Los que podían, traían ahorros. Cuando Lajos
Fehér salió de su Hungría natal, "llevaba consigo
todos los ahorros que había juntado en los últimos
años, a los que había ocultado en dos partes
diferentes: una mitad eran billetes cosidos dentro del forro de
un inmenso sobretodo con el que acostumbraba enfrentar los
rigurosísimos fríos de la Pusta Húngara, billetes
de divisa internacional que habían sido acopiados lenta y
cuidadosamente a través de los escasos medios para
conseguirlos con que se contaba en la Europa en guerra de esos
momentos. La otra mitad, eran monedas de oro que había
colocado en el lugar del motorcito ausente de un gramófono
portátil que formaba parte de su equipaje, motor que estaba
a mano dentro de una de sus valijas, para cuando fuese necesario
demostrar que el aparato musical era bueno y en funcionamiento"
(23). En América, el hombre se enterará de que los
billetes eran falsos. Lo habían engañado.
Rocco Capezzone viajó con una máquina de
escribir: "Soy un escribidor de cartas a la gente desde hace
muchos años. Lo hago a la antigua, con una vieja Remington
que traje de mi lejana tierra tirolesa natal, a la que… le
falta la eñe" (24).
Arturo Lezcano me escribe que la madre de José
María Martín trajo desde Galicia un cuadro titulado "La
abuela y el niño", de Fernando
Álvarez de Sotomayor. Pensaba
procurarse con su venta algún dinero para establecerse en
América.
Un armenio viajaba con un recuerdo de familia: "la
palangana de cobre que, vaya uno a saber por qué, era el
único utensilio que Krikor había traído a la
Argentina, luego de pasar trabajosamente algunas aduanas que,
entre aclaraciones y confusiones le permitieron eludir el tax,
palabra que nunca pudo comprender, aunque le sonaba a crujido o a
vidrios rotos, y resultaba amenazante en boca de un empleado de
Aduana. Aquella palangana era como un tesoro familiar, al que su
padre enaltecía cada vez que se bañaban". Otro
había traído un hammám tazé, el tazón de
bronce, para el baño, parecido a un plato encasquetado. En
ese recipiente cargaban el agua tibia que, partiendo desde la
cabeza, servía para arrastrar todo lo que dejaba de
pertenecer al cuerpo. (…) El hammám tazé era un
obsequio de Aigás, ese recipiente de metal era su única
pertenencia de desterrado".
Otros traían secuelas de la tortura. Un inmigrante
relata a su hijo: "Tú sabes que los turcos nos hicieron
sufrir muchas humillaciones. Entre ellas, la de clavar herraduras
en los pies de algunos armenios, como si fueran animales. Durante
el viaje a la Argentina, en el barco, conocí a uno de ellos.
Caminaba rengueando y usaba zapatos con plataforma".
Y la culpa. Recuerda un armenio: en el barco "a los
pocos días comencé a sentirme mal. No eran solamente
los mareos. Sentía sobre mí una carga aplastante que
iba creciendo. Mis compañeros creían que se debía
a la alimentación y hasta me daban parte de sus escasas
raciones. Yo no tenía apetito. Es sorprendente comprobar
cómo las desventuras nos quitan hasta las ganas de comer y
qué corta es la distancia entre el bienestar y las miserias.
Yo escapaba mientras los míos quizás estaban muertos o
muriendo, en el momento que más se necesita la
compañía de los seres queridos. Pues, allí no
estaba yo. Los muertos eran mejores que yo. Me di muchas
respuestas que no sirvieron para aliviarme. Nacía en mí
un sentimiento de culpa, pero la peor de todas, la más
difícil de soportar: la culpa de sobrevivir a una tragedia
familiar. Los otros polizones también escapaban, pero
ninguno con mis cargas" (25). horas/ la cabeza/ que
viajaba desde Italia/ dejando olas y vientos/
navegando en la piel" (26).
Ema Wolf afirma que no sólo venían personas en
los barcos. Venían también extraños personajes
como el Mamucca, un duende que llegó desde Sicilia: "Con
toda seguridad llegó acá en un barco. Lo habrá
traído algún inmigrante en su bolsillo, en la bocamanga
de los pantalones o en el pliegue del sombrero. Lo habrá
traído sin querer, sin darse cuenta. Porque uno puede
mudarse de continente llevando hasta un ropero, pero a nadie se
le ocurriría cargar a propósito con algo tan fastidioso
como el Mamucca" (27).
El protagonista de Memorias de Vladimir, novela infantil
de Perla Suez, trajo en el barco a su gallo, al que durmió
con dos vasos de vodka (28). En cambio, el niño que
protagoniza un cuento de Susana Goldemberg, no puede viajar con
su perrito: "Y conmigo en el tren, conmigo en el barco, conmigo
al otro lado del mundo, quise yo llevarme a Bouquet". Sólo
puede llevar el recuerdo de "un ladrido tan triste como cualquier
adiós" (29).
No pudo viajar con su muñeca la refugiada creada
por Zahira Juana Ketzelman: "Cerró los ojos y se
transmutó en aquella niñita de diez años, que en
otro idioma clamaba por Hilda. Y la noche, y el miedo, y la voz
de papá y mamá tratando de explicarle que no había
tiempo, que era necesario huir. Y vivió nuevamente el largo
viaje, y la tierra lejana y extraña. Los padres
sacrificándose, y el empezar de nuevo, los nuevos rostros,
las nuevas palabras. Y el tiempo, el estudio, y ser grande y
estar sola" (30).
En Historias de inmigrantes, escriben María
Cristina Alonso y Marta Pasut: "El mar es como una sábana
grande, tan grande que no tiene bordes", decía la mamá
de Catalina mientras guardaba camisas, manteles, cacerolas y
herramientas en un baúl enorme. Y del otro lado de esa
sábana sin bordes hecha toda de agua, le contaba, estaba
América. ¿Serían los campos de América como
una sábana grande sin bordes, toda llena de hierba? Catalina
llevaba sus tesoros: una muñeca de trapo, un librito con
flores y peces y una caja con piedritas de colores. Como
tenía miedo de olvidarse de las cosas que amaba, había
anotado en papelitos las palabras que nombraban su mundo. Le
parecía que si escribía fuente, río,
montaña, oveja, árbol, casa, se llevaría esas
cosas con ella. Y junto a esos papelitos, llevaba otro muy
importante para ella: ¡una carta de amor!" (31).
Al pasar la línea del Ecuador –relata Johann
Bodemann–, los pasajeros debían someterse a una
costumbre marinera: "El trece de junio habíamos pasado el
ecuador, y estábamos del otro lado del hemisferio. Los
marineros hicieron un gran fuego para festejarlo. Al día
siguiente nos hicieron saber que todos debíamos someternos
al bautismo de la línea, como era la costumbre sobre todos
los barcos que cruzaban la línea del ecuador. Las personas
adultas tenían que sentarse sobre una silla, mientras los
marineros llegaban disfrazados: uno como cura con un gran libro
en las manos, otro como peluquero con una navaja de madera,
seguido por tres o cuatro hombres con grandes baldes de agua, y
un último con una sábana mojada que arrollaba de esta
manera: el peluquero pintaba de negro el cuerpo del bautizado y
lo rascaba con un cuchillo de madera. De pronto surgían
detrás de él, los hombres con baldes de agua que
vaciaban sobre la cabeza del bautizado. Después el cura
inscribía el nombre y el apellido en el gran libro. Una vez
esto cumplido, el capitán llegaba y le hacía beber
aguardiente. Fue así con cada uno de los hombres, fueran
presidentes de la comuna o simples ciudadanos. Después le
tocó el turno a los marineros, y para terminar, al
capitán. Muchos rehusaron este juego, pero fueron más
maltratados que los voluntarios. En cuanto a las personas del
sexo femenino se les pedía solamente descalzarse y mojarse
los pies en un balde de agua fría. A los chicos no se les
hizo nada. Después los marineros nos pidieron la propina, se
vistieron con trajes de fiesta y se divirtieron" (32).
"Alguien le hizo una broma al napolitano –escribe Dal
Masetto–: le robó un zapato. El napolitano está
parado en cubierta con un pie descalzo. Anda así desde hace
varios días porque no tiene otro par. Habla en voz alta,
acusa, está dolorido y furioso. Los demás lo miran
desde lejos, divertidos y expectantes. Por fin el napolitano se
quita el zapato que le queda, lo levanta sobre su cabeza, lo
muestra y después lo arroja al mar. En ese momento, venido
desde alguna parte, el otro zapato cruza el aire y cae a sus
pies. El napolitano lo levanta y lo tira
también por encima de la borda. "Ahora", grita,
"tendré que desembarcar descalzo" " (33).
Los aspectos desagradables de la travesía son
evocados en muchos testimonios. "Había en ese barco a la
vez, mucho hacinamiento y revoltijo –narra María
Angélica Scotti. Yo no me acuerdo nada de eso, pero mamita
contaba que era imposible encontrar un lugar limpio para sentarse
porque el piso estaba lleno de mondaduras de frutas y restos de
galletas o de comidas. Contaba que muchos se mareaban por el mal
de mar, y que en los dormitorios flotaban olores nauseabundos,
por los vómitos y porque las criaturas orinaban en cualquier
rincón" (34).
"En la cubierta del barco –escribe Alicia Dujovne
Ortiz, en El árbol de la gitana-, los judíos rezaban
hamacándose hacia delante y hacia atrás. El movimiento
del mar les cuadruplicaba el balanceo. Una hierática madre
portuguesa derramaba sus senos sobre dos criaturas ya mayores,
que mamaban sin pausa. De a ratos, los tres interrumpían la
tarea para vomitar sobre un talit que alguna vez fue blanco,
abandonado por su dueño que, por lo menos, vomitaba de boca
al mar" (35).
Los olores no llegaban a la distinguida
primera clase: "En el barco –relata
Henestrosa–, los brillos y perfumes de los ricos estaban
confinados en un salón, bien protegidos de los vahos de la
chusma que se apiñaba en la bodega" (36).
"Dicen que el aire de mar a unos les provoca náuseas y
a otros unas peculiares ansias –continúa Scotti.
Padrazo contaba que a él el viaje se le hizo harto breve,
que no sentía las molestias ni los calores de cuando
alcanzaron el Ecuador y los trópicos," (37).
En plena travesía, una mujer dio a luz. Lo relata
Johann Bodemann: "Les tengo que indicar que durante el mareo, la
mujer de Heimen, de Niederwal, tuvo familia, una hermosa
niña. No pudimos ayudarla porque todos estábamos
enfermos, nadie podía tenerse parado, y menos, caminar.
Fueron los marineros quienes tuvieron que hacer de partera. El
doctor mismo estaba enfermo. Menos mal que todo pasó pronto.
En todo caso, a ese doctor le importaba un comino los pasajeros.
Sin nuestro buen capitán el servicio hubiera sido muy
miserable". Fue el capitán quién solucionó a
Bodemann y los suyos el problema de la alimentación en el
barco (38).
También el diario de un asturiano que emigra
ilegalmente a la Argentina nos habla de la alimentación a
bordo (39). Mal la pasó una asturiana de quince años, a
quien "unas manzanas deliciosas de Río Negro (…) la
mantuvieron viva, aunque perdió cerca de diez kilos en dos
semanas" (40).
Viajando en esas condiciones, era fácil que se
propagaran las enfermedades. Acerca de la salud de los ucranios
en el mar, relata María Arcuschín: "Los niños,
más pequeños, con la inestabilidad propia de su edad y
desconociendo los peligros, corrían de popa a proa,
perseguidos por sus hermanos mayores. Todo lo querían
curiosear. Hasta que, atacados algunos por estados febriles,
quedaban atrapados en sus cuchetas, sin darle descanso a los
mayores, con sus llantos y quejidos. Todo se soportó
estoicamente" (41).
Cuenta Isaías Leo Kremer que una mujer murió
durante la travesía: "Dicen que su madre había
fallecido en el barco que la traía desde Rusia y que quince
familias judías se juramentaron para cuidar al niño
hasta su mayoría de edad, pues no poseía parientes
cercanos conocidos en la Argentina" (42).
Syria Poletti narra en Gente conmigo lo sucedido a una
pareja italiana: "El llegó primero; trabajó duro y
construyó la casa. Entonces se casaron por poder y ella
tomó el barco. Un barco hacia América, hacia él,
hacia el nuevo hogar. Durante la travesía la contagió
el tracoma y no pudo desembarcar. Las prescripciones sanitarias
no lo permitieron. Y él tampoco pudo subir a la nave.
Debió conformarse con agitar el pañuelo desde el muelle
cuando el buque zarpó de regreso a Italia". La narradora
sabe bien por qué sucedió eso a la infortunada pareja
de emigrantes: "Ella había contraído el tracoma por
viajar junto a algún enfermo clandestino. Un enfermo a quien
alguien –un médico o un traductor– habría
posibilitado el embarco eludiendo o alterando un
diagnóstico" (43).
Salvador Petrella, personaje de Frontera sur, muere de
fiebre amarilla en el barco. Su cuerpo fue cremado en el horno
del lazareto de la Isla Martín García. La novia que lo
esperaba "pone el brazo izquierdo sobre la mesa, la mano abierta,
la palma arriba, y con la derecha se da un hachazo…" . Esa fue
la espantosa forma en que se suicidó" (44).
quien afirma que la "fiebre inmigratoria" de 1907 fue
bautizada así por los historiadores porque casi todos los
pasajeros de los barcos llegaron a la Argentina con fiebre
(45).
Como la inmigrante que evoca Poletti, aunque por otro
motivo, a Italia vuelve también el protagonista de Guido de
Andrés Rivera, a quién se le aplicó la Ley de
Residencia 4144. Dice el hombre: "Estoy aquí, en un camarote
o calabozo, de dos por dos y medio, tirado en una roñosa
cucheta, vestido, el cigarrillo en la mano, roja la brasa del
cigarrillo, y sobre mí, encendida, una lámpara que
ellos rodearon con tiras de metal. Idiotas, creen que trasladan a
suicidas. (…) soy un tipo que se llama Guido Fioravanti y que
los patrones de este desgraciado país, envían, como un
saludo, a la bestia de la Romagna" (46).
El viaje era insalubre y riesgoso. En el cuento de Luis
León, "Izmir, Vísperas de Pésaj", judíos de
Esmirna preparan su viaje hacia la "Aryintina, como
Ierushalám, tierra prometida de leche y miel…" (47). En
"Chacarita, Vísperas de Pésaj", del mismo autor, un
hombre recuerda con pesar esos "cuarenta días en el vapor"
que "no fueron menos que cuarenta años en el desierto"
(48).
Interminable debe haber sido el viaje para la alemana
Renate Schotellius, cuyo buque no llegó a tiempo, lo que
alarmó a la adolescente: "Yo viajaría treinta y ocho
días en barco y llegaría un día determinado, que
mi tío sabía cuál era. El problema fue que el
barco se atrasó tres días y, al llegar, era Carnaval.
Me sentí muy asustada, porque pensaba que mi tío me
dejaría allí y tendría que ir a los hoteles para
inmigrantes. Finalmente llegó sin ningún problema, le
habían avisado" (49).
Gyula Kósice dijo en una entrevista: " "He viajado
28 días en barco, y lo único que veía eran las
estrellas y el mar. Evidentemente, quedé influenciado por
esa travesía". Habla de su llegada a la Argentina, a
los 4 años, proveniente de Kosice, un pueblo de
Hungría" (50).
A Stéfano, protagonista que da el nombre a la
novela de María Teresa Andruetto, le toca en suerte un viaje
accidentado: "En medio de la noche los ha despertado la tormenta,
el ruido del agua contra la banda de estribor. El llanto de un
niño viene del camarote vecino o de otro que está
más allá. Aquí donde ellos esperan, nadie grita,
sólo el hombre de jaspeado dice que el mar esta noche no
quiere calmarse y es todo lo que dice; habla con
serenidad, pero Stéfano sabe que está asustado. Al
llanto del niño se han sumado otros, pero nadie ha de tener
más miedo que él, que quisiera que a este barco llegara
su madre y lo apretara entre los brazos y le dijera, como cuando
era pequeño y todavía no soñaba con América,
duerme, ya pasará" (51).
Los descendientes de una inmigrante cuentan la forma en
que ella y sus hijos salvaron la vida: "Ana Dubroff vino vía
Génova, con León (hijo) y Berta. Una señora que
viajaba en el mismo barco se enfermo gravemente. Ana era o se
hizo muy amiga y cuando el capitán del barco decidió
que la enferma debía bajar en Génova por la gravedad de
su estado, Ana decidió a su vez bajar con su familia y
quedarse a cuidarla. El barco siguió su viaje y naufrago,
sin llegar jamas a Argentina. Eso explica por que la familia
Dubroff era de las pocas que arribo a Argentina sin samovar: la
mayor parte de sus cosas se hundieron con el barco"
(52).
Nada tenían que ver con el clima las
desventuras de los intelectuales españoles que
llegaron a bordo del Massilia, el 5 de noviembre de 1939. Esta
noticia apareció al día siguiente en el diario Noticias
Gráficas: "Las medidas adoptadas contra el grupo de
intelectuales y artistas españoles son de un rigorismo que
sólo tratándose de peligrosos confinados se hubieran
aceptado…. Un marinero nos informó que los españoles
refugiados tenían orden de que nadie se aproximara a ellos y
menos que se asomaran por los ojos de buey. Es lamentable lo que
ha ocurrido. No sabemos ni nos interesa saber quién ha dado
la orden terminante de que ese grupo de gente que representa de
modos distintos a la cultura y el cerebro de España
permanezca en la sombría situación de los delincuentes
incomunicados" (53).
El escritor Rodolfo Alonso afirma, refiriéndose a
los exiliados gallegos, que "si Buenos Aires –y con ella la
Argentina- hacía ya mucho tiempo que estaba recibiendo a
cientos de miles de inmigrantes (obligados a abandonar una
Galicia feudal y sin futuro, que no podía mantenerlos ni
educarlos), a partir de la injusta derrota republicana en
1939 vería llegar otra clase de viajeros: los
exiliados. Eran poetas, artistas, políticos, periodistas,
científicos, universitarios, sindicalistas, editores. Que,
firmemente afianzados en su colectividad, entonces
ejemplar: Alfonso R. Castelao, no sólo líder
político sino en realidad un humanista, durante décadas
convirtieron a Buenos Aires en la auténtica capital de la
cultura gallega enmudecida en su tierra por el franquismo"
(54).
Notas
- 1 Ottonello, Amalia: "Barco, barcos", en Taller
literario Museo Histórico Sarmiento: La esquina literaria
Año 1996 Profesora Nené D"Inzeo. Buenos Aires,
Ediciones Tu Llave, 1996. - 2 Mansilla, Lucio V.: Mis memorias.
Infancia – Adolescencia. París, Casa
Editorial Garnier Hermanos, 1904. - 3 Boulgourdjian Toufeksian, Nélida: Los armenios
en Buenos Aires. La reconstrucción de la identidad
(1900-1950). Buenos Aires, Centro Armenio,
1997. - 4 Méndez Muslera, Luciano: op. cit. Asturias en
la inmigración, en
www.telepolis.com/indianos. - 5 Bianchi, Alcides J.: Valentín el inmigrante.
Santiago de Chile, Ediciòn del autor, 1987. - 6 S/F: "El negocio del hielo", en La
Capital, Mar del Plata, 25 de mayo de
2000. - 7 Scotti, María Angélica: Diario de
ilusiones y naufragios. Buenos Aires, Emecé,
1996. - 8 Ceratto, Virginia: "Gris de ausencia. Volver a
empezar en un mundo nuevo", en La Capital, Mar del Plata, 26 de
noviembre de 2000. - 9 S/F: "Una mamá que hoy celebra
sus 100 años", en La Nación, Buenos
Aires, 20 de octubre de 2002. - 10 Peralta, Elena: "Clubes españoles", en
Clarín, Buenos Aires, 3 de julio de 2005. - 11 Carballeda, Elsa: "El altillo de
Elsa", en Floresta y su mundo, Año 9, N° - 106, Febrero 1999.
- 12 Requeni, Antonio: Un poeta arxentino en Galicia:
González Carbalho. Separata del Boletín Galego de
Literatura. - 13 Lalanne, Bernardo: "Memorias", en
Archivo Histórico Alberto y Fernando
Valverde, Municipalidad de Olavarría, Secretaría de
Gobierno, Año 1997, Revista
N°3. - 14 Scotti, María Angélica: op.
cit. - 15 Requeni, Antonio: op.
cit. - 16 Bianchi, Alcides J.: op.
cit. - 17 Olivari, Nicolás: "La violeta",
citado por Cirigliano, Gustavo, en "Disquisiciones
tangueras", en El Tiempo, Azul, 30 de septiembre de
2001. - 18 Pujol, Sergio: "El baile, una historia de sexo,
violencia y tensiones sociales", en La Capital, Mar del Plata,
13 de febrero de 2000. - 19 Vernaz, Celia: La Colonia San
José. Santa Fe, Colmegna, 1992. - 20 Itzcovich, Mabel: "De profesión, contadoras
de cuentos", en Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de
1997. - 21 Alonso, Rodolfo: en Historia de la literatura
argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.
(Capítulo). - 22 S/F: "Hotel museo para la memoria", en La Voz del
Interior on line, Córdoba, 24 de julio de
2002. - 23 Weisz, José Martín: op.
cit. - 24 Capezzone, Rocco: "Tienes un e-mail (II)", en La
Nación Revista, Buenos Aires, 27 de noviembre de
2005. - 25 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no olvidar.
Buenos Aires, Edición del autor, 1998. - 26 Ponzo, Alberto Luis: "Dibujos de papá", en El
Tiempo, Azul, 20 de junio de 1999. - 27 Wolf, Ema: "El mamucca" en
Clarín, Buenos Aires, 22 de marzo de
1998. - 28 Suez, Perla: Memorias de Vladimir.
Buenos Aires, Ediciones Colihue, 1993. 69 pp.
(Libros del Malabarista) - 29 Goldemberg, Susana: "El niño y el perro", en
Cuentos de la bobe. Santa Fe, Librería y Editorial
Colmegna, 1976 (Colección Entre Ríos). Prólogo
de César Tiempo. Foto de tapa: Pedro Luis Raota
(E.FIAP). - 30 Ketzelman, Zahira Juana: "Hilda", en
Autorretrato al infinito. Buenos Aires, el gRillo,
2006. - 31 Alonso, María Cristina y Pasut, Marta:
Historias de Inmigrantes. Ilustraciones: Mirella Musri.
Editorial Homo Sapiens, 2005. (La Flor de la
Canela) - 32 Vernaz , Celia: op. cit.
Sudamericana, 2003. - 34 Scotti, María Angélica: op.
cit. - 35 Dujovne Ortiz, Alicia: El árbol
de la gitana. Buenos Aires, Alfaguara, 1997. 293
pp. - 36 Henestrosa, María Guadalupe: Las ingratas.
Buenos Aires, Clarín- Alfaguara, 2002. - 37 Scotti, María Angélica:
op.cit. - 38 Vernaz, Celia: op. cit.
- 39 Méndez Muslera, Luciano: op.
cit. - 40 Fernández Díaz, Jorge: op.
cit. - 41 Arcuschín, María: De
Ucrania a Basavilbaso. Buenos Aires, Marymar,
1986. - 42 Kremer, Isaías Leo: "Proveeduría "El
Progreso" ", en Mundo Israelita, Buenos Aires, 8 de agosto de
2003. - 43 Poletti, Syria: op. cit
- 44 Vázquez-Rial, Horacio: Frontera
sur. Barcelona, Ediciones B, 1998. - 45 Savoia, Claudio: "El equipaje de los
sueños", en Clarín, Buenos Aires, 14 de
enero de 2000. - 46 Rivera, Andrés: Guido, en Para
ellos, el Paraíso. Alfaguara, 2002. - 47 León Luis: "Izmir, Vísperas
de Pésaj", en SEFARaires N° 1, mayo de
2002. - 48 "Chacarita., Vísperas de
Pésaj", en SEFARaires N° 2, junio de
2002. - 49 Schotellius, Renate, en Bajaron de los barcos.
Historia de la inmigración en Argentina, Colegio
Schönthal, www.monografias.com - 50 Repar, Matías: "ENTREVISTACON GYULAKOSICE,
INVENTOR FULL TIME DEL ARTE ARGENTINO "El mundo no me necesita,
pero para el arte contemporáneo soy inevitable" ", en
Clarín, Buenos Aires, 3 de julio de 2005. - 51 Andruetto, María Teresa:
Stéfano. Buenos Aires, Sudamericana, 2001. - 52 Rotstein, Enrique y Fabio: Fanny Dubroff y David
Rotstein, en www.math.bu.edu/people/
horacio/anc-cast.htm - 53 Schwarzstein, Dora: "La llegada de los
republicanos españoles a la Argentina", en Estudios
Migratorios Latinoamericanos, 37. CEMLA. Buenos Aires,
1997. - 54 Alonso, Rodolfo: "La Galicia del Plata", en El
Tiempo, Azul, 1° de diciembre de 2002.
En el puerto
"Mole de mundo,/ cargado de niñez, hombres y
tumbos,/ arribaste", canta Carolina de Grinbaum en "Llegaste".
(1). Por fin, se avista la tierra americana. "Un
día el barco atracó en la ribera/ –dice el poema
de Roberto Druetta– y dos mozalbetes bajaron de él,/
portando valijas llenas de ilusiones,/ repletas de sueños y
de mucha fe" (2).
"Desde el vapor hasta la costa –relata el pionero
holandés Diego Zijlstra, en Cual ovejas sin pastor–
tuvimos que navegar en carro y lancha unos diez kilómetros
soplando un viento de invierno que nos penetraba hasta la
médula de los huesos. Ya estábamos en la tercera semana
de junio… Verano en el hemisferio Norte. Pero invierno
aquí…" (3).
El narrador describe, en Frontera sur, uno de los tantos
desembarcos de inmigrantes, en la década del 80: "Los buques
anclaban muy lejos de la costa, y viajeros, equipajes y
mercancías pasaban, o eran arrojados, a una gabarra o a
varios botes pequeños, que lo llevaban todo a los carros en
que, finalmente, salía del agua. Si el calado no
resistía una quilla, por escasa que fuese, las
irregularidades del fondo lo hacían en algunos puntos
excesivo par alguna de las ruedas de los vehículos, que
encallaban o volcaban, arrastrando su carga al desastre. Padre e
hijo presenciaron un desembarco, pendientes del bamboleo y los
sobresaltos de los carros, del griterío de los que
temían ahogarse en aquel tramo de su odisea, que imaginaban
último, y de las voces de quienes, de pie en los pescantes,
guiaban a las bestias. Ramón abandonó la
contemplación de las inmundicias que las llantas arrancaban
del limo y sacaban a la superficie cuando su padre fue a reunirse
con un mayoral de mirada torcida" (4).
A criterio de Delfín Garasa, "Una de las más
cumplidas descripciones de un heterogéneo desembarco es la
que ofrece Luis Pascarella en su novela-alegato documental, El
conventillo. Llega el Christoforo Colombo y primero bajan los
hombres de negocio con su apoplética cerviz, con el paso
resuelto de los acostumbrados a dar órdenes y ser
obedecidos, los turistas ingleses con sus máquinas
fotográficas y algunas señoras un tanto
perplejas por no ver en el muelle indios con plumas y taparrabos.
Por ese entonces, el viaje a Europa empezaba a otorgar prestigio
social, y los argentinos que regresan cambian opiniones en alta
voz sobre los modelos de París, el mobiliario inglés o
la sinfonía escuchada en la Opera de Viena. Y, finalmente,
aparecen los inmigrantes, tan fustigados en los azares de las
proclamas políticas, un "enorme hormiguero" que
había viajado en el mayor hacinamiento. Rostros curtidos,
exhaustos, azorados. En todos se presiente la
pregunta:
¿Qué les deparará esta nueva tierra? De
pronto, una mirada se ilumina o un brazo se agita en alto porque
se ha reconocido a alguien en la muchedumbre que espera. Van
bajando los hebreos de desgreñadas barbas y gastados
levitones, los "turcos" con sus espaldas combadas, los
nórdicos enjutos, los napolitanos pequeños y retorcidos
como raíces, los andaluces gárrulos, los gallegos
pacientes, los holandeses esponjosos, los genoveses de
músculo recio e insaciable voracidad. Una mujer besa la
tierra que los acoge y tras su actitud ritual se adivina un
pasado de penurias y recelos. Y agrega Pascarella: "La gran
ciudad de calles dirigidas hacia el Oeste recibe en su seno
aquella semilla que purificada en un ambiente de libertad (…)
se reproducirá en su inmensidad desierta" (5).
Desembarcan los inmigrantes en Irresponsable, de M. T.
Podestá: "A lo lejos empezó a divisar una caravana de
hombres, mujeres y niños, que parecían acudir a alguna
feria. Era una larga fila de inmigrantes que cruzaban la plaza
marchando detrás de sus equipajes que ellos mismos ayudaban
a transportar. Jóvenes en su mayor parte, fuertes,
vigorosos, con esa robustez peculiar de los hijos de las
montañas. Vestían sus mejores trajes: los hombres, sus
chaquetillas lustrosas, con botones de metal, colgadas del hombro
derecho, y dejando ver su camisa blanca, amplia, de hilo crudo,
sujeta al cuello con un pañuelo de seda multicolor; sombrero
de fieltro, en cuya cinta habían colocado algunos una pluma;
el brazo izquierdo desnudo, musculoso, férreo, caras
plácidas, de hombres sanos, contentos, sanguíneos;
hablaban fuerte en su dialecto especial, echando tal vez sus
cuentas sobre la probabilidad de una próxima fortuna.
Algunos llevaban en sus brazos criaturas rollizas, rubias, con la
plasticidad exuberante de la buena pasta con que estaban
amasados; otros iban encorvados, cargando sobre sus
espaldas gruesas gotas de sudor sobre la arena
caliente y brillante del suelo. Las mujeres, con sus trajes de
aldeanas, de colores vivos, con sus caderas anchas, redondeadas,
sobre las que apoyaban negligentemente su mano. De facciones
correctas, y algunas hasta hermosas, con sus colores de manzana
madura, sus grandes ojos negros, vivos y de mirar curioso;
dentadura fuerte, blanca, compacta, y un seno elevado, turgente,
capaz de alimentar tres chicuelos hambrientos; cubría su
cabeza un pañuelo de lanilla de fondo gris con flores
estampadas, atado delante con un nudo abierto: una simple vuelta
para que los dos extremos de sus puntas simétricas caigan
con igual armonía sobre los hombros; la garganta
descubierta, blanca, ostentando vueltas de cadenas de gruesas
cuentas de oro, en cuyo centro colgaban amuletos de coral o la
imagen venerada de la madona de su aldea. Iban caminando
lentamente detrás del carro y sus equipajes: un gran carro,
en el que se había apiñado una pirámide de
baúles, de valijas, cestas nuevas, en cuyos escalones iban
sentados algunos de los inmigrantes, en mangas de camisa, con el
pecho descubierto, quemado por el sol, y a la sombra de grandes
paraguas verdes y colorados para proteger a los niños que
estaban allí prendidos al pecho de las madres recostadas
cómodamente contra las valijas. Era una especie de marcha
triunfal a las doce del día bajo los rayos del sol ardiente;
parecía una ovación a este pedazo de la América,
cuya fama corre hasta golpear las puertas de las aldeas más
remotas, en busca de brazos vigorosos con la insignia de la mies
y del arado.
¡Cuántos se acordarían de sus hogares y
cielo, a quienes habían saludado por última vez al
doblar el camino de sus queridas montañas; enviando una
despedida cariñosa al campanario de su aldea que
parecía asomarse empinado desde el fondo del valle para
decirles una vez más: aquí los espero… ¡hasta la
vuelta!" (6).
Jorge Isaac evoca, en Una ciudad junto al río, el
momento en que los extranjeros arriban a la nueva tierra: "Los
inmigrantes, aunque vengan en el mismo barco, llegan y descienden
aquí de manera diferente según sea su origen que
nosotros, con sólo mirarlos y hasta a veces sin oírlos,
hemos aprendido a determinar con riesgo escaso de equivocarnos".
Seguidamente, describe el desembarco de italianos,
alemanes, españoles, judíos y árabes,
señalando las peculiares características de cada
grupo.
Y el desembarco de un enfermo: "Llegó
la segunda tanda de "polacos". Uno, vino enfermo. Lo
bajaron dificultosamente del barco, lo llevaron casi
arrastrándolo sobre la larga planchada y luego,
alzándolo en vilo, lo trasladaron hasta debajo de los
árboles donde se hallaban, en varios grupos, los demás.
(…) De vez en cuando retorcíase y gemía, sin abrir
los ojos. (…) Media hora después, llegó la
ambulancia. Un carretón tétrico, tirado por cuatro
alazanes bien alimentados, muy parecido a otro que sirve de
fúnebre pero del que tiran unos caballos renegridos. Casi
podría decirse que la variante consiste tan sólo en el
color de los animales. Lo cargaron al enfermo sin que él se
diese cuenta. Mantenía los ojos cerrados y los miembros
blandos, sin fuerza, exhalando de vez en cuando un gemido corto".
Un largo rato después, el narrador recibe el legado del
polaco: una bolsa conteniendo una colchoneta, varios tarros
ennegrecidos por el humo de las fogatas y un paquete con hierbas
de varias clases (7).
En La rejión del trigo, Estanislao Zeballos imagina
el estado de ánimo del inmigrante: "Mirad al colono en el
muelle, pobre, desvalido, conducido hasta allí después
de haber sido desembarcado á espensas del gobierno, sin
relaciones, sin capital, sin rumbos ciertos, ignorante de la
geografía argentina y de la lengua castellana, lleno de las
zozobras y de las palpitaciones que agitan al corazón en el
momento supremo en que el hombre se para frente a frente de su
destino para abordar las soluciones del porvenir, con una
energía amortiguada por la perplejidad que produce la falta
de conocimiento del teatro que se pisa, y las rancias
preocupaciones sobre nuestro carácter, el más
hospitalario del mundo por redondo y el más vejado en Europa
por necias o pérfidas publicaciones. Solamente lo alientan
en tan extraña situación de espíritu las aptitudes
que lo adornan y la voluntad de hacerlas valer" (8).
La protagonista de Virgen, novela de Gabriel
Báñez finalista en el Premio Planeta, aún anciana
"podía escuchar el rolido de las aguas contra el casco del
lanchón de amarre, los saludos violentos de la
tripulación a lo lejos, y la mano aterrada de su padre
mientras le ayudaba a bajar de la planchada. No iba a olvidarla
jamás: era una mano con consistencia de pez, húmeda y
avergonzada" (9). del barco", donde escribe: "Se
disipa la angustia de una travesía de dos meses que les
quitó fuerza y salud. Sin embargo, a algunos se les llenan
los ojos de lágrimas cuando miran por última vez al
"Génova" con sus dos banderas trenzando azules y verdes"
(10).
La casa de Myra es la novela de Aurora Alonso de Rocha
que mereció el Segundo Premio Xerox para autores
inéditos, en 2001. En ella, la escritora relata qué
sucedía, en el año 1874, cuando los inmigrantes
descendían del barco: "Un mulato joven movía con el pie
descalzo el pedal de la máquina. Con cada golpe una nube de
cal pulverizada cubría la ropa, las manos, la cara, el
equipaje de cada viajero" (11).
Más tarde, se utilizó otro procedimiento. En
La noche lombarda, Atilio Betti recrea, al acostarse en su
camarote del barco que lo lleva a Italia, el duro trance que
sufrió el padre del protagonista, junto con otros pasajeros:
"Un chorro de agua, un manguerazo brutal, le dio en la cara. Lo
vi trastabillar, mojado. Lo vi llorar de indignación y
afirmarse en los zapatos claveteados, agarrándose
fuertemente del tirador negro, sobre el torso sin saco, para no
caer bajo el golpe del agua. (…) En tropel, árabes y
turcos aparecían y desaparecían alrededor de mi padre.
Corrían, gritando, aullando, perros mojados, perros azotados
a manguerazos, a refugiarse bajo mi cama mientras que papá,
rascándose con furia las axilas, gritaba o gemía, o
gritaba y gemía al mismo tiempo:
¡Piojosos! ¡Piojosos!" (12).
Otro escritor alude a esa práctica: "De aquella
antigua inmigración que inspiró al dramaturgo
Vacarezza, a la que desinfectaban con los chorros de fumigadores
de animales sobre los muelles de Puerto Madero donde hoy se come
con inmaculada vajilla, quedan sus jerarquizados descendientes
–nosotros-, bruscamente sobresaltados", afirma Orlando
Barone (13).
Aún en América, en muchos inmigrantes el miedo
persiste. El capitán croata Miro Kovacic recuerda que,
cuando desembarcaron, había "un fotógrafo que se
ofrecía a sacar fotos a las familias. Más de uno
huía cuando lo veían aparecer porque en su gran
mayoría los pasajeros no querían precisamente hacer
pública su llegada, ni que su cara quedara fijada para
siempre en un papel que podría ser utilizado por alguien
más adelante. Todos veníamos con la intención de
iniciar una nueva vida. Habíamos sufrido
demasiado. Estuviéramos del lado que estuviéramos. De
la guerra ningún ser humano sale indemne" (14).
En la nueva tierra, había reglamentos que cumplir.
Samuel Watch, polaco, había llegado años antes; al
arribar Raquel, "para poder bajar del barco se tuvieron que casar
en el Hotel de Inmigrantes, casi sin conocerse" (15).
Y trámites que realizar: "Un pequeñísimo
inmigrante ilegal. Así fue como arrancó su historia en
este país Clorindo Testa, un bebé de tres meses que, a
upa de su mamá, quedó demorado muchas horas en un barco
mientras afuera, en el puerto de Buenos Aires, la discusiones en
torno a su ingreso, que sí que no, arreciaban entre su padre
y los funcionarios de migraciones. (…) Hijo de Juan
Andrés, un médico radiólogo afincado en el
país desde 1910, y de la argentina Ester García,
Clorindo Testa (también Manuel José pero sólo de
bautismo) nació el
10 de diciembre de 1923 en Nápoles, por designio
romanticista de su papá, quien se embarcó con su mujer
embarazada para que el primogénito conociera la luz en la
tierra de sus mayores. "Pero al volver, al viejo no se le
ocurrió que tenía que anotarme en el consulado
argentino, pensó que si venía con ellos alcanzaría
con el registro civil italiano", explica" (16). La
ciudad que recibe al inmigrante es aquella que evoca María
Rosa Lojo, en su novela Finisterre. En 1832, "Buenos Aires era
entonces una ciudad blanca y baja, quizá sólo atractiva
desde la lejanía. Ilusionaba los ojos a la distancia pero a
medida que los barcos iban acercándose a la entrada del
río ancho y playo, donde resultaba imposible fondear,
cedía el encantamiento. (…) Las calles eran irregulares y
sucias, pantanosas de a trechos. Animales muertos y montones de
desperdicios se acumulaban en algunas esquinas" (17).
A partir de 1912, "Cada vez que llegaba un barco al
puerto de Buenos Aires, dos señoras del Patronato
Español recibían a las jóvenes que llegaban solas
o que no encontraban a sus familiares. Las ayudaban a hacer los
trámites en el Hotel de los Inmigrantes, las acogían en
el Patronato y les conseguían trabajos en casas de familias
conocidas" (18).
Marcos Alpersohn destaca que, en 1891, "No se veía
persona alguna en las calles. Edificios dañados, puertas y
ventanas protegidas por rejas arterias
céntricas, conduciendo a muy pocos pasajeros"
(19).
Baldomero Fernández Moreno, en La patria
desconocida, recuerda: "La primera impresión de mi madre,
que tenía dieciocho años, y la de todos, fue
formidable, ante aquel Buenos Aires chato de entonces, las
veredas altísimas, las calles sin cloacas, así que
cuando llovía se transformaban en verdaderos ríos y los
transeúntes eran pasados a babuchas por alguien que se
encargaba de ello. Las revueltas de la época, las calles
empinadas en barricadas, las tropas que a todos les parecían
siniestras después de los atildados soldados europeos.
Aquellos días de lluvia interminables en que ni el pan ni la
carne ni otro proveedor llegaban a las casas. En fin, los
tranvías de caballos, con su cuarta y su corneta, y cuya
dulce elegía a nadie he oído exhalar con tanta
nostalgia como a mi madre" (20).
Oscar González, en "La anunciación", brinda
otra visión de la ciudad: la que tiene una mujer italiana,
quien "desembarcó asombrada un día cualquiera,/ En un
extraño puerto sin molinos ni cabras" (21).
Y Arcuschín, la de los judíos ucranios: "Al
bajar se sorprendieron de la brillantez de la luz solar, la
diafanidad del cielo y la cordialidad con que fueron recibidos.
Buenos Aires hacia 1906, era una ciudad chata, de casas bajas,
con un puerto pequeño y muy pocos medios de transporte.
(…) Sin embargo, la primera impresión no dejó de
desilusionarlos" (22).
Décadas después, el teniente
coronel Walther Werner, de las fuerzas especiales
nazis, intenta imaginar la ciudad en la que crece su hijo:
"¿Cómo sería esa ciudad de Buenos Aires? Tengo
referencias vagas, fotos vistas en un álbum de turismo.
Imagino una ciudad de casas bajas, calles muy quietas, con
avenidas largas y monótonas como las de ciertos barrios de
Londres. Es un pueblo bastardo, pero casi blanco y amigo de
Alemania". Lo narra Abel Posse en El viajero de Agartha, novela
que obtuvo el Premio Internacional de Novela Novedades y Diana
1988-1989 en México (23).
Del barco, al Registro Civil, donde se les
proporcionará el documento argentino. Gabriel
Báñez relata algunas anécdotas al respecto: "Las
escenas más patéticas tenían lugar en el Registro
Civil del puerto, sin embargo, ya que en el vértigo de las
anotaciones los empleados de por aproximación,
con traducciones bárbaras y fulminantes, así que cuando
alguien decía Damianovich o Dimitropoulos, ellos copiaban
Damián Vich o Demetrio Pulos. Nadie traspasaba las oficinas
de documentación con el apellido indemne" (24).
Fruto de este accionar es el apellido de una familia de
origen polaco. Así lo explica Ana María Shua: "ese
Gedalia nunca se llamó exactamente Rimetka. El apellido
Rimetka fue el producto de una combinación de la fineza
auditiva y la arbitrariedad ortográfica de cierto empleado,
sumadas a su particular forma de interpretar un documento escrito
en una lengua desconocida, más su concepto personal sobre el
apellido que debía llevar en el país un extranjero
proveniente de Polonia: del empleado del registro civil que, en
su momento, le tomó los datos al abuelo Gedalia para
confeccionar su documento argentino. Como tantas otras familias
de inmigrantes, los Rimetka tuvieron, así, un apellido
intensamente nacional, un producto aborigen, mucho más
auténticamente argentino que un apellido español
correctamente deletreado, un apellido, Rimetka, que jamás
existió en el idioma o en el lugar de origen del abuelo, que
jamás existió en otro país ni en otro tiempo"
(25).
"Hijo de Gerónimo, un capitán de barco
yugoslavo apellidado Poklépovich, Caride llevó ese
apellido hasta los 19 años, cuando harto de que lo
transformaran en Lipoclepo o en Popoclopovich, se quedó con
el Caride por parte de madre" (26).
En una reunión de inmigrantes armenios, "entre
todos festejaron los errores de los apellidos actuales, ante la
imposibilidad de los funcionarios de encontrar letras algunos
sonidos del idioma armenio. No faltaban hermanos con distintos
apellidos. El filoso sable del turco alcanzaba a seccionar
algunos nombres. Esa primera generación llevaba nombres
armenios, aunque o pasaran el riguroso examen del Registro Civil.
Pero en familia se los llamaba por su nombre verdadero; el
apócrifo era el de los documentos. Con las edades
sucedía lo mismo. Algunos se agregaban años para poder
viajar como mayores, porque no tenían ningún familiar.
A otros, por falta de dinero, les quitaban años y pasaban
como menores. Era cuestión de sobrevivir" (27).
"mi abuelo materno llegó, a principios del siglo XX,
al puerto de Buenos Aires; viajaban con él muchos parientes.
Cuando el empleado de Migraciones le preguntó su nombre,
él dijo "Moisés José Almendra". El empleado le
contestó: "¿Cómo se van a apellidar Almendra, si
son tantos?". En el documento argentino que recibieron, todos
ellos se apellidaban Almendros. Y así se apellidan sus
descendientes argentinos.
En "Historia de una inmigración", leemos: "Contaba
una señora que el apellido de muchas familias tiene un
origen particular: cuando comienza la inmigración, muchos no
tenían siquiera un documento. Otros por cuestiones de la
guerra dejaban a sus hijos a cuidados de otras familias, quienes
los anotaban con el nombre de estas familias. Las familias
representaban a los lugares de origen. La familia Huck, por
ejemplo, era en alusión a un pueblo de nombre Huck en la
zona de Rusia, Saratow" (28).
Notas
- 1 Grinbaum, Carolina de: "Llegaste", en
Inmolación. Buenos Aires, el grillo, 2002. - 2 Druetta, Roberto Antonio: "Inmigrantes", en Colonia
Castelar. Su centenaria epopeya de trabajo y amor 1890-1990,
citado en
www.nalejandria.com/01/tarbut/novedad/pikudei/inmigr.htm - 3 S/F: "Historia de pioneros", en
Clarín, Buenos Aires, 2 de febrero de
2002. - 4 Vázquez-Rial, Horacio: op.
cit. - 5 Garasa, Delfín Leocadio: La otra Buenos Aires.
Paseos literarios por barrios y calles de la ciudad. Buenos
Aires, Sudamericana-Planeta, 1987. - 6 Podestá, M. T.: Irresponsable.
Buenos Aires, Editorial Minerva, 1924. - 7 Isaac, Jorge E.: Una ciudad junto al
río. Buenos Aires, Marymar, 1986. - 8 Zeballos, Estanislao: La rejión
del trigo. Madrid, Hyspamérica, 1984. - 9 Báñez, Gabriel: Virgen.
Barcelona, Sudamericana, 1998. - 10 Aguad, Susana: "Al bajar del barco", en
Clarín, Buenos Aires, 20 de octubre de 1999.
El Libro, 2001. - 12 Betti, Atilio: La noche lombarda.
Buenos Aires, Plus Ultra, 1984. - 13 Barone, Orlando: "El avance de la intolerancia
aldeana", en La Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de
2000. - 14 Anzorreguy, Chuny: op.
cit. - 15 Watch, Ana: "Clara, una niña judeoargentina
víctima del nazismo", en
www.fmh.org.ar. - 16 Muzi, Carolina: "En el nombre del
arte", en Clarín Viva, Buenos Aires, 22 de
junio de 2003. - 17 Lojo, María Rosa: Finisterre. Buenos Aires,
Sudamericana, 2005. 192 pp. (Narrativas) - 18 S/F: "Instituto Español Virgen del Pilar", en
Fame Magazine, N° 24, julio de 2007. - 19 Alpersohn, Marcos: Memorias de un
colono argentino, en Judaica N° 50. Tomado de
Senkman, Leonardo: La colonización judía. CEAL,
Historia Testimonial Argentina. Documentos vivos
de nuestro pasado, 1984. - 20 Fernandez Moreno, Baldomero: La
patria desconocida. - 21 González, Oscar: "La
anunciación", en El Tiempo, Azul, 16 de abril de
2000. - 22 Arcuschín, María: De
Ucrania a Basavilbaso. Buenos Aires, Marymar,
1986. - 23 Posse, Abel: El viajero de Agartha.
Buenos Aires, Emecé, 1989. - 24 Báñez, Gabriel: op.
cit. - 25 Shua, Ana María: op.
cit - 26 Guerriero, Leila (texto) y Lucesole, Martín
(fotos): "PERSONAJES Miguel Caride El pintor olvidado", en La
Nación Revista, Buenos Aires, 24 de abril de
2005. - 27 Bedrossian, Eduardo: Memorias para no
olvidar. Buenos Aires, 1998. - 28 S/F, con la colaboración de Pablo
Münter: "Historia de una inmigración", en
www.basoenlared.com.ar.
Asi viajaban los inmigrantes hacia la "tierra de
prornisi6n". Tristeza, incertidurnbre, enfermedades, los
acornpafiaban, pero tarnbi6nla esperanza de que en la Argentina
encontrarian paz, libertad y bienestar.
Bibliografía
Enciclopedias
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