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En esta monografía
me refiero a las obras en las que se evoca a los inmigrantes
"turcos", los cuales, aunque nacidos en diversos países,
en la Argentina fueron
conocidos bajo esa denominación.
"Procedentes de los países que constituían
el Imperio Otomano, los así llamados ‘turcos’
aparecen en el escenario local desde la década de 1880
-señalan Marcelo Alvarez y Luisa Pinotti. Catalogados en
un principio como griegos y turcos, los contingentes
incluían armenios, egipcios, iraquíes, libaneses,
sirios, palestinos y turcos. Sea que fuesen de religión cristiana,
musulmana o judía, gran parte de estos recién
llegados hablaba una lengua
común que, sumada a otras características culturales, los unificaba
como árabes. Impulsados a abandonar el Medio Oriente, en
particular Siria y el Líbano, por una multiplicidad de
factores, los ‘turcos’ ya constituían una
‘comunidad en
formación’ en el cruce de los siglos: mientras el
censo de 1895 sumaba 876 personas, el de 1914 reveló un
grupo
compuesto por 64.714 habitantes".
"De los países árabes representados en
nuestro país, la mayoría son sirios, también
libaneses, armenios y palestinos en menor grado. En Buenos Aires los
barrios elegidos para asentarse serían los de Palermo
Viejo y Villa Crespo. Aunque los primeros –tal como
ocurriría con la mayoría de los inmigrantes- se
ubicaron cerca del puerto, por la calle Reconquista; con el
tiempo,
sumaron también San Cristóbal, Constitución y la calle Jujuy. En el
interior del país los principales destinos fueron
Tucumán, Jujuy, Salta, Catamarca, La Rioja, Santiago del
Estero y Mendoza, constituyéndose en la tercera
colectividad, después de la española y de la
italiana".
"A todos los italianos se los incluirá en "la
categoría ‘tano’; del mismo modo que a los
españoles se los llamará unánimemente
‘gallegos’, a todo aquel que venga del Imperio
Otomano ‘turco’ (…). Este uso de rótulo
sirve para homogeneizar la diversidad apabullante y de paso
descalificar el ‘Otro’ " (1).
José Eduardo Abadi relata: "El abuelo paterno era
juez, en Siria, pero como tuvo que abandonar el país por
razones políticas,
se mudó a Milán con toda la familia. Al
poco tiempo,
llegó el fascismo y
tuvieron que volver a emigrar… Así llegaron a la
Argentina"
(2).
En "El café
Izmir", Carlos Szwarcer afirma: "El Café
Izmir, conocido por la intelectualidad argentina a partir de la
publicación de la novela
Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal en 1948, era
ya famoso en los años ‘30 como centro inevitable de
reunión de las oleadas inmigratorias y verdadera
institución en el barrio. El local del lzmir fue
construido a fines de 1932 sobre la base de tres habitaciones de
un inquilinato de la calle Gurruchaga 432-436; su primer
dueño habría sido Jaim Danón, quien le
daría ese nombre en recuerdo de lzmir, su ciudad natal. En
1940, Rafael Alboger se hace cargo del fondo de comercio y
comienza su larga trayectoria de veinticinco años
detrás de su mostrador".
"Administrar un sitio plagado de diversidades
étnicas, requería un anfitrión que fuera
capaz de mantener un sutil equilibrio
entre una ligera bonhomía, que atrajera a los
parroquianos, y una fuerte personalidad
que hiciera respetar su autoridad.
Rafael Alboger había nacido el 30 de octubre de 1902 en
Esmirna, Turquía. Hijo mayor de Haim Alboher y Reina
Mizrahi, matrimonio
judío sefaradí que trajo al mundo seis
vástagos: Rafael (llamado "Bojor" o Alejandro), Alegre,
Luna, Yaco, Isaac y un varón muerto de escarlatina a los
14 meses. Fue lustrabotas en el histórico Café
Tortoni, en Avenida de Mayo al 800 y luego mozo y maître
del mismo durante la década del 20 y los primeros
años del '30. Destino, providencia o casualidad,
también para Leopoldo Marechal el Tortoni y el Izmir
serían parte de su historia personal".
"Quien regenteaba el lzmir fracasó
económicamente, al punto que se fundió y al no
pagar los alquileres complicó a Rafael -a quien
había pedido el aval para el fondo de comercio-. Es
así que Alboger se hizo cargo del café y su
misión
fue ‘levantar aquel negocio’ pagar lo que se
debía y sobre todo, ‘si Dios lo ayudaba’,
mantener a flote a su familia. La
dueña del predio en el que estaba el café, Estrada
viuda de Alvarez, confió en quien finalmente a fuerza de
sacrificio y con la experiencia en el rubro gastronómico
adquirida en el Tortoni, cumplió con los compromisos y
salvó la casa que dejara en garantía".
"Este es el origen de la relación entre el
Café lzmir y la vida de los Alboger durante casi tres
décadas. Allí, en Gurruchaga 432, Villa Crespo, se
hizo cargo del legendario y exótico lzmir, en noviembre de
1940".
"En el barrio convivían representantes de las
tres religiones
monoteístas, por lo que algunas disquisiciones
teológicas eran frecuentes en el lzmir, como las del
judío Abraham, el musulmán Abdalla y el cristiano
Jabil que defendían sus diferencias sobre el
Mesías: ‘Los tres hombres ocupaban una mesa del
Café lzmir, y la discusión mantenida en lenguaje sirio
se mezclaba con otras voces de timbre igual en aquel recinto
sobresaturado de anises y tabacos fuertes. Junto a la vidriera,
un músico abstraído hería, como en
sueños, el cordaje de una cítara negra con
incrustaciones de nácar’ ".
"En Gurruchaga al 400, a juzgar por los comentarios de
vecinos de aquella época, ‘la gente se cruzaba de
vereda de aquí a allá’ como si fuera
‘peatonal, una feria, un mercado
persa’, relata José L. Los vendedores ambulantes
ofrecían sus telas, ropa usada, plumeros y los más
diversos artículos que uno pueda imaginarse, aunque lo
más codiciado eran los manjares típicos, delicias
paradisíacas para los sefaradíes".
"En este torbellino urbano cada oficio callejero
agregaba su cuota de variedad y así se cruzaban el
zapatero remendón, con su caja de herramientas
apoyada en la espalda, con el fabricante de yogur casero que
hacía firuletes con su bandejón, apurando el
reparto a su selecta clientela de los inquilinatos; al mismo
tiempo los carros de verduleros, meloneros o cesteros pregonaban
su mercancía arrimándose al
cordón".
"Allí, ‘enclavado en Gurruchaga’, en
el centro de aquella febril actividad, se erguía altivo el
lzmir, en cuya vereda hacían su parada no pocos de
aquellos vendedores. Los testimonios muestran que la generalidad
de los sefaradíes sentían orgullo por ese
café tan pintoresco y sitio de recreación
de gente mayoritariamente humilde. De los pocos que tenían
‘un buen pasar’ cuatro o cinco solían pedir
‘una vuelta’ de café o rakí
(anís) para veinte o treinta parroquianos, visto esto como
gesto de gentileza, camaradería o jadra (alarde,
exhibición)".
"En verdad muchos se demoraban allí por las
charlas, el rakí, la música oriental, los
naipes, el table (backgamon), etc., pero, a pesar de ello, la
inmensa mayoría lo recuerda como un lugar ameno y
respetado, tal como lo podemos recrear a partir del siguiente
collage testimonial surgido de antiguos vecinos y
habitúes: ‘el café lzmir en su momento era
tradición…era importante…era una reliquia de Buenos Aires, de
Villa Crespo. Ahí se sentaba gente grande de nuestra
colectividad, iban camino al templo… a tomar un café.
también la colectividad armenia, la griega, la
musulmana…no había odios…en paz…en aquel tiempo eran
todos respetados, amables…era un lugar donde gente de
Montevideo venia y el lugar para ver a los 'yidios' era el lzmir,
como punto de reunión…como punto de
referencia’.".
"De las tantas actividades que ofrecía el
café, el esparcimiento obviamente era el Ieit motiv Sin
embargo no podemos dejar de reconocerle, especialmente en las
décadas del ‘30 y el ‘40, una de tipo social y
hasta educativa: ‘se juntaban en una mesa a la
mañana y empezaban a hablar, a leer el diario… Habla uno
que leía el diario al revés, no me acuerdo el
nombre; lo leía todo, todo, se ponía a leer
así.. (con la hoja al revés), se ponía en el
lzmir, en la ventanita… Se reunía la gente, como muchos
no sabían leer’, él agarraba y leía al
revés, pero leía como si fuera al derecho, no se
equivocaba nunca. Lo ví yo’ afirma Jacobo .C."
(3).
Luis Norberto León nació en Buenos Aires.
"Hace algunos años encaró por primera vez la
aventura de escribir. A poco de terminar sus primeros cuentos le
asaltó la idea de recopilar las experiencias familiares
atesoradas desde su infancia en
idioma sefaradí. Decidió entonces formar un taller
de investigación donde recopila toda clase de
material sobre el tema" (4).
En "Un séder con el papú
Menajem", evoca a su abuela turca: "Como todos los
viernes cerca del mediodía, mi abuela me tomó de la
mano invitándome a acompañarla. Hicimos el
recorrido por la vereda arbolada. Tras cerrar la robusta puerta
de calle caminamos a mi ritmo de niño, las tres cuadras
hasta el mercado. Cruzamos
la calle Velazco y entramos al largo y estrecho pasillo donde
vivía el papú Menajem. Mi abuela estaba
intranquila. El anciano le devolvía puntualmente la ollita
vacía en que le dejaba comida los viernes, pero
hacía dos semanas que no aparecía".
"Esta vez tampoco estaba, y caminamos tres cuadras
más hasta Yanovsky Hnos, la única fábrica de
matzá que había, y desde Villa Crespo donde
estaba la planta, enviaba a todos lados su producción. El dueño, y antiguo
conocido, nos hizo pasar para mostrarme como era el procedimiento
para producirla. Recuerdo la máquina como una cinta
móvil, donde desfilaba una larga fila de
matzá dorada, que después sería
embolsada. ‘Diez de la común y dos de la
dulce’, encargó mi abuela. La primera era para
cocinar rebanadas de parida, sodra y otras comidas para la
ocasión. La segunda reemplazaba a las galletitas, las
comíamos con yarope, el exquisito dulce blanco (a
veces con agregado de nuez molida) que hacían para la
fiesta".
"Tampoco este viernes encontramos al papú, me
comentó mi abuela Masaltó decepcionada, mientras
emprendíamos el regreso para retomar la planificación de tareas de la comida de
Pésaj. La casa ya había comenzado a limpiarse,
aunque no muy estrictamente, se procedía a una higiene de los
estantes, vajilla y rincones varios, tratando de eliminar
cualquier resto de pan antes de comenzar la festividad. Mi madre
había comprado varias docenas de huevos, la harina
especial y todos los implementos de cocina relucían
esperando el envío de Yanovsky Hnos. En vísperas de
Pésaj, solíamos comer en un sitio diferente al
habitual, despejando el comedor para los aprontes y reservando
espacio para depositar las comidas terminadas".
"El lunes, mi abuela regresó de la calle llamando
a mi madre en voz alta. Le dio la noticia que el papú
Menajem estaba internado desde hacía más de una
semana. Con los años no atiné a preguntar el grado
de parentesco que tenía él con mi familia, aunque
sospecho que había sido vecino de Karatash, el barrio de
Izmir donde vivian".
"Mi abuela decidió ir al hospital a visitarlo, y
le llevó unos dulces; allí convenció a los
médicos de que el estado del
enfermo no era para nada preocupante como decían. Dos
días después contratando un auto fue a buscarlo, le
llevó ropa de mi abuelo, que a pesar de quedarle
excesivamente grande, le daba el aspecto de hombre
saludable. Lo ubicó en la sala del medio, la que usaba mi
tío cuando era soltero, e hizo atenderlo con todo tipo de
cuidados. La expresión del rostro del anciano rebosaba de
gozo, y según nos confió, lo atendían
así en Izmir hasta que su madre murió, treinta
años atrás".
"Así llegó la noche principal. El esperado
primer séder donde el papú Menajem se animó
a participar con el Siervo fuimos a paró en Aifto,
aportando además algunas interpretaciones propias sobre el
Éxodo y los rituales pascuales. Una noche
espléndida, donde lo vi probar cada una de las comidas,
compartiendo momentos alegres con nosotros, los más
chicos, oponiendo resistencia a su
visible debilidad".
"A la mañana siguiente cuando me levanté,
estaba el doctor Niño. Mi abuela había arreglado el
día anterior para que viniera a darle su opinión
sobre la salud de
Menajem. Sin animarme a entrar, escuchaba su característica voz y las erres
afrancesadas. Los niños
tienen un verdadero instinto de defensa. Yo me ocultaba porque el
doctor Niño, era de los que recetaban baterías de
inyecciones de hígado y vitaminas sin
que le temblara la lapicera.. Dijo a mi abuela que el anciano
debía retornar al hospital para su inmediata atención. Él mismo lo
llevaría en su auto. Cuando salió Menajem tomado
del brazo por el doctor, usando la misma vestimenta con que
llegó el día anterior, su cuerpo había
envejecido aún más, caminaba con dificultad y
sumamente encorvado, pero al descubrirme en un rincón
observándolo, giró con esfuerzo su cabeza para
mirarme y desearme saludoso ke´stés".
"Nunca más vi al papú Menajem, que
falleció ese mismo día. Nadie me contó de su
partida, porque de esos temas no se hablaba con los niños
(El Dió ke no mos traiga), mucho menos durante el segundo
séder de Pésaj, que en esta ocasión
careció de la alegría de otros años"
(5).
En "Mi abuela Vida",
Victoria Mizrahi de Misistrano recuerda a su abuela,
llegada desde lejos: "Doña Vida, ¡Abuela Victoria!,
que personaje!. La conocí por primera vez cuando
llegó desde Estambul, sola, con su pelo estirado y un
pequeño rodete. Su traje gris de pollera y redingote le
daba cierto aire de persona seria. No
se por qué a su llegada me escondí detrás de
una puerta de la que me sacó para darme caramelos que
traía dentro de sus bolsillos. Esta escena nunca la
olvidé. Mi hermana menor nació a poco de su arribo
a Buenos Aires. Con su llegada nos acostumbramos a escuchar sus
cantos. Los entonaba desde que comenzaba con sus tareas en la
cocina, hasta la tarde que se dedicaba a pelar chauchas, arvejas,
arroz o porotos. Desde su llegada, la cocina fue su ámbito
habitual, ya que mamá la reservaba para ocupar los
domingos. Tratando de calcular el tiempo, cuando mi abuela
llegó, tenía casi sesenta años y yo
sólo cinco. Compartimos 34 años de vida en
común, ya que en 1963 cuando contaba con 94 años,
dejó de existir después de un accidente. Yo ya
tenía 39 años y dos hijos varones que la adoraban,
fue su bisabuela, y aún hoy la siguen recordando con
inmenso cariño" (6)
Los padres de Alejandra Pizarnik deseaban que la hija se
casara. Uno de los candidatos era un "turco". Recuerda Aurora
Alonso de Rocha: "Sus padres le hablaban con interés de
dos presuntos pretendientes, hijos de un almacenero alemán
uno, y de un sedero sefaradí el otro. Buma se burlaba o
enojaba. Un día le dijo a su madre que se iba a casar con
los dos para tener aseguradas ropa y comida, la madre la
miró ceñuda y disparó una rápida
respuesta en idish. Me tradujo: ‘Que sean tres, así
también hay vivienda’. Creo que, por lo menos en
parte, las sutilezas de Buma nacían de la
dialéctica, escondida en un mal castellano, de
los Pizarnik. Gracias al ‘festejante’ sefaradí
marroquí escuché por primera vez música
judeo-española, que me dejó maravillada"
(7).
Al regresar de la tierra de
sus mayores, dijo Julia Zenko: "Un instante puede mostrarte lo
que pesan tus antepasados. Eso lo vi en esta última gira:
conocí Letonia y Lituania, y también Estambul,
donde vivió varios años una de mis abuelas, y
reconocí olores de las comidas de mi casa, músicas,
acentos. Es que soy una argentina tanguera sin una gota de
sangre
criolla" (8).
Luna, una inmigrante turca centenaria, "A los 17
años conoció a su marido, uno de los pocos al que
sus hermanos –celosos ellos- dejaron acercarse.
Víctor tenía hermanos en la Argentina que lo
mandaron a buscar. Y ella se venía con él, pero en
calidad de
novia, jamás. De ninguna manera, le dijo su tía.
Así fue como se casaron y pasaron su luna de miel en un
barco rumbo a nuestro país. Fue un mes de viaje. Una
inolvidable luna de miel junto con… su suegra. Sí, Luna
dormía con su suegra en un camarote y Víctor en la
bodega, con los demás hombres. ‘Nos veíamos
en la cubierta y de noche, cada uno a su lugar".
Estuvo a punto de volver a su tierra:
"Corría el año 1921 y Luna, casada con
Víctor desde hacía dos años, no lograba
quedar embarazada. Vivía en Posadas, Misiones, pero su
marido decidió mandarla de vuelta a casa. Así, dice
la centenaria Luna, se acostumbraba en su país: la mujer que no
tenía hijos se tenía que ir, y ella se iba,
nomás. Con la valija y un pasaje en mano marchó sin
chistar a la estación ferroviaria de Posadas. Pero, cosas
del destino, el tren ya había partido. Fue cuando
volvió con su marido a su casa que quedó
embarazada".
"Progresamos con mucho sacrificio –recuerda.
Vivíamos en Posadas y mi marido andaba por los campos con
un canasto en el que llevaba lencería para vender.
Después pudimos poner nuestro propio negocio de venta de ropa y
trabajamos muchísimo".
Su experiencia se vuelve narraciones: "Recuerda cuando
en su casita de Posadas llenaba un bracero con carbón por
las noches, lo dejaba en medio del cuarto y reunía a sus
chicos en torno de
él. ‘Les contaba historias de cómo
vivíamos en Turquía, el viaje en barco a la
Argentina o simplemente cuentos‘
" (9).
Algunas obras dan cuenta del fenòmeno
històrico y social de la inmigraciòn armenia. Entre
ellas, las biografìas Hayrig (Detràs del silencio
de un millòn y medio de voces) (10) y Hayrig II (11), en
las que Eduardo Bedrossian relata la vida de su padre, Agop.
"Este relato –afirma Nélida Boulgourdjian-
trasciende la historia personal de Hagop
Bedrossian para adquirir una dimensiòn colectiva que
involucra a todo un pueblo" (12).
Acerca de la primera parte de esta historia,
afirmó María Isabel Clucellas: "bajo una estructura de
doble faz, Bedrossian hijo narra en primera persona la odisea
paterna. A partir de los primitivos años de paz y bonanza
que corresponden al siglo pasado, el autor ilustra a sus lectores
sobre la vida familiar en Geben, ‘un pedazo de la historia
ancestral de los armenios’. Las montañas, la aldea,
las casas con paredes de piedra, el calor de las
reuniones en torno al hogar
presididas por un narrador ocurrente y sentencioso que contaba,
educando, historias y costumbres, reviven en páginas
coloridas, amenas, donde anécdotas y sucesos van tejiendo
una urdimbre de sólidas y justificadas nostalgias"
(13)
En Mis dos abuelas. 100 años de historias, Nora
Ayala relata que su abuela criolla, que vivía en Misiones,
tenía prejuicios contra los extranjeros. "Nosotros no
vinimos a matarnos el hambre como los gringos
–decía-, estuvimos siempre acá". La venta de la casa
del Tata proporciona otra evidencia de su actitud; la
vivienda "fue comprada por una familia turca, aunque
Gerónima hubiera preferido que no cayera en manos
extranjeras, pero ellos fueron los que pagaron y no había
nada que hacer". Se rumoreaba que los compradores habían
encontrado allí un cofre con monedas de oro; escuchemos a
la criolla: "Teniendo en cuenta que los turcos que habían
llegado al país poco tiempo antes, si bien eran gente
trabajadora y honesta (a pesar de ser extranjeros) no
podían tener dinero como
para hacer semejante inversión, el rumor tenía visos de
realidad" (14).
"El criollaje vio invadido su escenario. Esa gringada,
que se pensó iría a poblar el desierto, se
concentró en la urbe y cubrió todos los puestos de
trabajo. Hasta los policías eran extranjeros" (15). Hugo
Chumbita relata que Elías Farache, un policía
turco, hostigaba al gringo Vairoleto, hijo de piamonteses. "Entre
los milicos abundaban estos turcos, que en realidad eran
árabes, o hijos de, famosos por lo bravos"(16).
En su libro La cita
en Buenos Aires, Saga de una gran familia sefaradí (17),
Vittorio Alhadeff, "oriundo de la ciudad de Rodas, hace desfilar
ante el lector diversos episodios del dominio turco y
de la ocupación italiana del Dodecaneso. Pero la tremenda
verdad de las guerras da
paso a la crueldad del fascismo y del
nazismo para
cerrarse con la llegada en los años 40 a Buenos Aires,
donde se refugian los últimos miembros de una familia que
creyó en el trabajo y
en el progreso" (18).
Escritor y periodista, Félix Lima nació en
1880 y murió en 1943. Colaboró en "La
Razón", "Tribuna" y "Crítica", entre otros medios, y
publicó los libros
titulados Con los nueve… Crónicas policiales (1908) y
Pedrín. Brochazos porteños (1923).
En el conventillo –señala Jorge Paez-
había una "Difícl, precaria, inestable
armonía, sin embargo, que habitualmente perturbaban los
prejuicios étnicos y nacionales en el hervidero
cosmopolita de los patios conventilleros. Félix Lima ha
captado uno de estos momentos de quiebra en
‘Lo ha dicho l’Aquensia Stefani’, cuadrito
incluido en su libro
Pedrín (1923), que retrata con previsible fidelidad
las peloteras entre italianos y ‘turcos’
durante la guerra de
Tripolitania" (19).
El turco expresa conceptos como éste: "-Atienda
qui voy disir yo: Turquía tiene tanto soldado como
Alamania qui también Alamania inseñó pilear
soldado turco a la última moda.
¡Quí vaya la gracia! Italia tira pique
barco nosotro istá barco chico, piro Turquía
más una dolor cabesa Italia pir
la tierra. Si
quieres más noticia soldado turco prigunta cómo fue
la pilea con la Rusia. ¿Y la barco grande italiano qui fue
pique la costa Trípoli?… ¿Quí desir
osté, sañur, a eso?…". La discusión
termina con "Ruptura de narices e intervención de las
potencias extranjeras (representadas por un chafe)"
(20).
En 1943, Conrado Nalé Roxlo da a conocer El
muerto profesional, firmado con su seudónimo Chamico.
Acerca de esas páginas escribirá más tarde:
"Carezco de vocación y aptitudes para el periodismo,
aunque es la galera en que he remado siempre y, tal como van las
cosas, seguiré inclinado sobre su borda hasta la hora del
último naufragio. No me quejo. Mucho le debo al periodismo,
donde tuve la suerte de encontrar amables e inteligentes
cómitres que me permitieron remar con mi propio remo.
Dicho en términos no tan dramáticos y
náuticos, los directores de los muchos diarios en que
trabajé me dejaron un rincón tranquilo, al margen
del comentario de actualidad y de las noticias, donde dejar volar
mis fantasías y soltar mis ocurrencias. Así
nacieron muchas páginas que después pasaron al
libro. Toda la obra humorística de mi alter ego Chamico,
por ejemplo, tiene ese origen, y muchas cosas más"
(21).
En "Una conversación interesante", texto incluido
en el volumen que
mencionamos, uno de los personajes se refiere a un turco que se
va a casar, y afirma que un vasco piensa frustrar ese matrimonio: "creo
que se le va a aguar la fiesta porque el vasco Indurrimendi se ha
enterado de que Flores es casado en Turquía y, como usted
sabe que tienen rivalidad por los negocios, ha
dado parte al comisario y al registro civil y
hasta creo que les ha mandado el pasaje a las esposas turcas del
turco para que se presenten el día del casamiento y armen
un escándalo. Si vienen todas va a ser divertido"
(22)
"La urbe no consigue absorber del todo el aluvión
tumultoso que avanza desde el puerto –afirma Luis Ordaz-, y
si bien el inmigrante se va incorporando al medio que habita e
integra. Éste (el medio) se conforma, asimismo, con dicha
participación e incidencia. El inmigrante se adapta o no,
pero, a la vez, impone un nuevo sentido a las cosas y hasta las
nombra y condimenta con vocablos y giros que componen una nueva
jerga de frontera. Italianos y españoles, particularmente,
pero también ‘turcos’, polacos,
‘rusos’ (judíos de variadas procedencias),
animan una población pintoresca por el enfrentamiento,
habitualmente apacible y sin prejuicios de ninguna índole,
de todas las nacionalidades, razas y credos. Todo esto resalta,
de manera natural, en el ‘sainete porteño’ "
(23).
"En Mustafá, sainete que Armando Discépolo
y Rafael José De Rosa escriben en colaboración, y
estrenan en 1921, don Gaetano (tano típico del género) se
entusiasma ante la fusión, la
‘mescolanza’, que se logra en las bulliciosas casas
de vecindad porteñas" (24). Conversando con el turco que
da nombre a la obra acerca del casamiento del hijo del primero
con la hija del segundo. Destaca el clima amistoso
del conventillo: "E lo lindo ese que en medio de esto batifondo
nel conventillo todo ese armonía, todo se
entiéndano: ruso co japonese; francese con tedesco;
italiano co africano; gallego co marrueco. ¿A qué
parte del mondo se entiéndono como acá: catalane co
españole, andaluce co madrileño, napoletano co
genovese, romañolo
co calabrese? A nenguna parte. Este e no paraíso. Ese ne
jauja. ¡Ne queremo todo! (Abrazándolo.)
¿Verdá, otomano?… Eso que dicen que turco e
taliano so como perro e gato, maccanéano.
(Teniéndolo estrechamente.) Mira un poco. (El
turco sigue triste, frío, no se levanta de su silla.)
Ne tenemo afecto, cariño puro, sincero amore. (Parece
que se va a fotografiar.)" (25).
A criterio de Ordaz, "Don Gaetano se refiere, efusivo, a
una parte verdadera e importante del conventillo, mientras la
otra parte, que sirve para completar la visión, queda
soslayada: ¿quiénes habitan las enormes casonas,
cómo se vive en un conventillo?" (26).
Hay turcos en una obra de Julián Martel. Afirma
Noé Jitrik: "Durante 1890 escribiò La Bolsa; la
ùltima frase fue redactada el 30 de diciembre. Dos hechos
notables pueden observarse: el primero es que siendo una obra
realista y de actualidad no ha incluido como tema la
revoluciòn del mismo año; el segundo es que en el
mismo año se publicò en Francia
L'Argent, novela mediante
la cual Zola investiga y condena el sistema
financiero. (…) La Bolsa aparece en folletìn en La
Naciòn desde el 24 de agosto hasta el 4 de octubre de
1891, con gran èxito de pùblico y de
crìtica".
El crìtico considera que la obra fundamental de
este ciclo –la de Martel- tiene importancia desde diversos
puntos de vista, a pesar de su escaso valor
literario: "La Bolsa es una obra literariamente poco importante,
inmadura, pero que asì y todo expresa varias cosas de
interès; en primer lugar hay, conscientemente o no, una
tentativa por trascender la literatura del 80 en su
fisonomìa màs exterior; en segundo lugar, muestra un
escritor desclasado, emergente del periodismo y que anticipa, por
esas razones, un nuevo tipo de escritor, el profesional; en
tercer lugar, se trata de un libro inspirado en hechos
contemporàneos, ubicado en una actualidad, comprometido
polèmicamente con sus interpretaciones" (27).
"La lectura
màs superficial e ingenua de La Bolsa de Juliàn
Martel sorprende por la enorme carga de xenofobia y antisemitismo
–afirma Gladys Onega. (…) Martel traza con los más
sombríos tonos naturalistas una realidad de la ciudad que
absorbió el mayor pocentaje de inmigrantes creciendo en
proporción geométrica frente al resto del
país: la miseria, la enfermedad y la mendicidad eran
lacras concretas de la sociedad
superpoblada, que no se cebaban solamente en el lumpen que el
autor selecciona como muestra del
parasitismo que trae la inmigración, sino entre todos los
habitantes de los barrios bajos del sur que se hacinaban en los
conventillos; (…) en la abstractización del oro y del
cosmopolitismo, Martel aísla y diseca casos extremos, los
separa del contexto histórico, carga sobre ellos una culpa
de la que son víctimas y finalmente ignora la
situación real del resto de la población; los turcos con sus feces rojos y
las bohemias idiotas o hermosísimas se han convertido en
alegorías o en personajes pintorescos". (28).
La ensayista se refiere a este pasaje: "El corazón de
las corrientes humanas que circulaban por las calles centrales
como circula la sangre en las
venas, era la Bolsa de Comercio. A lo largo de la cuadra de la
Bolsa y en la línea que la lluvia dejaba en seco, se
veían esos parásitos de nuestra riqueza que la
inmigración trae a nuestras playas desde
las comarcas más remotas. Turcos mugrientos con sus feces
rojos y sus babuchas astrosas, sus caras impávidas y sus
cargamentos de vistosas baratijas; vendedores de
oleografías groseramente coloreadas; charlatanes
ambulantes que se habían visto obligados a desarmar sus
escaparates portátiles pero que no por eso dejaban de
endilgar sus discursos
estrambóticos a los holgazanes y bobalicones que
soportaban pacientemente la lluvia con tal de oír hacer la
apología de la maravillosa tinta simpática o la de
la pasta para pegar cristales; mendigos que estiraban sus manos
mutiladas o mostraban las fístulas repugnantes de sus
piernas sin movimiento,
para excitar la pública conmiseración; bohemias
idiotas, hermosísimas algunas, andrajosas todas, todas
rotosas y desgreñadas, llevando muchas de ellas en brazos
niños lívidos, helados, moribundos, aletargados por
la acción de narcóticos criminalmente
suministrados, y a cuya vista nacía la duda de
quíén sería más repugnante y
monstruosa; si la madre embrutecida que a tales medios
recurría para obtener una limosna del que pasaba, o la
autoridad que
miraba indiferente, por inepcia o descuido, aquel cuadro de la
miseria más horrible, de esa miseria que recurre al crimen
para remediarse" (29).
Alamos talados (30) fue distinguida en 1942 con el
Primer Premio de Literatura de Mendoza, el Primer Premio
Municipal de Buenos Aires y el Primer Premio de la
Comisión Nacional de Cultura.
Marcela Grosso y Marta Baldoni señalan la importancia de
la inmigración en la novela: "El
poder se ve
amenazado por la presencia de lo otro, del elemento
extraño: el inmigrante, figura que genera tres efectos
correlativos: a) el enfrentamiento entre gringos y criollos, b)
la exaltación del linaje y la hispanidad, c) el rechazo
del progreso y las nuevas costumbres" (31).
La clase alta, representada fundamentalmente por los
abuelos, se mostraba bondadosa con los criollos y los
inmigrantes, en general, aunque había excepciones: "El
inmigrante aparece descalificado, caricaturizado (…) o mirado
con simpatía, en tanto se ciña al mandato de la
abuela y no compita en el circuito de producción económica. Decir
‘gringo’ es un insulto (…) El atributo
‘criollo’, en cambio, tiene
connotaciones positivas (…) se convierte en una
abstracción, en un símbolo de pureza racial y
moral"
(32).
Cuando las penurias económicas obligan a la
anciana señora a talar los álamos, allí
está un inmigrante, posibilitando que el lector saque
conclusiones sobre la personal postura del autor: "Con el pie en
el estribo de su auto rojo, el turco hacía anotaciones en
una libreta. Uno, tras otro, caían los álamos de mi
adolescencia"
(33). Grosso y Baldoni sostienen que "La presencia invasora del
inmigrante aparece metaforizada por el coche rojo del turco, que
recorre el texto en
varios capítulos". Acerca del propietario del
vehículo comentan: "Claras son las connotaciones
demoníacas que despliega este personaje (…) Las
aspiraciones comerciales del turco, que exceden a las del
agricultor contratado, lo convierten en una amenaza, un peligro
para el sistema. La
compra de la vid y de la madera es
sustituida por la idea de usurpación, de estafa: el turco
no compra sino que ‘se leva’. Caída,
atropello, usurpación, tala, profanación, son los
efectos del ingreso del inmigrante en el sistema, que es
quebrado sin posibilidades de restauración"
(34).
En La noche lombarda, Atilio Betti recrea, al acostarse
en su camarote del barco que lo lleva a Italia, el duro trance
que sufrió el padre del protagonista, junto con otros
pasajeros: "Un chorro de agua, un
manguerazo brutal, le dio en la cara. Lo vi trastabillar, mojado.
Lo vi llorar de indignación y afirmarse en los zapatos
claveteados, agarrándose fuertemente del tirador negro,
sobre el torso sin saco, para no caer bajo el golpe del agua. (…) En
tropel, árabes y turcos aparecían y
desaparecían alrededor de mi padre. Corrían,
gritando, aullando, perros mojados,
perros
azotados a manguerazos, a refugiarse bajo mi cama mientras que
papá, rascándose con furia las axilas, gritaba o
gemía, o gritaba y gemía al mismo tiempo:
¡Piojosos! ¡Piojosos!" (35).
En 1988, durante la Feria del Libro, el doctor
Renè Baròn entregò personalmente a Jorge
Isaac el premio que lleva su nombre, distinguiendo a Una ciudad
junto al rìo (36) como la mejor novela editada
durante los años 1986 y 1987. El jurado que lo
otorgò -designado por la Sociedad
Argentina de Escritores- estuvo integrado por Luis Ricardo
Furlàn, Raùl Larra y Juan Josè
Manauta.
La novela fue presentada en la Uniòn Arabe por el
profesor Elio C. Leyes -"escritor
y presidente de la Universidad
Popular, autor de Voz telùrica de Gerchunoff, editado por
el Ateneo Judeo Argentino ‘19 de abril’ de Rosario",
quien "señalò que el libro bien podìa
llamarse ‘Los gauchos àrabes’, en justo
parangòn –según dijo-con la celebrada obra de
Gerchunoff, en la cual no debe haber escritor que haya
profundizado tanto como èl" (37).
El Gobierno de Entre
Rìos la declarò, por iniciativa del Consejo General
de Educaciòn, de lectura
complementaria en las escuelas superiores de la provincia, a
partir del sèptimo grado, recomendando su
utilizaciòn en la enseñanza.
La obra està dedicada "a los inmigrantes
àrabes –sirios y libaneses- y, por natural
extensiòn, a españoles, italianos, alemanes,
judìos, suizos, rusos, polacos, yugoslavos, y de cuanto
otro origen y procedencia màs, que se lanzaron un
dìa por los riesgosos caminos del mar a la aventura de
‘hacer la Amèrica’ ".Partiendo de su propia
etnia, la mirada de Isaac se vuelve abarcadora, hasta incluir a
hombres de diversa procedencia, cuya gesta evoca.
Un 10 de noviembre –nòtese la fecha
elegida-, el autor fue, como de costumbre, a pescar. Ese
dìa, algo inusual alterò la placidez de su hobby:
un objeto centelleaba, entre las ruinas de una vivienda, a la
luz del sol.
Intrigado, se acercò a èl y vio que era un cofre.
Una vez en su casa, lo abriò sin dilaciòn, y
comprobò, con gran sorpresa, que era un libro de cuentos
escrito en àrabe. Con su tesoro fue en busca de un editor,
quien lo enfrentò a un problema: la obra no podìa
editarse sin tìtulo, y el mismo debìa surgir de
ella, como un resultado lògico. Una vez superado el
obstàculo, nos hallamos ya en condiciones de emprender
la lectura de
estos papeles, a los que Isaac –empleando un recurso
literario de larga data- no hizo màs que
encontrar.
La acciòn transcurre durante el año 1925.
Cada acontecimiento se detalla prolijamente, ya que estos papeles
eran un diario personal. El autor del diario, un joven, cuenta
sus andanzas por el puerto, desde donde podìa observar la
llegada de los inmigrantes de diferentes nacionalidades, a los
que reconocìa por sus costumbres y fisonomìas,
aùn cuando ellos no habìan descendido del
barco.
El protagonista evoca el momento en que los extranjeros
arriban a la nueva tierra: "Los
inmigrantes, aunque vengan en el mismo barco, llegan y descienden
aquí de manera diferente según sea su origen que
nosotros, con sólo mirarlos y hasta a veces sin
oírlos, hemos aprendido a determinar con riesgo escaso de
equivocarnos". Seguidamente, describe el desembarco de italianos,
alemanes, españoles, judíos y árabes,
señalando las peculiares características de cada
grupo.
Sobre estos ùltimos, comenta: "Los àrabes
–siriolibaneses- que disputan el tercer lugar a los
alemanes en cuanto al nùmero de los que ingresan en estas
regiones, son los màs independientes de todos. Es muy raro
que arriben en parejas. Tan raro que nunca vi ninguna. Ellos
emprenden el viaje solos y si descienden varios juntos de un
barco y se comportan como parientes, es que se han hecho amigos
durante el dilatado trayecto. En su mayorìa son
cristianos, pertenecientes a la Iglesia Griega
Ortodoxa".
"Cuando recorren la angosta planchada por la que
descienden, muestran el gesto adusto, expresivo de la
trascendencia que para ellos asume el primer contacto con la
nueva tierra. Siempre observo que lo hacen moviendo los labios. Y
aunque en manera alguna puede oìrse màs que un leve
murmullo, yo sè que estàn diciendo, con la profunda
y religiosa unciòn de un ruego: ‘Ayùdame,
Dios mìo…’ ". Luego, solos tambièn,
acometeràn la empresa que
alentaron en la intimidad de sus mejores
sueños".
A este pormenorizado relato de costumbres se suman, como
hilos paralelos de la acciòn, las narraciones de cuanto
sucedìa en Arabia –que el joven conocìa con
dos meses de retraso- y en el mundo entero, hacièndose
especial hincapiè en los adelantos de la ciencia y
la tècnica (38).
En La pradera de los asfódelos, Rubén
Benítez evoca una Navidad de las
de antes: "En Navidad la
gente parecía distinta. No como ahora. Todos estaban
alegres, salían a la calle y saludaban contentos.
Había que pararse en todas las puertas. Hasta los turcos
que vivían en la esquina festejaban la Navidad. Don
José, el que hizo el aparador, abría una sidra…
‘No es como la de Asturias, pero tampoco está
mal’ decía siempre después de probarla"
(39).
En 1998 apareciò Memorias para
no olvidar (40), ùltimo libro de la trilogìa que
Bedrossian escribiò acerca de la Cuestiòn Armenia.
Las memorias se
inician cuando los padres de Nersès, que poco antes
cumpliò veintiùn años, deciden realizar,
como le habìan prometido, el pedido de mano de una joven
para que su hijo se case. La obra finaliza con el casamiento de
esa pareja, unos meses despuès.
Esta historia ìntima sirve de marco para otra
màs abarcadora: la de los armenios en la Argentina.
Distintos personajes van narrando las circunstancias en que se
realizò la inmigraciòn, las atrocidades que
debieron padecer en manos de los turcos, la tortura, las
violaciones de religiosas y alumnas, y muchos otros episodios que
indignan al lector y han quedado grabados por siempre en la memoria de
este pueblo bueno y sufrido.
Otros aspectos tambièn son descriptos: las
comidas, la instrucciòn, la religiòn, el respeto a los
padres y la consagraciòn a los hijos, los juegos con los
que se entretenìan los armenios, sus visitas a la
peluquerìa, al dentista, la llegada de un pariente al que
hacìa años que no veìan… Hechos cotidianos
que contribuyen a dar una imagen de una
colectividad en un tiempo que pasò.
La relaciòn con inmigrantes procedentes de otros
paìses es evocada en estas pàginas, en las que se
presenta una Barracas cosmopolita, en la dècada del 50, en
la que los extranjeros conviven solidariamente. Agobiados por
haber dejado a la familia, o
de haber visto como la asesinaban, la relaciòn entre los
armenios es resumida en ese dicho que reza: "Mejor un vecino
cerca que un pariente lejos", y que ha llegado generalizada a
nuestros dìas, en los que en algunos barrios,
afortunadamente, todavìa se observa.
Algunos inmigrantes cuentan historias a un auditorio
siempre interesado. La mismas tienen que ver con la
tradiciòn de su naciòn, con su trabajo o con
circunstancias curiosas de la vida. Bedrossian las incluye en su
obra, para que todos las conozcamos.
Este libro es mucho màs que el recuerdo en
tercera persona de un joven en una etapa feliz de su existencia;
es la memoria de un
pueblo que debiò dejar su tierra, a la que
venera.
En 1998, la novela Virgen, de Gabriel
Báñez, resultó finalista del Premio Planeta.
En ella evoca la confusión reinante, en la década
del 30, en lo que respecta a las nacionalidades de los
inmigrantes. La protagonista: "Durante esos primeros tiempos lo
único que no logró explicar fue su propia
nacionalidad. No era francesa, era belga, pero resultaba
inútil aclarar semejante diferencia cuando las erres se le
estiraban hasta la gangosidad, y cuando los ucranianos,
judíos, rumanos, lituanos y polacos eran rusos o los
sirios y loslibaneses resultaban turcos. Había llegado a
un país de tanos y gallegos y de rusos y turcos, y todo lo
que no entrara en el dos por cuatro de esa conclusión
elemental era una rareza de apellido pero nunca de nacionalidad"
(41).
En Stéfano, novela de María Teresa
Andruetto, aparece un turco tendero: "Stéfano le cuenta a
Lina que en la tienda de rezagos hay un saxo, un instrumento para
hacer música. Le ha pedido al dueño que no lo
venda, él juntará el dinero para
comprarlo". Vittorio pregunta al muchacho "cómo se llama
ese instrumento que ha visto en la tienda del turco Rasú"
(42).
En Tama, otra novela de Andruetto, cuenta la narradora:
"Durante los años que vivió con la galesa, mi
abuelo estuvo vendiendo baratijas, tal como les había
visto hacer con mayor suerte a los turcos que andaban por el
Norte" (43).
En "Santana", uno de los Cuentos de la oficina, Roberto
Mariani se refiere a los habitantes de un conventillo, entre los
que se encuentran los turcos: "Una de estas antiquísimas
mansiones actualmente agoniza en conventillo. En sus espaciosas
habitaciones donde acaso en 1815 ó 1820 algún
general de la Independencia
abandona esposa e hijas para ir a satisfacer su sed
patriótica en los abiertos campos de batalla, hoy conviven
apretujadas seis u ocho familias de las más diversas
nacionalidades, y costumbres contradictorias hasta la
beligerancia. Italianos, franceses, turcos, criollos. La
última habitación la ocupa un griego relojero"
(44).
En la "Cantata para los hijos de Gracimiano", escribe
Daniel Moyano: "Yo conocí a Gracimiana cuando ella
todavía era una niña. Tenía la piel tan suave
que se le paspaba con cualquier brisa, Vivía en el campo y
vino a Chepes para ir a la escuela, aunque
ya era un poco grande para eso. La admití loismo y le
tomé cariño. Aprendió rápidamente y
si no hubiera sido porque era linda, habría pasado
desapercibida. No hablaba casi nunca y se movía como una
sombra. Los obrajeros y los turcos más ricos de la zona
querían casarse con ella. Su desgracia fue Gracimiano.
Todavía iba a la escuela cuando lo
conoció. Gracimiana envejeció a los treinta
años, gastada por él y por los hijos.
Después la perdimos de vista, pero quien tuvo la suerte de
conocer a Anita, su hija, podía ver otra vez a Gracimiana
con las mejillas paspadas por el aire"
(45).
En "El mundo, una vieja caja de música que tiene
que cantar", Héctor Tizón describe al "Turco": "Con
la negra barba cortada a golpes de tijera, el pelo sucio,
abundante y revuelto de tal manera que pueda encajar dentro del
pasamontaña y mantenerse allí por días y
noches y días y sobre todo con su andar cauteloso,
asentando con seguridad la
planta de los pies evoca sin lugar a dudas largas
travesías de camelleros en los arenales de Yemen, o en las
faldas de Sinaí, o quién sabe dónde.
Descendiente por rama directa de uno de los Reyes Magos
–afirma que de Melchor- su abolengo se encuentra hoy
podrido y desnaturalizado pero aún recorre con su hato a
cuestas toda la Puna, cargado de quincalla y porquerías.
Con sus mejillas abultadas y tensas por la coca se lo distingue
en los caminos, omnipotente y grasoso, penetrando en todas las
casuchas y haciendo un hijo en cada una. Este habitante de los
desiertos y de los vientos practica la fornicación con
entusiasmo y con fe –como un acto ritual y hospitalario o
una prueba divina de la existencia- en las pacíficas
indias. A esto deniomina mestizaje. Palabra que tiene para
él un extraño sonido
húmedo hondo y musical a un mismo tiempo. Alardea
además de no haberse mojado el cuerpo en treinta y cinco
años" (46).
Un inmigrante, personaje de un cuento de
José Mantel, relata su historia: "-Apenas tenía
quince años cuando vine de Izmir con mi padre viudo. No
tuvo suerte, y al tiempo decidió probar en otro lado,
dejándome con una prima suya. No lo vi nunca más,
no sé nada de él, ni siquiera si está vivo o
muerto. La prima estaba casada con un mal hombre, que
cuando se hacía ‘preto candil’ le daba
‘jaftonás’. Un día quiso pegarme a
mí, y le partí la cabeza con un banco que
había en la cocina. Salí de la casa, sabiendo que
no podría volver más. Anduve por las calles, hasta
que me arrecudjeron en una marmolería cercana al
cementerio de la Chacarita. Todo el día cargaba bloques de
mármol, pulía cruces y lápidas, tenía
las manos destrozadas. A la noche dormía en un cuchitril
ahí mismo, me entesaba en invierno y me atabafaba en
verano. Una noche de calor
insoportable salí a caminar por ahí y conocí
al ‘Títere’ y su pandilla. Con ellos
recorríamos el arroyo Maldonado molestando a mujeres y
parejas, apretando a los desprevenidos que se atrevían por
ese lugar. Me parecía divertido, pero una vez se les
fueron las manos y los cuchillos. Ese día el Dió me
iluminó, me di cuenta que la fama de ‘el
turco’ como me conocían, y que tú viste el
otro día cómo espantó a los ladrones, no me
iba a llevar a nada bueno y me vine al lado de los
‘muestros’. No me equivoqué: de los que
andaban conmigo algunos están en la cárcel de Las
Heras, y hasta hay uno en Ushuaia. Lo que aprendí de todo
esto es que hay que andar derecho y respetar a la mujer, por eso es
que me atrevo a pedirte a Bula por esposa" (47).
En dos cuentos de Carolina de Grinbaum aparece el turco
comerciante. En "La inocencia de los culpables", escribe: "Nadie
faltó al convite, desde el boticario, el Juez de Paz, el
turco del almacén,
el cura párroco, el comisario y algunos vecinos de vieja
data. La cosa daba para gran jolgorio". En "Un amarillo
hiriente", leemos: "Estaban sólo ellos y el pudor en la
rústica cortina comprada al turco, única
escenografía florida, entre esa aridez" (48).
Leopoldo Lugones, en "la ‘Oda a los ganados y las
mieses’ muestra una expansión jubilosa en la
exaltación de la tierra, los hombres y los frutos, sin
rehuir prosaísmos certeros de cordial resonancia. Desde el
diálogo
pintoresco que sitúa con felicidad en su medio al criollo
o al extranjero hasta el cuadro familiar a veces íntimo y
conmovido de recuerdos, Lugones hace explícita una
convivencia con el mundo humano, animal o de humildad
biológica que sorprende por la extrema y sutil observación. Hay ternura y gracia en el
diminutivo y las imágenes
justas multiplican ante el lector la hirviente variedad de ese
vivo universo"
(49).
Canta al árabe: "Más allá viene el
sirio buhonero,/ Balanceando a la espalda su bicoca,/ Al canto
gutural de la sabida/ ‘Cosa linda barata’ que
pregona" (50).
En su poema "En el día de la recolección
de los frutos", Bufano expresó: "Salud, hombres morenos que
escuchásteis/ a los cedros del Líbano sonar,/ y que
hoy en nuestros vientos creéis oír las voces/ de la
patria que acaso ya no veréis jamás./ Hombres de
los desiertos remotos/ a quienes en las pampas hoy vemos galopar/
luciendo nuestro escudo en el pañuelo gaucho/ o en la
rastra de plata o el mango del puñal./ ¡Hombres de
ojos negros y lejanos;/ hermanos árabes que
lloráis/ cuando en las noches nuestras agobiadas de
estrellas,/ oís una guitarra gemir y sollozar"
(51).
…..
Con sus costumbres y sus oficios, los turcos
están presentes en la literatura argentina y en los
testimonios que transcribimos parcialmente. Aunque unificados
bajo una común denominación, supieron mantener las
tradiciones de las tierras de las que provenían y
contribuyeron al engrandecimiento de la nuestra.
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recolección de los frutos", en "Para todos los hombres
del mundo que quieran habitar el suelo
argentino". Buenos Aires, Clarín.
Trabajo enviado por
María González Rouco
Licenciada en Letras UNBA, Periodista Profesional
Matriculada