- El adolescente, ese
desconocido - La fugitiva
identidad - La sociedad de los
pares - Una sensibilidad que prefiere
anestesiarse - Un ataque aparente : una defensa
elaborada - Un camino posible: El Proyecto
Personal del Alumno
Las recientes manifestaciones de los estudiantes en
algunos liceos de Montevideo han dado lugar a reacciones varias,
previsibles las más de ellas, según quienes las han
formulado, banalizadoras y descalificantes algunas, comprensivas
otras, sin olvidar las "soixante-huitardes".
No se trata aquí de juzgar a los protagonistas,
ni siquiera a sus dichos. Veamos sí, los caprichosos
hechos, que aparecen, y esta afirmación es casi una
perogrullada, como emergentes de una crisis de
múltiples componentes, provenientes, también es
obvio, del totum social en el que lo educativo es sólo uno
de los ingredientes más aderezados.
I. El
adolescente, ese desconocido
A esta altura de los acontecimientos, puede resultar
enojoso evocar los rasgos de la adolescencia
descritos ampliamente, con las variantes históricas del
caso, desde Aníbal Ponce a Aberastury, redescubiertos y
reformulados por los docentes en su trajinar diario. Recordemos
ante todo que, si la pubertad está presente en una serie
de fenómenos esencialmente psicosomáticos, la
adolescencia
no es un mero período caracterizado
cronológicamente, sino sobre todo un proceso
enmarcado culturalmente, y tan diverso en sus manifestaciones y
su extensión como intrincados son los componentes
socioculturales de la época. Como destacó el
clásico estudio de Margaret Mead, no existe propiamente
adolescencia en sociedades
pre-industriales, de estructuras
muy estables, cuando el individuo se encuentra en un marco que le
da seguridad y
calma, pasando de la niñez a la edad adulta a
través de ritos de iniciación, cuya memoria talvez no
se ha borrado totalmente de la especie humana. Es lógico
por tanto, que en una época y en un lugar del mundo tan
conflictivos como son los nuestros, la adolescencia se vea
particularmente concernida.
No hay una adolescencia, sino tantas como
situaciones históricas. Ésa es talvez una de las
raíces del desencuentro generacional, y de la inevitable
incomprensión mutua, entre otras cosas porque el adulto no
suele reconocer su propia adolescencia en el joven actual. Sin
olvidar la matriz
filicida que alienta en el adulto, agravada en nuestro
país por el envejecimiento de la población, que lleva, como lo detectara un
politólogo francés que nos visitara años
atrás, a una auténtica guerra de
supervivencia.
El reciente episodio en el que los chiquilines
apedrearon su liceo, resulta un claro síntoma de esta
situación vivida realmente en términos
bélicos. La prescindencia de la policía en este
caso es una interesante reacción por antífrasis que
no hace sino subrayar lo que a juicio de los uniformados
seguramente apareció como una subversión de tal
calibre, que debía provocar una reacción
generalizada, tornando en ridículo toda tibieza emanada de
la justicia o
toda justificación proveniente de los padres. El mensaje
subliminal era el que expresó una vez un guardián
recién designado en un hogar de "menores infractores":
"Acá va a haber una sola regla: LEÑA".
Es difícil, cuando las cosas han alcanzado esta
temperatura,
mantenernos en una actitud
calmada y académica. Es difícil, pero es necesario.
Es necesario tomar distancia y advertir en qué importante
grado todos tenemos nuestra cuota de responsabilidad, especialmente al mantener a un
grupo etario
de riesgo en la
constante tensión de la situación límite,
agravada con el insistente mensaje negativo de la
castración de sus aspiraciones vitales.
Pongámonos, de todos modos, a recordar esos
rasgos que hoy vemos como con vidrio de
aumento.
Tal vez el rasgo definitorio de la adolescencia es el de
la búsqueda de identidad.
Identidad es
reconocerse a uno mismo a través de todas las
transformaciones sufridas a lo largo de la vida; no es una
posesión sino un proceso
dinámico y raramente unívoco. En su búsqueda
de identidad, rasgo definitorio del período, el
adolescente recurre a identificaciones provisorias: una de ellas
es la identificación con el grupo. "Ocurre
aquí, dice Aberastury, el proceso de
sobreidentificación masiva, en donde todos se identifican
con cada uno, lo que explica, por lo menos en parte, el propio
proceso grupal".
Pero este proceso, que resulta facilitado en un mundo
estable y coherente, donde los status y los roles se encuentran
bien definidos y presentan una considerable estabilidad, aparece
complicado y enrarecido en sociedades
como la nuestra de estructuras en
mutación, diríamos, indeseada. Así, en
primer término, la familia, de
colectiva hasta mediados del siglo pasado, a nuclear en la
segunda mitad, es hoy una estructura
deconstruida, monoparental a veces, casi inexistente en
ocasiones, siempre agredida por las solicitaciones
mediáticas, las urgencias cotidianas y las amenazas
económicas. No estamos añorando un tiempo
disciplinado de estructuras rígidas, que pudieron hacer
exclamar a un André Gide "¡Familias, cómo las
odio!", sino subrayando la irreversible transformación de
las estructuras domésticas.
Sondeos realizados en nuestra zona litoraleña, de
fuerte emigración política y
económica, revelan que tenemos en nuestros grupos liceales
más de un 40 % de familias incompletas. Las razones
económicas pesan también en familias completas,
produciendo una pérdida del "tiempo familiar",
con la consiguiente falta de verdaderas comunicaciones
de los jóvenes con sus padres. La ausencia de éstos
durante largas horas por sus empleos a veces múltiples,
implica que se le exija al adolescente una conducta
precozmente adulta, con obligaciones
domésticas a veces sofocantes: cuidado de los hermanos,
preparación de la comida, limpieza del hogar. Junto a eso,
los padres, privados de una calma espiritual y de una permanencia
física que
permita una relación armoniosa, aunque más no fuera
lograda por intuición, estos padres sobreocupados,
angustiados por el peso de la responsabilidad familiar, alternan sus criterios
ante dos extremos igualmente nocivos: el autoritarismo y el
permisivismo, ambos síntomas de dimisión ante el
rol parental.
Nuestra crisis
contextual alimenta este tipo de actitudes, por
la sobrecarga estresante que se impone al padre o madre, en vez
de favorecer en ellos una conducta
equilibrada y adulta. La incompletitud familiar lleva
también a que el adolescente se encuentre a cargo, ya no
de sus padres, sino de tíos y de abuelos. Estos
últimos, forzados a una relación que viola el
natural vínculo de las generaciones inmediatas en las
responsabilidades parentales, llevan a veces hasta la caricatura
los extremos señalados de permisivismo y autoritarismo,
guiados por sus pautas de medio siglo atrás, o por el
temor a un mundo que controlan cada vez menos. El perjuicio
psicológico hacia los jóvenes aumenta, porque
éstos carecen de posibilidades de ejercer el
vínculo filial, insustituible, como señala Erich
Fromm, o casi insustituible en el proceso de
personalización. Y aún en el caso en que los
sustitutos cumplan gallardamente con sus roles, el joven suele
rechazar esa influencia que reemplaza injustamente a su juicio,
lo que él vive como abandono de sus padres
naturales.
Más destructiva aún de la
elaboración de una identidad positiva, es la
situación de tantos hogares de desempleados o de
subempleados. Allí el adolescente vive el clima sofocante
de la dignidad herida cotidianamente, de la pérdida
progresiva de autoestima, de
la degradación permanente de las más
pequeñas satisfacciones hogareñas.
Ambos extremos, la sobreocupación y la des o la
subocupación, producen en el joven un desdibujamiento del
rol adulto, y un juicio adverso hacia esa imagen que,
más allá del rechazo o de la explotación
más o menos consciente que realice de ella, infunde en
él una reprobación profunda, una burla a su sentido
de justicia, que
difícilmente podrán impulsar procesos de
identificación positivos y menos consolidar una identidad
equilibrada.
Existen, por cierto, padres dialoguistas, abiertos a una
comunicación que permita al hijo descubrir
en el adulto las dimensiones señaladas por Harris como
aquél que va elaborando un "concepto pensado"
de la vida, capaz de actuar con ecuanimidad, con objetividad y al
mismo tiempo con alegría, creatividad y
actitud
positiva. Si recordamos las categorías del Análisis Transaccional, diremos que un
padre-Padre (autoritario, super-protector) no permitirá
madurar a su hijo adolescente, o provocará violentos
rechazos, como ocurrirá con un padre-Niño
(permisivo, burlador de normas). En vez
de un adolescente-Adulto, se afirmará un
adolescente-Niño, en la pasividad o en el rechazo.
Sólo un padre y una madre-Adultos, con los necesarios
componentes residuales de Padre y Niño de toda personalidad
armoniosa, brindarán al joven el ámbito familiar
saludable.
Las estructuras escolares pudieron ser, en tiempos en
que la profesión docente gozaba de un status digno,
albergue de figuras positivas de identificación, o por lo
menos, una ocasión de descubrimiento de rasgos que
susciten admiración. Es difícil que esos procesos
ocurran hoy en día: como sucede con los padres, el tiempo
físico de permanencia de alumnos y profesores en un
vínculo de auténtica formación, a pesar de
intentos de ampliación que se han quedado en la planilla,
se han reducido. Por otra parte, la intrincada cuadrícula
horaria obliga a los profesores a un vínculo empobrecido y
maratónico, con breves y esporádicos momentos en
cada grupo, lo que impide todo vínculo profundo.
¿Quién puede conocer a su alumno si, con las
monstruosas cargas horarias, tiene frente a sí a
doscientos Jonathan y Karinas, y eso durante los fugaces minutos
de sus "clases"? ¿Qué chiquilín puede verse
seducido por alguna identificación, si casi siempre tiene
frente a sí una imagen de adulto
huidizo y estresado? La fugacidad y desvalorización de la
función
docente lleva al adolescente a buscar sus modelos
más allá de la familia y de la
escuela, en los
frágiles pero peligrosos ídolos de pies de barro
levantados por la publicidad y los
medios
masivos. El marco mediático de la búsqueda de
identidad fomenta identificaciones precarias, en el estilo de la
"tinellización" ambiente,
siempre desvalorizadora de toda actitud tendiente a la madurez
psicológica y afectiva, exaltadora de una suerte de
superadolescencia de aparente transgresión del
statu-quo.
Sin duda, a pesar de todo, en la familia, en
la escuela,
subsisten milagrosamente raros ámbitos de
personalización. Pero por su subsistencia, a pesar de las
agresiones a que se ven sometidos, diríamos que rayan en
lo milagroso. En las condiciones actuales, padres, maestros y
profesores personalizadores son especies en vías de
desaparición. No es extraño, cuando a unos y otros
se les requiere una conducta heroica. No es menos heroica, la del
padre o profesor que asegura el sustento diario de sus hijos o el
dictado cotidiano de sus clases. Sin más. Ningún
gobierno,
ningún dirigente, tiene derecho a exigir a los ciudadanos
la constante tensión del heroísmo sin
claudicaciones. El solo realizar sin desfallecimientos la rutina
raya, y repetimos deliberadamente el término, en lo
heroico. Acá lo sorprendente, como decía Fromm, no
es que algunos enloquezcan, sino que no nos enloquezcamos todos.
Con las penurias y la aceptación de una condición
indecorosa, estamos haciendo todos un aporte a la permanencia de
nuestra sociedad, que
pagamos con nuestra propia vida.
En verdad, lo realmente sorprendente es que tengamos tal
capacidad de soportar esta dura carga de inhumanidad. Si el
adolescente, aún con estas carencias que
apuntábamos, y que ciertamente son graves, no presenta una
personalidad
más desintegrada, es en buena medida porque todos
nosotros, padres, abuelos, maestros, profesores, obramos, con
nuestras falencias, con más o menos felicidad, con
más o menos tacto, actuamos a manera de paragolpes de las
conmociones que los rodean.
El bloqueo de los horizontes laborales cierra más
dramáticamente aún la perspectiva de una identidad
consolidada en propósitos de construcción de un futuro deseable. Hace
diez años, en un Congreso sobre adolescencia realizado en
Argentina,
decíamos: "Deberíamos proclamar hacia afuera de
estas paredes, hacia gobierno y
pueblo, que es imprescindible que se abran caminos de esperanza y
de construcción de futuros mejores, porque es
inhumano mantener a nuestros adolescentes
en esta situación de alto riesgo,
exigiéndoles una adaptación conformista". Es
evidente que hoy nuestros muchachos están mucho peor a ese
respecto que los de hace diez años.
El proceso de búsqueda de la identidad encuentra,
como advertíamos antes, el poderoso impacto de los medios de
comunicación. En nuestro marco de capitalismo
dependiente, los medios
practican un estricto control
ideológico que en nuestro país es flagrante,
alimentando el consumismo, la pasividad y la violencia, en
las antípodas de las propuestas de identificación
que lleven al adolescente a ideales de participación y de
solidaridad. El
mensaje es, por el contrario, despersonalizador, incentiva el
erotismo inmediatista, no la sexualidad
saludablemente desarrollada, el consumismo, no el espíritu
creativo ni la mentalidad empresarial y productiva, la violencia
descontrolada, catastrófica o terrorífica, no la
problemática profunda y simple de la vida cotidiana. Todo
ello tendiendo a hacer, no sólo de los adolescentes,
sino de todos nosotros, pasivos súbditos del Gran Hermano
que anticipaba George Orwell, inermes ante una realidad que se
quiere presentar como incontrolable.
En cuanto a las estructuras productivas y de empleo, en las
cuales el adolescente deberá insertarse, tarde o temprano,
se encuentran, no sólo en crisis, sino en algunos casos en
plena implosión. La identificación en buena medida
fatalista que se cumplía de padres a hijos en nuestra
sociedad
tradicional, ya no se encuentra, salvo talvez en los extremos de
la escala social. No
en estos casos como resultado de un auténtico proceso de
búsqueda de identidad, sino por un determinismo social que
lleva a la conservación del statu-quo.
En las escalas intermedias, la movilidad social es
raramente ascendente, y asistimos en cambio a una
pauperización evidente en la otrora pujante clase media,
por lo que el aspecto fundamental de una búsqueda de
identidad manifestada en los aspectos vocacionales y
profesionales, se ve enturbiado y hasta adulterado por un
condicionamiento perverso que llena al adolescente de
lógicos miedos e incertidumbre. Hay un pequeño
síntoma revelador que nos tradujo desde hace más de
una década, la magnitud de este miedo al futuro: el
test del
árbol, interesante test proyectivo
que utilizábamos en el Instituto Campos y que consiste
simplemente en el dibujo libre
de un árbol. Pues bien, los analistas consideran que la
ubicación del árbol con respecto a un eje vertical
que divide la hoja en dos partes iguales, nos da la pauta de la
concepción del tiempo del sujeto: hacia la izquierda, zona
del pasado; al centro, equilibrio, y
hacia la derecha, futuro. Debo decir que el 99 % de los árboles
que he visto trazados por adolescentes están ubicados
más o menos hacia la izquierda. Como un simbólico
paso atrás al borde de un abismo terrible, como si
estuvieran refugiados en un pasado de niños
que temen abandonar.
Otra forma de evasión a la elección de
caminos de futuro se da en el proyecto
migratorio que, según sondeos, aparece en el 75 % de
adolescentes y jóvenes. Hablamos de evasión y no de
análisis de las limitadas ofertas
laborales, porque buena parte de quienes plantean la
emigración como proyecto, no
acompañan su aspiración con una actitud de estudio
o de preparación profesional que enriquezca sus
posibilidades. Combinan así la pasividad con la
ilusión.
Otras características de la adolescencia se
encuentran también en colisión con las formas de
socialización que nuestro sistema educativo
no ha dejado de practicar: el joven vive el predominio de los
vínculos horizontales sobre los verticales que predominan
en la infancia. El
grupo, como afirma Aberastury, conforma un recurso de "comportamiento
defensivo a la búsqueda de la uniformidad que puede
brindar seguridad y
estima personal.
Así surge el espíritu de grupo, al que tan afecto
se muestra el
adolescente".
El valor de los
grupos,
más allá de la necesidad imperiosa que de ellos
experimenta el adolescente, es variable. Positivo cuando le
permite afirmar su personalidad, adquirir sentimientos de
seguridad y aceptación, desarrollar habilidades que le
ayudarán a una buena adaptación social, infundirle
sensación de importancia, ayudarlo a liberarse de
tensiones emocionales y a aceptar críticas y errores,
aceptar las normas del grupo
y obligarse a compartirlas. Todo ello favorece su evolución hacia una conducta socialmente
madura, que crea responsabilidades y se atiene a las
mismas.
El grupo tiene connotaciones negativas cuando ahonda las
diferencias entre el adolescente y los padres, pues encuentra
fuerza y
argumentos para enfrentarlos sin diálogo, o
cuando favorece una acentuación del sentimiento de clase,
formándose por la posición socioeconómica y
generando mecanismos de exclusión, o cuando anula la
personalidad de los más tímidos que no se
atreven a actuar con independencia.
La actitud autoritaria o permisiva de los padres incide
negativamente cuando en el primer caso coarta el aprendizaje
social del adolescente limitando sus salidas indiscriminadamente
o impidiéndole reunirse con su grupo. Y cuando la actitud
es permisiva, la incidencia negativa radica en la dimisión
del control prudente
y comprensivo que el adulto tiene el deber de ejercer para
asegurar al joven un crecimiento armonioso.
En cuanto a la escuela, el atractivo mayor que le
encuentra el adolescente radica precisamente en ser el lugar en
que se encuentra con sus iguales, como los muchachos de la
Edad Media
aprovechaban las obligadas concurrencias a misa con el mismo fin.
De ahí el rol fundamental del docente como animador de los
grupos para poder cumplir
mejor su intervención enseñante.
La necesidad vital de esa interacción horizontal
no siempre recibe adecuada respuesta en el aula. Más bien,
seguimos constatando prácticas tradicionales, clases
frontales y masificación en el tratamiento
pedagógico y didáctico.
La sociedad toda brinda posibilidades de socializaciones
horizontales, explotando comercial y demagógicamente los
vacíos del tiempo libre a través de los bailes,
cuya asistencia tiene un promedio de edad de quince años.
Allí la brecha generacional se vuelve insalvable, pues los
mayores huyen despavoridos de esos ambientes de luces
centelleantes y música que resuena
hasta la médula de los huesos.
¡Qué lejos, dicen las abuelas, de los boleros
susurrados en una suave media luz, de nuestros
años mozos! En el estruendo de una música que parece
tecnología
hecha onda sonora, la
comunicación verbal no es posible, pero tampoco es
necesaria: basta la relación física y visual con
los pares, transformados en siluetas contoneantes, reveladas en
relámpagos de luces, abrazadas y alejadas en un magma
humano en el que el yo se funde y desaparece.
El deporte tal
como se practica brinda limitadas posibilidades de reales
socializaciones horizontales, ya que casi siempre desemboca en
competencia
regimentada y termina comercializando lo que debería ser
hecho realmente "por deporte".
No es nuevo el reclamo social de líderes del
tiempo libre. Algunas instituciones
de servicio y
fundaciones, laicas o religiosas, se proponen el encuadre de los
adolescentes a través de actividades grupales. Sin duda la
sociedad en su conjunto está lejos de obtener todo el
fruto que sería dable esperar de la impresionante creatividad y
capacidad de entusiasmo de adolescentes motivados. Baste pensar
en las experiencias litoraleñas de las carrozas
primaverales de Dolores y Gualeguaychú. Pero nuestras
sociedades, apenas salidas del modelo
preindustrial, y ahora en angustioso proceso de involución
y recesión, ven hasta con inconsciente recelo la
emergencia de las nuevas generaciones, y aprietan filas para
mantener el control y el mantenimiento
del statu-quo, del mismo modo que expulsa a los ancianos,
privándose de los extremos de transgresión por una
parte y experiencia por otra, que jóvenes y ancianos
podrían brindar a nuestro mundo.
I,3. Una
sensibilidad que prefiere anestesiarse
Un aspecto no menos central es el rasgo de la
adolescencia como "momento de la sensibilidad", como lo llaman
Leif y Delay. Mucho se ha hablado de las dificultades que
encuentran los adolescentes para vivir en forma constructiva en
su marco familiar, ese despertar de su sensibilidad. Los mayores
se sienten desconcertados ante ese hijo diferente, que dejando de
ser el niño alegre que conocían, alterna momentos
de depresión,
pesadez y torpeza, con otros de exaltación y euforia. Una
vez más, la crisis familiar dificulta la normal
maduración emocional del adolescente. Padres apresurados y
preocupados, pocas veces poseen la disponibilidad y la apertura
que les permitirá aceptar, escuchar y dialogar. Y eso,
como decíamos antes, cuando los padres están.
Porque lógicamente, otras personas posiblemente carezcan
de la empatía y el afecto imprescindibles para aceptar a
ese ser en formación, que ya no tiene el encanto y la
vitalidad infantiles, pero que no es un adulto. Y eso cuando no
se ve obligado a vivir situaciones a veces en el límite de
lo inhumano, en que se le echa en cara los horrores de sus
padres, y se le imponen obligaciones
desproporcionadas para su edad.
La educación formal
brinda un marco ambivalente al desarrollo
emocional. Si bien por una parte reúne a los
jóvenes, permitiendo un rico juego de
interacciones, por otra la rigidez del sistema, la
prescindencia del docente requerido por inhumanas jornadas de
trabajo, la cuadrícula horaria más propia de un
proceso de fabricación en serie que de un lugar donde se
educa, los contenidos no siempre relevantes, y especialmente,
todo eso sumado al abandono definitivo de la galaxia Gutenberg,
hace que los jóvenes se desentiendan de todo lo
académico, y concentren su atención en los tiempos libres y en las
comunicaciones
"clandestinas" con sus pares en el aula. Es cierto que esto
constituye una clara y justa condena a un sistema que privilegia
los contenidos intelectuales y olvida que no podrá
cumplirse con la misión de
transmisión de conocimientos si no se encara en primer
término la formación de los
adolescentes.
Y eso una vez más, en el marco de una sociedad de
consumo que ha
orientado sus intereses comerciales a la conquista del joven, y
no es extraño que él se sienta adulado y
comprendido por ésta. La moda, la
música, las diversiones, se proponen atrapar ese
público móvil, disponible, ávido de
identificarse con sus figuras favoritas.
Por otra parte, es sospechosamente frecuente encontrar
en avisos televisivos y aún en nuestro incipiente cine, imágenes
que oponen el mundo del estudio al de las satisfacciones
primarias. Según los medios, vale más tomar un
refresco que aburrirse en clase; por otra parte, la imagen que se
da de los docentes es retrógrada, risible y hasta
monstruosa. "En la puta vida" reveló que vale más
ser una prostituta, bella, inteligente y audaz, hacia quien se
flechó la simpatía del espectador, que una maestra
incomprensiva que ni siquiera valió la pena mostrar…
Sería interesante llevar adelante una investigación que ponga en evidencia esta
guerra que los
medios hacen, con una impunidad de la cual nos arrepentiremos
demasiado tarde.
La fascinación de la pantalla chica permite al
adolescente evadirse de la realidad, proyectarse en un mundo de
fantasía, identificarse en la acción sin el
esfuerzo de la realización de la misma, transportarse a
otro lugar, sentir los problemas de
otra gente, convertirse en otro al tiempo que sigue siendo el
mismo, conectarse a través del espacio a los que
contemplan el mismo programa. La TV
reúne imagen y sonido, lo que
aumenta la magia y la evasión. La música posibilita
no menos profundamente un auténtico proceso de
proyección. En efecto, como analizan Leif y Delay, "la
música ofrece a los ritmos vitales, a las pulsiones, a los
movimientos afectivos, de cada ser, las posibilidades de una
profunda acogida que cada cual puede sentir individualmente y que
concuerda con su intimidad. Además, la música no
entraña, como generalmente ocurre en el fenómeno de
la proyección, que los sentimientos volcados en ella por
los sujetos, sean experimentados por éste como un malestar
o que él los sitúe fuera de su capacidad de
asumirlos". Sin entrar en el debate sobre
el posible efecto liberador de "La Tercera Ola", como la
llamó Alvin Toffler, el chateo por Internet merecería un
tratamiento que excluya algunos efectos alienantes del consumo de TV.
Una vez más "El medio es el mensaje", según el
aforismo mc-luhaniano, y eso con sus componentes ambivalentes:
una compensadora presencia de la interacción, una
embriagadora y casi total ruptura de fronteras espaciales, una
definitiva relativización del yo.
Ciertamente todos somos un poco responsables de haber
dejado casi en las exclusivas manos de los mercaderes, todos
estos caminos de expresión que permitan al adolescente
madurar afectivamente, o por lo menos impulsar la
realización de charlas, discusiones, debates sobre
cine, TV,
música, que ayuden a los jóvenes a penetrar en su
mundo a través de la comprensión del mundo de los
otros, a analizar sus sentimientos y emociones y a
encaminarlos hacia las formas más evolucionadas de
expresión de los mismos. En ese sentido, tal vez el
proceso más severo a nuestra sociedad de consumo, se
dirija al modo como se ha erotizado el mundo de los sentimientos
amorosos, y se ha transformado la hermosa aventura del
descubrimiento del mundo del sexo en toda
su dimensión, es decir, la riqueza psicológica del
"ser mujer" y el "ser
hombre", no
reducido a la genitalidad, en un uso y abuso de los elementos
eróticos, cuando no se cae directamente en la pornografía. Frente a ello, padres y
profesores mantenemos el abstencionismo de siempre. El
adolescente no encuentra en la mayoría de los casos, con
quién hablar de sus problemas, y
esos problemas son acuciantes. Si lo intenta, se encuentra con la
represión social, aparentemente superada un siglo
después de Freud, pero
hipócritamente presente. La sociedad se mueve en una
dimensión erótica, pero condena a los que, cediendo
a su influencia, por desconocimiento real, y por sometimiento
indiscriminado, una vez más, a los mensajes de los medios
contra los que no nos decidimos a actuar, sufren las
consecuencias de su conducta.
No podemos dejar de señalar, sin extendernos,
pero poniendo énfasis en ello, que es indispensable que
abordemos, de una vez por todas, una verdadera educación
sexual de niños y
jóvenes, entendida como educación para
el amor, y
para la sexualidad
responsable y plenificante. Una educación, y no una mera
información, basada en el diálogo,
en la información objetiva de los hechos, en el
análisis de los conceptos, juicios y valores sobre
ese tema.
Hemos intentado una mirada panorámica sobre el
modo como las estructuras económicas y sociales influyen,
las más de las veces en forma negativa, sobre algunas de
las características que integran de modo
más señalado, la psique adolescente. Veamos ahora
cuáles son las respuestas juveniles a tales
influjos.
II. Un ataque
aparente : una defensa elaborada.
El psiquiatra francés Alain Braconnier
señala que los conceptos actuales sobre adolescencia han
cambiado. Desde que se comenzó a prestar atención a este período, con los
estudios clásicos de Spranger, hasta hace unos treinta
años, se la consideraba invariablemente como un
período de crisis fuerte. Sin embargo, en esa
visión del primer mundo, es posible encontrar,
estadísticamente, tres grandes grupos: los "armoniosos,
calmos", que se van integrando sin conflictos
mayores al mundo adulto, y que constituyen un grupo muy
importante, más importante de lo que puede parecer a
simple vista; los que tienen un "crecimiento tumultuoso",
mostrando a las claras esos rasgos que llamamos clásicos;
y un "pequeño grupo con mayores dificultades", que pueden
tener manifestaciones de diferente gravedad, de una
insatisfacción total, de angustias y respuestas extremas
con drogas, fugas
y aún suicidio.
La percepción
empírica vulgar, aún en Francia,
indica, según sondeos de población realizados, que un 87 % considera
a la adolescencia como un período difícil, y por lo
tanto sólo un 13 % no lo ve así. Es muy revelador
en este terreno, realizar paralelos con lo que ocurre entre
nosotros. Parece posible extrapolar estos datos, y afirmar
que también en el Uruguay, el
porcentaje de adolescentes con conflictos
graves es pequeño, por más que los comentarios y
los medios de
comunicación tiendan a hacer pensar que su
proporción es mayor.
Ciertamente, las respuestas que ofrecen los adolescentes
a la situación en que viven, no son homogéneas,
aunque reconocemos en todas ellas los grandes perfiles del
período. Digamos que ante la magnitud de las conmociones
que afectan toda la existencia familiar y social, encontramos que
la respuesta más frecuente del adolescente a ese mundo en
el que esperamos que se integre, pero en el que le negamos un
hábitat humano, es de una pasividad que nos empecinamos en
traducir en forma voluntarista como aceptación. A modo de
aquellos grandes movimientos de masas que impulsara el Mahatma
Gandhi en la lucha de la India contra
el imperio inglés,
en que a la violencia institucionalizada del ocupante se
oponía la resistencia
pasiva, del mismo modo una enorme proporción de
adolescentes responden a nuestra violencia institucionalizada con
una pasividad desarmante. Claro que ella no tiene el sentido
conscientemente político de los hindúes de Gandhi,
sino que es un mecanismo de defensa tan sólidamente
montado, que los esfuerzos de aquellos adultos que queremos de
verdad que surja de los jóvenes un impulso positivo, se
estrellan una y otra vez. Esa pasividad, de la que se quejan
padres y profesores sin llegar a quebrantarla, es justificada por
el propio adolescente cuando se le plantea, en grupo o
individualmente, que la analice, como la única respuesta
posible ante un mundo incontrolable. "¿Para qué te
vas a calentar si sabés que tus padres no te pueden mandar
a la Universidad?"
"¿Qué ganás con romperte todo estudiando, si
después no tenés trabajo?" Ni que hablar que el ya
mencionado enciclopedismo e intelectualismo, así como la
crisis general del sistema de Educación Media, no
facilitan las cosas.
Excedería el marco de nuestra reflexión,
el hurgar las raíces profundas de esta respuesta
generacional: ¿Derrota anticipada ante un mundo
ingobernable, sin perspectivas, y en el que en definitiva no vale
la pena vivir? ¿Angustia existencial ante la anomia social
y la carencia de referentes éticos?
La acentuación del catatrofismo en los medios de
comunicación alimenta también esa pasividad, al
mostrar al mundo como incontrolable, induciendo a la
conclusión de que lo que impera es el caos. No es raro
entonces que en los más débiles, en los más
conformistas de nuestros adolescentes, se manifieste con tanta
fuerza ese
rasgo que puede llegar a constituir un verdadero fatalismo. Y
aquí, con los demás grupos que analizaremos
más adelante, las fronteras no son claras. Todos
están más o menos influidos por ese estado de
espíritu; es notorio, todos lo hemos constatado,
cómo el buen estudiante se va "acusado" de "loro" o de
"chupamedias", cómo uno o dos líderes negativos
pueden lograr ausentismos colectivos aleatorios, o aplastar el
ánimo de los que quieren superarse, con la
colaboración de los tibios. Una profesora, madre de una
alumna, me contaba que su hija le había respondido, ante
sus instancias a que se pusiera a estudiar: "Ni loca,
¿querés que quede regalada delante de mis
compañeros?" ¡Cuántos profesores noveles,
entusiasmados con su tarea, se sienten impotentes ante estos
alumnos huidizos y aparentemente inabordables!
Dentro de este grupo surgen actitudes
más extremas que pueden llevar al adolescente al
aislamiento y a una suerte de parálisis mental y
física lindando con el autismo. Sin
confundir esta situación, que ya es patológica, con
el natural deseo de soledad del adolescente que necesita estar
"consigo mismo", o aislado con sus auriculares y su walk-man
aún en medio de la muchedumbre, lo cual es normal,
frecuente y en alguna medida necesario.
El mecanismo de defensa de la pasividad puede
transformarse en respuesta violenta, lo cual no es sino una forma
agresiva de la defensa y aparece en mucha menor proporción
de la que los medios parecen complacerse en subrayar, y
aún de lo que las tremendas tensiones que sufre el
adolescente podrían implicar. Esa violencia se manifiesta
en el acto delictuoso o simplemente destructivo, que generalmente
es cometido al amparo de una
pandilla. En ella se reúnen adolescentes que tienen
características de inadaptación. Recordemos sin
embargo, que decir inadaptado no es decir antisocial: el
adolescente rechazado en la familia o en la
escuela, necesita de la pertenencia como la necesita el normal.
El barrio tiene gran importancia, en especial cuando se trata de
ámbitos marginales hacia los cuales convergen los
cinturones de exclusión de las ciudades. El adolescente
inadaptado como el normal necesita aprobación, pero
necesita además deslumbrar a los pares y descargar una
agresividad más o menos acentuada. Y el grupo le
proporciona los medios pues abate las inhibiciones y suprime la
espera; del pensamiento,
se pasa directamente al acto a cual más "audaz": rotura de
focos, daño a la propiedad,
agresión a personas, etc.. Estudios realizados muestran
que con frecuencia, una vez que la pandilla entra en conflicto con
la policía, ésta se convierte en su blanco
preferido, y hay toda una actividad destinada a desafiar a la
autoridad, sea
planificando acciones
más osadas, o más sutiles, en un juego entre
delincuencia y
demostración de poder que en
general lleva a la banda delictiva.
Por este juego de fronteras confusas entre los diversos
grupos de adolescentes, un joven de conducta predominantemente
pasiva, puede volverse circunstancialmente violento a influjos
del alcohol que
disminuye su incipiente autocontrol. El alcoholismo
juvenil es un fenómeno insuficientemente estudiado y
atendido, y su origen está entre otros factores en la
liberalización de las costumbres sin una adecuada
educación a la vida sana y plena, el permisivismo parental
y la conducta abusiva de los clubes sociales y deportivos que
venden alcohol sin
control a los adolescentes. Como la música estruendosa, el
alcohol es un refugio que se ha facilitado por las razones que
apuntábamos antes, y el machismo aún imperante en
nuestras sociedades le da un justificativo y un atenuante
hipócritamente comprensivo. El adolescente pasivo
encuentra en el alcohol las fuerzas que le faltaban para salir de
la resistencia
pasiva; y así se originan los destrozos y aún los
accidentes
graves a la salida de los bailes juveniles. Cierto es, por
supuesto, que el propio grupo puede actuar con un efecto
embriagador que borra los límites de
lo lícito en condiciones normales. No les hizo falta
alcohol a los chiquilines de la pedrea, para sentirse protegidos
por sus propias pulsiones.
Hemos mencionado las fugas como otra de las respuestas
del grupo que llamaríamos activo dentro de los
predominantemente pasivos. En algún episodio ocurrido en
el Liceo, concretamente cuatro muchachas que protagonizaron una
fuga, algunas de ellas con muy graves problemas familiares, todas
con una convivencia empobrecida por el alejamiento físico
de sus padres, se vuelcan al interior del grupo a compartir sus
problemas. Esa conversación en circuito cerrado produce un
aumento de potencial. Y cuando la carga se vuelve insoportable,
las resistencias
estallan y aparece la exteriorización: una fuga en la que
fueron evidentes los elementos de espectacularidad y la
búsqueda del llamado de atención junto a una gran
ingenuidad en la solución final que hizo que una
excursión que empezó planeada como una huida al
exterior, terminara como una visita secreta a la abuela de una de
las chicas, en un pueblito ubicado en dirección contraria a las rutas
internacionales.
Las relaciones sexuales precoces, muchas veces
culminadas en embarazos, encuadran también en la
problemática de este grupo de adolescentes, con el
agravante de transformar en padres a una pareja que recién
comienza a vivir, cuando no, como suele ocurrir, sólo la
niña asume su maternidad, por dimisión del padre, o
hay maniobras abortivas cuya culminación sin riesgo
depende en gran medida de la condición social de la
familia de la chica. No abundaremos en el embarazo de
las chicas muy pobres, quienes lo consideran, según
aparece en las investigaciones
realizadas, como una afirmación de status, y una suerte de
rito de transición a la adultez, estimado y valorizado
como tal.
El suicidio logrado
es felizmente muy poco frecuente. Pero los intentos son
numerosos. Más de lo que creemos, por lo menos como
propósito en vías más o menos avanzadas de
ejecución. En los casos que enfrenté y según
estudios realizados, siempre el intento está vinculado a
una grave problemática familiar, y el acto adquiere el
significado de un gran reclamo de atención y
cariño, al tiempo que aparece un propósito de
castigo a los mayores por su actitud interpretada como
abandono.
De todos modos, los sentimientos apocalípticos,
que no esperaron al tremendo episodio de las Twin Towers para
manifestarse, revelan una secreta pero fuertemente presente
tendencia suicida: el culto a la velocidad, la
búsqueda del peligro, el atractivo de la droga y del
alcohol, llevan al paroxismo esa reacción de
negación de la acción que está latente en la
pasividad, y que en definitiva no es sino una suerte de muerte lenta.
En las mezclas
mortíferas que los chiquilines ingieren, ya no se trata de
la búsqueda de "viajes" o de
"paraísos artificiales", sino de una desaprensión
autodestructiva, sostenida por la indefinición entre
existencia real y realidad mediática, tan
paradigmáticamente vividas ambas como
virtuales.
¿Cómo no percatarse que la suma de rasgos
reseñados : la falta de respuesta de la institución
liceal a los rasgos constitutivos de la adolescencia, la crisis
general del sistema y el bloqueo que la sociedad uruguaya impone
a sus jóvenes, puedan producir consecuencias como las del
desgano crónico o las explosiones puntuales? Es prueba de
desesperante miopía psicológica y social, el
formular fáciles palabras de condena. Y esto no implica
justificar cualquier exceso que puedan cometer algunos
estudiantes, pero sí la obligación de
entender y la aún más perentoria exigencia
de impulsar cambios reales en todos los niveles.
Como veíamos en las afirmaciones de Braconnier,
existen, aún en nuestra situación presente,
adolescentes que se integran sin conflictos aparentes, aceptando
las reglas de juego que se les imponen, y al mismo tiempo capaces
de forjarse un lugar que les permita a la vez insertarse en el
mundo adulto y realizarse a sí mismos con mayor o menor
plenitud. Hay, y no son tan pocos, jóvenes que logran
cumplir con éxito
sus exigencias curriculares, aprovechar todo ámbito de
participación, organizar actividades artísticas,
sociales, políticas,
deportivas, recreativas. ¿Y qué mejor ámbito
podemos imaginar para integrar a los adolescentes
problemáticos, que los espacios que los propios
jóvenes crean, o por lo menos, animan y hacen
crecer?
Cuando damos la palabra a los muchachos en este tema, su
mensaje central es: "Ayúdennos a ser nosotros mismos".
"Dennos un mundo más humano, más justo; ése
es su papel,
más que hablar de nosotros."
Ése es nuestro desafío, y no hay mayor
compromiso para un docente que el de buscar y recorrer y
reafirmar en la educación,
vías que den respuesta a las necesidades de los
jóvenes y esperanzas a la sociedad toda.
III. Un camino
posible: El Proyecto Personal del
Alumno
No es posible predecir el futuro. Pero, glosando el
"Aprender a Ser", diremos que se pueden inventar porvenires. Es
posible profundizar líneas de reflexión, e intentar
nuevos caminos. Uno de ellos, que nos parece fuertemente fundado
en el diagnóstico que acabamos de esbozar, que
responde a las necesidades psicológicas y educativas del
adolescente, y que reúne experiencias válidas
efectuadas en Francia y
entre nosotros, es el Proyecto Personal del Alumno, que
expondremos en futuras entregas.
El proyecto personal del alumno se vincula con una
realización que permite hacer evolucionar representaciones
que de otro modo están destinadas a reproducirse sin
modificación bajo la influencia de determinaciones
sociales complejas.
Cuando el muchacho o la chica afirma muerta de risa "Yo
no sé escribir", lo grave no es que no lo sepa: lo grave
es que parezca no importarle. Si esa situación se da, es
porque no existe una representación identitaria positiva,
una percepción
de la importancia de esta etapa de su vida como un período
sin retorno en el que debe atesorar competencias.
Es muy posible que el marco de situación que
planteábamos antes, lo/la haya llevado a esta forma
suicida de fatalismo intelectual. Si nuestros alumnos piensan
así, nuestra primera obligación es la de atender
este gravísimo síntoma, como para un médico
lograr, antes que nada, que sus enfermos quieran
vivir.
Elisa Lockhart
ABERASTURY, A. y KNOBEL, M., La adolescencia normal.
Editorial Paidós, 1989.
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Ed. Paidós, 1991.
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estructuras de oportunidades. Estudio sobre las raíces de
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Elisa Lockhart de Vuan