A la izquierda de la antecámara, Carter descubrió una cámara mucho más pequeña que contenía un increíble número de objetos magníficos; a la entrada, un Anubis tendido sobre un gran cofre y envuelto en una tela de lino, observaba al intruso con sus penetrantes ojos. Anubis conocía el secreto de los caminos del otro mundo y conducía a los justos por el laberinto del más allá. Custodiaba el umbral de aquel tesoro en el que Carter, estupefacto, admiró una cabeza de la vaca Hathor de madera dorada, un naos de madera negra sobre una pantera negra, varios barcos, joyeles, brazaletes, pendientes y un pectoral colocados en cajas, espejos, material de escriba, un abanico formado por treinta plumas de avestruz, ciento trece uchebtis, un relicario rodeado y protegido por cuatro diosas donde estaban, en vasos canopes, las vísceras del rey, jarras de vino y de cerveza, cestos con frutas, flores y distintos alimentos. Aquella acumulación de rarezas planteó enormes problemas de conservación. Muchos objetos, si no eran correctamente tratados, se convertirían en polvo.
Carter y su equipo, a pesar de las presiones, no se apresuraron; colegas, aparentemente bien intencionados, les reprocharon su lentitud, despechados al no participar en los trabajos de restauración.
En aquella cámara del tesoro, Carter descubrió sorprendentes reliquias; primero dos fetos de seis y siete meses, que simbolizaban las etapas de la resurrección, luego una estatuilla de oro macizo de Amenhotep III en un sarcófago dorado y, en otro, un rizo de los cabellos color caoba de la reina Teje. De este modo, los padres de Tutankamón estaban presentes en su morada de eternidad.
La visita de eventuales ladrones pareció cada vez más extraña.
¿Qué habían sustraído, en efecto, sino cosméticos y ungüentos? Algunos recipientes, inspeccionados, no habían sido cerrados de nuevo. En realidad, la tumba estaba intacta y debe rechazarse, definitivamente, la tesis del pillaje. Podemos afirmar, con R. Krauss, que las perturbaciones y las anomalías fueron producidas por el propio Carter y los miembros de su equipo.[12]
Dudas y conflictos
Carter no ocultó su inquietud a Carnarvon; el plano de aquella tumba era insólito. Ningún otro hipogeo real se le parecía. Era difícil imaginar que, tras la tercera puerta sellada, se ocultara el sarcófago de un faraón. Carnarvon tenía otras preocupaciones; Pierre Lacau cuestionaba el contrato firmado con Maspero sobre el reparto de los objetos. Nadie había previsto la magnitud y la calidad del tesoro. El aristócrata discutió aquel cambio de actitud; las excavaciones le habían costado mucho dinero y el vaciado de la tumba, el primero que se realizaba de modo riguroso, exigiría una no desdeñable financiación. ¿Por qué no respetar, en estas condiciones, la palabra dada? Lacau adujo una nueva reglamentación que se aplicaba a la tumba de Tutankamón. Diplomático, creyendo tener tiempo todavía, lord Carnarvon no se enfrentó directamente con el director del Servicio de Antigüedades.
La apertura de la tercera puerta
El 17 de febrero de 1923, en una especie de espectáculo que hoy se calificaría de mediático, Carter abrió la puerta sellada en la pared norte de la antecámara. Tutankamón se había convertido en una estrella mundial que ocupaba la primera página de muchos periódicos, obligados a comprar sus informaciones al Times que, según los deseos de Carnarvon, había obtenido la exclusiva de la «cobertura» periodística. En materia de primicias, la tumba de Tutankamón era un manantial privilegiado; ¡cada día ocurría algo! Se reprochó a Carnarvon y a Carter haber concedido tal privilegio al diario inglés; los egipcios se sintieron humillados y, con la ayuda del corresponsal del New York Times, también enojado, llevaron a cabo campañas de prensa contra el arqueólogo.
La ceremonia del 17 de febrero fue organizada con mano maestra; las personalidades egipcias y extranjeras se sintieron encantadas de asistir a un momento único. El mundo entero aguardaba el resultado. ¿Y si, tras el muro, sólo existía vacío? ¿Y si Carnarvon y Carter se ponían en ridículo del modo más espectacular?
Imposible, se responderá, si, al revés de lo que parecía indicar la puesta en escena, habían explorado ya íntegramente la tumba. En efecto, algunos indicios permiten pensar que Carter, Carnarvon y su hija Eve habían practicado un agujero en la parte baja del famoso muro e, incapaces de aguardar, se habían introducido en el interior de la cámara funeraria. Al finalizar aquella visita nocturna, habían vuelto a cerrar el paso.
De modo que Carter quitó sin angustia alguna algunos bloques y entró por segunda vez en la «sala del oro» donde había una capilla de oro que tal vez contuviera el sarcófago intacto de Tutankamón.
La noticia dio inmediatamente la vuelta al mundo. La continuación de las exploraciones prometía ser apasionante.
La desaparición de lord Carnarvon
El trabajo en la cámara funeraria presentaba considerables dificultades; entre la capilla de oro y los muros el espacio era escaso y hacía muy difíciles las maniobras. Carter seguía obsesionado por la necesidad de no romper nada.
Mientras preparaba un plan para desmontar la capilla, tenía lugar un drama. Carnarvon había sido picado por un mosquito; la herida se había infectado, al parecer, durante un afeitado. Se había declarado una grave enfermedad, como si el organismo del aristócrata, desgastado y debilitado, no estuviera ya en condiciones de luchar.
Lord Carnarvon sintió aproximarse la muerte y, con un valor y una nobleza ejemplares, anunció que estaba dispuesto. El 6 de abril de 1923, a la 1.55, exhaló el último suspiro. En aquel instante, todas las luces de El Cairo se apagaron, sin que el incidente pueda explicarse. En aquel instante, también, su perro preferido, que se había quedado en Highclere, aulló a la muerte y falleció.
Carnarvon, que fue enterrado en su propiedad, había amado a Egipto y el Valle de los Reyes. Aunque se hubiera opuesto a Carter en una ocasión, cuando sospechó que el egiptólogo se sentía atraído por su hija Eve, se comportó como un mecenas atento y un amigo fiel, indefectible apoyo para el descubridor de la tumba de Tutankamón.
Sin él, Carter iba a conocer las peores pruebas.
Caída y redención de Howard Carter
Soledad de un egiptólogo
La pérdida de un auténtico amigo es siempre una catástrofe de la que nadie se recupera. Carter, poco dado, sin embargo, a admirar la aristocracia británica, sentía un sincero afecto por Carnarvon y se creyó por completo desamparado tras su desaparición; Carnarvon no vería pues el sarcófago de Tutankamón, suponiendo que existiese. Carter se prometió llevar la excavación hasta el final y dedicar sus últimas victorias al hombre que le había permitido despejar el más fabuloso de los misterios del Valle.
Carnarvon no sólo era un amigo sino también un protector que evitaba a Carter cualquier preocupación material, trataba con el Servicio de Antigüedades, se encargaba de la prensa, de los visitantes y de las relaciones públicas. En adelante, Carter estaría solo para enfrentarse con esas dificultades, al tiempo que proseguía el trabajo científico. No siendo diplomático ni hombre de mundo, dio varios pasos en falso, chocó con los periodistas, las autoridades administrativas y acabó siendo considerado una especie de colonialista que creía que la tumba de Tutankamón era de su propiedad. Tan torpe como es posible serlo, sin tomar conciencia del ascenso del nacionalismo egipcio, el egiptólogo no se desvió del camino trazado en compañía de Carnarvon: devolver a la luz los tesoros de Tutankamón.
La cámara funeraria
De las cuatro estancias que componen la tumba, es la única decorada. Los temas son raros, únicos incluso; asistimos a los funerales de Tutankamón, al arrastre del ataúd por la cofradía de los sabios, a la apertura de la boca del difunto por su sucesor, Ay, y a la acogida del resucitado por la diosa del cielo, Nut, que le transmite una energía que brota de sus manos. También están presentes monos que acompasan las horas y el escarabeo, símbolo del sol renaciente.
Entre la capilla de oro y el muro, Carter dispuso sólo de setenta y cinco centímetros para moverse; advirtió que estaba hecha con paneles ensamblados, de considerable peso, y que contenía otras tres capillas de oro. Había pues cuatro capillas, encajadas las unas en las otras, como las envolturas protectoras de un cuerpo de resurrección que sólo podía ser el del rey. Fue necesario proceder a un lento y paciente desmontaje.
La decoración de la primera capilla, de madera dorada y con incrustaciones de pasta de vidrio azul, está consagrada a la reanimación alquímica del alma de Faraón; estamos lejos, hoy todavía, de haber desvelado todos los secretos de los textos y las representaciones. En el pequeño espacio entre la capilla y el muro se habían colocado pieles de resurrección de Anubis utilizadas durante los ritos de iniciación, once remos de madera que servían para la navegación por el otro mundo, una caja en forma de naos, otra en forma de pilono, un ramillete de persea y jarras de vino. Ante la puerta, una estatua de oca, símbolo de Amón, envuelto en una tela de lino, dos lámparas de alabastro y una trompeta de plata dedicada a Ra, a Atum y a Ptah. Esta acumulación de símbolos, en relación con la luz, la energía y el renacimiento, se consideraba indispensable para que la tumba fuera receptáculo de los poderes creadores.
La segunda capilla estaba recubierta de un velo adornado con margaritas de bronce dorado; los cordoncillos del cerrojo estaban intactos y Carter fue el primero en tirar de los pestillos de ébano desde el día del año 1327 a. de C. en que el ritualista aisló la cámara funeraria del mundo exterior.
También los cerrojos de la tercera capilla estaban intactos; por lo que a la cuarta se refiere, contenía un receptáculo de gres con una diosa en cada esquina.
El drama de febrero de 1924
El 12 de febrero de 1924, cuando las cuatro capillas estuvieron ya desmontadas, Carter decidió levantar la tapa del sarcófago. Éste mostraba la huella de una rotura reparada en la Antigüedad. Apareció el sarcófago exterior del rey, envuelto en un sudario; el receptáculo albergaba, en realidad, tres sarcófagos momiformes, uno dentro de otro, el primero de madera dorada, el segundo cubierto de chapas de oro y el tercero de oro macizo.
Carter no pudo sacar a la luz aquellas maravillas pues un grave incidente le enfrentó con el ministerio de Obras públicas y con el Servicio de Antigüedades. Desde hacía mucho tiempo, Pierre Lacau que era escuchado por el gobierno, intentaba hacer caer a Carter en una trampa; con los nervios de punta, el arqueólogo perdió la sangre fría cuando el Servicio negó la entrada a la tumba a las esposas de sus colaboradores. El egiptólogo estimó que era víctima de una medida injustificada y escandalosa; algunos colegas, como Gardiner y Breasted, escribieron una carta criticando severamente la actitud de Lacau. Carter fue más lejos y expuso una vengativa nota en el vestíbulo del Winter Palace, uno de los mayores hoteles de Luxor donde se albergaban turistas y notables.
El asunto fue envenenándose y Carter decidió cerrar la tumba. Para el gobierno, se excedía en sus derechos. Pierre Lacau, acompañado por policías y soldados, forzó la puerta de la sepultura e hizo bajar de nuevo la tapa del sarcófago, que Carter había dejado colgada.
¡A Carter le Prohíben la entrada en la tumba!
Lacau había ganado. El Servicio de Antigüedades tomaba posesión del monumento más célebre de Egipto. Al revés de lo que Carter deseaba, permitió que miles de turistas penetraran en la tumba cuando el arqueólogo inglés concedía las autorizaciones de visita con cuentagotas.
Varias personalidades políticas egipcias acudieron a la tumba y convirtieron aquel viaje por tierras reconquistadas en una victoria del Egipto moderno, capaz de rechazar las pretensiones de un inglés con actitudes colonialistas.
El éxito de Lacau fue absoluto cuando consiguió que a Howard Carter le prohibieran la entrada en la tumba; con la ayuda de lady Carnarvon, el arqueólogo inició un proceso contra el gobierno egipcio, pero le fue desfavorable tras rocambolescas circunstancias. Abatido por aquel nuevo golpe del destino, nerviosamente agotado, Carter abandonó Egipto para dar una gira como conferenciante por Estados Unidos, ignorando si volvería algún día al Valle de los Reyes y podría concluir su trabajo.
Prosigue el trabajo
Las conferencias de Carter tuvieron mucho éxito; para el pueblo americano se convirtió en una estrella. Aquella gloria no le satisfizo; sólo pensaba en Tutankamón, prisionero de Pierre Lacau. Lacau, precisamente, no presumía ya demasiado; ¡nadie se atrevía a sustituir a Carter! La situación estaba bloqueada; el Servicio de Antigüedades disponía de la tumba pero no de un excavador competente.
De regreso a Inglaterra, Carter se entrevistó con lady Carnarvon. Se pusieron de acuerdo en un espinoso punto, mejor era renunciar a cualquier derecho de propiedad sobre los objetos descubiertos en la tumba. En Egipto, la situación evolucionaba; el gobierno Zaghlul fue derribado. Los políticos que tomaron el poder eran mucho menos hostiles a Inglaterra y a Carter. Lacau, aislado, tuvo que inclinarse; aceptó el regreso del hombre al que había conseguido expulsar. Cuando le devolvió las llaves de la tumba, le expresó su satisfacción por verle poner de nuevo manos a la obra. A sus cincuenta y un años, Carter reconstruyó su equipo, a excepción de Mace, muerto de tuberculosis, para iniciar la última etapa de la excavación. Se enfureció al comprobar que los objetos transferidos ya al museo de El Cairo habían sido manipulados por un personal incompetente; no habían sabido montar de nuevo los carros. Pero el hacha de guerra estaba enterrada. El Estado egipcio conservó la totalidad del tesoro y pagó a la viuda de lord Carnarvon los gastos que había hecho su marido. El trabajo prosiguió en un clima sereno.
Últimos tesoros
El 28 de octubre de 1925, Carter abrió el tercer sarcófago que protegían con sus alas las diosas Isis y Neftis; contempló la célebre máscara de oro y tomó ciento cuarenta y tres joyas y amuletos de la momia. Sarcófago y ornamentos de oro pesaban 1.110,4 kilos.
Una pequeña abertura daba acceso a la última pieza de la tumba que Carter llamó «anexo» (4 x 2,90 m); un considerable número de objetos le aguardaba allí. Estaban amontonados en un equilibrio tan precario que quitar uno podía hacer que todo el conjunto se desmoronara; el vaciado, que se inició durante la temporada 1927-1928, sólo concluyó dos años más tarde. El tesoro se componía de cofres, cajas, jarras, lechos rituales, un trono de ébano, arcos, flechas, bastones arrojadizos, espadas, escudos, modelos reducidos de barcos, varas, bastones, juegos, carros dorados, ungüentos y alimentos diversos, carne momificada, uva, nueces, melones, etc.
En 1931, Carter mandó los paneles de las grandes capillas al museo de El Cairo donde fueron montadas de nuevo; en 1932, la tumba estaba vacía y la más fabulosa excavación de la historia de la arqueología había terminado.
Tras un decepcionante examen de su mal conservada momia, Tutankamón siguió reposando en su sarcófago.
Ingratitud
Howard Carter fue, sin duda alguna, el autor del más espectacular descubrimiento arqueológico de todos los tiempos. Era de esperar que se le concedieran grandes distinciones y siguiera ejerciendo sus aptitudes en otras excavaciones.
La realidad fue muy distinta. Carter, detestado, despreciado y víctima de los celos, cayó en una especie de clandestinidad. Poco interesado en obtener los favores del establishment y del mundo llamado «científico», había olvidado ser un trepador. Trabajador encarnizado, nunca comprendió que obtener un puesto oficial y ciertos honores exigía algunos compromisos.
Carter regresó varias veces a Egipto, pero no volvió a excavar. Inglaterra no le concedió la menor distinción. Murió en Londres, solitario, en 1939. Como suele suceder, la humanidad sólo había ofrecido ingratitud a uno de sus genios.
El enigma Tutankamón
¿Tumba real o tumba privada?
Leemos a menudo que la tumba de Tutankamón fue una tumba privada arreglada precipitadamente para convertirse en tumba real; nada lo demuestra. El egiptólogo belga Claude Vandersleyen considera que la escalera y el corredor son característicos de una tumba real; podemos añadir a ello la decoración de la cámara funeraria. Aunque la planta sea original, no existe ninguna razón seria para creer que el hipogeo no fuera concebido, desde el principio, por Tutankamón. Algunos ven, en el relativo desorden de los objetos, la consecuencia de un traslado, desde la tumba núm. 23, por ejemplo; puesto que, verosímilmente, las perturbaciones se deben al equipo de excavación, el argumento no se sostiene.
Estamos efectivamente ante una tumba real, dotada de todos los elementos necesarios para la resurrección del faraón; la cámara del oro albergaba incluso el más fabuloso sarcófago jamás descubierto. La «tumba tipo» de los manuales no existe, pues Egipto no fue sistemático ni doctrinario. A faraón excepcional, tumba excepcional.
¿Quién era Tutankamón?
El príncipe Tutankamón, «Símbolo vivo de Atón», fue educado en la corte real de el-Amarna donde reinaban Akenatón y Nefertiti; seguimos sin saber con seguridad quiénes eran sus padres. Cuando la corte regresó a Tebas, el nombre del príncipe fue modificado; se convirtió en Tutankamón, «Símbolo vivo de Amón», y ascendió al trono de Egipto ocupándolo durante nueve años (1336-1327). No fue, por lo tanto, un reinado efímero; adolescente en su coronación, Tutankamón fue considerado lo bastante maduro como para gobernar y nada nos autoriza a repetir, interminablemente, que fue un rey insignificante y sin personalidad.
Se casó con la tercera hija de Akenatón y Nefertiti, Ankhesenpaaton, «Vive por Atón» que, en Tebas, cambió también su nombre para convertirse en «Vive por Amón»;[13] según sus retratos, era una muchacha de gran belleza. El rey y la reina vivieron momentos felices en los maravillosos jardines donde su ternura se expresó con el inimitable refinamiento del arte egipcio.
El reinado de Tutankamón no se diferenció del de un faraón «clásico»; hizo construir su «templo de los millones de años» en la orilla oeste, probablemente cerca de Medinet Habu, y excavar su morada de eternidad en el Valle. Sus maestros de obras comenzaron una columnata en Karnak, sus escultores crearon estatuas. El país permanecía armonioso y apacible cuando la muerte hirió a Tutankamón. Su esposa enterró a un monarca de unos veinte años de edad; fue ella quien, tras el banquete celebrado junto a la tumba, depositó en el umbral de la cámara funeraria una copa de alabastro proclamando la vida eterna del ser amado. La joven no quiso casarse con el viejo cortesano Ay, que sucedió a Tutankamón, ni con un gran dignatario como Horemheb, que sucedió a Ay. Según un fragmento de carta, solicitó al rey de los hititas que enviara a Egipto a uno de sus hijos. Horemheb impidió aquella desacertada unión. El doctor Maurice Bucalle, especialista en el estudio de las momias,[14] ha precisado que Douglas Derry, profesor de anatomía de la universidad de El Cairo, había destrozado literalmente la de Tutankamón, seccionándola y fragmentándola para extraer amuletos y objetos preciosos que había entre las vendas, especialmente dos de hierro, uno en forma de cabecera y el otro una daga con empuñadura de cristal de roca. Naturalmente, el martirio sufrido por los despojos del joven rey fue ocultado en los informes oficiales, que avaló luego Desroches-Noblecourt convirtiendo a Derry en el restaurador de la momia, «carbonizada o casi, por la acumulación de los ungüentos vertidos en los ritos funerarios y de momificación». Bucalle demuestra que «el papel destructor de los ungüentos utilizados en la momificación es un puro invento», y el egiptólogo americano Hans Goedizke deplora que sus colegas «tengan, durante los próximos años, que combatir las fantasías y las concepciones erróneas» difundidas a partir de 1936. Bucalle, que ha examinado realmente la documentación, concluye que existió un «odioso despedazamiento de la momia», y protesta vigorosamente contra la ocultación de la verdad. Resume así el destino de la infeliz momia: «Treinta y seis siglos de reposo, una semana de despedazamiento, un cuarto de siglo de falaces relatos». No fueron los egipcios quienes dañaron el cuerpo del joven rey, sino los egiptólogos, y es preciso reconocer el valor de uno de ellos al admitirlo.
Un tesoro para la eternidad
En Egipto se han descubierto pocos tesoros; citemos los de Heteferes, la madre de Keobs, en Gizeh; de las princesas de la XII dinastía, en Illahun y Dachur; del arquitecto Kha y de Senedjem en Deir el-Medineh; de Yuya y Tuya en el Valle de los Reyes; de los faraones de la XXI y XXII dinastías en Tanis. El esplendor del tesoro de Tutankamón los eclipsa a todos. Pensemos que la publicación de los centenares de objetos que lo componen no se ha finalizado todavía, setenta años después del descubrimiento de la tumba.
Debemos advertir la extraordinaria utilización del oro en Tutankamón; han sobrevivido otros sarcófagos, pertenecientes a ilustres soberanos, pero ninguno utiliza el oro tan masiva y espectacularmente. Para los egipcios, el oro era la carne de los dioses. Obra alquímica, capta la energía celeste y hace que irradie.
Si la tumba de Tutankamón fue disimulada con tanto cuidado, si se benefició de un dispositivo de ocultación que ningún desvalijador logró superar, no fue por casualidad. Por sí solo, el tesoro es una síntesis de los esplendores del Valle y una especie de realización de la espiritualidad y el simbolismo del antiguo Egipto. Objetos, textos y representaciones nos enseñan las modalidades y las etapas de la transmutación de un cuerpo mortal en ser de luz. Esta tumba no se parece a ninguna otra porque los propios egipcios la convirtieron en santuario de lo esencial. Tutankamón, «Hábil como Ptah y sabio como Thot», no fue ciertamente un reyezuelo sin importancia sino el monarca elegido como vehículo y soporte de la tradición egipcia.
Debe citarse a un noble, Maya, cuyo recuerdo está presente en la tumba, gracias a inscripciones en los uchebtis; asumió las altas funciones de superior del Tesoro de la necrópolis real. Él organizó los funerales del rey y veló para que el equipamiento fúnebre estuviera completo; tal vez fue también él quien eligió el emplazamiento donde el cuerpo del rey, convertido en oro, permanecería oculto por los siglos de los siglos.
¿Cometió Carter un sacrilegio al quebrar ese silencio? Quizás no, si logramos descifrar el mensaje de Tutankamón a costa de investigaciones y estudios que están muy lejos de haber terminado. La máscara de oro del rey resucitado forma ya parte de nuestro paisaje interior.
Después de Tutankamón
La más importante de las tumbas reales, a causa de su contenido, fue la última que se descubrió; Howard Carter fue pues el último egiptólogo que sacó a la luz un hipogeo en el Valle. Luego nada; no ha vuelto a emprenderse ninguna campaña de excavaciones de cierta envergadura. Esta vez, la comunidad científica considera que el más célebre paraje de Egipto se ha agotado por completo. Está hoy abandonado a los turistas que no cesan de afluir.
De 1930 a 1966, Alexandre Piankoff se interesó por los textos enigmáticos inscritos en las paredes de las tumbas y publicó numerosas traducciones que sirven todavía de base a los investigadores; egiptólogos como Erik Hornung han seguido sus pasos.
En 1978-1979, John Romer organizó una campaña de excavaciones en la tumba de Ramsés XI. La década de los noventa debería estar señalada por cierto número de publicaciones indispensables, pues la mayoría de las tumbas se conocen todavía muy poco.
Pero ¿ha revelado realmente el Valle todos sus secretos?
Las tumbas que no se encuentran
Los fundadores de la XVIII dinastía
Ahmosis, «El que nació de la luna», fue el primer faraón de la XVIII dinastía y tuvo un largo reinado, de algo más de un cuarto de siglo (1552-1526). El monarca expulsó a los ocupantes hicsos y puso los fundamentos de la civilización tebana.
Se admite comúnmente que su tumba no fue excavada en el Valle de los Reyes; pero es sólo una hipótesis, en la medida en que no parece haber sido hallada, aunque algunos arqueólogos la sitúen en Dra Abu el-Neggah. Este es uno de los más hermosos enigmas de la arqueología egipcia, si nos negamos a aceptar la identificación que acabamos de mencionar.
El caso de Amenhotep I, sucesor de Ahmosis, no se ha aclarado todavía de modo definitivo. La opinión de Carter, que creía haber identificado su tumba en el sector de Dra Abu el-Neggah, no ha suscitado la adhesión general. Si aquella pequeña sepultura no es la del primero de los Amenhotep, ¿dónde fue enterrado y debemos excluir sistemáticamente el Valle?
El embrollo de los Tutmosis
Para Tutmosis III (núm. 34) y Tutmosis IV (núm. 43), la situación es clara; sus hipogeos se han identificado con certeza. En cambio, el caso de los dos primeros reyes de ese linaje de «Hijos de Thot» plantea problemas.
La tumba núm. 38 se atribuye a Tutmosis I; aunque no se trata de la sepultura prevista originalmente para este rey, buscar su tumba sería inútil. Fue enterrado de nuevo por Tutmosis III en aquel lugar, y su antigua morada de eternidad, si se trata efectivamente de la inmensa tumba núm. 20, fue reacondicionada para Hatshepsut.
La tumba núm. 42, que se atribuye con frecuencia a Tutmosis II, sigue siendo enigmática; ciertamente tiene la forma de las tumbas de Tutmosis I y Tutmosis III y sería lógico pensar en una serie coherente. Pero chocamos con un hecho innegable, en la tumba no se encontró el menor fragmento de objetos con el nombre de Tutmosis II. Debiéramos pues pensar en la sepultura de un príncipe, una princesa o una reina, no en la de un faraón.
¿Dónde está Tutmosis II?
El 23 de febrero de 1929, el americano Winlock, gran amigo de Carter, descubrió en Deir el-Bahari una tumba que recibió el núm. 358; algunos pensaron que allí había sido enterrado Tutmosis II. Pero ¿por qué iba a excavar Tutmosis II su morada de eternidad fuera del Valle? Ciertamente, la presencia de un pozo es turbadora; pero ¿es un indicio suficiente?
Su reinado es especialmente poco conocido; ni siquiera estamos seguros del número de años. ¡Dos, tres, ocho o doce según los especialistas en cronología! Estamos en terreno movedizo. Creemos saber que el rey murió relativamente joven, hacia los treinta años, y que se mostró atento al mantenimiento del orden en Nubia; la documentación es singularmente pobre.
Tal vez la tumba de Tutmosis II permanece sumida en las profundidades del Valle; por lo que a su momia se refiere, fue identificada en el escondrijo de Deir el-Bahari.
El enigma de Ramsés VIII
Ramsés VIII, uno de los hijos de Ramsés III, gobernó en Egipto durante tres años (1128-1125), según unos, un año según otros; no sabemos casi nada de su reinado, salvo que de esta época data la última mención actualmente conocida a Pi-Ramsés, la gran ciudad del delta que Ramsés II tanto quería. Eso no significa, sin embargo, que fuese abandonada en aquella época. ¿Ramsés VIII vivía en el norte o en Tebas?
No poseemos fragmento alguno de su material fúnebre. Su momia no se hallaba en el escondrijo de Deir el-Bahari ni en el de Amenhotep II. Por lo tanto, no hay rastro alguno de su tumba y es un caso muy parecido al de Tutankamón.
Jacques Vandier podría desalentar los ardores de eventuales excavadores al escribir que Ramsés VIII se limitó a la sepultura que se había hecho excavar en el Valle de las Reinas, cuando era sólo el príncipe Seth-her-jepechef; pero, al convertirse en faraón, debió de seguir la regla consistente en ocupar, de acuerdo con su función, una nueva morada de eternidad.
Que la tumba de Tutmosis II fuera cuidadosamente ocultada correspondería a la práctica de la XVIII dinastía; el caso de Ramsés VIII, en cambio, es mucho más sorprendente. Por aquel entonces, en efecto, los reyes hacían que su hipogeo fuera precedido por una monumental puerta que señalaba el acceso. ¿Por qué el octavo de los Ramsés iba a modificar la costumbre? Hay una solución, desesperante para los aficionados a lo inédito: la tumba inicialmente prevista para Ramsés VIII habría sido ocupada por uno de sus tres sucesores. Sin embargo, conocemos el caso de una tumba doble, la de Ramsés V y Ramsés VI, en la que ambos reyes se citan con toda claridad; no ocurre nada parecido con Ramsés VIII.
¿Son Tutmosis II y Ramsés VIII dos falsos enigmas, debidos a nuestra incapacidad para interpretar correctamente los hechos arqueológicos, o son dos tumbas ocultas todavía en el Valle de los Reyes?
Las Tumbas «Privadas»
Una terminología inadecuada
Los términos que utilizamos para describir la realidad egipcia están, a menudo, mal elegidos; hablar, así, de una tumba «privada» podría hacernos creer que un individuo podía, por propia iniciativa, hacer que le excavaran una sepultura en el Valle de los Reyes para satisfacer cierta fantasía o su deseo de vanagloria.
El término «privado» no tiene sentido; era Faraón quien decidía, por razones que con frecuencia ignoramos, permitir a uno de sus íntimos que pasara su eternidad en el paraje donde residían los monarcas.
¿Todas las tumbas privadas del Valle han sido ya descubiertas? Nada es menos seguro cuando sabemos que cierto número de ellas son simples agujeros hallados por casualidad a medida que iba excavándose. En ciertos lugares del Valle podemos estar casi seguros de que las investigaciones se llevaron a cabo con el mayor cuidado y el suelo no tiene ya, sin duda, nada que revelar. Algunas zonas, en cambio, son menos conocidas y podemos considerar que la cincuentena de sepulturas privadas, tumbas o simples pozos funerarios no es una lista definitiva. Pero ¿cuántas toneladas de piedra y arena sería necesario remover para obtener nuevos éxitos?
Animales para la eternidad
Las tumbas núms. 50, 51 y 53 no son inicios de sepulturas abandonadas ni escondrijos para material de embalsamamiento, sino moradas de eternidad que datan de la XVIII dinastía y albergan animales, especialmente perros y monos.
¿Signo del afecto de poderosos monarcas hacia sus fieles compañeros? Sin duda alguna, pero la intención es más vasta. En cada animal se encarna un poder divino en estado puro, sin ninguna de las deformaciones debidas a la especie humana. El mono hace referencia a Thot, dios de la sabiduría y dueño de la lengua sagrada, cuyo conocimiento es indispensable para abrir las puertas del otro mundo. El perro es la encarnación de Anubis, encargado de proceder a la momificación que transformará un cadáver en Osiris, en un cuerpo de resurrección, pues. Los animales son guías y consejeros, mensajeros del otro mundo cuya presencia es indispensable en una necrópolis.
Características de las tumbas «privadas»
Si existen tumbas privadas, se diferencian claramente de las sepulturas reales. Hecho esencial, no incluyen decoraciones ni inscripción alguna; su tamaño es reducido y su planta muy sencilla. Tienen por lo general la forma de un pozo funerario que conduce a un sepulcro. Algunas fueron más o menos olvidadas por los ladrones, como las de Yuya y Tuya, y la de Maiherpri. El rey ofreció a esas personalidades un ataúd de madera y no de piedra, pues ésta estaba reservada a los faraones. En resumen, modestas moradas de eternidad que, sin embargo, pueden contener objetos de gran valor.
Señalemos también que los faraones podían albergar también en sus propios hipogeos a príncipes y princesas; de este modo, Amenhotep acogió a su hijo; Tutmosis IV a su hijo y a su hija. Esta costumbre desapareció bajo los ramésidas, cuando los hijos de rey se hicieron enterrar, de buena gana, en el Valle de las Reinas; sin embargo, algunos hijos de Ramsés III ocuparon, tal vez, las tumbas núms. 3 y 12, y Montu-her-kepeschef, hijo de Ramsés IX, fue inhumado en la tumba núm. 19.
¿Quién fue admitido en el Valle de los Reyes? Hombres y mujeres cercanos al soberano reinante, cuya identidad no siempre nos es conocida. Los privilegiados cuyo nombre se ha preservado ocupaban funciones muy diversas. In (núm. 60) era una nodriza de la Corte real (tal vez de Hatshepsut); Maiherpri (núm. 36) un militar y, sin duda, un compañero de armas particularmente apreciado por un faraón; Meryatum (núm. 5) un sumo sacerdote de Heliópolis, la más antigua de las ciudades santas; Sennefer (núm. 42), un alcalde de Tebas, como su hermano el visir Amenemopet (núm. 48); Userhat (núm. 45), superior de los campos del templo de Amón; Yuya y Tuya (núm. 46), padres de la gran esposa real Teje.
Gran variedad de personajes, en consecuencia, característica de la sociedad egipcia que no conocía castas ni barreras infranqueables. El sumo sacerdote de Heliópolis podía codearse, sin menoscabo, con una nodriza y un soldado. La presencia de alcaldes de Tebas, la capital situada en la orilla este, podría parecer menos extraña; pero ¿por qué éstos y no los demás? ¿Por qué este visir y no los demás? Otras tantas preguntas que no podemos responder. Los documentos referentes al Valle son escasos y no es fácil hacer que hablen las tumbas que se ocupan mucho de eternidad y muy poco de anécdotas. Nos vemos reducidos a algunos títulos rituales, a algunos indicios extraídos de un material fúnebre desvalijado o dañado con frecuencia. Los ocupantes de las moradas de eternidad no nos han dejado ninguna noticia biográfica y debemos aceptar un silencio que, según los textos egipcios, era el de los sabios.
El mensaje del Valle
La Regla divina
La espiritualidad faraónica estaba centrada en la conciencia de Maat, la Regla universal, y su aplicación en el mundo de los hombres. El papel fundamental de Faraón consistía en alimentarse de Maat y hacerla vivir en la Tierra; sin la Regla, la sociedad era presa de la corrupción, la mentira y la desgracia. Maat está presente en las tumbas del Valle, con la forma de una diosa; se la encuentra a menudo a la entrada de los hipogeos. ¿Acaso no es necesario pasar por ella para entrar sin temor en los caminos del más allá? El alma era juzgada en la «sala de las dos Maat», que puede entenderse como la del doble aspecto de la Regla, divina y humana. Una existencia se consideraba armoniosa cuando el corazón del ser era tan ligero como la pluma de avestruz que simbolizaba la Regla. Si las acciones habían sido negativas, el corazón pesaba demasiado. El ser era condenado entonces a la segunda muerte y «la devoradora» se lo tragaba.
El juicio del presidente del tribunal, Osiris, era severo; se ataba a los condenados a postes, se los entregaba a terroríficos demonios que cortaban las cabezas con sus cuchillos, se los arrojaba a lagos de fuego. El simbolismo de los imagineros de las catedrales y de Dante se inspiró en el del Valle a través de distintos modos de transmisión.
El condenado se veía privado de la luz, permanecía disperso y prisionero de las tinieblas. Pero la Regla se mostraba llena de amor para quien la había practicado en vida; si la colocaba en su corazón, el viajero por el más allá no tenía nada que temer.
El viaje del sol
El tema fundamental de las tumbas reales es el viaje del sol por el otro mundo; al sumirse en las tinieblas, sufre terribles pruebas. De su supervivencia depende la de la creación, a la que renueva cada noche utilizando poderes originales. Al anochecer, Nut, la diosa del cielo, se traga al sol que penetra en su cuerpo sembrado con los signos del zodíaco, decanes, constelaciones y planetas cuya energía la alimentan. Nut está representada en el techo de algunas tumbas reales, como las de Seti I, Ramsés IV o Ramsés VI; está dividida en horas que custodian ciertas puertas. En ella los justos se convierten en estrellas. Por la mañana, Nut da a luz un nuevo sol.
Al morir en su cuerpo mortal, el sol se reúne con su cuerpo inmortal; cuando ilumina su camino, ilumina las tinieblas y hace visible lo que estaba oculto, es decir las fuerzas latentes de la creación. La vida renace de lo que permanecía inerte, las puertas de «la vasta y eterna ciudad» se abren, los resucitados se llenan de júbilo pues sólo el sol puede oír la voz de los seres del más allá, que se parece a la de un toro, un gato, al zumbido de una abeja o al soplo del viento. La luz quiebra el silencio de la oscuridad. La barca solar es llamada «barca de los millones», pues acoge las fuerzas divinas y a los seres regenerados que, al participar en el viaje, se asocian a la dinámica de regeneración.
Faraón, Ra y «la primera vez»
«Ra (o Re) —escribe Piankoff— no es el sol; es la energía, la fuerza divina que se manifiesta en todos los dioses.» Adopta cuatro formas principales: el escarabeo Khepri por la mañana, el halcón Horakhty a mediodía, el anciano Atum con cabeza de carnero al anochecer y Osiris en las tinieblas.
Cuando Faraón es iniciado en el universo de los poderes divinos, durante el ritual de los grandes misterios, se convierte en Ra.
Dirigiéndose a él, proclama, según la Letanía de Ra: «Soy tú, tú eres yo». Donde Ra va, va el rey; cuando Ra crea, el rey crea.
Esta creación no se llevó a cabo de una vez por todas, en un pasado cualquiera, y no tiene fecha ni está inmóvil en el tiempo. Si el instante en el que toma cuerpo se llama «La primera vez», ésta se repite en cada nuevo amanecer. El mundo se renueva cada día, recién nacido por la mañana, adulto a mediodía, anciano por la noche. Entre la primera hora del día y la última de la noche, se realiza una eternidad.
En cierto modo, el origen de la creación es permanente. El más allá egipcio se presenta como una perpetua mutación, un incesante viaje.
Paisajes del más allá
El resucitado atraviesa regiones acuáticas y campos fértiles, paraísos bañados por el Nun, el océano de energía primordial donde nacen todas las formas de vida. Comparado con la Tierra, el más allá es gigantesco. El trigo que crece allí tiene una altura de nueve codos (4,68 m), una hora de viaje nocturno equivale a toda una existencia, la línea recta desaparece en beneficio de sinuosos canales.
Lo esencial es conocer los textos que permiten no caminar cabeza abajo, apartar a los guardas de las puertas y penetrar en la morada del Occidente donde vive el secreto de la resurrección.
Incorporado al sol, Faraón debe vencer a la temible serpiente Apofis que intenta cerrarle el paso. El astro solar pasa al cuerpo del gigantesco reptil invirtiendo la dirección del tiempo y del espacio; transforma en juventud lo que era vejez, va de occidente a oriente para renacer. En los muros de la tumba, buitres y serpientes aletean para mantener el soplo que da vida a todas las partes del edificio.
El misterio de Osiris
Si Osiris es el soberano del otro mundo y el juez de los muertos, es también la momia concebida como soporte de resurrección y cuerpo de luz. Cada ser justificado se convierte en un Osiris al que Ra animará con su luz. Dato fundamental: Ra reposa en Osiris, Osiris reposa en Ra. Osiris es ayer y Ra es mañana. El iniciado proclama: «Soy el ayer, conozco el mañana». La vida engendra la muerte, la muerte engendra la vida, de acuerdo con un proceso que no tiene principio ni fin. De este modo, el lugar donde reposa Osiris es el mayor de los misterios, que sólo puede percibirse en el interior del sarcófago donde el ser del Faraón se une al oro del cielo.
En todas sus moradas de eternidad, el Valle afirma la omnipresencia de la luz, presente en cada expresión de la vida, desde la piedra de estrella, y de la creación concebida como una permanente regeneración. En este sentido, sus tumbas son de sorprendente actualidad.
Los «libros funerarios reales»
Los ritualistas del Imperio Nuevo crearon una serie de composiciones específicas que fueron grabadas o dibujadas en las paredes de las tumbas reales del Valle: el Amduat o Libro de la cámara oculta, Libro de las puertas, que aparece por primera vez en Horemheb y cuya única versión completa se halla en Ramsés VI, Libro de las cavernas (o, con mayor exactitud, de las «envolturas»), Libro del día y de la noche, Letanía de Ra, Libro de la Vaca divina, Libro de Aker (dios de la tierra), Ritual de la apertura de la boca. Estos textos esotéricos estaban reservados a los faraones y no fueron divulgados fuera de las tumbas reales antes del final de la XX dinastía.
Las composiciones ofrecen el conocimiento de los mitos y las divinidades, abren los caminos de la eternidad, permiten luchar contra los enemigos y efectuar el paso de la muerte a la vida.[15]
El texto elegido para figurar en las primeras tumbas del Valle fue el Amduat, cuyas versiones completas figuran en Tutmosis III y Amenhotep II. Hoy sabemos que el «libro» se inspira en modelos más antiguos; como siempre, en Egipto, las nuevas formulaciones se apoyan en las antiguas sin suprimirlas.
Mientras los particulares disponen del Libro de los Muertos, el Amduat fue patrimonio de las tumbas reales[16]y el único texto inscrito en sus muros, desde Tutmosis I hasta Horemheb; luego llegaron otros textos cuyos títulos ya hemos citado. La primera versión completa, en Tutmosis III, se presenta como un papiro desenrollado. La forma y el nombre de setecientas setenta y cinco divinidades, ante las que está colocado un pequeño recipiente donde arde incienso, se revelan en la sala alta de la tumba; en la sala del sarcófago, esos personajes se animan y participan en los distintos episodios de la mutación de la luz y de la resurrección. He aquí el título completo del Amduat: «Escritos de la cámara secreta, sede de las almas, de los dioses, de las sombras, de los espíritus y de sus acciones. Al comienzo, el cuerno de occidente, puerta del mundo occidental; al final, el crepúsculo, puerta del mundo oriental. Para conocer las almas de la Duat, para conocer sus actos, para conocer sus actos de glorificación de la luz divina (Ra), para conocer los misteriosos poderes, para conocer el contenido de las horas y su dios. Para saber lo que les dicen, para conocer las puertas, las vías que toma el gran dios, para conocer el curso de las horas y su dios, para conocer a los bienaventurados y los condenados». Bajo tierra y en las tinieblas, el viaje del sol se divide en doce etapas que corresponden a las doce horas de la noche, que tienen un nombre, un dominio y un guardián. Según la expresión de Champollion la barca divina navega «en el río celeste, por el fluido primordial o el éter»; en la proa está Sia, la intuición, que la guía por las profundidades de la energía original y por el cuerpo de la diosa del cielo. La tumba es precisamente la encarnación arquitectónica de ese camino del sol que desemboca en el sarcófago, medio matricial donde resucita, al igual que Faraón.
Amduat significa literalmente «Lo que está en el Duat», término que puede traducirse como «cámara oculta», con la precisión de que no se trata de un lugar en el sentido corriente del término sino, más bien, de un conjunto de fuerzas y energías que permiten reunir lo que está disperso y asegurar la continuidad de la creación. La Duat es pues un espacio de mutaciones donde se realiza el perpetuo renacimiento de la luz y de su representante en la Tierra, Faraón. En su carta del 26 de mayo de 1829, Jean-François Champollion escribe: «El sentido general de esta composición se refiere al rey difunto. Durante su vida, parecida al sol en su carrera del oriente al occidente, el rey tenía que ser el vivificador, el iluminador de Egipto y la fuente de todos los bienes físicos y morales que sus habitantes necesitaban. El faraón muerto fue pues naturalmente también comparado con el sol poniente y dirigiéndose hacia el tenebroso hemisferio inferior, que debe recorrer para renacer de nuevo por oriente y devolver la luz y la vida al mundo superior (el que habitamos), del mismo modo que el rey difunto tenía también que renacer, bien para proseguir sus transmigraciones o bien para habitar el mundo celestial y ser absorbido en el seno de Amón, el Padre universal».
Conclusión
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