Fueron necesarios tres días para llegar a la parte baja de la tumba avanzando a través de los cascotes, dos para despejar el corredor, uno para cruzar el pozo. Este hipogeo marca, por su planta, una ruptura en relación con la XVIII dinastía, donde el recorrido ritual se quebraba en ángulo recto; la tumba de Horemheb adopta un camino directo, sin recodo, y ofrece el «eslabón perdido» entre las pequeñas y secretas tumbas de la XVIII dinastía y las grandes tumbas con vistoso pórtico de la XIX. En este campo, como en otros, Horemheb se nos muestra como el primer ramésida. Tras el corredor de acceso suprimió, pues, el cambio de dirección y, después de la sala del pozo, se limitó a una ligera desviación antes de llegar a la cámara funeraria.
Otra innovación espectacular, el paso de las pinturas murales a los relieves pintados. Éstos, en un fabuloso estado de conservación, brillaban con extraño fulgor que parecía salir de la roca. A medida que se iba despejándolos, se vio aparecer a Horemheb haciendo ofrendas a divinidades con rostros sublimes; los azules, especialmente, eran de pasmosos frescor y belleza. Por primera vez, además, se revelaba el Libro de las puertas, un texto esotérico sobre las mutaciones de la luz; los ramésidas se lo debían pues a Horemheb.
Cuatro pilares sostenían el techo de la cámara funeraria, llena de cascotes; a pesar del pillaje, subsistían fragmentos de un cofre para canopes de alabastro, de estatuas de madera, de un altar para libaciones de alabastro, en forma de león, de una pantera de madera y de ladrillos mágicos.
El sarcófago, protegido por cuatro diosas colocadas en las cuatro esquinas, se parecía al de Ay; el de Tutankamón no es muy distinto. La presencia de Isis, Neftis, Neith y Serket garantiza el buen desarrollo del proceso de resurrección y la liberación de cualquier traba.
En la pared, sobre el sarcófago, se había dibujado en negro una escena que mostraba a Osiris presidiendo el acto de pesar el corazón; de aquella prueba dependía la justificación del ser que iba a renacer en el paraíso o a desaparecer. Horemheb, el legislador, quiso reposar bajo aquel acto esencial del juicio divino.
En el sarcófago yacían osamentas humanas, como en la pequeña cámara aneja; probablemente no se trata de los restos de la momia de Horemheb, que no ha sido hallada o no fue identificada entre las momias procedentes del escondrijo de Deir el-Bahari. Inscripciones de escribas indican que la tumba fue cuidada en el Imperio Nuevo. Por desgracia, Davis no consideró oportuno publicar las notas de Ayrton que parecen definitivamente perdidas. El americano prefirió difundir su propio texto, sin gran interés, privándonos de las preciosas observaciones de su arqueólogo.
Una tumba taller
«Tumba inconclusa», se escribe a menudo con respecto al hipogeo de Horemheb, porque algunas escenas están dibujadas y no pintadas; en otras, se distingue la cuadrícula que los dibujantes utilizaron para el cálculo de las proporciones.
En treinta años de reinado, Horemheb tuvo tiempo para hacer excavar su tumba, prever una soberbia decoración y concluirla; a nuestro entender, lo que vemos es lo que el rey había deseado. En realidad, el sepulcro es un taller en el que se revelan todas las etapas de la creación de los dibujantes, los pintores y los escultores, desde la superficie blanca hasta el color. Se enseña ahí el arte de las proporciones y la geometría sagrada, tal como se practicaban en la cofradía de Deir el-Medineh. Imagínese pues la importancia de la tumba de Horemheb que, desde este punto de vista, no ha sido todavía estudiada con atención. Se ha advertido, sin embargo, que el maestro de obras modificó la plantilla de proporciones y el número de cuadrados utilizados para medir las figuras en su altura y su anchura. También en este campo, el reinado de Horemheb fue innovador.
Gloria y decadencia de Ayrton
El esplendor de la tumba de Horemheb impresionó a quienes tuvieron la suerte de contemplarla; para Ayrton, fue un éxito que marcó el apogeo de su carrera de excavador. Sin duda esperó ciertas consideraciones por parte de su patrono; pero aquello era conocer mal a Davis, que habría preferido la sepultura de una reina y un hermoso tesoro compuesto por objetos raros y espectaculares.
Davis, que acabó interesándose por la arqueología, cometió una grave falta al negarse a publicar las notas científicas de Ayrton. Este último consideró, sin duda, que había llegado ya la hora de afirmar mejor su personalidad. Dejando de comportarse como una bestia de carga, formuló algunas exigencias que a Davis le parecieron inaceptables.
Ayrton abandonó pues el Valle que tan generoso había sido con él; como hemos visto, su destino no resultó demasiado favorable. El balance de sus años de trabajo (1905-1908) es absolutamente notable y debemos lamentar que Davis explotara tan mal los descubrimientos de su arqueólogo. Cuántas observaciones silenciadas, cuántos informes destruidos… La vanidad de los «patrones», en arqueología, fue a menudo dramática en la medida en que la documentación aniquilada no puede ser reconstruida.
No sin cierta nostalgia volvemos la página de la aventura de Ayrton, uno de los mayores exploradores del Valle y, sin duda alguna, el más desconocido; no supo hacer su propia publicidad ni explotar sus hallazgos y permaneció a la sombra de un hombre cuyo comportamiento puede juzgarse severamente.
Cuando Ayrton se fue, Davis se vio en apuros.
Un artista desafortunado y una reina-faraón
Las desgracias de Jones
Davis nombró, para sustituir a Ayrton, a E. Harold Jones, que trabajaba ya en el equipo arqueológico. Artista frágil, de carácter inseguro, obedeció las órdenes del americano que, fiel a su estrategia de limpieza total, quiso excavar los costados de los barrancos y las colinas que flanqueaban el valle del oeste. La empresa implicaba un trabajo enorme, que no dio resultado alguno.
Durante los años 1910-1911, se practicaron otras excavaciones, igualmente improductivas, alrededor de la tumba de Amenhotep III. La suerte parecía haber abandonado a Davis, que ya no descubría un faraón por año. El infeliz Jones tuvo que sufrir las cóleras y los malos humores de su patrono; mientras Ayrton había acumulado éxito tras éxito, el artista presentó sólo un triste balance: ni una sola tumba nueva. Vivió sin duda un terrible período de ansiedad y depresión; se añadió la enfermedad y, a finales de marzo de 1911, Jones murió.
Seti II, rey de Egipto; Bay, canciller; Tausert, reina-faraón
En 1909 fue explorada de nuevo la tumba de Tausert, conocida desde hacía mucho tiempo. Para intentar comprender el personaje de aquella soberana de finales de la XIX dinastía, debemos intentar desembrollar la madeja de varios destinos.
Seti II reinó seis años (1202-1196); o sucedió a Amenmés, que ocupa la tumba núm. 10, o el reinado de este último fue paralelo, durante dos o tres años, al de Seti. Ningún acontecimiento dramático marcó el período; se emprendieron trabajos en Karnak y Hermópolis, la ciudad de Thot. Sin embargo, la tumba de Seti II, cuya momia fue encontrada en el escondrijo de Amenhotep II, es muy modesta (núm. 15); no incluye pozo y el corredor inicial parece haber sido transformado en la sala del sarcófago. Afirmar que el rey fue inhumado precipitadamente y que el decorado fue ejecutado rápidamente a causa de los trastornos políticos es sólo una hipótesis no verificada, tanto más cuanto nos es desconocida la fecha del descubrimiento de la tumba. A la muerte de Seti II, el faraón designado, Siptah, era demasiado joven para reinar; se le atribuyeron sin embargo seis años de soberanía (1196-1190). Fue inhumado en la tumba núm. 47. Realmente fue Tausert quien ejerció el poder, primero en compañía de Siptah y luego sola durante unos dos años (1190-1188). Era la gran esposa real de Seti II y, por ello, estaba perfectamente informada de los asuntos del reino; a su lado, el canciller, escriba real y jefe del tesoro, Bay, que tuvo el honor de gozar de una tumba en el Valle (núm. 13), mal conocida y no excavada. Bay fue un dignatario de primer orden bajo el reinado de Siptah; un texto nos informa de que, lejos de Tebas, sentía la nostalgia de la gran ciudad y de sus magníficas mujeres.
Se excavó, pues, una tumba para el faraón Tausert, «la poderosa», que tuvo una «carrera» análoga a la de Hatshepsut y fue el último monarca de la XIX dinastía. Se trata de una tumba real en la que se emplea el codo específico para las medidas y las proporciones, y no una sepultura de reina.
La tumba es una obra maestra. Como fue parcialmente modificada por Setnajt, el sucesor de Tausert, se habló de conspiración, de intrigas de corte y otras maquinaciones, proyectando, como suele hacerse con excesiva frecuencia en egiptología, nuestras costumbres políticas en las del Egipto faraónico. Ningún documento corrobora esos fantasmas.
Setnajt, fundador y restaurador
Setnajt, cuyo nombre significa, «Seth es victorioso», sólo reinó dos años (1188-1186). Fundó la XX dinastía, la tercera y última cuyos soberanos fueron enterrados en el Valle. De acuerdo con el mito reactualizado por cada faraón, tuvo que restaurar un país arruinado y de nuevo puso el orden en el lugar del desorden. Aludiendo a Seth, insiste en el poder del cosmos, capaz de derribar todos los obstáculos, visibles o invisibles. En nombre de este poder y gracias a él, eliminó facciones, expulsó a los seres perjudiciales, especialmente a los asiáticos que intentaban apoderarse de Egipto.
Este restaurador de la armonía no cambió a los hombres que ocupaban los cargos y el país siguió viviendo en paz. Setnajt nombró muy pronto al futuro faraón, Ramsés III «príncipe» y «boca superior» del territorio, comandante en jefe de todos los ejércitos; aquella elección resultó muy juiciosa.
Tras un reinado muy corto, que recuerda al de Ramsés I, fundador de dinastía también, Setnajt se reunió con la luz de los orígenes; se realizó con él lo que se había realizado con Osiris, de modo que cruzó en barca los paraísos celestiales. En la tumba núm. 14, la de Tausert y Setnajt, se hallan en nuestra opinión los más hermosos rostros de diosas egipcias, resplandecientes y serenos.
Colisión de tumbas y matrimonio forzado
El reinado de Setnajt fue demasiado corto para que los artesanos de Deir el-Medineh tuvieran tiempo de terminar su tumba; habían comenzado a excavarla, pero un incidente les impidió proseguir. Este «proyecto» de tumba (núm. 11) desembocó en la de Amenmés (núm. 10), como si el plano consultado hubiera sido falso o incompleto. La colisión puso a los constructores en un brete; acuciados por el tiempo, decidieron agrandar la reciente tumba de Tausert y adjuntarle a su sucesor Setnajt. Matrimonio forzado, en consecuencia, pero aceptado por el rey en el otro mundo, y que se tradujo en un espléndido hipogeo en el que están inscritos todos los grandes textos. Podemos insistir en la calidad de las representaciones y la belleza de los colores que demuestran que la cofradía trabajaba con toda tranquilidad, lo que elimina la hipótesis de disturbios internos. Algunas representaciones de Tausert fueron cubiertas de estuco; hoy, la delgada capa ha caído y la reina-faraón ha reaparecido.
La momia de Tausert parece haber desaparecido; la de Setnajt, como hemos visto, fue desplazada. Este último procedió probablemente a una restauración de las sepulturas de Seti II y de Siptah o, por lo menos, a una serie de ritos en honor de estos faraones; como fundador de dinastía, rindió homenaje a sus inmediatos ancestros.
Carter, Amenhotep I y la gran guerra
Los últimos fulgores de Davis
Theodore Davis está viejo y deprimido. A sus setenta y cinco años, no tiene ganas ya de financiar excavaciones improductivas. Ciertamente, ha encontrado sucesor, para el infeliz Jones; Harry Burton, nacido el 13 de septiembre de 1879, en Stamford, Lincolnshire, es incluso un amigo. Encontró a Davis en Florencia, donde trabajaba como fotógrafo de arte; Davis le contrató en 1910, cuando Burton no tenía ninguna experiencia arqueológica. Hombre tranquilo, amable, ponderado, vestido con gusto y provisto de sentido común, Harry Burton no consiguió devolver la esperanza a su patrono. Nada habían descubierto desde hacía dos temporadas.
El americano podía, sin embargo, sentirse orgulloso. Durante doce años de exploraciones, había descubierto o despejado unas treinta tumbas, entre las que había un imponente número de obras maestras; su nombre estaría ligado para siempre al Valle, aunque el verdadero trabajo lo hubieran realizado otros.
El invierno de 1912 se anunciaba como la última temporada de excavaciones. Davis había adquirido una certidumbre: tras los enormes trabajos de limpieza sistemáticamente realizados por sus arqueólogos, ninguna tumba real había podido escapársele. Esta vez, el Valle había revelado todos sus secretos.
Le molestaba un detalle; un lord inglés, Carnarvon, y su arqueólogo, Howard Carter, deseaban obtener la concesión. Era absurdo que intentaran quitarle el puesto; de este modo, para desalentar a los importunos, ordenó a Harry Burton que limpiara algunas sepulturas ya excavadas. De regreso a Newport, en Estados Unidos, Davis no renunció a sus derechos sobre el Valle donde sus empleados siguieron trabajando hasta la muerte de su patrono, en 1915.
Harry Burton, convertido en fotógrafo oficial del Metropolitan Museum of Art, se ocupó de los monumentos tebanos en función de las urgencias y las oportunidades. Excelente técnico, utilizando los servicios de dos ayudantes como portador de focos e iluminador, realizó unas siete mil tomas, mil cuatrocientas de ellas en la tumba de Tutankamón, donde trabajó con Carter. Murió en el hospital americano de Assiut, el 27 de junio de 1940, y fue enterrado en el pequeño cementerio americano, al pie de la colina.
Howard CARTER: El regreso
Carter, cuya obstinación no era la menor de sus virtudes, no había dejado de observar los hechos y los gestos del equipo de Davis. Desde hacía varios años, acumulaba una formidable documentación sobre el Valle, trazaba el mapa más completo y sabía que en la lista faltaba, por lo menos, una tumba: la de Tutankamón. Los indicios eran claros y convergían.
En marzo de 1914, el Valle sufrió verdaderos diluvios; la tumba de Ramsés III quedó inundada y la de Ramsés II se llenó de nuevo de cascotes y piedras. Carter era consciente de las medidas que debían tomarse, pero ¿qué hacer sin autorización oficial? Ésta se hallaba en manos de Gastón Maspero. Como Davis, Maspero estaba viejo y agotado. El sagrado fuego de la arqueología se había extinguido; colmado de honores, el viejo sabio se sentía cansado. Tras catorce años pasados a la cabeza del Servicio de Antigüedades, consideraba que había cumplido su misión. ¿No había reorganizado, acaso, el Servicio, desarrollado las colecciones del museo de El Cairo, mantenido excelentes relaciones con las autoridades británicas, escrito obras consideradas «de vulgarización» que le habían hecho célebre al tiempo que daban a conocer y hacían amar el antiguo Egipto? Había llegado la hora de marcharse; Maspero decidió regresar a Europa.
Antes del verano de 1914, tuvo que resolver cierto número de problemas. Uno de ellos, y no el menor, se llamaba Howard Carter. Tozudo, empecinado, su antiguo inspector estaba decidido, ante todo y contra todo, a excavar en el Valle donde, según Maspero y todos los especialistas, las investigaciones serían ya muy decepcionantes.
Cuando Davis se marchó a América, Carter insistió; Maspero cedió. Lord Carnarvon era un mecenas de calidad; además de sus conocimientos sobre Egipto, manifestaba un indudable interés por el arte egipcio y sería un fiel apoyo para el arqueólogo. Ambos formarían un equipo coherente.
Maspero firmó un contrato con lord Carnarvon; el documento le autorizaba a iniciar excavaciones en el Valle. Era, para Carter, una inmensa victoria; tras tantos años difíciles, desesperantes incluso, obtenía por fin lo que con tanto ardor había deseado. En adelante, ya nada se opondría a que llevara a cabo su vocación.
El contrato estipulaba que lord Carnarvon financiaría las excavaciones y que, si descubría una tumba real intacta, ésta sería propiedad del gobierno egipcio; sin embargo, en la distribución de los objetos, algunos corresponderían al excavador a guisa de compensación. Maspero, naturalmente, no creyó ni un solo instante en que tal acontecimiento fuera posible. Todo el mundo sabía que las tumbas reales habían sido desvalijadas.
Los proyectos de Carter eran grandiosos, ¿no iba a necesitar trescientos hombres para quitar los montones de escombros que Davis había acumulado en las partes no exploradas del Valle? Antes de comenzar la excavación propiamente dicha, era necesario limpiar para llegar al suelo original. Carter pensaba, en efecto, que las tumbas todavía desconocidas se hallaban bajo la roca, y deploraba la poca previsión de Davis que se había lanzado a excavar sin preocuparse de sus sucesores.
Con notable intuición, alimentada por su profundo conocimiento del paraje, Carter quiso comenzar examinando el triángulo delimitado por las tumbas de Ramsés II, Merenptah y Ramsés VI. La idea, como veremos, era excelente; pero un terrible acontecimiento iba a retrasar la aventura.
En agosto de 1914 estallaba la primera guerra mundial.
La tumba de Amenhotep I
Carter y Carnarvon vivieron la guerra de un modo muy distinto. Carter fue, durante algún tiempo, «mensajero del rey» para el Próximo Oriente, pero fue expulsado de su puesto por indisciplina y regresó enseguida al Valle donde inició sus exploraciones con los medios de que disponía. El arqueólogo, cuyo espíritu estaba completamente ocupado por su pasión, no parece haber sido afectado por el atroz conflicto que devastó a Europa. El lord, por el contrario, estaba obsesionado por la idea de servir a su país; intentó que le movilizaran, pero su estado de salud le impidió ir al frente. Buen fotógrafo, puso sus habilidades al servicio del ejército. Por lo que se refiere al castillo de Highclere, albergó a oficiales heridos en combate. Egipto y el Valle no eran ya las preocupaciones fundamentales de Carnarvon.
En 1914, antes de la declaración de guerra, Carter había descubierto una curiosa tumba en Dra Abu el-Nagah, fuera del Valle pues; estaba convencido de haber identificado la sepultura del segundo rey de la XVIII dinastía y del primero de los Amenhotep, cuyo reinado de veinte años (1526-1506) había sido próspero.
La momia de este faraón, muy amado por los artesanos de Deir el-Medineh, que le consagraron un culto, fue encontrada en el escondrijo de Deir el-Bahari, vistiendo una tela anaranjada y llevando una máscara de madera y cartón pintado; estaba cubierta de guirnaldas de flores azules, amarillas y rojas. Pese a sus nombres, «Toro que subyuga a los países», «El que inspira un gran espanto», Amenhotep I, después de la guerra de liberación conducida por su predecesor Ahmosis, fue un rey pacífico. Se preocupó sobre todo de las tradiciones más antiguas, a partir de las que hizo componer el Amduat, el Libro de la cámara oculta, destinado a las tumbas reales del Valle. En Karnak subsiste una capilla de alabastro de Amenhotep I, depósito de la barca divina; uno de los títulos de gloria de ese faraón es haber organizado la cofradía de Deir el-Medineh y preparado así la creación del Valle. La fiesta del rey divinizado y resucitado fue una de las más alegres del calendario cuyo séptimo mes tomó el nombre de «El de Amenhotep».
¿Encontró realmente Carter la tumba de ese faraón, de la que se sabe que se llamaba «El horizonte de eternidad»? Algunos egiptólogos lo niegan, especialmente F. J. Schmitz, para quien la sepultura de Amenhotep I fue la tumba núm. 320, reutilizada por Inhapi, es decir el famoso escondrijo de Deir el-Bahari.
De 1915 a finales de 1917, Carter recorrió el Valle, completó su mapa, leyó de nuevo sus notas y sus expedientes y se preparó para el gran día en que lord Carnarvon le proporcionara finalmente los medios para comenzar las excavaciones. Paseando por el valle situado al costado oeste de la cima, que domina el Valle, descubrió la pequeña tumba de la princesa Neferu y otra modesta sepultura que contenía el sarcófago previsto para la gran esposa real Hatshepsut antes de que fuera promovida al rango de faraón.
Con la muerte de Maspero, en 1916, concluyó una época de la egiptología. El tiempo de los aventureros había ya pasado; nadie volvería a excavar en Egipto como Belzoni. Se había instaurado un marco administrativo, el Servicio de Antigüedades; la era de las exploraciones salvajes y el pillaje sistemático había concluido, aunque al tráfico de antigüedades le esperaran todavía fecundos días.
En los últimos meses de 1917, Carnarvon supo que la victoria no escaparía a los Aliados; su espíritu se volvió de nuevo hacia Egipto hacia el Valle de los Reyes cuya concesión poseía oficialmente.
De la exaltación al fracaso: Las derrotas de Carter
Carter el loco
En diciembre de 1917, lejos del estruendo de las armas, Carter se instaló en una hermosa morada de la orilla oeste donde estableció su cuartel general. Para que quedara bien claro que tomaba posesión del lugar, transformó en almacén la casa de excavaciones de Davis; en su interior, descubrió un plano del Valle establecido por Ayrton; advirtió que sabía más que el excavador del americano y que era capaz de completar el documento.
Carter provocó muchos celos. Era sólo un autodidacta, no tenía diplomas universitarios, no había ido a una gran escuela y, sin embargo, se convertía en el responsable de una misión correctamente financiada y dotada de nuevos medios técnicos, como el astuto sistema consistente en utilizar un raíl desplazable por el que se hacía circular una vagoneta cargada de escombros.
En la capillita egiptológica, donde florecían los golpes bajos, los ardides y las rivalidades más o menos furibundas, se sabía que Carter era el mejor especialista del Valle; pero se guaseaban porque, pese a su experiencia, era inconsciente de una realidad fundamental sobre la que ya se habían pronunciado los especialistas: no quedaba ninguna tumba inédita en el Valle. Aquel loco de Carter se lanzaba a una misión imposible de la que saldría ridiculizado y caído.
Primera campaña
Carter contrató como reis a Ahmed Girigar, amigo de mucho tiempo atrás; estaba así seguro de tener a sus órdenes un equipo de obreros serios y fieles. Los trabajos comenzaron en diciembre de 1917, en el lugar que obsesionaba al arqueólogo desde hacía mucho tiempo, entre las tumbas de Ramsés VI y de Merenptah. Fue necesario más de un mes de esfuerzos para desplazar la masa de escombros que llenaban el paraje; la vagoneta abierta y basculante resultó muy eficaz. Al revés que sus predecesores, Carter no se limitó a desplazar un montón para hacer otro montón; hizo que los escombros se llevaran fuera del Valle, de modo que quedaran en un terreno ya excavado. Por primera vez se aplicó a gran escala un método inteligente.
Además, Carter fue el primer excavador que se interesó por el contenido de los escombros; en aquella informe masa se ocultaban fragmentos de antigüedades cuya meticulosa lista iba estableciendo el inglés; aquellos modestos vestigios permitieron a veces sacar interesantes conclusiones.
Ya en la primera campaña, el arqueólogo topó con un adversario al que maldecirá cada vez más: el turista. Aunque la Gran Guerra no hubiera todavía terminado, los visitantes regresaron al Alto Egipto y no dejaron de vagabundear por el Valle de los Reyes. Se dirigieron, especialmente, a la tumba de Ramsés VI, célebre por la belleza de sus misteriosas figuras, y turbaron pues los progresos del equipo de excavaciones. Preocupado por la seguridad de aquellos importunos, Carter temió que algunos curiosos cayeran en el agujero de treinta pies de profundidad que había hecho excavar y ordenó que se construyeran muretes protectores.
Carter llegó a un nivel del Valle desconocido hasta entonces; advirtió que la entrada de la tumba de Ramsés VI había sido perforada a quince pies por debajo del suelo original. A doce pies por debajo de esa entrada aparecieron los vestigios de rudimentarias cabañas de piedra, habitadas por los constructores. Se recogieron algunos fragmentos de chapa de oro, cuentas de cristal y una jarra que contenía un cadáver de serpiente disecado, símbolo del silencio y genio de la tierra.
A comienzos de 1918, Carter se hizo una pregunta fundamental:
¿Podía seguir excavando y descubrir algo bajo aquellas cabañas? Para responderla hubiera debido cortar el camino que llevaba a la tumba de Ramsés VI e impedir el acceso a los turistas. El asunto pareció en exceso delicado.
El 2 de febrero de 1918 concluyó la primera campaña y Carter se alejó de la tumba de Tutankamón, que estaba muy próxima.
Segunda campaña
Egipto había sufrido con la Gran Guerra; en 1918, el país tuvo más muertes que nacimientos. Una enorme inflación corroía una economía destrozada y el país fue presa de la angustia moral de la que, sin embargo, nació una esperanza: obtener la independencia. Comenzó a tomar cuerpo una tendencia nacionalista.
Si el entusiasmo de Carter siguió intacto, eso demostraba que su comportamiento no era el de un buscador de tesoros sino el de un científico enamorado del Valle, hasta el punto de escrutar sus menores aspectos. De este modo, en febrero de 1919, excavó durante cinco días ante la tumba núm. 38, la de Tutmosis I, para descubrir un depósito de cimientos que demostrara la atribución del sepulcro. Resultado mediocre; ciertamente exhumó el depósito, pero las inscripciones jeroglíficas se habían borrado.
En 1919, Carter cumplió una misión muy distinta. Los dos compradores más ricos del mercado de antigüedades eran lord Carnarvon y el Metropolitan Museum de Nueva York; oponiéndose podían hacer que los precios subieran. Carter fue el hombre providencial y conciliador. Arqueólogo de Carnarvon, tenía varios amigos entre los egiptólogos americanos; fue pues el experto encargado de comprar las antigüedades y ofrecérselas unas veces a su patrono y otras al museo, haciendo que se respetara un pacto de no competencia. Carnarvon venderá incluso al museo, a través de Carter, una parte de sus colecciones. En aquella ocasión, el aristócrata se mostró generoso y el egiptólogo gozó, por fin, de cierta seguridad material.
Ni Carnarvon ni Carter, ingleses sin embargo, negociaron con el British Museum cuyas autoridades adoptaron una actitud desdeñosa; Carter, recordémoslo, no estaba diplomado por una gran universidad y no podía merecer la estima de colegas titulados y encopetados.
Una fortuna por trece jarrones
Carnarvon se impacientaba un poco; las excavaciones costaban muy caro y los resultados eran más bien escasos, ni tumba ni objetos de valor. ¿No estaría agotado el Valle, como afirmaba Davis?
A fines de febrero de 1920, lord Carnarvon y su esposa, lady Almina, acompañados por su hija Eve, decidieron ir a ver su excavación. Eve era entusiasta y apasionada, lady Almina más reservada. Por lo que a Carter se refiere, estaba francamente inquieto; ¿qué podría enseñarles salvo un enorme trabajo de técnico, poco revelador para los profanos?
La suerte le sonrió. Antes de la llegada del trío, Carter excavó ante la entrada de la tumba de Ramsés IV y encontró un depósito de cimientos; mejor aún, cerca de las tumbas de Merenptah y de Ramsés II, sacó a la luz un escondrijo que contenía objetos utilizados durante los funerales del rey Merenptah. Entre ellos, trece jarrones de alabastro de muy hermosa factura. La propia lady Almina los sacó de la tierra con sus propias manos.
El jesuita y el arqueólogo
De acuerdo con la legislación vigente, Carter tuvo que avisar al director del Servicio de Antigüedades. Éste era el jesuita francés Pierre Lacau, distinguido filólogo, excelente conocedor de los textos religiosos y con corazón de funcionario. Entre el hombre que actuaba sobre el terreno y el sabio de despacho, no nació la simpatía; no veían el mundo del mismo modo y, además, sus respectivas nacionalidades no arreglaron la situación.
Sin darse cuenta, Carter se hizo un enemigo de gran envergadura; no sólo no caía simpático a Lacau sino que, además, éste estaba decidido a sancionar el menor paso en falso. Por lo que se refiere al reparto de los trece jarrones entre Carnarvon y el museo de El Cairo, no hubo problemas; Lacau se mostró conciliador y aceptó que el aristócrata recibiera alguno de aquellos recipientes sagrados como compensación por el dinero invertido en las excavaciones.
Una hermosa Navidad de 1920
Carter prosiguió, sin grandes resultados, sus investigaciones junto a la tumba de Merenptah, luego se ocupó de limpiar la tumba de Ramsés XI, que fue utilizada como comedor y lugar para almacenar vinos franceses y otras golosinas. En el primer corredor se colocaron mesas y sillas que lord Carnarvon utilizaría en la recepción de fin de año. Fue una hermosa Navidad; ¿puede imaginarse fiesta más distinguida y lugar más refinado? No faltaba nada de lo esencial y sólo lord Carnarvon pudo permitirse, aquel año, tan excepcional marco.
Mientras, Howard Carter llevó a cabo unos sondeos muy cerca de las cabañas de los obreros, junto a la entrada de la tumba de Ramsés VI. Aquel dispositivo le intrigaba; pero los excavadores dificultaban la circulación de los visitantes, muy numerosos en aquella época. Cuando estaba de nuevo acercándose a su objetivo, el arqueólogo tuvo que dejar el trabajo en el sector y desplazar su equipo hacia el barranco que conducía a la tumba de Tutmosis III.
Un hallazgo: fragmentos de vasos canopes procedentes del equipo fúnebre de la tumba de Sennefer (núm. 42), la primera que Carter había descubierto veinte años antes, al comenzar su exploración del Valle. Entre sus trofeos figurará también el depósito de cimientos de la reina Meryt-Re Hatshepsut, esposa de Tutmosis III y madre de Amenhotep II.
El cielo se cubre
A comienzos de 1921, Carter hizo excavar la tumba núm. 55 y la de Ramsés II; siguió utilizando el mismo método, limpiar hasta alcanzar la roca y el nivel más antiguo del Valle.
La excavación no fue del todo improductiva: un fragmento de vaso canope con el nombre de la reina Tajat, esposa de Seti II, y un pequeño escondrijo de objetos que contenía, especialmente, rosetas de bronce. Era muy poco, comparado con las considerables sumas invertidas por lord Carnarvon. Este último se impacientó y llegó a una conclusión. Puesto que las cualidades profesionales de Carter estaban fuera de dudas, el Valle no podía ofrecer nada ya.
En febrero de 1922, Carter dirigió una breve campaña de un mes, para reducir los gastos; comenzó a trabajar en el lado este de la tumba de Siptah y giró alrededor del ángulo, en el barranco de la tumba de Tutmosis III. Del suelo se extrajeron sólo algunos ostraca.
El mejor conocedor del Valle no había descubierto pues ninguna tumba nueva; disponía sin embargo de medios materiales, tenía la cooperación de un excelente reis y de un buen equipo de obreros y dirigía las excavaciones de acuerdo con un método riguroso.
Las esperanzas se disipaban. ¿Aquel Valle, al que Carter tanto había amado y al que seguía queriendo, iba a privarle del gozo de un triunfo? Se negó a creerlo, dispuesto a batirse hasta el final.
La entrevista de Highclere
Durante el verano de 1922, Carter estuvo en Highclere, el castillo de lord Carnarvon. El aristócrata, lamentándolo mucho, comprobó el fracaso de la empresa; tal vez Carter y él se habían lanzado a una aventura algo enloquecida. Sencillamente habían olvidado que el Valle había sido excavado ya en todas direcciones y que no quedaba tumba alguna por descubrir. Carnarvon no lamentaba nada, pero su fortuna no era inagotable.
Carter esperaba aquel discurso. A sus cuarenta y ocho años de edad, sabía que la suerte le abandonaba. ¡El Valle de los Reyes… había soñado tanto en él! Y ahora le infligía su más dura derrota. ¿No iba a ofrecerse una última oportunidad al condenado? Ciertamente, Carnarvon tenía cincuenta y seis años, estaba enfermo, cansado, harto de financiar excavaciones estériles; pero Carter defendió bien su causa. Le habló de las cabañas de obreros ramésidas. Antes de renunciar definitivamente, quería asegurarse y saber qué se ocultaba debajo. Si no descubría nada, sería el verdadero final de la aventura.
El entusiasmo de Carter sedujo de nuevo a Carnarvon. Financiaría pues, sin esperanza alguna, una última temporada.
Tutankamón o el triunfo de Carter
El gran silencio del 5 de noviembre de 1922
Carter inició su última temporada de excavaciones en el Valle de los Reyes sin preocuparse del mundo exterior; sin embargo, el Egipto de 1922 se veía sacudido por movimientos de revuelta y veleidades de independencia cada vez más evidentes. Ciertamente, los ingleses seguían sujetando el timón, pero un hombre tan sagaz como lord Carnarvon sabía que la situación estaba evolucionando de modo ineluctable. A Howard Carter no le preocupaba. En aquel otoño de 1922, jugó su última carta. Su primera tarea consistió en cortar el acceso a la tumba de Ramsés VI para proseguir la exploración en profundidad. ¡Esta vez, que se fastidiaran los turistas!
Fiel a su idea inicial, pudo por fin cavar bajo los vestigios ramésidas y alcanzar un nivel anterior, que databa forzosamente de la XVIII dinastía; ¿iba a descubrir sólo un modesto depósito de cimientos?
El 5 de noviembre de 1922, cuando Carter llegó al paraje de la excavación, advirtió enseguida un silencio absolutamente insólito. La ausencia de ruido, de cantos y de palabras era anormal. No tardó en comprender: a silencio excepcional, acontecimiento excepcional.
Un obrero acababa de descubrir un peldaño. Se atarearon a su alrededor, Carter dio la orden de proseguir. Apareció un segundo peldaño y, luego, un tercero… hasta doce. El arqueólogo comparó la escalera con la de la tumba núm. 55 y la de la sepultura de Yuya y Tuya; databa sin duda alguna de la XVIII dinastía y conducía, probablemente, a un escondrijo. Los peldaños estaban bien tallados y permitían esperar un hipogeo de buena calidad.
Con intensa emoción, Carter bajó por aquella escalera que tenía tres milenios de antigüedad y chocó con una puerta, aparentemente intacta, en la que se habían puesto los sellos de la necrópolis. Creyó soñar… ¿Habría descubierto una tumba real intacta, la única del Valle? No, era un espejismo. Tenía que reflexionar, contener su entusiasmo. Un simple escondrijo, naturalmente, una sepultura devastada y desvalijada como las demás.
Carter practicó un agujero. Al otro lado, un corredor. El sueño se hacía realidad.
Mandó sin más tardanza un telegrama a Carnarvon: «Maravilloso descubrimiento en el Valle. Una tumba magnífica con sellos intactos». Mientras aguardaba la llegada del aristócrata, era preciso proteger los lugares. Carter disponía de la eficaz ayuda del reis Ahmed Girigar; recurrió también a su amigo Callender, un buen coloso ya jubilado que había dirigido los ferrocarriles egipcios. Callender acudió inmediatamente; ahuyentaría a los ladrones y no vacilaría en disparar sobre quien intentara introducirse en la sepultura. Para mayor seguridad, se enterró de nuevo la escalera y se cubrió el paraje de cascotes. En lo alto, Carter colocó una gran piedra y dibujó las armas de lord Carnarvon.
Tutankamón, por fin
El 23 de noviembre de 1922, en presencia de su patrono y amigo, Carter hizo despejar de nuevo la escalera y, por primera vez, la parte baja de la puerta. También allí había sellos de la necrópolis y, sobre todo, un cartucho real legible. El propietario de la tumba fue pues identificado con seguridad: ¡Tutankamón!
La emoción llegó al colmo. Toda una existencia de esfuerzo, de sufrimientos y búsquedas quedaba, en aquellos instantes, justificada. Como un astrónomo que afirma la existencia de un cuerpo celeste desconocido por el sencillo juego de los cálculos, Carter había llegado a la conclusión teórica de que la tumba de aquel rey, mal conocido, de la XVIII dinastía tenía que haber sido excavada, forzosamente, en el Valle. Ahora no se trataba ya de teoría sino de la más concreta de las realidades.
El atento examen de la puerta entibió el entusiasmo; había sido abierta y vuelta a sellar. ¿No significaría aquel triste indicio que habían entrado los ladrones? A menos que las autoridades de la necrópolis hubieran procedido a una inspección, después de los funerales.
Carter estudió los fragmentos de objetos acumulados ante la puerta; descubrió los nombres de Tutmosis III y Amenhotep III en los escarabeos, los de Akenatón y Smenker en fragmentos de cajas de madera. Conclusión evidente: no se trataba de una tumba sino de un escondrijo análogo a la «tumba» núm. 55 donde se habían ocultado objetos y momia. Sin embargo, la presencia del cartucho de Tutankamón… Sólo había una solución para despejar las incertidumbres: penetrar en el santuario.
Y el oro brilló en las tinieblas
La actitud del Servicio de Antigüedades fue más bien sorprendente. Lacau, entregado a tareas administrativas, no abandonó su despacho de El Cairo; creyó sin duda que Carter había exhumado una pequeña sepultura sin interés. Por lo que al inspector local se refiere, el frío y pausado Rex Engelbach, aquella excavación no le interesaba demasiado. Carnarvon y Carter se enfrentaron pues, solos, con una puerta de 1,70 m de ancho y 1 m de grosor. Tras ella, una atroz decepción o una formidable alegría.
Quitada la puerta, apareció un corredor de 7,60 m de longitud, lleno de cascotes. Fueron necesarios dos días de trabajo para vaciarlo, dos días durante los cuales Carter fue anotando los fragmentos de antigüedades que yacían en aquel magma, especialmente una cabeza de muchacho brotando de una flor de loto. Evocaba, al mismo tiempo, al dios Nefertum y el éxito del proceso de resurrección. El ser justo renacía del loto como un nuevo sol.
El corredor terminaba en una segunda puerta sellada. Las esperanzas aumentaban. Con precaución, Carter practicó una abertura y miró al otro lado; pese a la improvisada iluminación, vio. Pero ¿cómo creer lo que sus ojos le develaban?
Lord Carnarvon se impacientó. «¿Ve usted algo?», preguntó. «Sí —respondió Carter, conmocionado—, ¡cosas maravillosas!» De las tinieblas emergían extrañas figuras, animales fantásticos, estatuas, una increíble cantidad de objetos preciosos, en resumen, el más fabuloso tesoro jamás descubierto en Egipto.
La más hermosa historia de amor del Valle
Desde entonces, Howard Carter triunfó. Ignoraba que estaba iniciando un largo vía crucis que duraría diez años, de 1922 a 1932; lejos de ser considerado el mejor arqueólogo de su tiempo, sería atacado por el Servicio de Antigüedades, despreciado por las autoridades británicas, debería resistir frente a la injusticia, los trastornos políticos, luchar solo después de la muerte de Carnarvon.
Pero a finales del año 1922, sólo reinaba la alegría. El Valle había satisfecho a Carter más allá de sus exigencias; había recompensado su infinita paciencia, su metódica aproximación y su empecinamiento en desvelar sus secretos.
Convertido en «egipcio» a los dieciocho años, Howard Carter, a pesar de las pruebas, nunca había dejado de amar el Valle, objeto de todos sus deseos. Había tenido siempre fe en él, seguro de que su destino se decidiría allí y sólo allí. El Valle ofreció a aquel hombre, que lo amaba apasionadamente, lo más hermoso y extraordinario que poseía, la única tumba real intacta.
De los primeros tesoros a la muerte de lord Carnarvon
El espíritu de equipo
Espíritu arisco e independiente, Carter fue sin embargo un notable jefe de equipo. Hablaba árabe y sabía dirigir a sus obreros, con la insustituible ayuda de su amigo Ahmed Girigar. Ante la magnitud de la tarea, supo también rodearse de técnicos como el químico Lucas, el fotógrafo Burton, el especialista en conservación Mace, los epigrafistas Gardiner y Breasted, y otros más. Carter comprendió enseguida que el estudio de una tumba real intacta no podía ser abarcado por un solo hombre. Ciertamente, siguió siendo el maestro de obras en cualquier circunstancia, pero supo delegar con buen criterio. Por fin un arqueólogo estaba decidido a tomarse el tiempo necesario y no vaciar la sepultura a toda prisa.
La mayoría de los amigos de Carter pertenecían al personal científico del Metropolitan Museum de Nueva York, otros, como Callender y Lucas, habían ocupado funciones oficiales en el propio Egipto. Nadie discutió la autoridad de Carter; en los peores momentos del conflicto con el Servicio de Antigüedades y con el gobierno egipcio, los miembros de su equipo le apoyaron y defendieron su posición. Durante varios años, «el equipo Tutankamón» vivió momentos exaltantes, cotidianas maravillas, con una obsesiva preocupación: no destruir nada y transmitir a la posteridad los tesoros arrancados a las tinieblas.
La tumba habla
Cruzada la segunda puerta, los excavadores contemplaron una estancia de 8 metros de longitud y 3,60 metros de ancho, a la que Carter denominó «antecámara». Con ligero espanto, todos escucharon la voz de la tumba. Los objetos, que sufrían el choque del aire procedente del exterior, emitían extraños sonidos, como si despertaran después de tres milenios de sueño.
Los muros de la antecámara estaban blanqueados con yeso y no decorados; arquillas, sitiales, trono, cuatro carros desmontados, bastones, armas, jarrones de alabastro, cetros, trompetas, cuatro medidas de un codo de longitud, joyas, vestidos, sandalias, objetos de aseo, lechos rituales en forma de animal componían el mobiliario fúnebre del rey Tutankamón.
La tercera puerta
En la pared norte de la antecámara apareció un paso tapiado y marcado, de nuevo, con los sellos de la necrópolis. A cada lado, dos estatuas de madera negra barnizada de 1,70 metros, que custodiaban el acceso a nuevas riquezas. Bastones, joyas, tocados, paños y sandalias eran dorados; ¿no representaban aquellas estatuas al propio Tutankamón en su función de guardián del umbral del otro mundo? Quien los contempla en el helado marco del museo de El Cairo experimenta, aún hoy, una intensa emoción; no es difícil imaginar la que se apoderó de Carter en el estrecho espacio de la tumba. La inscripción identificaba a los dos guardianes como «Ka real de Horus del doble paraje de luz, el Osiris Tutankamón». Cada una de las efigies estaba adornada con un ramillete compuesto por hojas y ramas de persea y de olivo.
A fines de enero de 1923, lord Carnarvon, de regreso al Valle, comprobó que se había iniciado ya el vaciado de la antecámara. Carter velaba para que el menor objeto fuera tratado con la máxima atención; la tumba de Seti II, fácil de custodiar, sirvió de laboratorio y de almacén, la de Ramsés XI de comedor.
Lamentablemente, según Carter, el Valle se convirtió en una verdadera feria pueblerina donde se agolpaban personalidades más o menos frívolas, periodistas en busca de sensacionalismo, turistas charlatanes e indisciplinados. Aquella muchedumbre ávida de informaciones espiaba el menor paso de los arqueólogos y dificultaba su trabajo. Tutankamón y Carter se convertían en vedettes que debían soportar el peso de la celebridad. Peso excesivo para los hombros del egiptólogo, que no era diplomático ni mundano; si hubiera podido ordenar que expulsaran a toda aquella gente y cerrar el Valle, no lo habría dudado ni un solo instante.
La cámara del tesoro
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