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El valle de los Reyes, de Christian Jacq (página 7)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

En aquel año de 1904, Howard Carter parecía destinado a una hermosa carrera. ¿Acaso sus comienzos como arqueólogo en el Valle de los Reyes no se habían visto coronados por el éxito? Una tumba real en su activo, varias tumbas privadas, algunas limpiezas satisfactorias, un sentido innato del mando y de la organización… Gastón Maspero estaba tan satisfecho que decidió concederle un ascenso. Le nombró inspector de las Antigüedades del Bajo Egipto, y puso así bajo su responsabilidad los prestigiosos parajes de Saqqara y Gizeh. El pequeño dibujante inglés, oculto a la sombra de Newberry y Petrie, se había convertido en un curtido profesional. Carter amaba el Valle, el Valle le había ofrecido la prueba de su amor. Ciertamente, no era él quien decidía abandonarlo, pero el Valle consideró sin duda aquel abandono forzoso como una infidelidad culpable. Poco tiempo después de su instalación en El Cairo, Howard Carter se vio mezclado en un incidente que adquirió proporciones dramáticas. Un grupo de franceses, bastante borrachos, exigió visitar el Serapeum después de la hora de cierre; el guarda, de acuerdo con las instrucciones recibidas, se negó. Llegaron las invectivas y, luego, los puñetazos. Personándose en el lugar, Carter tomó partido por su subordinado y expulsó a los revoltosos. Pero éstos disponían de apoyos diplomáticos; se intervino ante Maspero, que pidió a Carter que presentara sus excusas.

El arqueólogo inglés, desde su más tierna edad, era un apasionado de la justicia; ¿por qué iba a arrastrarse a los pies de una autoridad cualquiera reconociendo un delito, si no había cometido ninguno? Muy molesto, Maspero insistió; no tenía ganas de perder a un colaborador de calidad. Pero Carter, obstinado, seguro de estar en su derecho, mantuvo sus posiciones. Cediendo a las presiones de los británicos, que tomaron el relevo de la ira de los vejados franceses, Maspero se vio obligado a despedir a Howard Carter.

La caída fue brutal. El egiptólogo, injustamente expulsado del Servicio de Antigüedades al que pretendía consagrar su vida, no abandonó Egipto. Volvió a ser pintor y vivió pobremente, en El Cairo, de la venta de sus acuarelas. Sin dinero, sin relaciones, veía cómo se alejaban para siempre las excavaciones arqueológicas y su querido Valle.

Los primeros pasos de Ayrton y de Ramsés IV

El intermedio Quibell

Después de los «años Carter» (1902-1904), Theodore M. Davis se sintió en apuros. Aunque no apreciara demasiado a aquel inglés de carácter difícil, había tenido, al menos, el mérito de transformar su jubilación en un inicio de epopeya arqueológica. Lo más urgente era sustituirle.

En noviembre de 1904, James Quibell sucedió a Carter como arqueólogo profesional, encargado de excavar el Valle de los Reyes en nombre de Theodore M. Davis. Quibell no era un autodidacta como su predecesor; universitario distinguido, había realizado sus estudios en Oxford y se interesaba, sobre todo, por las primeras dinastías y por el arte egipcio más arcaico. Su objetivo no era, ciertamente, un hallazgo espectacular; pensaba tomarse su tiempo, llevar a cabo lentas y meticulosas campañas sin preocuparse por los resultados inmediatos. Ponderado, reservado, chocó enseguida con el autoritarismo de Davis.

Davis era americano y rico. Pagaba y quería tumbas inéditas. Carter había probado que era posible; por lo tanto debía continuar en esa dirección. Este discurso disgustó mucho a Quibell, que solicitó su traslado sin haber iniciado ningún trabajo de envergadura en el Valle.

Maspero le sustituyó por Arthur Weigall, pero éste tampoco sirvió. Davis, pragmático, visitó al director del Servicio de Antigüedades y exigió que las excavaciones se realizaran a su guisa, empleando el personal que le conviniera. Él era el financiero y…

El calvario de Edward Ayrton

El inspector oficial del Servicio, Weigall, fue relegado a un oscuro papel de supervisor y no participó directamente en las excavaciones; durante tres años, de 1905 a 1908, Davis utilizó el talento de un joven arqueólogo, Edward R. Ayrton, mucho menos conocido, pese a un trabajo notable, que la mayoría de los excavadores del Valle.

Contratado con el sueldo de doscientas cincuenta libras anuales, Ayrton era un inglés atlético de rostro abierto y simpático; bien vestido, aficionado a la franela, valeroso y más bien metódico, sólo tenía por desgracia una pobre experiencia egiptológica. Su principal baza era la buena voluntad; fiel a Davis, era un empleado modelo que no discutía las órdenes de su patrono.

Al no disponer de poder alguno y de ningún margen de maniobra, Ayrton obedecía al pie de la letra; fue la cabeza de turco de Davis y su aventura, a veces, se pareció mucho a un calvario. Una prueba: Ayrton, a lo largo de sus investigaciones, tomó cierto número de notas que formaban la primera aproximación científica de las tumbas que descubría; Davis no consideró necesario tener en cuenta estas informaciones esenciales en las mediocres publicaciones que firmó con su nombre, asociando a ellas afamados arqueólogos, ¡pero no a Ayrton! Los papeles del excavador se perdieron, las elucubraciones de Davis se imprimieron.

El joven inglés aceptó ser sacrificado; solitario, vivía en una modesta casa, en el desierto, lejos de la muchedumbre y de la vida social, prefiriendo la compañía de sus dos perros a la de los humanos. Ese tipo de hombre, salvaje, poco interesado por los bienes materiales, preocupado por el cumplimiento de su función, no es raro en disciplinas donde la vocación se ve explotada por los trepadores.

Ayrton no era un eremita; le gustaba jugar al diábolo, que estaba de moda por aquel entonces, y cada semana se concedía una velada de distracción en Luxor. Dotado de un carácter servicial, guiaba de buena gana a algunos visitantes por el Valle para hacerles admirar sus maravillas.

Davis había elegido bien su mano derecha; durante tres años, exigió al máximo trabajo y resultados. A los veintiséis años, el perro fiel se rebeló considerando que el yugo era ya en exceso asfixiante; juzgando que Davis se había pasado de la raya, Ayrton abandonó el Valle de los Reyes. Sus amigos acababan de abandonar sus actividades en otras excavaciones tebanas, y encontrarse cara a cara con el americano le pareció insoportable. Se unió a una misión americana en Abydos, la ciudad de Osiris. Al concluir una temporada de excavaciones, estudió un año en Oxford y partió hacia la India. Destinado a Ceilán, murió ahogado en la primavera de 1914, a los treinta y un años de edad.

En cuanto Ayrton fue contratado por Davis, éste le precisó sus intenciones, excavar cada colina y cada pie de colina de modo definitivo. Esta vez, el azar no tendría papel alguno; siguiendo el plan al pie de la letra, ninguna tumba, real o privada, escaparía a Davis.

¿La intendencia? Una casa de excavaciones, construida en la entrada del valle del oeste. En su interior, un laboratorio y cuartos de almacenamiento destinados a los objetos. Aunque desprovisto de agua corriente y de electricidad, el lugar debía mantenerse limpio y seco.

Todo estaba dispuesto para las grandes maniobras.

La tumba de Ramsés IV (núm. 2)

Ayrton comenzó explorando una tumba ramésida conocida desde mucho tiempo atrás pero que no había sido despejada de modo sistemático; aquello le permitió hacer prácticas dirigiendo su primera excavación de envergadura. La tumba tiene sesenta y seis metros de longitud y la forma de un corredor que va estrechándose; Ramsés IV desarrolla más aún las proporciones que Merenptah había aumentado; de este modo, la vasta cámara funeraria, grandiosa, contiene el mayor y más pesado sarcófago de granito de todo el Valle (once pies y medio de largo, nueve de alto), que además está tallado en forma de cartucho real. Esta sala de resurrección fue transformada en iglesia en el siglo V d. de C., y la decoración de las paredes, de hermosísima calidad, sufrió mucho. Se advierte la presencia de gran número de textos: Letanía del sol, Libro de las cavernas, Libro de las puertas, y extractos del Libro de los muertos, con la famosa «confesión negativa» en la que el ser que se presenta ante la balanza del juicio divino afirma no haber cometido faltas graves que le condenarían a la «segunda muerte», el aniquilamiento.

Cuando Ramsés IV subió al trono, tenía unos cuarenta años de edad; hijo y sucesor de Ramsés III, anunció su intención de construir templos en todo el país y ofrecer a Egipto un reinado largo y brillante. Con el fin de obtener medios para su política, el rey dobló el equipo de artesanos de Deir el-Medineh, aumentándolo hasta los ciento veinte hombres; en el año 2 de su reinado, cambió su nombre de coronación e hizo preparar su tumba. Se organizaron varias expediciones para obtener sillares y piedras preciosas en las canteras del uadi Hammamat y en las minas del Sinaí, pues el rey pedía a sus escultores que crearan grandes estatuas y a sus maestros de obras que prepararan bloques para nuevos santuarios.

La muerte quebró aquel impulso. El destino sólo concedió a Ramsés IV seis años de reinado (1154-1148), muy insuficientes si se comparan con sus ambiciones.

La tumba intacta de Yuya y de Tuya (núm. 46)

El oro brilla en las tinieblas

El mes de febrero de 1905 fue más cálido que de costumbre. La temperatura no impidió a los obreros de Davis proceder a una penosa exploración entre montones de cascotes y piedras; sus esfuerzos se vieron recompensados por la aparición de la parte superior de una puerta sellada. El jefe de equipo, el reis, llamó a su hijo pequeño tras haber hecho un agujero. Le pidió que se introdujera en la tumba; asustado, el muchacho se vio obligado a obedecer.

Primero, miedo, inmovilidad y silencio; luego el visitante se acostumbró y divisó, en las tinieblas débilmente iluminadas, el brillo del oro. Mirándolo más de cerca, vio allí el timón de un carro, una vara de función y un escarabeo cubiertos por una lámina de oro.

Ya no cabía duda, ¡un tesoro intacto! Primera reacción del reis, hacer que hombres armados custodiaran el lugar. Estaba convencido de que la noticia se extendería con la velocidad del relámpago y que desvalijadores de toda calaña se pondrían inmediatamente en pie de guerra. Entre los Abd el-Rassul debían de estar preguntándose, ya, cómo habían podido dejar pasar semejante potosí.

Avisados, Maspero y Davis no tardaron en acudir al lugar. Uno y otro, con satisfacción y esperanza, comprobaron que la puerta de la tumba estaba todavía sellada. Desde su cierre, al finalizar los funerales, nadie había entrado allí. Única solución, abrir. Con la ayuda de antorchas, disiparon la oscuridad y avanzaron por un suelo resbaladizo hasta una segunda puerta sellada que mostraba los sellos de la necrópolis tebana. Fue necesario quitar las piedras, hacer un agujero y subir sobre los hombros del inspector Weigall para penetrar en la sepultura, el 11 de febrero de 1905.

Los padres de la reina Teje

Las inscripciones revelaron a Maspero que los ocupantes de la tumba se llamaban Yuya y Tuya. La sepultura era de pequeño tamaño y no estaba decorada, como las demás tumbas no reales del Valle. En el suelo se había depositado ritualmente una capa de fina arena amarilla. Aludiendo al simbólico hecho de que el difunto es «Quien se halla sobre su arena».

El equipo fúnebre, soberbio, estaba intacto; la modesta estancia, en efecto, estaba llena de admirables objetos, vasos canopes, instrumentos de música, refinados asientos decorados con escenas rituales, una de ellas perteneciente a Sitamon, hija de Amenhotep III, silla de la reina Teje cuyos paneles estaban decorados con las divinidades protectoras Bes y Thueris, lechos con paneles que mostraban la figura del mismo Bes, protector del sueño, arquilla para joyas con el nombre de Amenhotep III y de Teje, carro que servía para viajar por el otro mundo, jarras llenas de natrón. «El Osiris vegetante», de acuerdo con el apelativo técnico, era un vestigio modesto pero importantísimo; recordemos que, en un molde con la forma de Osiris, se vertía una mezcla de arena y cebada que se regaba cada día. La cebada germinaba y alcanzaba unos diez centímetros de altura; se envolvía el conjunto con un lienzo y se depositaba en la tumba, como prueba de resurrección.

Los arqueólogos se acercaron a los sarcófagos. El de Yuya estaba sobre una narria, símbolo de Atum, el principio creador; en su interior, tres ataúdes momiformes. El de su esposa Tuya sólo tenía dos ataúdes interiores. El rostro de ambas momias, con los ojos casi abiertos, era extraordinario; la pareja, unida en un idéntico y sereno goce, parecía viva. Yuya era un apuesto hombre rubio, muy digno, con las manos cruzadas a la altura del cuello. Se le ha comparado al actor americano Charlton Heston. Tuya era una mujer magnífica de cuerpo esbelto, rostro fino y cabellos rubios, cuya dulzura sigue siendo perceptible más allá del óbito.

Padres de la reina Teje, esposa de Amenhotep III, Yuya y Tuya habían vivido el maravilloso período en el que el refinamiento de la civilización tebana alcanzó su apogeo. Yuya era originario del valle de Akhmim, en el Medio Egipto y, al igual que su esposa, no tenía vínculos con la familia real. Su hija, Teje, iba a convertirse sin embargo en la «gran esposa real», y su hijo Anen, en sumo sacerdote; Yuya ocupó el puesto superior en los carros del rey.

La pareja vivió una especie de cuento de hadas; llamada sin duda a la Corte por su hija, convertida en reina de Egipto, llevó una existencia apacible y gozó del insigne honor de ser enterrada en el Valle de los Reyes. Sin duda ésta es una de las numerosas pruebas de la influencia de Teje, de la que sabemos que gobernó al lado de su marido. Como siempre llueve sobre mojado, algunos arqueólogos supusieron que Yuya y Tuya habían sido también los padres de la celebérrima Nefertiti, pero falta todavía un documento decisivo.

Fricciones de arqueólogos

Contrariamente a lo que puede leerse aquí y allá, la tumba no fue desvalijada; ciertamente, entraron en ella y, sin duda, en una época antigua, para tomar algunos productos cosméticos; el mismo fenómeno se observará, por otra parte, en la de Tutankamón, sin que pueda darse una explicación. Si los ladrones hubieran descubierto semejante tesoro, sólo nos habrían quedado las migajas.

El 14 de febrero, Quibell visitó la tumba. Su enemistad hacia Davis aumentó más aún cuando advirtió que el americano había desplazado ya varios objetos sin tomar nota del emplazamiento exacto. Como técnico, se pone furioso y se pregunta por qué se permite a unos aficionados estropear el estudio de una sepultura intacta. De acuerdo con una costumbre deplorable, es preciso vaciar a toda prisa la sepultura y transportar los objetos al museo de El Cairo, donde hoy se exponen junto a los de Tutankamón, que le son cercanos por su estilo y su espíritu.

El equipo de Davis realizó numerosos dibujos, pero hubiera debido existir una publicación cuidada y precisa; tres semanas después del descubrimiento, la tumba de la pareja de dulce sonrisa había sido vaciada por completo de su contenido.

Quibell ocupó, en El Cairo, el puesto que Carter había dejado vacante, y no regresó al Valle donde Davis siguió reinando como dueño y señor.

Los éxitos de Ayrton: Un faraón, algunos perros y un visir

La tumba del rey Siptah (núm. 47)

Ayrton, como buen y abnegado servidor, organiza el trabajo a un ritmo constante. Debido al calor del mediodía, el equipo de unos cuarenta hombres procedentes de Gurna y las aldeas vecinas comienza a las seis, bajo la dirección del reis, los obreros cavan entre escombros de piedra, llenan los cestos y van despejando, poco a poco, el lugar donde se espera descubrir una tumba. Se organiza una lenta y regular procesión; todos repiten los mismos gestos canturreando viejas melopeas. A la hora de la comida, los trabajadores se sientan en círculo y consumen cebollas, tomates y pan. El tomate es azucarado, la cebolla dulce y el pan excelente. Seis de cada siete días, el equipo lleva a cabo su tarea en el Valle; el viernes, en tierra de Islam, es día de descanso. Por lo que a los salarios se refiere, son escasos pero muy buscados; hay muchos candidatos que esperan ser contratados por el reis.

En noviembre de 1905, Ayrton descubrió la tumba de un rey de la XIX dinastía, Siptah; será el último hipogeo de este período descubierto en el Valle. El corredor estaba lleno de cascotes que fue necesario evacuar con precauciones, pues el techo amenazaba ruina: las malas condiciones impidieron una exploración completa que sólo se llevará a cabo, por Burton, en 1912. La tumba era grande, cuidadosamente dispuesta; su decoración, en la que predominaba el verde, soberbia; durante cierto tiempo, por los fragmentos de un ataúd de alabastro y otros objetos hallados entre los cascotes, se creyó que se trataba de la sepultura de una reina, lo que despertó el interés de Davis. El entusiasmo se enfrió cuando fue necesario admitir la realidad. Como la decoración estaba muy dañada más allá de los dos primeros corredores y como las partes bajas parecían peligrosas, Davis atendió a las razones de su arqueólogo que proponía abandonar la excavación. Como la momia del rey reposaba en el museo de El Cairo, sólo podían esperar algunos hallazgos menores. Siptah, «el hijo de Ptah», dios de Menfis, reinó seis años (1196-1190). Llamándose originalmente Ramsés-Siptah, lo que le unía a su glorioso antepasado Ramsés II, cambió su nombre por el de Merenptah, «el amado de Ptah», insistiendo pues en sus vínculos con el dios. Hijo de Seti II y de Tausert que, como Hatshepsut, fue regente primero y luego faraón, Siptah se dirigió a Nubia en el año 1 de su reinado, para instalar allí al virrey, alto funcionario encargado de egiptizar el paraje y de mantener la paz. Casi nada sabemos sobre los orígenes del rey, su modo de ejercer el poder y su fin.

Animales reales

A finales del año 1905, Ayrton excavó en la parte sur del barranco, en las proximidades de la tumba de Amenhotep II. Supervisó grandes limpiezas, de acuerdo con las instrucciones de Davis, y no terminó con las manos vacías.

Descubrió primero un pequeño sepulcro de la XVIII dinastía que albergaba a un dignatario cuya identidad no pudo precisarse; se convirtió en un simple número en la lista, el núm. 49. Luego puso al descubierto tres fosas que conducían a tres cámaras que reservaban una buena sorpresa; allí no descansaban seres humanos sino animales. El más hermoso y majestuoso era un perro amarillo de tamaño medio, bien erguido sobre sus patas con la corta cola curvada sobre el lomo; ante su hocico, un mono que parecía tan vivo como él, puesto que los ladrones le habían quitado las vendas. Otros ocupantes aguardaban a Ayrton: cinocéfalos, más perros, patos, ibis, pájaros y un mono hembra sujetando tiernamente a su pequeño. Considerados como seres respetables, al igual que los humanos, los animales habían sido momificados de acuerdo con los ritos y gozaban de ataúdes, vasos canopes, amuletos y joyas, como aquel mono al que los desvalijadores no habían arrancado su collar de cerámica azul.

Algunos biólogos examinaron los cuerpos; advirtieron que aquellos animales habían sido bien alimentados, que su salud había sido excelente y su existencia fácil. Debido a su presencia en el Valle, puede defenderse la hipótesis de que se trata de animales que vivieron en la corte real y gozaron de la ternura de faraones y reyes. Es el momento de subrayar el lugar considerable que ocupaba el animal en el universo egipcio; se le consideraba el soporte y la forma encarnada de una fuerza divina que, al revés que el hombre, no podía desnaturalizar. Fiel al genio de su raza, transmitía sin deformación un poder del otro mundo. Por lo tanto, el hombre podía aprender mucho de los animales que eran algunos de los mejores maestros en el camino de la sabiduría.

El visir Amenemopet (núm. 48)

En enero de 1906, Ayrton descubrió un pozo que conducía a la muy humilde sepultura de un gran y poderoso personaje, el visir y gobernador de Tebas Amenemopet, hermano de Sennefer, que ocupaba la tumba núm. 48. Uno y otro vivieron en la época de Amenhotep II, conocieron una existencia feliz y un notable destino póstumo puesto que permanecieron cerca el uno del otro siendo recibidos en la necrópolis real. Es probable que el visir Amenemopet estuviera muy próximo a la comunidad de Deir el-Medineh y que su calidad de maestro de obras y supervisor de las tumbas reales justificara su presencia en el Valle.

Aunque la tumba estuviera devastada, contenía todavía el sarcófago y su momia; así se había preservado el recuerdo de un alto dignatario de la XVIII dinastía que había preferido esa modesta morada de eternidad junto al rey a quien había servido a una vasta y magnífica sepultura en el valle de los nobles.

Una extraña copa azul y un rey desconocido

A comienzos de 1906, Ayrton excavó al pie de una alta colina, junto a un barranco próximo a las tumbas de Tutmosis III, Amenhotep II y Tutmosis IV. Bajo una roca se ocultaba una hermosa copa azul en la que se había inscrito el nombre de Tutankamón.

Ayrton se sintió intrigado. Ningún objeto perteneciente a ese rey había circulado todavía por el mercado de antigüedades. Era muy difícil interpretar esa primera aparición de Tutankamón en el Valle y apreciar en su justo valor el modesto hallazgo; ¿se trataba de una copa utilizada durante el ritual de los funerales? ¿De dónde procedía y por qué había sido escondida allí? Fue imposible responder a esas preguntas. Ayrton y Davis las olvidaron.

Un lord con mala salud y el regreso de Carter

Aquel año, un aristócrata británico, lord Carnarvon, hizo una estancia en Egipto con la esperanza de que mejorara su deficiente salud. Intrépido viajero, literato, apasionado por la historia antigua y de espíritu muy independiente, disponía de una gran fortuna; su dominio de Highclere era uno de los más hermosos de Inglaterra. Lord Carnarvon parecía destinado a una fácil existencia cuando un accidente de automóvil estuvo a punto de costarle la vida; gravemente herido, nunca recuperó su antiguo dinamismo y su disminución le hizo sufrir mucho. Egipto era sólo un destino turístico de moda donde los ricos enfermos iban a disfrutar del aire puro y el sol; Carnarvon olvidó un poco su infortunio físico al descubrir los parajes faraónicos, y especialmente los de Tebas-Oeste.

Una idea le divirtió. ¿Y si, como otros personajes de su rango, financiara algunas excavaciones? Muy al corriente de la política oriental, conocía bien los problemas de Egipto y obtuvo una entrevista con Gastón Maspero. Éste aceptó la proposición de lord Carnarvon; naturalmente, fue necesario atribuirle un arqueólogo profesional. Maspero aprovechó la ocasión de reparar la terrible injusticia de la que Howard Carter había sido víctima; le sugirió al inexperto lord que empleara al excelente técnico que vegetaba en El Cairo.

Carnarvon aceptó. Carter también. Ayudaría al arqueólogo a adquirir hermosas piezas para su colección de antigüedades y dirigiría en su nombre algunas excavaciones. Primero explorarían, sin demasiados medios, un pequeño sector de Deir el-Bahari. Nació una amistad sólida y duradera; ni el aristócrata ni el egiptólogo tenían un carácter fácil, pero se estimaron y se complementaron.

Carter se acercaba al Valle; pero seguía siendo Davis quien reinaba allí como dueño y señor.

La misteriosa tumba núm. 55 y el faraón de la máscara de oro

Una nueva tumba real

El 1 de enero de 1907, tras haber discutido con Davis y obtenido su autorización, Ayrton pidió a sus obreros que exploraran las masas de cascotes al sur de la tumba de Ramsés IX en la parte central del Valle que ocupó, hasta 1991, un Rest House muy poco estético. En aquel lugar, la roca es casi vertical; a unos treinta pies del hipogeo de Ramsés IX, Ayrton exhumó algunos jarrones y puso al descubierto los peldaños de una escalera que conducía a la entrada de una tumba situada en la ladera de la colina.

Al pie de los peldaños se erguía un muro de piedras secas, sobre el que se habían impreso los sellos de la necrópolis; se trataba pues de una tumba real. Dada la importancia del descubrimiento, Arthur Weigall, inspector-jefe del Servicio de Antigüedades, se desplazó para observar el lugar. Estimó que el muro no era original y que había sido edificado para proteger la tumba, sin duda después de un robo.

Los arqueólogos penetraron en un corredor bien tallado, de unos seis pies de ancho; estaba lleno de cascotes, pero no había arena ni detritus entre ellos. No había estado pues mucho tiempo expuesto al viento o la lluvia; la tumba debía de permanecer cerrada desde la propia antigüedad egipcia y no había sido abierta desde entonces.

El avance resultaba casi imposible; en lo alto de un montón de cascotes, un enorme panel de madera llegaba al techo. No era un panel cualquiera; chapado en oro, procedía de una capilla decorada con relieves e inscripciones. Al acercarse, se advirtió que el techo estaba agrietado; el agua se había infiltrado pues y había dañado la chapa de oro que, sin embargo, brilló todavía cuando la iluminó la luz exterior.

Davis, una reina y una barbaridad

Dado el estado del lugar, se imponía la mayor circunspección; para salvar la chapa de oro y preservar los frágiles vestigios de una tumba que se anunciaba apasionante, hubiera sido necesario cerrarla de nuevo y recurrir inmediatamente a fotógrafos y especialistas en restauración. Tomarse tiempo era la más urgente medida.

Por desgracia, el día del descubrimiento ningún especialista trabajaba en los alrededores del Valle; además, Davis, impaciente, quería resultados. El reis recibió la orden de colocar, a la derecha, una larga tabla que sirviera de camino de acceso hacia el interior de la tumba; mientras reptaban descubrieron un nombre, el de la reina Teje, esposa de Amenhotep III y madre de Akenatón. Exaltado por la idea de excavar una tumba de reina, Davis ignoró cualquier precaución; lo único que importaba era avanzar rápidamente hacia el sepulcro. Éste era una estancia alta y bastante grande, aunque no decorada; en el suelo, paneles de madera, fragmentos de chapa de oro y distintos objetos. Un sarcófago extraordinario llamó enseguida la atención; ¿no estaba acaso incrustado de piedras semipreciosas y no era, parcialmente, de oro? Para Davis, la identidad de su ocupante, aunque llevara en la frente un uraeus, no planteaba duda alguna: era una reina, una de las más célebres de la historia egipcia, la gran esposa real, Teje.

Sorprendentes detalles exigían una constante atención; los vasos canopes eran un hermoso ejemplo del arte llamado «amarniense», es decir de la época de Akenatón y Nefertiti; en un panel, se veía a Akenatón adorando a Atón, el globo solar en el que se encarnaba la luz. Su madre, Teje, participaba en el rito y se mantenía detrás de su hijo. Henos pues sumidos en la atmósfera de la ciudad del sol, Aketatón, en la mística del rey «herético», es decir en un período misterioso y complejo; en pleno Valle en la orilla oeste de Tebas, dominio de Amón, se celebraba pues, por toda la eternidad, el culto de Atón.

Una prueba más, si era necesario, de que ninguna guerra civil o religiosa opuso a los «partidarios de Amón» y los «partidarios de Atón», situación inconcebible en el antiguo Egipto donde nadie mató nunca a causa de un dogma religioso, porque tal noción no existía.[11]

El rostro del sarcófago, cuyo soporte se había derrumbado, era una máscara de oro que había sido arrancada. ¿Por quién y por qué razón? Sólo subsistían la ceja y una parte del ojo derecho. Podía esperarse, ante tantos enigmas, mucho cuidado y meticulosidad por parte de los arqueólogos; pero ni Davis, ni Ayrton, ni Weigall, ni Maspero pensaron en estudiar a fondo aquella sorprendente tumba 55, ni siquiera en redactar un informe arqueológico detallado. Fue una de las mayores barbaridades de la arqueología egipcia; para tomar una «hermosa» fotografía de la tumba, no se les ocurrió otra cosa que… ¡vaciarla! De paso, Davis consiguió incluso dañar la momia. Sin tomar precaución alguna, pisotearon las chapas de oro y se arruinó cualquier esperanza de una restauración inteligente que habría permitido admirar, en parte al menos, una capilla de oro tan espléndida como los santuarios análogos de Tutankamón.

A fines de enero de 1907, la tumba estaba limpia y entraron los visitantes. Davis les autorizó para llevarse, a guisa de recuerdo, fragmentos de chapa de oro; por lo que a los ladrones profesionales se refiere, ojo avizor desde el primer día, hurtaron objetos de la mal vigilada sepultura. Tanta desenvoltura resulta pasmosa y jamás alabaremos bastante el rigor de Howard Carter, que, algunos años más tarde, adoptará una actitud radicalmente distinta.

¿Una reina o un rey? ¿Akenatón encontrado?

La momia no se conservaba bien; Davis la dañó más tocando con excesiva brusquedad los dientes delanteros que se desprendieron y cayeron. La seguridad del americano se reforzó; efectivamente tenía ante los ojos un cuerpo de mujer. ¿No lo probaba acaso el examen de los huesos? Los primeros «especialistas» asintieron. Además, la posición ritual, con el brazo derecho sobre el costado y el brazo izquierdo doblado sobre el pecho, era la de las reinas. Otros especialistas se interesaron por el problema y demostraron que la momia era la de un hombre muerto entre sus veinte y sus treinta años.

¿No había leído Maspero el nombre de Akenatón? Pero ¿dónde, en el sarcófago o en otra parte? Ciertos egiptólogos adoptaron la idea y aseguraron que aquella tumba núm. 55 era la sepultura del rey cuyos despojos habían sido llevados a Tebas. La capilla dorada, que se ha perdido para siempre, habría sido ofrecida a su hijo por la reina Teje; por lo que a los vasos canopes se refiere, habrían sido fabricados para Amenhotep, mientras reinaba en Tebas, antes de cambiar de nombre. Los ladrillos mágicos, con el nombre del rey, le calificaban de «Osiris», dios que no figura ya en la temática religiosa de el-Amarna; ¿fueron depositados allí antes de la partida hacia la nueva capital o cuando se dio sepultura a la momia de Akenatón?

¿No fue concebido el sarcófago, originalmente, para Nefertiti y utilizado, finalmente, por Akenatón que adoptó una postura de reina para simbolizar, por sí solo, la pareja real? Si alguien se ocupó del traslado desde el-Amarna, fue Tutankamón; el joven rey desplazó la Corte y se llevó consigo la momia de su predecesor que habría sobrevivido, por lo tanto, a la destrucción.

Esta versión de los hechos está lejos de ser admitida por todos. Se objeta que el cadáver es el de un hombre demasiado joven como para ser Akenatón; además, ninguna inscripción lo prueba formalmente. ¿Por qué no pensar en el corregente del rey «herético», Smenker, a quien Akenatón asoció al trono durante los dos últimos años de su reinado? Este corregente, cuya existencia niegan algunos, habría desempeñado el papel simbólico de la difunta Nefertiti. Las inscripciones del sarcófago, fueron, además, modificadas, para que algunas palabras pasaran del masculino al femenino. Detalle molesto: en la tumba no se recogió ningún objeto con el nombre de Smenker. Una posibilidad más: originalmente, el sarcófago se destinó a una mujer, Nefertiti, la esposa de Akenatón, o Teje, su madre, a la que había dedicado su capilla de oro, o a una de sus hijas. Y se pensó incluso en su esposa secundaria, Kiya.

Única certidumbre: los objetos (sarcófago, ladrillos mágicos, vasos canopes) están en directa relación con la reina Teje y el reinado de Akenatón. La «gran esposa real» era una personalidad de primera magnitud que personificaba a Maat, la Regla universal; participaba pues en todos los rituales. Teje murió antes que su marido, Amenhotep III, pero vivió hasta el año 8 del reinado de su hijo, Akenatón. Podría estimarse que, al principio, la tumba núm. 55 fue prevista como sepultura para esta reina, considerada digna de compartir la eternidad de los monarcas. Luego su dueña -que no ha sido formalmente identificada- habría sido trasladada a otra tumba, cediendo su lugar a la de su hijo o corregente.

Debido a la estúpida destrucción de demasiados indicios esenciales, es muy difícil realizar la investigación y se experimenta un penoso sentimiento de frustración; uno de los últimos episodios de la aventura amanuense se nos escapa cuando habían sobrevivido importantes vestigios. El Valle, una vez más, mantiene su misterio.

Reyes, arqueólogos y un pequeño tesoro

Harold Jones, Ay y Tutankamón

En febrero de 1907, Davis contrató a un nuevo empleado para ayudar a Ayrton: E. Harold Jones no era arqueólogo sino artista. Sin gran experiencia en egiptología, se aventuró en el Valle con cierta inocencia y, beneficiándose de la sistemática exploración emprendida por Ayrton, hizo un curiosísimo hallazgo en el fondo del barranco que lleva a la tumba de Amenhotep II. Un pozo bastante ancho conducía a una cámara funeraria donde descubrió fragmentos de chapa de oro con los nombres de los reyes Ay y Tutankamón. Una escena muestra a Ay, de pie en su carro, disparando flechas contra los asiáticos; simboliza el orden vencedor del caos. Tutankamón se entrega, también, a una acción guerrera derribando a un libio; su esposa y su sucesor, Ay, asisten a la escena que no relata un acontecimiento histórico sino que alude al importante papel de Faraón, encargado de poner orden en lugar del desorden. Parece cierto que estos fragmentos proceden de la decoración de un carro ritual, perteneciente al mobiliario fúnebre utilizado por el ocupante de la tumba en el otro mundo.

¿Quién era el propietario de esa tumba núm. 58? Jones, además de los restos de mobiliario, fragmentos de frisos decorativos con el nombre de Ay, encontró la estatua de un alto dignatario en la postura de Osiris. Lamentablemente, no hay inscripción que comunique el nombre del personaje.

La tumba núm. 58 se excavó para un hombre de primera línea que ocupó importantes funciones en Tebas, bajo los reinados de Tutankamón y Ay. La presencia de un carro ritual, como en la tumba de Yuya, hacen pensar en un superior de los carros, colocado a la cabeza de un cuerpo de élite del ejército y encargado de velar por la seguridad del soberano. Son sólo hipótesis porque la tumba no revela la identidad del dignatario.

Las frustraciones de Howard Carter

En 1907, Howard Carter se hizo construir una casa en Tebas-Oeste, en una plataforma que domina una tumba real del Imperio Medio, a unos veinte minutos del Valle de los Reyes. Trabajando para lord Carnarvon, excavaba no lejos del Valle que seguía siendo su principal centro de interés, aunque le estuviera prohibido.

Desde su beranda, que daba a los templos fúnebres construidos en el lindero de los cultivos, Carter soñaba en las tumbas todavía enterradas que le gustaría descubrir; por lo tanto, seguía atentamente las excavaciones de Ayrton y se documentó sin cesar sobre el Valle. Poco a poco, fue convirtiéndose en el mejor especialista; no ignoraba nada de lo que había ocurrido allí y podía describir el menor rincón.

Pero la concesión pertenecía a Davis. Para Carter, el Valle seguía siendo zona prohibida.

La tumba de Amenmés (núm. 10)

En diciembre de 1907 fue descubierta la entrada de una tumba deteriorada; comprendía un corredor, un vestíbulo y una cámara funeraria con cuatro pilares. La existencia de cartuchos, la mayoría de los cuales habían sido martilleados, demostraba que se trataba de una tumba real excavada para el faraón Amenmés que, al parecer, había reinado tres años (1202-1199), al mismo tiempo que Seti II.

El final de la XIX dinastía se vio turbado por una querella que opuso a Seti II, sucesor de Merenptah, y a Amenmés, príncipe y virrey de Nubia; ¿fomentó desde aquella provincia, rica y muy belicosa, una revuelta contra el soberano? No se sabe. La hipótesis es difícil de defender puesto que Amenmés, como Seti II, fue inhumado en el Valle tras haber sido reconocido como faraón.

La documentación es tan pobre y elíptica que nos vemos reducidos a hacer preguntas. Las dos mujeres que descansaban en la tumba son, también, enigmáticas; su identificación como la madre y la esposa de Amenmés ha sido discutida, y se ha pensado en la madre y la mujer de Ramsés IX. La momia del rey no ha sido encontrada.

El material de embalsamamiento de Tutankamón

El 21 de diciembre de 1907, el equipo de Davis descubre un pozo funerario cuyo contenido sólo se examinará el 17 de enero de 1908. La fosa rectangular, excavada en el sector este del Valle, junto a la tumba de Ramsés X, estaba llena de jarrones que contenían hojas, flores secas y saquitos. Los recipientes estaban envueltos con telas; en la tela se había inscrito el nombre de un faraón, Tutankamón.

La conclusión de Davis fue inmediata: acababa de identificar la tumba de aquel oscuro faraón. La afirmación hizo saltar a Carter, atento siempre a la vida del Valle; ¡semejante pozo no podía ser, en modo alguno, una tumba real! Davis no escuchó su advertencia; para él, la tumba núm. 54 completaba la núm. 58, descubierta la temporada anterior. El conjunto formaba la sepultura completa de Tutankamón.

En aquel año de 1908, el americano es un personaje célebre y respetado. ¿No se afirma, acaso, que encuentra un faraón por año? Ninguna crítica puede dañarle. En el museo de El Cairo se inauguró una «sala Davis» donde se expusieron sus hallazgos; era, sin discusión, el mejor excavador del Valle. El reconocimiento oficial no habría tenido valor sin una visita, a la casa de excavaciones, del cónsul general británico, sir Eldon Gorst.

Davis le recibió con la intención de deslumbrarle. El contenido de los recipientes de una tumba real sólo podía ser excepcional; el americano procedió pues a su apertura ante sir Eldon Gorst.

Aquel gran espectáculo se convirtió en un lamentable fiasco. El cónsul general se sintió muy decepcionado por los pobres vestigios que exhibió el americano y abandonó la casa de excavaciones antes de lo previsto, contrariado por haber perdido su tiempo. El infeliz Ayrton, a quien se acusó de aquel crimen de lesa majestad, fue objeto de severas regañinas. Furioso, Davis cedió de buena gana el contenido de la maldita tumba 54 a Winlock, un arqueólogo americano, que se lo llevó al Metropolitan Museum de Nueva York con el fin de estudiarlo.

Sólo quince años más tarde revelará el resultado de sus investigaciones; amigo de Howard Carter, le hizo sin duda, antes, algunas confidencias. Resultado realmente sensacional; en un tejido, una fecha: año 6 de Tutankamón. Aquel rey, tan mal conocido, no había tenido pues un reinado efímero. ¿Qué contenían los recipientes? Vendas, trapos destinados a limpiar el cuerpo del monarca, bolsas de natrón, restos de una comida donde se habían consumido cordero lechal y aves, bebido vino y cerveza; se añadían collares de flores compuestos de ramas de olivo y acianos que habían llevado los invitados e, incluso, la escoba utilizada para borrar las huellas de pasos al salir de la tumba. Winlock comprendió que la tumba núm. 54 albergaba los recuerdos del banquete celebrado en los funerales de Tutankamón, que estaba pues enterrado en el Valle. Ocho personas, aproximadamente, habían participado en aquella sorprendente comida.

Por negligencia e incompetencia, Davis había tenido en sus manos y despreciado una de las más conmovedoras resurrecciones de la arqueología egipcia. Aunque la naturaleza del hallazgo se hubiera elucidado, la propia existencia del escondrijo no deja de asombrar. ¿Por qué lo habilitaron, por qué se quiso conservar la memoria del banquete, prefiguración del banquete eterno? Tutankamón, considerado demasiado a menudo como un «reyezuelo» sin envergadura, fue, por el contrario, tratado con especial cuidado por los ritualistas. Veremos más adelante que el azar no desempeñó, sin duda, papel alguno en la preservación de su tumba.

La «tumba de oro» (núm. 56)

El 5 de enero de 1908, Ayrton había descubierto otra sepultura privada, cerca de la tumba núm. 58. Como de costumbre, tenía la forma de un pozo que llevaba a un sepulcro no decorado. Se había inundado y el suelo estaba cubierto por una capa de barro seco en la que el excavador distinguió fragmentos de objetos. Hubiera sido necesaria una gran minuciosidad para anotar su exacta posición y registrar científicamente el lugar. Pero Davis, impaciente, ordenó a Ayrton que actuara deprisa y comprobara que el lugar no contenía un tesoro.

Con la ayuda de un cuchillo se extrajeron dos pendientes de oro que llevaba el cartucho de Seti II, algunos fragmentos de chapa de oro y joyas, una anilla con dieciséis flores de adormidera, dos pequeños guantes de plata, dediles de oro con los nombres de Ramsés II y Seti II, collares, amuletos, brazaletes de plata cuyo grabado muestra a Tausert ante Seti II. Esa «tumba de oro» fue excavada, al parecer, para una hija de Seti II y Tausert; le ofrecieron un tesoro que pudo escapar a los desvalijadores.

La tumba de Horemheb (núm. 57)

Fortuna y desgracia de Ayrton

Tras el frustrado show ante el eminente cónsul general británico, Ayrton había tenido que sufrir las reprimendas de su patrono y servir, una vez más, de cabeza de turco aunque no tuviera responsabilidad alguna en aquel asunto.

Prosiguió, sin embargo, su trabajo concienzudamente; el Valle siguió sonriéndole y le ofreció, el 22 de febrero de 1908, un maravilloso hallazgo. En una parte baja del paraje, al fondo de un barranco, descubrió la entrada de un hipogeo desconocido. La escalera, de hermosa factura, era amplia, anunciando una tumba de gran tamaño, por desgracia estaba cubierta por una enorme masa de escombros; éstos habían sido acarreados por las aguas torrenciales formadas por las violentas tormentas.

En los cartuchos figuraba un nombre ilustre: Horemheb. Creyó que se engañaba porque aquel personaje célebre tenía ya una tumba en Menfis. De hecho, esta última había sido prevista para el general Horemheb; al convertirse en faraón, de acuerdo con la Regla, se había hecho excavar una tumba en el valle.

Un faraón calumniado

Demasiados autores han descrito a Horemheb como el liquidador de la «experiencia amarniense»; se le ha descrito con los rasgos de un perseguidor y el cine americano, tan alejado de la realidad egipcia, lo ha convertido incluso en un soldado violento y borracho.

Bajo el reinado de Akenatón, Horemheb residió en la ciudad del sol y realizó las funciones de general; no era sólo un militar sino también un escriba real, un literato y un administrador de alto rango, cercano a Faraón. Parece incluso haber ocupado el rango de primer ministro. Especialista en política exterior, fue un notable legislador que reformó ciertas costumbres que se habían hecho injustas.

Cuando Tutankamón sucedió a Akenatón, Horemheb siguió sirviendo al rey; fue también el servidor de Ay antes de subir, a su vez, al trono de Egipto en el que permaneció unos treinta años (1323-1293). Su reinado, apacible y brillante, cierra la XVIII dinastía y, en cierto modo, abre la XIX cuyos fundamentos pone Horemheb. Lejos de ser un hombre de transición, fue un monarca bisagra entre dos fases de la historia de Egipto. Sus reformas administrativas y legislativas cambiaron la fisonomía del país y prepararon los años en los que brillaron Seti I y Ramsés II. Este último, recordémoslo, arrasará la capital de Akenatón.

Los maestros de obras de Horemheb trabajaron, sobre todo, en Menfis y Karnak, donde edificaron tres pilonos. El segundo, que cierra la sala hipóstila por el oeste, y los noveno y décimo, en el camino de las procesiones. Se llenaron de pequeños bloques, los talatates, con los que se habían construido los templos de Atón, erigidos en la parte oriental del paraje. En los cimientos de sus pilonos, Horemheb volvió a emplear, pues, la obra de Akenatón.

Reorganizó los equipos de Deir el-Medineh, aumentó el número de artesanos y dio órdenes para proceder a cierto número de restauraciones en las tumbas reales.

Una exploración apasionante

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