Indice
1.
Introducción
2. Conquista y creación del
virreinato
3. Organización del
virreinato
4. Aculturación y resistencia
indígena
5. Economía
6. Arte y
arquitectura
Virreinato del
Perú, entidad político-administrativa
establecida por España en
1542, durante su periodo colonial de dominio
americano, que, en su máxima extensión,
incluyó los actuales territorios de Colombia,
Ecuador,
Bolivia y
Perú, así como los de Chile y
Argentina, pero
que, a lo largo del siglo XVIII, y hasta la independencia
de esas zonas respecto del poder español,
apenas comprendía poco más de lo que hoy en
día es Perú.
2. Conquista y creación
del virreinato
Con la entrada de los
españoles en la ciudad de Cuzco en 1534, concluyó
la conquista militar del Perú, llevada a cabo por
Francisco Pizarro, y dio comienzo el desarrollo del
asentamiento colonial en el área dominada hasta ese
momento por el Imperio inca o Tahuantinsuyo que, a partir de
1542, entró a formar parte del virreinato de la Nueva
Castilla, conocido más tarde como virreinato del
Perú, y que estableció su capital en
Lima, fundada en 1535. Su demarcación incluyó con
el tiempo el
espacio comprendido entre Panamá y
Chile, de norte a sur, a excepción de la actual Venezuela, y,
hacia el este, hasta Argentina, con la excepción de
Brasil, que
pertenecía al dominio portugués. El periodo
transcurrido desde 1534 hasta 1544 estuvo presidido por los
enfrentamientos entre los partidarios de Francisco Pizarro y
Diego de Almagro, los dos socios que se habían unido en
1524, junto a Hernando de Luque, para llevar a cabo una
expedición en busca de las tierras del Virú o
Birú (Perú), de las que llegaban noticias que
hablaban de la existencia de grandes riquezas. El nombramiento de
Pizarro como primer gobernador y el desigual reparto de los
beneficios en la concesión de tierras y títulos
entre ambos socios fue una fuente permanente de luchas, conocidas
como ‘guerras
civiles’, que continuaron tras la ejecución de
Almagro, derrotado en la batalla de las Salinas en 1538, y la de
Pizarro, asesinado por los almagristas en 1541.
El reparto de las tierras y de los
indios llevado a cabo entre los conquistadores por el sistema de las
encomiendas, y la supresión legal de éstas con la
promulgación de las Leyes Nuevas en
1542, mantuvo abierto el enfrentamiento con el poder real,
representado por el segundo gobernador Cristóbal Vaca de
Castro y por el primer virrey Blasco Núñez Vela, el
cual murió en 1546, en lucha con los partidarios de la
encomienda, quienes se hallaban dirigidos por Gonzalo Pizarro,
que se consideraba heredero de su hermano Francisco. El
presidente de la audiencia de Lima y tercer gobernador Pedro de
La Gasca consiguió la pacificación del territorio
peruano, atrayendo al bando oficial a la mayor parte de los
insurrectos y apresando, en 1548, al hermano de Pizarro, en la
batalla de Xaquixahuana.
3. Organización del virreinato
En 1550, fue nombrado virrey Antonio de
Mendoza, que ya había ejercido el cargo en el virreinato
de Nueva España. El virrey Francisco de Toledo, que
gobernó entre 1569 y 1581, llevó a cabo la
más importante labor de organización de la
administración colonial en el virreinato peruano
durante el siglo XVI, estableciendo las normas para la
agrupación de los indios en reducciones y la distribución del trabajo indígena
por medio de la mita. Mediante el empleo de
ésta, el virrey Toledo proveyó de mano de obra a
las minas de Potosí (productora de plata) y Huancavelica
(de la que se extraía mercurio, necesario para la
purificación argentífera), logrando así
convertir al Perú en uno de los centros más
importantes de producción de plata en el mundo entero. En
el siglo XVIII, destacaron las figuras de los virreyes que
introdujeron las medidas creadas por el reformismo llevado a cabo
por la Casa de Borbón, especialmente Manuel de Amat y
Junyent, que gobernó entre 1761 y 1776, Manuel de Guirior
(1776-1780), Agustín de Jáuregui (1780-1784) y
Teodoro de Croix (1784-1790), destinadas a revitalizar la
administración colonial con actuaciones
como la incorporación del sistema de intendencias. Con
él se intentó profesionalizar el gobierno,
sustituyendo las inoperantes figuras de los corregidores y los
alcaldes mayores, dedicando especial interés a
todo lo relacionado con la Hacienda.
La reorganización territorial llevada a
cabo a lo largo del siglo XVIII disminuyó la importancia
del virreinato peruano, que perdió una gran parte de su
espacio y de su capacidad comercial. En 1717, se creó el
virreinato de Nueva Granada, restaurado en 1739 tras un periodo
de supresión. En 1776, la creación del virreinato
del Río de la Plata supuso la pérdida de la
explotación de las importantes minas de Potosí, que
pasaron a integrarse dentro de la nueva demarcación, y del
protagonismo comercial de Lima y su puerto del Callao, frente al
adquirido por Buenos
Aires.
José de la Serna e Hinojosa
fue el último virrey y gobernó desde 1821 hasta
1824, asistiendo a la desintegración del Ejército
realista, en la batalla de Ayacucho.
4. Aculturación y
resistencia
indígena
El proceso de transformación de la
sociedad
andina a partir del asentamiento de los españoles y el
establecimiento del virreinato del Perú, se interpreta
como una adaptación a las formas impuestas por el modelo
colonial, como medio de supervivencia, sin abandonar los
elementos fundamentales de la cultura
indígena. Es la fórmula que la moderna
historiografía peruana denomina ‘aculturación
y resistencia’.
Entre las primeras noticias que
recibió Pizarro sobre la existencia del Estado inca
estaban las relacionadas con la muerte del
emperador Huayna Cápac, y la lucha que por la
sucesión mantenían sus hijos Atahualpa y
Huáscar, apoyados cada uno de ellos por los diferentes
grupos de
poder que reflejaban el complejo sistema de relaciones de
parentesco por el que se regía aquella sociedad. Los
partidarios de Atahualpa habían conseguido apoderarse de
la capital del Imperio, Cuzco, y apresar a Huáscar, muerto
por orden de su hermano, antes de ser ejecutado él mismo
por los españoles en julio de 1533. A partir de ese
momento se sucedieron los nombramientos de nuevos incas por parte
de los españoles, quienes intentaron con ello utilizar el
prestigio de su autoridad ante
los indígenas. Pero el primero, Túpac Hualpa, fue
envenenado antes de entrar en Cuzco, y el segundo, Manco Inca
(Manco Cápac II), acabó levantándose contra
los españoles estableciendo en Vilcabamba un reducto de
enfrentamiento permanente, hasta que fue asesinado en 1544 por
los seguidores de Almagro.
La resistencia indígena se mantuvo viva
tanto en la elite cuzqueña de Vilcabamba (hasta 1572) como
en las numerosas acciones que
se produjeron a lo largo de todo el periodo colonial, en las que
está presente la idea mesiánica del inca, que
cristalizó de forma especial en los levantamientos del
siglo XVIII, protagonizados por Juan Santos (Atahualpa), en 1742,
y, en 1780, por José Gabriel Condorcanqui (Túpac
Amaru).
Al mismo tiempo, la incorporación
de la nobleza inca a la colonia era utilizada como una
fórmula de legitimación, que se expresó
incluso con la publicación de grabados en los que
aparecían los reyes de España como continuadores de
la dinastía inca. Las reclamaciones para que se
reconociesen los derechos nobiliarios de los
curacas (destacadas figuras de la estructura
social inca) fueron muy numerosas y entre ellas no faltaron las
falsificaciones de quienes se fabricaban a la medida una
ascendencia inca, que les aseguraba una posición de
prestigio ante las autoridades coloniales. Cuando los
nombramientos de autoridades indígenas coincidían
con los esquemas andinos, la relación entre la comunidad y el
curaca era fluida, ya que respondía a una idea muy precisa
de la procedencia de las fuentes de
poder. En el caso contrario, se producían numerosos
problemas
derivados de la presencia de una autoridad no aceptada por la
tradición indígena.
En el terreno religioso, el sincretismo
facilitó el mantenimiento
de una actitud de
aceptación del cristianismo
junto a la pervivencia del culto a las divinidades andinas. La
persecución de la idolatría, en la que destacaron
jesuitas como el padre Pablo José de Arriaga, no
impidió que otros miembros de esta misma orden
favorecieran la identificación de la Virgen María
con la Pachamama inca y la superposición de
símbolos cristianos a las divinidades andinas.
La economía colonial se
desarrolló a partir de los modelos
occidentales, en los que el tributo y el salario
determinaban la relación con el poder en este campo. Para
ello utilizó en su provecho la estructura organizada por
el Estado
inca, aunque no incorporó los elementos clave de este
modelo, basado en la redistribución y la reciprocidad que,
sin embargo, se mantuvieron vigentes entre la población indígena. Los tributos
fueron cobrados inicialmente a través de los encomenderos
(época durante la cual predominó el cobro en
especies), pero a partir de 1565 esta función
recaudadora la realizaron los corregidores de indios, que en el
siglo XVIII fueron sustituidos por los intendentes.
La economía colonial se
organizó fundamentalmente en torno a la
minería y
sus centros de producción atrajeron la mayor parte de la
actividad comercial. La producción de plata tuvo una
especial importancia tras el descubrimiento del cerro Rico de las
minas de Potosí en 1545, aunque en esas fechas ya
funcionaban otros de importancia en Porco, Puno, Caylloma y Cerro
de Pasco. Las rentas producidas por la minería alcanzaron
sumas muy elevadas, a pesar de la existencia de una continua
actividad ilegal que facilitaba la extracción fraudulenta
del mineral y su comercialización al margen tanto de los
registros
oficiales como del pago del quinto real. La mayor parte de la
mano de obra empleada en estos trabajos procedía de los
turnos forzosos establecidos por el sistema de la mita, en los
que participaban indígenas procedentes de diferentes
regiones. En tiempos del virrey Francisco de Toledo, la mita de
Potosí tenía asignadas las provincias de Porco,
Chayanta, Paria, Carangas, Sicasica, Pacajes, Omasuyos,
Paucarcolla, Chucuito, Cavana, Cavanilla, Quispicanchis,
Azángaro, Asillo, Canas y Canchis. Algunos
indígenas consiguieron librarse de participar en la mita
mediante un pago realizado a sus responsables directos; por esta
razón recibieron el nombre de ‘indios de
faltriquera’. Los mitayos realizaron también
trabajos en la agricultura,
la ganadería,
los obrajes y la construcción.
La agricultura de tipo europeo se
desarrolló en principio en torno a los centros urbanos y,
posteriormente, se fue ampliando a los valles, en los que se
extendió el cultivo del algodón, la caña de
azúcar,
la vid, el olivo y algunos cereales como el trigo y la
alfalfa.
La producción de coca tuvo una
importancia capital, extendiéndose su cultivo a grandes
áreas por su elevado consumo,
especialmente en las zonas mineras, y los numerosos beneficios
económicos que generaba. Algo similar sucedió con
la producción textil, que se incluyó entre los
tributos al tiempo que se comercializaba dentro y fuera del
virreinato.
El curaca de Tacna Diego Caqui ha
sido puesto como ejemplo de la incorporación al sistema de
producción y comercio de
tipo occidental introducido por los españoles. Fallecido
en 1588, en esas fechas poseía 110 cepas de vid, una
fábrica de vino y otra de odres, con mano de obra
especializada y pagada con salario, ganado para el transporte
terrestre y dos fragatas y un balandro para el comercio que
llevaba hasta Chile y a Panamá.
El comercio se centró
fundamentalmente en el abastecimiento de productos
destinados al consumo de la sociedad colonial. Los conceptos
mercantiles, inexistentes en la sociedad andina, fueron aplicados
a productos de una larga tradición en el mundo
indígena, como el cultivo de la coca, que se
desarrolló en grandes extensiones destinadas al mercado y muy
especialmente al consumo en las áreas mineras. El comercio
interregional se realizó a través de las
vías de comunicación interior que, en el caso de la
puna, aprovechaba los caminos abiertos por los incas. Esta
comunicación también ponía en contacto los
centros urbanos del altiplano con áreas del norte de los
actuales estados de Argentina y Chile, mientras que en los valles
daba lugar a nuevos caminos que confluían en poblaciones
que se convirtieron en centros de distribución hacia la
sierra y el altiplano, como sucede con Juli. En otros casos, la
búsqueda de una salida hacia el Atlántico hizo que
ciudades como Salta, Córdoba o Tucumán (en la
actual Argentina), se convirtieran en piezas clave del comercio
interior y exterior.
Las vías oficiales del comercio
marítimo estuvieron muy controladas por el monopolio de
la monarquía española, que
reglamentó de forma estricta la
comunicación comercial entre los virreinatos en
defensa de sus intereses. Sin embargo, la relación se
mantuvo por medio del contrabando de productos locales y
extranjeros, que abastecían con normalidad las necesidades
de la sociedad colonial. Panamá, Guayaquil y Callao fueron
los tres puertos más importantes del Pacífico
relacionados con el virreinato del Perú. El producto
más importante que se transportó a lo largo de esta
ruta fue la plata procedente de Potosí, que llegaba a Lima
tras un largo recorrido a través de Juli, Arequipa y los
puertos de Islay o de Arica. En la capital virreinal era
almacenada a la espera de la formación de la Flota del mar
del Sur, creada para su protección y transporte, y
trasladada hasta Panamá, desde donde iniciaba su camino a
España integrándose en la Flota de las
Indias.
Este repetido envío de grandes
cantidades de plata por mar se convirtió desde el primer
momento en objetivo de
las acciones de piratas y corsarios, que atacaban a la flota
durante su trayecto, y a la ciudad de Lima y al puerto del
Callao, durante el periodo en que la plata estaba depositada en
las Cajas Reales antes de emprender el viaje. La monarquía
intentó proteger este trayecto, de vital importancia, con
la fortificación de los puntos estratégicos de la
navegación por el Pacífico sur y su entrada por el
cabo de Hornos.
La arquitectura adquirió un importante
desarrollo en todo el virreinato, marcada fundamentalmente por la
actividad religiosa que dio origen a catedrales, parroquias y
conventos urbanos y rurales, dispersos por toda su geografía. Durante el
siglo XVI, en estas obras se suman elementos procedentes de la
arquitectura mudéjar, gótica y renacentista, a los
que posteriormente se añaden otros, tomados del
vocabulario manierista y barroco. El
rococó tuvo también su reflejo en una parte de la
arquitectura limeña y el neoclasicismo
alcanzó a introducirse en los últimos años
del siglo XVIII, aunque su influencia estuvo mucho más
limitada. El carácter
telúrico del área andina, con la repetida actividad
de los terremotos,
fue un elemento condicionante de su arquitectura, que se mantuvo
dentro de unos límites de
altura y prefirió la repetición de techumbres
planas y bóvedas, frente al uso de cúpulas. Los
materiales
constructivos más habituales fueron la madera, el
ladrillo y la piedra, aunque en algunas ocasiones se utilizaron
elementos propios de la arquitectura local, obligados por una
necesaria adaptación al medio.
Las áreas más importantes
de desarrollo arquitectónico se formaron en torno a Tunja,
en Colombia; Quito, en Ecuador; y Lima y Cuzco, en Perú,
aunque otras regiones, como el Collao, en el altiplano boliviano,
tuvieron periodos de gran actividad constructora.
El virreinato andino presenta una
diversidad pictórica basada en la existencia de unos
centros culturales que crearon áreas de influencias
propias y diferenciadas. Santafé de Bogotá, Quito,
Lima, Cuzco y Potosí generaron una actividad
específica, con nombres propios que sirvieron de punto de
referencia a sus respectivas escuelas estilísticas.
Durante la segunda mitad del siglo XVI, se desarrolló el
proceso inicial del traslado de obras europeas
—españolas, flamencas e italianas,
fundamentalmente— y la instalación de los primeros
pintores. Es importante la llegada del jesuita italiano Bernardo
Bitti, al comienzo del último cuarto de ese siglo, enviado
por sus superiores por sus conocimientos artísticos.
Recorrió numerosas fundaciones jesuitas realizando obras
de pintura y
escultura, enseñando a otros hermanos su oficio y
difundiendo una iconografía y un modo de interpretarla que
marcó con fuerza las
realizaciones posteriores. Bitti trasladó a
Sudamérica el manierismo tardío y prolongó
la influencia de este estilo hasta mediados del siglo XVII. En la
iglesia
limeña de San Pedro permanecen dos de sus obras: La
coronación de la Virgen y La Virgen de la Candelaria.
Enviado a Cuzco y más tarde a Puno, Bitti regresó
posteriormente a Lima.
Tras Bitti, se instaló en Lima
Mateo Pérez de Alesio, quien había trabajado en
Europa. El
último de los tres italianos de importancia que
llegó al virreinato de Perú, Angelino Medoro,
trabajó también en la Nueva Granada y en Quito. Lo
primero que se conoce de él es una Virgen de la Antigua, a
la que siguen otras obras, como la Anunciación, que firma
y fecha en 1588, para la iglesia de Santa Clara de Tunja, o la
Oración en el huerto y El descendimiento, que
realizó para la capilla de los Mancipe de la Catedral. De
su paso por Quito queda una Virgen con santos perteneciente al
monasterio de la Concepción y un trabajo menor como es el
escudo nobiliario, que llevó a cabo en la iglesia de Santo
Domingo en 1592. De los artistas que se afiliaron a su estilo,
Gregorio Gamarra y Lázaro Pardo Lago son dos de los
más significativos y activos. La
estela de Medoro en el ámbito cuzqueño fue seguida
por Luis Riaño.
Hacia la mitad del siglo XVII,
comenzó a introducirse en Cuzco una corriente más
influida por el tenebrismo, a lo que contribuyó la
presencia del jesuita flamenco Diego de la Puente y un cierto
realismo
tomado de los modelos flamencos y españoles, que llegaron
con las obras enviadas desde los talleres de Francisco de
Zurbarán y de Juan de Valdés Leal. Juan Espinosa de
los Monteros fue uno de los representantes de esta tendencia. La
vertiente hispana la representan Martín de Loaiza, autor
de una Adoración de los pastores y una Visión de
san Eustaquio, y Marcos Ribera, autor de pinturas ligadas a
modelos españoles tales como El martirio de san
Bartolomé, tomado de José de Ribera.
Una de las características más importantes de
la pintura cuzqueña es la relacionada con la activa
población de pintores indígenas, que desarrollaron
su trabajo al mismo tiempo que el resto de los artistas. Desde
temprano se reconoció la actividad de muchos de ellos, que
firmaron sus obras y trabajaron individualmente o en
colaboración con españoles o mestizos. Pero fue en
el siglo XVII cuando, con la figura de Diego Quispe Tito al
frente, su producción empezó a ser considerada
desde una perspectiva diferenciadora, que ellos mismos se
encargaron de resaltar al separarse del gremio que
compartían con los demás pintores.
Quispe Tito nació en 1611 y
realizó su formación a la vista de los ejemplos
derivados del manierismo. Su Visión de la cruz, de 1631,
está elaborada a partir de una interpretación
propia de los grabados flamencos, que le sirvieron de constante
repertorio de imágenes,
como en las pinturas de la iglesia de San Sebastián y en
la serie evangélica de la catedral de Cuzco. Otros
pintores indígenas, de obra conocida, son Basilio de Santa
Cruz y Juan Zapata. Santa Cruz prefirió inspirarse en las
obras de los pintores españoles. Durante el siglo XVIII,
los talleres indígenas cuzqueños se alejaron
más de los principios de la
pintura europea. Se habla incluso de la industrialización
de esta pintura por la rapidez que se exigía en su
realización.
En el otro extremo del virreinato,
en Santafé de Bogotá, trabajó por los mismos
años Gregorio Vázquez de Arce, el pintor más
sobresaliente de este núcleo y uno de los que más
se ha relacionado con la influencia de la obra de
Bartolomé Esteban Murillo en tierras americanas. Es de los
pocos pintores de quienes se ha conservado un interesante
número de dibujos.
Pintó temas religiosos y profanos, como la serie dedicada
a Las estaciones.
También la ciudad de Quito
tuvo, en la segunda mitad del siglo XVII y los comienzos del
XVIII, el periodo de mayor calidad en la
pintura. Sus representantes máximos son Miguel de Santiago
y Nicolás Javier de Goribar.
Autor:
Hugo Jesús Montenegro Ruiz