Indice
1.
Introducción
2. El nacimiento de la
química
3. Leyes y teorías
primarias
4.
Bibliografía
En anterior publicación, Historia de la Química I, se abarca
desde las transformaciones originarias del planeta hasta los
conocimientos prequímicos de la Alquimia medieval. Ahora
nos interesa revelar los momentos más significativos en el
desarrollo de
la Química como ciencia
experimental.
Al reafirmar que la ciencia es
una compleja construcción sociohistórica el trabajo
pasa revista con la
necesaria brevedad al contexto en que tienen lugar los
principales acontecimientos que marcan el nacimiento de la
Química.
En una compleja dialéctica, al filo de la necesidad y la
casualidad se va produciendo una transición del quehacer
individual de los gigantes pioneros a la gestación de los
nuevos laboratorios y las primeras comunidades organizadas en
sociedades
científicas.
Al mismo tiempo no
ocultamos nuestro propósito de presentar a los hombres de
ciencia como
seres humanos sumergidos en las contradicciones de su
época, tomando partido y a menudo errando en su
opción.
Desearíamos contribuir a rechazar la visión
idílica del científico aislado en su torre de
marfil para ofrecer una imagen
más
humana y veraz del investigador como un hombre inmerso
en una comunidad a la
cual pertenece y a la cual se debe.
Así aparecen en nuestras páginas un Lavoisier
guillotinado por un tribunal de la Revolución
francesa; un Prietsley educado para Ministro de Iglesia y
convertido en relevante investigador y partidario de aquella
revolución; un Mendeleev desafiando la
postura del gobierno zarista
ruso; un Kekulé que se gradúa de arquitecto para
luego convertirse en el primer arquitecto de las estructuras
moleculares; un joven Arrhenius cuyo tribunal le otorga la
más baja calificación de aprobado en la defensa de
su doctorado para luego recibir el premio Nobel por los
resultados de este trabajo; una Madame Curie que acepta el reto
impuesto por
la vida de quedarse sin Pierre y organiza un laboratorio
moderno que constituye toda una red de relaciones
ciencia – tecnología –
sociedad.
2. El
nacimiento de la química
En el periodo que se extiende desde el
siglo XVII al XIX se produce el tránsito del absolutismo
real, como forma de gobierno en el
mundo occidental, al sistema
capitalista y a la reconfiguración de la estructura
social en su composición de clases. Esta sociedad
capitalista emergente alentó cambios en las
tecnologías que dieron lugar a la Primera Revolución
Industrial representativa de la conquista de la
energía del vapor y del desarrollo de
la industria
metalúrgica y los textiles.
Por otra parte, en el terreno de la supraestructura de la
sociedad, la
Ilustración gana terreno y la difusión de las
ideas liberales que exigen reformas como señal del
progreso social tuvo su impacto en las constituciones de los
estados emergentes.
Las demandas de progreso material y el clima en el campo
de las ideas auspiciaban pues un creciente desarrollo de las
investigaciones en diferentes terrenos de la
actividad humana.
En el campo de la Química el siglo XVII marca el inicio
de la introducción de la balanza para estudiar
las transformaciones químicas y un cambio en el
centro de interés
del tipo de sustancias objeto de estudio desde los minerales y
metales hacia
¨los vapores o espíritus¨. Pionero de estos
virajes es el médico flamenco J.B. Van Helmont (1577
–1644).
Si un alquimista al observar la deposición de una capa de
cobre sobre un
clavo introducido en una solución de azul de vitriolo,
creía ver la transmutación del hierro en
cobre, Van
Helmont estudia la disolución de los metales en los
tres ácidos
minerales
fuertes y la recuperación de los metales de estas
disoluciones.
Se enfrasca también Van Helmont en la penosa tarea de
atrapar las sustancias escurridizas que se escapan en
numerosas transformaciones a las cuales bautizó con el
término de gases,
derivado del griego "chaos". Así aísla el gas liberado en
la fermentación del vino que identifica con el
gas
desprendido en la reacción entre el carbonato de
calcio y el ácido acético, al cual llama gas
silvestre.
Pero fueron los trabajos del primer químico, el
irlandés Robert Boyle (1627 – 1691), los que
marcaron una nueva pauta.
En 1622 descubre, al estudiar el comportamiento
que experimenta el volumen de los
gases con las
variaciones de la presión,
la ley que llega a
nuestros días como ley de Boyle. En
su libro "El
químico escéptico" se suprime el prefijo de la
vieja alquimia pero la verdadera ruptura que propone con el
pasado no se reduce a un cambio
ortográfico. A partir de él, los elementos no
resultan deducidos del razonamiento especulativo, sino del
criterio experimental de carácter
primario en el sentido de no admitir una ulterior
descomposición. El término elemento, en este
contexto, tiene un significado derivado de la práctica y
un sentido de provisionalidad que no sería superado hasta
el siglo XX cuando se descubriera la naturaleza
íntima de los elementos químicos.
Aunque la actividad en este siglo está pautada por
la reestructuración hacia el estudio de los gases y el
enfoque experimental despojado de conjeturas y falsas
expectativas, el mérito por el descubrimiento de un tercer
no-metal, el fósforo, corresponde al último
alquimista, Henning Brand (¿ – 169? ) al encontrarse
buscando la piedra filosofal, entre otros medios, en la
orina.
Se ha repetido que Newton (1642 –
1727) dedicó ingentes esfuerzos a ensayos de
transmutación alquimista, justamente cuando tales ideas
estaban en pleno decaimiento a fines del siglo XVII. Pero en
rigor histórico publicó un ensayo en
1700 "On the nature of acids" y dejó incompleta una
teoría
"de la fuerza
Química" que vino a conocerse un siglo después de
su muerte, ambos
despojado del tinte alquimista y en plena
correspondencia con su regla de oro para el razonamiento
filosófico: "No se deben admitir otras causas que las
necesarias para explicar los fenómenos". El próximo
siglo tendría en cuenta sus directrices.
El siglo XVIII marca el inicio
de la Química como ciencia experimental con los trabajos
de la Escuela francesa
encabezada por el eminente químico Lois Antoine Lavoisier
(1743-1794) que logran asentar el estudio de las reacciones
químicas sobre bases cuantitativas despojando
definitivamente la investigación en este campo de las nociones
místicas de los alquimistas.
En otro polo del trabajo científico europeo, en Suecia, el
desarrollo de la minería y
la mineralogía condicionó el surgimiento de una
escuela de
químicos que a lo largo de este siglo realizara numerosos
aportes en el análisis de minerales, en la
comprensión y gobierno de los procesos de su
reducción, enterrando definitivamente el ideal alquimista
de transformar metales nobles en oro. Entre 1730 y 1782 se
reportan los descubrimientos del cobalto, níquel,
manganeso, manganeso, wolframio, titanio y molibdeno. En poco
más de cincuenta años se superaría el
número de metales descubiertos por más de seis
siglos de infructuosa búsqueda alquimista. Con el paso del
tiempo, estos
metales se emplearían en la fabricación de materiales
estratégicos para el avance tecnológico.
Dada la importancia práctica de los procesos de
combustión es comprensible que las primeras
propuestas teóricas estuvieran enfiladas a explicar lo que
acontecía durante la quema de los combustibles. Resulta
sorprendente sin embargo que fueran tempranamente emparentados
las reacciones de combustión y el enmohecimiento que
sufrían los metales.
Corre la primera década del siglo XVIII cuando surge la
teoría
del flogisto defendida por G.E. Stahl (1660-1734). Según
Stahl el flogisto podía considerarse como un elemento que
se liberaba rápidamente por los combustibles al arder o
lentamente durante el enmohecimiento de los metales.
La tercera transformación química, de máxima
importancia en la época, la liberación de los
metales por reducción de los minerales bajo la
acción del carbón vegetal y el calor, era
interpretada como una transferencia del flogisto desde el
carbón hacia el mineral con lo cual el metal resultante se
hacía rico en flogisto.
La aplicación de estas concepciones a la
interpretación de los resultados experimentales obtenidos
al estudiar reacciones en que participaban los gases condujo a no
pocos errores y desviaciones del camino conducente a la
explicación objetiva de los hechos.
Así Henry Cavendish (1731-1810) al investigar con
particular atención las propiedades sobresalientes del
gas liberado durante la reacción del ácido
clorhídrico con algunos metales especuló sobre la
posibilidad del aislamiento del propio flogisto. Al lanzar esta
hipótesis se basó en dos de sus
propiedades: era el gas más ligero de los conocidos y
presentaba una alta inflamabilidad.
El químico escocés J. Black (1728-1799) estudiaba
la descomposición térmica de la piedra caliza,
advirtiendo que se formaba cal y se liberaba un gas. Llamó
su atención que la cal producida en esta
reacción, expuesta al aire regeneraba
la caliza. Era la primera vez que se tenía una clara
evidencia acerca de la reversibilidad de un proceso
químico y por otra parte se ponía de manifiesto que
el aire
debía contener al gas que luego se fijaba a la cal para
"devolver" la caliza. Pero la concepción del aire como
elemento inerte impedía penetrar en la esencia del
proceso.
Nuevos resultados de Black al abordar la combustión de una
vela en un recipiente cerrado serían otra vez
malinterpretados. Fue comprobado que se liberaba el mismo gas que
en la descomposición de la caliza y que si este gas era
colectado en un recipiente, en la atmósfera resultante
tampoco se lograba reiniciar el proceso de combustión de
la vela. En términos de la teoría del flogisto se
empañaba la lectura de
los resultados, y se hacía ver que era obtenido un aire
"saturado de flogisto" que impedía la combustión en
su seno.
Su discípulo Daniel Rutherford (1749-1819) llevó
más lejos estos experimentos
demostrando que en un aire "saturado de flogisto" tampoco lograba
sobrevivir un ratón. Es la primera vez que se obtiene un
nexo entre la combustión de una sustancia y la respiración de un animal. Aclarar esta
relación exigía romper con la noción de que
el aire era un elemento inerte en el cual se portaba o
transportaba el flogisto.
Nuevas y relevantes aportaciones sería realizadas en la
década de 1770 – 1779, por el químico
inglés
J.Priestley (1738 – 1804). Formado para ser Ministro de una
Iglesia se
convierte en un brillante investigador de los gases. Constituye
un ejemplo hombre de
ciencia comprometido con un ideal político, así por
su apoyo declarado a la Revolución
Francesa una turba enardecida en 1791
le quemó la casa y sus pertenencias.
Prietsley comprobó que en una atmósfera compuesta
por el gas liberado en la combustión de una vela (saturado
de flogisto, donde moría un ratoncillo) podía vivir
una planta. Y algo más sorprendente aún, el aire
residual, que quedaba después de largas horas de
permanencia de una planta en su seno resultaba vivificante, pues
en él un ratón se mostraba especialmente activo y
juguetón. Al mismo tiempo demostró que en este aire
inicialmente "saturado de flogisto", y luego modificado por la
acción de las plantas, los
materiales
ardían con más facilidad. Por segunda
ocasión en pocos años los experimentos
demostraban que un vínculo profundo existía entre
combustión y respiración.
Desde otro ángulo, los resultados de Priestley resultaron
los primeros indicios de que plantas y
animales
formaban un equilibrio
químico que hacía respirable la atmósfera de
la tierra. La
enorme significación de este equilibrio ha
sido lentamente comprendida por la humanidad. Pero en el siglo
XVIII de nuevo la teoría del flogisto impuso una
línea de pensamiento
que hacía ver la obtención de un aire
desflogisticado, la antítesis del aire
aislado por Rutherford.
Si Black obtuvo las evidencias de que la reacción de
descomposición de la caliza era reversible, Prietsley
demostraría que el sólido formado durante la
reacción del aire con el mercurio, al calentarse
regeneraba el mercurio y se liberaba un gas que podía
colectarse por desplazamiento del agua y que
mostraba las cualidades correspondientes al conocido aire
vivificante ("un aire desflogisticado").
Los experimentos de Cavendish, Black y Priestley tienen un
denominador común, pretenden penetrar en la
comprensión cualitativa de los fenómenos que
estudian, y por supuesto que al hacerlo despliegan una enorme
imaginación y creatividad.
Lavoisier por estos años investiga también los
fenómenos químicos pero al hacerlo se auxilia de
las mediciones cuantitativas de las masas de las sustancias que
participan en las reacciones. Cuando en 1774 Priestsley viaja a
París y transmite a Lavoisier su descubrimiento del aire
desflogisticado, al investigador francés se le hace
claro que el aire no es un elemento inerte que recibe o entrega
el principio sustancial conocido como flogisto, sino que el
supuesto aire desflogisticado constituye un elemento.
Intentemos resumir sus interpretaciones a los hechos
experimentales conocidos en la época: cuando metales como
estaño y plomo se calientan en un recipiente cerrado
conteniendo aire se observa el aumento del peso del calcinado y
la constancia del peso del sistema total, al
tiempo que se crea un vacío parcial en el interior del
recipiente y solo aproximadamente una quinta parte del volumen del aire
se consume.
La interpretación de estos hechos es bien distinta a la de
sus colegas británicos. Los metales no liberan flogisto al
calcinarse sino que se combinan con un elemento componente del
aire que se corresponde con el aire vivificante desflogisticado y
de ahí su incremento en peso. A partir de entonces nombra
este nuevo elemento gaseoso como oxígeno.
Al componente gaseoso residual de la combustión
correspondiente a las cuatro quintas partes en volumen del
aire,
caracterizado por su relativa inercia química (el aire
flogisticado de Black) lo denomina nitrógeno. Y por
último, al enigmático gas inflamable de Cavendish
que es capaz (según comprobó experimentalmente en
1783) de arder produciendo vapores que condensan en forma de
gotas de agua, lo llama
hidrógeno.
Quedaba resuelto así, en términos del
reconocimiento de sustancias elementales determinadas, lo que
Sthal pretendió identificar con el flogisto.
En 1789 Lavoisier publicó su "Tratado Elemental
de Química" en el que expone su método
cuantitativo para interpretar las reacciones
químicas y propone el primer sistema de nomenclatura para
los compuestos químicos del que aún perdura su
carácter binomial.
Desdichadamente, cuatro años mas tarde Lavoisier es
ejecutado en la guillotina al ser acusado de verse relacionado
con un grupo de
recaudadores de impuestos que los
revolucionarios franceses consideraron un instrumento de corrupción
de la odiada monarquía. Su amigo el célebre
matemático M. Lagrange diría: "un segundo
bastó para separar su cabeza del cuerpo, pasarán
siglos para que una cabeza como aquélla vuelva a ser
llevada sobre los hombros de un hombre de ciencias".
El siglo no cerraría sus puertas sin que un representante
de la Escuela francesa Joseph L. Proust (1754 –1826)
demostrara experimentalmente que las sustancias se combinan para
formar un compuesto en proporciones fijas de masas, la llamada
ley de las proporciones definidas. Una vez que fueran
experimentalmente demostradas por los trabajos de Lavoisier las
leyes
ponderales que se verifican en las reacciones químicas, se
exigía de una teoría que explicara el comportamiento
experimental observado.
3. Leyes y teorías
primarias
Hacia el último tercio del siglo XIX, teniendo
como escenario las sociedades de
Norteamérica y en mayor o menor grado de los países
europeos, se experimenta lo que algunos consideran una Segunda
Revolución
Industrial identificada desde el punto de vista
tecnológico por el dominio de la
electricidad,
el
petróleo, y la naciente industria
química.
A diferencia de momentos anteriores, en los que la
práctica, el saber hacer, precedía
significativamente a la teoría, ahora la fuerza de los
saberes de las nacientes ciencias
impulsan y establecen un complejo tejido de interacción
con la tecnología.
La aplicación de los inventos de Volta
permiten el descubrimiento y aislamiento de un número
significativo de elementos químicos; la aparición
de los primeros productos
sintéticos (colorantes y otros) condiciona el desarrollo
de una nueva industria que persigue superar las cualidades de los
productos
naturales conocidos hasta el presente.
En esta compleja dialéctica al filo de la necesidad y la
casualidad, siendo portadores de los progresos determinadas
personalidades históricas que fueron creando comunidades
(Sociedades Científicas), en las naciones que encabezan el
desarrollo monopolista de la época, se desarrollan las
primeras leyes y teorías
de esta ciencia.
Una vez que en el siglo XVIII fueran experimentalmente
establecidas las leyes ponderales de las reacciones
químicas, se exigía una teoría que explicara
el comportamiento observado. El inicio de este siglo vería
aparecer la obra Nuevo sistema de filosofía
química, en la que el químico inglés
John Dalton (1766 – 1844) expondría su teoría
atómica.
Al postular la existencia de los átomos como
partículas indivisibles en las reacciones químicas
parece que se retorna a las ideas de los atomistas griegos,
más de dos mil años atrás pero la mecánica de Newton se
refleja también en la primera teoría moderna
de la Química, al atribuir como propiedad
distintiva de los átomos su masa. A partir de este
momento, las diferencias observadas en las propiedades de los
elementos se pretenden relacionar con el peso atómico.
Esta teoría era capaz de explicar la ley de las
proporciones definidas en que se combinan las sustancias, en
términos de la combinación de un número
determinado de átomos o átomos compuestos
(moléculas diríamos hoy según la propuesta
de Avogadro) en una reacción dada. Por otro lado la
capacidad predictiva de esta teoría se manifiesta en la
ley de las proporciones múltiples: como quiera que la
reacción entre A y B para dar diferentes
compuestos implica la combinación de átomos de A y
B en una relación necesariamente entera y particular en
cada caso, se puede derivar que "los pesos de una
sustancia A que se combina con un peso dado de B para dar
diferentes sustancias se han de encontrar en una relación
de números enteros sencillos". El propio Dalton se encarga
de comprobar experimentalmente la validez de esta
predicción.
Al tiempo que los postulados de la teoría daltoniana
demostraron su capacidad explicativa y predictiva definieron los
principales problemas que
señalan el derrotero de las investigaciones
de los químicos en este siglo:
¿Cómo determinar los pesos atómicos de los
elementos químicos?
¿Cómo descubrir nuevos elementos, desarrollar
métodos
para su aislamiento y preparación?
¿Cómo determinar las fórmulas de las
sustancias y cuál sistema de símbolos proponer para
reflejar simplificadamente el enlazamiento entre los
átomos?
La determinación de los pesos atómicos fue basada
en los resultados de los métodos
físicos más avanzados de estos tiempos, adoptando
una escala relativa
con respecto al átomo de
oxígeno
(elemento que se combina con la mayoría de los elementos
conocidos para dar lugar a las combinaciones binarias).
Un cambio de paradigma en
el estudio sistemático de las propiedades de los elementos
químicos fue dado por el descubrimiento de la Ley
Periódica de los elementos químicos. En 1869, el
químico ruso D. Mendeleev (1834 – 1907)
defendió la tesis de que
una variación regular en las propiedades de los elementos
químicos se podía observar si estos se ordenaban en
un orden creciente de los pesos atómicos.
La edificación de la tabla
periódica de Mendeleev no solo dio lugar a la
clasificación de los elementos químicos en familias
o grupos sino que
posibilitó la predicción de la existencia de
elementos químicos aún no descubiertos y de las
propiedades que estos debían exhibir.
La sorprendente correspondencia entre estas predicciones
y los descubrimientos de nuevos elementos que se
producirían en los años subsiguientes
demostró la validez de la ley periódica y
constituyó un estímulo para la realización
de estudios de nuevas correlaciones en la tabla propuesta. Su
fama por estas realizaciones del intelecto no han dejado espacio
para el
conocimiento del hombre que a los 56 años de edad
renuncia a su cátedra universitaria en rechazo a la
dictadura
zarista. Una segunda dirección observada en la investigación se relaciona con el
descubrimiento de nuevos elementos químicos, toda vez que
tales sustancias constituían los bloques unitarios a
partir de los cuales se formaba la amplia variedad de los
compuestos químicos.
Si en la Antigüedad fueron conocidos siete elementos
metálicos (oro, plata, hierro, cobre,
estaño, plomo y mercurio) y dos no metales (carbono y
azufre); el esfuerzo de la alquimia medieval sumó el
conocimiento
de otros cinco (arsénico, antimonio, bismuto, zinc y
fósforo); y el siglo XVIII, con el estudio de los gases,
dejó como fruto el descubrimiento de cuatro nuevos
elementos (hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y
cloro) mientras el análisis de minerales aportaba la
identificación de nueve metales (cobalto, platino,
níquel, manganeso, tungsteno, molibdeno, uranio, titanio y
plomo); en total a las puertas del siglo XIX eran conocidos 27
elementos químicos.
Hacia 1830, se conocían cincuenta y cinco elementos, es
decir se había duplicado en treinta años la cifra
de elementos descubiertos en más seis milenios de
práctica humana. Dos factores contribuyeron de forma
decisiva a este vertiginoso crecimiento: la aplicación del
invento de Volta, la pila de corriente
eléctrica, para conducir la descomposición de
las sustancias; y la introducción de las técnicas
espectrales al análisis de muestras de minerales
convenientemente tratadas.
El principal problema que quedaba pendiente de ser resuelto
consistía en aclarar la forma en que se enlazan los
átomos en la estructura
particular de la sustancia y edificar un sistema de
símbolos y notaciones que permitieran una comunicación universal.
El sistema jeroglífico de representación de los
elementos químicos heredado de la alquimia fue sustituido
por un sistema más racional de notación
simplificada que se asocia a la representación de una o
dos letras iniciales (con frecuencia derivada de los nombres en
latín, plata = argentum, Ag). Este sistema de
notación fue propuesto por el químico sueco
Jöns J. Berzelius (1779 – 1844), considerado uno de
los fundadores de la Química, quien descubriera tres
elementos químicos(selenio, cerio y torio) y aplicara los
métodos más refinados de determinación de
pesos atómicos en la época.
En el mundo de las sustancias orgánicas este
período inicial representa el predominio del
análisis sobre la síntesis.
En tanto los estudios analíticos responden a una
línea de pensamiento
debidamente formulada, los resultados sintéticos aparecen
con frecuencia atravesados por la casualidad.
La complejidad de los compuestos
orgánicos hacía más difícil la
búsqueda de regularidades que permitieran un principio de
clasificación. Dos hechos que resultaban especialmente
significativos se asocian al descubrimiento de los
isómeros estructurales, sustancias que respondiendo a la
misma fórmula de composición difieren en sus
propiedades, y de los isómeros ópticos, sustancias
que sólo se distinguen en el sentido que hacen girar el
plano de polarización de la luz polarizada,
por L. Pasteur (1822 – 1895). Para los investigadores de la
época tales diferencias debían encontrar respuestas
en el diferente ordenamiento de los átomos en la
estructura molecular.
Correspondió al químico alemán F.A.
Kekulé (1829 – 1896) edificar los principios en que
se basaron la primera teoría sobre la estructura molecular
de los compuestos
orgánicos. Kekulé se graduó de
arquitecto en la Universidad pero
se sintió fascinado por la determinación de la
arquitectura
molecular de las sustancias orgánicas y pasó a la
historia por el
establecimiento de la estructura del benceno, una verdadera
pesadilla para los químicos del siglo XIX.
Aún desconociendo la naturaleza del
enlace
químico propuso un ordenamiento según la
valencia de los átomos en la estructura molecular de las
sustancias. En lo esencial esta forma de representación en
el plano de las fórmulas estructurales de las
moléculas llega hasta nuestros días y
permitió la estructuración de las familias
orgánicas de acuerdo con la presencia de determinados
grupos
funcionales.
El problema de la explicación estructural de los
isómeros ópticos debió esperar por la
comprensión de la orientación espacial de los
átomos en la estructura de las moléculas y un
primer paso en esta dirección fue dado por el químico
holandés Jacobus H. Van’t Hoff (1852 – 1911)
al proponer la orientación tetraédrica de las
valencias en el átomo de
carbono, que
da nacimiento a la estereoquímica como rama que se ocupa
de definir la geometría
molecular de las sustancias.
Tanto en el estudio de las sustancias del mundo inorgánico
(según la clasificación propuesta por Berzelius en
este siglo) como en las investigaciones de las sustancias
orgánicas se advierte, como un imperativo de la lógica
interna de esta ciencia, el predominio en un primer momento del
método
analítico.
Las investigaciones en el campo de los compuestos
orgánicos debieron en lo fundamental constreñirse
al aislamiento y posterior caracterización de determinadas
sustancias provenientes de materiales vegetales o animales.
Así, en 1817 se logra aislar la clorofila; el tratamiento
hidrolítico de la gelatina conducido en 1820 evidencia que
esta proteína está constituida por un
pequeño aminoácido, la glicina; y en 1834 se
reporta la separación de la celulosa de la madera
quedando demostrado que la hidrólisis enérgica de
este material produce unidades de azucares simples.
Berzelius, ante la complejidad observada por las sustancias
orgánicas desarrolla la teoría del vitalismo,
según la cual los tejidos vivos
debían disponer de una fuerza vital para la producción de las sustancias
orgánicas. La extensión de estas nociones en el
mundo académico de la época desalentó por un
tiempo la investigación en el campo de la síntesis.
Pero ya en 1828 el pedagogo y químico alemán
Friedrich Wöhler (1800 – 1882), sin
proponérselo, descubre que el calentamiento de una sal
(cianato amónico) producía la urea (un producto de
excreción del metabolismo
animal ya conocido por entonces), con lo cual el vitalismo recibe
su primer golpe. No fue casual su aportación menos
reconocida pero que aún hoy se aplica, al desarrollar el
método de producir el acetileno a partir del carburo de
calcio.
Debieron pasar varias décadas para que, primero A. W.
Kolbe (1818 – 1884), discípulo de Wöhler, y
luego Pierre E. M. Berthelot (1827 – 1907), lograran la
síntesis de moléculas orgánicas simples
(como el metanol, etanol y otras) a partir de las propias
sustancias elementales de naturaleza inorgánica que los
constituyen.
Un golpe de muerte
definitivo recibiría el vitalismo cuando el propio
Berthelot, aprovechando los resultados del estudio
hidrolítico de las grasas (no casualmente la familia con
la más simple estructura de la gran tríada grasas,
carbohidratos
y proteínas), se propuso la síntesis
de una grasa a partir de un solo tipo de ácido
carboxílico (graso) y la glicerina obteniendo una grasa
"sintética" con propiedades similares a la grasa natural
estearina. Berthelot encarna el necesario personaje que debe
combinar el trabajo
científico al más alto nivel, con responsabilidades
públicas. En particular ocupa cargos durante más de
una década en el panorama educativo francés hasta
llegar a Ministro de Instrucción Pública.
Además sustituyó a Pasteur como secretario
vitalicio de la Academia Francesa de la
Ciencia.
Quedó demostrado la metodología a seguir en el proceso de
aprehensión del conocimiento
de las sustancias orgánicas complejas: primero dilucidar,
mediante el análisis, la estructura y luego probar las
rutas de su síntesis. El terreno quedaba fertilizado para
empeños mayores.
Pero hacia la mitad del siglo Pasteur, con razón
presentado como químico y biólogo, funda en la
Universidad de
Lille la Facultad de Ciencias que se había creado, en
parte, como medio para aplicar la ciencia a los problemas de
la fabricación de bebidas alcohólicas. Para la
Francia de
entonces la acidificación del vino y la cerveza
constituía un grave problema económico. Los
resultados de su investigación dan respuesta a los
problemas planteados y representan las bases de una nueva
ciencia, la microbiología. Los problemas
socioeconómicos de un contexto, el desarrollo de la
época, y el talento de Pasteur constituyeron fuerzas
motrices para desatar un complejo proceso de integración y diferenciación que
inicia el desarrollo de la Bioquímica.
La tercera tendencia que se advierte corresponde a la
configuración de las disciplinas que abarcan las
relaciones entre las reacciones químicas y las diferentes
formas de energía: esto es, se gestan las leyes de la
Termodinámica Química, la Electroquímica y la Cinética
Química.
El dominio del
fuego constituyó desde siempre una necesidad de la
civilización humana. En el siglo XVIII allí donde
se inicia la química como ciencia experimental, los
estudios más sobresalientes se relacionan con estudios
sobre las reacciones de combustión. Pero lo que hoy
llamamos el estudio de las relaciones entre el acto
químico y el calor
involucrado data del siglo XIX. El nacimiento de la
Termoquímica está marcado por los trabajos de G.H.
Hess (1802 – 1850) que demuestran que el calor implicado en
una transformación química sólo depende del
estado inicial
y final del sistema y no de las etapas por las que este proceso
pueda ser efectuado. Constituye la ley de Hess publicada en 1840
expresión del principio más universal de
transformación y conservación de la
energía.
En 1876 corresponde a Josiah Gibbs (1839 – 1910) el
mérito de relacionar en un cuerpo teórico
coherente, las tres magnitudes que caracterizan en
términos termodinámicos un proceso químico:
la variación de energía libre, la variación
de entalpía y la variación de entropía. A partir de entonces la Termodinámica se convierte en una disciplina de
capacidad predictiva para evaluar la tendencia de una
reacción a verificarse en una dirección dada. En
otras palabras, la reversibilidad del fenómeno
químico a partir de entonces comienza a tratarse en
términos cuantitativos.
Con el nacimiento del siglo A.G. Volta (1745 – 1827), sin
comprender aún la naturaleza de su invención,
demuestra la posibilidad de generar corriente
eléctrica a partir de un sistema químico. Poco
tiempo después la corriente eléctrica es empleada
por W. Nicholson (1753 – 1815) para provocar el proceso
opuesto: la descomposición electroquímica del agua acidulada. Y ya en
1832, M. Faraday (1791 – 1877) deduce, apoyado en
resultados experimentales, las leyes cuantitativas de la electrólisis de las disoluciones
acuosas.
En la otra vertiente, la producción de energía
eléctrica a partir del fenómeno químico,
se dan importantes avances. En 1836 se inventa la pila de Daniell
y hacia mediados de la centuria se idean primero el acumulador
eléctrico y luego la pila seca.
Sin embargo una comprensión de los complejos
fenómenos electrolíticos exigió el
desarrollo de la teoría de la disociación
electrolítica, formulada por un joven en la defensa de su
tesis doctoral. Esta tesis recibiría la mínima
calificación del Tribunal y la máxima de la
Historia de la Ciencia. El joven sueco Svante A. Arrhenius (1859
-1927) recibió el premio Nóbel de Química en
1903, y su teoría apoyó el despegue de una nueva
rama del saber químico: la electroquímica.
Un momento estelar en la aplicación de la
electroquímica a la tecnología viene representado
por la producción del aluminio a
partir de técnicas
electrolíticas (1886). Hasta este momento el aluminio
constituía un metal de escaso uso por las dificultades
presentadas en la reducción de su óxido, a partir
de entonces por su ligereza y la inercia química de la
fina capa de óxido que lo recubre se convierte en un
material ideal para las conquistas técnicas que se vienen
gestando.
Otra esencia de las reacciones químicas que comienza a ser
investigada en el ocaso del siglo XIX es el problema de la
rapidez con que estas se manifiestan. Comprender los factores que
inciden sobre la rapidez a la que se verifica una
transformación química presupone la capacidad de
gobernarla convenientemente. La experiencia demostraba que, por
ejemplo, la hidrólisis del almidón se aceleraba por
la presencia de ácidos, y
un efecto semejante era producido también por un producto
aislado de las levaduras, la diastasa.
El primer peldaño en la edificación de la
teoría de la cinética química fue puesto por
el propio Arrhenius quién en 1889 estudia la
correlación existente entre la rapidez con que se
efectúa una reacción química y la temperatura.
Los resultados experimentales le permiten deducir una nueva
magnitud, la energía de activación. Este concepto conduce
a la elaboración de la teoría de las colisiones
efectivas como forma de interpretación de las reacciones
químicas a partir de las nociones de la teoría
atómico – molecular de la constitución de las sustancias.
Por último podemos apreciar que el siglo cierra sus
puertas con la que fuera una de sus iniciales tendencias, los
descubrimientos de nuevos elementos químicos. Pero esta
vez, Sir William Ramsay (1852-1916), premio Nóbel en 1904,
debió enfrentarse al difícil problema de aislar de
la atmósfera aquellos gases caracterizados por su
extraordinaria inercia química comenzando por el que
está en mayor abundancia relativa, el argón (del
griego Argos, noble). Y trabajando en el otro extremo de la
cuerda, el químico francés Henri Moissan
(1852-1907), premio Nóbel de Química en 1906,
consigue aislar el elemento más electronegativo y por
tanto de reactividad extraordinaria, el fluor.
En 1898, a punto de finalizar la centuria los esposos
Curie descubren dos radioelementos: el radio y el
polonio. Así en el grupo de
notables investigadores que abrían paso a la
comprensión y aplicación de fenómenos
totalmente nuevos y peligrosos, una mujer se destaca
por descifrar los secretos contenidos en determinadas sustancias
emisoras de radiaciones hasta entonces desconocidas, la polaca
María Curie. El laboratorio
que dirige constituye el núcleo de toda una red que enlazaba problemas
de la industria, la medicina e
incluso la política. Asistimos
al momento en que queda atrás la investigación en
solitario de los pioneros; los nuevos laboratorios encierran el
quehacer de colectivos que deben abordar no sólo la
producción de los nuevos conocimientos sino su
aplicación en la práctica con su carga de
implicación social.
El siglo XIX se despide con una hecatombe, el átomo no
constituye una partícula indivisible. Nuevos resultados
experimentales exigirían de nuevas teorías. Pero lo
más trascendente para la humanidad no era el cambio de
paradigma que
se avecinaba. A partir de ahora la civilización humana
debía aprender a enfrentarse a una nueva época: la
era atómica.
El asalto de la inagotable estructura atómica, la
conquista de las más complejas moléculas
orgánicas incluyendo aquellas relacionadas
íntimamente con la vida, y la batalla por la
preservación de un ambiente
irracionalmente agotado, serán las principales tareas
asumidas por esta y otras ciencias en el siglo XX.
Asimov I. (1987): Enciclopedia biográfica de
ciencia y
tecnología, T.4. Editorial Alianza.
Enciclopedia Encarta (2001): Historia de la Química.
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Woodrow Wilson Summer Institute. Princeton (1992): The History of
Chemistry. http://www.woodrow.org/teachers/ci/1992/
Resumen:
En el trabajo se recorren los principales momentos del complejo
proceso de construcción socio – histórica de la
Química como ciencia experimental. Se intenta establecer
una cierta línea de continuidad en el panorama zigzageante
y a veces dramático de la historia de esta ciencia. De
acuerdo con este propósito se narran los tropiezos y
aciertos que confrontaron los pioneros de los siglos XVII y XVIII
encabezados por las investigaciones cuantitativas de Lavoisier; y
los desafíos que debieron vencer los constructores de las
leyes y teorías primarias del siglo XIX nacidas con la
teoría atomística de Dalton y que ya al final de la
centuria prefiguran una nueva época: la era
atómica.
(Palabras Claves: Química, Historia, Educación)
Categoría: Química, Historia, Educación.
Autor:
M.Sc. Rolando Delgado Castillo
Universidad de Cienfuegos.