En busca del Capitán Varona
Quien haya sido maestro, siempre mal pagado o incluso sin paga, sabe que su vida puede rondar en algo cercano a un menesteroso pidiendo de puerta en puerta o viviendo de la caridad pública, Domingo se miró y notó que en esto se estaba convirtiendo. La única persona de verdadera confianza en la cual pensar era la del colono de la caña quemada y aunque sabía que la estaba pasando mal con su numerosa familia, no le quedó más remedio que dirigirse a él para solicitar, como todos los que le habían precedido, un dinerillo para una gestión de "libros" en la cabecera de provincia. El colono no le falló y con escasos cinco pesos, salió al día siguiente, al mediodía, para Camaguey, aunque tuvo que trasbordarse pues el coche de línea le dejaba en un pueblo del camino de la Habana, que es como le llamaban al terraplén central que iba desde el Oriente al Occidente en esta isla en forma de Caimán.
Esa noche durmió en una posada de mala muerte, cerca de la estación del ferrocarril y al día siguiente muy temprano se puso a indagar por el capitán Varona, pero como la guerra había terminado hacía más de 20 años, era difícil hallar su paradero, porque unos habían luchado bajo las ordenes de Máximo Gómez o de Maceo, de Calixto García o de Quintín Banderas, pero ninguno conocía al dichoso capitán y sus pesquisas no habían dado ningún resultado después de mucho vagar por aquellas calles estrechas de la llamada ciudad de los Tinajones.
Camagüey, antiguo Puerto Príncipe, era una ciudad completamente colonial hecha por españoles y criollos, aunque sin edificaciones que superaran las tres plantas, con algún que otro palacio de alguna familia distinguida del siglo anterior habitados ahora muchos de ellos por apellidos y personas menos ilustres patrióticamente pero sí con más poder adquisitivo.
El capitán Varona, no aparecía por ninguna parte, aunque se encontró varias personas que ostentaban ese apellido, de diferentes color de la piel y estratos sociales, al parecer pertenecía a alguna familia antigua de la zona; pero nuestro joven no estaba para historias o solamente para una, la de Domitila, Buenaventura y sus amigos. Al mediodía el hambre le retorcía el estómago, pero no tenía para mucho, un par de "matahambres" o "matagallegos" como le decían vinieron en su ayuda, al costo de unos centavos, y por poco se atraganta con ellos, por la saciedad con que los engulló. Demoraron rato en bajar hasta el estomago y por suerte mucho más en digerirse.
Al final, un hombre mayor con lentes y sombrero de pajilla, le dio un norte en ese momento en que la brújula se le paraba o apuntaba sin dirección fija: el del Club de Veteranos donde todas las noches se reunía la flor y nata del patriotismo de la ciudad, para contarse historias de la manigua, siempre hablar del heroísmo del Mayor General Ignacio Agramante y jugar alguna que otra partida de dominó. Tenía entonces que pernoctar una noche más, la plata se le acababa y también el tiempo, pues era miércoles y el domingo serían las fiestas sangrientas de Buenaventura.
Al caer la noche, después de preguntar un par de veces pudo llegar al susodicho lugar, como todos, edificación colonial de puertas anchas y dentro, humo de tabaco e historias de todos los tipos de batallas, con tiroteos y cargas al machete por las gloriosas tropas de Máximo Gómez e Ignacio Agramante. No más entrar preguntó por el capitán Varona, algunos lo miraron y ninguno le hizo caso, volvió a preguntar y nada y entonces gritó con todas sus fuerzas: – ¿Dónde coño está el capitán Eustaquio Varona?, entonces todos lo miraron como si estuviera loco y una voz salió de detrás de una hilera de fichas de dominó desgastadas por el uso y le respondió: – capitán no, coronel y ¿quién diablos y para qué me busca? – Al fin lo había encontrado, claro, él lo buscaba por capitán, pero al terminar la guerra lo habían ascendido. Se acercó sonriendo y éste como si aún se encontrara en la manigua le espetó: – Tiene la lengua muy suelta jovencito, aprenda a respetar. – El joven se disculpó, por supuesto y también con los presentes, a los que dio explicaciones, esto le abrió las puertas de los corazones de aquellos veteranos, que más que alguno había ido a la manigua no sólo por patriota, si no por no aguantar la prepotencia y el mal hablar de las autoridades coloniales. Luego le comunicó al Coronel, lo más bajo que pudo de donde venía y que necesitaba verlo con urgencia.
El coronel Varona, aun no muy conforme, por haber sido protagonista de aquella escena que interrumpiría el placer del juego de dominó, le cuestionó el por qué de tanto apuro, el joven le dijo que era de mucha gravedad porque estaban en juego las vidas de personas que él había conocido. – Espere a que termine esta data, – dijo – "pa" que sepan acá los caballeros cómo se gana en el dominó Notó que le quedaban aun 4 fichas y a sus oponentes solo dos y una respectivamente. Pensó, aunque no sabía mucho de dominó que tenía el juego perdido, pero no fue así, cuando le correspondió su turno puso un 9 en un lado, el oponente con una ficha se pasó, pero el que tenía dos había puesto un 6 en la otra punta, su compañero lo pensó mucho e hizo la jugada que generalmente no se hace al final del juego, se doblo en el 6. Esto es lo que necesitaba el viejo oficial, puso el juego a 9 todo el mundo pasó, se doble en el nueve y al final dominó con el 9 y 8. Había jugado magistralmente el final. Su compañero de mesa estaba encantado, sus oponentes contrariados y otros presentes, sonriendo a carcajadas, le daban palmadas en el hombro y le decían: – así se hace, así se hace Coronel.
Se puso en pie y entonces el maestro pudo notar que pese a la edad aun era un hombre corpulento, aunque renqueaba de un pie. – Esto se lo debo a la manigua y a aquella yegua briosa que me lanzó después de una carga contra unos Panchos que se parapetaban detrás de un árbol caído, por suerte estaba cerca el teniente Buenaventura que cargó valientemente detrás de mí con sus hombres, bravos, muy bravos. Sí, con el cabo Santos y el sargento Cervantes, de no haber terminado la guerra los hubiera ascendido a oficiales, pero esos malditos yanquis, pero a ver ¿cómo están las cosas por allá?, aunque supe lo de la muerte del teniente. Mire lo que son las cosas, después de tanto combate en la manigua venir a morir en un pleito de compadres. – Seguía considerando a sus hombres como si aun estuvieran en la manigua y siguieran bajo su mando.
– ¡Ah!, – exclamó el viejo mambí, – y ¿cómo está la viuda, Doña Domitila? sí, que mujer – dijo – con lo que pasó en la manigua y tuvo fuerzas para seguir viviendo, recuperarse y parir un montón de criaturas. – Sin darse cuenta ya el Coronel le estaba dando algunas pistas.
Se sentaron a una mesa que había perdido el barniz por el tiempo y el uso. Pasó entonces, el maestro, a contarle con lujo de detalles el motivo de su viaje, y lo que pasaba en el pueblo; y que había que parar las venganzas y los resentimientos, pues ya afectaban a otras personas, otra generación de inocentes y ahora todo dependía de él, del coronel Eustaquio Varona.
– Tiene usted razón maestro, si ahora mismo yo tuviera la pierna buena, fuera con usted a poner orden allá y expulsar a patadas al Alcalde y sus amigotes, pero usted no sabe lo que duele por la noche, sólo las pomadas mentoladas me alivian y deja un olor en la cama, que sólo soporta la vieja, porque llevamos más de 40 años juntos.
El secreto de doña Domitila
– ¿Pero qué le ocurrió a Doña Domitila?, – el joven se impacientaba, urgía al Coronel, cosa no aconsejable con viejos patriotas, por lo que el viejo oficial lo paró en seco,
– Pero aguarde joven, la noche es muy larga y lo que le voy a contar no es la historia de las mil y una noches.
– Mire, después de la reconcentración del maldito Weyler, ese enano con botas, muchas familias no se presentaron, no confiaban para nada en los españoles, como en efecto ocurrió, pues los que acudieron los hacinaron después en lugares cercados en las ciudades, sin ningún tipo de alimentos, medicina e higiene, de manera que algunas personas caritativas, pasaban y les tiraban algunos alimentos, los españoles poco o nada, pues si algo llegaba se lo quedaban o le daban solo una pequeña parte, de esta forma se fueron muriendo muchos, es posible que más personas muriesen por esta medida que combatiendo en la guerra. El pretexto era que si se quedaban en el campo ayudaban y abastecían a los mambises, lo que no era mentira, aunque siempre tuvieron también algunos informantes comprados, por presión, o por lo que sea.
– Las familias que se quedaron en los campos, no les fue mucho mejor, pues perseguidas por las partidas de voluntario estaban condenadas a muerte donde las encontraran, incluyendo mujeres, niños y ancianos. Una de aquellas, tal vez la más sanguinaria la comandaba el mal compadre Nemesio Ramírez, que había estado antes de la guerra pretendiendo a la Domitila, pero ésta prefería a Buenaventura con el que comenzó relaciones formales bajo promesa de casamiento. El despecho del primero, al verse despreciado, llegó entonces a los máximos extremos por lo que se ubicó en el bando opuesto durante el conflicto del 95 y persiguió ferozmente a las indefensas familias de campesinos, violando a cuanta mujer encontraba antes de matarla.
– Ante esta situación, nuestros jefes decidieron que no debíamos movernos con la Invasión y debíamos quedarnos hostigando a los españoles y voluntarios y protegiendo, en lo posible a las familias de campesinos. Sí, en lo posible, porque siempre no podíamos hacerlo, unas veces porque estábamos siendo perseguidos por alguna columna española numerosa y bien armada o porque el territorio era muy extenso y nuestra movilidad limitada.
– Domitila, con su familia y unos vecinos estaba en esta situación y cada vez que podía era visitada por el teniente Buenaventura, hasta que un día alguien los delató y la partida de Nemesio se presentó de improviso en el campamento, quemando y disparando en todas direcciones y matando a cuanto ser vivo encontró. Ella, como mujer joven y hermosa, quedó cautiva de esos sinvergüenzas y si no fue violada por más voluntarios era porque éste la quería para sí, aunque recibió golpes por todas partes de la forma más salvaje posible, por negarse y defender su honor, a mas de uno mordió y hasta a el mismo por poco le arranca una oreja. Un niño que había ido por agua al río vio lo sucedido y pudo huir y dar cuenta al teniente Buenaventura que sin pensarlo dos veces salió con dos de sus hombres de confianza para rescatarla, cosa que hicieron en un descuido de los voluntarios, después de machetear a tres de ellos. Aquellos cobardes al ver correr la sangre, pensaron que había muchos más mambises y se dispersaron corriendo cuanto pudieron, a pie o a caballo.
– No era momento para la venganza por lo que cargaron rápidamente con Domitila inconsciente y como el teniente Buenaventura no podía ausentarse del campamento, ordenó a sus dos hombres que lo acompañaban, que no eran otros que el cabo Santos y el sargento Cervantes, a que la trasladaran a lo más profundo del monte, lo más lejos posible de la zona. Durante el trayecto ella estuvo siempre inconsciente y no recordó nada de su rescate.
– Al día siguiente yo me presenté en el campamento para amonestar al Teniente pues nos encontrábamos bajo el acecho de una numerosa columna española armada con artillería, y pronto tendríamos que realizar algún tipo de acción disuasoria para que abandonaran la zona. Más de un día demoraron en encontrar un lugar seguro para Domitila al cuidado de una familia de guajiros, también fugitivos de la reconcentración. Ella, al despertar lo único que vio fue los rostros del cabo Santos y del sargento Cervantes, por lo que los confundió con los voluntarios, gritó y vociferó salvajemente hasta que los campesinos le aconsejaran a los mambises que se fueran y así solo pudieron calmarla.
– Tiempo después, al terminar la guerra, Buenaventura no quiso volver a tratar este asunto con ella, para que se recuperara lo más tranquila posible del doloroso trauma que había sufrido y del cual demoraría mucho en superarlo, o tal vez nunca, por lo que usted me cuenta. Él calló toda la verdad de lo sucedido, cosa que han hecho también hasta ahora, sus dos valientes subordinados, sobre los que usted me cuenta que ha caído injustamente toda la furia de la Doña. Pero en la cabeza de Domitila está el culparlos, cuando al contrario, pusieron su vida en peligro por salvarla.
– Entonces ¿qué cree que hagamos Coronel?, usted
tiene dificultades para moverse y puede que a mí no me crean todo lo
que me ha contado, y en tres días va ha haber más guajiros macheteados
que totíes en una Ceiba.
– Mire maestro, yo escribiré una carta, ahora mismo, y usted en la madrugada partirá para ese pueblo escondido, aunque sea caminado; en la guerra perdí muchos hombres, y quiero que los que quedan mueran por causa natural. Usted me enviará un telegrama con lo sucedido y si es necesario me personaré allá aunque sea en globo, para poner orden en ese maldito pueblo y no solo con Domitila, el Cabo y el Sargento; también con el hijo de mal padre del Alcalde y los cuatro comerciantes ladrones que viven allí.
Pensó que el Coronel exageraba, – ve que viajar en globo. Conocía también algún que otro comerciante honrado, humano y trabajador. Pero con el bravo mambí no debía existir ni la más mínima contradicción.
– Solo hay una cosa que me queda por saber, tal vez por curiosidad o para tener más argumentos en lo que he de realizar –dijo el maestro midiendo las palabras temiendo que lo tomaran por meter las narices donde no debía o querer saber demasiado.
– ¿Qué fue de la vida de Don Nemesio Ramírez?
– Sabía que al final me preguntaría sobre eso, pero en realidad no sé nada o casi nada, aunque estuve medio involucrado en el asunto, pero no en su muerte, por tratar de defender a uno de mis hombres que usted conoce bien, el negro Taipa.
– ¡Vaya sorpresa! – exclamó el maestro involuntariamente.
– Cuando acabó la guerra, prosiguió el Coronel, Nemesio desapareció, como huyendo, aunque no se tomaron medidas, ni se juzgaron los crímenes de guerra, ni de los voluntarios, pues al final, los que ganaron la guerra, los americanos no tenían deudas que saldar. No obstante, éste por temor a represalias por parte de los familiares de sus víctimas, se fue no se sabe dónde, unos dicen que lo vieron por Pinar del Río, otros que en la Habana y algunos incluso que se fue para España, con sus amigos "los Panchos". Lo cierto es que cinco o seis años después, apareció con amigos en las esferas políticas locales, por lo que, al parecer, lo convertía en un hombre intocable. Lo acompañaba siempre uno de sus hombres, un mulato claro, alto y fuerte, al parecer bien parecido o que se creía eso y que tenía varias mujeres, bien por chulo o por lo que fuera.
– Un día, sin embargo, Tomás como se llamaba el mulato, se fijó en una morena que trabajaba en un restaurante, bar o cafetería muy concurrido por las ahora clases vivas de la ciudad. Como la morena lo rechazó, el trató de tomarla por la fuerza, pero se equivocó porque ella tenía un novio, pretendiente o admirador que era nada más ni nada menos que el negro Taipa, uno de mis hombres más útiles, no tanto en las batallas, pues estuvo en pocas, sino por su habilidad para arranchar todo tipo de alimentos en la manigua, en lo cual no tenía igual. También usaba un método excelente de repoblación, pues si sacaba algún boniato sembraba muchos bejucos o igual con la yuca, dejando el sitio sembrado de cangres, o la calabaza, abriendo alguna y sembrando semillas por todas partes y hasta la malanga y el ñame, donde siempre dejaba alguna sembrada. De modo, que en pocos meses, por toda la zona donde operábamos se mantenía y había mejorado la cosecha, que aunque insuficiente sostenía en gran medida a nuestros hombres.
– De igual forma, cuando llovía, salía con un perro flaco que lo acompañaba y siempre venía con guineos, codornices y sabaneros mojados, que no podían volar, que si no daban para un trozo para cada uno, si para preparar un buen ajiaco con cuanta vianda hubiese. También se le daba bien la pesca y era un hombre utilísimo en el campamento. Todo eso lo habría aprendido con anterioridad en unos años que estuvo de cimarrón en el monte, antes que los españoles liberaran a los esclavos.
– Pues resulta que el mulato Tomás se encontró con Taipa como con el cordón de su zapato. Este le dio dos pescozones y cuando trató de sacar un revolver vizcaíno que portaba, se lo quitó y le dio un par de de golpes con él en la cara que le hizo soltar un diente y otro lo dejó listo para caerse. Le dijo que solo se lo devolvería si dejaba a su negra y las demás mujeres tranquilas.
– Tomás no conforme, le dijo unos días después que si era hombre lo esperara al atardecer en uno de los grandes algarrobos en el sur, a las afueras de la ciudad por donde se sale para Vertientes. Allá acordaron quedar, pero Tomás le quería tender una emboscada, a la que también acudió Nemesio como su valedor. Llevaron un Winchester y dos revólveres pensando en freír al negro.
– Pero esa tarde nadie supo lo que pasó, pero lo cierto es que al otro día aparecieron los cuerpos de Nemesio y Tomás, colgados de una guásima en un potrero cercano, con las auras alrededor y de inicio, como era de suponer, le echaron la culpa a Taipa. Aunque nadie se creía que él solo hubiese podido hacerlo. El cuerpo del primero tenía una profunda herida de medio cuerpo dada al parecer con machete y posible causa de su muerte. El otro sin herida alguna daba la sensación de haber muerto asfixiado. Todo parecía indicar una venganza y como no tenían pista alguna y hacía falta un culpable quien mejor que el negro Taipa, con el que Tomás tenía problemas y que algunos sabían del lance que pensaban tener.
– Un negro más joven, sobrino de éste, un tal Evaristo como le decían, aunque su físico no era muy fuerte, me dio aviso y yo empecé a mover todas mis influencias para sacarlo de la cárcel, pues para mi no hay nada más sagrado que mis hombres, como si fueran mis hijos y así se los hacía saber desde el primer día en la manigua. Al final lo liberaron porque no tenían pruebas, pero con la condición de que abandonara la comarca cuanto antes y que si lo veían de nuevo por la ciudad lo entrarían en prisión de por vida.
– Con esto y pensando que el negro debía tener otros antecedentes, pues vestía bien y se estaba dando buena vida, algunos incluso hablaban de que él y su sobrino como que eran los dos bandoleros negros que asolaban la región entre ciego de Ávila y Camaguey, con asalto a los pasajeros de tren incluido, le aconsejé desaparecer en lo más intrincado del monte o en una de las cuevas inaccesibles de la Sierra de Cubitas, pero como lo primero se le daba muy bien torció hacia el Sur, hacia Buenaventura y de ahí hasta ahora había perdido su pista.
– Después de la muerte de Don Nemesio su hijo no quiso remover mucho el asunto pues tenía miedo que la mierda de vida de su padre saliese a flote en un momento para él delicado pues se estaba iniciando en la política. El misterio de la muerte de estos hombres siguió sin aclararse pero a nadie le importaba mucho, a más que estos habían cometido tantos desmanes, que muchos se alegraron del asunto. Aunque a decir verdad, sus deudas de honor y de sangre eran tantas y tenían muchos enemigos que tarde o temprano les pasarían la cuenta.
– Taipa me juró y perjuró que él no los había matado y que no sabía nada de lo ocurrido, con lo primero puede que este de acuerdo, pero no en lo segundo y si se muere pronto su secreto se irá con él a la tumba.
Después de escuchar aquella interesante historia, el maestro se quedó pensativo pues le quedaba aún un problema menor que resolver, pero importante, que aunque avergonzado tenía que decírselo al Coronel: no tenía ni un centavo para regresar. Al fin, más rojo que un tomate y con la cabeza baja por la vergüenza se lo informó.
– Si carijo, me lo imaginaba, pero ¿cómo va a ir a la guerra sin fusil?, pero no se preocupe, ni se avergüence, lo raro es que tuviera algo con tanto pillo y malandrín robándose el dinero público
El coronel sacó un billete de diez pesos con la imagen del generalísimo y se lo entregó.
– Ahí tiene un "Máximo Gómez", pues pienso que con un "Maceo" se quedaría a mitad del camino y debe volar más que caminar. Se refería a que los billetes de diez pesos tenían grabada la imagen del Generalísimo y los de cinco la del Lugarteniente General, lo cual no era que menospreciar al "Titán de Bronce", sino que mientras menos era el valor mayor era la circulación, como pasaba con los de uno con "Martí", pero para el maestro era al revés, hubiese deseado uno con menos circulación como el primero.
"¿Qué clase de hombre estos?", – pensó, "por algo se forjó la patria ganada o no la guerra". – Por primera vez el joven se encontraba frente a un oficial mambí de leyenda, de aquellos sobre los que él leía historias en la escuela. "Valió la pena pasar la vergüenza de tener que recibir aquel préstamo, para los dos impagable, pues era posible que no se volvieran a ver nunca más dada la edad y el estado de salud del Coronel.
Con una letra rápida, aunque temblorosa, el coronel Varona, héroe de "la guerra del 95", impartió órdenes para el cabo Macario Santos, el sargento Salustiano Cervantes y sobretodo para la propia Domitila Sánchez, que como ex mujer de un teniente del ejercito mambí debía acatar la ordenes e instrucciones que él dispusiera. Fue tal vez la última vez que aquel Coronel entró en combate y lo hizo como en los tiempos de la manigua, sin miedo, ni vacilaciones y por el bien de Cuba y de los cubanos.
Al día siguiente con dos "matahambres o matagallegos" más y una limonada, para bajarlos, partió de nuevo el maestro para Buenaventura, el pueblo olvidado entre los montes, la memoria y pronto, después, también en el tiempo.
Cuando llegó después de pasar las "mil y una noches cubanas" entre atascos, atrasos de vehículos rotos y ponchados, y también un trecho en una carreta de bueyes, ya le estaban esperando, pues el Coronel, tal vez no confiando en las diligencias de un soldado novato e imberbe, había cursado telegramas a todos los protagonistas de aquella historia, que lo esperaban perplejos, asombrados, con el rostro preocupado y deseosos de tener noticias de aquel mambí de pura cepa que si ya no tenía autoridad en la capital de provincia, para ellos sí, en aquel pueblo donde quedaban ex soldados que habían peleado bajo su mando y la digna viuda de uno de sus oficiales más valientes y decididos.
Esto lo le sirvió de alivio, pues temía que por el poco tiempo que llevaba en el pueblo y por consiguiente la correspondiente falta de credibilidad, no le hicieran caso y no le dejaran ni hablar con la dueña y señora de aquellos contornos: Doña Domitila Sánchez y Arzuaga.
A poco ya estaba en la casona con los tres protagonistas principales de aquel evento, Doña Domitila, Don Macario y Don Salustiano, que después de leer las rápidas notas del coronel Varona, revivieron emocionados aquella historia y aquel secreto que habían guardado celosa, caballerosa y honorablemente como prometieron a su difunto jefe.
De más esta decir que la Doña se desplomó en llantos y lamentos, incluso sufrió un desmayo, pero ya recuperada con una tila caliente que la calmó, abrazó a aquellos hombres y les pidió todos los perdones del mundo y comenzó a enumerar todas las medidas posibles para rehacer su status, fortuna y acabar con el enfrentamiento de dos familias que más que pelear debían trabajar codo con codo y en armonía.
Del maestro no dijo nada, ni siquiera lo miró. Claro, él en aquella Iliada no era Aquiles, ni Ulises, ni Héctor, ni siquiera Paris, solo el mensajero de los Dioses, enamorado de una de las once Venus, tal vez pensarlo fuera algo exagerado, que la Doña tenía allí.
Domitila mandó que sirvieran almuerzo y que nadie se fuera mientras ella aclaraba sus ideas, y en efecto, antes de caer la tarde después de ser una de la pocas veces que el maestro tuvo la barriga llena de comida pasadas las navidades, mientras los frijoles negros retozaban con la yuca y la carne de puerco en su estómago, la vieja los llamó de nuevo a reunión. Ahora erguida, autoritaria, y sin rastro de llantos, esbozó su plan de redención y venganza como si de una viuda siciliana se tratase en busca de una vendetta.
– Ángel, – comenzó con su fiel capataz, siempre callado cerca de la puerta.- manda a buscar a "Bergamota" y "El Inglés", que tengo un trabajo para ellos. – Bergamota era un haitiano hábil en el manejo del machete, cuyo nombre era un apodo o que se lo habían dado así las autoridades de emigración cubanas, dadas a cualquier broma pesada con los pobres inmigrantes haitianos, no así con los jamaicanos, como "El Inglés" por el apoyo del consulado de Inglaterra a los ciudadanos Jamaicanos por provenir de un país que había sido miembro de la Corona Británica y ahora de la "Commonwelth". Bergamota era el mejor machetero de la zona y el más diestro con este instrumento fuera del cañaveral, cosa que sabían bien todos en la comarca, pues un día un guajiro de machete fácil lo sacó contra él y no lo volvió a ver más pues no sabe donde fue a parar en el primer lance, aunque los que vieron el incidente dicen que no cayó tan lejos y que con ese mismo le dieron tantos planazos como pudo soportar su ancha espalda. Por eso a partir de ahí el guapetón no lo usó más, salvo para trabajar y el haitiano fue considerado un hombre de mucho cuidado y de respeto.
Por su parte, aquel jamaicano conocido por "el Inglés",
aunque nunca había estado en Inglaterra, tenía fama de malas pulgas
y como nadie entendía lo que decía en su idioma jamaicano-anglosajón,
todos pensaban que les estaba mentando la madre, aunque dijera "good morning"
o "how are you". Y como nadie quería eso, lo evitaban cada
vez que podían. Ambos eran prietos como un totíe, así que
podían parecer aves de mal agüero si andaban juntos..
– Pues bien, – continuó la vieja – a partir de ahora el trato con mis compadres será igual que el que tenían cuando el difunto estaba vivo y aun mejor, por la deuda que les tengo y que nunca podré pagar, porque no es de dinero, sino de honor, y él seguro los habrá perdonado desde allá – y elevó la vista hacia arriba como si estuviera segura que su marido estuviera en el cielo. – También les voy a abrir el atajo para ir al pueblo, aunque lo tendrán que limpiar después de tanto tiempo sin uso, pues por lo que me contó Ángel está lleno de marabú; además les voy a abrir un trillo para que lleven el ganado a saciar la sed a la laguna, aunque no quiero a nadie por allá husmeando, pescando o tumbando los mangos de clase del frutal que con tanto amor sembró el difunto (Se refería a los mangos grandes, "de clase" no los pequeños, hilacha, mamey, etc.). También no tendrán que pagarme lo que me deben, tómenlo como un ínfimo pago a sus nobles servicios y porque la zafra estuvo corta y creo que la próxima también lo estará.
Hizo una pausa y el joven pensó que al final su viaje no había servido para nada ni lo que había hecho y continuarían macheteándose los Cervantes y los Santos entre ellos.
Pero Domitila, después de la larga y tensa pausa continuó.
– Mis compadres por su parte van a dejar olvidados los viejos problemas y no habrá más venganza ni peleas entre los guajiros, pues si yo y mi difunto estamos dispuestos a perdonar, todos tenemos que hacer lo mismo – los viejos patriarcas asintieron con la cabeza. – Y como yo desconfío mucho de la justicia de la rural, y del cabo Dueñas, en lo particular, pues éste está más tiempo dándole al ron y al aguardiente, que impartiendo ley y del cual los guajiros se esconden junto a los animales, para evitar que se los robe y las mujeres para que no les toque las nalgas, a partir de ahora Bergamota y el Inglés se ocuparan de eso y como hablan poco y lo que dicen no se entiende bien, mucho mejor.
Mira para que quería la Doña a los dos prietos, buena idea – pensó el maestro, – estos no tienen compromiso con nadie, los que tenían los dejaron en su tierra cuando partieron.
– ¡Ah!, y para enjuiciar estamos nosotros que una vez al mes y mientras Dios nos de salud, atenderemos los problemas que trae la gente para acabar de una vez y por todas con eso de que este pedacito de tierra es mío o me robaste una gallina o las mil tonterías que por acá ocurren, para lo que no hacen falta los picapleitos de la ciudad.
– En cuanto a usted maestro, también tendrá su trabajito, dos por cierto, el primero es que enseñe a leer, a escribir y buenos modales acá a los salvajes hijos de mis compadres y a cuanto guajiro quiera, pues la educación es para todos, como dijo el otro maestro, el de los mambises, del que hablaba y leía mucho el difunto Don Venancio. Imagínese, si no hay nadie con instrucción aquí, quien se va a casar con mis muchachitas, todas dignas, lindas y casaderas, pero a las que no voy a juntar con ningún guajiro muerto de hambre y bruto.
En algo se equivocaba la vieja, dentro de sus hijas las había bonitas, pero alguna, si no llevaba la belleza por dentro, no se le podía ni mirar.
– Lo otro, por último, en cuanto al Alcalde, su hijo y los comerciantes, incluyendo al morito que quiere engañar a los guajiros vendiendo pana como gabardina y muselina inglesa o tul como si fuera seda de la india. Aquí el que sabe palabrear bien es usted maestro y nosotros no estamos para estos bretes, pero ahora sí queremos hacer una jugada fuerte con ellos para que aprendan la lección.
– Acá los compadres y yo vamos a apostar contra el Alcalde y los que se creen las clases vivas del pueblo, y usted llevará la propuesta como si fuera suya, de mil pesos oro a que no habrá un solo incidente durante la fiesta, mientras que nosotros seguiremos como si estuviéramos preparando una guerra, compraremos más machetes, cuchillos, balas algún que otro fusil, revólveres y escopetas y haremos creer ver que se avecina una guerra más grande que la de Europa.
Por supuesto, Domitila exageraba, pero así se acostumbraba a hablar en los campos y Buenaventura, como no, era un pueblo de campo.
– Y ¿cómo podrán evitar un pequeño incidente entre dos guajiros pasados de tragos?, – preguntó el maestro de entrometido.
– Ese no es su problema maestro, de eso nos ocuparemos nosotros.
Fiesta en el pueblo
Mil pesos oro, eso no lo había visto él ni en los bancos las pocas veces en que había estado, pues qué dinero iba a guardar si no tenía ni para comer, pero bien, él a su papel.
Al día siguiente, según lo acordado, el maestro fue a ver al Alcalde y sus acólitos y les comentó que a él los guajiros lo respetaban mucho y que los iba a convencer de que no crearan problemas durante la fiesta; cosa que no se creyó éste ni los comerciantes con los que habló pues vieron a los guajiros pertrechándose de cuanta arma había, fundamentalmente a las familias más beligerantes, los Santos y los Cervantes, pues uno indagó por fusiles con bayoneta, una ametralladora y otros dicen, aunque es difícil de creer, hasta por un cañón. Entonces los comerciantes siguieron haciendo más pedidos, llenando los almacenes para la enorme batalla que se avecinaba
Bajo aquellas circunstancias, el maestro aprovechó para dar la estocada final.
– Mire Alcalde, como ustedes no me creen y piensan que mi palabra no vale nada, le apuesto mil pesos oro a que la fiesta va a estar más tranquila que un velorio. Yo se lo garantizo, palabra. – Para el Alcalde aquella cantidad era enorme, excesiva, de ¿dónde iba a sacar este infeliz esa cantidad de dinero?, tendría que trabajar toda la vida siempre y cuando le pagasen, cosa que ocurría con poca frecuencia. El maestro lo tranquilizó un poco pues corrió el rumor de que iba a recibir una herencia de una tía solterona fallecida recientemente.
Conocido el falso rumor por el Alcalde, reunió a sus amigos comerciantes y picapleitos y hasta a Ibrahím, el moro de las telas, y entre todos se comprometieron a reunir la cantidad de dinero requerida para la apuesta, pero previo documento firmado en notaría y con testigos. Pronto se reunieron todas las partes en el Juzgado y después de firmado, sellado y anotado el compromiso, el maestro se lo llevó a Domitila, aunque éste se encontraba entonces, aun más preocupado que nunca, pero la vieja lo calmó, le dio una taza de tilo y permitió que hablara un ratico con sus muchachitas; cosa que aprovechó para apretar aun mas que nunca la mano a su joven de elección, aunque ésta era una de las que menos gustaba a los guajiros de la zona, pues la notaban muy flaca y pálida para las labores domésticas en el campo.
Entonces llegó el al parecer día fatídico de la fiesta y como para interpretar mejor su papel, cada guajiro fue con cuanto instrumento agresivo tenía a mano. En la mañana, carreras de caballos, competencias de cintas, un tiovivo para los niños y cuanta atracción era posible en aquellos tiempos por los campos de Cuba,
Por la noche, la fiesta en el viejo Liceo, que hacia también las veces de Asociación de Colonos, Colonia Española, Casa de Veteranos, etc. En la puerta, en vez de la guardia rural estaban Bergamota y el Inglés con fundas nuevas y machetes viejos, pues preferían armas conocidas y probadas en el bregar diario que unas nuevas por conocer, además que los aceros de antes eran mejores para ellos que los de ahora. Todos los campesinos venían con sus respectivas indumentarias de armas, por lo que todavía el maestro se encontraba aun más preocupado.
En una esquina de una zona privilegiada del salón, Domitila y sus muchachitas, a las que dejaba salir a bailar de dos en dos y manteniéndose muy cerca para no perder, por si acaso, el control y con la recomendación de que ninguna mano bajara más allá de la cintura del vestido. Por lo que más de un Santos y algún que otro Cervantes se llevó un fuerte manotazo de las jóvenes. Se bebió con moderación y ni el Zapateo Cubano y el rítmico Son Montuno lograron elevar los ánimos. Aquella parecía la fiesta más tranquila del mundo, con los gestos más inusuales de educación por parte de los asistentes. Ante un pisotón de uno de los Cervantes sobre un Santos éste último pidió disculpas por haber colocado la bota debajo de la del otro y pronto acudieron los patriarcas, porque la disputa por poco se provoca porque cada uno quería disculparse ante el otro.
Esa noche manos diestras de músicos de campo rasgaron las cuerdas de guitarras, bandurrias y laúdes, con un trinar solo comparable al del sinsonte, rey de las aves cantoras de los montes. La décima guajira, el punto cubano fijo propio de la región, sirvió para que los mejores trovadores del lugar cantaran sus añoranzas, penas de amores y alegrías, semblanzas de su tierra, y de las duras faenas diarias bajo el sol y el calor del cañaveral con apologías a las flores como símbolo de tanta guajira cubana hermosa.
El zapateo, baile por excelencia de los guajiros en sus diversas modalidades: el papalote, el gavilán y hasta la caringa, fue el principal objeto de devoción de los jóvenes y de algún mayor experto en esas artes, con los pañuelos adornando los cuellos de los campesinos sobre las blancas y planchadas guayaberas, y los sombreros revoleteando en sus maniobras acrobáticas, y las manos entrelazadas en las ruedas y todo aquello en un espectáculo inmemorable, tal vez el último y el mejor, como el suspiro final de un pueblo que se ahogaría en sus lamentos bajo el furor de los vientos de los violentos ciclones de los próximos años, las lluvias interminables y tormentosas y una riqueza dulce que se debilitaba por el paso del tiempo y los vaivenes de la historia.
Llegada la madrugada y viendo el Alcalde y los comerciantes que su plata estaba en peligro, ordenaron a sus hijos, parientes y amigos, que trataran de formar algún revolico y culpando al maestro del hecho, el hijo del alcalde le sonó, sin ton ni son, un "sopapo" que lo tiro por tierra, digo, por el piso del salón, éste atontado aun iba a responder, pero recordó lo de Jesucristo con la otra mejilla, observó a la Domitila que le hizo una seña como de calma, tranquilo y miró para su amada muchachita de los Buenaventura y vio que esta hacia lo mismo, por lo que se puso en pie y pidió disculpas al ofensor por haber puesto su cara en el trayecto del puñetazo. Esto enfureció más al delfín que lo tomó por una burla y movió el brazo de nuevo para dar un "nok out" fulminante, pero el que fue "out en home" fue él, pues la mano se quedó en el aire y después fue doblada tras su espalda lo que le produjo fuertes dolores y al virar la cara con dificultad vio la del jamaicano, quise decir el Inglés, mientras lo sacaba sin más resistencia fuera del local donde ya los Santos y los Cervantes tenían a los parientes y amigos de los comerciantes bajo control. Ante un ademán de protesta del Alcalde, el haitiano Bergamota sacó su recio y alargado Collins, a lo que éste gritó rápido y asustado "tranquilo, tranquilo". Después de esto la fiesta transcurrió pacíficamente hasta mucho después del amanecer.
Al día siguiente, poco antes del mediodía, el maestro fue a cobrar el dinero de la apuesta, pero se encontró con los artilugios políticos de siempre y con la negativa absoluta de pago por parte del Alcalde y los comerciantes, alegando que aquella apuesta no era legal o que se habían confabulado contra ellos, o que éste no tenía dinero para sustentar el compromiso, etc., etc. Llegado a esto el maestro no discutió más, se dirigió a casa de Doña Domitila donde lo esperaba ésta y los viejos patriarcas, que esa misma tarde se dirigieron con todos los Cervantes y Santos existentes, el capataz y sus hombres y Bergamota y el Inglés a cobrar la deuda de la apuesta.
El Alcalde había pensado en algo de esto por lo que había impuesto al Cabo y los hombres del puesto de esta situación, pero cuando vieron aquella avalancha humana que se les venía encima, a la que se unían otros campesinos del lugar, todos completamente armados con las armas adquiridas en días anteriores, declinaron cualquier tipo de oposición pues al fin y al cabo, el maestro tenía un documento legal firmado por él ante el juez sobre aquella apuesta y ellos sabían de buena ley y lo habían presenciado todos, que en la fiesta no se había producido el más mínimo desorden.
¿De dónde sacaron aquellas fuerzas vivas del pueblo el dinero?, no se sabe, lo que si es cierto es que aquella noche, en casa de Domitila, ésta, los patriarcas de los Santos y los Cervantes y el maestro si dispusieron a dedicar aquella plata a los más necesitados del lugar, y por supuesto a la escuela y algo para este ultimo, por los meses que le debían y que era necesario cobrar para casarse con la hija más flaca y pálida de las conocidas muchachitas de la todopoderosa Doña Domitila Sánchez y Arzuaga, pues a éste le faltaba como requisito final tener con que mantenerla y esto no podría ser con los almuerzos y desayunos que le daban por caridad los padres de sus alumnos.
Paisaje posterior
El "tiempo muerto" o "tiempo de los mangos" como siempre lo he llamado, pues llegaba oportunamente para matar o apaciguar un poco el hambre en los campos, serviría para que avanzara el proyecto de la educación de los campesinos adultos de la zona, incluyendo a los Santos y los Cervantes, seguramente familia de entrañables amigos a partir de entonces y como en otros tiempos lejanos
En pocos meses comenzarían a desfilar los pretendientes por casa de Doña Domitila llevando el estado de sus cuentas y un papel en que el maestro certificara, que sabían leer, escribir y eran portadores de buenos modales. Una vez cumplido estos requisitos, ésta pasaría a negociar el matrimonio de sus muchachitas, siempre con la anuencia de ellas como le había aconsejado el maestro, posiblemente casado con una de éstas, por lo que ya no se diría Domitila y sus once muchachitas, sino diez, nueve, ocho y así sucesivamente, sin llegar a cero, pues alguna tendría que quedarse para vestir santos y acompañarla en su vejes acariciando las cabecitas de sus nietecitos, Santos, Cervantes y otros apellidos.
Pasó cerca de un mes, y ahora la situación del pueblo parecía calmada, mientras llegaron de forma anticipada los conocidos aguaceros de mayo, esta vez fuertes, con viento atormentado y el agua avanzó imparable cubriendo casi toda la tierra de la comarca, los caminos y los cultivos, desbordando ríos y arroyos y haciendo que aquello pareciese un mar que se había adentrado en todas las casas, salvo las de los Buenaventura, los Santos y Los Cervantes que tenían pilotes bajo el piso. Este tiempo, aburrido, monótono e inmóvil sirvió para que el maestro rememorara mentalmente todo lo que lo que había vivido, mientras maduraba y no se parecía en nada al joven imberbe que descendió del coche automotor en el pueblo ocho meses atrás. Ahora tenía un nuevo y firme propósito: el de terminar de aclarar de una vez y por todas aquella historia en lo relacionado con la muerte del voluntario criollo Nemesio Ramírez y ahora como al principio había una sola persona capaz de hacerlo: el viejo Taipa.
Un tanto la tierra se secó y el agua regresó hasta el remanso de los ríos, arroyos y puede que hasta el mismo mar, dejando tras de sí trastos y restos de árboles, animales ahogados y podridos y puede que hasta el cuerpo de algún ser humano sorprendido por el avance vertiginoso de las aguas o víctima de alguna imprudencia, el maestro se dirigió hasta la casa del patriarca más cercano, Don Salustiano Cervantes y pidió prestado un caballo, que por cortesía le dieron el de crin roja, manso y brioso a la vez, con montura de cuero nueva, bridas de plata y lazos de algodón y con un fusil calibre 22 por si se le daba por cazar jutías o quizás hasta un posible venado, que perdido saliera a su paso. Su propósito, está demás decirlo, era visitar a su amigo Taipa y descubrir, de una vez y por todas, el misterio de la muerte de Don Nemesio Ramírez. Esta vez llevaba agua en un porrón pequeño y hasta unas galletas con queso que le habían preparado antes de partir. El viaje ahora le resultó más corto aunque no serían menos de cuatro leguas.
Llegó poco antes del mediodía y se encontró el lugar como siempre, al parecer desolado, y la gallinita quíquiri corre que te corre detrás de sus guineitos, ahora mucho más grandes, casi de su tamaño. En un par de meses la abandonarían, algunos los meterían en jaulas para llevarlos al pueblo, otros se los comería el dueño, asados, en guiso o con arroz y los más nobles y menos ariscos podrían seguir libres alrededor del bohío.
Por instinto volvió a coger la jícara y a repetir la acción de la vez anterior, dejando correr el agua por su cara, y después llamó al dueño por su nombre y le salió de nuevo una figura por detrás apuntándole con una escopeta, también de tez morena, pero este era más joven y no era Taipa. Las preguntas fueron las mismas, pero ahora las respuestas que dio no fueron iguales, pues ya se consideraba amigo del viejo y todo el pueblo era en parte deudor de él por la información valiosa que había dado para acabar por fin con las fiestas sangrientas del pueblo.
Tampoco lo que le contestó el negro fue lo mismo, y su cara a poco se ensombreció, dejó a un lado la alegría y la cordialidad del recién llegado para convertirse en una mueca de tristeza y lamento.
Taipa había muerto unos días antes, poco después que llegaran las lluvias, de un catarro mal cuidado, porque se sometió a los rigores y el frió de la lluvia torrencial para salvar e impedir que se le ahogaran las aves y las jutías que tenía en las jaulas ante las fuertes crecidas de los días anteriores, en que el agua había subido y anegado todo, casi hasta media altura del viejo y destartalado taburete.
Evaristo, su sobrino, ahora el anfitrión, se lo comunicó con tristeza como si hubiese perdido un padre. Hizo todo lo que pudo, pues venía a visitarlo dos veces por año, para que no pasara la tempestad y las crecidas solo. Tal vez con un médico y medicinas, se lamentaba, se hubiese podido salvar, pero él solo le podía bajar la fiebre con baños fríos de alcohol y esto no bastaba. Se le fue sin darse cuenta, un amanecer en el que al despertar notó que no se movía, se fue tranquilo, le dijo como en paz. Se lo había dicho, "ya puedo morir en paz, llevo años pagando mis culpas. Creo que Dios y mis ancestros me perdonaran por lo que hice de malo en vida".
– El viejo se auto culpaba más de la cuenta – comenzó a hablar Evaristo, – había matado solo un par de veces, una en la manigua y otra a un rural que los estaba persiguiendo en el último atraco que hicieron al tren de Camagüey, cerca de la estación del poblado de Algarrobo, en que aparte de la muerte del guarda rural, que bien merecido se lo tenía pues abusaba y extorsionaba constantemente a los guajiros de la zona. En ese último golpe tuvo una premonición, cuando en uno de los vagones que asaltaban, vio sentado al Coronel Varona, que tranquilamente esperaba a los asaltantes con su estado de ánimo y calma habitual antes del combate o con alguna arma escondida. Taipa viró bruscamente hacia atrás, despavorido y me ordenó que abandonara el tren cuanto antes, pues temía que aunque estaba encapuchado, lo hubiese identificado su jefe, casi su padre, el Coronel, al que había servido con honor en la manigua. Esa fue la suerte, porque ya se nos echaba encima la rural, entonces cogimos los caballos y huimos al galope, la suerte es que Taipa disparó hacia atrás y tumbo uno de ellos de un tiro certero, sino nos hubiesen capturado o matado allí mismo para escarmiento, con el pretexto de que nos revelábamos.
El secreto del Taipa
– Pero cuénteme del Taipa, de su vida, nadie sabe nada de él y pese a su época de malhechor fue un gran hombre, más digno que muchos que se las dan de muy honrados. – Pidió el maestro, que aunque sentía profundamente lo que había ocurrido temía que el viejo se hubiese llevado sus secretos a la tumba.
– La historia es muy larga, tal vez triste, por lo que sé y por lo que me contaba de niño y se remonta a mucho tiempo atrás – comenzó a contar pausadamente Evaristo, que no quería olvidar detalles. En esencia este es su relato o lo que yo recuerdo de él:
Lo concibieron en una tarde calurosa del mes de Abril de no sé qué año de mediados de la década del 60 del siglo XIX. Los cuerpos de los dos negros esclavos de sexos diferentes rodaron por la tierra cubierta de paja de caña ocultados por los altos plantones de la gramínea, aprovechando el momento en que el capataz hacia lo mismo con otra negra de la cuadrilla de esclavos de aquel ingenio de las inmensas llanuras del Camagüey. Hubo gemidos, gritos de placer y locura mientras los cuerpos desenfrenados daban rienda suelta a la pasión contenida de meses de observación de caderas y cuerpos musculosos sin que en ningún otro día se dieran las felices condiciones de éste. El susto no impidió la consumación del acto brutal y placentero, ni el rumor de las cañas mecidas por el viento, ni el crujir de las afiladas y cortantes hojas de caña debajo de aquellos cuerpos desnudos y sudorosos.
Nueve meses después, el mismo día y a la misma hora de la madrugada, parieron ambas esclavas sus criaturas concebidas en el cañaveral, uno mestizo de la negra con el capataz que llamaron Tomás y el otro negro como un carbón del Taipa, que es como le pusieron sin razón alguna, tal vez por la ocurrencia de algún viejo negro pasado de aguardiente mal destilado en un alambique de cobre por el maestro extranjero de fabricación del ingenio, que generosamente lo dejaba correr entre los esclavos del trapiche, cuando los acontecimientos lo aconsejaban, bien por un hecho de celebración o por un necesario trabajo extra, sobrehumano que debían ejecutar los negros y donde las fuerzas a pesar de su extraordinaria fortaleza física les faltaba. Los dos niños salieron fuertes y crecidos de los sudorosos vientres de las negras envueltas en gritos y maldiciones al macho que las había preñado.
Emergieron fuertes porque la comida, el salcocho de tocino, viandas y tasajo era buena y abundante, no por caridad de los dueños, sino por la necesidad de que los esclavos estuvieran fuertes y sanos para ejecutar las jornadas de más de catorce horas exigidas para el corte, alza y molienda, en condiciones infrahumanas y con el mínimo tiempo de descanso posible.
Nacieron esclavos pero de diferentes clases según el beneficio de la tonalidad del color de su piel y por consiguiente tuvieron diferente trato y suerte, el más claro con algunos privilegios y el mas prieto, el Taipa sin ninguno y sometido a frecuentes castigos y maltratos
Pronto se inició la guerra en el oriente del país y el precavido y avaro dueño del ingenio optó por trasladar la negrada hacia el occidente donde era propietario de otro ingenio, que aunque menor, multiplicó la molienda dada la inyección de esclavos del Camagüey y el elevado precio que tomó el azúcar que activaron aun más la producción en una zona que aunque dentro de la isla, no sufrió los embates de aquella tormenta armada de la "Guerra del 68", que batió con fuerza por el país, pero que concentró el ojo del huracán en las provincias orientales y centrales, sin apenas al final lograr mínimas libertades y firmar una paz vergonzosa sin alcanzar la independencia, por absurdos regionalismos y disputas banales por el poder entre algunos de sus principales caudillos.
El ingenio del Camagüey, perteneciente al avaro esclavista peninsular de rancia y antigua nobleza castellana, sufrió peor suerte que el del occidente y quedó hecho cenizas bajo la tea incendiaria del Generalísimo Máximo Gómez, percatado del beneficio económico que daba a la Metrópoli la producción de azúcar necesaria para comprar armas, municiones y en definitiva financiar la guerra.
Una vez culminada la guerra y mal pacificada la isla se decidió volver a levantar de entre las ruinas el ingenio del Camagüey, ahora mecanizado, de vapor y con maquinaria inglesa moderna, por lo que necesitaba menos esclavos. Esto motivó que las familias de esclavos fueran divididas quedando en el occidente los más fuertes y aptos y en el oriente los menores y las mujeres, también vendiéndose algunas para paliar los gastos del nuevo ingenio. Esa fatal suerte le tocó a sus padres y en solo un día Taipa se vio separado de sus seres más queridos, el uno, su padre en un cepo con el cuerpo cocido a latigazos por protestar de tanto inhumanismo, y el otro, su madre hacia un ingenio más al occidente, bañada de lágrimas y aferrándose a él mientras era golpada y arrastrada por los crueles capataces.
Así, el pequeño Taipa partió solo hacia el Camagüey, con muy pocos años, para mal crecer bajo la escasa protección de los demás esclavos que mal podían protegerse ellos mismos. Bajo esas circunstancias creció y vivió unos años más hasta que un día de fuerte tormenta o ciclón, que sorprendió al personal del ingenio, escapó hacia el monte, hacia el sur, hacia las costas y selvas cerradas en busca de lo más preciado de la vida, la libertad.
Vivió entre sustos en los montes intrincados e impenetrables, soportando hambre, frío, lluvia y la peligrosa picada de los abundantes y algunos mortíferos insectos del trópico, entre ellos el del mosquito trasmisor de la fiebre amarilla, la cual le vino de forma benigna tal vez por lo auto inmune de su cuerpo crecido en medio de la naturaleza hostil. Allí aprendió, con otros cimarrones con los que vivió por temporadas, a explotar las riquezas del monte en su flora y abundante fauna, aprendió de las yerbas aromáticas curativas, de las suculentas raíces, de las frutas silvestres comestibles y aquellas de colores intensos y tonalidades rojizas, que parecen apetecibles pero que por observar a los pájaros y otros pequeños mamíferos, comprendió que podían resultar muy peligrosas. Aprendió a espantar las abejas para obtener la rica y dulce miel de la tierra, que almacenada en güiras resultaba un producto valioso y muy apreciado en los campos por lo que no tenía que acercarse a los núcleos poblacionales, pues los mismos guajiros se la intercambiaban por objetos valiosos: machetes, cuchillos, ropas, sal, entre otros, necesarios para su supervivencia.
De los montes y las sabanas obtenía todo lo necesario y no había jutía por muy alta y ágil que pareciese que no caía en sus manos, bien por sus rústicos medios de caza, incluyendo la trampas de madera de las que no se escapaban los guineos y codornices, animales que a veces tenía que comérselos secos y salados al sol para evitar el humo que señalara su presencia y fuese objeto de la caza por los crueles rancheadores necesarios de dinero que le daban los esclavistas ante cada presa, preferentemente viva que le entregaran o devolviesen. También algún campesino de mala voluntad o bajo presión podía delatarlo, o quizás un compañero esclavo bajo tortura se viese también obligado a descubrir sus escondites. Su vida en estas condiciones era un constante zozobrar lleno de sobresaltos y de pesadilla real y en sueños. Más que con las fuerzas propias de la naturaleza tenía que vérselas con las inhumanas de aquellos seres crueles sobre todo para con los negros y esclavos.
Se hizo hombre sin mujeres, pero fuerte y viril, hasta que un día oyó, primero por los guajiros y después por los propios cimarrones, que la esclavitud había sido por fin abolida, bajo mil presiones del resto del mundo civilizado, sobre todo de los ingleses con sus grandes fabricas de maquinarias listas para comerciar y los propios españoles que ya no podían con la mano de obra esclava competir con las máquinas. Para deshonor de España fue uno de los últimos países en despojarse de tal lacra, cuyo error pagaría con creces en años posteriores.
Si la vida como cimarrón fue dura para Taipa, la de hombre libre no fue mejor, pues las desigualdades raciales se mantenían en igual medida por lo que en poco tiempo se vio obligado a irse de nuevo para el monte, esta vez como aprendiz de bandolero en un terreno que le era archiconocido y si bien no realizó grandes golpes, si de vez en cuando sustrajo objetos de bohíos con dueños ausentes y frecuentes robos de cerdos, gallinas, cabras y carneros, al amparo de la noche y presto a huir cuanto antes para evitar los disparos de escopeta de sus dueños, que por suerte hubo pocos y nunca lo alcanzaron.
De pronto otro acontecimiento lo marcaría para siempre, esta vez al incorporarse a la causa justa de la guerra independentista del 95 donde no le costó trabajo enrolarse con un grupo de mambises bajo las órdenes del valeroso capitán Eustaquio Varona, encargado de hostigar a las partidas españolas y de voluntarios que se aventuraban por los campos evitando entrar en batalla frontal y mediante emboscadas rápidas donde los machetes, aquellas formidables armas de las cargas de la guerra del 68, resultaban armas completamente superiores en monte y camino tupido a los modernos fusiles automáticos de las fuerzas coloniales.
Participó en pocos combates, ya que valedor de habilidades excepcionales para el acopio y forrajeo de alimentos en las condiciones del monte y la manigua, merced a sus vivencias como cimarrón, resultó un hombre imprescindible para la compañía además de ser el mejor conocedor de los caminos, trillos y vericuetos de aquellas zonas, otrora selváticas, para los rápidos y mortíferos ataques por sorpresa de los mambises.
Allí conoció a otros hombres valientes y decididos, el teniente Venancio Buenaventura, el sargento Salustiano Cervantes y el Cabo Macario Santos, con los que compartió conocimientos y le enseñaron a entender las letras y los números. También en una de la incursiones de los voluntarios divisó con furia a Tomás, aquel mulato que nació el mismo día que él y en el mismo barracón, pero ahora como guía del bando contrario de traidores voluntarios y hombre de confianza y de correrías de Nemesio Ramírez, jefe de la cuadrilla de los voluntarios más feroces y sanguinarios de aquellos contornos.
Un día la guerra terminó sin ser los mambises los vencedores, aunque no los vencidos, que fueron los españoles sometidos por esto a términos y condiciones de rendición vergonzosas por parte de los norteamericanos, luego de humillarlos en dos batallas navales en Filipinas y Santiago de Cuba, respectivamente, y de derrotarlos en la toma de un fuerte donde si hubo resistencia hispana, pero donde no pudieron hacer nada bajo la superioridad del enemigo y la inestimable ayuda de los patriotas cubanos.
La vida civil no le sonrió de nuevo a Taipa, le birlaron la mísera paga que le debían dar como desmovilizado del ejercito mambí aduciendo a su falta de documentación, pues ni aparecía inscrito, ni tenían constancia civil alguna de él, luego que el ingenio del Camagüey donde nació fuese incendiado de nuevo por las severas manos del Generalísimo Gómez
Así, sin recursos, casa ni comida, fue acogido por una familia de negros establecidos, cuyos hijos él empezó a llamar sobrinos y ellos a él como tío hasta que de nuevo la injusticia lo alcanzó, pues un día desalojaron por la fuerza a aquella humilde familia de sus tierras, aduciendo que las escrituras no valían, que eran de antes de la guerra, y otras mentiras más que colocó a aquellos seres humanos en el borde del camino real, sin techo y en la más absoluta miseria. Entonces Taipa no esperó más e hizo lo único que sabía hacer y que lo hacía mejor que nadie, internarse en los montes y comenzar a ser el azote de los terratenientes del lugar, primero que todos a los que habían expulsado de sus tierras a los únicos seres humanos que tenía como familia. Esperó al cruel terrateniente un día en que había hecho grandes transacciones de ganado y le quito todo el dinero, a más de un magnífico revolver de cabo nacarado que lo acompaño a través de toda la aureola de asaltos que hizo por toda la región del Camagüey, apareciendo hoy aquí, mañana allá a muchas leguas, en los recodos del terraplén del camino de la Habana, en los trenes, primero solo y después acompañado de uno de los que él llamaba sobrinos y que completó el afamado dúo de salteadores negros que al estilo de Robín Hood, saquearon a los ricos y ayudaron a los pobres sobre todo los más oprimidos, los campesinos pobres y los hombres de raza negra recién liberados de la esclavitud.
Así había sido la vida del Taipa hasta que un en uno de los asaltos a un tren, se encontró casi de frente con el semblante severo del ahora Coronel Eustaquio Varona y entonces decidió dejar todo aquello y huir aunque perseguido por los rurales donde tuvo que matar a uno para salvar su vida.
Duelo bajo un viejo algarrobo
Después de Evaristo narrar todo aquello el maestro comenzó a comprender el por qué del ostracismo voluntario del Taipa, pero como aun quedaban muchos aspectos necesarios de explicación preguntó:
– ¿Y qué pasó después?
Evaristo continuo, – después, a darnos la buena vida con la plata que teníamos, que mucha para la época, buenos caballos, negras bonitas, las que quisiéramos y alguna que otra blanquita que se nos atravesaba, buena comida y buena ropa. Y todo de maravillas hasta que apareció Don Nemesio y el mulato Tomas, esos dos hijos de mala madre, cuya muerte después querían achacársela a Taipa, pero no, él no fue.
– ¿Y quién fue? – preguntó el maestro.
– Bueno, yo ya no tengo deudas con la ley, hace mucho tiempo que pasó esto y los delitos han prescripto y nadie salvo usted tiene interés en desempolvar esta historia. Vivo lejos de aquí y tengo una familia. Nunca más volveré por estas tierras donde sólo me queda la duda de donde el viejo dejó enterrada la botija con su plata, pero esta era de él y que decida desde el más allá al cristiano que le corresponda o la deje escondida para siempre en estos montes. Yo también tuve mi parte y la utilicé en lo que quise. Pero mire y es la única y última vez que voy a contar esto, pues el me pidió que lo hiciera y con el venir usted aquí me ahorro el viaje al pueblo. Pero esto solo debe quedar entre nosotros, porque si los que lo hicieron no han dicho nada porque he de hacerlo yo…
– Aquella memorable tarde en que Tomás había retado a duelo a mi tío, sí, pues en aquellos tiempos esto aun era una forma de resolver los problemas de honor, yo acompañé a Taipa al encuentro, pues sabía que lo querían madrugar, como en efecto parecía, pues la tierra estaba húmeda y observé huellas de más de un caballo, entonces dejé que él fuera solo delante, mientras yo di un rodeo para sorprenderlos por detrás. Cuando llegué ya le estaban apuntando con un Winchester desde detrás del tronco de un viejo algarrobo lleno de curujeyes en las ramas y de auras que despegaban el vuelo pues aquel era su sitio para pasar la noche.
– Los dos hombres comenzaron a insultarse mientras Nemesio esperaba para dispararle tan pronto Tomás hubiese descargado todas sus ofensas. Al jefe blanco ya yo lo tenía cerca, en el punto de mira de mi revolver, pues había avanzado lentamente por detrás suyo por las altas hierbas del potrero, pero entonces sentí detrás de mí el frío metálico del cañón de un revolver que me apretaba la nuca. Me imaginé entonces lo peor, que de esa no saldríamos con vida, pero cual fue mi sorpresa al virarme y ver que quien me apuntaba era un hombre alto y bien comido con uniforme mambi que me pidió silencio con un gesto al poner su dedo índice en cruz sobre su boca. Lo primero que me vino a la mente es que sería un secuaz de Don Nemesio pero, "por qué no me habría tronado en el momento". Tenía los galones de Sargento y aquel traje olía a viejo, pensé hasta en los fantasmas. No venía solo, detrás llegó otro con igual vestimenta pero con las insignias de Cabo, que siguió silencioso hasta estar cerca de Nemesio con el revolver desenfundado. Éste último no se había dado cuenta de nada.
– Por el camino, más adelante, por el otro lado del algarrobo, por donde había llegado Taipa, venía lentamente otro hombre, a caballo, con el sombrero doblado a lo mambí y uniforme de oficial. Cuando lo vio, Tomás primero, trató de desenfundar el revolver, pero fue tarde, porque detrás el hombre que ya casi tocaba a Don Nemesio con el revolver le dijo como en los tiempos de los mambises: "ríndanse están cercados". La sorpresa fue grande, al virar la cara a Don Nemesio se le petrificó el rostro y a duras penas balbuceó:
– cabo Santos, ¿qué pasa, qué hace usted aquí?
– Venimos a hacer justicia, tiren las armas que les estamos apuntando. – respondió el cabo.
– Hasta yo por instinto la tiré al suelo, y mi atacante me dijo: – no hace falta, el problema no es con ustedes".
– A caballo como un jinete del Apocalipsis surgió el cuerpo del teniente Don Venancio Buenaventura, en porte erguida, pálido el semblante pero con el rostro tranquilo y sereno. Después dijo:
– Nemesio y Tomás no pensarían que iban a vivir tranquilos toda la vida con tantos difuntos y deshonras a sus espaldas, no, las leyes mambisas se aplican aunque haya terminado la guerra. Sus victimas piden justicia y a eso hemos venido.
– No teniente, no hemos hecho nada, no sé de lo que usted habla, – expresó Nemesio en su defensa.
– Refresque la memoria y no sea tan pendejo, porque se la daba de muy valiente cuando macheteó a tantas familias campesinas y violó a sus mujeres. Sea hombre coño.
– ¿De qué habla?
– Usted me recuerda bien, soy el marido de Domitila Sánchez y Arzuaga a la que usted y algunos de sus asesinos violaron delante de su padre y madre poco antes de que los asesinaran, en los meses finales de "la guerra del 95", tú también estabas allá Tomás y aunque no violaste a Domitila si participaste en aquel festín de cuervos. Ahora tendrán que pagar por esto, como se hacía con los traidores en la manigua. Ustedes, pese a ser cubanos, servían al ejercito enemigo.
– Don Nemesio pálido y tembloroso, pedía clemencia, un juicio.
– Si, – dijo Don Venancio, – eso vamos ha hacer y aquí tengo un par de hombres que servirán de testigos: Taipa y Evaristo.
– Los dos hombres fueron amarrados por detrás, mientras junto a sus caballos aquellos tres jinetes del Apocalipsis, leyeron los testimonios, que tenían contra ellos que eran muchos, y la condena final pronunciada con gravedad por Don Venancio:
– Este tribunal oído sus argumentos de defensa los condena a muerte por traidores y asesinos de acuerdo con las leyes amparadas por la Constitución de la República de Cuba en Armas. Y a falta de un pelotón de fusilamiento, se les colgará de una guasima como es norma, en este mismo momento. Firmen esta acta los miembros del tribunal y los testigos aquí presentes.
– Todo estaba perfectamente programado, en varias hojas estaba escrito el proceso, ellos firmaron y Taipa y yo pusimos una X pues no sabíamos leer ni escribir.
– Los dos condenados lloraban y rogaban de rodillas por el perdón. Pero los miembros de aquel tribunal fantasmagórico se mostraban impasibles.
– Lo que pasó a continuación parece obra de novelas, Don Venancio, de pie dijo solemnemente: – Solo le daré una gracia como presidente del tribunal y para lavar mi honor no ya como militar sino como hombre. Denle un machete a Nemesio, este vil traidor, – pero ¿cómo Teniente? protestaron el cabo y el sargento.- Denle un machete y si Dios considera que un monstruo como este salga con vida que así sea y yo me iré en paz, pero sino imparto justicia con mis propias manos, nunca estaré en paz ni lograré la felicidad de mi pobre mujer y de mi familia y esto se los ordeno.
– Y allí, bajo aquel viejo algarrobo, cuyas ramas estaban cubiertas de curujeyes y las auras volando en círculo sobre el cielo gris a punto de anochecer hasta que le dejáramos en paz su habitad; ahora más envalentonado Nemesio arremetió por sorpresa con su machete y con todas sus fuerzas sobre Venancio que aunque paró el golpe, sintió que el acero tocaba su piel aunque solo superficialmente. Éste empujó violentamente a su agresor y ahora más prevenido comenzó a devolver los golpes. Nunca, ni siquiera en la manigua, se había visto duelo igual, pues a lo más que se llegaba era a un enfrentamiento entre un oficial con sable frente a un soldado mambí donde el español tenía las de perder por la habilidad propia de los cubanos con esas armas y el alcance y poder ofensivo superior del machete sobre el sable.
– Los aceros chocaban con estruendo, mientras despedían chispas de fuego en todas direcciones. Si, aquel voluntario traidor era muy bueno con el machete, puede que igual o mejor que el propio Venancio, pero le faltaba la pasión y el odio por años acumulado, que acompañaba cada lance del mambí. Otra vez el filo del machete de Nemesio probó el cuerpo de Venancio, esta vez más profundo, afloró roja la sangre, sin llegar a herirlo completamente, pero con esto, el atacante, había quedado en desequilibrio con un punto de debilidad en la defensa que posibilitó que el machete del valiente oficial mambí cayera desde lo más alto con una fuerza brutal y rodara por el arma de su enemigo alcanzando medio cuello y parte del pecho para perderse en un lugar más blando, el estomago donde en breve más que sangre asomaron sus tripas.
– Se desplomó el traidor con fuerza sobre el suelo y solo se oyó un grito desgarrador, como el que nunca he oído, tal vez como anuncio de que su alma llegaba al infierno.
– Poco tiempo después los dos cuerpos colgaban desde una guásima próxima, y los cinco montados a caballo, abandonamos en silencio el lugar, que solo se interrumpió cuando el Teniente, erguido sobre su caballo dijo:
__ Taipa, como soldado mambí usted sabe lo que hay que hacer en estos casos, hágaselo saber a su pariente. En los tiempos buenos o malos, en Buenaventura y sus montes y cañaverales siempre tendrán cobijo.
– Con esto tomaron por caminos que ellos conocían hacia el sur y nosotros más al norte, a la ciudad, en que Taipa no tuvo necesidad de decirme lo que debía hacer, no habíamos visto nada de lo ocurrido, ni estado nunca en aquel lugar y teníamos que guardar silencio hasta la muerte.
– Eso es todo maestro, yo ya me voy, si camina un par de cordeles, por el trillo, monte adentro, verá su tumba, en un limpio con una tosca cruz hecha con mis manos, si puede dejarle un epitafio se lo agradeceré, le sembré algunas flores para que se nutran de su cuerpo y le den ofrenda, pues en poco tiempo nadie pasará por aquí y la manigua, y el monte harán su trabajo, y cerrarán los caminos, y se comerán el rancho; y ocultarán tal vez para siempre la botija, el dinero en oro, plata y joyas que el viejo tenía escondido y que ni a mi me lo enseñaba. Nadie, además llegará hasta aquí, salvo por la codicia, y los que se acerquen aunque no puedan adentrarse en el monte, pensarán que se encontrarán el espíritu del fantasma para cobrar peaje y si no tienen con que pagar, adelantar su turno hacia el cielo o el infierno.
Después, Evaristo se alejó en su caballo blanco, con el que hacia contraste por su piel negra, sin llevarse nada, solo el recuerdo de su entrañable amigo y pariente con el que habían sido durante muchos años el azote de los caminos del Camagüey.
Epílogo
El maestro se quedó solo, pensativo, luego caminó hasta la tumba del viejo Taipa y gravó con un cuchillo sobre la cruz: "Taipa Soldado Mambí". Después de reflexionar unos minutos sobre el túmulo de tierra húmeda y removida regresó al bohío, tomó de nuevo agua de la jícara y procedió lentamente a soltar las jutías, codornices, guineos y demás aves en cautiverio en las jaulas de madera. Unas corrieron y otras volaron, ahora en libertad, pero al acecho de los peligros del monte. Se detuvo después, a observar por última vez el corretear y el cacareo de la pequeña y simpática gallinita quíquiri detrás de sus crías, que a partir de ahora tendría que proteger aun más de los traicioneros majases y gavilanes que podrían devorarlas y que rondaban siempre por aquellos lejanos parajes.
Tomó el estrecho sendero de regreso sin mirar ni una sola vez hacia atrás y solo por una vez se preguntó en ¿qué lugar? podría estar escondida la botija con el tesoro del negro Taipa, ex soldado mambí de "la guerra del 95".
Nunca más regresó por aquel sitio misterioso
y aislado. A poco el monte y la manigua fueron recuperando su terreno, cerrando
el paso a cualquier visitante, tal como harían después, pero más
lentamente, con los potreros y cañaverales aledaños y con el propio
pueblo de Buenaventura, que quedaría perdido y olvidado en el tiempo
y la distancia y donde más nunca se oiría la frase: "maestro
nuevo en el pueblo".
Autor:
C. López Hernández
R. Rouco Leal
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