En realidad bastaría con imaginarse a
un veinteañero José Augusto Trinidad
Martínez Ruiz caminando por el Paseo del Prado, con su
desapasionada e indolente apostura, cabello engominado,
apabullante mostacho y monóculo en ristre, para poder hacerse
una ligera idea del recibimiento que le pudo hacer la
crítica literaria a la sazón. Llegó a
jugarse a Dios en sus primeras publicaciones
periodísticas, especialmente con su primer
artículo, "El ocaso de una gloria"… y si no, que se lo
pregunten a Vico. Con todo, Azorín fue uno de los
escritores más leídos en su época y por sus
compatriotas. Llegó a ser el barómetro o, como
hubiera dicho Unamuno, el "notario" de la vida política, literaria y
cultural de España
durante las primeras décadas del siglo XX.
La voluntad, publicada en la primavera de 1.902, es una
de las novelas que
más abiertamente rompe con los esquemas y formulas
preestablecidas del realismo
decimonónico. Azorín, llegado el momento
decidió ir un poco más allá del
artículo periodístico, del folleto,de la
recopilación de cuentos y de
las novelas cortas, y ese ir más allá cuajó
definitivamente en La voluntad, que fue publicada por una
editorial de Barcelona, Henrich y Cía, dentro
de la novísima colección de M Biblioteca de
Novelistas del Siglo XX L , dirigida por Santiago Valentí
Camp.
Resulta evidente el esfuerzo que supuso para
Azorín el componer esta obra, por lo que,
lógicamente, esperaba una acogida extraordinaria, algo
harto difícil en el mundo editorial… Así que la
acogida que le dio el publico y en especial la crítica
-coetánea a la publicación- a su obra le
defraudó bastante. Al parecer la novela se
leyó
poco (existieron muy pocas críticas) o quienes lo hicieron
no supieron valolarla del todo, posiblemente por la escasa
atención concedida, es el caso de
Joaquín Costa, que tuvo el detalle de enviarle una nota al
desencantado autor para decirle que leería su novela "cuando
tuviera algún rato libre". Al menos se conoce que el
prólogo sí había sido de su gusto. Sin
embargo, alrededor de mediados del siglo XX, casi medio siglo
después, la novela gozaba de bastante notoriedad.
Notoriedad que, si cabe, en realidad no resultó ser tan
tardía, pues aquellas críticas que tanto recalcaba
Azorín movido, seguramente, por un tremendo afán de
necesidad de reconocimiento, realmente no le fueron tan adversas,
más bien al contrario, las reseñas que se han
podido encontrar son, en general, elogiosas. Lo que ocurre es que
sólo había tres que pudieran ser dedicadas a la
obra, y claro, es un numero ridículo si lo
comparásemos con la prolífica cantidad de
críticas que se hacían en torno a los
escritores más conocidos. Y aunque es cosa es sabida que
Zamora no se conquistó en una hora… muchos que pudieron
hablar, callaron. Destacan, por tanto, tres críticos:
Bernardo G. de Cándamo, más conocido como Zeda,
Andrenio, y Fray Candil. De todos ellos el más, digamos,
mordaz, fue Fray Candil, concretamente por la actitud que
adopta: una cerrada postura doctrinal desde la que se chanza,
ridiculiza todo aquello que, o bien le desagradó, o bien
no entendió. Sirvan de ejemplo los siguientes fragmentos:
"Sí, debe de ser muy trste y aburrido vivir en una aldea,
sobre todo, cuando se tienen aspraciones reformistas y se lee a
Montaigne y a Shopenhauer, probablemente traducidos", " Yuste
muere, así, de pronto, tal vez de logorrea". Sin embargo
huelga
señalar que este estilo de frases estaban muy arraigadas a
los procedimientos de
aquella crítica satírica de finales del XIX ( y
desde luego no olvidemos que también Martínez Ruiz
las había cultivado con bastante éxito
en sus primeras publicaciones y que consideraba a Clarín y
hasta al mismísimo Fraile como verdaderos
preceptores).
No obstante hubo otras críticas, bastante
positivas, como es el caso de José Martínez del
Portal, Carlos Peñaranda e E. Gómez de Baquero,
quienes reconocieron y resaltaron la originalidad de la novela,
las prolongadas y polifacéticas disertaciones de Yuste, la
melancólica apostura de Antonio Azorín, la
abundancia de descripciones, lo certero de un estilo tan pulido
en el lenguaje,
etc. Y como viene siendo ya algo habitual, sin olvidar una de las
disciplinas – poco explotada, hay que decirlo- de la literatura: la literatura
comparada. En La voluntad hay nfluencias de el Diario
íntimo de Amiel, Pierre Nozier de Anatole France y Oberman
de Senancour, e incluso con Camino de perfección de
Baroja.
Ahora bien, solo en un punto coinciden todos los
críticos de la obra azoriana en cuestión: les
desconcierta que sea considerada como novela. Así, Zeda
afirma que no es una novela, sino "un fragmento de vida interior
de un artista". Y es que novela de principios de
siglo para la mayoría de los críticos y lectores
era únicamente la que se ajustaba a los parámetros
del realismo. Andrenio es quien más comprensivo se
muestra,
destacando la escasez de fábula, los ligeros conatos de la
misma, la sucesión de varias escenas ligadas por el
personaje principal y, desde luego, el indiscutible
autobiografismo.
En sus obras de creación rompió con los
moldes tradicionales y creó un estilo literario bastante
sui generis para su época. Esto, junto con el hecho de que
las novelas de Azorín se desarrollan alrededor de un tema
básico: la naturaleza del
arte y
más concretamente de la novela, proviene de un despertar
general desde un aspecto intelectual como espiritual de finales
del XIX español
provocado por la llamada "Generación del 98", con la que
tan firmemente se identificaba Azorín. La idea sobre la
necesidad de una reforma literaria y más especialmente de
una renovación novelística, había llegado a
un punto crítico para los noventaiochistas, por lo que
lógicamente reaccionan de manera violenta ante lo que
estiman un estado de
agotamiento del género,
producido por los excesos e interpretaciones falsas de los
escritores del XIX, a su vez, causado por una
desintegración postnaturalista de la ficción.
Así pues, Azorín también siente hostilidad
hacia la novela tradicional, la "novela del Antiguo
Régimen",que según él no ha logrado realizar
en modo alguno las potencialidades del género, para luego
manifestar al igual que sus compañeros y con cierto
sentido de urgencia, la necesidad de una renovación del
procedimiento
de la novela "que agoniza entre ruinas". El problema de la novela
moderna era su agotamiento de material
temático.
En La voluntad encontramos un considerable elemento de
observación objetiva y crítica del
genio español y de la sociedad
española, no sin cierto tono de amargo resentimiento. Y
esto no es del todo extraño, ya que cuando Azorín
residía en su aburguesado pisito de París, el mismo
que estaba decorado al más puro estilo de los escenarios
de una de las obrillas teatrales de Benavente – y esto lo
recalcó el mismísimo Baroja en una de sus visitas
-, durante aquellos tres largos y, socialmente, desaprovechados
años, mantuvo una constante correspondencia epistolar con
el generalísimo de España. De hecho, en cierta
ocasión (posiblemente la carta en
cuestión data en enero de 1.939) , tuvo la feliz idea (
idea que entre otras cosas y para ser justos, le honraba) de
decirle, muy cortésmente, eso si, a Franco lo siguiente:
"¿Qué España es esa (se preguntaría
el mundo) de la que están huidos voluntariamente, si no
proscritos, sus más ilustres hijos? Suplico de nuevo a
S.E. que perdone mi obligada sinceridad". No tendría una
plena conciencia
Azorín de todos aquellos escritores que loaban tan
desaforadamente al caudillo, o puede que si y que no los tildara
de ilustres por aquello de qué dirán los de
acá. En fin, de todas formas aquello no supuso nada, por
que ni que decir tiene que la carta
jamás llegó a manos de Franco.
Otra de las cosas que merece destacar y que sin duda
compartía con el resto del coetáneo gremio de
escritores era el hecho de haber establecido una
distinción fundamental entre, para él, dos
incompatibles conceptos: el de "historia" en tanto que
reconstrucción del pasado a base de datos
acumulados, es decir, la narración de sucesos, y la
"realidad histórica" como la evocación
poética de valores
humanos dependientes de la captación sensorial de los
pequeños detalles cotidianos. Para ello,
lógicamente se precisan las cualidades propias de un
artista a las de un historiador. Es algo similar a aquella
visión que en su momento llegó a plantear Vladimir
Nabokob: un mismo paisaje contemplado bajo las diversas
perspectivas de un pintor, un poeta y un biólogo. Se
presenta, pues, una dicotomía entre los "grandes hechos" y
los "pequeños hechos", distinción que sirve para
explicar la reducción de la realidad literaria a lo
ordinario de las costumbres diarias, lo que Ortega y Gasset
llamó los "primores de lo vulgar". Es como si
Azorín recogiera las esencias del espíritu del
hombre, a la
vez que ablanda su estilo polémico y
altisonante.
Y es precisamente esta teoría
miniaturista , esa atención al detalle revelador, es lo
que destaca notablemente en las descripciones. El dejar de
reconocer que "la existencia diaria está formada de
microscópicos detalles" y que "la historia, a la larga, no
es sino, de igual manera, un diestro ensamblaje de estas
despreciables minucias" según conclusión de Antonio
Azorín, lleva al error del historiador positivista cuya
acumulación de datos no puede
disfrazar su falta de profundidad intuitiva. La superioridad de
la verdad intuitiva del arte sobre la historia como
vehículo de la verdad humana predomina en la novela, que
tradicionalmente se ha confundido con lo
histórico.
Los valores
atrofiados de un mundo heroico que ya no existe están en
pugna con el ambiente de
desilusión que se produjo como consecuencia de la derrota
de España en la guerra de
1.898. Esta postura negativa es la del primer periodo en el
desilusionado análisis del joven Azorín, en su
lamento de que "no hay héroes,; no hay actos legendarios;
no hay extraordinarios desarrollos de una personalidad.
Todo es igual, uniforme, monótono, gris" .
Existe una dicotomía entre pasado y presente,
aparte de que cada vez se va centrando más en una
obsesión por el tiempo y, en
definitiva, por la fugacidad de la vida, tempus fugit desde el
que mira a España, por lo que opta por el paso de lo
histórico a lo intemporal. Y todo esto lo refleja desde
una desazón existencial, que puede que no llegue al
paroxismo del que solo podrían adolecer los personajes
sartrianos , pero no por ello deja de ser una tristeza
íntima, una melancolía que fluye mansamente.
Contemplativo espíritu nostálgico de temperamento
melancólico… cuya sensibilidad se proyecta sobre todas
las cosas.
Además se preocupa por reflejar todo esto,
siempre a través de Yuste, con la teoría de la
"Vuelta eterna" de F. Nietzche: "Todo pasa. La sucesión
vertiginosa de los fenómenos, no acaba.(…) acaso las
formas presentes vuelvan a ser, o estas presentes sean reproducción de otras en el infinito
pretérito creadas (…)." La exclusión de la
idea de un continuo movimiento
unilateral del tiempo es expresada en la oposición por
parte de Antonio Azorín al concepto de la
sucesión temporal como aspecto esencial de la eternidad ,
esto es, se revela en contra del concepto rectilíneo del
tiempo, del cual huye la memoria.
Nuestro autor siente una patente preocupación por el
tiempo, concretamente haciendo referencia a la velocidad en
la que se mueve el mundo moderno, hecho asociado indisolublemente
a la vida de las grandes ciudades. Así, la
observación de Yuste: "(…) es que en las grandes
ciudades se quiere aprovechar el minuto, se vive febrilmente….,
y esta pequeña obra de arte, como toda obra de arte, exige
tiempo", añadiendo que la carencia de un "reposo
contemplativo" ha provocado la deshumanización del arte de
forma similar a "una máquina (que) puede construir botones
o alfileres" . Por ello el autor tiende a situar la acción
de la novela en pueblos y pequeñas ciudades de Castilla y
Levante, confirmando el efecto destructivo de las grandes urbes
en los incipientes artistas (y esto lo afirma con verdadero
conocimiento
de causa… sobre todo teniendo en la capital
"amigos" como Clarín ). Ésta pudo ser la
visión primera de un José Martínez Ruiz , en
definitiva un joven de provincias con inquietudes literarias, al
llegar a Madrid por primera vez; imaginárselo bajando de
un tren de tercera y escrutando la escena que le ofrecía
una estación de tren, una de esas a las que, con los
años, tanto visitó y describió.
Así, por ejemplo, a la muerte de
Justina Azorín se traslada a Madrid, donde su "pesimismo
instintivo se ha consolidado; su voluntad ha acabado por
disgregarse" . Sin embargo, el trasladarse de la ciudad al pueblo
termina por agravar el problema, ya que el obsesionante sentir el
paso del tiempo se hace más patente en los centros
provincianos, de tal suerte que esa preocupación de
Azorín acaba por convertirse en un verdadero dilema. El
único remedio que acaba encontrando a su problema es la
creación de un nuevo tiempo de carácter
subjetivo, acorde a un contexto geográfico y
psicológico determinado. De ahí parte de alguna
manera la diferenciación entre historia y realidad
histórica, al parecer también común a los
escritores de la generación del 98.
Hay una clara dualidad temática para
Azorín que corresponde, por un lado a la vida
contemplativa interior del hombre y por otro a la de la
acción, todo lo cual es el producto de la
rivalidad entre el intelecto (en tanto que inteligencia)
y la voluntad. En definitiva es como si La voluntad fuera una
novela intencionadamente incompleta del hombre incompleto. Por lo
tanto, el punto de partida temático establecido en esta
novela es la preocupación por la desintegración de
la voluntad individual y colectiva de la España de
entonces. Fue lo que Ángel Ganivet llamó "abulia" y
Galdós la "gloriosa apatía nacional", y que viene a
ser la incapacidad de transformar la idea en acción, lo
que viene de un desequilibrio de la
personalidad producido por el desarrollo
desmesurado de la inteligencia. Esta desigualdad se
efectúa cuando la inteligencia se ve obligada a funcionar
en un medio que no le ofrece llegar a ningún fin concreto, ni a
una posible salida para la acción constructiva.
Esencialmente, la abulia sería la incapacidad de
transformar una idea en acción, es decir, llevar a cabo
una idea, lo que proviene de un desequilibrio de la personalidad
producido por el desarrollo desmesurado de la inteligencia. Esto
ocurre cuando el ntelecto se ve forzado a funcionar en un medio
que no le ofrece ninguna meta ideal. Una crisis de este
mismo carácter se produjo en España con el desastre
de la guerra hispanoamericana de 1.898, así pues, la
crisis en el individuo se transpone en una derivación de
la desintegración de la moral
nacional. La conciencia de ineficacia provocó un
sentimiento de culpabilidad y de vergüenza que
inhibió la posibilidad de una acción viril y
terminó en una escisión del hombre íntegro
a: un hombre de pensamiento (
"hombre – reflexión") y un hombre de acción (
"hombre- voluntad" ) en pugna entre si. En la obra se plasma
cuando A. Azorín señala que: "El que domina en
mí es el hombre –
reflexión; yo casi soy un autómata, un
muñeco sin iniciativas; el medio me aplasta, las
circunstancias me dirigen al azar a un lado y a otro… la
voluntad en mí está disgregada" .
No cabe duda de que la naturaleza dualista de la novela coincide,
en el caso personal de
Azorín, con la propia conciencia dividida de su
generación:
"yo soy un rebelde de mí mismo, en mí hay
dos hombres" .
Qué duda cabe… y como en cierta ocasión
dijo Antonio Machado: "si los perros ladran, es
que existo". Azorín no debió de haberlo
olvidado.
Conchi Sarmiento
Vázquez