantes y
miembros de las comunidades indígenas. Sólo
faltaban representantes de los grupos de
oposición armada que persistían en rechazar la
denominada Revolución Pacífica.
Muchos colombianos apoyaban la idea de abolir la vieja,
autoritaria y desactualizada Constitución de 1886, que con
varias enmiendas había regido ya por más de un
siglo. El 27 de Mayo de 1990 más del 88% de los votantes
se mostraron partidarios de favorecer la democracia
participativa mediante la convocatoria de una Asamblea
Constitucional que reformara la carta
Política. En este cuerpo deberían estar
representadas las fuerzas regionales, políticas
y sociales de la nación.
La reforma era vista por la mayoría de los
ciudadanos como un imperativo inaplazable. Ella parecía
ser el único camino pacífico para que Colombia
emprendiera lo que Alfonso López Pumarejo describió
alguna vez como liquidación amistosa del
pasado.
Así que el 4 de Julio de 1991 la Asamblea
Nacional Constituyente decretó, sancionó y
promulgó la nueva Constitución Política de
Colombia, en cuyo artículo 86 se adoptaba, notablemente
perfeccionada, la propuesta de instituir un mecanismo de guarda
inmediata de los derechos humanos por las autoridades encargadas
de administrar justicia para trasladar al ciudadano común
el poder para que
cuando sea tratado arbitrariamente tenga una salida diferente de
la agresión, la protesta incendiaria o la
resignación sumisa y alienante. En este artículo se
dispuso:
"Toda persona
tendrá acción
de tutela para
reclamar ante los jueces, en todo momento y lugar, mediante un
procedimiento
preferente y sumario, por sí misma o por quien
actúe a su nombre, la protección inmediata de sus
derechos constitucionales fundamentales, cuando quiera que
éstos resulten vulnerados o amenazados por la
acción o la omisión de cualquier autoridad
pública."
Merece la pena notar que en abierto contraste con la
carta
política que le antecedió, la Constitución
de 1991 se caracteriza por el énfasis dado en su parte
dogmática al reconocimiento de los derechos humanos. Tal
énfasis vincula nuestra nueva normativa constitucional a
ese movimiento de ideas y de actitudes que
en favor de la dignidad
humana y del derecho de ser hombre se ha desarrollado en el mundo
entero a partir del día en que los pueblos del globo
tomaron real conciencia de la
importancia del hombre como individuo y como órgano
formador de una especie, un todo.
En 1945, en la ciudad de San Francisco, había
sido fundada la
Organización de las Naciones Unidas.
La más amplia y representativa organización internacional del mundo
moderno, hoy por hoy con sede en New York (E.E.U.U.). Los
objetivos que
se estableció fueron los de mantener la paz y la seguridad
internacionales, alentar con todos los medios el
desarrollo de relaciones de solidaridad entre
todas las naciones con base en el principio del derecho de
autodeterminación y de la igualdad entre
los pueblos; hacer cada vez más estrecha la
colaboración internacional, sobre todo en los campos
económico, social y cultural. Algunos años
más tarde la organización proclamaría la
Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano, cuerpo clave y ecuménico de doctrina y
comprensión del ser humano como ente formador de su
historia y del destino de su especie.
En la actualidad la gran mayoría de países
asumen esta Declaración como base para desarrollar sus
propias políticas de derecho interno en cuanto a la
protección y garantía de las premisas
indispensables para la supervivencia y el progreso de sus
naciones, incluyendo en sus Cartas
Políticas, Constituciones o cuerpos de doctrina, todo o
gran parte del contenido de esa Declaración.
Sin caer en el craso error de hablar de la
incompatibilidad de algunos derechos entre un Estado y otro o
frente a toda la comunidad
internacional, se puede decir que dentro de los aspectos internos
de cada Estado el desarrollo y manejo, así como la
jerarquización de algunos derechos, se acomoda o procura
hacerlo al momento histórico, carácter cultural y un sinnúmero de
factores de origen socio-económico que son determinantes
al momento de elevar a la categoría de fundamental uno u
otro derecho. Es quizá esta la diferencia que podemos
encontrar entre los derechos propiamente llamados humanos
y los fundamentales de que trata este ensayo.
Con arreglo a lo dispuesto por el artículo 93 de
la Constitución, norma infortunadamente redactada con
pobre técnica jurídica, los tratados que
reconocen los derechos humanos "prevalecen en el orden
interno". Con esta cláusula se otorga rango supralegal
a las leyes aprobatorias de los instrumentos internacionales de
carácter convencional (pactos, convenios y protocolos) que
con alcance ecuménico o regional se han suscrito
después de la Segunda Guerra para proteger los derechos
fundamentales de la persona humana frente al poder del Estado.
Son los instrumentos con los cuales se integra el denominado
derecho internacional de los derechos humanos, como los
Pactos de Nueva York y la Convención Americana
sobre Derechos Humanos (Pacto de San José). Las leyes
que aprueban estos instrumentos tienen hoy en el derecho interno
de Colombia una jerarquía normativa superior a la de las
otras leyes, sean ellas estatutarias, orgánicas, de marco
o cuadro, o comunes. Quiere esto decir que las estipulaciones de
esos tratados, una vez aprobadas por ley del Congreso y puestas
en vigor, no pueden ser objeto de vulneración o
desconocimiento por otros actos normativos del ordenamiento
nacional, provengan éstos de las cámaras
legislativas, del legislador extraordinario o del legislador de
excepción. Bajo el imperio de la Constitución de
1991 la Corte Constitucional debe declarar inexequible toda ley o
todo decreto con fuerza de ley que contradiga el espíritu
o la letra de una ley por la cual se aprueba un tratado sobre
derechos humanos, pues tal contradicción quebranta la
prevalencia constitucional de las normas
internacionales dictadas para asegurar el respeto universal
de estos derechos.
En nuestros días ya no es concebible una
democracia sin el reconocimiento eficaz y la garantía
efectiva de los derechos básicos de todo individuo de
nuestra especie. La autenticidad de un sistema
democrático se determina hoy en función de
los derechos humanos y de la manera como ellos son objeto de
tutela y de aplicación en las diversas situaciones del
acontecer social y de la vida política de un pueblo Con
harta razón sostiene nuestra Corte Constitucional que la
dignidad humana, fin último y fundamento mismo de la
organización política, "solamente puede ser
garantizada mediante la efectiva protección de los
derechos humanos".
Ahora bien, el constituyente fue enfático en el
uso de la expresión Derechos Fundamentales.
Aquellos derechos a que se refiere el Capítulo 1º del
Título II de la Constitución son los que el
preámbulo de la Declaración Universal de 1948 llama
"derechos iguales e inalienables de todos los miembros de
la familia
humana", desde este punto de vista un derecho es fundamental
cuando hace parte de aquellos bienes jurídicos que por
estar inseparablemente unidos a la condición humana, por
integrar su núcleo jurídico primario, constituyen
el fundamento de toda comunidad política, en cuanto le
sirven de principio y de razón primordial. Son, dicho de
otra manera, los derechos inherentes a la persona humana
de que nos habla el artículo 94 de la Carta de 1991: los
derechos que todo ser humano lleva como atributos
jurídicos innatos, que existen con anterioridad al
surgimiento de las normas positivas y que se caracterizan por su
calidad de
inalienables, en cuanto no admiten enajenación, cesión ni transferencia
de su contenido imprescindible. Éstos derechos cumplen con
tres finalidades, pues al mismo tiempo se
ordenan a favorecer el desarrollo integral de la persona, a
temperar el ejercicio del poder político y a conseguir la
plena realización del bien común. Todos ellos
tienen un rasgo de supremacía irresistible que permite
llamarlos absolutos, en cuanto constituyen poderes de
acción cuyo respeto se impone universalmente. Por ello el
artículo 5º de la Constitución reconoce la
primacía de los derechos inalienables de la persona, esto
es, acepta que como bienes jurídicos de la humana
naturaleza comparten con ella su radical subsistencia.
Sin embargo, aunque absolutos, los derechos
fundamentales no son ilimitados. La propia Constitución
señala a cada uno de ellos límites
que surgen ya del propio sentido que tiene en sí mismo, ya
de su función, ya de las justas exigencias planteadas por
el derecho ajeno, por el orden público y por el bien
común. Recuérdese que uno de los deberes
fundamentales consagrados en el artículo 95 de la Carta es
el de respetar los derechos ajenos y no abusar de los
propios.
Existe ahora la necesidad de enfatizar mejor cuatro de
los objetivos para los cuales han sido desarrollados los derechos
fundamentales:
- Son el fundamento del desarrollo integral de
la persona - Delimitan para todas las personas una esfera de
autonomía dentro de la cual pueden actuar libremente,
sin atentar contra los demás; éste se encuentra
protegida contra injerencias abusivas de autoridades y de
particulares. - Establecen límites a las actuaciones de los
servidores
públicos (civiles y militares), con el fin de prevenir
los abusos de poder. - Reconocen en cada persona la participación
como fundamento de la dignidad humana. Esto facilita a las
personas tomar parte activa en la construcción de su vida, en el manejo de
los asuntos públicos y en la adopción
de las decisiones comunitarias.
Es en este punto dable anotar que no todos los derechos
fundamentales figuran en la Constitución, pues en el
artículo 94 se declara que la enunciación de los
derechos contenidos en la Constitución y en los convenios
internacionales no debe entenderse
como negación de otros que, siendo inherentes a la persona
humana, no figuren expresamente en ellos. A juicio de la
Corte Constitucional son fundamentales todos los derechos
"que pertenecen a toda persona en
razón de su dignidad humana". Más aún, en
palabras de la Corte "Los criterios que determinan el
carácter fundamental de un derecho sobrepasan la
consagración expresa y dependen de la existencia de un
consenso histórico y de una voluntad colectiva en torno de la
naturaleza específica de un derecho, con todas sus
implicaciones relativas al contenido esencial, a la
conexión con los principios y a la
eficacia directa".
Asimismo estableció varios criterios para determinar los
derechos fundamentales. Consultando esos criterios y otros
discernimientos aportados por la doctrina, puede afirmarse que un
derecho es fundamental cuando se ajusta por lo menos a una de las
siguientes condiciones:
- Ser reconocido expresamente como tal por la propia
Constitución. - Tener como sujeto la persona humana considerada en
cuanto protagonista del orden jurídico, en cuanto
titular de bienes primarios cuyo origen está en la
esencia misma del hombre. - Estar enunciado en los instrumentos internacionales
que desarrollan las proclamaciones de la Declaración
Universal de 1948 - Hallarse protegido por el constituyente a
través de una garantía cimera y especial, en cuya
virtud las reformas constitucionales que lo afecten puedan
someterse eventualmente, por iniciativa popular, al referendo
previsto en el artículo 377 de la
Constitución. - Poseer un núcleo esencial que ni siquiera sea
legítimo alterar cuando el Estado ejerce su derecho de
excepción en caso de guerra exterior o de
conmoción interior. En otras palabras, encontrarse
amparado por la prohibición constitucional de
suspenderlo mediante decretos legislativos dictados al amparo
de los artículos 212 y 213 de la Carta
Política.
Vistos los criterios que acaban de señalarse, es
importante recordar una advertencia del profesor
Bobbio: "… El problema grave de
nuestro tiempo respecto a los derechos fundamentales no es el de
su justificación, sino el de su
protección".
Esto nos remite nuevamente a valorar la importancia de
la gestión
del verdadero Estado Social de Derecho en el que tanto
nación como poder han de entenderse como elementos
constitutivos inalienables de un mismo todo, pues más
necesario y urgente que elaborar un catálogo completo y
preciso de los derechos dotados de fundamentalidad es preocuparse
por la real eficacia de las
normas que regulan su amparo y aplicación, porque la
"supremacía irresistible" de esos derechos
sólo se hace realidad allí donde no se le somete
por las autoridades al regateo, a los vaivenes de la convivencia
pragmática o a la solapada maniobra
reduccionista.
Es notable que entre la protección de los
derechos fundamentales de orden político-civil y el
disfrute de los derechos económicos, sociales, culturales,
colectivos y ecológicos existe una estrechísima
relación. Para apreciarla basta considerar que no pocas de
las victimas de ejecución extrajudicial, tortura o
desaparición forzada, son hombres y mujeres comprometidos
en la tarea de criticar o eliminar aquellas estructura
opresoras e injustas que emanan del abuso de la propiedad
privada, del irrespeto por los derechos de los trabajadores o de
la pecaminosa indiferencia hacia las carencias de los más
pobres. Muchos procesos de
represión ilegal y de "guerra sucia" están
dirigidos contra personas que se esfuerzan por promover la
justicia social. Ello demuestra que la protección
jurídica de los derechos humanos debe ser integral, y que
no resulta justo, democrático ni racional excluir de ella
ciertos derechos, marginándolos de toda guarda efectiva
con apoyo en falsos criterios de selectividad o
priorización.
En virtud de lo expuesto, la concepción acerca de
una total, parcial o exclusiva responsabilidad del Estado en cuanto a la guarda
de dichas garantías resulta tema de extensa exposición.
Si bien es cierto que la organización de toda
forma de Estado debe estar profundamente vinculada con el ideal
de supremacía de los derechos del hombre, es
universalmente aceptada la tesis de la
responsabilidad de la salvaguarda de estas premisas por el
individuo mismo, pues no es posible (y por demás
antiética) una concepción supramoral etérea
de que el reconocimiento y promulgación de la libertad, la
dignidad, la vida y otras nobles enmiendas estén
desligadas de actos humanos, tanto reflexivos como doctrinarios y
físicos; y es por igual muy poco razonable considerar la
posibilidad de la entrega de ésta tarea a tan sólo
un sector de la sociedad, que en la figura del estado,
podría representarse para algunos.
Habrá entonces que remitirnos a la
formación del Estado Social de Derecho como punto de
partida para determinar mejor el cuerpo o ente sobre el que recae
la responsabilidad real del cumplimiento y protección de
los derechos humanos. Pues bien, hay que reconocer de entrada que
el Estado Social de Derecho surge de una concepción
moderna acerca del origen y forma de su estructura. En cuanto a
su origen, decimos que es producto del
Pato Social o Contrato Social,
de la entrega individual que cada uno de los miembros de la
sociedad hace de una parte de sus libertades con el
propósito de que en el ejercicio colectivo de esa misma
entrega se perfile un cuerpo de orden que se alimenta de esas
libertades convirtiéndolas en un poder que es superior al
individuo mismo, pero que finalmente nace y se debe a él.
Así, el fenómeno de lo social dentro del Estado se
concibe, como se expuso ya, como parte de un mismo todo en el que
tanto el poder como el individuo, la libertad como la sociedad, y
el ideal común de justicia y equidad,
vienen a fundirse en una mixtura que busca por sobre todas las
cosas la preservación de su propia existencia, de modo que
ningún hombre podrá hablar del Estado sin sentirse
mencionado a sí mismo, ni de la sociedad y el gobierno sin
pretenderles emulsión natural producto del desarrollo del
hombre.
Es por lo cual cabe decir que no es solamente el Estado,
en su cuerpo estructural legal y legitimado por el poder del
constituyente primario el único encargado de la vigilancia
de los derechos fundamentales, sino que por antonomasia arrastra
consigo en dicho menester a todo grupo social, religioso,
político, cultural y étnico; al individuo mismo en
su concepción y sus alcances, en su entorno y su
naturaleza. Todos los miembros de la sociedad humana tienen la
responsabilidad de crear las condiciones para el ejercicio de los
derechos humanos: los niños y las niñas mayores
respecto de los niños y las niñas menores, los
jóvenes y las jóvenes respecto de los niños
y las niñas, y los adultos respecto de jóvenes,
niñas y niños.
En las sociedades
democráticas las autoridades que administran los bienes y
recursos del
estado, la seguridad y la justicia social, tienen una mayor
responsabilidad en el respeto a los derechos humanos y en la
creación de las condiciones para que las personas ejerzan
estos derechos.
La sociedad ha depositado su confianza en la autoridades
para que mantengan y promuevan los cambios y aseguren el
desarrollo de todos, por medio de instituciones
que se organizan para la protección, garantía,
defensa y respeto de los derechos humanos y de la dignidad
humana.
Así se estableció en la
Constitución Política en su artículo
1º: "Colombia es un Estado
Social de Derecho, organizado en forma de república
unitaria, (…) fundada en el respeto de la dignidad
humana".
Diremos finalmente que proteger los derechos humanos
significa que el Estado debe proveer y mantener las condiciones
necesarias para que las personas puedan gozar realmente de todos
sus derechos. El bienestar individual supone que el estado
realiza todas las acciones para
que de manera paulatina sean superadas las condiciones materiales de
desigualdad, pobreza e
iniquidad.
Por último, cabe anotar que la defensa de los
derechos fundamentales es una acción política.
Defender los derechos humanos y fundamentales es tener la
convivencia pacífica como meta de las relaciones entre las
personas. Por eso fueron consagrados en la Constitución
Política como una forma que da contenido a las formas de
organización social y política de la sociedad, bajo
la responsabilidad de todos y cada uno.
AMNISTÍA INTERNACIONAL. Cuando es el Estado el
que mata, Ed. EDAI, Madrid,
1989
BOBBIO, Norberto. "Presente y porvenir de los derechos
humanos" en Anuario de Derechos Humanos, No. 1, 1991
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Defensor, Primera Serie, Defensoría del Pueblo, Serie
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Bogotá, 1995
MADRID-MALO GARIZÁBAL, Mario. Siluetas para una
Historia de los Derechos Humanos. Defensoría del Pueblo,
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Raúl Reina Guerra
Universidad de
Nariño – Colombia